TRES — AMANECER

28

Lo primero de lo que fue consciente Theremon, después de un largo período de un ser consciente de nada en absoluto, fue de que algo enorme y amarillo colgaba encima de él en el cielo.

Era una inmensa y resplandeciente bola dorada. No había forma de que pudiera mirarla de una forma directa durante más de una fracción de segundo debido a su resplandor. Un calor que abrasaba brotaba de ella en pulsantes oleadas.

Se encogió en una posición acurrucada, con la cabeza baja, y cruzó las muñecas frente a sus ojos para protegerse de aquel enorme brotar de calor y luz encima de su cabeza. ¿Qué lo mantenía allá arriba? ¿Por qué simplemente no caía?

Si cae, pensó, caerá sobre mí.

¿Dónde puedo ocultarme? ¿Cómo puedo protegerme?

Durante un largo momento permaneció acurrucado allá donde estaba, sin apenas atreverse a pensar. Luego, con cautela, abrió los ojos sólo una rendija. La gigantesca cosa llameante estaba aún allá arriba en el cielo. No se había movido ni un centímetro. No iba a caerle encima.

Empezó a temblar pese al calor.

El seco y asfixiante olor a humo llegó hasta él. Algo ardía, no muy lejos.

Era el cielo, pensó. El cielo estaba ardiendo.

Esa cosa dorada esta prendiendo fuego al mundo.

No. No. Había otra razón para el humo. La recordaría dentro de un momento, si tan solo podía eliminar la bruma de su mente. La cosa dorada no había causado los fuegos. Ni siquiera había estado ahí cuando los fuegos empezaron. Eran esas otras cosas, esas cosas brillantes, frías y blancas, que llenaban el cielo de extremo a extremo…, ellas lo habían hecho, ellas habían iniciado las Llamas…

¿Cómo se llamaban? Las Estrellas. Sí, pensó.

Las Estrellas.

Y empezó a recordar, sólo un poco, y se estremeció de nuevo, un profundo temblor convulsivo. Recordó cómo había sido cuando aparecieron las Estrellas, y su cerebro se convirtió en una canica y sus pulmones se negaron a bombear aire y su alma gritó sumida en el más profundo de los horrores.

Pero ahora las Estrellas habían desaparecido. Aquella brillante cosa dorada estaba en el cielo en su lugar.

¿Aquella brillante cosa dorada?

Onos. Ése era su nombre. Onos, el sol. El sol principal. Uno de…, uno de los seis soles. Sí. Theremon sonrió. Las cosas empezaban a regresar a él. Onos pertenecía al cielo. Las Estrellas no. El sol, el generoso sol, el buen y cálido Onos. Y Onos había regresado. En consecuencia, todo estaba bien en el mundo, aunque parte del mundo pareciera estar sumido en el fuego.

¿Seis soles? ¿Dónde estaban entonces los otros cinco?

Incluso recordaba sus nombres. Dovim, Trey, Patru, Tano, Sitha. Y Onos hacía el sexto. Veía a Onos, de acuerdo…, estaba inmediatamente encima de él, parecía llenar la mitad del cielo. ¿Qué pasaba con el resto? Se puso en pie, temblando un poco, aún medio temeroso de la ardiente cosa dorada sobre su cabeza, preguntándose si tal vez, por el hecho de ponerse en pie, no lo tocaría y se quemaría. No, no, eso no tenía sentido. Onos era bueno, Onos era compasivo. Sonrió.

Miró a su alrededor. ¿Había más soles ahí arriba?

Había uno. Muy lejano, muy pequeño. Pero éste no producía miedo…, como lo habían producido las Estrellas, como lo producía este llameante globo que ardía sobre su cabeza. No era más que un alegre punto blanco en el cielo, sólo eso. Lo bastante pequeño como para metérselo en su bolsillo, casi, si pudiera alcanzarlo.

Trey, pensó. Ese es Trey. Así que su hermano Patru tendría que estar por alguna parte cerca…

Sí. Sí, eso era. Ahí abajo, en una esquina del cielo, justo a la izquierda de Trey. Excepto que ése es Trey, y el otro es Patru.

Bueno, se dijo, los nombres no importan. Cuál es cuál no tiene importancia. Juntos son Trey y Patru. Y el grande es Onos. Y los otros tres soles deben de estar en alguna otra parte en este momento, porque no los veo. Y mi nombre es…

Theremon.

Sí. Eso es cierto. Me llamo Theremon.

Pero hay un número también. Permaneció de pie con el ceño fruncido, pensando en ello; su código de familia, eso era, un número que había conocido toda su vida, pero, ¿cuál era? ¿Cuál… era?

762.

Sí.

Soy Theremon 762.

Y luego otro pensamiento, más complejo, siguió suavemente al anterior: soy Theremon 762 del Crónica de Ciudad de Saro.

De alguna forma esa afirmación le hizo sentir un poco mejor, aunque estaba llena de misterios para él.

¿Ciudad de Saro? ¿El Crónica?

Casi sabía lo que significaban esas palabras. Casi. Las cantó para sí mismo. Crónica crónica crónica. Ciudad ciudad ciudad. Saro saro saro. El Crónica de Ciudad de Saro.

Quizá si camino un poco, decidió. Dio un paso vacilante, otro, otro. Sus piernas estaban rígidas todavía. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba en la ladera de una colina en el campo, en alguna parte. Vio una carretera, arbustos, árboles, un lago a la izquierda. Algunos de los arbustos y árboles parecían haber sido arrancados y rotos, con ramas que colgaban en extraños ángulos o estaban tiradas en el suelo debajo de ellos, como si unos gigantes hubieran pasado recientemente por allí pisoteándolo todo.

Detrás de él había un enorme edificio rematado por una cúpula, y de un agujero en su techo brotaba humo. La parte exterior del edificio estaba ennegrecida, como si se hubieran encendido fuegos a todo su alrededor, aunque sus paredes de piedra parecían haber resistido las llamas bastante bien. Vio a unas cuantas personas tendidas dispersas en los escalones del edificio, despatarradas como muñecos tirados. Había otras tendidas entre los arbustos, y otras aún a lo largo del sendero que descendía por la colina. Algunas de ellas se movían débilmente. La mayoría no.

Miró hacia el otro lado. Vio en el horizonte las torres de una gran ciudad. Un enorme manto de humo colgaba sobre ellas, y cuando frunció los ojos imaginó que podía ver lenguas de llamas brotar de las ventanas de los edificios más altos, aunque algo racional dentro de su mente le decía que era imposible distinguir tanto detalle a una distancia tan grande. Esa ciudad tenía que hallarse a kilómetros de donde él estaba.

Ciudad de Saro, pensó de pronto.

Donde se publica el Crónica.

Donde trabajo. Donde vivo.

Y soy Theremon. Sí. Theremon 762. Del Crónica de Ciudad de Saro.

Agitó lentamente la cabeza de un lado a otro, como habría hecho algún animal herido, intentando aclarar las brumas y el torpor que la infestaban. Era enloquecedor no ser capaz de pensar adecuadamente, no ser capaz de ir con libertad de un lado para otro en el almacén de sus propios recuerdos. La brillante luz de las Estrellas cruzaba su mente como un muro, separándole de sus propios recuerdos.

Pero algunas cosas empezaban a infiltrarse. Coloreados fragmentos del pasado, afilados, brillantes con una energía maníaca, danzaban girando y girando en su cerebro. Luchó por inmovilizarlos el tiempo suficiente como para comprenderlos.

Entonces la imagen de una habitación llegó hasta él. Su habitación, llena de papeles amontonados, revistas, un par de terminales de ordenador, una caja de correo por contestar. Otra habitación: una cama. La pequeña cocina que casi nunca utilizaba. Esto, pensó, es el apartamento de Theremon 762, el conocido columnista del Crónica de Ciudad de Saro. Theremon no está en casa en este momento, damas y caballeros. En este momento Theremon está de pie frente a las ruinas del observatorio de la Universidad de Saro, intentando comprender…

Las ruinas…

El observatorio de la Universidad de Saro…

—¿Siferra? —llamó—. Siferra, ¿dónde está usted?

Ninguna respuesta. Se preguntó quién era Siferra. Alguien que conoció antes de que las ruinas se convirtieran en unas ruinas, probablemente. El nombre había surgido burbujeando de las profundidades de su trastornada mente.

Dio unos cuantos pasos inseguros más. Había un hombre tendido debajo de un arbusto, a poca distancia colina abajo. Theremon fue hacia él. Tenía los ojos cerrados. Sujetaba fuertemente una antorcha consumida en su mano. Sus ropas estaban desgarradas.

¿Dormía? ¿O estaba muerto? Theremon lo agitó con cuidado con el pie. Sí, muerto. Era extraño, toda aquella gente muerta tendida a su alrededor. Normalmente uno no veía gente muerta por todos lados, ¿verdad? Y un coche volcado allá delante… Parecía muerto también, con su bastidor vuelto patéticamente hacia el cielo y volutas de humo brotando perezosamente de su interior.

—¿Siferra? —llamó de nuevo.

Algo terrible había ocurrido. Eso le resultaba muy claro, aunque muy poca cosa más lo era. Se acuclilló de nuevo y apretó las manos contra sus sienes. Los fragmentos de memoria al azar que habían estado revoloteando por su cabeza se movían más lentamente ahora, ya no se dedicaban a una frenética danza: habían empezado a flotar de una forma más reposada, como icebergs a la deriva en el Gran Océano del Sur. Si tan sólo pudiera conseguir que algunos de esos derivantes fragmentos se unieran…, obligarles a formar un esquema que tuviera un poco de sentido…

Revisó lo que ya había conseguido reconstruir. Su nombre. El nombre de la ciudad. Los nombres de los seis soles. El periódico. Su apartamento.

La última tarde…

Las Estrellas…

Siferra… Beenay… Sheerin… Athor… Nombres…

Bruscamente, las cosas empezaron a formar conexiones en su mente.

Los fragmentos de recuerdos de su pasado inmediato empezaron al fin a reagruparse. Pero al principio nada tuvo todavía ningún sentido real, porque cada pequeño racimo de recuerdos era algo independiente en sí mismo, y él era incapaz de ponerlos en ningún tipo de orden coherente. Cuanto más lo intentaba, más confuso se volvía todo de nuevo. Una vez comprendió eso, abandonó la idea de intentar forzar nada.

Simplemente relájate, se dijo a sí mismo. Deja que todo ocurra de una forma natural.

Se dio cuenta de que había sufrido algún tipo de gran herida en su mente. Aunque no notaba hematomas, ningún bulto en la parte de atrás de su cabeza, sabía que tenía que estar herido de alguna forma. Todos sus recuerdos se habían visto cortados en un millar de fragmentos como por una espada vengativa, y los fragmentos habían sido mezclados y dispersados como las piezas de algún desconcertante rompecabezas. Pero parecía estar sanando de un momento a otro. De un momento a otro la fortaleza de su mente, la fortaleza de la entidad que era Theremon 762 del Crónica de Ciudad de Saro, se estaba fortaleciendo, recomponiéndose.

Permanece tranquilo. Aguarda. Deja que todo ocurra de una forma natural.

Efectuó una profunda inspiración, retuvo el aliento, luego lo expelió poco a poco. Inspiró de nuevo. Retén, suelta. Inspira, retén, suelta. Inspira, retén, suelta.

Vio con el ojo de su mente el interior del observatorio. Ahora recordaba. Era por la tarde. En el cielo sólo había el pequeño sol rojo…, Dovim, ése era su nombre. Aquella mujer alta: Siferra. Y el hombre gordo era Sheerin, y el joven delgado y ansioso era Beenay, y el furioso viejo con la melena patriarcal de pelo blanco era el gran y famoso astrónomo, el jefe del observatorio… ¿Ithor? ¿Uthor? Athor, sí. Athor.

Y el eclipse se acercaba. La Oscuridad. Las Estrellas.

Oh, sí. Sí. Todo fluía junto ahora. Los recuerdos regresaban. La turba fuera del observatorio, conducida por fanáticos con hábitos negros: los Apóstoles de la Llama, así se hacían llamar. Y uno de los fanáticos había estado dentro del observatorio. Folimun se llamaba. Folimun 66.

Recordaba.

El momento de la consumación del eclipse. El repentino y completo descenso de la noche. El mundo entrando en la Cueva de la Oscuridad.

Las Estrellas…

La locura…, los gritos…, la turba…

Theremon se encogió ante el recuerdo. Las hordas de enloquecida y aterrada gente de Ciudad de Saro derribando las pesadas puertas, penetrando en el observatorio, pisoteándose entre sí en su precipitación por destruir los blasfemos instrumentos científicos y los blasfemos científicos que negaban la realidad de los dioses…

Ahora que los recuerdos acudían fluyendo de vuelta, casi deseó no haberlos recapturado. El shock que había sentido en el primer momento al ver la brillante luz de las Estrellas…, el dolor que había entrado en erupción dentro de su cráneo…, los extraños y horribles estallidos de fría energía que recorrieron su campo de visión. Y luego la llegada de la turba…, aquel momento de frenesí…, la lucha por escapar…, Siferra a su lado, y Beenay muy cerca, y luego la turba rodeándoles como un río salido de cauce, separándoles, empujándoles en direcciones opuestas…

Por su mente cruzó un último atisbo del viejo Athor, con los ojos brillantes y velados por el salvajismo de la completa locura, de pie mayestático sobre una silla, ordenando furioso a los intrusos que salieran del edificio, como si él fuera no simplemente el director del observatorio sino su rey. Y Beenay de pie a su lado, tirando del brazo de Athor, urgiendo al hombre para que huyera. Luego la escena se disolvió. Ya no estaba en la gran estancia. Theremon se vio a sí mismo barrido por el pasillo, arrastrándose por la escalera, buscando a Siferra a su alrededor, buscando a alguien a quien conociera…

El Apóstol, el fanático, Folimun 66, apareciendo de pronto ante él, bloqueando su camino en medio del caos. Riendo, tendiéndole una mano en un gesto burlón de falsa amistad. Luego Folimun había desaparecido también de su vista, y Theremon siguió frenético hacia delante, descendiendo por la escalera de caracol, tropezando y tambaleándose, trepando sobre gente de la ciudad tan apiñada en la planta baja que era incapaz de moverse. Y fuera del edificio, de algún modo. Una Oscuridad que ya no era Oscuridad, porque todo estaba iluminado ahora por el terrible, aborrecido, impensable resplandor frío de aquellos miles de despiadadas Estrellas que llenaban el cielo.

No había forma de ocultarse de ellas. Aunque cerraras los ojos veías su aterradora luz. La simple Oscuridad no era nada comparada con la implacable presión de esa bóveda de increíble resplandor que ocupaba todo el cielo, una luz tan brillante que resonaba en el cielo como un trueno.

Theremon recordó haber tenido la sensación como si el cielo, Estrellas incluidas, estuviera a punto de desplomarse sobre él. Se había arrodillado y cubierto la cabeza con las manos, pese a lo fútil que sabía que era aquel gesto. Recordaba también el terror a todo su alrededor, la gente corriendo de un lado para otro, los gritos, los llantos. Los fuegos de la resplandeciente ciudad se elevaban altos sobre el horizonte. Y, por encima de todo ello, aquellas martilleantes oleadas de miedo que descendían del cielo, de las implacables Estrellas que habían invadido el mundo.

Eso era todo. Después sólo había vacío, un completo vacío, hasta el momento de su despertar, cuando había alzado la vista para hallar a Onos en el cielo de nuevo, y había empezado a recomponer los fragmentos y jirones de su mente.

Soy Theremon 762, se dijo de nuevo. Vivía en Ciudad de Saro y escribía una columna para el periódico.

Ahora ya no había Ciudad de Saro. Ya no había periódico.

El mundo había llegado a su final. Pero él seguía con vida, y su cordura, esperaba, estaba regresando.

¿Y ahora qué? ¿Adónde ir?

—¿Siferra? —llamó.

Nadie respondió. Echó a andar de nuevo colina abajo, arrastrando los pies, más allá de los árboles rotos, más allá de los coches volcados y quemados, más allá de los dispersos cuerpos. Si éste es el aspecto aquí en el campo, se dijo, ¿cómo será en la ciudad?

Dios mío —pensó de nuevo—. ¡Todos vosotros, dioses! ¿Qué nos habéis hecho?

29

A veces la cobardía tiene sus ventajas, se dijo Sheerin mientras descorría el cerrojo de la puerta del almacén en el sótano del observatorio donde había pasado el tiempo de Oscuridad. Todavía se sentía tembloroso, pero no había la menor duda de que seguía cuerdo. Tan cuerdo como había estado antes, al menos.

Todo parecía tranquilo ahí fuera. Y, aunque el almacén no tenía ventanas, había conseguido filtrarse la suficiente luz a través de un pequeño enrejado muy arriba en una de las paredes como para sentirse bastante confiado de que había llegado la mañana, de que los soles estaban de nuevo en el cielo. Quizá la locura había pasado ya. Quizá fuera seguro salir.

Asomó la nariz al pasillo. Miró cautelosamente a su alrededor.

El olor a humo fue lo primero que percibió. Pero era un tipo de olor a humo rancio, mohoso, desagradable, húmedo, acre, el olor de un fuego que ha sido extinguido… El observatorio no sólo era un edificio de piedra, sino que poseía un eficiente sistema antiincendios, que debía haberse puesto en funcionamiento de forma automática tan pronto como la turba empezó a encender fuegos.

¡La turba! Sheerin se estremeció ante el recuerdo.

El rechoncho psicólogo sabía que nunca podría olvidar el momento en el que la turba entró en tromba en el observatorio. El recuerdo le perseguiría durante tanto tiempo como viviera…, aquellos rostros retorcidos, distorsionados, aquellos furiosos ojos asesinos, aquellos aullantes gritos de rabia. Eran gente que había perdido su frágil asidero a la cordura incluso antes de que el eclipse se hiciera total. La creciente Oscuridad había sido suficiente para empujarles más allá del borde…, eso, y la habilidad soliviantadora de los Apóstoles de la Llama, triunfantes ahora en su momento de profecía cumplida. Así había llegado la turba, a miles, para arrancar a los despreciables científicos de su madriguera; y ahí fueron en tromba, agitando antorchas, palos, escobas, cualquier cosa con la que pudieran golpear, romper, aplastar.

Paradójicamente, fue la llegada de la turba lo que dio a Sheerin el último empujón que le permitió recobrar el dominio de sí mismo. Había sido un mal momento, cuando él y Theremon bajaron por primera vez a la planta baja para barricar la puerta. Se había sentido bien, casi extrañamente animado, mientras bajaban; pero entonces la primera realidad de la Oscuridad le golpeó, como un soplo de gas venenoso, y se desmoronó por completo. Sentado acurrucado allí en la escalera, helado por el pánico, no pudo evitar el recordar su trayecto a través del Túnel del Misterio y darse cuenta de que esta vez el trayecto duraría no sólo unos cuantos minutos sino hora tras intolerable hora.

Bueno, Theremon le había sacado de aquello, y Sheerin había recobrado parte de su autocontrol cuando regresaron al nivel superior del observatorio. Pero luego llegó la totalidad del eclipse…, y las Estrellas. Aunque Sheerin había girado la cabeza cuando aquel impío estallido de luz penetró por la abertura en el techo del observatorio, no pudo evitar por completo su despedazadora visión. Y, por un instante, pudo sentir que su dominio sobre su mente cedía, pudo sentir los delicados hilos de la cordura empezar a romperse…

Pero entonces había llegado la turba, y Sheerin supo que su principal preocupación ya no era simplemente conservar su cordura. Ahora se trataba de salvar su vida. Si deseaba sobrevivir a esta noche no tenía más elección que recomponerse y hallar un lugar seguro. Su ingenuo plan de observar el fenómeno de la Oscuridad como un distante y desapasionado científico desapareció en un momento. Dejemos que alguien distinto observe el fenómeno de la Oscuridad. Él iba a ocultarse.

Y así, de algún modo, se había abierto camino hasta el nivel del sótano, hasta aquel pequeño y alegre almacén con su pequeña y alegre luz de vela arrojando un débil pero muy reconfortante resplandor. Y cerró la puerta por dentro, y aguardó a que hubiera pasado todo.

Incluso había dormido, un poco.

Y ahora era ya la mañana. O quizá la tarde, por todo lo que sabía. Una cosa era segura: la terrible noche había pasado, y todo estaba tranquilo, al menos en las inmediaciones del observatorio. Sheerin se metió de puntillas en el pasillo, se detuvo, escuchó, empezó a subir lentamente las escaleras.

Silencio por todas partes. Charcos de sucia agua de los aspersores antiincendios. El horrible hedor de humo viejo.

Se detuvo en la escalera y retiró pensativo un hacha del armarito antiincendios clavado a la pared. Dudaba mucho de que jamás fuera capaz de usarla contra alguna cosa viva; pero podía resultar útil llevarla consigo, si las condiciones afuera eran tan anárquicas como esperaba encontrarlas.

Arriba, a la planta baja. Sheerin abrió la puerta del sótano —la misma puerta que había cerrado violentamente tras él en su frenética huida hacia abajo la tarde antes— y miró fuera.

La visión que le recibió fue horripilante.

El gran vestíbulo del observatorio estaba lleno de gente, toda tirada por el suelo, desparramada por todos lados, como si se hubiera celebrado alguna colosal orgía alcohólica a lo largo de toda la noche. Pero aquella gente no estaba ebria. Muchos de ellos yacían retorcidos en ángulos horriblemente imposibles que sólo un cadáver podía adoptar. Otros yacían de bruces, apilados como alfombras desechadas en montones de dos o tres de alto. Éstos también parecían muertos, o perdidos en la última inconsciencia de la vida. Otros más estaban a todas luces vivos, sentados, lloriqueando y gimiendo como cosas rotas.

Todo lo que antes había formado la exposición en el gran vestíbulo, los instrumentos científicos, los retratos de los grandes astrónomos primitivos, los elaborados mapas astronómicos, habían sido arrancados y quemados o simplemente arrancados y pisoteados. Sheerin pudo ver restos informes y calcinados asomándose aquí y allá entre los montones de cuerpos.

La puerta principal estaba abierta. El cálido y reconfortante brillo de la luz del sol era visible al otro lado.

Sheerin se abrió camino con cautela por entre el caos en dirección a la salida.

—¿Doctor Sheerin? —dijo de pronto una voz inesperada.

Giró en redondo y blandió el hacha tan ferozmente que estuvo a punto de echarse a reír de su propia fingida beligerancia.

—¿Quién hay ahí?

—Soy yo. Yimot.

—¿Quién?

—Yimot. Me recuerda, ¿no?

—Yimot, sí. —El alto y desgarbado joven estudiante graduado de astronomía de alguna provincia del interior. Sheerin vio ahora al muchacho, medio oculto en una especie de nicho. Su rostro estaba ennegrecido por las cenizas y el hollín, sus ropas desgarradas, y su aspecto era estremecido y abrumado, pero por lo demás parecía estar bien. De hecho, cuando avanzó lo hizo de una forma mucho menos cárnica que de costumbre, sin ninguno de sus bruscos amaneramientos, sin agitar de brazos o giros de la cabeza. El terror hace cosas extrañas a la gente, se dijo Sheerin.

—¿Has permanecido oculto aquí toda la noche?

—Intenté salir del edificio cuando llegaron las Estrellas, pero me vi aprisionado aquí dentro por la gente. ¿Ha visto a Faro, doctor Sheerin?

—¿Tu amigo? No, no he visto a nadie.

—Estuvimos juntos durante un tiempo. Pero luego, con todo esto, las cosas se volvieron tan confusas… —Yimot consiguió esbozar una extraña sonrisa—. Pensé que iban a quemar el edificio hasta los cimientos. Pero entonces los aspersores se pusieron en funcionamiento. —Señaló hacia la gente de la ciudad esparcida por todo su alrededor—. ¿Cree que están todos muertos?

—Algunos de ellos simplemente están locos. Vieron las Estrellas.

—Yo también las vi, sólo por un momento —dijo Yimot—. Sólo por un momento.

—¿Cómo son? —preguntó Sheerin.

—¿No las vio usted, doctor? ¿O es que simplemente no lo recuerda?

—Estaba en el sótano. Seguro y protegido.

Yimot inclinó su largo cuello hacia arriba, como si las Estrellas brillaran todavía en el techo del pasillo.

—Eran… abrumadoras —susurró—. Sé que eso no le dice a usted nada, pero es la única palabra que puedo usar. Las vi sólo durante un par de segundos, quizá tres, y pude sentir que mi mente giraba, pude sentir que la tapa de mis sesos empezaba a saltar, así que desvié la vista. Porque no soy muy valiente, doctor Sheerin.

—No. Yo tampoco.

—Pero me alegra haber tenido esos dos o tres segundos. Las Estrellas son algo aterrador, pero también son muy hermosas. Al menos lo son para un astrónomo. No se parecen en nada a esos estúpidos puntos de luz que Faro y yo creamos en aquel alocado experimento nuestro. Debemos estar justo en medio de un inmenso racimo de ellas, ¿sabe? Tenemos seis soles en un apretado grupo muy cerca de nosotros, algunos más cerca que otros, quiero decir, y luego, mucho más lejos, a cinco o diez años luz de distancia, o más, hay toda una gigantesca esfera de Estrellas, que son soles, miles de soles, un tremendo globo de soles que nos envuelven por completo, pero invisibles normalmente para nosotros a causa de que la luz de nuestros propios soles brilla todo el tiempo. Exactamente como dijo Beenay. Beenay es un astrónomo maravilloso, ¿sabe? Algún día será más grande que el propio doctor Athor. ¿De veras que no vio usted las Estrellas?

—Sólo el más rápido de los atisbos —dijo Sheerin, un poco tristemente—. Luego fui a ocultarme… Mira, muchacho, tenemos que salir de este lugar.

—Me gustaría intentar hallar a Faro primero.

—Si está bien, estará fuera. Si no está, no hay nada que puedas hacer por él.

—Pero si está debajo de uno de esos montones…

—No —dijo Sheerin—. No puedes estar hurgando entre toda esa gente. Todavía están aturdidos, pero si les provocas no hay forma de decir lo que pueden hacer. Lo más seguro es salir de aquí. Voy a intentar llegar al Refugio. Si eres listo, vendrás conmigo.

—Pero Faro…

—Muy bien —dijo Sheerin con un suspiro—. Busquemos a Faro. O a Beenay, o a Athor, o a Theremon, a todos los demás.

Pero fue inútil. Durante quizá diez minutos rebuscaron entre los montones de gente muerta, inconsciente y semiinconsciente del vestíbulo; pero ninguno de ellos era de la universidad. Sus rostros eran impresionantes, horriblemente distorsionados por el miedo y la locura. Algunos se agitaban cuando eran importunados, o empezaban a echar espuma por la boca y a murmurar de una forma horrible. Uno agarró el hacha de Sheerin e intentó arrebatársela, y Sheerin tuvo que utilizar el mango para apartarlo. Era imposible subir la escalera a los niveles superiores del edificio; estaba bloqueada por los cuerpos, y había yeso roto por todas partes. Lagunas de lodosa agua se habían acumulado en el suelo. El duro y penetrante olor del humo era intolerable.

—Tiene razón —dijo finalmente Yimot—. Será mejor que nos vayamos.

Sheerin abrió camino y salió a la luz del sol. Tras las horas que acababan de transcurrir, el dorado Onos era la visión más bienvenida de todo el universo, aunque el psicólogo descubrió que sus ojos no estaban acostumbrados a tanta luz después de las largas horas de Oscuridad. La sensación le golpeó con una fuerza casi tangible. Durante unos breves momentos después de salir permaneció de pie parpadeando, aguardando a que sus ojos se readaptaran. Al cabo de un tiempo fue capaz de ver, y jadeó ante lo que vio.

—Es horrible —murmuró Yimot.

Más cuerpos. Locos vagando en círculos, cantando para sí mismos. Vehículos quemados al lado de la carretera. Arbustos y árboles arrancados y hechos pedazos como por ciegas fuerzas monstruosas. Y, allá en la distancia, un sobrecogedor manto de humo amarronado que se alzaba por encima de las torres de Ciudad de Saro.

Caos, caos, caos.

—Así que éste es el aspecto del fin del mundo —dijo Sheerin en voz baja—. Y aquí estamos nosotros, tú y yo. Supervivientes.—Se echó a reír con amargura—. Vaya pareja formamos. Yo llevo encima cincuenta kilos de más en torno a la cintura y a ti te faltan cincuenta kilos. Pero aquí estamos. Me pregunto si Theremon consiguió salir de aquí vivo. Si alguien lo hizo, tiene que ser él. Pero no hubiera apostado mucho sobre tú o yo. El Refugio está a medio camino entre Ciudad de Saro y el observatorio. Deberíamos llegar allí en media hora o así, si no nos encontramos con ningún problema. Toma esto.

Recogió un grueso palo gris que había en el suelo al lado de uno de los amotinados caídos y se lo lanzó a Yimot, que lo cogió torpemente en el aire y lo miró como si no tuviera la menor idea de lo que podía ser.

—¿Qué he de hacer con él? —preguntó al fin.

—Finge que lo usarás para hundir el cráneo de cualquiera que nos moleste —dijo Sheerin—. Del mismo modo que yo finjo que usaré esa hacha si es necesario para defenderme. Y, si es necesario, lo haré. Es un nuevo mundo éste que hay ahí fuera, Yimot. Vamos. Y mantente alerta mientras avanzamos.

30

La Oscuridad estaba aún sobre el mundo, las estrellas seguían bañando Kalgash con sus diabólicos ríos de luz, cuando Siferra 89 salió tambaleante del destripado edificio del observatorio. Pero el débil resplandor rosado del amanecer estaba asomando ya por el horizonte oriental, el primer signo de esperanza de que los soles podían regresar al cielo.

Se detuvo de pie en el césped del observatorio, con las piernas ligeramente abiertas, la cabeza echada hacia atrás, y llenó profundamente de aire sus pulmones.

Su mente estaba entumecida. No tenía la menor idea de cuántas horas habían transcurrido desde que el cielo se había vuelto oscuro y las Estrellas habían entrado en erupción ofreciéndose a la vista de todos como un millón de trompetas. Durante toda la noche había vagado por los pasillos del observatorio en medio de una bruma, incapaz de hallar la salida, luchando con los locos que hormigueaban por todos lados a su alrededor. Que ella se hubiera vuelto loca también no era algo que se hubiera parado a pensar. Lo único que ocupaba su mente era la supervivencia: apartar las manos que se aferraban a ella; parar los oscilantes palos dirigidos a ella con golpes del palo que había recogido de un hombre caído; evitar las repentinas y chillantes estampidas de los maníacos que recorrían los pasillos cogidos del brazo en grupos de seis u ocho, pisoteándolo todo en su camino.

Tenía la impresión de que había un millón de habitantes de la ciudad sueltos por el observatorio. Se volviera hacia donde se volviera sólo veía rostros distendidos, ojos desorbitados, bocas abiertas, lenguas colgantes, dedos engarfiados en monstruosas garras.

Lo estaban destruyendo todo. No tenía la menor idea de dónde estaba Beenay, o Theremon. Recordaba vagamente haber visto a Athor en medio de diez o veinte aullantes rufianes, con su densa melena de blanco pelo alzándose sobre ellos…, y luego haberle visto desaparecer, barrido hacia abajo por el tumulto.

Más allá de eso Siferra no recordaba nada muy claramente. Durante todo el eclipse había vagado de un lado para otro, subiendo por un pasillo y bajando por el siguiente, como una rata atrapada en un laberinto. Nunca se había familiarizado realmente con la disposición del observatorio, pero salir del edificio no hubiera debido resultar difícil para ella…, si hubiera estado cuerda. Ahora, sin embargo, con las Estrellas llameándole ferozmente desde cada ventana, era como si le hubieran clavado un punzón para el hielo directamente a través del cerebro. No podía pensar. No podía pensar. No podía pensar. Todo lo que podía hacer era correr de un lado para otro, apartando babeantes y tambaleantes locos, abriéndose paso a codazos por entre apiñamientos de harapientos desconocidos, buscando desesperada, ineficaz y fútilmente alguna de las salidas principales. Y así siguió, hora tras hora, como si estuviera atrapada en un sueño que nunca iba a terminar.

Ahora, al fin, estaba fuera. No sabía cómo había llegado allí. De pronto había hallado una puerta frente a ella, al extremo de un pasillo que estaba segura de haber cruzado un millar de veces antes. La empujó, y se abrió, y un frío chorro de aire fresco la golpeó, y la cruzó tambaleante.

La ciudad ardía. Vio las llamas muy lejos, una brillante mancha roja y furiosa contra el fondo negro del cielo.

Oyó gritos, sollozos, locas risas por todos lados.

Allá delante, un poco más abajo en la ladera de la colina, algunos hombres estaban derribando ciegamente un árbol…, tirando de sus ramas, tensándose ferozmente, arrancando sus raíces del suelo a pura fuerza. No pudo adivinar por qué. Probablemente ellos tampoco.

En el aparcamiento del observatorio, otros hombres estaban volcando coches. Siferra se preguntó si uno de aquellos coches podía ser el suyo. No podía recordarlo. No podía recordar mucho de nada. Recordar su nombre le obligaba a efectuar un esfuerzo.

—Siferra —dijo en voz alta—. Siferra 89. Siferra 89.

Le gustó su sonido. Era un buen nombre. Había sido el nombre de su madre…, o de su abuela, quizá. En realidad no estaba segura.

—Siferra 89 —dijo de nuevo—. Soy Siferra 89.

Intentó recordar su domicilio. No. Un conjunto de números sin significado.

—¡Mira las Estrellas! —gritó una mujer al pasar corriendo por su lado—. ¡Mira las Estrellas y muere!

—No —respondió Siferra con voz tranquila—. ¿Por qué debería desear morir?

Pero miró las Estrellas de todos modos. Ya casi se había acostumbrado a ellas ahora. Eran como luces muy brillantes muy brillantes, tan juntas unas de otras en el cielo que parecían fundirse, formar una sola masa de resplandor, como una especie de brillante capa que hubiera sido echada encima del cielo. Después de mirar durante más de uno o dos segundos seguidos creyó que podía individualizar puntos de luz, más brillantes que los de su alrededor, pulsando con un extraño vigor. Pero todo lo más que pudo conseguir fue mirar durante cinco o seis segundos, luego la fuerza de toda aquella pulsante luz la abrumó e hizo que le hormigueara el cuero cabelludo y le ardiera el rostro, y tuvo que bajar la cabeza y restregarse con los dedos el ardiente lugar de intenso y pulsante dolor entre sus ojos.

Atravesó el apareamiento, ignorando el frenesí a todo su alrededor, y emergió en el otro lado, donde una carretera pavimentada recorría un saliente en el flanco del Monte del Observatorio. Desde alguna región que aún funcionaba de su mente le llegó la información de que ésta era la carretera que conducía del observatorio a la parte principal del campus de la universidad. Allá arriba, Siferra podía ver ahora algunos de los edificios más altos de la universidad.

Las llamas danzaban en los tejados de algunos de ellos. El campanario ardía, y el teatro, y el Salón de Archivo de Investigaciones.

Hubieras debido salvar las tablillas, dijo una voz dentro de su mente que reconoció como la suya.

¿Tablillas? ¿Qué tablillas?

Las tablillas de Thombo.

Oh. Sí, por supuesto. Ella era arqueóloga, ¿no? Sí. Sí. Y lo que hacían los arqueólogos era excavar en busca de cosas antiguas. Ella había estado excavando en un lugar muy lejano. ¿Sagimot? ¿Beklikan? Algo así. Y había encontrado unas tablillas, textos prehistóricos. Cosas antiguas, cosas arqueológicas. Cosas muy importantes. En un lugar llamado Thombo.

¿Cómo lo estoy haciendo?, se preguntó.

Y ella misma se dio la respuesta: Lo estas haciendo muy bien.

Sonrió. Se sentía mejor a cada momento. Era la rosada luz del amanecer sobre el horizonte la que la estaba sanando, pensó. Se acercaba la mañana: el sol, Onos, entraba en el cielo. A medida que Onos se alzaba las Estrellas se fueron haciendo menos brillantes, menos aterradoras. Se estaban desvaneciendo aprisa. Las del este apenas podían verse ante la creciente fuerza de Onos. Incluso en el lado opuesto del cielo, donde la Oscuridad reinaba todavía y las Estrellas se arracimaban como peces en un estanque, parte de la intensidad de su formidable fulgor empezaba a ceder. Ahora podía mirar al cielo durante varios momentos consecutivos sin que su cabeza empezara a pulsar dolorosamente. Y se sentía menos confusa. Ahora recordaba con claridad dónde vivía, y dónde trabajaba, y qué había estado haciendo la tarde antes.

En el observatorio…, con sus amigos los astrónomos que habían predicho el eclipse…

El eclipse…

Eso era lo que había estado haciendo, se dio cuenta. Aguardar el eclipse. La Oscuridad. Las Estrellas.

Sí. Las Llamas, pensó Siferra. Y allí estaban. Todo había ocurrido según lo previsto. El mundo estaba ardiendo, como había ardido tantas veces antes…, puesto en llamas no por la mano de los dioses, no por el poder de las Estrellas, sino por hombres y mujeres ordinarios, enloquecidos por las Estrellas, lanzados a un pánico desesperado que les urgía a restablecer la luz del día normal por cualquier medio que pudieran encontrar.

Pese al caos a todo su alrededor, sin embargo, permaneció tranquila. Su dañada mente, entumecida, estupefacta, era incapaz de responder por completo al cataclismo que había traído consigo la Oscuridad. Siguió caminando y caminando, carretera abajo, hasta el cuadrángulo principal del campus, pasando escenas de horripilante devastación y destrucción, y no sintió ningún shock, ningún pesar por lo que se había perdido, ningún temor ante los tiempos difíciles que se abrían allá delante. Su mente todavía no estaba restablecida lo suficiente para tales sentimientos. Era una observadora pura, tranquila, desprendida. El llameante edificio de allá delante, sabía, era la nueva biblioteca de la universidad que ella había ayudado a planificar. Pero su visión no agitó ninguna emoción en ella. Igual hubiera podido estar cruzando algún emplazamiento de dos mil años de antigüedad cuyo destino no era más que un estrato de materia cortada y seca sin más finalidad que el registro histórico. Nunca se le hubiera ocurrido llorar encima de unas ruinas de dos mil años. Como tampoco se le ocurría llorar ahora, mientras la universidad ardía a todo su alrededor.

Estaba en el centro del campus ahora, siguiendo senderos familiares. Algunos de los edificios estaban en llamas, otros no. Giró a la izquierda, como una sonámbula, más allá del edificio administrativo, a la derecha en el gimnasio, a la izquierda de nuevo en Matemáticas, y zigzagueó más allá de Geología y Antropología hasta su propio cuartel general, Arqueología. La puerta delantera estaba abierta. Entró.

El edificio parecía casi intacto. Algunas de las vitrinas de exposición en el vestíbulo estaban rotas, pero no por saqueadores, puesto que todos los artefactos parecían estar todavía allí. La puerta del ascensor había sido arrancada de sus goznes. El tablero de avisos al lado de la escalera estaba en el suelo. Por lo demás, todo parecía intacto. No oyó ningún sonido. El lugar estaba vacío.

Su oficina estaba en el segundo piso. En su camino escaleras arriba tropezó con el cuerpo de un viejo tendido boca arriba en el descansillo del primer piso.

—Creo que le conozco —dijo Siferra—. ¿Cómo se llama? —Él no respondió—. ¿Está usted muerto? Dígame: sí o no. —Los ojos del hombre estaban abiertos, pero no había ninguna luz en ellos. Siferra apretó un dedo contra su mejilla—. Mudrin, ése es su nombre. O lo era. Bueno, de todos modos, ya era muy viejo. —Se encogió de hombros y siguió subiendo.

La puerta de su oficina no estaba cerrada con llave. Había un hombre dentro.

También le pareció familiar; pero éste estaba vivo, acuclillado delante de los archivadores de una forma peculiarmente agazapada. Era un hombre corpulento, de pecho profundo, con unos poderosos antebrazos y unos pómulos anchos y recios. Su rostro brillaba con el sudor y sus ojos tenían un destello febril.

—¿Siferra? ¿Estás aquí?

—Vine a buscar las tablillas —dijo ella—. Las tablillas son muy importantes. Tienen que ser protegidas.

El hombre se levantó de su postura agachada y dio un par de pasos inseguros hacia ella.

—¿Las tablillas? ¡Las tablillas han desaparecido, Siferra! Los Apóstoles las robaron, ¿recuerdas?

—¿Desaparecido?

—Exacto, desaparecido. Como tu mente. Tu mente también ha desaparecido, ¿verdad? Tu rostro está vacío. No hay nadie en casa detrás de tus ojos. Puedo ver eso. Ni siquiera sabes quién soy.

—Eres Balik —dijo ella, y el nombre brotó en sus labios sin buscarlo.

—Así que recuerdas.

—Balik. Sí. Y Mudrin está en las escaleras. Mudrin está muerto, ¿lo sabías?

Balik se encogió de hombros.

—Supongo. Todos estaremos muertos dentro de muy poco. A estas alturas todo el mundo ya se ha vuelto loco. Pero, ¿por qué me molesto en decirte esto? Tú también estás loca. —Sus labios temblaron. Sus manos se agitaron. Una extraña risita brotó de su boca, y encajó las mandíbulas como para reprimirla—. He permanecido aquí durante toda la Oscuridad. Estuve trabajando hasta tarde, y cuando las luces empezaron a fallar… Dios mío —dijo—, las Estrellas. Las Estrellas. Sólo les eché una rápida mirada. Y luego me metí debajo del escritorio y permanecí ahí todo el tiempo. —Se dirigió a la ventana—. Pero Onos está saliendo de nuevo. Lo peor tiene que haber pasado. ¿Está todo en llamas ahí fuera, Siferra?

—He venido a por las tablillas —dijo ella de nuevo.

—Han desaparecido. —Deletreó la palabra para ella—. ¿Me comprendes? Desaparecido. No están aquí. Fueron robadas.

—Entonces me llevaré los mapas que hicimos —dijo ella—. Debo proteger el conocimiento.

—Estás completamente loca, ¿verdad? ¿Dónde estuviste, en el observatorio? Tuviste una buena vista de las Estrellas, ¿verdad? —Rió de nuevo, con aquella risita suya, y empezó a cruzar en diagonal la habitación y se acercó a ella. El rostro de Siferra se crispó con desagrado. Ahora podía oler su sudor, acre y fuerte y desagradable. Olía como si no se hubiera bañado en una semana. Parecía como si no hubiera dormido en un mes—. Ven aquí —dijo, mientras ella retrocedía ante él —. No te haré ningún daño.

—Quiero los mapas, Balik.

—Por supuesto. Te daré los mapas. Y las fotografías, y todo. Pero primero voy a darte otra cosa. Ven aquí, Siferra.

Adelantó una mano y tiró de ella hacia sí. Siferra sintió las manos del hombre en sus pechos y la aspereza de su mejilla contra la de ella. Su olor era insoportable. La furia creció en su interior. ¿Cómo se atreve a tocarme de este modo? Le empujó con brusquedad.

—¡Eh, no hagas eso, Siferra! Vamos. Sé agradable. Por todo lo que sabemos, podríamos ser los únicos que quedamos en el mundo. Tú y yo. Viviremos en el bosque y cazaremos pequeños animales y recogeremos nueces y bayas. Cazadores y recolectores, sí, y más tarde inventaremos la agricultura. —Se echó a reír.

Sus ojos parecían amarillos a la extraña luz. Su piel parecía amarilla también. Tendió de nuevo las manos hacia ella, ansioso, una se cerró sobre su pecho, la otra se deslizó hacia abajo por su espalda en busca de la base de su espina dorsal. Inclinó la cabeza contra el hueco de su garganta y hociqueó ruidosamente, como un animal. Sus caderas se agitaron y empujaron contra ella de una forma revulsiva. Al mismo tiempo empezó a forzarla hacia atrás en dirección a una esquina de la habitación.

De pronto Siferra recordó el palo que había recogido en alguna parte durante la noche en el edificio del observatorio. Todavía lo sujetaba, colgado blandamente de su mano. Lo alzó con rapidez y estrelló la punta contra la barbilla de Balik, con fuerza. La cabeza del hombre se sacudió hacia arriba y hacia atrás, sus dientes chasquearon.

La soltó y retrocedió unos tambaleantes pasos. Sus ojos estaban muy abiertos por la sorpresa y el dolor. Su labio estaba partido allá donde se lo había mordido, y la sangre resbalaba por una comisura de su boca.

—¡Eh, puta! ¿Por qué me has pegado?

—Me tocaste.

—Malditamente cierto. ¡Te toqué! Y ya era hora de que lo hiciera. —Se frotó la mandíbula—. Escucha, Siferra, tira ese palo y deja de mirarme de este modo. Soy tu amigo. Tu aliado. El mundo se ha convertido en una jungla ahora, y sólo estamos nosotros dos. Nos necesitamos el uno al otro. No es seguro intentar ir solos ahora. No puedes permitirte correr ese riesgo.

Avanzó de nuevo hacia ella, las manos alzadas, buscándola.

Le golpeó de nuevo.

Esta vez hizo girar el palo en un arco y lo estrelló contra un lado de su rostro, conectando con hueso. Hubo el audible restallar del impacto, y Balik se tambaleó hacia un lado por la fuerza del golpe. Con la cabeza vuelta a medias, la miró absolutamente asombrado y trastabilló hacia atrás. Pero mantuvo aún el equilibrio. Siferra le golpeó una tercera vez, por encima de la oreja, haciendo girar el palo en un largo arco con todas sus fuerzas. Cuando cayó, Siferra le golpeó una vez más, en el mismo lugar, y notó que todo cedía bajo el golpe. Los ojos del hombre se cerraron y emitió un sonido extrañamente blando, como un globo hinchado soltando el aire, y se derrumbó en la esquina contra la pared, con la cabeza hacia un lado y los hombros hacia el otro.

—No vuelvas a tocarme nunca más de esa forma —dijo Siferra, pinchándole con la punta del palo. Balik no respondió. Tampoco se movió.

Balik dejó de preocuparla.

Ahora a por las tablillas, pensó, sintiéndose maravillosamente tranquila.

No. Las tablillas habían desaparecido, había dicho Balik. Robadas. Y ahora recordó: lo habían sido realmente. Habían desaparecido justo antes del eclipse. Muy bien, los mapas entonces. Todos esos espléndidos dibujos que habían hecho de la Colina de Thombo. Las paredes de piedra, las cenizas en las líneas de los cimientos. Esos antiguos incendios, exactamente iguales que el fuego que estaba asolando Ciudad de Saro en este mismo momento.

¿Dónde estaban?

Oh. Aquí. En el archivador de los mapas, donde correspondía.

Rebuscó en él, extrajo un puñado de papeles como pergamino, los enrolló, se los metió bajo el brazo. Entonces recordó al hombre caído y lo miró. Pero Balik no se había movido. Ni parecía que volviera a hacerlo nunca, tampoco.

Fuera de la oficina, escaleras abajo. Mudrin permanecía allá donde lo había visto antes, tendido inmóvil y rígido en el descansillo. Siferra lo rodeó y siguió hacia la planta baja.

Fuera ya era bien entrada la mañana. Onos trepaba firmemente en el cielo, y las Estrellas eran pálidas ahora contra su brillo. El aire parecía más fresco y claro, aunque el olor del humo era denso todavía en la brisa. Allá junto al edificio de matemáticas vio a un grupo de hombres rompiendo ventanas. Un momento más tarde la vieron y le gritaron roncas e incoherentes palabras. Un par echaron a correr hacia ella.

Le dolía el pecho allá donde Balik había apretado. No deseaba que más manos la tocaran ahora. Se volvió y echó a correr detrás del edificio de arqueología, se abrió camino por entre los arbustos en el extremo más alejado del sendero de atrás, cruzó diagonalmente un prado a la carrera, y se halló frente a un recio edificio gris que reconoció como el de Botánica. Había un pequeño jardín botánico detrás, y un vivero experimental en la colina más allá, al borde del bosque que rodeaba el campus.

Siferra miró hacia atrás y creyó ver a los hombres que aún la perseguían, aunque no podía estar segura. Corrió más allá de Botánica y saltó con facilidad la baja verja en torno al jardín botánico.

Un hombre que manejaba una máquina de segar la saludó con la mano. Llevaba el uniforme verde oliva de los jardineros de la universidad; y estaba segando metódicamente los arbustos, abriendo un amplio sendero de destrucción a un lado y a otro en el centro del jardín. Reía quedamente para sí mismo mientras trabajaba.

Siferra lo rodeó. Desde allí era una corta carrera hasta el vivero. ¿Todavía la estaban siguiendo? No deseaba tomarse el tiempo de mirar a sus espaldas. Sólo correr, correr, correr, ésa era la mejor idea. Sus largas y poderosas piernas la llevaron con facilidad entre las hileras de cuidadosamente plantados árboles. Avanzaba a zancadas regulares. Era bueno correr así. Correr. Correr.

Entonces llegó a una zona más silvestre del vivero, toda zarzas y espinas, todo fuertemente entrelazado. Siferra se hundió en ella sin vacilar, segura de que nadie iba a ir tras ella allí. Las ramas arañaron su rostro, rasgaron sus ropas. Mientras se abría camino por un denso grupo de vegetación perdió su presa sobre el rollo de mapas, y emergió al otro lado sin ellos.

Que se queden aquí, pensó. De todos modos ya no significan nada.

Pero ahora tenía que descansar. Jadeante, agotada, cruzó un pequeño arroyo en el extremo del vivero y se dejó caer sobre una extensión de frío musgo verde. Nadie la había seguido. Estaba sola.

Alzó la vista más allá de las copas de los árboles. La dorada luz de Onos inundaba el cielo. Las Estrellas ya no se veían por ninguna parte. La noche había terminado al fin, y la pesadilla también.

No, pensó. La pesadilla sólo acababa de empezar.

Oleadas de shock y náusea la atravesaron. El extraño aturdimiento que se había apoderado de su mente a lo largo de toda la noche empezaba a desaparecer. Al cabo de horas de disociación mental, empezaba a comprender de nuevo los esquemas de las cosas, juntar un acontecimiento más otro más otro y comprender su significado. Pensó en el campus en ruinas, y en las llamas que se elevaban por encima de la distante ciudad. En los locos que vagaban por todas partes, en el caos, en la devastación.

Balik. La fea sonrisa en su rostro cuando intentaba manosearla. Y la expresión de desconcierto cuando ella le golpeó.

Hoy he matado a un hombre, pensó Siferra, entre el asombro y el desánimo. Yo. ¿Cómo puedo haber hecho una cosa así?

Empezó a temblar. El horrible recuerdo marchitó su mente: el sonido que había hecho el palo cuando le golpeó, la forma en que Balik trastabilló hacia atrás, los otros golpes, la sangre, el retorcido ángulo de su cabeza. El hombre con el cual había trabajado durante año y medio, cavando pacientemente en las ruinas de Beklimot, caído como un animal en el matadero bajo sus mortíferos golpes. Y su absoluta calma mientras permanecía de pie sobre él después…, su satisfacción por el hecho de haber impedido que la siguiera molestando. Ésa era quizá la parte más horrible de todo.

Entonces Siferra se dijo que el hombre al que había matado no era Balik, sino sólo un loco que se había alojado dentro del cuerpo de Balik, con los ojos salvajes y la boca babeante mientras tendía sus garras hacia ella y la manoseaba. Como tampoco ella había sido realmente Siferra cuando dejó caer aquel palo, sino una Siferra fantasma, una Siferra onírica, caminando sonámbula por entre los horrores del amanecer.

Ahora, pensó, la cordura regresaba. Ahora todo el impacto de los acontecimientos de la noche estaba asentándose en ella. No sólo la muerte de Balik —no permitiría sentirse culpable por ello—, sino la muerte de toda una civilización.

Oyó voces en la distancia, en la dirección del campus. Voces densas, bestiales, las voces de aquellos cuyas mentes habían sido destruidas por las Estrellas y nunca volverían a ser completos. Buscó su palo. ¿También lo había perdido, en su frenética huida a través del vivero? No. No, ahí estaba. Siferra lo aferró y se puso en pie.

El bosque pareció hacerle señas. Se volvió y echó a correr hacia sus frías y oscuras frondas.

Y siguió corriendo mientras tuvo fuerzas.

¿Qué otra cosa podía hacer excepto seguir corriendo? Corriendo. Corriendo.

31

Era última hora de la tarde del tercer día desde el eclipse. Beenay caminaba cojeando por la tranquila carretera comarcal que conducía al Refugio, avanzando lenta y cuidadosamente, mirando a su alrededor en todas direcciones. Había tres soles brillando en el cielo, y las Estrellas habían regresado hacía tiempo a su ancestral oscuridad. Pero el mundo había cambiado irrevocablemente en esos tres días. Y también Beenay.

Éste era el primer día completo de poder de razonamiento restablecido del joven astrónomo. No tenía una idea clara de lo que había estado haciendo los dos días anteriores. Todo el período era una simple bruma, puntuada por los amaneceres y los ocasos de Onos, con otros soles vagando a través del cielo de tanto en tanto. Si alguien le hubiera dicho que éste era el cuarto día desde la catástrofe, o el quinto, o el sexto, Beenay no hubiera sido capaz de mostrarse en desacuerdo.

Le dolía la espalda, su pierna izquierda era una masa de magulladuras, y había arañazos incrustados en sangre a lo largo de todo un lado de su cara. Sentía dolores por todo el cuerpo, aunque el dolor de las primeras horas había cedido paso ahora a otros dolores más sordos de media docena de clases distintas que irradiaban desde diferentes partes de él.

¿Qué le había ocurrido? ¿Dónde había estado?

Recordaba la batalla en el observatorio. Deseaba poder olvidarla. Aquella aullante horda de loca gente de la ciudad derribando la puerta… Un puñado de Apóstoles con sus hábitos iban con ellos, pero principalmente eran tan sólo gente ordinaria, probablemente gente buena, simple, aburrida, que había pasado toda su vida haciendo las cosas buenas, simples y aburridas que mantienen en funcionamiento una civilización. Ahora, de pronto, la civilización había dejado de funcionar, y toda aquella agradable gente ordinaria se había visto transformada en un parpadeo en bestias furiosas.

El momento en que entraron…, qué terrible había sido. Aplastando las cámaras que acababan de registrar los inapreciables datos del eclipse, arrancando el tubo del gran solarscopio del techo del observatorio, alzando los terminales de ordenador por encima de sus cabezas y estrellándolos contra el suelo…

¡Y Athor alzándose como un semidiós por encima de ellos, ordenándoles que se marcharan…! Había sido lo mismo que ordenarles a las mareas del océano que dieran la vuelta y se alejaran.

Beenay recordaba haberle implorado a Athor que se fuera con él, que huyera mientras aún había una posibilidad.

—¡Suéltame, joven! —había rugido Athor, casi como si no le reconociera—. ¡Quite sus manos de mí, señor! —Y entonces Beenay se había dado cuenta de lo que hubiera debido ver antes: que Athor se había vuelto loco, y que la pequeña parte de la mente de Athor que aún era capaz de funcionar racionalmente ansiaba la muerte. Lo que quedaba de Athor había perdido toda voluntad de vivir…, de seguir adelante en el terrible nuevo mundo de barbarie poscataclismo. Eso era lo más trágico de todo, pensó Beenay: la destrucción de la voluntad de vivir de Athor, la impotente rendición del gran astrónomo frente al holocausto de la civilización.

Y luego…, la huida del observatorio. Eso era lo último que recordaba Beenay con un cierto grado de confianza: mirar hacia atrás, a la sala principal del observatorio, mientras Athor desaparecía bajo un grupo de amotinados, luego volverse y cruzar a toda prisa una puerta lateral, bajar por la escalera de incendios, ir por la parte de atrás hasta el apareamiento…

Donde las Estrellas le aguardaban en toda su terrible majestad.

Con lo que más tarde se había dado cuenta de que era una sublime inocencia, o una absoluta confianza en sí mismo que rozaba la arrogancia, Beenay había subestimado totalmente su poder. En el observatorio, en el momento de su aparición, había estado demasiado preocupado con su trabajo para ser vulnerable a su fuerza: simplemente las había anotado como un suceso notable, para ser examinado con detalle cuando tuviera un momento libre, y luego había seguido con lo que estaba haciendo. Pero ahí fuera, bajo la despiadada bóveda del cielo abierto, las Estrellas le habían golpeado con todo su poder.

Se sintió abrumado por su visión. La implacable y fría luz de aquellos miles de soles descendió sobre él y le derribó abyectamente de rodillas. Se arrastró por el suelo, ahogado por el miedo, inspirando el aire en grandes y temblorosos jadeos. Sus manos se estremecían febrilmente, su corazón palpitaba, ríos de sudor corrían por su ardiente rostro. Cuando algún jirón del científico que había sido le motivaba lo suficiente como para volver su rostro hacia el colosal resplandor encima de su cabeza, a fin de poder examinar y analizar y registrar, se veía impulsado a ocultar los ojos tras sólo uno o dos segundos de contemplación.

Eso podía recordarlo: la lucha para mirar las Estrellas, su fracaso, su derrota.

Después de eso, todo era impreciso. Un día o dos, suponía, de vagar por el bosque. Voces en la distancia, risas cacareantes, secos y discordantes cantos. Crepitantes fuegos en el horizonte; el amargo olor del humo por todas partes. Arrodillarse para hundir el rostro en un arroyo, fría y rápida agua deslizándose por su mejilla. Verse rodeado por un pequeño núcleo de animales —no salvajes, decidió más tarde Beenay, sino animales de compañía que habían escapado de sus hogares— y gritarles aterrado como si tuvieran intención de hacerle pedazos.

Recoger bayas de unos matorrales espinosos. Trepar a un árbol para arrancar tiernos frutos dorados, y caer, y aterrizar con un desastroso y sordo golpe. Las largas horas de dolor antes de poder ponerse de nuevo en pie y seguir caminando.

Una repentina y furiosa lucha en la parte más profunda y oscura del bosque: puños agitados, codos clavados en costillas, arteras patadas, luego arrojar de piedras, gritos bestiales, el rostro de un hombre muy cerca del suyo, ojos tan rojos como llamas, un feroz forcejeo, los dos rodando una y otra vez…, las manos tendidas hacia una enorme roca, el acto de bajarla brutalmente en un solo y decisivo movimiento…

Horas. Días. Una bruma febril.

Luego, en la mañana del tercer día, recordar finalmente quién era, lo que había ocurrido. Pensar en Raissta, su compañera contractual. Recordar que le había prometido que iría a buscarla al Refugio cuando hubiera terminado su trabajo en el laboratorio.

El Refugio…, ¿dónde estaba eso?

La mente de Beenay había sanado lo suficiente como para recordar que el lugar que había establecido la gente de la universidad para refugiarse estaba a medio camino entre el campus y Ciudad de Saro, en una zona despejada y rural de ondulantes llanuras y herbosos prados. El viejo acelerador de partículas del Departamento de Física estaba allí, una enorme cámara subterránea, abandonada hacía unos pocos años cuando habían construido el nuevo centro de investigación en las Alturas de Saro. No había resultado difícil equipar las resonantes salas de cemento para una ocupación a corto plazo de varios centenares de personas y, puesto que el emplazamiento del acelerador siempre había estado protegido de un fácil acceso por razones de seguridad, no fue ningún problema convertir el lugar a prueba contra todo tipo de invasión de gente de la ciudad que pudiera volverse loca durante el eclipse.

Pero, para encontrar el Refugio, primero Beenay tenía que averiguar dónde estaba él ahora. Había estado vagando al azar en un deprimente estupor durante al menos dos días, quizá más. Podía estar en cualquier parte.

En las primeras horas de la mañana halló su camino fuera del bosque, casi por accidente, y salió de forma inesperada en lo que en su tiempo había sido un elegante distrito residencial. Ahora estaba desierto y en un terrible desorden, con coches amontonados de cualquier modo en las calles allá donde sus propietarios los habían abandonado cuando habían dejado de ser capaces de seguir conduciendo, y algún que otro cuerpo ocasional tendido en la calzada bajo una negra nube de moscas. No había ninguna señal de que hubiera alguien vivo allí.

Pasó una larga mañana avanzando por una carretera suburbana flanqueada por ennegrecidas casas abandonadas, sin reconocer un solo rasgo familiar. A mediodía, cuando Trey y Patru se alzaron en el cielo, entró en una casa por la abierta puerta y comió todo lo que pudo encontrar que no estuviera estropeado. No manó agua por el grifo de la cocina; pero encontró agua embotellada en un rincón del sótano y bebió tanta como pudo. Se lavó con el resto.

Después echó a andar por una serpenteante carretera hasta su final sin salida, rodeado de imponentes moradas, todas ellas quemadas hasta los cimientos. No quedaba nada de la casa más superior excepto un patio en la ladera de la colina decorado con azulejos rosas y azules, sin duda muy hermosos en su tiempo, pero estropeados ahora por densos montones ennegrecidos de restos apilados dispersos por toda su brillante superficie. Se abrió camino con dificultad hasta allá y observó el valle al otro lado.

El aire estaba muy quieto. No se veían aviones, no había ningún sonido de tráfico terrestre, un extraño silencio resonaba en todas direcciones.

De pronto, Beenay supo dónde estaba, y todo encajó en su lugar.

La universidad era visible a su izquierda, un hermoso agrupamiento de edificios de ladrillo, muchos de ellos estriados ahora de negro y algunos al parecer totalmente destruidos. Más allá, en su alto promontorio, estaba el observatorio. Beenay lo miró rápidamente y desvió la vista, feliz de que a aquella distancia no fuera capaz de distinguir claramente sus condiciones.

Más lejos a su derecha estaba Ciudad de Saro, resplandeciendo a la brillante luz del sol. A sus ojos parecía casi intocada. Pero sabía que, si tuviera unos gemelos de campaña, seguramente vería ventanas rotas, edificios derrumbados, rescoldos aún brillantes, volutas de humo alzándose en el cielo, todas las cicatrices de la conflagración que había estallado en el Anochecer.

Inmediatamente debajo de él, entre la ciudad y el campus, estaba el bosque por el que había estado vagando durante el período de su delirio. El Refugio tenía que estar justo al otro lado de éste; era muy probable que hubiera pasado a unos pocos cientos de metros de su entrada hacía un día o así, sin saberlo.

El pensamiento de cruzar ese bosque de nuevo no le atraía en absoluto. Seguro que todavía estaba lleno de locos, degolladores, animales de compañía escapados de sus casas y furiosos, todo tipo de cosas susceptibles de crear problemas. Pero, desde este punto ventajoso en la cima de la colina, podía ver la carretera que cruzaba el bosque, y la disposición de las calles que conducían a esa carretera. Mantente en los caminos pavimentados, se dijo, y estarás bien.

Y así fue. Onos estaba todavía en el cielo cuando completó la travesía del bosque por la carretera y enfiló el pequeño camino rural que sabía que conducía al Refugio. Las sombras de la tarde apenas habían empezado a alargarse cuando llegó a la puerta exterior. Una vez pasada ésta, sabía Beenay, tendría que descender por un largo camino sin pavimentar que le llevaría a la segunda puerta, y luego, rodeando un par de edificios exteriores, hasta la hundida entrada al Refugio propiamente dicho.

La puerta exterior, una alta verja de malla metálica, estaba abierta cuando la alcanzó. Eso era un signo ominoso. ¿Había entrado la turba ahí dentro también?

Pero no había ningún signo de destrucción. Todo estaba tal como debería de estar, excepto que la puerta estaba abierta. Entró, desconcertado, y echó a andar por el camino sin pavimentar.

La puerta interior, al menos, estaba cerrada.

—Soy Beenay 25 —le dijo a la puerta, y dio su número de código de identificación universitaria. Transcurrieron unos momentos, que se prolongaron a minutos, y no ocurrió nada. El verde ojo del escáner sobre su cabeza parecía funcionar —vio sus lentes girar de lado a lado—, pero quizá los ordenadores que lo operaban habían perdido su energía o simplemente se habían averiado. Aguardó. Aguardó un poco más—. Soy Beenay 25 —repitió al fin, y dio su número una segunda vez—. Estoy autorizado para entrar aquí. —Entonces recordó que el simple nombre y número no eran suficientes: había también un santo y seña.

Pero, ¿cuál era? El pánico ardió en su alma. No podía recordar. No podía recordar. ¡Qué absurdo, haber hallado finalmente su camino hasta allí y luego verse encallado en la puerta de fuera por su propia estupidez!

El santo y seña…, el santo y seña…

Tenía algo que ver con la catástrofe, seguro. «¿Eclipse?» No, no era eso. Estrujó su dolorido cerebro. «¿Kalgash Dos?» No parecía correcto. «¿Dovim?» «¿Onos?» «¿Estrellas?»

Eso se acercaba un poco más.

Entonces le llegó.

—Anochecer —dijo, triunfante.

Siguió sin ocurrir nada, al menos durante un largo rato.

Pero entonces, tras lo que pareció un millar de años, la puerta se abrió y le dejó pasar.

Zigzagueó más allá de los edificios y se enfrentó a la ovalada puerta metálica del Refugio en sí, clavada en el suelo en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Otro ojo verde le estudió allí. ¿Tenía que identificarse de nuevo? Evidentemente sí.

—Soy Beenay 25 —dijo, y se preparó para otra larga espera.

Pero la puerta empezó a girar sobre sus goznes casi de inmediato. Bajó la vista hacía el vestíbulo de suelo de cemento del Refugio.

Raissta 717 le aguardaba allí, apenas a diez metros de distancia.

—¡Beenay! —exclamó, y avanzó corriendo hacia él—. Oh, Beenay, Beenay…

Desde que habían formado pareja contractual, hacía dos años, nunca habían estado separados más allá de dieciocho horas. Ahora llevaban días sin verse. Atrajo su esbelto cuerpo contra el de él y la mantuvo fuertemente abrazada, y pasó mucho tiempo antes de que la soltara.

Entonces se dio cuenta de que estaban todavía de pie en la puerta abierta del Refugio.

—¿No deberíamos entrar y cerrar la puerta tras nosotros? —preguntó—. ¿Y si he sido seguido? No lo creo, pero…

—No importa. No hay nadie más aquí.

—¿Qué?

—Todos se fueron ayer —dijo ella—. Tan pronto como Onos se alzó. Deseaban que yo fuera con ellos, pero les dije que tenía que esperarte, así que me quedé.

Él la miró con la boca abierta, sin comprender.

Ahora vio lo cansada y pálida que estaba, lo delgada y consumida. Su pelo, en su tiempo lustroso, colgaba en descuidados mechones, y su rostro tenía el color de la tiza. Sus ojos estaban hinchados y enrojecidos. Parecía haber envejecido entre cinco y diez años.

—Raissta, ¿cuánto tiempo ha pasado desde el eclipse?

—Éste es el tercer día.

—Tres días. Eso es más o menos lo que había imaginado. —Su voz resonó de una forma extraña. Miró más allá de ella, al vacío Refugio. La desnuda cámara subterránea se extendía hasta casi perderse de vista, iluminada por una hilera de bombillas en el techo. No vio a nadie hasta donde sus ojos podían alcanzar. No había esperado aquello, en absoluto. Los planes habían sido que todo el mundo permaneciera oculto ahí abajo hasta que fuera seguro salir—. ¿Adónde han ido? —preguntó.

—A Amgando —respondió Raissta.

—¿El parque nacional de Amgando? ¡Pero eso está a cientos de kilómetros de aquí! ¿Están locos, saliendo de este escondite tan sólo al segundo día para dirigirse a un lugar medio al otro lado del país? ¿Tienes alguna idea de lo que ocurre ahí fuera, Raissta?

El parque de Amgando era una reserva natural, lejos al Sur, un lugar poblado por animales salvajes, donde las plantas nativas de la provincia eran celosamente protegidas. Beenay había estado allí antes, cuando era un muchacho, con su padre. Era casi pura naturaleza salvaje, con unos cuantos senderos para excursiones a pie abiertos en ella.

—Pensaron que sería más seguro ir allí.

—¿Seguro?

—Llegó la noticia de que todo el mundo que aún estuviera cuerdo, todo el mundo que deseara tomar parte en la reconstrucción de la sociedad, debía reunirse en Amgando. Al parecer la gente está convergiendo allá desde todos lados, miles de ellos. De otras universidades principalmente. Y alguna gente del Gobierno.

—Estupendo. Toda una horda de profesores y políticos pisoteando el parque. Con todo lo demás arruinado, ¿por qué no arruinar también ese último rincón de territorio no estropeado que tenemos?

—Eso no es importante, Beenay. Lo importante es que el parque de Amgando se halla en manos de gente cuerda, es un enclave de civilización en la locura general. Y saben de nosotros, nos han pedido que nos reunamos con ellos. Votamos, y fue dos a uno a favor de ir.

—Dos a uno —dijo Beenay sombríamente—. Aunque tu gente no vio las Estrellas, ¡consiguió chiflarse de todos modos! Imagina abandonar el Refugio para emprender una caminata de quinientos kilómetros, ¿o son ochocientos?, a través del caos absoluto que se está produciendo por todas partes. ¿Por qué no aguardar un mes, o seis meses, o lo que sea? Teníais suficiente comida y agua para resistir aquí todo un año.

—Nosotros dijimos lo mismo —respondió Raissta—. Pero lo que ellos nos dijeron, la gente de Amgando, fue que el momento de ir era ahora. Si aguardábamos algunas semanas, las bandas de locos que merodearan por aquí se habrían unido y organizado ejércitos bajo señores de la guerra locales, y tendríamos que enfrentamos a ellos cuando saliéramos. Y si aguardábamos más de unas pocas semanas, los Apóstoles de la Llama probablemente habrían establecido un nuevo gobierno represivo, con su propia fuerza de Policía y Ejército, y seríamos interceptados en el momento mismo en que saliéramos del Refugio. Es ahora o nunca, dijo la gente de Amgando. Mejor tener que enfrentarse a dispersos bandidos independientes medio locos que a ejércitos organizados. Así que decidimos ir.

—Todo el mundo menos tú.

—Quería esperarte.

Él tomó su mano.

—¿Cómo sabías que vendría?

—Dijiste que lo harías. Tan pronto como terminaras de fotografiar el eclipse. Siempre has mantenido tus problemas, Beenay.

—Sí —dijo Beenay, con un tono de voz remoto. Todavía no se había recobrado del shock de encontrar el Refugio vacío. Había esperado descansar allí, curar su magullado cuerpo completar el trabajo de restablecer su mente destrozada por las Estrellas. ¿Qué se suponía que debía hacer ahora, instalarse allí ellos dos solos en aquella bóveda de cemento llena de ecos? ¿O intentar ir ellos también a Amgando? —La decisión de marcharse del Refugio tenía una especie de loco sentido, se dijo Beenay: suponiendo que tuviera algún sentido el que todo el mundo se reuniera en Amgando, era probablemente mejor hacer el viaje ahora, mientras el campo se hallaba en aquel alto grado de desorden, que aguardar a que nuevas entidades políticas, ya fueran los Apóstoles o bucaneros regionales privados, ahogaran toda posibilidad de viajes entre distritos, Pero había deseado encontrar sus amigos aquí…, sumergirse en una comunidad de gente con la que estaba familiarizada hasta haberse recobrado del shock de los últimos días. Dijo con voz apagada—: ¿Tienes alguna idea de lo que está ocurriendo ahí fuera, Raissta?

—Recibimos informes por comunicador, hasta que los canales de comunicación dejaron de emitir. Al parecer la ciudad resultó casi completamente destruida por el fuego, y la universidad fue muy dañada también… Es todo cierto, ¿verdad?

Beenay asintió.

—Por todo lo que sé, sí. Escapé del observatorio justo en el momento en que la turba entraba por la fuerza. Athor resultó muerto. Estoy completamente seguro. Todo el equipo fue destruido…, todas nuestras observaciones del eclipse arruinadas…

—Oh, Beenay. Lo lamento tanto.

—Conseguí salir por la parte de atrás. En el momento en que estuve fuera, las Estrellas me golpearon como una tonelada de ladrillos. Como dos toneladas. No puedes imaginar cómo fue, Raissta. Me alegra que no puedas imaginarlo. Estuve completamente fuera de mí durante un par de días, vagando por los bosques. No hay ley. Todo el mundo se halla a sus propios medios. Puede que haya matado a alguien en alguna pelea. Los animales de compañía de la gente corren salvajes, las Estrellas deben de haberlos vuelto locos también…, y son aterradores.

—Beenay, Beenay…

—Todas las casas han ardido. Esta mañana pasé por ese vecindario elegante que hay en la colina justo al sur del bosque, ¿Punta Onos, se llama…?, y la destrucción era increíble. No se veía ni un alma. Coches destrozados, cuerpos en las calles, las casas en ruinas… ¡Dios mío, Raissta, qué noche de locura! ¡Y la locura sigue todavía!

—Tú pareces estar bien —dijo ella—. Impresionado, pero no…

—¿Loco? Pero lo estuve. Desde el momento en que salí fuera bajo las Estrellas hasta que desperté hoy. Luego las cosas empezaron al fin a anudarse de nuevo en mi cabeza. Pero creo que es mucho peor para otra gente. Los que no tienen el menor grado de preparación emocional, los que simplemente alzaron la vista y…, ¡bam!, los soles habían desaparecido, las Estrellas brillaban en su lugar. Como dijo tu tío Sheerin, habrá todo un abanico de respuestas, desde la desorientación a corto plazo hasta la locura total y permanente.

Tranquilamente, Raissta dijo:

—Sheerin estuvo contigo en el observatorio durante el eclipse, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y luego?

—No lo sé. Yo estaba ocupado controlando las fotografías del eclipse. No tengo la menor idea de lo que fue de él. No parecía estar a la vista cuando entró la turba.

—Quizá se deslizó fuera en la confusión —dijo Raissta con una débil sonrisa—. Mi tío es así…, muy rápido con sus pies a veces, cuando hay problemas. No me gustaría que le hubiera ocurrido algo malo.

—Raissta, algo malo le ha ocurrido a todo el mundo. Puede que Athor tuviera la mejor idea: es preferible dejarse arrastrar y que ocurra lo deba ocurrir. De esa forma no tendrás que enfrentarse con la locura y el caos a nivel mundial.

—No debes decir eso, Beenay.

—No. No, no debo. —Se situó detrás de ella y masajeó suavemente sus hombros. Se inclinó hacia delante y le besó suavemente detrás de la oreja—. Raissta, ¿qué vamos a hacer?

—Creo que puedo adivinarlo —dijo ella.

Pese a todo, él se echó a reír.

—Me refiero a luego.

—Ya nos preocuparemos de eso entonces —respondió Raissta.

32

Theremon nunca había sido un hombre de aire libre. Se consideraba a sí mismo un muchacho urbano de la cabeza a los pies. Hierba, árboles, viento, cielo abierto…, en realidad no le molestaban, pero tampoco le ofrecían ningún atractivo especial. Durante años su vida se había movido dentro de una órbita triangular fija basada en el mundo urbano, que seguía rígidamente un esquema familiar limitado en una esquina por su pequeño apartamento, en otra por la oficina del Crónica, y por el Club de los Seis Soles en la tercera.

Ahora, de pronto, se había convertido en un morador de los bosques.

Lo más extraño era que casi le gustaba.

Lo que los ciudadanos de Ciudad de Saro llamaban «el bosque» era en realidad una franja boscosa de buen tamaño que empezaba justo al sudeste de la propia ciudad y se extendía a lo largo de una veintena de kilómetros o así por la orilla sur del río Seppitano. En su tiempo el bosque había sido mucho más extenso, una enorme selva que ocupaba una gran diagonal que cruzaba la sección media de la provincia hasta casi el mar, pero la mayor parte de él había cedido paso a la agricultura, y mucho de lo que quedaba había sido talado para dejar lugar a barrios suburbanos residenciales, y la universidad había dado otro buen mordisco hacía unos cincuenta años para lo que era el nuevo campus. No deseosa de verse engullida por el desarrollo urbano, la universidad se había movido entonces para conseguir que lo que quedaba fuese declarado parque protegido. Y, puesto que la regla desde hacía muchos años en Ciudad de Saro era que lo que la universidad quería, generalmente lo conseguía, la última franja de la antigua selva fue dejada tranquila.

Allá fue donde Theremon se encontró viviendo ahora.

Los primeros dos días fueron muy malos. Su mente estaba aún medio embrumada por los efectos de ver las Estrellas, y era incapaz de establecer ningún plan coherente. Lo principal era seguir vivo.

La ciudad ardía: había humo por todas partes, el aire era abrasador, desde algunos puntos ventajosos podían incluso verse las llamas danzar en los tejados…, todo tan obvio que no resultaba una buena idea intentar volver allí. En las secuelas del eclipse, una vez el caos dentro de su mente empezó a aclararse un poco, se limitó a seguir andando colina abajo desde el campus hasta que se dio cuenta de que entraba en el bosque.

Muchos otros habían hecho evidentemente lo mismo. Algunos parecían gente universitaria, otros eran probablemente restos de la turba que se había lanzado a asaltar el observatorio la noche del eclipse, y el resto, supuso Theremon, eran suburbanitas arrojados de sus casas cuando se iniciaron los fuegos.

Todos los que veía parecían estar al menos tan trastornados mentalmente como él. Un buen número parecían estar mucho peor…, algunos de ellos completamente fuera de sus cabales, totalmente incapaces de controlarse.

No habían formado ningún tipo de bandas coherentes. Casi todos eran solitarios, que se movían a lo largo de misteriosos senderos privados por el bosque, o bien grupos de dos o tres; la mayor congregación que vio Theremon fue de ocho personas, que por su apariencia y forma de vestir parecían ser todos miembros de una misma familia.

Era horrible encontrarse con los auténticos locos: los ojos vacíos, los labios babeantes, las mandíbulas colgando, las ropas manchadas y hechas jirones. Recorrían los claros del bosque como muertos vivientes, hablando consigo mismos, cantando, dejándose caer ocasionalmente sobre manos y rodillas para 'arrancar puñados de hierba y masticarlos. Estaban por todas partes. El lugar era como un enorme asilo de locos, pensó Theremon. Probablemente todo el mundo era así.

Los de este tipo, los que se habían visto más afectados por la llegada de las Estrellas, eran generalmente inofensivos, al menos para los demás. Sus mentes estaban demasiado extraviadas para mostrar ningún interés en ser violentos, y su coordinación corporal estaba tan seriamente alterada que la violencia efectiva era de todos modos imposible para ellos.

Pero había otros que no estaban en absoluto tan locos, que a primera vista podían parecer casi normales, y esos planteaban realmente serios problemas.

Ésos, se dio cuenta rápidamente Theremon, encajaban en dos categorías. La primera consistía en gente que no sentía ninguna animosidad hacia nada pero que estaba histéricamente obsesionada por la posibilidad de que la Oscuridad y las Estrellas pudieran volver. Éstos eran los que encendían los fuegos.

Muy probablemente eran gente que había llevado una vida monótona y ordenada antes de la catástrofe: de índole familiar, trabajadora, esos vecinos agradables que tenemos todos. Mientras Onos estuvo en el cielo se mantuvieron perfectamente tranquilos; pero al momento mismo en que el sol primario empezó a hundirse en el Oeste y la tarde fue avanzando, el miedo a la Oscuridad les dominó, y miraron desesperados a su alrededor en busca de algo que quemar. Lo que fuera. Cualquier cosa. Dos o tres de los otros soles podían estar todavía sobre sus cabezas cuando Onos se puso, pero la luz de los soles menores no les pareció suficiente para calmar el ardiente miedo a la Oscuridad que sentía esa gente.

Ésos eran los que habían quemado su propia ciudad a su alrededor. Los que, en su desesperación, habían prendido fuego a libros, papeles, muebles, los techos de las casas. Ahora, empujados al bosque por el holocausto en la ciudad, intentaban quemarlo también. Pero esto resultaba mucho más difícil. El bosque estaba densamente poblado, era lujurioso, su masa de árboles estaba bien provista de una miríada de arroyos que fluían al gran río que discurría por su linde. Reunir ramas verdes e intentar encenderlas no proporcionaba satisfactorias hogueras. En cuanto a la alfombra de madera muerta y hojas secas que cubría el suelo del bosque, estaba empapada por las recientes lluvias. La poca que aún era capaz de arder era hallada rápidamente y utilizada para encender fuegos de campamento, sin producir ningún tipo de conflagración general; y al segundo día las provisiones de este tipo de madera eran ya muy escasas.

Así que la gente incendiaria, impedida como estaba por las condiciones del bosque y por sus propias mentes embotadas por el shock, estaban teniendo muy poco éxito hasta el momento. Pero habían conseguido iniciar un par de fuegos de buen tamaño en el bosque de todos modos, que afortunadamente se consumieron a sí mismos en unas pocas horas porque habían agotado todo el combustible de las inmediaciones. Unos pocos días de clima cálido y seco, sin embargo, y esa gente podría ser capaz de incendiar todo el lugar, como habían hecho ya con Ciudad de Saro.

El segundo grupo de gente no enteramente estable que vagaba por el bosque le pareció a Theremon una amenaza más inmediata. Eran los que habían echado a un lado todos los frenos sociales. Eran los bandidos, los matones, los degolladores, los psicópatas, los maníacos homicidas; los que avanzaban como hojas desenfundadas por los tranquilos senderos del bosque, atacado a quienes les complacía, tomando todo lo que deseaban, matando a cualquiera lo bastante desafortunado como para suscitar su irritación.

Puesto que todo el mundo tenía una cierta expresión velada en sus ojos, algunos simplemente por cansancio, otros por desaliento, y otros por locura, uno nunca podía estar seguro, cuando se encontraba con alguien en el bosque, de su grado de peligrosidad. No había ninguna forma de decir a la primera ojeada si la persona que se te acercaba pertenecía al grupo de los perturbados o locos alucinados, y en consecuencia básicamente inofensivos, o era del tipo lleno de furia letal que atacaba a cualquiera que encontrara, sin ninguna razón detrás de sus acciones.

Así que rápidamente aprendías a ponerte en guardia contra cualquiera que apareciese andando y fanfarroneando por entre los árboles. Cualquier desconocido podía ser una amenaza. Podías estar hablando muy amigablemente con alguien, comparando notas sobre vuestras experiencias desde la tarde del Anochecer, hasta que bruscamente el otro se ofendía ante cualquier observación casual tuya, o decidía que admiraba algún artículo de tus ropas, o quizá simplemente sentía un repentino aborrecimiento hacia tu rostro…, y, con un aullido propio de un animal, se lanzaba contra ti con ciega ferocidad.

Algunos de los de este tipo, sin duda, habían sido criminales desde un principio. La visión de la sociedad derrumbándose a su alrededor los había liberado de toda atadura. Pero otros, sospechaba Theremon, habían sido gente bastante plácida hasta que sus mentes se vieron hechas pedazos por las Estrellas. Entonces, de pronto, descubrieron que todas las inhibiciones de la vida civilizada huían de ellos. Olvidaron las reglas que habían hecho posible esa vida civilizada. Eran de nuevo como niños pequeños, asociales, preocupados sólo por sus propias necesidades…, pero tenían la fuerza de adultos y la fuerza de voluntad de los profundamente desequilibrados.

Lo que había que hacer, si uno quería sobrevivir, era evitar a los que uno sabía que estaban letalmente locos, o lo sospechaba. Lo que había que desear era que se mataran los unos a los otros dentro de los primeros días, dejando así el mundo seguro para los menos depredadores.

Theremon había tenido tres encuentros con locos de este terrible tipo en los primeros dos días. El primero, un hombre larguirucho con una extraña sonrisa diabólica que daba saltos al lado de un arroyo que Theremon deseaba cruzar, pidió que el periodista le pagara un peaje por pasar.

—Digamos tus zapatos. ¿O qué te parece tu reloj de pulsera?

—¿Qué le parece a usted apartarse de mi camino? —sugirió Theremon, y el hombre se puso frenético.

Agarró una estaca que Theremon no había visto hasta aquel momento, rugió alguna especie de grito de guerra, y cargó contra él. No había tiempo para tomar ninguna acción evasiva. Lo mejor que pudo hacer Theremon fue agacharse mientras el otro hombre hacia girar en un molinete su estaca con una horrible fuerza contra su cabeza.

Oyó la madera pasar silbando junto al oído y fallar por escasos centímetros. Golpeó el árbol que tenía detrás, astillándolo con su tremenda fuerza…, una fuerza tan grande que el impacto viajó a lo largo del brazo del hombre, y éste jadeó de dolor mientras la estaca caía de sus dedos bruscamente entumecidos.

Theremon estuvo encima de él en un instante: agarró el brazo herido del hombre y lo alzó secamente con despiadada fuerza, haciendo que su atacante lanzara un gruñido agónico y se doblara y cayera gimiendo de rodillas. Theremon lo empujó por la espalda hacia abajo hasta que su rostro estuvo metido en el arroyo, y lo mantuvo allí. Y lo mantuvo allí. Y lo mantuvo allí.

Qué sencillo sería, pensó maravillado, simplemente mantenerlo allí con la cabeza bajo el agua hasta que se ahogara.

Una parte de su mente argumentaba realmente en favor de ello. Podría haberte matado sin siquiera pensárselo. Líbrate de él. De otro modo, ¿qué harás cuando lo sueltes? ¿Luchar de nuevo con él? ¿Y si te sigue por todo el bosque en busca de revancha? Ahógalo ahora, Theremon. Ahógalo.

Era una poderosa tentación. Pero sólo un segmento de la mente de Theremon estaba dispuesto a adaptarse tan fácilmente a la nueva moralidad de la jungla en que se había convertido el mundo. El resto de él retrocedía ante la idea; y al fin soltó al hombre y se echó hacia atrás. Recogió la caída estaca y aguardó.

Sin embargo, todo deseo de lucha parecía haber desaparecido del otro ahora. Tosiendo y jadeando, se levantó del arroyo con el agua chorreando de su boca y nariz y se sentó temblando junto a la orilla, estremecido, atragantándose y luchando por respirar. Miró hosca y temerosamente a Theremon, pero no hizo ningún intento de levantarse, y mucho menos de reanudar la pelea.

Theremon lo rodeó, cruzó el arroyo de un salto y desapareció en el bosque con rapidez.

Las implicaciones de lo que casi había hecho no le golpearon plenamente hasta unos diez minutos más tarde. Entonces se detuvo de pronto, en medio de un estallido de sudor y náusea, y fue barrido por un feroz ataque de vómito que lo sacudió de una forma tan salvaje que pasó mucho tiempo antes de que pudiera levantarse.

Después, aquella misma tarde, se dio cuenta de que sus vagabundeos lo habían conducido directamente al borde del bosque. Cuando miró entre los árboles vio una carretera —totalmente desierta— y, en el extremo más alejado de la carretera, las ruinas de un alto edificio de ladrillo de pie en medio de una amplia plaza.

Reconoció el edificio. Era el Panteón, La Catedral de Todos los Dioses.

No quedaba mucho de él. Cruzó la carretera y miró, incrédulo. Parecía como si se hubiera iniciado un incendio en el corazón mismo del edificio —¿qué habían estado haciendo, usar los bancos para hacer astillas?—, para ascender directamente por la estrecha torre encima del altar, prendiendo en las vigas de madera. Toda la torre se había derrumbado, arrastrando consigo las paredes. Los ladrillos estaban esparcidos por toda la plaza. Vio que emergían cuerpos entre los restos.

Theremon nunca había sido un hombre particularmente religioso. No conocía a nadie que lo fuera. Como todo el mundo, decía cosas como «¡Dios mío!» o «¡Dioses!» o «¡Grandes dioses!» para dar énfasis, pero la idea de que pudiera haber realmente un dios, o varios dioses, o lo que fuera que afirmara el sistema de creencias vigente en aquel momento, siempre le había parecido irrelevante para la forma en que vivía su vida. La religión le parecía algo medieval, peculiar y arcaico. De tanto en tanto acudía a una iglesia para asistir a la boda de un amigo —que era tan no creyente como él, por supuesto— o para cubrir algún rito oficial en su calidad de periodista, pero nunca había entrado en ningún tipo de edificio sagrado con propósitos religiosos desde su propia confirmación, cuando tenía diez años.

De todos modos, la visión de la catedral en ruinas lo alteró profundamente. Había asistido a su inauguración, hacía una docena de años, cuando era un joven periodista. Sabía los muchos millones de créditos que había costado el edificio; se había maravillado ante las espléndidas obras de arte que contenía; se había emocionado ante la maravillosa música del Himno a los dioses de Ghissimal cuando resonó por la gran sala. Ni siquiera él, que no creía en lo sagrado, pudo evitar el sentir que, si había algún lugar en Kalgash donde los dioses estuvieran realmente presentes, tenía que ser aquél.

¡Y los dioses habían permitido que el edificio fuese destruido de aquel modo! ¡Los dioses habían enviado las Estrellas, sabiendo que la locura que seguiría destruiría incluso su propio Panteón!

¿Qué significaba eso? ¿Qué decía eso acerca de lo incognoscible e insondable de los dioses…, suponiendo que existieran?

Nadie podría reconstruir nunca aquella catedral, sabía Theremon. Nadie volvería a ser nunca como había sido.

—Ayuda —llamó una voz.

Aquel débil sonido interrumpió las meditaciones de Theremon. Miró a su alrededor.

—Por aquí. Aquí.

A su izquierda. Sí. Theremon vio el brillo de unas ropas doradas a la luz del sol. Había un hombre medio enterrado entre los cascotes, un poco lejos, a un lado del edificio, uno de los sacerdotes al parecer, a juzgar por la riqueza de su atuendo. Estaba atrapado por debajo de la cintura por una pesada viga, y hacía gestos con lo que debían ser sus últimas fuerzas.

Theremon echó a andar hacia él. Pero, antes de que pudiera dar más de una docena de pasos, una segunda figura apareció en el extremo más alejado del caído edificio y avanzó corriendo: un hombrecillo delgado y ágil que trepó por los ladrillos con una rapidez animal en dirección al inmovilizado sacerdote.

Bien, pensó Theremon. Entre los dos podrían alzar aquella viga.

Pero, cuando estaba todavía a unos seis metros de distancia, se detuvo horrorizado. El ágil hombrecillo había alcanzado ya al sacerdote, se había inclinado sobre él y le había rebanado la garganta con un rápido golpe de un pequeño cuchillo, de una forma tan indiferente como alguien abriría un sobre, y ahora se ocupaba dedicadamente de cortar los cordones que sujetaban la rica vestimenta del sacerdote.

Alzó la cabeza y lanzó a Theremon una mirada furiosa. Sus ojos eran feroces y abrumadores.

—Es mío —gruñó, como una bestia de la jungla—. ¡Mío! —E hizo un floreo con el cuchillo.

Theremon se estremeció. Durante un largo momento permaneció helado sobre sus piernas, horriblemente fascinado por la eficiencia con la que el saqueador estaba despojando al muerto sacerdote. Luego, abrumado por la tristeza, dio media vuelta y se alejó a toda prisa, cruzó la carretera y volvió a adentrarse en el bosque. No tenía sentido hacer ninguna otra cosa.

Aquella tarde, cuando Tano y Sitha y Dovim llenaron el cielo con su melancólica luz, Theremon se concedió unas cuantas horas de fragmentario sueño en un denso bosquecillo; pero despertó una y otra vez, imaginando que algún loco con un cuchillo se arrastraba sigilosamente hacia él para robarle los zapatos. El sueño le abandonó mucho antes de la salida de Onos. Parecía casi sorprendente hallarse aún vivo cuando finalmente llegó la mañana.

Medio día más tarde tuvo su tercer encuentro con uno de la nueva raza de asesinos. Esta vez cruzaba un herboso prado cerca de uno de los brazos del río cuando divisó a dos hombres sentados en un sombreado claro justo al otro lado del camino, jugando a algún tipo de juego con unos dados. Parecían tranquilos y bastante pacíficos. Pero cuando Theremon se acercó más, se dio cuenta de que entre ellos se había desatado una discusión; y entonces, de una forma impensablemente rápida, uno de los hombres agarró un cuchillo de cortar pan que estaba sobre una manta a su lado y lo hundió con mortífera fuerza en el pecho del otro hombre.

El que había manejado el cuchillo miró a Theremon y le sonrió.

—Me engañó —dijo—. Ya sabe usted cómo es eso. Te pone furioso. No puedo soportarlo cuando alguien intenta engañarme. —Todo aquello le parecía muy normal. Ensanchó su sonrisa e hizo resonar los dados—. Eh, ¿quiere echar una partida?

Theremon contempló los ojos de la locura.

—Lo siento —dijo, tan indiferentemente como pudo—. Estoy buscando a mi amiga.

Siguió andando.

—¡Eh, puede buscarla más tarde! ¡Venga y juegue un poco!

—Creo que la veo —exclamó Theremon, y avanzó más aprisa, y se alejó de allí sin mirar atrás ni una sola vez.

Después de eso, se mostró menos despreocupado en su vagar por el bosque. Halló un rincón abrigado en lo que parecía un claro relativamente desocupado y se construyó un pequeño refugio bajo un saliente. Había un arbusto de bayas cerca cargado de frutos rojos comestibles, y cuando sacudió el árbol justo al otro lado de su refugio cayó sobre él una lluvia de redondas nueces amarillas que contenían una almendra oscura y muy sabrosa. Estudió el pequeño arroyo un poco más allá, preguntándose si contendría algo comestible que pudiera atrapar; pero no parecía haber nada en él excepto diminutos peces, y se dio cuenta de que, aunque consiguiera atraparlos, tendría que comerlos crudos, porque no tenía nada que pudiera utilizar como combustible para una hoguera ni ninguna forma de encenderlo.

Vivir de bayas y nueces no era la idea de Theremon de una vida en gran estilo, pero podría tolerarlo unos cuantos días. Su cintura empezaba ya a reducirse loablemente: el único efecto secundario admirable de toda la calamidad. Mejor permanecer oculto allá hasta que las cosas se calmaran.

Estaba completamente seguro de que las cosas se calmarían. La cordura general iba a regresar, más pronto o más tarde. O eso esperaba, al menos. Sabía que él mismo había recorrido un largo camino de vuelta desde los primeros momentos de caos que la visión de las Estrellas habían inducido en su cerebro.

Cada día que transcurría se sentía más estable, más capaz de enfrentarse a las cosas. Tenía la impresión de ser de nuevo su antiguo yo, aún un poco estremecido quizás, un poco nervioso, pero eso era de esperar. Al menos se sentía fundamentalmente cuerdo. Se dio cuenta de que muy probablemente había sufrido un impacto menos fuerte durante el Anochecer que la mayoría de la gente: que era más adaptable, de mente más fuerte, más capaz de soportar el terrible impacto de aquella experiencia despedazadora. Pero quizá todo el mundo se estuviera recuperando también, incluso aquellos que se habían visto mucho más profundamente afectados que él, y tal vez fuera seguro más adelante salir y ver si se estaba haciendo algo en alguna parte por intentar volver a recomponer el mundo.

Pero de momento, se dijo, lo que tenía que hacer era permanecer tranquilamente allí y evitar ser asesinado por alguno de esos psicópatas que corrían por ahí fuera. Que arreglaran las cuentas unos con otros tan rápido como pudieran; luego él saldría arrastrándose cautelosamente para averiguar qué ocurría. No era un plan particularmente valeroso. Pero parecía muy prudente.

Se preguntó qué les habría ocurrido a los demás que estaban en el observatorio con él en el momento de la Oscuridad. A Beenay, a Sheerin, a Athor. A Siferra.

En especial a Siferra.

De tanto en tanto Theremon pensaba en aventurarse fuera y buscarla. Era una idea atractiva. Durante sus largas horas de soledad hacía girar en su cabeza resplandecientes fantasías de lo que sería tropezarse con ella en alguna parte de aquel bosque. Los dos viajando juntos a través de aquel mundo transformado y aterrador, formando una alianza de protección mutua…

Se había sentido atraído hacia ella desde un principio, por supuesto. Pero, por todo lo que había conseguido con ello, igual hubiera sido no haberla conocido, pensó: hermosa como era, parecía pertenecer al tipo de mujer que se basta absolutamente a sí misma, que no necesita la compañía de ningún hombre, o de ninguna mujer, puestos a ello. Había conseguido que saliera con él de tanto en tanto, pero le había mantenido con serenidad y eficiencia a una distancia segura todo el tiempo.

Theremon era lo suficientemente experimentado en cosas mundanas como para comprender que ninguna cantidad de charla lisonjera era lo bastante persuasiva para penetrar unas barreras que habían sido tan decididamente alzadas. Hacía mucho tiempo que había decidido que ninguna mujer que valiera la pena podía ser nunca seducida; podías presentarle la posibilidad, pero en último término tenías que dejarle a ella efectuar por ti la seducción, y si no les apetecía, entonces era muy poco lo que tú podías hacer por cambiar el resultado de las cosas. Y, con Siferra, las cosas se habían ido deslizando en la dirección equivocada para él a lo largo de todo el año. Ella se había vuelto ferozmente contra él —y con cierta justificación, pensó muy a su pesar— cuando él empezó su desafortunada campaña de burlas contra Athor y el grupo del observatorio.

En algún momento casi al final había tenido la impresión de que ella se estaba debilitando, que se estaba mostrando interesada pese a todo en él. ¿Por qué otro motivo le había invitado al observatorio, contra las acaloradas órdenes de Athor, la tarde del eclipse? Durante un corto momento aquella tarde había parecido florecer un auténtico contacto entre ellos.

Pero entonces había llegado la Oscuridad, las Estrellas, la turba, el caos. Después de eso, todo se había sumido en la confusión. Pero si pudiera hallarla de algún modo, ahora…

Trabajaríamos bien juntos, pensó. Formaríamos un tremendo equipo…, decidido, competente, orientado a la supervivencia. Fuera cual fuese el tipo de civilización que evolucionara, hallaríamos un buen lugar para nosotros en ella.

Y, si se había armado alguna pequeña barrera psicológica entre ellos antes, estaba seguro de que a ella le parecería sin importancia ahora. Se hallaban en un mundo completamente nuevo, y eran necesarias nuevas actitudes si uno quería sobrevivir.

Pero, ¿cómo podía hallar a Siferra? Por todo lo que sabía, no había abierto ningún circuito de comunicaciones. Ella era sólo una entre los millones de personas perdidas por aquella zona. Sólo el bosque contenía probablemente una población de varios miles en estos momentos; y no tenía ninguna razón para suponer siquiera que estaba en el bosque. Podía estar a ochenta kilómetros de allí en estos momentos. Podía estar muerta. Buscarla era una tarea condenada al fracaso; era peor que intentar hallar la proverbial aguja en el pajar. Este pajar ocupaba varios condados, y la aguja podía estar alejándose a cada hora que pasaba. Sólo gracias a la más sorprendente de las coincidencias podría llegar a localizar a Siferra o, ahora que pensaba en ello, cualquier otra persona conocida.

Cuanto más pensaba Theremon en las posibilidades de encontrarla, sin embargo, menos imposible le parecía la tarea. Y, al cabo de un tiempo, empezó a parecerle algo completamente posible.

Quizá su reciente optimismo fuera un subproducto de su ahora aislada vida. No tenía nada que hacer excepto pasar las horas de cada día sentado junto al arroyo, observando los rápidos movimientos de los pececillos…, y pensando. Y, a medida que reevaluaba interminablemente las cosas, el hecho de hallar a Siferra pasaba de aparentemente imposible a tan sólo improbable, y de improbable a difícil, y de difícil a un reto, y de un reto a algo realizable, y de algo realizable a algo que podía conseguirse.

Todo lo que tenía que hacer, se dijo, era volver a meterse en el bosque y reclutar un poco de ayuda de aquellos que fueran razonablemente funcionales. Decirles a quién intentaba hallar, y cuál era su aspecto. Hacer correr la voz. Emplear algunas de sus habilidades periodísticas. Y hacer uso de su status como una celebridad local.

—Soy Theremon 762 —les diría—. Ya saben, del Crónica. Ayúdenme y haré que les valga la pena. ¿Quieren su nombre en el periódico? ¿Quieren que les haga famosos? Puedo hacerlo. No importa que el periódico no se publique en estos momentos. Más pronto o más tarde volverá, y yo estaré allí con él, y podrán verse ustedes retratados en medio mismo de la primera página. Pueden contar con ello. Simplemente ayúdenme a encontrar a esa mujer a la que estoy buscando y…

—¿Theremon?

Una voz familiar, aguda, alegre. Se detuvo en seco, entrecerró los ojos ante el brillo de la luz del mediodía que penetraba por entre los árboles, miró a un lado y a otro para localizar al que había hablado.

Llevaba dos horas andando, buscando a gente que estuviera dispuesta a salir y hacer correr la voz en beneficio del famoso Theremon 762 del Crónica de Ciudad de Saro. Pero hasta ahora sólo había encontrado a seis personas. Dos de ellas habían echado a correr en el momento mismo en que le vieron. Una tercera siguió sentada allá donde estaba, cantándole suavemente a sus pies descalzos. Otra, acuclillada en la ahorcadura de un árbol, frotaba metódicamente dos cuchillos de cocina el uno contra el otro con un celo maníaco. Los dos restantes se le habían quedado mirando cuando les dijo lo que deseaba; uno no pareció comprender en absoluto, y el otro estalló en un acceso de incontenibles carcajadas. No podía esperar mucha ayuda de ninguno de ellos.

Y ahora parecía que alguien le había encontrado a él.

—¿Theremon? Por aquí. Por aquí, Theremon. Aquí estoy. ¿No me ve hombre? ¡Por aquí!

33

Theremon miró a su izquierda, a un conjunto de arbustos de enormes hojas espinosas en forma de parasol. Al principio no vio nada inusual. Luego las hojas oscilaron y se apartaron, y un hombre rechoncho apareció ante la vista.

—¿Sheerin? —murmuró asombrado.

—Bueno, al menos no ha ido tan lejos como hasta haber olvidado mi nombre.

El psicólogo había perdido algo de peso, e iba incongruentemente vestido con un mono y un roto pulóver. Una pequeña hacha con el filo dentado colgaba indolentemente de su mano izquierda. Eso era quizá lo más incongruente de todo, el que Sheerin llevara un hacha. No hubiera sido mucho más extraño verle caminar por ahí con una segunda cabeza o un par extra de brazos.

—¿Cómo se encuentra, Theremon? —preguntó Sheerin—. Grandes dioses, su ropa está hecha unos zorros, ¡y todavía no ha transcurrido una semana! Pero supongo que yo no estoy mucho mejor. —Se miró a sí mismo—. ¿Me ha visto alguna vez tan delgado? Una dieta de hojas y bayas lo adelgaza realmente a uno, ¿no cree?

—Todavía le falta mucho camino por recorrer antes de que yo pueda llamarle delgado —indicó Theremon—. Pero no parece tan gordo como antes. ¿Cómo me encontró?

—No buscándole. Es la única forma, cuando todo funciona completamente al azar. Estuve en el Refugio, pero no había nadie allí. Ahora voy de camino hacia el parque de Amgando. Estaba simplemente recorriendo el sendero que corta por el centro del bosque, y ahí le vi. —El psicólogo avanzó unos pasos y tendió la mano—. ¡Por todos los dioses, Theremon, es una alegría ver un rostro amistoso de nuevo! Es usted amistoso, ¿verdad? ¿No es homicida?

—No lo creo.

—Hay más locos por metro cuadrado aquí de los que he visto en toda mi vida, y he visto montones de ellos, permítame decirlo. —Sheerin agitó la cabeza y suspiró—. ¡Dioses! Nunca soñé que pudiera ser tan malo. Ni siquiera con toda mi experiencia profesional. Pensé que iba a ser malo, sí, muy malo, pero no tan malo.

—Usted predijo una locura universal —le recordó Theremon—. Yo estaba allí. Le oí decirlo. Predijo usted el completo derrumbe de la civilización.

—Una cosa es predecirlo. Otra completamente distinta es hallarse en medio de todo ello. Es algo muy humillante, Theremon, para un académico como yo, descubrir que sus teorías abstractas se convierten en una realidad concreta. Me sentía tan locuaz, tan alegremente despreocupado. «Mañana no habrá ninguna ciudad que se alce incólume en todo Kalgash», dije, y en realidad todo no eran más que palabras para mí, sólo un ejercicio filosófico, completamente abstracto. «El fin del mundo en el que acostumbrabais a vivir.» Sí. Sí. —Sheerin se estremeció—. Y todo ocurrió exactamente como yo había dicho. Pero supongo que en realidad yo no creía en mis propias lúgubres predicciones, hasta que todo se estrelló a mi alrededor.

—Las Estrellas —indicó Theremon—. En realidad usted nunca tuvo en cuenta las Estrellas. Eso fue lo que ocasionó el auténtico daño. Quizá la mayoría de nosotros hubiéramos podido soportar la Oscuridad, sentirnos tan sólo un poco sacudidos, un poco trastornados. Pero las Estrellas…, las Estrellas…

—¿Fue muy malo para usted?

—Bastante malo, al principio. Ahora estoy mejor. ¿Y usted?

—Me oculté en el sótano del observatorio durante lo peor. Apenas resulté afectado. Cuando salí al día siguiente, todo el observatorio estaba hecho una ruina. No puede imaginar la carnicería por todo el lugar.

—¡Maldito Folimun! —exclamó Theremon—. Los Apóstoles…

—Echaron leña al fuego, sí. Pero el fuego hubiera prendido de todos modos.

—¿Qué sabe de la gente del observatorio? ¿Athor, Beenay y el resto? Siferra…

—No vi a ninguno de ellos. Pero tampoco hallé sus cuerpos cuando examiné el lugar. Quizás escaparon. La única persona con la que me tropecé fue Yimot…, ¿lo recuerda? Uno de los estudiantes graduados, aquel tan alto y desmañado. Él también se había ocultado. —El rostro de Sheerin se ensombreció—. Después de eso viajamos juntos durante un par de días…, hasta que fue muerto.

—¿Muerto?

—Por una niña: diez, doce años. Con un cuchillo. Una niña muy dulce. Fue directamente hacia él, se echó a reír, le acuchilló sin la menor advertencia. Y echó a correr y se alejó, aún riendo.

—¡Por los dioses!

—Los dioses ya no escuchan, Theremon. Si es que escucharon alguna vez.

—Supongo que no… ¿Dónde ha estado viviendo, Sheerin?

Su expresión se hizo vaga.

—Aquí. Allá. Volví primero a mi apartamento, pero todo el complejo de edificios había ardido. Sólo era un cascarón, no había nada recuperable. Dormí allí aquella tarde, justo en medio de las ruinas. Yimot estaba conmigo. Al día siguiente nos dirigimos hacia el Refugio, pero no había ninguna forma de llegar allí desde donde estábamos. La carretera estaba bloqueada…, había incendios por todas partes. Y, donde ya no ardían, nos hallábamos ante montañas de cascotes que nos cortaban el paso. Parecía una zona de guerra. Así que nos dirigimos al Sur, al interior del bosque, pensando que podríamos rodearlo por la carretera del vivero e intentar alcanzar el Refugio por aquel lado. Fue entonces cuando…, Yimot fue muerto. El bosque debió ser allá adonde fueron los más afectados.

—Es a donde fue todo el mundo —dijo Theremon—. Es más difícil prender fuego al bosque que a la ciudad. ¿Me dijo usted que cuando finalmente llegó al Refugio lo halló vacío?

—Exacto. Llegué a él ayer por la tarde, y estaba completamente abierto. La puerta exterior y la interior también, y la propia puerta del Refugio. Todo el mundo se había ido. Hallé una nota de Beenay clavada en la parte delantera.

—¡Beenay! ¡Entonces llegó sano y salvo al Refugio!

—Al parecer sí —dijo Sheerin—. Un día o dos antes que yo, supongo. Lo que decía su nota era que todo el mundo había decidido evacuar el Refugio y encaminarse al parque de Amgando, donde algunas personas de los distritos del Sur están intentando establecer un Gobierno temporal. Cuando llegó al Refugio no halló a nadie allí excepto mi sobrina Raissta, que debía de estarle aguardando. Ahora han ido también a Amgando. Y allí voy yo. Mi amiga Liliath estaba en el Refugio, ¿sabe? Supongo que se halla de camino a Amgando con los otros.

—Suena descabellado —dijo Theremon—. Estaban tan seguros en el Refugio como podían estarlo en cualquier otro lugar. ¿Por qué demonios desearían salir a todo este loco caos e intentar recorrer centenares de kilómetros hasta Amgando?

—No lo sé. Pero debieron de tener alguna buena razón. En cualquier caso no tenemos elección, ¿no cree? Usted y yo. Todos los que aún siguen cuerdos se están congregando allí. Podemos quedarnos aquí y aguardar a que alguien nos abra en canal de la forma que lo hizo esa niña de pesadilla con Yimot…, o podemos correr el riesgo de intentar llegar a Amgando. Aquí estamos inevitablemente condenados, más pronto o más tarde. Si podemos llegar a Amgando estaremos seguros.

—¿Ha sabido algo de Siferra? —preguntó Theremon.

—Nada. ¿Por qué?

—Me gustaría encontrarla.

—Puede que haya ido a Amgando también. Si se encontró con Beenay en alguna parte a lo largo del camino, él debió de decirle adónde iba todo el mundo y…

—¿Tiene alguna razón para creer que puede haber ocurrido eso?

—Es sólo una suposición.

—Mi suposición es que ella sigue todavía en alguna parte por los alrededores —dijo Theremon—. Quiero probar de hallarla.

—Pero las posibilidades en contra son…

—Usted me encontró a mí, ¿no?

—Sólo por accidente. Las posibilidades de que sea usted capaz de localizarla del mismo modo…

—Son bastante buenas —dijo Theremon—. O eso prefiero creer. Voy a intentarlo, de todos modos. Siempre puedo ir a Amgando más tarde. Con Siferra.

Sheerin le dirigió una extraña mirada, pero no dijo nada.

—¿Piensa que estoy loco? —murmuró Theremon—. Bueno, quizá sí.

—Yo no dije eso. Pero creo que está arriesgando usted su cuello para nada. Este lugar se está convirtiendo en una jungla prehistórica. Todo se ha vuelto completamente salvaje, y no va a mejorar en los próximos días, por lo que he visto. Venga al Sur conmigo, Theremon. Podemos estar fuera de aquí en dos o tres horas, y la carretera a Amgando está justo…

—Quiero buscar primero a Siferra —dijo Theremon con voz obstinada.

—Olvídela.

—No tengo intención de hacer eso. Voy a quedarme aquí y buscarla.

Sheerin se encogió de hombros.

—Quédese, entonces. Yo me marcho. Vi a Yimot ser acuchillado por una niña pequeña, recuérdelo, delante mismo de mis ojos, a no más de doscientos metros de aquí. Este lugar es demasiado peligroso para mí.

—¿Y cree usted que una excursión a pie de quinientos o seiscientos kilómetros completamente solo no va a ser peligrosa?

El psicólogo palmeó su hacha.

—Tengo esto, si lo necesito.

Theremon reprimió una carcajada. Sheerin era de unos modales tan absurdamente suaves que el pensamiento de él defendiéndose con un hacha era imposible de tomar en serio.

Al cabo de un momento dijo:

—Mucha suerte.

—¿Tiene realmente intención de quedarse?

—Hasta que encuentre a Siferra.

Sheerin le miró tristemente.

—Que tenga la suerte que acaba de ofrecerme, entonces. Creo que la necesitará más que yo.

Se volvió y se alejó sin más palabras.

34

Durante tres días —o quizá fueran cuatro; el tiempo pasaba como una bruma—, Siferra avanzó hacia el Sur a través del bosque. No tenía ningún plan excepto permanecer con vida.

Ni siquiera tenía sentido intentar volver a su apartamento. La ciudad aún parecía estar ardiendo. Una baja cortina de humo colgaba en el aire mirara donde mirase, y ocasionalmente veía una sinuosa lengua de rojas llamas lamer el cielo allá en el horizonte. Tenía la impresión como si nuevos incendios se iniciaran cada día. Lo cual significaba que la locura aún no había empezado a remitir.

Podía sentir que su propia mente regresaba gradualmente a la normalidad, se aclaraba día a día, emergía como una bendición a la claridad como si estuviera despertando de una terrible fiebre. Se daba cuenta de una forma incómoda de que todavía no era por completo ella misma…, formar una secuencia de pensamientos era una tarea laboriosa, y a menudo se perdía rápidamente en la confusión. Pero regresaba, de eso estaba segura.

Al parecer muchos de los que la rodeaban en el bosque no se recuperaban en absoluto. Aunque Siferra intentaba mantenerse tan apartada como podía, se encontraba con algunas personas de tanto en tanto, y la mayoría de ellas tenían un aspecto muy trastornado: sollozaban, gemían, reían alocadas, miraban de una forma extraña, rodaban sobre sí mismas en el suelo una y otra vez. Tal como Sheerin había sugerido, algunas habían sufrido un trauma mental tan grande durante el tiempo de la crisis que nunca recobrarían la cordura. Siferra se dio cuenta de que enormes segmentos de la población debían de haberse deslizado hasta la barbarie o algo peor. Debían de estar incendiando por simple diversión ahora. O matando por la misma razón.

Así que avanzó cautelosamente. Sin ningún destino en particular en mente, derivó más o menos hacia el Sur a través del bosque, acampando allá donde encontraba agua fresca. El palo que había cogido la tarde del eclipse no estaba nunca muy lejos de su mano. Comía todo lo que encontraba que pareciera comestible: semillas, nueces, frutas, incluso hojas y corteza. No era nada parecido a una dieta. Sabía que era lo bastante fuerte físicamente como para soportar una semana o así de esas raciones improvisadas, pero que después de eso empezaría a observar las consecuencias. Ya podía notar que estaba perdiendo ese pequeño peso extra que había estado acumulando, y su resistencia física empezaba a disminuir poco a poco. Y la provisión de bayas y frutas disminuía también, muy rápidamente, a medida que los miles de hambrientos nuevos habitantes del bosque las consumían.

Luego, en el que creyó que debía de ser el cuarto día, Siferra recordó el Refugio.

Sus mejillas llamearon cuando se dio cuenta de que no había habido ninguna necesidad de que viviera aquella vida de cavernícola durante toda una semana.

¡Por supuesto! ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? A sólo unos pocos kilómetros de allí, en este mismo momento, centenares de miembros de la universidad estaban bien seguros en el antiguo laboratorio del acelerador de partículas, bebiendo agua embotellada y cenando agradablemente de los alimentos enlatados que habían estado almacenando durante los últimos meses. ¡Qué ridículo estar vagando por este bosque lleno de locos, escarbando el suelo en busca de sus magras comidas y contemplando hambrienta las pequeñas criaturas del bosque que saltaban más allá de su alcance en las ramas de los árboles!

Iría al Refugio. Habría alguna forma de hacer que le permitieran la entrada. Era una medida de la extensión en que las Estrellas habían alterado su mente, se dijo, el que hubiera necesitado tanto tiempo para recordar que el Refugio estaba allí.

Lástima, pensó, que la idea no se le hubiera ocurrido antes. Se dio cuenta ahora de que había pasado los últimos días viajando precisamente en la dirección equivocada.

Directamente frente a ella se extendía ahora la agreste cadena de las colinas que marcaba los límites meridionales del bosque. Si alzaba la vista podía ver los ennegrecidos restos de la elegante urbanización de las alturas de Onos que coronaban la colina que se alzaba como una oscura pared ante ella. El Refugio, si recordaba correctamente, se hallaba en la dirección opuesta, a medio camino entre el campus y Ciudad de Saro, junto a la carretera que recorría el lado norte del bosque.

Necesitó otro día y medio para desandar el camino a través del bosque hasta el lado Norte. Durante el viaje tuvo que usar su palo en dos ocasiones para ahuyentar atacantes. Tuvo tres enfrentamientos con la mirada, no violentos pero tensos, con jóvenes que la evaluaban para decidir si podían echarse sobre ella y violarla. Y en una ocasión tropezó en unos matorrales con cinco hombres demacrados y de ojos salvajes con cuchillos que saltaban uno tras otro en un amplio círculo como bailarines efectuando algún extraño ritual arcaico. Se apartó de ellos tan rápido como pudo.

Finalmente vio la amplia cinta de asfalto que era la carretera de la Universidad frente a ella, justo más allá del linde del bosque. En alguna parte a lo largo del lado norte de esa carretera estaba el poco llamativo camino vecinal que conducía al Refugio.

Sí: allí estaba. Medio oculto, insignificante, bordeado a ambos lados por sucios matojos de maleza y recia hierba que había granado.

Era última hora de la tarde. Onos ya casi había desaparecido del cielo, y la dura y ominosa luz de Tano y Sitha arrojaba nítidas sombras sobre el suelo, lo cual proporcionaba al día una apariencia ventosa, aunque el aire era suave. El pequeño ojo rojo que era Dovim avanzaba a través del cielo septentrional, aún muy distante, aún muy alto.

Siferra se preguntó qué había sido del invisible Kalgash Dos. Evidentemente había efectuado su terrible trabajo y había seguido su camino. A estas alturas debía de estar ya a un millón de kilómetros lejos en el espacio, alejándose del mundo en su larga órbita, cabalgando la Oscuridad sin aire, para no regresar hasta dentro de otros dos mil cuarenta y nueve años. Lo cual sería al menos dos millones de años demasiado pronto, pensó amargamente Siferra.

Un cartel apareció ante ella:


PROPIEDAD PRIVADA
PROHIBIDO EL PASO
POR ORDEN DE LA JUNTA DE RECTORES
DE LA UNIVERSIDAD DE SARO

Y luego un segundo cartel, en un vívido escarlata:


¡¡¡PELIGRO!!!
INSTALACIÓN INVESTIGADORA DE ALTA ENERGÍA
NO ENTRAR

Bien. Se hallaba en el buen camino, entonces.

Siferra no había estado nunca en el Refugio, ni siquiera en los días en que era todavía un laboratorio de física, pero sabía qué esperar: una serie de puertas, y luego alguna especie de puesto dotado con un escáner que monitorizaría a cualquiera que consiguiera llegar hasta allí. Al cabo de pocos minutos estaba ante la primera puerta. Era una plancha de densa malla metálica sujeta por dobles bisagras, que se alzaba hasta quizá dos veces su altura, con una verja de alambre espinoso de formidable aspecto que se extendía a ambos lados y desaparecía entre las zarzas y matorrales que crecían incontrolables allí.

La puerta estaba abierta de par en par.

La estudió, desconcertada. ¿Alguna ilusión? ¿Algún truco de su confundida mente? No. No, la puerta estaba abierta, de acuerdo. Y era la puerta correcta. Vio el símbolo del servicio de seguridad de la universidad en ella. Pero, ¿por qué estaba abierta? No había ninguna señal de que hubiera sido forzada.

Preocupada ahora, la cruzó.

El camino que se adentraba tras ella no era más que un polvoriento sendero, lleno de profundos baches y roderas. Lo siguió por el borde, y al cabo de poco vio una barrera interior, no una simple verja de alambre espinoso sino un sólido muro de cemento, liso, de aspecto inexpugnable.

Sólo estaba interrumpido por una puerta de metal oscuro, con un escáner montado encima.

Y esta puerta estaba abierta también.

¡Cada vez más extraño! ¿Qué había de toda la alardeada protección que se suponía sellaba por completo el Refugio de la locura general que se había apoderado del mundo?

La cruzó también. Todo estaba muy tranquilo y silencioso allí. Frente a ella había algunos barracones y cobertizos de madera de aspecto destartalado. Quizá la entrada del Santuario en sí —la boca de un túnel subterráneo, sabía Siferra— estaba detrás de ellos. Rodeó los edificios.

Sí, allí estaba la entrada del Refugio, una puerta ovalada en el suelo, con un oscuro pasillo detrás.

Y había gente también, una docena o así de personas, de pie frente a ella, observándola con helada y desagradable curiosidad. Todos llevaban trozos de brillante tela verde anudada en torno a sus gargantas, como una especie de pañuelo. No reconoció a ninguno de ellos. Por todo lo que podía decir, no eran gente de la universidad.

Una pequeña fogata ardía justo a la izquierda de la puerta. Al lado había un montón de troncos cortados, elaboradamente apilados, cada trozo de madera limpiamente dispuesto de acuerdo con su tamaño, con una sorprendente precisión y cuidado. Parecía más bien como alguna especie de meticuloso modelo de arquitectura que una pila de madera.

Una mareante sensación de miedo y desorientación la barrió de pies a cabeza. ¿Qué era aquel lugar? ¿Era realmente el Santuario? ¿Quiénes eran aquella gente?

—Quédese donde está —dijo el hombre al frente del grupo. Habló en voz baja y suave, pero había una fustigante autoridad en su tono—. Levante las manos.

Sostenía una pequeña y bruñida pistola de aguja en su mano. Apuntaba directamente a su estómago.

Siferra obedeció sin una palabra.

Tenía unos cincuenta años y una figura fuerte y autoritaria, casi con toda seguridad era el líder allí. Sus ropas parecían caras y su actitud era tranquila y confiada. El pañuelo verde que llevaba al cuello tenía el brillo de la seda.

—¿Quién es usted? —preguntó calmadamente el hombre, sin dejar de apuntarla con la pistola.

—Siferra 89, profesora de arqueología, Universidad de Saro.

—Interesante. ¿Está planeando realizar algunas excavaciones arqueológicas por aquí, profesora?

Los otros se echaron a reír como si hubiera dicho algo muy, muy divertido.

—Estoy intentando hallar el Refugio de la universidad —dijo Siferra—. ¿Puede decirme dónde está?

—Creo que puede haber sido esto —respondió el hombre—. La gente de la universidad se marchó hará unos días. Ahora es el cuartel general de la Patrulla Contra el Fuego. Dígame, ¿lleva encima algo combustible, profesora?

—¿Combustible?

—Cerillas, encendedor, un generador de bolsillo, cualquier cosa que pueda ser usada para iniciar un incendio.

Ella negó con la cabeza.

—No llevo ninguna de esas cosas.

—El iniciar incendios está prohibido por el Artículo Uno del Código de Emergencia. Si viola usted el Articulo Uno, el castigo es severo.

Siferra le miró inexpresiva. ¿De qué demonios estaba hablando?

Un hombre delgado y de rostro chupado de pie al lado del líder dijo:

—No confío en ella, Altinol. Fueron esos profesores quienes empezaron todo esto. Dos a uno a que lleva algo oculto entre sus ropas, escondido en alguna parte.

—No llevo encima ningún equipo para hacer fuego —dijo Siferra, irritada.

Altinol asintió con la cabeza.

—Quizá. Quizá no. No vamos a correr el riesgo, profesora. Desnúdese.

Ella se le quedó mirando, asombrada.

—¿Qué ha dicho?

—Que se desnude. Quítese la ropa. Demuéstrenos que no lleva oculto ningún dispositivo ilegal en ninguna parte de su persona.

Siferra sopesó su palo, pasó la mano a lo largo de él. Parpadeó sorprendida y dijo:

—Espere un momento. No hablará en serio.

—Artículo Dos del Código de Emergencia: la Patrulla Contra el Fuego podrá tomar cualquier medida que considere necesaria para impedir fuegos no autorizados. Artículo Tres: esto puede incluir la ejecución inmediata y sumaria de todos aquellos que se resistan a la autoridad de la Patrulla Contra el Fuego. Desnúdese, profesora, y hágalo rápido.

Hizo un gesto con su pistola de aguja. Era un gesto muy serio. Pero ella siguió mirándole, siguió sin hacer ningún movimiento para quitarse la ropa.

—¿Quién es usted? ¿Qué es todo eso de la Patrulla Contra el Fuego?

—Ciudadanos vigilantes, profesora. Intentamos restablecer la ley y el orden en Saro después de Colapso. Supongo que ya sabe que la ciudad ha sido casi totalmente destruida. O quizá no lo sepa. Los incendios siguen extendiéndose, y no hay ningún departamento de bomberos que pueda hacer algo al respecto. Y quizá no se haya dado cuenta, pero toda la provincia está llena de gente loca que piensa que todavía no hemos tenido bastantes incendios, así que están iniciando unos cuantos más. Eso no puede seguir así. Tenemos intención de detener a los pirómanos por cualquier medio a nuestro alcance. Se halla usted bajo sospecha de poseer combustibles. La acusación ha sido formulada, y tiene usted sesenta segundos para demostrar que es infundada. Si yo fuera usted, empezaría a quitarme la ropa, profesora.

Siferra pudo ver que contaba en silencio los segundos.

¿Desnudarse delante de una docena de desconocidos? Una bruma roja de furia brotó de ella ante el pensamiento de la indignidad. La mayoría de aquella gente eran hombres. Ni siquiera se molestaban en ocultar su impaciencia. Aquello no era ningún tipo de precaución de seguridad, pese a la solemne cita que había hecho Altinol de un Código de Emergencia. Tan sólo deseaban ver cómo era su cuerpo, y tenían el poder y los medios de someterla. Era intolerable.

Pero entonces, al cabo de un momento, descubrió que su indignación empezaba a disiparse.

¿Qué importaba?, se preguntó de pronto, cansada. El mundo había terminado. La modestia era un lujo que sólo podía permitirse la gente civilizada, y la civilización era un concepto obsoleto.

En cualquier caso éste era un orden tosco, a punta de pistola. Ella se hallaba en un lugar remoto y aislado muy adentro de un camino vecinal. Nadie iba a acudir a rescatarla. El reloj desgranaba los segundos. Y Altinol no parecía estar faroleando.

No valía la pena morir sólo por ocultarles su cuerpo. Arrojó el palo al suelo.

Luego, con una fría furia pero sin exhibirla, empezó a quitarse metódicamente las ropas y dejarlas caer a su lado.

—¿La ropa interior también? — preguntó sardónicamente.

—Todo.

—¿Parece como si llevara algún encendedor oculto ahí dentro?

—Le quedan veinte segundos, profesora.

Siferra le miró furiosa y terminó de desnudarse sin más palabra. Fue sorprendentemente fácil, una vez lo hubo hecho, permanecer desnuda de pie delante de aquellos desconocidos. No le importó. Se dio cuenta de que eso era lo esencial que había llegado con el fin del mundo. No le importaba. Se irguió en toda su imponente estatura y permaneció allí, casi desafiante, y aguardó a ver qué hacían a continuación. Los ojos de Altinol recorrieron su cuerpo con una mirada tranquila y segura de sí misma. De alguna forma descubrió que eso tampoco le importaba. Una especie de indiferencia absoluta había caído sobre ella.

—Encantador, profesora —dijo el hombre al fin.

—Muchas gracias. —El tono de Siferra era helado—. ¿Puedo volver a vestirme?

Altinol hizo un gesto ampuloso.

—Por supuesto. Lamento las molestias. Pero teníamos que estar completamente seguros. —Se metió la pistola de aguja en una faja que llevaba a la cintura y se quedó allá con los brazos cruzados, observando indiferente mientras ella se vestía. Luego dijo—: Debe de pensar usted que ha caído entre salvajes, ¿no es así, profesora?

—¿Le interesa realmente lo que piense?

—Observará que ninguno de nosotros se ha reído o ha babeado o se ha mojado los pantalones mientras usted estaba…, hum…, demostrándonos que no ocultaba ningún aparato susceptible de provocar fuego. Como tampoco nadie ha intentado molestarla de ninguna forma.

—Eso ha sido extremadamente amable.

—Señalo todo esto —siguió Altinol, como si no la hubiera oído—, aunque me doy cuenta de que no significa mucha diferencia para usted puesto que aún sigue furiosa con nosotros, porque deseo que sepa que esto con lo que ha tropezado usted aquí puede que sea el último bastión de civilización que queda en este mundo olvidado de la mano de los dioses. No sé dónde han desaparecido nuestros queridos líderes gubernamentales, y ciertamente no considero que nuestra querida hermandad de los Apóstoles de la Llama sea en absoluto civilizada, y sus amigos de la universidad que se ocultaron aquí han abandonado el lugar hacia no sé dónde. Mientras que todos los demás parece que han perdido definitivamente la razón. Excepto, por supuesto, usted y nosotros, profesora.

—Qué halagador que me haya incluido.

—Nunca halago a nadie. Tiene usted el aspecto de haber resistido la Oscuridad y las Estrellas y el Colapso mucho mejor que la mayoría. Lo que deseo saber es si está usted interesada en quedarse aquí y formar parte de nuestro grupo. Necesitamos gente como usted, profesora.

—¿Qué significa esa proposición? ¿Barrer suelos para usted? ¿Cocinar?

Altinol pareció impávido a sus sarcasmos.

—Significa ayudar en la lucha por mantener viva la civilización, profesora. No lo considere demasiado altanero por nuestra parte, pero consideramos que tenemos una misión sagrada. Nos estamos abriendo camino día a día a través de esa locura de ahí fuera: desarmamos a los locos, les confiscamos todos los utensilios capaces de provocar fuego, nos reservamos sólo para nosotros el derecho de encender ese fuego. No podemos apagar los fuegos que ya están ardiendo, al menos todavía no, pero podemos hacer todo lo posible por impedir que se inicien otros. Ésa es nuestra misión, profesora. Estamos tomando el control del concepto de fuego. Es el primer paso hacia hacer que el mundo sea apto para vivir de nuevo en él. Usted parece lo bastante cuerda como para unirse a nosotros, y en consecuencia la invitamos a ello. ¿Qué dice, profesora? ¿Desea formar parte de la Patrulla Contra el Fuego? ¿O prefiere tentar su suerte de vuelta ahí en el bosque?

35

La mañana era fría y brumosa. Densas volutas de niebla llenaban las calles en ruinas, una niebla tan densa que Sheerin era incapaz de decir qué soles estaban en el cielo. Onos, ciertamente…, en alguna parte. Pero su dorada luz era difusa y estaba casi completamente oculta por la niebla. Y aquella zona de cielo ligeramente más brillante hacia el Sudoeste indicaba con mucha probabilidad la presencia de una de la pareja de soles gemelos, pero no había forma de discernir si se trataba de Sitha y Tano o de Patru y Trey.

Estaba muy cansado. A estas alturas le resultaba ya muy claro que su idea de hacer el viaje a pie a través de los cientos de kilómetros entre Ciudad de Saro y el parque nacional de Amgando era una absurda fantasía.

¡Maldito Theremon! Juntos, al menos, hubieran tenido una oportunidad. Pero el periodista se había mostrado irreductible en su confianza de que de alguna forma hallaría a Siferra en el bosque. ¡Hablando de fantasía! ¡Hablando de absurdo!

Sheerin miró al frente a través de la niebla. Necesitaba un lugar para descansar un poco. Necesitaba encontrar algo para comer, y quizás un cambio de ropas, o al menos una forma de bañarse. Nunca se había sentido tan sucio en su vida. O tan hambriento. O tan cansado. O tan desalentado.

Durante todo el largo episodio de la llegada de la Oscuridad, desde el primer momento que había oído de boca de Beenay y Athor que algo así era posible, Sheerin había saltado de un lado a otro del espectro psicológico, del pesimismo al optimismo y de vuelta al primero, de la esperanza a la desesperación a la esperanza de nuevo. Su inteligencia y su experiencia le decían una cosa, su personalidad flexible y adaptable le decía otra.

Quizá Beenay y Athor estaban equivocados, y el cataclismo astronómico no llegaría a ocurrir.

No. El cataclismo ocurriría de una forma definitiva.

La Oscuridad, pese a sus propias experiencias perturbadoras con ella en el Túnel del Misterio hacía dos años, podía resultar o no una experiencia tan turbadora como se temía, después de todo…, si llegaba a producirse.

Falso. La Oscuridad causaría una locura universal.

La locura sería tan sólo temporal, un breve período de desorientación.

La locura será permanente, en la mayoría de las personas.

El mundo se vería alterado por unas pocas horas, y luego regresaría a la normalidad.

El mundo será destruido en el caos que seguirá al eclipse.

Adelante y atrás, adelante y atrás, arriba y abajo, arriba y abajo. Dos Sheerin gemelos, unidos en un interminable debate.

Pero ahora había alcanzado el fondo del ciclo y parecía permanecer allí, inmóvil y miserable. Su flexibilidad y su optimismo se habían evaporado en el relumbrar de lo que había visto durante su vagar de aquellos últimos días. Pasarían décadas, probablemente un siglo o más, antes de que las cosas volvieran a la normalidad. El trauma mental había abierto una cicatriz demasiado profunda, la destrucción que ya se había producido en el entramado de la sociedad era demasiado extensa. El mundo que había amado había sido vencido por la Oscuridad y aplastado más allá de toda posible reparación. Ésa era su opinión profesional, y no podía ver ninguna razón para dudar de ella.

Era el tercer día ya desde que Sheerin se había separado de Theremon en el bosque y había emprendido la marcha, con su habitual paso despreocupado, hacia Amgando. Ese paso era difícil de recapturar ahora. Había conseguido salir del bosque en una sola pieza…, había pasado por un par de malos momentos, ocasiones en las que había tenido que enarbolar su hacha y hacerla girar ante él y adoptar una expresión amenazadora y mortífera, un bluff total por su parte, pero había funcionado…, y durante el último día o así había estado avanzando sobre pies que parecían de plomo a través de los en su tiempo agradables suburbios del Sur.

Todo estaba quemado allí. Barrios enteros habían sido destruidos y abandonados. Muchos de los edificios humeaban todavía.

La autopista que se dirigía a las provincias del Sur, recordaba Sheerin, empezaba justo a unos pocos kilómetros más allá del parque…, un par de minutos en coche, si uno conducía un coche. Pero él no conducía ningún coche. Había tenido que efectuar la horrenda ascensión fuera del bosque hasta la imponente colina que era las Alturas de Onos prácticamente sobre manos y rodillas, arañando su camino por entre la maleza. Necesitó medio día sólo para ascender aquellos pocos cientos de metros.

Una vez estuvo arriba, Sheerin vio que la colina era más bien una meseta…, que se extendía interminable ante él, y aunque anduvo y anduvo y anduvo, la autopista no aparecía por ninguna parte.

¿Estaba yendo en la dirección correcta?

Sí. Sí, de tanto en tanto veía un indicador de carreteras en un cruce que señalaba que se encaminaba efectivamente a la Gran Autopista del Sur. Pero, ¿a qué distancia estaba? Los indicadores no lo decían. Cada diez o doce manzanas había otro indicador, eso era todo. Siguió andando. No tenía otra elección.

Pero alcanzar la autopista era sólo el primer paso para llegar a Amgando. Todavía seguía en Ciudad de Saro. ¿Luego qué? ¿Seguir andando? ¿Qué otra cosa? Era muy difícil hacer auto stop. No parecía haber coches circulando por ninguna parte. Las estaciones de servicio debían de haberse secado hacía días, aquellas que no habían ardido. ¿Cuánto tiempo iba a tomarle, a este paso, bajar hasta Amgando a pie? ¿Semanas? ¿Meses? No…, podía tomarle toda una eternidad. Estaría muerto de hambre mucho tiempo antes de que llegara a ninguna parte cerca del lugar.

Aún así, tenía que seguir. Sin un propósito al que aferrarse estaría acabado, y lo sabía.

Había transcurrido algo así como una semana desde el eclipse, quizá más. Empezaba a perder la huella del tiempo. Ya no comía ni dormía regularmente, y Sheerin siempre había sido un hombre de hábitos muy regulares. Los soles aparecían y desaparecían en el cielo. La luz brillaba o disminuía, el aire se volvía cálido o frío, el tiempo pasaba: pero, sin la progresión de desayuno, almuerzo, cena, sueño, Sheerin no tenía la menor idea de cómo pasaba. Sólo sabía que estaba consumiendo con rapidez sus fuerzas.

No había comido adecuadamente desde la llegada del Anochecer. Desde aquel oscuro momento en adelante, todo había sido para él mordisquear lo que encontrara, nada más…, una fruta de algún árbol cuando podía encontrarla, cualquier semilla no madura que no pareciese venenosa, hojas de hierba, cualquier cosa. De alguna forma no se ponía enfermo, pero no se estaba alimentando bien tampoco. El contenido nutritivo de lo que comía debían de ser próximo a cero. Sus ropas, raídas y llenas de desgarrones, colgaban de él como un sudario. No se atrevía a mirar debajo de ellas. Imaginaba que su piel debía de pender ahora en sueltos pliegues sobre sus huesos sobresalientes. Su garganta estaba seca todo el tiempo, su lengua parecía hinchada, había un insistente puñear detrás de sus ojos. Y aquella sorda, hueca, persistente sensación en sus entrañas todo el tiempo.

Bueno, se decía en sus momentos más alegres, tenía que haber alguna razón por la cual se había dedicado tan asiduamente y durante tantos años a cultivar una capa de grasa tan opulenta, y ahora estaba averiguando cuál era.

Pero esos momentos alegres eran menores y más espaciados a cada día que pasaba. El hambre se estaba apoderando de su espíritu. Y se dio cuenta de que no podría resistir mucho más tiempo de aquel modo. Su cuerpo era grande; estaba acostumbrado a alimentarse regular y abundantemente; sólo podía vivir un tiempo limitado de sus reservas acumuladas; luego estaría tan débil que sería incapaz de seguir adelante. Antes de mucho le parecería de lo más simple acurrucarse detrás de algún arbusto y descansar…, y descansar…, y descansar…

Tenía que encontrar comida. Pronto.

El vecindario a través del que avanzaba ahora, aunque desierto como todo lo demás, parecía un poco menos devastado que las zonas que había dejado atrás. Se habían producido incendios aquí también, pero no por todas partes, y las llamas parecían haber saltado al azar más allá de esta casa y de esa otra, sin dañarlas. Pacientemente, Sheerin fue de una a la siguiente, probando las puertas de todas las que no parecían seriamente dañadas.

Cerradas. Todas ellas.

¡Qué irritante esa gente!, pensó. ¡Qué meticulosa! El mundo se había derrumbado en torno a sus orejas, y habían abandonado sus casas presas de un terror ciego y habían corrido al bosque, al campo, a la ciudad, los dioses sabían dónde…, ¡pero se habían tomado la molestia de cerrar con llave sus casas antes de marcharse! Como si tuvieran intención de tomarse tan sólo unas breves vacaciones durante el tiempo de caos, y luego volver a sus libros y a sus cosas, sus armarios llenos de hermosas ropas, sus jardines, sus patios. ¿O no se habían dado cuenta de que todo había terminado, de que el caos iba a seguir y seguir y seguir?

Quizá, pensó Sheerin con desánimo, no se hayan ido. Tal vez estén ahí escondidos detrás de aquellas puertas cerradas, acurrucados en los sótanos como yo hice, a la espera de que las cosas vuelvan a la normalidad. O tal vez incluso me estén mirando desde las ventanas del primer piso, con la esperanza de que me marche.

Probó otra puerta. Y otra. Y otra. Todas cerradas. Ninguna respuesta.

¡Eh! ¿Hay alguien en casa? ¡Déjenme entrar!

Silencio.

Contempló desolado la gruesa puerta de madera frente a él. Imaginó los tesoros que habría detrás, la comida aún no estropeada y aguardando a ser consumida, el cuarto de baño, la mullida cama. Y ahí estaba él, fuera, sin ninguna forma de entrar. Se sintió un poco como el niño pequeño de la fábula al que se le había dado la llave mágica al jardín de los dioses, donde fluían fuentes de miel y crecían lágrimas de caramelo blando en todos los arbustos, pero que era demasiado pequeño para alcanzar el agujero de la cerradura e introducir la llave. Sintió deseos de llorar.

Entonces recordó que llevaba una pequeña hacha. Y se echó a reír. ¡El hambre debía haberle vuelto estúpido! El muchachito de la fábula perversa, y ofrece sus guantes y sus botas y su gorro de terciopelo a varios animales que pasan por allí para que le ayuden: cada uno se sube a lomos del otro, y él trepa encima y mete la llave en el agujero. ¡Y aquí estaba el no tan pequeño Sheerin, contemplando una puerta cerrada y con un hacha al cinto!

¿Echar abajo la puerta? ¿Simplemente echarla abajo?

Iba contra todo lo que creía que era correcto y propio.

Sheerin contempló el hacha como si se hubiera convertido en una serpiente en su mano. Violentar la puerta…, ¡eso era robo! ¿Cómo podía él, Sheerin 501, profesor de psicología en la Universidad de Saro, echar abajo simplemente la puerta de algún ciudadano cumplidor de la ley y coger todo lo que encontrara dentro?

Tranquilo, se dijo, riendo aún más fuerte ante su propia estupidez. Así es como lo harás.

Hizo girar el hacha en un molinete.

Pero no era tan fácil como eso. Sus músculos debilitados por el hambre se rebelaron ante el esfuerzo. Podía alzar el hacha, de acuerdo, y podía hacerla girar, pero el golpe pareció patéticamente débil, y una línea de fuego estalló en sus brazos y los recorrió de arriba abajo cuando la hoja entró en contacto con la recia madera de la puerta. ¿La había hendido? No. ¿La había cuarteado un poco? Quizá. Tal vez la había astillado un poco. Hizo girar de nuevo el hacha. Y golpeó otra vez. Más fuerte. Ahí vamos, Sheerin. Ahora lo vas a conseguir. ¡Hazla girar de nuevo! ¡Hazla girar!

Apenas sintió el dolor, tras los primeros golpes. Cerró los ojos, llenó de aire los pulmones, hizo girar de nuevo el arma y golpeó. Y otra vez. La puerta crujía ahora. Había un hueco perceptible en la madera. Otro golpe, y otro…, quizá cinco o seis más y se partiría…

Comida. Un baño. Una cama.

Girar. Y golpe. Y…

Y la puerta se abrió bruscamente en su cara. Se sintió tan sorprendido que casi cayó de bruces. Se tambaleó y retrocedió un paso, se apoyó con el mango del hacha contra el marco de la puerta y miró.

Medio docena de feroces rostros de alocados ojos le devolvieron la mirada.

—¿Llamó usted, señor? —dijo un hombre, y todos los demás aullaron con risas maniacas.

Luego tendieron las manos, lo aferraron por los brazos y tiraron de él hacia dentro.

—No necesitará esto —dijo alguien, y retorció sin ningún esfuerzo el hacha de la presa de Sheerin—. Sólo conseguirá hacerse daño usted mismo con una cosa como ésta, ¿no lo sabe?

Más risas…, un alocado aullar. Lo empujaron hasta el centro de la habitación y formaron un círculo a su alrededor.

Eran siete, ocho, quizá nueve. Hombres y mujeres, y un muchacho casi adolescente. Sheerin pudo ver a la primera ojeada que no eran los residentes legítimos de aquella casa, que debía de haber estado limpia y bien cuidada antes de que ellos la ocuparan. Ahora había manchas en la pared, la mitad de los muebles estaban volcados, había un aún mojado charco de algo —¿vino?— en la alfombra.

Sabía quién era esa gente. Eran ocupantes ilegales, de aspecto tosco y harapiento, sin afeitar, sin lavar. Habían entrado allí al azar, habían tomado posesión del lugar después de que sus propietarios huyeran. Uno de los hombres llevaba sólo una camisa. Una de las mujeres, apenas una muchacha, iba vestida únicamente con unos pantalones cortos. Todos despedían un olor acre y repelente. Sus ojos tenían esa expresión intensa, rígida, descentrada, que había visto un millar de veces en los últimos días. No se necesitaba ninguna experiencia clínica para saber que aquellos eran los ojos de la locura.

Por encima del hedor de los cuerpos de aquellos intrusos, sin embargo, había otro olor, uno mucho más agradable que casi volvió loco a Sheerin: el aroma de comida cocinándose. En la habitación contigua estaban preparando la cena. ¿Sopa? ¿Estofado? Algo hervía allí. Se tambaleó, mareado por su propia hambre y la repentina esperanza de comer algo decente al fin.

—No sabía que la casa estuviera ocupada —dijo suavemente—. Pero espero que me dejen quedar con ustedes esta tarde, y luego seguiré mi camino.

—¿Es usted de la Patrulla? —preguntó suspicaz un hombre corpulento y con una densa barba. Parecía ser el líder.

—¿La Patrulla? —repitió Sheerin, inseguro—. No, no sé nada de ninguna Patrulla. Me llamo Sheerin 501 y soy miembro de la Facultad.

—¡Patrulla! ¡Patrulla! ¡Patrulla! —se pusieron a cantar de pronto, y empezaron a danzar en círculo a su alrededor.

—… de la Universidad de Saro —terminó.

Fue como si hubiera pronunciado un encantamiento. Se detuvieron en seco mientras su voz atravesaba sus estridentes gritos, y guardaron silencio y le miraron de una forma terrible.

—¿Dice que es usted de la universidad? —preguntó el líder en un tono extraño.

—Exacto. Del Departamento de Psicología. Soy profesor, y hago también un poco de trabajo de hospital. Miren, no tengo intención de causarles ningún problema. Tan sólo necesito un lugar donde descansar unas cuantas horas y un poco de comida, si pueden dármela. Sólo un poco. No he comido desde…

—¡Universidad! —gritó una mujer. Por la forma en que lo dijo sonó como algo sucio, algo blasfemo. Sheerin había oído aquel tono antes, en Folimun 66, la noche del eclipse, refiriéndose a los científicos. Resultaba aterrador oírlo.

—¡Universidad! ¡Universidad! ¡Universidad!

Empezaron a girar de nuevo en círculo a su alrededor, cantando otra vez, señalándole, haciendo extraños signos con sus dedos engarfiados. Ya no podía comprender sus palabras. Era un ronco canto de pesadilla, sílabas sin sentido.

¿Era esa gente algún subcapítulo de los Apóstoles de la Llama, que se habían reunido allí para practicar algún arcano rito? No, lo dudaba. Su aspecto era distinto, demasiado sucios, demasiado andrajosos, demasiado dementes. Los Apóstoles, los pocos que había visto, se habían mostrado siempre tajantes, reservados, casi alarmantemente controlados. Además, los Apóstoles no se habían dejado ver por ninguna parte desde el eclipse. Sheerin suponía que todos ellos se habían retirado a algún refugio propio para gozar de la vindicación de sus creencias en privado.

Esta gente, pensó, no eran más que locos errantes sin la menor afiliación.

Y Sheerin creyó ver la muerte en sus ojos.

—Escuchen —dijo—, si he interrumpido alguna ceremonia suya me disculpo, y estoy dispuesto a marcharme ahora mismo. Sólo intentaba entrar porque creí que la casa estaba vacía y tenía tanta hambre. No pretendía…

—¡Universidad! ¡Universidad!

Nunca había visto una expresión de tan intenso odio como la que le estaba ofreciendo aquella gente. Pero también había miedo. Se mantenían lejos de él, tensos, temblando, como si temieran que pudiera lanzar sobre ellos algún terrible e inesperado poder.

Sheerin alzó las manos hacia ellos, implorante. ¡Si tan sólo dejaran de saltar y cantar por un momento! El olor de la comida que se cocinaba en la habitación contigua lo estaba volviendo loco. Sujetó a una de las mujeres por el brazo, con la esperanza de detenerla lo suficiente para pedirle un mendrugo, un tazón de guiso, cualquier cosa. Pero ella se apartó de un salto, siseando como si Sheerin la hubiera quemado con su contacto, y se frotó frenéticamente en el lugar de su brazo donde los dedos de él se habían apoyado brevemente.

—Por favor —dijo—, no pretendía hacerle ningún daño. Soy tan inofensivo como cualquiera de aquí, créame.

—¡Inofensivo! —exclamó el líder, y pareció escupir la palabra—. ¿Usted? ¿Usted, universidad? Usted es peor que la Patrulla. La Patrulla sólo crea unos pocos problemas a la gente. Pero usted destruyó el mundo.

—¿Yo qué?

—Ve con cuidado, Tasibar —dijo una mujer—. Sácalo de aquí antes de que utilice magia contra nosotros.

—¿Magia? —murmuró Sheerin—. ¿Yo?

Le estaban señalando de nuevo, sus dedos apuñalaban el aire de una forma vehemente, terrible. Algunos habían empezado a cantar en murmullos, un bajo y feroz canto que tenía el ritmo de un motor ascendiendo firmemente de revoluciones y que pronto giraría fuera de control.

La muchacha que llevaba sólo los pantalones cortos dijo:

—Fue la universidad la que llamó la Oscuridad sobre nosotros.

—Y las Estrellas —dijo el hombre que llevaba sólo una camisa—. Ellos trajeron las Estrellas.

—Y éste puede traerlas de nuevo —dijo la mujer que había hablado antes—. ¡Echadlo de aquí! ¡Echadlo de aquí!

Sheerin miraba incrédulo todo aquello. Se dijo a sí mismo que hubiera debido predecir algo así. Era un desarrollo demasiado predecible: las sospechas patológicas hacia todos los científicos, hacia toda la gente educada, una fobia irrazonable que debía de estar hirviendo ahora como un virus entre los supervivientes de la noche de terror.

—¿Creen que puedo hacer volver las Estrellas con sólo chasquear los dedos? ¿Es eso lo que les asusta?

—Usted es la universidad —dijo el hombre llamado Tasibar—. Usted conocía los secretos. La universidad trajo la Oscuridad, sí. La universidad trajo las Estrellas, trajo la condenación.

Aquello era demasiado.

Ya resultaba bastante malo ser arrastrado ahí dentro y obligado a inhalar el enloquecedor aroma de aquella comida de la que no le correspondería nada. Pero ser culpado de la catástrofe…, ser considerado como una especie de brujo maligno por aquella gente…

Algo se rompió en Sheerin.

Despectivamente, exclamó:

—¿Es eso lo que creen? ¡Idiotas! ¡Estúpidos locos supersticiosos! ¿Culpar a la universidad? ¿Que nosotros trajimos la Oscuridad? ¡Por todos los dioses, qué estupidez! ¡Nosotros fuimos los que intentamos advertirles!

Gesticuló furioso, con los puños apretados, los golpeó frenético uno contra otro.

—¡Va a traerla de nuevo, Tasibar! ¡Va a derramar la Oscuridad sobre nosotros! ¡Detenle! ¡Detenle!

De pronto estaban todos apiñados a su alrededor, cerrándose sobre él, tendiendo las manos hacia él.

Sheerin, de pie en el centro, adelantó desvalidamente los brazos hacia ellos, como disculpándose, y no intentó moverse. Lamentó haberles insultado, no porque así hubiera puesto en peligro su vida —probablemente ni siquiera habían prestado atención a las cosas que les había llamado— sino porque sabía que si eran así no era por culpa de ellos mismos. Si algo era culpa de él era el no haber intentado con más fuerza ayudarles a protegerse a sí mismos contra lo que sabía que iba a venir.

Esos artículos de Theremon…, si tan sólo hubiera hablado con el periodista, si tan sólo le hubiera convencido de que debía cambiar su tono burlón…

Sí, ahora lamentaba todo eso.

Lamentaba todo tipo de cosas, cosas que había hecho y cosas que había dejado de hacer. Pero ya era demasiado tarde.

Alguien le lanzó un golpe. La sorpresa y el dolor le hicieron jadear.

—Liliath… —consiguió decir.

Entonces cayeron sobre él.

36

Había cuatro soles en el cielo: Onos, Dovim, Patru, Trey. Se suponía que los días de cuatro soles eran afortunados, recordaba Theremon. Y, ciertamente, éste lo era.

¡Carne! ¡Auténtica carne al fin! ¡Era una visión gloriosa!

Era una comida que había conseguido estrictamente por accidente. Pero estaba bien así. Los nuevos encantos de la vida al aire libre se habían ido haciendo más y más tenues para él a medida que se sentía más hambriento. A estas alturas aceptaría alegremente que su carne viniera de donde viniese, muchas gracias y adiós.

El bosque estaba lleno de todo tipo de animales salvajes, la mayoría de ellos pequeños, muy pocos peligrosos, y todos imposibles de atrapar…, al menos con sus manos desnudas. Y Theremon no sabia nada acerca de construir trampas, ni tenía nada con lo que poder hacer una aunque hubiera sabido.

Esos relatos infantiles acerca de gente perdida en los bosques que se adaptaba de inmediato a la vida al aire libre y se convertía al instante en capaces cazadores y constructores de refugios no eran más que eso…, fábulas. Theremon se consideraba un hombre razonablemente competente, como lo eran todos los habitantes de las ciudades; pero sabía que no tenía más posibilidades de cazar alguno de los animales del bosque de las que tenía de hacer que los generadores municipales de corriente funcionaran de nuevo. Y, en cuanto a construir un refugio, lo mejor que había sido capaz de hacer era levantar una especie de cobertizo con ramas y ramillas para protegerse precariamente de la lluvia un día de tormenta.

Pero ahora el tiempo era cálido y bueno de nuevo, y tenía auténtica carne para cenar. El único problema era asarla. Que se maldijera si iba a comerla cruda.

Resultaba irónico que, en medio de una ciudad que había sufrido una casi total destrucción por el fuego, estuviera preguntándose cómo iba a asar un poco de carne. Pero la mayor parte de los peores incendios se habían apagado ya por sí mismos, y la lluvia se había ocupado del resto. Y, aunque por un tiempo en los primeros días después de la catástrofe había dado la impresión como si se iniciaran algunos incendios nuevos, eso ya no parecía estar ocurriendo.

Pensaré en algo, se dijo Theremon. ¿Frotar juntos dos palos y conseguir una chispa? ¿Golpear un trozo de metal contra una piedra y prender un trozo de tela?

Algunos muchachos al otro lado del lago cerca del lugar donde estaba acampado habían matado servicialmente el animal para él. Por supuesto, no habían sabido que le estaban haciendo un favor…, con toda seguridad habían planeado comérselo ellos, a menos que estuvieran tan fuera de sus cabales que simplemente cazaran por deporte. De todos modos, lo dudaba. Se habían mostrado muy enérgicos al respecto, con una dedicación que sólo el hambre podía inspirar.

El animal era un graben…, una de esas cosas feas de hocico largo y pelaje azulado con una cola sin pelo resbaladiza, que a veces podían verse asomar por entre los cubos de basura suburbanos después de que Onos se hubiera puesto. Bueno, la belleza no era una exigencia en estos momentos. Los muchachos habían conseguido de alguna forma sacarlo de su escondite diurno y habían acorralado al pobre y estúpido animal en un pequeño callejón sin salida.

Mientras Theremon observaba desde el otro lado del lago, asqueado y lleno de envidia al mismo tiempo, lo persiguieron incansablemente arriba y abajo mientras le arrojaban piedras. Para un torpe carroñero era notablemente ágil, y se escurría con rapidez de un lado para otro para eludir a sus atacantes. Pero finalmente un tiro afortunado acertó en su cabeza y lo mató al instante.

Supuso que lo devorarían sobre la marcha. Pero en aquel momento apareció a la vista encima de ellos una hirsuta y desgreñada figura que se mantuvo unos instantes inmóvil al borde del pequeño callejón, luego empezó a descender hacia el lago.

—¡Corred! ¡Es Garpik el Acuchillador! —aulló uno de los muchachos.

—¡Garpik! ¡Garpik!

Al instante los muchachos desaparecieron en todas direcciones, dejando atrás al muerto graben.

Theremon, aún observando, se deslizó entonces entre las sombras por su lado del lago. Él también conocía a aquel Garpik, aunque no por su nombre: era uno de los más temidos moradores del bosque, un hombre achaparrado con aspecto casi de mono que no llevaba nada encima excepto un cinturón con un verdadero surtido de cuchillos. Era un asesino sin motivo, un alegre psicópata, un puro depredador.

Garpik permaneció de pie en la boca del callejón durante un rato, canturreando para sí mismo, acariciando uno de sus cuchillos. No pareció darse cuenta de la presencia del animal muerto, o no le importó. Quizás esperaba que volvieran los muchachos. Pero evidentemente éstos no tenían intención de hacerlo, y al cabo de un rato Garpik, con un encogimiento de hombros, desapareció con su paso indolente en el bosque, con toda seguridad en busca de algo divertido que hacer con sus armas.

Theremon aguardó un momento interminable, para asegurarse de que Garpik no tenía intención de dar media vuelta y caer sobre él.

Luego —cuando ya no pudo seguir soportando la visión del graben muerto tendido allá en el suelo, donde cualquier otro ser humano o animal depredador podía caer de pronto sobre él y arrebatárselo— avanzó precipitadamente, rodeó el lago, cogió el animal y se lo llevó de vuelta a su escondite.

Pesaba casi tanto como un bebé. Le serviría para dos o tres comidas…, o más, si podía refrenar su hambre y si la carne no se estropeaba con demasiada rapidez.

La cabeza le daba vueltas por el hambre. No había comido nada excepto frutas durante más días de los que podía recordar. Su piel estaba tensa sobre sus músculos y huesos; la poca grasa de reserva que tenía había sido absorbida hacía mucho, y ahora estaba consumiendo sus propias fuerzas en la lucha por permanecer con vida. Pero esta tarde, al fin, podría disfrutar de un pequeño festín.

¡Graben asado! ¡Qué lujo!, pensó con amargura. Y entonces se rectificó: Agradece esas pequeñas bondades, Theremon.

Veamos: lo primero de todo, encender un fuego…

Antes que nada, el combustible. Detrás de su refugio había una pared plana de roca con una profunda grieta lateral en ella, donde crecían hierbas. Muchas de ellas estaban ya muertas y marchitas, y se habían secado desde la última lluvia. Theremon recorrió con rapidez la pared de roca y arrancó amarillentos tallos y hojas, reuniendo una pequeña brazada de material como paja que prendería con facilidad.

Ahora algunas ramas secas. Eran más difíciles de encontrar, pero rebuscó en el suelo del bosque, en busca de matorrales muertos o al menos matorrales con ramas muertas. Era ya muy entrada la tarde cuando hubo reunido lo suficiente de aquel tipo de leña: Dovim había desaparecido ya del cielo, y Trey y Patru, que estaban bajos en el horizonte cuando los muchachos cazaban el graben, se había situado ahora en el centro del mundo, como un par de brillantes ojos que observaran las cosas lamentables que ocurrían en Kalgash desde su altura.

Theremon dispuso cuidadosamente su leña sobre las plantas muertas, construyendo una fogata como la que imaginaba que haría un auténtico hombre de los bosques, las ramas más grandes en la parte exterior, luego las más delgadas entrecruzadas en el centro. No sin alguna dificultad; ensartó el graben en un espetón que improvisó con un palo afilado y razonablemente recto, y lo colocó a una cierta distancia encima del montón de madera.

Hasta ahora, todo bien. Tan sólo quedaba por hacer una cosa.

Encender el fuego.

Había mantenido su mente lejos de aquel problema mientras reunía su combustible, con la esperanza de que de alguna forma se resolviera por sí mismo sin tener que pensar en él. Pero ahora debía hacerle frente. Necesitaba una chispa. El truco de los libros juveniles de frotar dos palos juntos, estaba seguro Theremon, no era más que un mito. Había leído que algunas tribus primitivas habían encendido en su tiempo sus fuegos haciendo girar un palo contra una tabla con un pequeño agujero en ella, pero sospechaba que el proceso no era tan simple como eso, que probablemente se necesitaría una hora de paciente girar para conseguir que ocurriera algo. Y en cualquier caso era muy probable que uno tuviera que ser iniciado en el arte por el viejo de la tribu cuando era un muchacho, o algo así, o de otro modo no funcionaría.

Dos piedras, sin embargo…, ¿era posible conseguir una chispa golpeando una contra la otra?

Dudaba de eso también. Pero podía intentarlo, pensó. No tenía ninguna otra idea. Había una ancha piedra plana cerca, y después de buscar un poco encontró otra más pequeña, triangular, que encajaba convenientemente en la palma de su mano. Se arrodilló al lado de su pequeño fuego y empezó a golpear metódicamente la plana con la puntiaguda.

No ocurrió nada en particular.

Una sensación de impotencia empezó a crecer en él. Aquí estoy, pensó, un hombre adulto que sabe leer y escribir, que sabe conducir un coche, que sabe incluso manejar un ordenador, más o menos. Puedo elaborar en un par de horas una columna periodística que todo el mundo en Ciudad de Saro deseará leer, y puedo hacerlo en cualquier momento, cada día, durante veinte años. Pero no sé encender un fuego al aire libre en medio del bosque.

Por otra parte, pensó, no me comeré esta carne cruda a menos que deba hacerlo absolutamente. No lo haré. No. No. ¡No!

Golpeó furioso las piedras una contra otra, y de nuevo, y de nuevo, y de nuevo.

¡Soltad una chispa, maldita sea! ¡Encended eso! ¡Arded! ¡Asad ese ridículo animal patético para mí!

Y de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo.

—¿Qué hace usted, señor? —preguntó de pronto una voz poco amistosa desde un punto justo detrás de su hombro derecho.

Theremon alzó la vista, sorprendido, desanimado. La primera regla de supervivencia en este bosque era que nunca debías permitir concentrarte tanto en alguna cosa que no te dieras cuenta de que alguien se te aproximaba.

Eran cinco. Hombres, aproximadamente de su misma edad. Parecían tan andrajosos como cualquiera que viviese en el bosque. No parecían especialmente locos, como la mayoría de la gente estos días: sus ojos no estaban velados, no babeaban, tan sólo exhibían una expresión que era a la vez hosca y cautelosa y decidida. No parecía que llevaran más armas que garrotes, pero su actitud era claramente hostil.

Cinco contra uno. De acuerdo, pensó, tomad el maldito graben y atragantaos con él. No era tan estúpido como para empezar una pelea por ello.

—Dije: «¿Qué hace usted, señor?» —repitió el primer hombre, con una voz más fría que antes.

Theremon le miró furioso.

—¿Qué le parece a usted? Intento encender un fuego.

—Eso es lo que pensé.

El desconocido avanzó unos pasos. Cuidadosamente, deliberadamente, lanzó una patada contra el pequeño montón de leña de Theremon. La dolorosamente apilada madera salió disparada por todos lados, y el ensartado graben cayó al suelo.

—Eh, espere un segundo…

—Nada de fuegos aquí, señor. Ésa es la ley. —De una forma brusca, firme, inequívoca—. La posesión de equipo para encender fuego está prohibida. Esta madera pretendía ser utilizada para encender un fuego. Eso es evidente. Y usted, además, ha admitido su culpabilidad.

—¿Culpabilidad? —repitió Theremon, incrédulo.

—Dijo usted que estaba intentando encender un fuego. Esas piedras parecen ser equipo para encender fuego, ¿correcto? La ley es clara al respecto. Prohibido.

A una señal del líder, dos de los otros avanzaron. Uno agarró a Theremon por el cuello y el pecho desde atrás, y el otro cogió de sus manos las dos piedras que había estado usando y las arrojó al lago. Chapotearon y desaparecieron. Theremon, mientras las veía desaparecer, imaginó lo que debió de sentir Beenay al ver sus telescopios destrozados por la turba.

—Suélten… me —murmuró, sin dejar de debatirse.

—Soltadle —dijo el líder. Clavó su pie de nuevo en el proyectado fuego de Theremon, enterrando los trozos de paja y tallos en el suelo—. Los fuegos no están permitidos —le dijo a Theremon—. Ya hemos tenido todos los fuegos que necesitábamos y más. No podemos permitir más fuegos a causa del riesgo, el sufrimiento, el daño que pueden causar, ¿no sabía usted eso? Si intenta encender otro, volveremos y le hundiremos la cabeza, ¿me ha entendido?

—Fue el fuego lo que arruinó el mundo —dijo uno de los otros.

—Fue el fuego el que nos echó de nuestros hogares.

—El fuego es el enemigo. El fuego está prohibido. El fuego es maligno.

Theremon se los quedó mirando. ¿El fuego maligno? ¿El fuego prohibido?

¡Así que estaban locos después de todo!

—La penalización por intentar encender un fuego la primera vez —dijo el primer hombre— es una multa. Le multamos con ese animal de aquí. Para enseñarle a no poner en peligro a la gente inocente. Tómalo, Listigon. Será una buena lección para él. La próxima vez que este amigo agarre algo, recordará que no tiene que intentar conjurar al enemigo sólo porque tenga deseos de comer un poco de carne asada.

—¡No! —exclamó Theremon con voz medio estrangulada, mientras Listigon se agachaba para coger el graben—. ¡Es mío, imbéciles! ¡Mío! ¡Mío!

Y cargó ciegamente hacia ellos, barrida toda cautela por la exasperación y la frustración.

Alguien le golpeó, duramente, en el estómago. Jadeó y boqueó y se dobló sobre sí mismo, aferrándose el vientre con las manos, y alguien más le golpeó desde atrás, un golpe en la rabadilla que casi lo envió de bruces al suelo. Pero esta vez lanzó secamente el codo hacia atrás, notó un satisfactorio contacto, oyó un gruñido de dolor.

Se había visto enzarzado en peleas antes, pero no desde hacía mucho, mucho tiempo. Y nunca en uno contra cinco. Pero no había forma de escapar de ésta ahora. Lo que tenía que hacer, se dijo, era permanecer en pie y retroceder hasta situarse contra la pared de roca, donde al menos no podrían atacarle por detrás. Y entonces simplemente intentar mantenerles a raya a base de patadas y puñetazos, y si era necesario rugiendo y mordiendo, hasta que decidieran dejarlo tranquilo.

Una voz en alguna parte muy dentro de él dijo: Están completamente locos. Es muy probable que sigan can esto hasta que te maten a golpes.

Pero ahora ya no podía hacer nada al respecto, pensó. Excepto intentar mantenerles a raya.

Mantuvo la cabeza baja y golpeó con los puños tan fuerte como pudo, mientras retrocedía hacia la pared. Se apiñaron a su alrededor, golpeándole desde todos los lados. Pero siguió en pie. Su ventaja numérica no era tan abrumadora como había esperado. En una lucha cuerpo a cuerpo, los cinco eran incapaces de lanzarse sobre él a la vez, y Theremon en cambio era capaz de crear confusión en su propio beneficio, golpeando en todas direcciones y moviéndose tan rápidamente como le era posible mientras se agitaban a su alrededor intentando evitar golpearse entre ellos.

Aún así, sabía que no podría resistir mucho tiempo más. Tenía el labio partido y empezaba a hinchársele un ojo, y se estaba quedando sin aliento. Un puñetazo un poco más bien dirigido lo enviaría al suelo. Mantenía un brazo frente a su rostro y golpeaba con el otro, mientras seguía retrocediendo hacia el refugio de la pared rocosa. Pateó a alguien. Hubo un aullido y una maldición. Alguien le devolvió la patada. Theremon la recibió en la cadera y se inclinó hacia un lado, siseando de dolor.

Se tambaleó. Luchó desesperadamente por recobrar el aliento. Resultaba difícil ver, resultaba difícil decir qué estaba ocurriendo. Estaban a todo su alrededor ahora, los puños llovían sobre él desde todos los lados. No iba a alcanzar la pared. No iba a mantenerse en pie mucho tiempo más. Iba a caer, y entonces lo pisotearían, e iba a morir…

Iba… a… morir.

Entonces se dio cuenta de una confusión dentro de la confusión: los gritos de distintas voces, nueva gente que se mezclaba con la que ya había, figuras por todos lados. Estupendo, pensó. Otro puñado de locos que se une a la diversión. Pero quizá pueda escabullirme de algún modo en medio de todo esto…

—¡En nombre de la Patrulla Contra el Fuego, alto! —gritó una voz de mujer, clara, fuerte, autoritaria—. ¡Es una orden! ¡Alto, todos! ¡Apartaos de él! ¡Ahora!

Theremon parpadeó y se frotó la frente. Miró a su alrededor con ojos confusos.

Había cuatro recién llegados en el claro. Parecían seguros de sí mismos y tajantes, y llevaban ropas limpias. Pañuelos verdes que se agitaban al viento rodeaban sus cuellos. Llevaban pistolas de aguja.

La mujer —parecía estar al mando— hizo un rápido gesto imperativo con el arma que sujetaba, y los cinco hombres que habían atacado a Theremon se apartaron de él y se situaron obedientes frente a ella. Les miró con ojos duros y severos.

Theremon contempló incrédulo la escena.

—¿Qué es todo esto? —preguntó la mujer al líder de los cinco, con voz cortante.

—Estaba encendiendo un fuego…, intentándolo…, iba a asar un animal, pero llegamos a tiempo…

—Está bien. No veo ningún fuego aquí Las leyes han sido mantenidas. Podéis iros.

El hombre asintió. Se inclinó para coger el graben.

—¡Eh! —dijo Theremon roncamente—. Eso me pertenece.

—No —dijo el otro—. Lo has perdido. Te multamos por quebrantar las leyes sobre el fuego.

—Yo decidiré el castigo —dijo la mujer— ¡Dejad el animal y marchaos! ¡Ya!

—Pero…

—Marchaos, o seré yo quien os acuse a vosotros ante Altinol. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera!

Los cinco hombres se marcharon a regañadientes. Theremon siguió mirando.

La mujer que llevaba el pañuelo verde al cuello se le acercó.

—Supongo que llegué justo a tiempo, ¿verdad Theremon? —dijo.

—Siferra —murmuró éste, asombrado—. ¡Siferra!

37

Le dolían un centenar de lugares. No estaba en absoluto seguro de lo intactos que estaban sus huesos. Tenía uno de sus ojos prácticamente cerrado. Pero sospechaba que iba a sobrevivir. Se sentó reclinado contra la pared de roca y aguardó a que la bruma de dolor disminuyera un poco.

Siferra dijo:

—Tenemos un poco de brandy de Jonglor en el Cuartel General. Supongo que puedo autorizarte a tomar un poco. Con finalidades medicinales, por supuesto.

—¿Brandy? ¿Cuartel General? ¿Qué Cuartel General? ¿Qué es todo esto, Siferra? ¿Está usted realmente aquí?

—¿Crees que soy una alucinación? —Ella se echó a reír y clavó ligeramente los dedos en su antebrazo—. ¿Dirías que esto es una alucinación?

Theremon hizo una mueca.

—Cuidado. La carne está más bien tierna aquí. Y creo que en todo el resto de mi cuerpo, en estos momentos. —Aceptó el repentino y bienvenido tuteo—. ¿Has caído llovida directamente del cielo?

—Estaba en servicio de patrulla; revisando el bosque, y oímos los sonidos de una pelea. Así que fuimos a investigar. No tenía la menor idea de que tú te hallaras mezclado en ella hasta que te vi. Estamos intentando restablecer un poco el orden por estos lugares.

—¿Estamos?

—La Patrulla Contra el Fuego. Es lo más cerca que tenemos aquí de un Gobierno local. El Cuartel General está en el Refugio de la universidad, y un hombre llamado Altinol, que era no sé qué tipo de ejecutivo de una compañía, está al mando. Yo soy uno de sus oficiales. En realidad se trata de un grupo de vigilantes, que de alguna manera ha conseguido hacer prevalecer la noción de que el uso del fuego debe ser controlado, y que sólo los miembros de la Patrulla Contra el Fuego tienen el privilegio de…

Theremon alzó la mano.

—Espera un momento, Siferra. Despacio, por favor. ¿La gente de la universidad que estaba en el Refugio ha formado un grupo de vigilantes, dices? ¿Y van por ahí apagando fuegos? ¿Cómo es posible? Sheerin me dijo que todos habían abandonado el Refugio, que se habían ido al Sur a alguna especie de cita en el parque nacional de Amgando.

—¿Sheerin? ¿Está por aquí?

—Estaba. Ahora se halla de camino hacia Amgando. Yo… decidí quedarme por aquí un poco más. —Le resultó imposible decirle que se había quedado allí con la improbable esperanza de conseguir encontrarla a ella.

Siferra asintió con la cabeza.

—Lo que te dijo Sheerin es cierto. Toda la gente de la universidad abandonó el Refugio al día siguiente del eclipse. Supongo que a estas alturas estarán ya en Amgando…, no he sabido nada de ellos. Dejaron el Refugio completamente abierto, y Altinol y su pandilla entraron y tomaron posesión de él. La Patrulla Contra el Fuego tiene quince, veinte miembros, todos ellos en perfecto buen estado mental. Han conseguido establecer su autoridad sobre aproximadamente la mitad de la zona del bosque y parte del territorio de la ciudad que lo rodea donde aún vive gente.

—¿Y tú? —preguntó Theremon—. ¿Cómo te mezclaste con ellos?

—Primero fui al bosque, cuando las Estrellas desaparecieron. Pero parecía bastante peligroso, así que cuando recordé el Refugio me encaminé hacia allá. Altinol y su gente estaban ya allí. Me invitaron a unirme a la patrulla. —Siferra sonrió de una forma que podría considerarse como desconsolada—. En realidad no me ofrecieron mucha elección —dijo—. No son del tipo particularmente amable.

—Éstos no son tiempos amables.

—No. Así que decidí que mejor quedarme con ellos que vagar sola por ahí. Me dieron este pañuelo verde…, todo el mundo por los alrededores lo respeta. Y esta pistola de aguja. La gente también respeta eso.

—Así que eres una vigilante —dijo Theremon, pensativo—. Nunca te imaginé en un papel así.

—Yo tampoco.

—Pero crees que este Altinol y su Patrulla Contra el Fuego son gente de bien que está ayudando a restablecer la ley y el orden, ¿no es así?

Ella sonrió de nuevo, y de nuevo su expresión no fue de alegría.

—¿Gente de bien? Ellos creen que lo son, sí.

—¿Tú no?

Un encogimiento de hombros.

—En primer lugar han impuesto su propia ley, y no bromean al respecto. Hay un vacío de poder aquí, y tienen intención de llenarlo. Pero supongo que no son el peor tipo de gente posible para intentar imponer una estructura gubernamental en estos momentos. Al menos son más fáciles de aceptar que otros en quienes puedo pensar.

—¿Te refieres a los Apóstoles? ¿Están intentando formar un gobierno también?

—Es muy probable. Pero no he oído nada de ellos desde que ocurrió todo. Altinol cree que todavía siguen escondidos bajo tierra en alguna parte, o que Mondior les ha dejado marchar a algún lugar lejos en la región donde puedan organizar su propio reino. Pero hay un par de grupos realmente fanáticos que son unas auténticas joyas, Theremon. Acabas de tropezarte con uno de ellos, y es sólo por pura suerte que no acabaran contigo. Creen que la única salvación para la Humanidad es abandonar por completo el uso del fuego, puesto que el fuego ha sido la ruina del mundo. Así que van por ahí destruyendo todo equipo susceptible de encender un fuego allá donde pueden encontrarlo y matando a cualquiera que parezca disfrutar encendiendo fuegos.

—Yo simplemente estaba intentando asar un poco de cena para mí —dijo Theremon, sombrío.

—Es lo mismo para ellos que estés cocinando tu comida o divirtiéndote incendiando todo lo que encuentres a tu alrededor. El fuego es el fuego, y lo aborrecen. Es una suerte para ti que llegáramos a tiempo. Aceptan la autoridad de la Patrulla Contra el Fuego. Somos la elite, ¿comprendes?, los únicos cuyo uso del fuego es tolerado.

—Ayuda el tener pistolas de aguja —dijo Theremon—. Eso también provoca mucha tolerancia. —Se frotó un lugar que le dolía más que el resto en el brazo y miró sombrío hacia la distancia—. ¿Hay otros fanáticos además de ésos, dices?

—Están los que piensan que los astrónomos de la universidad han descubierto el secreto de hacer aparecer las Estrellas. Culpan a Athor, Beenay y compañía de todo lo que ha ocurrido. Es el viejo odio hacia todo lo intelectual que se manifiesta apenas las nociones medievales empiezan a salir a la superficie.

—Bastantes. Sólo la Oscuridad sabe lo que harán si consiguen atrapar a alguien de la universidad que aún no haya llegado a Amgando. Colgarlo de la más próxima farola, supongo.

—Y yo soy el responsable —dijo Theremon lentamente.

—¿Tú?

—Todo ocurrió por mi culpa, Siferra. No de Athor, no de Folimun, no de los dioses, sino mía. Mía. Yo, Theremon 762. Esa vez que me llamaste irresponsable fuiste demasiado suave conmigo. Fui no sólo responsable, sino criminalmente negligente.

—Theremon, olvida eso. ¿De qué sirve…?

Él siguió, sin hacerle caso:

—Hubiera debido estar escribiendo columnas día sí y otro también, advirtiendo de lo que se avecinaba, animando a que se siguiera un programa de choque para construir refugios, almacenar provisiones y equipo generador de electricidad de emergencia, proporcionar consejo a los desequilibrados, hacer un millón de cosas distintas…, y en vez de eso, ¿qué hice? Burlarme. ¡Me reí de los astrónomos y su encumbrada torre! Hice que fuera políticamente imposible que nadie en el Gobierno tomara a Athor en serio.

—Theremon…

—Hubieras debido dejar que esos locos me mataran, Siferra.

Los ojos de ella se clavaron en los de él. Parecía furiosa.

—No hables como un estúpido. Toda la planificación del Gobierno en todo el mundo no hubiera cambiado nada. Yo también desearía que no hubieras escrito esos artículos, Theremon. Ya sabes lo que siento al respecto. Pero, ¿qué importa ya nada de eso ahora? Fuiste sincero en lo que sentías. Estabas equivocado, pero fuiste sincero. Y en cualquier caso no sirve de nada especular acerca de lo que hubiera podido ser. A lo que tenemos que enfrentamos es al ahora. —Más suavemente, dijo—: Ya basta de esto. ¿Puedes andar? Necesitamos llevarte al Refugio. La posibilidad de bañarte, ropa limpia, un poco de comida en tu…

—¿Comida?

—La gente de la universidad dejó montones de provisiones detrás.

Theremon rió quedamente y señaló el graben.

—¿Quieres decir que no tengo que comer eso?

—No a menos que realmente lo desees. Te sugiero que se lo des a alguien que lo necesite más que tú, puesto que vamos a salir del bosque.

—Buena idea.

Se puso en pie, lenta y dolorosamente. ¡Dioses, la forma en que le dolía todo! Uno o dos pasos experimentales: no estaba mal, no estaba mal. Después de todo, no parecía tener roto nada. Sólo un poco apaleado. El pensamiento de un baño caliente y una auténtica y sustanciosa comida estaba empezando a curar ya su magullado y dolorido cuerpo.

Echó una última mirada a su alrededor, a su penosamente construido cobertizo contra la lluvia, a su arroyo, a sus pequeños arbustos y hierbas. Su casa, durante aquellos últimos y extraños días. No lo echaría mucho en falta, pero dudaba de que olvidara muy pronto su vida allí.

Luego cogió el espetón con el graben y se lo echó al hombro.

—Abre camino —le dijo a Siferra.

No habían recorrido más de un centenar de metros cuando Theremon divisó un grupo de muchachos escondidos tras los árboles. Se dio cuenta de que eran los mismos que habían sacado al graben de su madriguera y lo habían cazado hasta matarlo. Evidentemente habían vuelto a buscarlo. Ahora, con expresión hosca, observaban desde la distancia, evidentemente irritados de que Theremon se les hubiera llevado la presa. Pero estaban demasiado intimidados por los pañuelos verdes que identificaban al grupo de la Patrulla Contra el Fuego, más probablemente, por sus pistolas de aguja, como para reclamarla.

—¡Eh! —llamó Theremon—. Eso es vuestro, ¿no? ¡Os lo he estado guardando!

Lanzó el ensartado cuerpo del graben hacia ellos. Cayó al suelo a muy poca distancia del lugar donde estaban, y retrocedieron, con aspecto inquieto y perplejo. Evidentemente estaban ansiosos por coger el animal, pero temían avanzar.

—Ésa es la vida de la era post-Anochecer —le dijo tristemente a Siferra—. Están muertos de hambre, pero no se atreven a hacer ningún movimiento. Creen que es una trampa. Imaginan que si salen de entre esos árboles para coger el animal les abatiremos a tiros, sólo por divertirnos.

—¿Quién puede culparles? —dijo Siferra—. En estos momentos todo el mundo tiene miedo de todo el mundo. Déjalo ahí. Lo recogerán cuando hayamos desaparecido de su vista.

La siguió, cojeando.

Siferra y los otros de la Patrulla Contra el Fuego avanzaban confiados por el bosque, como si fueran invulnerables a los peligros que acechaban por todas partes. Y realmente no hubo incidentes mientras el grupo se encaminaba —tan rápidamente como permitían las heridas de Theremon— hacia la carretera que cruzaba el bosque. Era interesante ver, pensó, lo rápido que la sociedad empezaba a reconstituirse por sí misma. En sólo unos cuantos días una irregular pandilla como esta Patrulla Contra el Fuego había empezado a adquirir una especie de autoridad gubernamental. A menos que fueran sólo las pistolas de aguja y el aire general de seguridad en sí mismos lo que mantenía alejados a los locos, por supuesto.

Llegaron al fin al borde del bosque. El aire era cada vez más frío y la luz más incómodamente débil, ahora que Patru y Trey eran los únicos soles en el cielo. En el pasado Theremon nunca se había preocupado por los niveles relativamente escasos de luz que eran típicos de las horas en las que la única iluminación procedía de una de las parejas de soles dobles. Desde el eclipse, sin embargo, esas tardes de dos soles le parecían inquietantes y amenazadoras, un posible presagio — aunque sabía que no podía ser así — del inminente regreso de la Oscuridad. Las heridas psíquicas del Anochecer tardarían mucho tiempo en sanar, incluso para las mentes más resistentes del mundo.

—El Refugio está a poca distancia carretera abajo —dijo Siferra—. ¿Cómo vas?

—Estoy bien —respondió Theremon ácidamente—. No me han dejado tullido, ¿sabes?

Pero requería un considerable esfuerzo obligar a su doloridas y pulsantes piernas a que siguieran conduciéndole hacia delante. Se sintió enormemente alegre y aliviado cuando al fin se halló en la entrada parecida a la boca de una cueva del reino subterráneo que era el Refugio.

El lugar era como un laberinto. Cavernas y corredores partían en todas direcciones. Vagamente en la distancia vio los intrincados bucles y espirales de lo que parecían ser instalaciones científicas, misteriosas e insondables, que recorrían las paredes y techos. Este lugar, recordó ahora, había sido el emplazamiento del aplasta-átomos de la universidad hasta que se abrió el gran nuevo laboratorio experimental en las Alturas de Saro. Al parecer los físicos habían dejado una buena cantidad de equipo obsoleto detrás.

Apareció un hombre alto que irradiaba autoridad.

—Éste es Altinol 111 —dijo Siferra—. Altinol, quiero que conozcas a Theremon 762.

—¿El del Crónica? —dijo Altinol. No sonó en absoluto impresionado: simplemente pareció que registraba el hecho en voz alta.

—Ex —dijo Theremon.

Se miraron el uno al otro sin el menor calor. Altinol, pensó Theremon, tenía el aspecto de ser un hueso duro de roer: un hombre de mediana edad, evidentemente delgado y en espléndidas condiciones. Iba bien vestido con ropas resistentes, y tenía la actitud de alguien que está acostumbrada, a ser obedecido. Theremon lo estudió y repasó rápidamente los bien clasificados archivos de su memoria, y al cabo de un momento se sintió complacido cuando pulsó un acorde de reconocimiento.

—¿Industrias Morthaine? —dijo—. ¿Ese Altinol?

Un momentáneo parpadeo de… ¿regocijo? ¿O era irritación?… apareció en los ojos de Altinol.

—Ése, sí.

—Siempre dijeron que deseaba ser usted primer Ejecutivo. Bien, parece que ahora ya lo es. De lo que queda de Ciudad de Saro, al menos, si no de toda la República Federal.

—Cada cosa a su tiempo —dijo Altinol. Su voz era comedida—. Primero intentaremos derrotar la anarquía. Luego pensaremos en unir de nuevo el país, y entonces nos ocuparemos de ver quién es el Primer Ejecutivo. Tenemos el problema de los Apóstoles, por ejemplo, que se han apoderado del control de toda la parte norte de la ciudad y del territorio de más allá y lo han situado todo bajo su autoridad religiosa. No van a ser fáciles de desplazar. —Altinol exhibió una fría sonrisa—. Primero lo primero, amigo mío.

—En lo que respecta a Theremon —dijo Siferra—, lo primero es un baño, y luego una comida. Lleva viviendo en el bosque desde el Anochecer. Ven conmigo —le dijo a él.

Se habían instalado particiones a todo lo largo del viejo acelerador de partículas, formando una larga serie de pequeñas estancias. Siferra le metió en una en la que una serie de tuberías de cobre montadas sobre su cabeza llevaban el agua a una bañera de porcelana.

—En realidad no estará muy caliente —le advirtió—. Sólo conectamos los calentadores un par de horas al día porque las reservas de combustible son escasas. Pero seguro que será mejor que bañarse en un helado arroyo del bosque. ¿Sabes algo de Altinol?

—Presidente de Industrias Morthaine, la gran multinacional naviera. Estuvo en las noticias hará uno o dos años, algo acerca de un contrato que fue recurrido por posibles irregularidades en la forma de desarrollar una enorme operación inmobiliaria sobre tierras del Gobierno en la provincia de Nibro.

—¿Qué tiene que ver una multinacional naviera con operaciones inmobiliarias? —preguntó Siferra.

—Ahí está exactamente el detalle. Nada en absoluto. Fue acusado de utilizar de forma impropia su influencia con el Gobierno…, algo acerca de ofrecer pases perpetuos en sus cruceros a senadores, creo… —Theremon se encogió de hombros—. En realidad ahora no constituye ninguna diferencia. Ya no existen las Industrias Morthaine, no hay ninguna operación inmobiliaria que realizar, ningún senador federal que sobornar. Probablemente no le ha gustado que le reconociera.

—Probablemente no le ha importado. Dirigir la Patrulla Contra el Fuego es todo lo que le importa ahora.

—Por el momento —indicó Theremon—. Hoy es la Patrulla Contra el Fuego de Ciudad de Saro, mañana el mundo. Ya le has oído hablar acerca de desplazar a los Apóstoles que se han apoderado del otro extremo de la ciudad. Bueno, alguien tenía que hacerlo. Y él pertenece al tipo de los que les gusta dirigirlo todo.

Siferra salió. Theremon se metió en la bañera de porcelana.

Siferra le llevó al comedor del Refugio, una sencilla sala con techo de hojalata, cuando terminó el baño, y le dejó allí diciéndole que tenía que ir a presentar su informe a Altinol. Allí le aguardaba una comida…, una de las comidas completas preparadas que se habían almacenado en los meses durante los cuales el Refugio había sido acondicionado. Verduras calientes, carne tibia de algún tipo desconocido, una bebida no alcohólica de color verde pálido y sabor indefinido.

Se obligó a sí mismo a comer con lentitud, con cuidado, sabiendo que su cuerpo no estaba acostumbrado a la auténtica comida después de aquel tiempo en el bosque; cada bocado tenía que ser meticulosamente masticado o sabía que se pondría enfermo, aunque su instinto era engullirlo tan rápido como pudiera y pedir más.

Después de comer, Theremon se reclinó hacia atrás en su silla y miró indolentemente el feo techo de hojalata. Ya no tenía hambre. Y sus esquemas mentales estaban empezando a cambiar a peor. Pese al baño, pese a la comida, pese al confort de saber que estaba seguro en aquel bien defendido Refugio, se dio cuenta de que se estaba deslizando a un humor de profunda desolación.

Se sentía muy cansado. Y desanimado, y lleno de tétricos pensamientos.

Había sido un buen mundo, pensó. No perfecto, muy lejos de ello, pero bastante bueno. La mayoría de la gente era razonablemente feliz, muchos eran prósperos, se hacían progresos en todos los frentes…, hacia una más profunda comprensión científica, hacia una mayor expansión económica, hacia una cooperación global más fuerte. El concepto de guerra había empezado a parecer pintorescamente medieval, y los viejos fanatismos religiosos eran en su mayor parte obsoletos, o eso le había parecido a él.

Y ahora todo eso había desaparecido, en un corto espacio de horas, en un solo estallido de horrible Oscuridad.

Un nuevo mundo nacería de las cenizas del viejo, por supuesto. Siempre había sido así: las excavaciones de Siferra en Thombo lo atestiguaban.

Pero, ¿qué tipo de mundo sería?, se preguntó Theremon. La respuesta a eso estaba ya a mano. Sería un mundo en el que la gente mataba a otra gente por un jirón de carne, o porque había violado una superstición sobre el fuego, o simplemente porque matar parecía ser algo divertido. Un mundo en el que los Folimun y los Mondior, sin duda, conspiraban para emerger como los dictadores del pensamiento, probablemente trabajando mano sobre mano con los Altinol, se dijo morbosamente. Un mundo en el que…

No. Sacudió la cabeza. ¿De qué servían todas aquellas oscuras y cavilosas lamentaciones?

Siferra tenía razón, se dijo. No tenía ningún sentido especular acerca de lo que podría haber sido. Con lo que tenía que enfrentarse era con lo que era realmente. Al menos estaba vivo, y su mente estaba prácticamente completa de nuevo, y había pasado su prueba en el bosque y había salido de ella más o menos intacto, aparte de unos cuantos hematomas y cortes que sanarían en un par de días. La desesperación era una emoción inútil ahora: era un lujo que no podía permitirse, del mismo modo que Siferra no podía permitirse el lujo de estar furiosa todavía con él por los artículos que había escrito en el periódico.

Lo que estaba hecho, hecho estaba. Ahora era el momento de recoger lo que quedara y seguir adelante, reagruparse, reconstruir, empezar de nuevo. Mirar hacia atrás era estúpido. Mirar hacia delante con desánimo o abatimiento era mera cobardía.

—¿Has terminado? —preguntó Siferra al regresar al comedor—. Ya lo sé, la comida no es magnífica precisamente. Pero supera con mucho el comer graben.

—No sabría decirlo. En realidad, nunca he comido graben.

—Probablemente no lo hubieras echado mucho en falta. Vamos: te mostraré tu habitación.

Era un cubículo de techo bajo no muy elegante: una cama con una luz de vela en el suelo a su lado, un lavamanos, una sola bombilla colgada del techo. Dispersos en un rincón había algunos libros y periódicos que debían de haber sido dejados atrás por los que habían ocupado la habitación la tarde del eclipse. Theremon vio un ejemplar del Crónica abierto por la página de su columna e hizo una mueca: era uno de sus últimos artículos, un ataque particularmente violento contra Athor y su grupo. Enrojeció y lo apartó fuera de su vista con el pie.

—¿Qué piensas hacer ahora, Theremon? —preguntó Siferra.

—¿Hacer?

—Me refiero a cuando hayas tenido ocasión de descansar un poco.

—La verdad es que no lo he pensado mucho. ¿Por qué?

—Altinol quiere saber si tienes intención de unirte a la Patrulla Contra el Fuego —dijo ella.

—¿Es eso una invitación?

—Está dispuesto a aceptarte a bordo. Eres el tipo de persona que necesita, alguien fuerte, alguien capaz de tratar con la gente.

—Sí —dijo Theremon—. Yo sería bueno aquí, ¿verdad?

—Pero está intranquilo respecto a una cosa. Sólo hay sitio para un jefe en la Patrulla, y ése es Altinol. Si te unes a nosotros, quiere que comprendas desde un principio que lo que Altinol dice se hace, sin discusión. No está seguro de lo bueno que eres recibiendo órdenes.

—Yo tampoco estoy seguro de lo bueno que soy en eso —admitió Theremon—. Pero puedo entender el punto de vista de Altinol.

—¿Te unirás a nosotros, entonces? Sé que hay problemas con el planteamiento en sí de la Patrulla. Pero al menos es una fuerza para el orden, y necesitamos algo así ahora. Y Altinol puede ser despótico, pero no es malo. Estoy convencida de ello. Simplemente cree que el momento necesita medidas fuertes y un liderazgo decidido, cosas que él es capaz de proporcionar.

—Eso no lo dudo.

—Piensa en ello esta tarde —dijo Siferra—. Si quieres unirte a la Patrulla, habla con él mañana. Sé franco con él. Él será franco contigo, puedes estar seguro de ello. En tanto que puedas asegurarle que no vas a ser ninguna amenaza directa a su autoridad. Estoy segura de que tú y él…

—No —dijo Theremon de pronto.

—¿No qué?

Él guardó silencio unos instantes. Al fin dijo:

—No necesito pasar toda la tarde pensando en ello. Ya sé cuál será mi respuesta.

Siferra le miró y aguardó.

Theremon dijo:

—No quiero unirme a Altinol. Sé la clase de hombre que es, y estoy muy seguro de que puedo arreglármelas con gente así durante cualquier período de tiempo. Y también sé que a corto plazo puede ser necesario realizar operaciones como la Patrulla Contra el Fuego. Pero a largo plazo son una mala cosa, y una vez establecidas e institucionalizadas es muy difícil librarse de ellas. Los Altinol de este mundo no ceden voluntariamente el poder. Los pequeños dictadores nunca lo hacen. Y yo no deseo que el conocimiento de que le ayudé a subirlo a la cima sea un nudo corredizo en torno a mi cuello durante todo el resto de mi vida. Reinventar el sistema feudal no me parece una solución útil a los problemas que tenemos ahora. Así que no, Siferra. No voy a llevar el pañuelo verde de Altinol. No hay ningún futuro para mí aquí.

—¿Adónde vas a ir, entonces? —dijo Siferra en voz baja.

—Sheerin me dijo que se está formando un auténtico Gobierno provisional en el parque de Amgando. Gente universitaria, quizás algunas personas del antiguo Gobierno, representantes de todo el país, se están reuniendo ahí abajo. Tan pronto como esté lo bastante fuerte para viajar me encaminaré a Amgando.

Ella le miró fijamente. No respondió.

Theremon hizo una profunda inspiración. Al cabo de un momento dijo:

—Ven conmigo al parque de Amgando, Siferra. —Adelantó una mano hacia ella. Añadió en voz baja—: Quédate conmigo esta tarde, en esta pequeña habitación mía. Y por la mañana marchémonos de aquí y vayamos juntos hacia el Sur. Tú no perteneces más que yo a este lugar. Y tenemos cinco veces más posibilidades de llegar a Amgando juntos que las que tendríamos si cualquiera de los dos intentara hacer el viaje solo.

Siferra siguió guardando silencio. Él no retiró su mano.

—¿Bien? ¿Qué dices?

Observó la sucesión de conflictivas emociones que cruzaban el rostro de ella. Pero no se atrevió a intentar interpretarlas.

Evidentemente, Siferra estaba luchando consigo misma. Pero de pronto la lucha llegó a su fin.

—Sí —dijo—. Sí. Hagámoslo, Theremon.

Y avanzó hacia él. Y tomó su mano. Y apagó la bombilla que colgaba sobre sus cabezas, aunque el suave brillo de la luz de la vela al lado de la cama permaneció.

38

—¿Sabes el nombre de esta zona residencial? —preguntó Siferra. Contempló entumecida, desanimada, el carbonizado y espectral paisaje de casas arruinadas y vehículos abandonados en el que habían entrado. Era poco antes del mediodía del tercer día de su huida del Refugio. La intensa luz de Onos iluminaba despiadadamente los ennegrecidos muros, todas las ventanas destrozadas.

Theremon negó con la cabeza.

—Se llamaba algo estúpido, puedes estar seguro de ello. Acres Dorados, o Heredad de Saro, o algo así. Pero como se llamaba no importa ahora. Ya no es una zona residencial. Lo que tenemos aquí era una elegante zona urbanizada, Siferra, pero hoy no es más que arqueología. Uno de los Suburbios Perdidos de Saro.

Habían alcanzado un punto muy al sur del bosque, casi en las afueras del cinturón suburbano que formaba los límites meridionales de Ciudad de Saro. Más allá se extendían las zonas agrícolas, pequeños pueblos y —en alguna parte muy lejos en la distancia, impensablemente lejos— su meta del parque nacional de Amgando.

Cruzar el bosque les había tomado dos días. Habían dormido la primera tarde en el viejo cobertizo de Theremon, y la segunda entre unos arbustos a medio subir la áspera ladera que conducía a las Alturas de Onos. En todo el camino no habían hallado ninguna indicación de que la Patrulla Contra el Fuego estuviera tras sus huellas. Al parecer Altinol no había hecho ningún intento de perseguirles, aunque se habían llevado consigo armas y dos abultadas mochilas de provisiones. Y seguramente, pensaba Siferra, ahora ya estaban más allá de su alcance.

—La Gran Autopista del Sur debería de estar en alguna parte por aquí, ¿no? —dijo.

—Dentro de otros tres o cuatro kilómetros —respondió él—. Si tenemos suerte no hallaremos ningún fuego activo que nos bloquee el camino.

—Tendremos suerte. Cuenta con ello.

Él se echó a reír.

—Siempre el optimismo, ¿eh?

—No cuesta más que el pesimismo —respondió ella—. De una u otra forma, pasaremos.

—Está bien. De una u otra forma.

Avanzaban a buen ritmo. Theremon parecía estarse recuperando con rapidez de la paliza que había recibido en el bosque y de sus días de hambre. Había una sorprendente resistencia en él. Fuerte como era, Siferra tenía que esforzarse para mantener su ritmo.

También se esforzaba para mantener su espíritu alto. Desde su marcha del Refugio no había abandonado ni un momento una actitud esperanzada, siempre confiada, siempre segura de que llegarían sanos y salvos a Amgando y de que hallarían a gente como ellos mismos ya dedicada intensamente al trabajo de planificar la reconstrucción del mundo. Pero, interiormente, no estaba tan segura. Y cuanto más se adentraban ella y Theremon en aquellas agradables regiones suburbanas, más difícil resultaba reprimir el horror, la impresión, la desesperación, un sentimiento de derrota total.

Era un mundo de pesadilla.

No había ninguna forma de escapar de la enormidad de todo aquello. Te volvieras hacia donde te volvieras, sólo veías destrucción.

¡Mira!, pensaba. ¡Mira! La desolación, las cicatrices, los edificios derrumbados, las paredes invadidas ya por las primeras malezas, ocupadas en buena parte por los primeros pelotones de lagartijas. Por todas partes las marcas de aquella terrible noche, cuando los dioses lanzaron una vez más su maldición sobre el mundo. El horrible olor acre del negro humo que se alzaba de los restos de los incendios que las recientes lluvias habían extinguido; el otro humo, blanco y penetrante, que se alzaba en retorcidas volutas de los sótanos aún ardiendo; las manchas sobre todo; los cuerpos en las calles, retorcidos en su agonía final; la expresión de locura en los ojos de aquellas pocas personas supervivientes que de tanto en tanto atisbaban por entre los restos de sus hogares…

Toda gloria desvanecida. Toda grandeza desaparecida. Todo en ruinas, todo…, como si el océano se hubiera alzado, pensó, y hubiera barrido al olvido todos los logros humanos.

Siferra no era ajena a las ruinas. Había pasado toda su vida profesional cavando en ellas. Pero las ruinas que había excavado eran antiguas, ablandadas por el tiempo, misteriosas y románticas. Lo que veía aquí ahora era demasiado inmediato, demasiado doloroso para soportarlo, y no había nada romántico en ello. Había estado preparada para aceptar la caída de las civilizaciones perdidas del pasado: llevaban consigo poca carga emocional para ella. Pero ahora era su propia época la que había sido barrida al cubo de la basura de la historia, y eso era difícil de soportar.

¿Por qué había ocurrido?, se preguntó a sí misma. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

¿Tan malvados fuimos? ¿Tanto nos alejamos del sendero de los dioses que necesitamos ser castigados de este modo?

No.

¡No!

No hay dioses, no hubo ningún castigo.

De eso estaba segura Siferra. No tenía la menor duda de que todo no era más que la obra del ciego azar, traído por los movimientos impersonales de mundos y soles inanimados e indiferentes que entraban en conjunción cada dos mil años en una desapasionada coincidencia.

Eso era todo. Un accidente.

Un accidente que Kalgash se había visto obligado a soportar una y otra vez a lo largo de su historia.

De tanto en tanto las Estrellas aparecían en toda su terrible majestad; y, en una desesperada agonía suscitada por el terror, el hombre volvía sin saberlo su mano contra sus propias obras. Vuelto loco por la Oscuridad; vuelto loco por la feroz luz de las Estrellas. Era un ciclo interminable. Las cenizas de Thombo habían contado toda la historia. Y ahora era Thombo de nuevo. Tal como Theremon había dicho: Este lugar es arqueología ahora. Exacto.

El mundo que habían conocido había desaparecido. Pero todavía estamos aquí, pensó.

¿Qué debemos hacer? ¿Qué debemos hacer?

El único consuelo que podía hallar entre la desolación era el recuerdo de aquella primera tarde con Theremon, en el Refugio: todo tan repentino, tan inesperado, tan maravilloso. Seguía revisándolo mentalmente, una y otra vez. Su extrañamente tímida sonrisa cuando le pidió que se quedara con él…, ¡no un truco de seductor, en absoluto! Y la expresión en sus ojos. Y la sensación de sus manos contra su piel…, su abrazo, su aliento mezclándose con el de ella…

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que había estado con un hombre? Ya casi había olvidado cómo era…, casi. Y siempre, aquellas otras veces, había habido la intranquila sensación de cometer un error, de tomar un camino equivocado, de emprender un viaje que no debería haber emprendido. No había sido así con Theremon: simplemente dejar caer las barreras y los fingimientos y los temores, una alegre rendición, una admisión, al fin, de que en este desgarrado y torturado mundo ya no tendría que seguir sola, que era necesario formar una alianza, y que Theremon, directo y brusco e incluso un poco áspero, fuerte y decidido y de confianza, era el aliado que necesitaba y deseaba.

Y así se había entregado al fin, sin vacilar y sin lamentarlo.

¡Qué ironía, pensó, que hubiera sido necesario el fin del mundo para llevarla al punto de enamorarse! Pero al menos tenía eso.

Todo lo demás podía haberse perdido; pero tenía eso al menos.

—Mira ahí —dijo de pronto, y señaló—. Un indicador de carreteras.

Era una placa de metal verde que colgaba en un loco ángulo de una farola, con su superficie ennegrecida por las manchas del humo. Estaba perforada en tres o cuatro lugares por lo que probablemente eran agujeros de bala. Pero las brillantes letras amarillas todavía eran razonablemente legibles: GRAN AUTOPISTA DEL SUR, y una flecha que les indicaba que siguieran rectos.

—No puede haber más que otros dos o tres kilómetros desde aquí —dijo Theremon—. Deberíamos alcanzarla a…

Hubo un repentino y agudo sonido zumbante, y luego un resonante restallido que reverberó con un asombroso impacto. Siferra se cubrió los oídos con las manos. Un momento más tarde sintió a Theremon tirar de su brazo, empujarla al suelo.

—¡Abajo! —susurró roncamente él—. ¡Alguien nos está disparando!

—¿Quién? ¿Dónde?

Theremon tenía su pistola de aguja en la mano. Ella extrajo también la suya. Alzó la vista y vio que el proyectil había golpeado contra el indicador de carreteras: había un nuevo orificio entre las primeras dos palabras, borrando algunas de las letras.

Theremon, agachado, avanzó con rapidez hacia la esquina del edificio más cercano. Siferra le siguió, con la sensación de hallarse horriblemente expuesta. Aquello era peor que permanecer de pie desnuda frente a Altinol y la Patrulla Contra el Fuego: un millar de veces peor. El siguiente disparo podía llegar en cualquier momento, desde cualquier dirección, y ella no tenía ninguna forma de protegerse. Ni siquiera cuando dobló la esquina del edificio y se acurrucó contra Theremon en el callejón, respirando pesadamente, con el corazón martilleando alocado, tuvo la seguridad de hallarse a salvo.

Él hizo un gesto con la cabeza hacia una hilera de casas quemadas al otro lado de la calle. Dos o tres de ellas estaban intactas, cerca de la esquina opuesta; y ahora Siferra vio sucios y sombríos rostros que atisbaban desde una ventana de arriba de la más alejada.

—Hay gente ahí arriba. Ocupantes ilegales, supongo. Locos.

—Ya los veo.

—No tienen miedo de nuestros pañuelos de la Patrulla. Quizá la Patrulla no signifique nada para ellos, tan en las afueras de la ciudad. O quizá nos hayan disparado porque los llevamos.

—¿Lo crees posible?

—Cualquier cosa es posible. —Theremon se asomó un poco—. Lo que me pregunto es si intentan dispararnos y su puntería es realmente mala, o si tan sólo quieren asustarnos. Si han intentado dispararnos y todo lo mejor que han podido hacer ha sido alcanzar el indicador de carreteras, entonces podríamos intentar largamos corriendo. Pero si ha sido tan sólo una advertencia…

—Eso es lo que sospecho que ha sido. Un disparo fallido no hubiera ido a dar precisamente en el indicador. Es algo demasiado limpio.

—Probablemente sí —dijo Theremon. Frunció el ceño—. Creo que voy a dejarles saber que estamos armados. Sólo para desanimarles de intentar enviarnos una avanzadilla alrededor de una de esas casas para atrapamos por detrás.

Contempló su pistola de aguja, ajustó la apertura a un haz amplio y máxima distancia. Luego alzó el arma y efectuó un solo disparo. Un estallido de luz roja siseó a través del aire y golpeó el suelo justo frente al edificio donde se habían asomado los rostros. Un furioso círculo calcinado apareció en el césped, y se alzaron retorcidas volutas de humo.

—¿Crees que han visto eso? —preguntó Siferra.

—A menos que estén tan idos que sean incapaces de prestar atención. Pero sospecho que sí lo vieron. Y no les gustó mucho.

Los rostros estaban de vuelta a la ventana.

—Mantente agachada —advirtió Theremon—. Tienen alguna especie de rifle de caza potente. Puedo ver su cañón.

Hubo otro sonido zumbante, otro tremendo impacto. El indicador de carreteras, hecho pedazos, cayó al suelo.

—Puede que estén locos —dijo Siferra—, pero su puntería es malditamente buena.

—Demasiado buena. Sólo jugaban con nosotros cuando dispararon ese primer tiro. Se ríen de nosotros. Nos están diciendo que si asomamos la nariz nos la volarán. Nos tienen atrapados aquí, y disfrutan con ello.

—¿No podemos salir por el otro extremo del callejón?

—Está lleno de cascotes. Y, por todo lo que sé, puede que haya más ocupantes aguardándonos en el otro lado.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer?

—Incendiar esa casa —dijo Theremon—. Quemarlos. Y matarlos, si están demasiado locos para rendirse.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Matarles?

—Si no nos dan otra opción sí, lo haré. ¿Quieres llegar a Amgando, o prefieres pasar el resto de tu vida oculta aquí en este callejón?

—Pero no puedes simplemente matar a la gente, aunque tú…, aunque ellos…

Su voz se apagó. No sabía qué era lo que estaba intentando decir.

—¿Aunque ellos estén intentando matarte, Siferra? ¿Aunque ellos crean que resulta divertido lanzar un par de balas silbando junto a nuestros oídos?

Ella no respondió. Había pensado que empezaba a comprender la forma en que funcionaban las cosas en el monstruoso nuevo mundo que había cobrado vida la tarde del eclipse; pero se dio cuenta de que no comprendía nada, absolutamente nada.

Theremon se había arrastrado de nuevo un corto trecho hacia la calle. Apuntaba con su pistola de aguja.

El estallido incandescente de luz golpeó la blanca fachada de la casa del extremo de la calle. Al instante la madera empezó a volverse negra. Brotaron pequeñas llamas. Trazó una línea de fuego a través de la fachada del edificio, hizo una pausa, disparó de nuevo y trazó una segunda línea encima de la primera.

—Dame tu pistola —pidió a Siferra—. La mía se está sobrecalentando.

Ella le pasó el arma. Él la ajustó y disparó una tercera vez. Toda una sección de la fachada de la casa estaba en llamas ahora. Theremon estaba cortando a través de ella, apuntando su haz al interior del edificio. No hacía mucho tiempo, pensó Siferra, aquella casa blanca de madera había pertenecido a alguien. Allí había vivido gente, una familia, orgullosa de su casa, de su vecindario…, cuidando su césped, regando sus plantas, jugando con sus animales de compañía, dando cenas para sus amigos, sentándose en el patio a beber refrescos y contemplar los soles cruzar el cielo vespertino. Ahora nada de eso significaba nada. Ahora Theremon estaba tendido boca abajo en un callejón lleno de ceniza y cascotes al otro lado de la calle, prendiendo fuego eficiente y sistemáticamente a aquella casa. Porque ésa era la única forma que él y ella podían salir sanos y salvos de aquella calle y seguir su camino hacia el parque de Amgando.

Un mundo de pesadilla, sí.

Una columna de humo se alzaba ahora del interior de la casa. Toda la parte izquierda de su fachada estaba en llamas. Y la gente saltaba de las ventanas del segundo piso. Tres, cuatro, cinco, atragantándose, jadeando. Dos mujeres, tres hombres. Cayeron sobre el césped y permanecieron tendidos allí un momento, como atontados. Sus ropas estaban sucias y hechas jirones, su pelo enmarañado. Locos. Antes habían sido algo distinto, antes del Anochecer, pero ahora formaban simplemente parte de esa enorme horda de seres vagabundos de ojos enloquecidos y expresión tosca cuyas mentes se habían salido de sus goznes, quizá para siempre, por el repentino estallido de sorprendente luz que habían lanzado las Estrellas contra sus sentidos no preparados.

—¡De pie! —les gritó Theremon—. ¡Las manos arriba! ¡Ahora! ¡Vamos, levantaos! —Avanzó a plena vista, empuñando las dos pistolas aguja.

Siferra salió a su lado. La casa estaba envuelta ahora por un denso humo, y dentro de ese oscuro manto temibles chorros de llamas se alzaban por todos lados del edificio, agitándose como estandartes escarlatas. ¿Había gente todavía atrapada dentro? ¿Quién podía decirlo? ¿Importaba?

—¡Alineaos, aquí! —ordenó Theremon—. ¡Eso es! ¡Vista a la izquierda! —Se pusieron firmes. Uno de los hombres era un poco lento, y Theremon hizo llamear un haz de su pistola junto a su mejilla para alentar su cooperación—. Ahora echad a correr. Calle abajo. ¡Aprisa! ¡Aprisa!

Un lado de la casa se desmoronó con un terrible sonido rugiente, dejando al descubierto habitaciones, armarios, muebles, como una casa de muñecas que hubiera sido cortada de cuajo. Todo estaba en llamas. Los ocupantes estaban en la esquina ahora. Theremon siguió gritándoles, animándoles a seguir corriendo, lanzando algún ocasional estallido a sus talones.

Luego se volvió hacia Siferra.

—Bien. ¡Salgamos de aquí!

Enfundaron sus pistolas y echaron a correr en dirección opuesta, hacia la Gran Autopista del Sur.

—¿Y si hubieran salido disparando? —preguntó Siferra más tarde, cuando pudieron ver la entrada de la autopista a poca distancia mientras avanzaban por los campos abiertos que conducían a ella—. ¿Los hubieras matado realmente, Theremon?

Él la miró con una expresión firme y severa.

—¿Si ésa hubiera sido la única forma de salir de aquel callejón? Creo que te respondí ya antes a eso. Por supuesto que lo hubiera hecho. ¿Qué otra elección hubiera tenido? ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer?

—Nada, supongo —dijo Siferra, con voz apenas audible.

La imagen de la casa ardiendo flameaba aún en su mente. Y la visión de aquellas miserables y harapientas personas corriendo calle abajo.

Pero ellos habían disparado primero, se dijo a sí misma.

Ellos lo habían iniciado todo. No había forma de decir hasta dónde hubieran llegado, si Theremon no hubiera tenido la idea de quemar la casa.

La casa…, la casa de alguien…

La casa de nadie, se corrigió.

—Ya estamos —dijo Theremon—. La Gran Autopista del Sur. Es un tranquilo viaje de cinco horas en coche hasta Amgando. Podríamos estar allí a la hora de cenar.

—Si tuviéramos un coche —dijo Siferra.

—Si lo tuviéramos —dijo él.

39

Pese a todo lo que habían visto en su camino para llegar hasta allí, Theremon no estaba preparado para el aspecto que les ofreció la Gran Autopista del Sur. La peor pesadilla de un ingeniero de tráfico no hubiera sido tan mala.

En todas partes, mientras cruzaban los suburbios del Sur, Theremon y Siferra habían pasado junto a vehículos abandonados en las calles. Sin duda muchos conductores, abrumados por el pánico en el momento de la aparición de las Estrellas, habían parado sus coches y huido de ellos a pie, con la esperanza de hallar algún lugar donde esconderse del terrible y abrumador brillo que ardía repentinamente en el cielo.

Pero los coches abandonados que sembraban las calles de aquellos tranquilos sectores residenciales de la ciudad a través de los cuales él y Siferra habían llegado hasta tan lejos habían estado dispersos de una forma al azar, aquí y allá, a intervalos relativamente amplios. En esos vecindarios el tráfico de vehículos debía de haber sido escaso en el momento del eclipse, puesto que se había producido después del fin de un día normal de trabajo.

La Gran Autopista del Sur, sin embargo, atestada por los últimos habitantes de los pueblos cercanos que trabajaban en la ciudad y viceversa, debió de haberse convertido en una auténtica casa de locos en el instante mismo en que la calamidad golpeó el mundo.

—Mira eso —susurró Theremon, alucinado—. ¡Mira eso, Siferra!

Ella sacudió la cabeza, abrumada.

—Increíble. Increíble.

Había coches por todas partes…, apiñadas masas de ellos, amontonados en una caótica mezcolanza, apilados en algunos lugares en alturas de dos o tres. La amplia calzada estaba casi completamente bloqueada por ellos, una infranqueable muralla de vehículos accidentados; Miraban en todas direcciones. Algunos estaban volcados. Muchos habían ardido y ahora no eran más que esqueletos. Brillantes manchas de combustible derramado brillaban como lagos cristalinos. Rastros de cristal pulverizado daban a la calzada un brillo siniestro. Coches muertos. Y conductores muertos.

Era la visión más horripilante que habían visto hasta entonces. Un enorme ejército de muertos se extendía ante ellos. Cuerpos derrumbados sobre los controles de sus coches, cuerpos encajados entre vehículos que habían colisionado, cuerpos ensartados tras los volantes. Y una sucesión de cuerpos simplemente tendidos por todas partes como lamentables muñecos desechados a lo largo de las cunetas, con sus miembros congelados en las grotescas actitudes de la muerte.

—Probablemente algunos conductores se detuvieron de inmediato —apuntó Siferra— cuando aparecieron las Estrellas. Pero otros aceleraron, intentando terminar sus viajes y llegar a sus casas, y chocaron contra los que se habían detenido. Y aún otras personas se sintieron tan desconcertadas que olvidaron completamente cómo seguir conduciendo…, mira, éstos se salieron de la autopista por aquí, y este otro debió de haber dado la vuelta e intentó regresar por entre del tráfico que le venía de frente…

Theremon se estremeció.

—Un horrendo y colosal amontonamiento. Coches chocando desde todos lados a la vez. Girando en redondo, volcando, cruzando la calzada hasta los carriles de dirección opuesta. Gente saliendo, corriendo para ponerse a cubierto, siendo alcanzada por otros coches que llegaban en aquel momento. Todo el mundo volviéndose loco de cincuenta maneras distintas.

Se echó a reír amargamente.

Siferra dijo, sorprendida:

—¿Qué puedes hallar en esto que te haga reír de este modo, Theremon?

—Sólo mi propia estupidez. ¿Sabes, Siferra? Una idea loca cruzó por mi mente hace media hora, mientras nos acercábamos a la autopista: La de que simplemente podríamos subir al coche abandonado de alguien y descubrir que tenía el depósito de combustible lleno y estaba listo para ponerse en marcha y conducirnos hasta Amgando. Simplemente así, de la forma más conveniente. No me detuve a pensar que la autopista estaría totalmente bloqueada…, que, aunque tuviéramos la buena fortuna de hallar un coche que pudiéramos utilizar, no conseguiríamos avanzar con él ni siquiera una docena de metros…

—Ya será bastante difícil caminar por la autopista, en la forma en que está.

—Sí. Pero tenemos que hacerlo.

Iniciaron hoscamente su largo viaje al Sur. Emprendieron la marcha a la cálida luz del Onos de primera hora de la tarde por entre la carnicería de la autopista, saltando por encima de los retorcidos y abollados restos de los coches, intentando ignorar los cuerpos calcinados y mutilados, los charcos de sangre seca, el hedor de la muerte, el horror total de todo aquello.

Theremon se dio cuenta de que se desensibilizaba por completo casi de inmediato. Quizás eso era un horror más grande aún. Pero al cabo de poco rato simplemente dejó de darse cuenta de la sangre coagulada, de los ojos de los cadáveres que miraban fijamente, de la enormidad del desastre que se había producido allí. La tarea de trepar sobre montones de coches destrozados y estrujarse entre peligrosas masas aplastadas de metal rasgado era tan excitante que requería toda su concentración, y rápidamente dejó de prestar atención a las víctimas del desastre. Ya sabía que no serviría de nada buscar supervivientes. Cualquiera que hubiese quedado atrapado allí hacía tantos días habría muerto ya.

Siferra también parecía haberse adaptado rápidamente a la escena de pesadilla que era la Gran Autopista del Sur. Sin apenas debajo de algún saliente de metal retorcido. Virtualmente eran las únicas personas vivas que usaban la autopista. De tanto en tanto veían a alguien avanzando hacia el Sur a pie muy por delante de ellos, o incluso subiendo del Sur en dirección al extremo de Ciudad de Saro de la larga vía de comunicación, pero nunca se producía ningún encuentro. Los otros viajeros se agachaban rápidamente y desaparecían de la vista y se perdían entre el desastre o, si estaban allá delante, seguían su marcha de forma frenética a un ritmo que hablaba de un terrible miedo y desaparecían con rapidez en la distancia.

¿De qué tenían miedo?, se preguntó Theremon. De que ellos les atacaran. ¿Era la mano de todo el mundo alzada contra todo el mundo, ahora?

En una ocasión, a una hora o así de distancia del punto donde habían entrado, vieron a un hombre de aspecto sucio que iba de coche en coche, metiendo la mano para rebuscar en los bolsillos de los muertos, despojando a los cadáveres de sus posesiones. Llevaba un gran saco con su botín a su espalda, tan pesado que se tambaleaba bajo él.

Theremon maldijo furioso y extrajo su pistola aguja.

—¡Mira a ese asqueroso devora-cadáveres! ¡Mírale!

—¡No, Theremon!

Siferra desvió el arma justo en el momento en que Theremon lanzaba un haz al saqueador. El disparo golpeó un coche cercano, y por un momento alzó un brillante resplandor de energía reflejada.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Theremon—. Sólo intentaba asustarle.

—Pensé que… tu…

Theremon agitó cansadamente la cabeza.

—No —dijo—. Todavía no, al menos. Observa…, ¡mira cómo corre!

El saqueador había girado en redondo al sonido del disparo y había mirado con maníaco asombro a Theremon y Siferra. Sus ojos estaban vacíos; un rastro de saliva se deslizaba de sus labios. Les miró con la boca abierta durante un largo momento. Luego dejó caer su saco con el botín y se alejó a toda prisa en una salvaje y desesperada huida por encima de las capotas de los coches, y no tardaron en perderlo de vista.

Siguieron adelante.

Era un avance lento y terrible. Los indicadores que se alzaban encima de ellos cruzando la calzada sobre sus postes de sustentación se burlaban de sus lamentables progresos diciéndoles la escasa distancia desde el principio de la autopista que habían conseguido recorrer hasta entonces. Cuando Onos se puso habían hecho solamente dos kilómetros y medio.

—A este ritmo —dijo Theremon, sombrío— necesitaremos casi un año para alcanzar Amgando.

—Avanzaremos más rápido cuando le cojamos el truco —dijo Siferra, sin mucha convicción.

Si tan sólo pudieran haber seguido a lo largo de algún camino paralelo a la autopista, en vez de tener que caminar por la propia calzada, hubiera resultado mucho más sencillo para ellos. Pero eso era imposible. Buen parte de la Gran Autopista del Sur era elevada, se alzaba sobre largos pilares por encima de extensiones boscosas, zonas de marismas y alguna que otra zona industrial. Había lugares donde la autopista se convertía en un puente que cruzaba largas cicatrices mineras, o por encima de lagos y ríos. Durante la mayor parte de la distancia no iban a tener más elección que mantenerse en lo que en su tiempo habían sido los carriles centrales de tráfico de la propia autopista, por difícil que resultara hacerlo por entre la interminable sucesión de coches estrellados.

Se mantenían por el borde de la calzada tanto como podían, puesto que la densidad de los restos era menor allí. Cuando miraban las escenas que se ofrecían allá abajo, veían signos de constante caos por todas partes. Casas quemadas. Incendios que aún ardían después de todo este tiempo y que se extendían hasta el horizonte. Pequeñas bandas ocasionales de afligidos refugiados que avanzaban como aturdidos por entre las calles atestadas de restos en aras de alguna desesperanzada migración. A veces un grupo más grande, un millar de personas o más, acampaban juntas en algún lugar abierto, apelotonadas de una forma desolada, como paralizadas, sin apenas moverse, con sus voluntades y energías hechas pedazos.

Siferra señaló una iglesia quemada hasta los cimientos en la cresta de una colina justo al otro lado de la autopista. Un pequeño grupo de personas de aspecto harapiento estaban trepando por sus medio derrumbadas paredes, socavando los bloques que quedaban de piedra gris con palos y palancas, arrancándolos y arrojándolos al patio.

—Parece como si la estuvieran demoliendo —dijo—. ¿Por qué lo hacen?

—Porque odian a los dioses —dijo Theremon—. Les culpan de todo lo que ha ocurrido… ¿Recuerdas el Panteón, la gran Catedral de Todos los Dioses junto al linde del bosque, con los famosos murales de Thamilandi? Lo vi un par de días después del anochecer. Había sido quemado hasta los cimientos…, sólo cascotes, todo destruido, y un sacerdote medio consciente asomando atrapado en medio de un montón de ladrillos. Ahora me doy cuenta de que no fue un accidente que el edificio ardiera. Ese fuego fue iniciado deliberadamente. Y el sacerdote…, vi a un loco matarle allá justo delante de mis ojos, y pensé que era para robarle sus ropas. Pero quizá no. Quizá fue por simple odio.

—Pero los sacerdotes no causaron…

—¿Tan pronto has olvidado a los Apóstoles? ¿A Mondior, diciéndonos desde hacía meses que lo que iba a ocurrir era la venganza de los dioses? Los sacerdotes son la voz de los dioses, ¿no es así, Siferra? Y si nos conducen al mal, de modo que necesitemos ser castigados de esta forma, bueno, entonces los sacerdotes tienen que ser los responsables de la llegada de las Estrellas. O eso pensará la gente.

—¡Los Apóstoles! —dijo con voz sombría Siferra—. Desearía poder olvidarlos. ¿Qué piensas que están haciendo ahora?

Salirse del eclipse bien seguros en su torre, supongo.

—Sí. Deben de haber transcurrido la noche en buena forma, preparados como estaban para ella. ¿Qué fue lo que dijo Altinol? ¿Que ya estaban poniendo en marcha un Gobierno en la parte norte de Ciudad de Saro?

Theremon miró sombrío la devastada iglesia al otro lado de la autopista. Dijo con voz átona:

—Puedo imaginar el tipo de Gobierno que será. Virtud por decreto. Mondior emitiendo nuevos mandamientos de moralidad cada Día de Onos. Todas las formas de placer prohibidas por ley. Ejecuciones públicas semanales de los pecadores. —Escupió al viento—. ¡Por la Oscuridad! Pensar que tuve a Folimun a mi alcance aquella tarde y le dejé escapar, cuando hubiera podido estrangularle fácilmente…

—¡Theremon!

—Lo sé. ¿De qué hubiera servido? ¿Un Apóstol más o menos? Dejemos que viva. Dejemos que establezca su Gobierno y digamos a todo el mundo que sea lo bastante desafortunado como para vivir al norte de Ciudad de Saro lo que tiene que hacer y que pensar. ¿Por qué debería de importarnos? Nos encaminamos al Sur, ¿no? Lo que hagan los Apóstoles no nos afectará. No serán más que otro de los cincuenta gobiernos rivales en discordia, cuando las cosas tengan la oportunidad de asentarse. Uno entre cinco mil, quizá. Cada distrito tendrá su propio dictador, su propio emperador. —La voz de Theremon se ensombreció bruscamente—. Oh. Siferra, Siferra…

Ella cogió su mano. En voz baja dijo:

—Te estás acusando a ti mismo de nuevo, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—Cuando te alteras de este modo… ¡Theremon, te digo que no eres culpable de nada! Esto hubiera ocurrido de todos modos, no importa lo que escribiste o dejaste de escribir en el periódico. ¿Acaso no lo ves? Un hombre solo no hubiera podido cambiar nada. Esto era algo por lo que el mundo estaba destinado a pasar, algo que no podía haberse prevenido, algo…

—¿Destinado? —dijo él secamente—. ¡Qué extraña palabra para oírla de tus labios! La venganza de los dioses, ¿es eso lo que quieres decir?

—No he dicho nada acerca de dioses. Tan sólo quiero decir que Kalgash Dos estaba destinado a llegar, no por los dioses sino simplemente por las leyes de la astronomía, y el eclipse estaba destinado a producirse, y el Anochecer, y las Estrellas…

—Sí —dijo Theremon con voz indiferente—. Supongo que sí.

Siguieron caminando por un trecho de calzada donde se habían detenido pocos coches. Onos se había puesto, y en el cielo estaban los soles vespertinos, Sitha y Tano y Dovim. Un frío viento soplaba del Oeste. Theremon notó que el sordo dolor del hambre crecía en él. Hoy no se habían parado a comer en todo el día. Ahora se detuvieron y acamparon entre dos coches aplastados y prepararon un poco de comida seca de la que habían traído consigo del Refugio.

Pero, pese a lo hambriento que estaba, descubrió que tenía poco apetito, y tuvo que obligarse a tragar la comida bocado a bocado. Los rígidos rostros de los cadáveres le miraban desde los coches cercanos. Mientras caminaban había sido capaz de ignorarlos; pero ahora, sentado allí en lo que en su tiempo había sido la más espléndida autopista de la provincia de Saro, no podía apartar su vista de la mente. Había momentos en los que tenía la sensación de que él mismo los había asesinado.

Prepararon una cama con algunos asientos que habían saltado fuera de los coches que habían colisionado y durmieron muy juntos, un sueño inquieto y entrecortado que no hubiera sido mucho peor si hubieran intentado dormir directamente en el cemento de la calzada.

Durante la tarde les llegaron gritos, roncas risas, el distante sonido de cantos. Theremon despertó una vez y miró por encima del borde de la autopista elevada, y vio distantes fuegos de campaña en un campo allá abajo, quizás a veinte minutos de marcha hacia el Este. ¿Había dormido alguien alguna vez bajo un techo últimamente? ¿O el impacto de las Estrellas había sido tan universal, se preguntó, que toda la población del mundo había abandonado sus casas y hogares para acampar al aire libre como él y Siferra estaban haciendo, bajo la luz familiar de los eternos soles?

Finalmente se adormeció hacia el amanecer. Pero apenas se había quedado dormido cuando apareció Onos, rosa y luego dorado en el Este, extrayéndole de fragmentarios y aterradores sueños.

Siferra ya estaba despierta. Tenía el rostro pálido, los ojos enrojecidos e hinchados.

Theremon esbozó una sonrisa.

—Estás hermosa — le dijo.

—Oh, esto no es nada —respondió ella—. Tendrías que verme cuando no me he lavado en dos semanas.

—Pero yo quería decir…

—Sé lo que querías decir —le interrumpió ella—. Supongo.

Aquel día cubrieron seis kilómetros, y todos fueron difíciles, paso a paso.

—Necesitamos agua —dijo Siferra cuando empezó a alzarse el viento de la tarde—. Tendremos que tomar la próxima rampa de salida que encontremos e intentar hallar un arroyo.

—Sí —dijo él—. Supongo que tendremos que hacerlo.

Theremon no se sentía muy tranquilo acerca de descender. Desde el inicio del viaje habían tenido virtualmente la autopista para ellos solos; y a estas alturas había empezado a sentirse casi como en su casa en ella, de una forma extraña, entre la maraña de vehículos aplastados y convertidos en chatarra. Ahí abajo, en los campos abiertos por donde se movían las bandas de refugiados. Es extraño, pensó, que los llame refugiados, como si yo simplemente estuviera en una especie de vacaciones, no había forma de decir en qué problemas podían meterse.

Pero Siferra tenía razón. Tenían que bajar y encontrar agua. La provisión que habían traído con ellos estaba completamente agotada. Y quizá necesitaran pasar algún tiempo lejos de la infernal e interminable sucesión de coches aplastados y de ver cadáveres antes de reanudar su camino hacia Amgando.

Señaló hacia un indicador a poca distancia frente a ellos.

—Un kilómetro hasta la próxima salida.

—Deberíamos poder llegar allí en una hora.

—En menos —dijo él—. La calzada parece bastante despejada ahí delante. Saldremos de la autopista y haremos lo que tengamos que hacer tan rápido como podamos, y luego será mejor que volvamos aquí arriba para dormir. Es más seguro acostarse fuera de la vista entre un par de estos coches que correr Siferra vio la lógica de aquello. En aquel relativamente despejado tramo de autopista avanzaron con rapidez hacia la cercana rampa de salida, viajando más aprisa de lo que lo habían hecho en cualquiera de sus secciones anteriores. En casi nada de tiempo llegaron al siguiente indicador, el que advertía de que estaban a medio kilómetro de la salida.

Pero entonces su rápido avance se vio bruscamente puesto a prueba. En aquel punto hallaron la calzada bloqueada por un montón tan inmenso de coches aplastados que Theremon temió por un momento que no fueran capaces de cruzarlo.

Debía de haberse producido una serie de realmente monstruosos choques allí, algo terrible incluso bajo los estándares de todo lo que él y Siferra habían visto en la autopista. Dos enormes camiones de transporte parecían hallarse en medio de todo, encajados de frente el uno en el otro como dos enormes bestias peleándose en la jungla; y parecía que docenas de coches se habían empotrado sucesivamente en ellos, dando una voltereta y cayendo sobre aquellos que les seguían, construyendo una gigantesca barrera que alcanzaba de un lado de la calzada hasta el otro y por encima de las protecciones laterales a los márgenes de la autopista. Ventanillas rotas y parachoques doblados, afilados como hojas de afeitar, brotaban por todas partes, y hectáreas de cristales rotos dejaban oír un siniestro tintineo cuando el viento jugueteaba con ellos.

—Por aquí —dijo Theremon—. Creo que veo un camino…, hacia arriba a través de esta abertura, y luego por encima del camión de la izquierda…, no, no, eso no funcionará, tendremos que ir por debajo de…

Siferra fue tras él. Él le mostró el problema —un amontonamiento de coches volcados que les aguardaban al otro lado, como un campo de cuchillos apuntando hacia arriba— y ella asintió. En vez de ello fueron por debajo, un lento, sucio y penoso arrastrarse por entre fragmentos de cristal y charcos de combustible. A medio camino hicieron una pausa para descansar antes de continuar hacia el otro lado del amontonamiento.

Theremon fue el primero en emerger.

—¡Dioses! —murmuró mientras contemplaba con asombro la escena que se abría ante él—. ¿Y ahora qué?

La autopista estaba despejada durante quizá quince metros al otro lado de la gran masa de chatarra. Más allá de ese espacio se alzaba una segunda barrera de lado a lado de la autopista. Ésta, sin embargo, había sido construida deliberadamente…, un montón de portezuelas de coches y ruedas limpiamente apiladas en la calzada hasta una altura de dos a tres metros.

Frente a la barricada, Theremon vio a unas dos docenas de personas que habían instalado un campamento justo en medio de la autopista. Había estado tan enfrascado en salir de entre la maraña de los restos que no había prestado atención a ninguna otra cosa, y así no había oído los sonidos del otro lado. Siferra llegó arrastrándose a su lado. Oyó su jadeo de sorpresa y shock.

—Mantén la mano en tu pistola —le dijo Theremon en voz baja—. Pero no la saques y ni siquiera pienses en intentar usarla. Son demasiados.

Unos cuantos de los desconocidos avanzaban con paso comedido hacia ellos ahora, seis o siete hombres de aspecto musculoso. Theremon, inmóvil, les contempló acercarse. Sabia que no había forma de evitar aquel encuentro…, ninguna esperanza de escapar a través de aquella masa de hierros retorcidos afilados como cuchillos de la que acababan de emerger. Él y Siferra estaban atrapados en aquel claro entre los dos bloqueos.

Todo lo que podían hacer era esperar y ver qué ocurría a continuación, y confiar en que esa gente estuviera razonablemente cuerda.

Un hombre alto, de hombros hundidos y ojos fríos, se acercó sin apresurarse a Theremon hasta detenerse virtualmente nariz contra nariz y dijo:

—Está bien, amigo. Ésta es una estación de Registro. —Puso un énfasis peculiar en la palabra Registro.

—¿Estación de Registro? —repitió Theremon fríamente—. ¿Y qué es lo que estáis registrando?

—No te hagas el listo conmigo o saltarás de cabeza por encima del borde de la autopista. Sabes malditamente bien lo que estamos registrando. No crees problemas.

Hizo un gesto hacia los demás. Se acercaron, palmeando inquisitivos las ropas de Theremon y de Siferra. Theremon apartó furioso aquellas manos.

—Dejadnos pasar —dijo con voz tensa.

—Nadie cruza por aquí sin pasar por el Registro.

—¿Con qué autoridad?

—Con mi autoridad. ¿Te sometes, o tendremos que someterte?

—Theremon… —susurró Siferra, inquieta.

Él le hizo un gesto de que callara. La furia crecía en su interior.

La razón le decía que era una locura intentar resistirse, que les superaban ampliamente en número, que el hombre alto no bromeaba cuando decía que iban a meterse en problemas si se negaban a someterse al registro.

Esa gente no parecía ser exactamente bandidos. Había un cierto aire oficial en las palabras del hombre alto, como si aquello fuese una especie de límite, un control de aduanas quizá. ¿Qué era lo que buscaban? ¿Comida? ¿Armas? ¿Intentarían aquellos hombres arrebatarles las pistolas de aguja? Mejor darles todo lo que llevaban consigo, se dijo, que ser muertos en un intento vano y estúpidamente heroico de mantener su libertad de paso.

Pero, de todos modos, ser manipulados de aquel modo…, ser forzados a someterse en medio de una autopista pública… Y no podían permitirse entregar sus pistolas de aguja ni sus provisiones de comida. Todavía quedaban cientos de kilómetros hasta Amgando.

—Te lo advierto —empezó a decir el hombre alto.

—Y yo te advierto a ti que mantengas tus manos lejos de mí. Soy ciudadano de la República Federal de Saro, y esto es aún una vía de comunicación abierta a todos los ciudadanos, no importa todo lo demás que haya ocurrido. No tienes ninguna autoridad sobre mí.

—Suena como un profesor —dijo uno de los otros hombres con una carcajada—. Haciendo discursos sobre sus derechos y todo lo demás.

El hombre alto se encogió de hombros.

—Ya tenemos a nuestro profesor aquí. No necesitamos ninguno más. Y ya basta de hablar. Agarradlos y pasadlos por Registro. De la cabeza a los pies.

—Sol… tad… me…

Una mano aferró el brazo de Theremon. Lanzó con rapidez su puño hacia arriba y lo clavó en las costillas de alguien. Todo aquello le parecía muy familiar: otra pelea, otra paliza en perspectiva. Pero estaba decidido a luchar. Un instante más tarde alguien le golpeó en pleno rostro y otro hombre lo sujetó por el codo, y oyó a Siferra gritar con furia y miedo. Intentó liberarse, golpeó a alguien de nuevo, fue golpeado otra vez, se inclinó, esquivó, recibió otro doloroso golpe en pleno rostro…

—¡Eh, esperad un momento! —dijo una nueva voz—. ¡Alto! ¡Butella, apártate de ese hombre! ¡Fridnor! ¡Talpin! ¡Soltadle!

Una voz familiar.

Pero, ¿de quién?

Los de la estación de Registro dieron un paso atrás. Theremon, miraba al recién llegado.

Un hombre esbelto, nervudo, de expresión inteligente, que le sonreía mientras sus brillantes ojos le escrutaban intensos desde un rostro manchado de tierra…

Alguien al que conocía, sí.

—¡Beenay!

—¡Theremon! ¡Siferra!

40

En un momento todo había cambiado. Beenay condujo a Theremon y Siferra a un pequeño nido de aspecto sorprendentemente acogedor justo al otro lado del bloqueo: almohadones, cortinas, una hilera de cajas que parecían contener artículos alimenticios. Una esbelta joven estaba tendida allí, con su pierna izquierda envuelta en vendajes. Parecía débil y febril, pero destelló una ligera y débil sonrisa cuando los vio entrar.

—Recuerdas a Raissta 717, ¿verdad, Theremon? —dijo Beenay—. Raissta, ésta es Siferra 89, del Departamento de Arqueología. Te hablé de ella…, de su descubrimiento de anteriores episodios de ciudades quemadas en el remoto pasado. Raissta es mi compañera contractual —aclaró a Siferra.

Theremon se había visto con Raissta unas cuantas veces a lo largo del último par de años, en el transcurso de su amistad con Beenay. Pero eso había sido en otra era, en un mundo que ahora estaba muerto y desvanecido. Apenas pudo reconocerla. La recordaba como una mujer esbelta, de aspecto agradable, siempre bien vestida, muy acicalada, de aspecto extrovertido. Pero ahora…, ¡ahora! Esa delgada, frágil, ojerosa muchacha…, ¡un fantasma de ojos hundidos de la Raissta que había conocido…! ¿Habían transcurrido realmente tan sólo unas pocas semanas desde el Anochecer? De pronto parecía como si hubieran sido años. Parecían eones…, varias eras geológicas atrás…

—Tengo un poco de brandy aquí, Theremon —dijo Beenay.

Theremon abrió mucho los ojos.

—¿Lo dices en serio? ¿Sabes cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que tomé una copa? Qué ironía, Beenay. Tú, el abstemio al que hubo que coaccionar para que tomara el primer sorbo de un Tano Especial…, ¡tienes aquí escondida contigo la última botella de brandy del mundo!

—¿Siferra? —preguntó Beenay.

—Por favor. Sólo un poco.

—Sólo un poco es lo que tenemos —Sirvió tres dedales.

Cuando notó que el brandy empezaba a calentarle, Theremon dijo:

—Beenay, ¿qué ocurre ahí fuera? ¿Este asunto del Registro?

—¿No sabes nada del Registro?

—Ni una palabra.

—¿Dónde has estado desde el Anochecer?.

—En el bosque, la mayor parte del tiempo. Luego Siferra me encontró después de que unos matones me dieran una paliza y me llevó al Refugio de la universidad mientras me recobraba de lo que me habían hecho. Y durante los últimos dos días hemos caminado por esta autopista, con la esperanza de llegar a Amgando.

—¿Así que sabes lo de Amgando?

—Gracias a ti, de una forma indirecta. Me encontré con Sheerin en el bosque. Estuvo en el Refugio inmediatamente después de que tú te fueras, y vio tu nota acerca de Amgando. Me lo dijo a mí, y yo se lo dije a Siferra. Y emprendimos ambos la marcha hacia allí.

—¿Así que fue Sheerin? —murmuró Beenay—. ¿Y dónde está él ahora?

—No ha venido con nosotros. Él y yo nos separamos hace días…, él fue directamente a Amgando por su cuenta, y yo me quedé en Saro para buscar a Siferra. No sé qué puede haberle ocurrido. ¿Crees que podría conseguir otro sorbo de este brandy, Beenay? Si puedes prescindir de él. Y habías empezado a hablarme del Registro.

Beenay sirvió un segundo vasito para Theremon. Miró a Siferra, que negó con la cabeza.

Luego dijo, inquieto:

—Si Sheerin viajaba solo, probablemente se haya encontrado con problemas, a buen seguro muy serios problemas. Ciertamente no ha pasado por este lugar desde que yo estoy aquí, y la Gran Autopista del Sur es la única ruta de salida de Saro que se puede tomar si se quiere llegar a Amgando. Tendremos que enviar un grupo de búsqueda a por él… Y en cuanto al Registro, es una de las nuevas cosas que hace la gente. Esto es una estación de Registro oficial. Hay una al principio de cada provincia por la que pasa la Gran Autopista del Sur.

—Estamos sólo a unos pocos kilómetros de Ciudad de Saro —dijo Theremon—. Esto es aún la provincia de Saro, Beenay.

—Ya no. Todos los antiguos gobiernos provinciales han desaparecido. Lo que queda de Ciudad de Saro ha sido dividida…, he oído que los Apóstoles de la Llama tienen un buen mordisco de ella, en la parte más al norte de la ciudad, y la zona en torno al bosque y la universidad se halla bajo el control de alguien llamado Altinol, que dirige un grupo cuasi militar al que llama la Patrulla Contra el Fuego. Quizás os hayáis tropezado con él.

—Yo fui uno de los oficiales de la Patrulla Contra el Fuego durante unos días —dijo Siferra—. Este pañuelo verde que llevo es el distintivo oficial del cargo.

—Entonces ya sabéis lo que ha pasado. Fragmentación del antiguo sistema…, un millón de mezquinas unidades gubernamentales creciendo como setas por todas partes. Ahora os halláis en la Provincia de la Restauración. Se extiende desde aquí y durante unos once kilómetros a lo largo de la autopista. Cuando lleguéis a la siguiente estación de Registro, estaréis en la Provincia de los Seis Soles. Más allá se halla la Tierra de píos, y luego la Luz del Día, y después de eso…, bueno, olvidadlo. Cambian cada pocos días de todos modos, a medida que la gente se traslada a otros lugares.

—¿Y el Registro? —insistió Theremon.

—La nueva paranoia. Todo el mundo tiene miedo de los pirómanos. ¿Sabes lo que son? Locos que piensan que lo que ocurrió durante el Anochecer fue tremendamente divertido. Van por ahí quemando cosas. Tengo entendido que un tercio de Ciudad de Saro ardió la noche del eclipse, sólo a causa de los locos intentos de la gente presa del pánico por alejar las Estrellas, pero que otro tercio fue destruida después, cuando las Estrellas habían desaparecido hacía mucho. Un mal asunto, sí. De modo que la gente que está con la mente más o menos intacta…, ahora os halláis entre algunos de ellos, por si acaso os lo preguntabais…, esa gente registra a todo el mundo en busca de cosas que puedan iniciar el fuego. Está prohibido poseer cerillas, o encendedores mecánicos, o pistolas de aguja, o cualquier otra cosa capaz de…

—Lo mismo ocurre en las afueras de la ciudad —dijo Siferra—. Ése es el motivo de la existencia de la Patrulla Contra el Fuego. Altinol y su gente se han erigido como las únicas personas en Saro que pueden encender fuego.

—Y yo fui atacado en el bosque mientras intentaba asar un poco de carne para mí —dijo Theremon—. Supongo que eran Registradores también. Me hubieran matado a golpes si Siferra y su Patrulla no llegan en mi rescate en el último momento, casi igual que tú hiciste ahora.

—Bueno —dijo Beenay—, no sé con quién te tropezaste en el bosque. Pero el Registro es un ritual formal aquí abajo para enfrentarse con el mismo problema. Se produce en todas partes, todo el mundo registra a todo el mundo, sin descanso. La sospecha es universal: nadie está exento. Es como una fiebre…, la fiebre del miedo. Sólo pequeñas elites, como la Patrulla Contra el Fuego de Altinol, pueden llevar consigo combustibles. En cada frontera tienes que entregar tus aparatos de producir fuego a las autoridades, al igual que ellos tendrán que hacerlo en su caso. Así que será mejor que dejes esas pistolas de aguja conmigo, Theremon. Nunca llegarás a Amgando con ellas.

—Nunca llegaremos sin ellas —dijo Theremon.

Beenay se encogió de hombros.

—Quizá sí, quizá no. Pero no podrás evitar tener que entregarlas cuando continúes hacia el Sur. La próxima vez que te tropieces con un Registro, ¿sabes?, yo no estaré allí para detener a la fuerza de Registro.

Theremon consideró aquello.

—¿Cómo es que conseguiste que te escucharan, de todos modos? —preguntó—. ¿O acaso eres el jefe del Registro aquí?

—¿El jefe del Registro? —Beenay se echó a reír—. Ni lo sueñes. Pero me respetan. Soy su profesor oficial, ¿sabes? Hay lugares en los que la gente de la universidad es odiada, ¿lo sabías? Las turbas de locos los matan a primera vista porque los locos piensan que fueron los causantes del eclipse y se están preparando para provocar otro. Pero no aquí. Soy considerado útil por mi inteligencia…, puedo componer mensajes diplomáticos a las provincias adyacentes, tengo ideas acerca de cómo reparar cosas rotas y hacer que funcionen de nuevo, incluso puedo explicar por qué la Oscuridad no va a volver y por qué nadie verá de nuevo las Estrellas en otros dos mil años. Les resulta muy consolador oír eso. Así que me he instalado entre ellos. Nos dan de comer y cuidan de Raissta, y yo pienso por ellos. Es una buena relación simbiótica.

—Sheerin me dijo que ibas a Amgando —indicó Theremon.

—Y es cierto —dijo Beenay—. Amgando es el lugar donde la gente como tú y yo deberíamos estar. Pero Raissta y yo nos tropezamos con problemas en el viaje. ¿No me has oído decir que los locos persiguen a la gente de la universidad e intentan matarla? Estuvimos a punto de ser atrapados por un puñado de ellos, cuando nos encaminábamos al Sur por los suburbios en dirección a la autopista. Todos estos barrios del lado sur del bosque se hallan ocupados en la actualidad por locos y salvajes.

—Tropezamos con algunos de ellos —dijo Theremon.

—Entonces ya lo sabes. Nos vimos rodeados por un grupo de ellos. Por la forma como hablamos pudieron decir en seguida que éramos gente educada, y luego alguien me reconoció…, ¡me reconoció, Theremon, de una foto en el periódico, de una de tus columnas, una de las veces que me entrevistaste a raíz del eclipse! Y dijo que yo era del observatorio, que yo era el hombre que había hecho aparecer las Estrellas. —Beenay miró a la nada por unos instantes—. Supongo que estuvimos en un tris de ser colgados de una farola. Pero entonces se produjo una distracción providencial. Apareció otra pandilla, rivales territoriales, supongo, y empezaron a arrojar botellas, a gritar y a agitar cuchillos a nuestro alrededor. Raissta y yo pudimos escabullirnos. Son como niños, los locos…, no pueden mantener sus mentes enfocadas en una sola cosa durante mucho tiempo. Pero, mientras nos arrastrábamos por un estrecho sendero entre dos edificios quemados hasta los cimientos, Raissta se cortó la pierna con un trozo de cristal roto. Y cuando llegamos tan al Sur como esto por la autopista, su herida estaba tan terriblemente infectada que no podía andar.

—Entiendo. —No era extraño que su aspecto fuera tan terrible, pensó Theremon.

—Afortunadamente para nosotros, los guardias fronterizos de la Provincia de la Restauración necesitaban un profesor. Nos aceptaron. Llevamos ya aquí una semana, o quizá diez días. Imagino que Raissta podrá emprender de nuevo la marcha dentro de otra semana si todo va bien, o más probablemente dos. Y entonces haré que el jefe de esta provincia nos libre un pasaporte que nos permita pasar con seguridad por las próximas provincias autopista abajo, al menos, y emprenderemos de nuevo el camino hacia Amgando. Nos alegraría que os quedarais aquí con nosotros hasta entonces, y luego podremos seguir al Sur juntos, si queréis. Por supuesto, será más seguro de esa forma… ¿Quieres algo, Butella?

El hombre alto que había intentado registrar a Theremon en el claro había asomado la cabeza por las cortinas del pequeño refugio de Beenay.

—Acaba de llegar un mensajero, profesor. Trajo algunas noticias de la ciudad, por mediación de la Provincia Imperial. No podemos sacarles mucho sentido.

—Déjame ver —dijo Beenay; adelantó la mano y tomó la hoja de papel doblada que el otro le tendía. Luego, a Theremon—: Los mensajeros van todo el tiempo arriba y abajo entre las distintas nuevas provincias. La Imperial se halla al Norte y al Este de la autopista, y se extiende hasta la propia ciudad. La mayoría de esos Registradores no son demasiado buenos en la lectura. Su exposición a las Estrellas parece que ha dañado sus centros verbales o algo así.

Beenay guardó silencio mientras leía el mensaje. Frunció el ceño, su mirada se ensombreció, curvó los labios en una mueca y murmuró algo acerca de la ortografía de la escritura a mano post Anochecer. Luego, al cabo de un momento, su expresión se ensombreció aún más.

—¡Buen Dios! —exclamó—. De todas las podridas, miserables, terribles…

Su mano temblaba. Alzó la vista hacia Theremon, con los ojos muy abiertos.

—¡Beenay! ¿Qué ocurre?

Sombrío, Beenay dijo:

—Los Apóstoles de la Llama vienen en esa dirección. Han reunido un ejército y tienen intención de avanzar hasta Amgando, eliminando a su paso todos los nuevos pequeños gobiernos provinciales que han ido surgiendo a lo largo de la autopista. Y, cuando lleguen a Amgando, tienen intención de aplastar cualquier cuerpo gubernamental reconstituido que haya tomado forma allá abajo y proclamarse la única fuerza gobernante legalmente autorizada en toda la república.

Theremon sintió que los dedos de Siferra se hundían en su brazo. Se volvió para mirarla y vio el horror en su rostro. Sabía que su propio aspecto no debía de ser muy distinto.

—Vienen… hacia… aquí —dijo lentamente—. Un ejército de Apóstoles.

—Theremon, Sheerin…, tenéis que marcharas de aquí —dijo Beenay—. De inmediato. Si todavía estáis aquí cuando lleguen los Apóstoles, todo estará perdido.

—¿A Amgando, quieres decir? —preguntó Theremon.

—Exacto. Sin perder un minuto. Toda la comunidad universitaria que se hallaba en el Refugio está ahora ahí, y gente de otras universidades, gente erudita de toda la república. Tú y Siferra tenéis que advertirles de que deben dispersarse, rápido. Si se hallan aún en Amgando cuando lleguen los Apóstoles, Mondior conseguirá aplastar de un solo manotazo todo el núcleo de cualquier futuro Gobierno legítimo que este país pueda llegar a tener. Incluso puede ordenar la ejecución en masa de toda la gente universitaria… Mira, os proporcionaré pasaportes para que podáis cruzar sin problemas al menos las siguientes estaciones de Registro. Pero cuando os halléis más allá de nuestra autoridad tendréis que someteros al Registro y dejar que os cojan todo lo que quieran, y luego seguir vuestro camino hacia el Sur. No podéis permitiros el ser distraídos por cosas secundarias como resistiros a los Registros. El grupo de Amgando tiene que ser advertido, Theremon.

—¿Y qué pasa contigo? ¿Vas a quedarte simplemente aquí?

Beenay pareció desconcertado.

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Bueno, cuando los Apóstoles lleguen…

—Cuando los Apóstoles lleguen, harán lo que quieran conmigo. ¿Acaso sugieres que deje a Raissta detrás y corra a Amgando con vosotros?

—Bueno…, no…

—Entonces no tengo otra elección. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo? Me quedaré aquí, con Raissta.

Theremon se dio cuenta de que empezaba a dolerle la cabeza. Apretó las manos contra sus ojos.

—No hay otra forma, Theremon —dijo Siferra.

—Lo sé. Lo sé. Pero, de todos modos, pensar en Mondior y su gente haciendo prisionero a un hombre tan valioso como Beenay…, incluso quizás ejecutándole…

Beenay sonrió y apoyó por un momento su mano en el antebrazo de Theremon.

—¿Quién sabe? Quizá Mondior desee conservar a un par de profesores a su alrededor como animalillos de compañía. De todos modos, lo que me ocurra a mí carece de importancia ahora. Mi lugar está con Raissta. Vuestro lugar está en la autopista…, en dirección a Amgando, tan rápido como podáis. Venid: comed un poco, y os proporcionaré algunos documentos de aspecto oficial. Luego seguid vuestro camino. —Hizo una pausa—. Toma esto. Lo necesitarás también. —Sirvió el resto del brandy, apenas unas gotas, en el vaso vacío de Theremon—. Salud —dijo.

41

En el límite entre las provincias de la Restauración y de los Seis Soles no tuvieron ningún problema para pasar el Registro. Un agente de fronteras que parecía como si hubiera sido un contable o un abogado en el mundo que ya no existía echó simplemente una mirada al pasaporte que Beenay les había redactado, asintió con la cabeza cuando vio la florida inscripción «Beenay 25» al pie, y les hizo seña de que pasaran.

Dos días más tarde, cuando cruzaron de la provincia de los Seis Soles a la de la Tierra de Dios, la cosa no fue tan sencilla. Allá la patrulla de la frontera parecía una pandilla de degolladores, que simplemente hicieron que Theremon y Siferra se echaran a un lado del tramo elevado de la autopista sin siquiera mirar sus papeles. Hubo un largo e inquietante momento mientras Theremon permanecía de pie allí, agitando ante él el pasaporte como alguna especie de varita mágica. Al cabo de un momento la magia pareció funcionar, más o menos.

—¿Eso es un salvoconducto? —preguntó el degollador jefe.

—Un pasaporte, sí. Exención de Registro.

—¿De quién?

—Beenay 25, jefe administrador del Registro de la provincia de la Restauración. Es dos provincias más arriba.

—Sé dónde está la provincia de la Restauración. Léemelo.

—«A quien pueda interesar: Esto es para constatar que los portadores de este documento, Theremon 762 y Siferra 89, son emisarios adecuadamente acreditados de la Patrulla Contra el Fuego de Ciudad de Saro, y están autorizados a…»

—¿La Patrulla Contra el Fuego? ¿Qué es eso?

—La pandilla de Altinol —murmuró otro de los degolladores.

—Ah. —El jefe señaló con la cabeza las pistolas de aguja que Theremon y Siferra llevaban a plena vista en sus caderas—. ¿Así que Altinol desea que se os deje circular por los dominios de otra gente llevando armas que podrían provocar el fuego en todo el distrito?

—Cumplimos una misión urgente cuyo destino final es el parque nacional de Amgando —dijo Siferra—. Es vital que lleguemos allí sanos y salvos. —Se llevó la mano al pañuelo verde en el cuello—. ¿Sabe lo que significa esto? Lo que hacemos es impedir que se inicien los fuegos, no provocarlos. Y si no llegamos a Amgando a tiempo, los Apóstoles de la Llama aparecerán por esta autopista y destruirán todo lo que ustedes están intentando crear.

Aquello no tenía mucho sentido, pensó Theremon. Ir a Amgando, muy al Sur, no iba a salvar de los Apóstoles a las pequeñas repúblicas del extremo norte de la autopista. Pero Siferra había puesto la nota justa de convicción y pasión en sus palabras para conseguir que todo sonara muy significativo, de una manera un tanto confusa.

La respuesta fue silencio, por un momento, mientras el patrullero de la frontera intentaba imaginar de qué le estaban hablando. Luego exhibió un irritado fruncimiento de ceño y una perpleja mirada. Y después, de pronto, casi impetuosamente:

—Está bien. Seguid adelante. Largaos de inmediato de aquí, y no os pongáis de nuevo ante mi vista dentro de la provincia de los Seis Soles o lo lamentaréis. ¡Apóstoles! ¡Amgando!

—Muchas gracias —dijo Theremon, con una educación que casi bordeaba el sarcasmo y que hizo que Siferra le sujetara por el brazo y tirara de él rápidamente lejos del punto de control antes de verse metidos en auténticos problemas.

Pudieron avanzar con rapidez por aquel tramo de la autopista, cubriendo una veintena de kilómetros o más por día, a veces incluso una cantidad superior. Los ciudadanos de las provincias que se hacían llamar de los Seis Soles y de la Tierra de Dios y de la Luz del Día estaban intensamente dedicados a su trabajo de limpiar los restos que cubrían la Gran Autopista del Sur desde el Anochecer. A intervalos regulares se alzaban barricadas de restos —nadie iba a circular de nuevo por la Gran Autopista del Sur conduciendo un coche en mucho, mucho tiempo, pensó Theremon—, pero entre los puntos de control era posible viajar ahora a buen ritmo, sin tener que arrastrarse y trepar por montones de horrible chatarra y cuerpos humanos.

Y los cadáveres eran retirados de la autopista y enterrados también. Poco a poco, las cosas estaban empezando a parecer casi civilizadas de nuevo. Pero no normales. Ni siquiera remotamente normales.

Se veían pocos incendios arder en el interior a los lados de la autopista, pero los pueblos completamente arrasados por el fuego eran visibles a lo largo de todo el camino. Se habían instalado campos de refugiados cada par de kilómetros o así y, mientras caminaban enérgicamente por la calzada elevada, Theremon y Siferra podían mirar hacia abajo y ver a la triste y desconcertada gente de los campamentos moverse con lentitud y sin ningún propósito por ellos como si todos hubieran envejecido cincuenta años en aquella sola y terrible noche.

Las nuevas provincias, se dio cuenta Theremon, eran simplemente hileras de esos campamentos unidos entre sí por la línea recta de la Gran Autopista del Sur. En cada distrito habían emergido los hombres fuertes locales que habían sido capaces de reunir a su alrededor un pequeño dominio, un miserable reino que cubría diez o quince kilómetros de autopista y se extendía quizás un par de kilómetros a ambos lados de la calzada. Lo que se extendía más allá de los límites oriental y occidental de las nuevas provincias era dejado a la imaginación de cada cual. No parecía existir ningún tipo de comunicaciones de radio o televisión.

—¿No había preparado ningún tipo de planes de emergencia? —preguntó Theremon, hablándole más al aire que a Siferra.

Pero fue Siferra quien respondió.

—Lo que predecía Athor era demasiado fantástico para que el Gobierno se lo tomara en serio. Y sería hacerle el juego a Mondior admitir que podía llegar a producirse algo parecido al colapso de la civilización en tan sólo un corto período de Oscuridad, en especial un período de Oscuridad que podía ser predicho de una forma tan específica.

—Pero el eclipse…

—Sí, quizás algunos altos cargos fueron capaces de contemplar los diagramas y creer realmente que iba a producirse un eclipse. Y que como resultado de él habría un período de Oscuridad. Pero, ¿cómo podían anticipar las Estrellas? Las Estrellas no eran más que la fantasía de los Apóstoles de la Llama, ¿recuerdas? Aunque el Gobierno supiera que iba a producirse algo como las Estrellas, nadie podía predecir el impacto que iban a tener.

—Sheerin sí pudo —indicó Theremon.

—Ni siquiera Sheerin. Él no tenía tampoco ningún indicio. La especialidad de Sheerin era la Oscuridad…, no la repentina e impensable luz que llenó de pronto todo el cielo.

—De todos modos —insistió Theremon—, contemplar toda esta devastación a tu alrededor, todo este caos… Uno siente deseos de pensar que era algo innecesario, que de algún modo hubiera podido ser evitado.

—Sin embargo, no fue evitado.

—Mejor que lo sea, la próxima vez.

Siferra se echó a reír.

—La próxima vez será dentro de dos mil cuarenta y nueve años. Espero que podamos dejar a nuestros descendientes algún tipo de advertencia que parezca más plausible para ellos que el Libro de las Revelaciones nos lo pareció a la mayoría de nosotros.

Se volvió y miró aprensivamente, por encima del hombro, a la larga extensión de autopista que habían cubierto en los últimos días de intensa marcha.

Theremon dijo:

—¿Temes ver a los Apóstoles avanzar a la carga contra nosotros a nuestras espaldas?

—¿Acaso tú no? Estamos aún a cientos de kilómetros de Amgando, incluso al ritmo al que estamos yendo últimamente. ¿Qué ocurrirá si nos alcanzan, Theremon?

—No lo harán. Todo un ejército no puede avanzar con la misma rapidez que un par de personas sanas y decididas. Sus medios de transporte no son mejores que los nuestros…, un par de pies por soldado, punto. Y hay todo tipo de consideraciones logísticas que los frenarán.

—Eso supongo.

—Además, ese mensaje decía que los Apóstoles estaban planeando pararse en cada nueva provincia a lo largo del camino para establecer su autoridad. Va a tomarles mucho tiempo anular todos esos pequeños, mezquinos y testarudos reinos. Si no nos encontramos con alguna complicación inesperada, estaremos en Amgando con semanas de anticipación a ellos.

—¿Qué crees que les ocurrirá a Beenay y Raissta? —preguntó Siferra al cabo de un silencio.

—Beenay es un chico listo. Supongo que ideará alguna forma de hacerse útil a Mondior.

—¿Y si no puede?

—Siferra, ¿necesitamos realmente quemar nuestras energías preocupándonos sobre horribles posibilidades respecto a las cuales no podemos hacer ninguna maldita cosa?

—Lo siento —dijo ella secamente—. No me había dado cuenta de que fueras tan susceptible.

—Siferra…

—Olvídalo —dijo ella—. Quizá sea yo la susceptible.

—Todo va a ir bien —dijo Theremon—. Beenay y Raissta no sufrirán ningún daño. Llegaremos a Amgando con tiempo más que suficiente para dar la alarma, Los Apóstoles de la Llama no van a conquistar el mundo.

—Y todo esos cadáveres se levantarán también de entre los muertos. Oh, Theremon, Theremon… —Su voz se quebró.

—Lo sé.

—¿Qué vamos a hacer?

—Caminar aprisa, eso es lo que vamos a hacer. Y no miraremos.

—No. De nada en absoluto —admitió Siferra. Y sonrió, y tomó su mano. Y siguieron caminando en silencio.

Era sorprendente, pensó Theremon, lo rápido que iban, ahora que habían cogido el ritmo. Los primeros días, apenas salir de Ciudad de Saro e iniciar su camino por la parte superior de la autopista llena de restos, el avance había sido lento y sus cuerpos habían protestado amargamente contra los esfuerzos que se les imponían. Pero ahora avanzaban como dos máquinas, perfectamente sintonizadas a su tarea. Las piernas de Siferra eran casi tan largas como las de él, y caminaban lado a lado, con sus músculos actuando eficientemente, sus corazones bombeando con firmeza, sus pulmones expandiéndose y contrayéndose a un ritmo seguro. Paso paso paso. Paso paso paso. Paso paso paso…

Todavía quedaban cientos de kilómetros por recorrer, seguro. Pero no les tomaría demasiado tiempo, no a ese paso.

Otro mes, quizá. Tal vez incluso menos. La calzada estaba casi completamente despejada, allá abajo en las regiones rurales, más allá de los límites de la ciudad. Nunca había habido tanto tráfico aquí como en la parte Norte, y parecía como si muchos de los conductores hubieran sido capaces de salirse sanos y salvos de la autopista mientras las Estrellas brillaban, puesto que corrían menos peligro de ser golpeados por los coches de otros conductores que hubieran perdido el control.

También había menos puntos de control. Las nuevas provincias en estas zonas escasamente pobladas cubrían áreas mucho más grandes que las del Norte, y su gente parecía menos preocupada por cosas tales como el Registro. Theremon y Siferra se vieron sometidos a un serio interrogatorio tan sólo dos veces en los siguientes cinco días. En los demás puntos de control simplemente se les hizo señas de que pasaran sin siquiera tener que mostrar los papeles que Beenay les había proporcionado.

Incluso el tiempo estaba de su lado. Era suave y cálido casi cada día: unas pocas lluvias ligeras y de escasa duración de tanto en tanto, pero nada que causara serios inconvenientes. Podían caminar durante cuatro horas, hacer una pausa para una comida ligera, caminar otras cuatro, comer de nuevo, caminar, detenerse para seis horas o así de sueño —haciendo turnos, uno sentado y vigilando durante unas horas, luego el otro—, y luego levantarse y reemprender la marcha. Como máquinas. Los soles aparecían y desaparecían a su eterno ritmo, ahora Patru y Trey y Dovim, ahora Onos y Sitha y Tano, ahora Onos y Dovim, ahora Trey y Patru, ahora cuatro soles a la vez…, la interminable sucesión, el gran desfile de los cielos. Theremon no tenía la menor idea de cuántos días habían pasado desde que abandonaran el Refugio. La idea en sí de fechas, calendarios, días, semanas, meses…, todo le parecía extraño y arcaico y abrumador, algo salido de un mundo antiguo.

Siferra, tras su momento de temor y aprensión, estaba alegre de nuevo.

Aquello iba a ser sencillísimo. Iban a llegar a Amgando sin ningún problema.

Estaban cruzando un distrito conocido ahora como la Hoya del Manantial…, o quizá se llamara el Jardín del Bosquecillo; habían oído nombres distintos de la gente que habían encontrado a lo largo del camino. Era una región agrícola, abierta y ondulada, y había pocas señales aquí de la infernal devastación que había asolado las regiones urbanizadas: una ocasional granja dañada por el fuego, o una horda de animales de granja al parecer sin cuidar, y eso era con mucho lo peor. El aire era suave y fresco, la luz de los soles brillante y fuerte. De no ser por la ausencia del tráfico de vehículos en la autopista, era posible pensar que no había ocurrido nada extraordinario.

—¿Habremos llegado ya a mitad de camino de Amgando? —preguntó Siferra.

—Todavía no. Hace rato que no vemos ningún indicador, pero supongo que…

Se detuvo de pronto.

—¿Qué ocurre, Theremon?

—Mira. Ahí, a la derecha. A lo largo de la carretera secundaria que avanza desde el Oeste.

Miraron por encima del borde de la autopista. Allá abajo, a unos pocos cientos de metros, una larga hilera de camiones estaba apareada a un lado de la carretera secundaria, allá donde iba a conectar con la autopista. Había un amplio y bullicioso campamento allí: tiendas, un gran fuego de campaña, algunos hombres cortando troncos.

Dos o trescientas personas, quizás. Y todas ellas vistiendo ropajes negros con capucha.

Theremon y Siferra intercambiaron absortas miradas.

—¡Apóstoles! —susurró ella.

—Sí. Agáchate. Sobre manos y rodillas. Escóndete tras la protección.

—Pero, ¿cómo han conseguido llegar tan rápido hasta tan al Sur? ¡La parte superior de la autopista está completamente bloqueada!

Theremon negó con la cabeza.

—No tomaron la autopista. Mira ahí…, tienen camiones que funcionan. Ahí hay otro que llega en este momento. Dioses, parece extraño, ¿no?, ver un vehículo moviéndose realmente. Y oír de nuevo el sonido de un motor después de todo este tiempo. —Se dio cuenta de que empezaba a temblar—. Consiguieron mantener toda una flota de camiones libre de daños, y reservas de combustible. Y evidentemente bajaron desde Saro rodeando la ciudad por el Oeste, siguiendo pequeñas carreteras secundarias. Ahora vienen a coger aquí la autopista, que supongo que debe de estar abierta desde aquí hasta Amgando. Podrán estar allí esta tarde.

—¡Esta tarde! Theremon, ¿qué vamos a hacer?

—No estoy seguro. Supongo que sólo hay una loca posibilidad. ¿Qué ocurriría si fuéramos hasta ahí abajo e intentáramos apoderamos de uno de esos camiones? E ir nosotros también con él hasta Amgando. Aunque sólo llegáramos dos horas antes que los Apóstoles, habría tiempo para que la mayor parte de la gente de Amgando escapara, ¿no?

—Quizá —dijo Siferra—. Pero parece un plan alocado. ¿Cómo podemos robar un camión? En el momento en que nos vean sabrán que no somos Apóstoles y nos cogerán.

—Lo sé. Lo sé. Déjame pensar. —Al cabo de un momento dijo—: Si pudiéramos alejar a un par de ellos a una cierta distancia de los demás, y apoderamos de sus ropas…, dispararles con nuestras pistolas, si es necesario…, entonces, vestidos como ellos, podríamos simplemente caminar hasta uno de los camiones como si tuviéramos todo el derecho del mundo de hacerlo, y subir a él y marchamos hacia la autopista.

—Nos seguirían en menos de dos minutos.

—Quizá. O quizá, si nos mostráramos tranquilos en todo momento, pensaran que lo que hacíamos era algo perfectamente normal, parte de su plan…, y cuando se dieran cuenta de que no era así nosotros ya estaríamos a cien kilómetros autopista adelante. —La miró, ansioso—. ¿Qué dices, Siferra? ¿Qué otra posibilidad tenemos? ¿Seguir hacia Amgando a pie, cuando para nosotros será un viaje de semanas y semanas, y ellos pueden pasarnos delante en un par de horas?

Ella le miraba como si él hubiera perdido la cabeza.

—Reducir a un par de Apóstoles…, robar uno de sus camiones…, marchar a toda prisa hacia Amgando…, oh, Theremon, nunca funcionará. Tú lo sabes.

—Está bien —dijo él bruscamente—. Tú quédate aquí. Intentaré hacerlo solo. Es la única esperanza que nos queda, Siferra.

Se levantó a medias y empezó a deslizarse por el lado de la autopista hacia la rampa de salida que había a un par de cientos de metros más adelante.

—No… Espera, Theremon.

Él volvió la vista hacia ella y sonrió.

—¿Vienes?

—Sí. ¡Oh, esto es una locura!

—Sí —admitió él—. Lo sé. Pero, ¿qué otra cosa podemos hacer?

Ella tenía razón, por supuesto. El plan era una locura. Sin embargo, no había otra alternativa. Evidentemente el informe que había recibido Beenay estaba embarullado: los Apóstoles nunca habían tenido intención de recorrer la Gran Autopista del Sur provincia a provincia, sino que en vez de ello habían partido directamente hacia Amgando en un enorme convoy armado, tomando carreteras secundarias que, aunque no muy directas, estaban al menos abiertas todavía al transporte rodado. Amgando estaba condenado. El mundo caería en manos de la gente de Mondior.

A menos…, a menos…

Nunca se había imaginado a sí mismo como un héroe. Los héroes eran la gente de la que él escribía en su columna…, gente que funcionaba al límite de sus fuerzas bajo circunstancias extremas, realizando extrañas y milagrosas cosas que los individuos ordinarios ni siquiera soñaban en intentar nunca, y mucho menos en llevar a cabo. Y, ahora, ahí estaba en ese mundo extrañamente transformado, hablando osadamente de reducir a unos cultistas encapuchados con su pistola de aguja, hacerse con un camión militar y partir a toda prisa hacia el parque de Amgando para advertir del inminente ataque… Una locura. Una absoluta locura.

Pero quizá funcionara, por el hecho de que era una locura. Nadie esperaría que dos personas aparecieran de la nada en aquel pacífico paraje bucólico y simplemente escaparan con un camión.

Descendieron la rampa de la autopista, con Theremon a una corta distancia a la cabeza. Un campo de plantas excesivamente crecidas cubría la distancia entre ellos y el campamento de los Apóstoles.

—Quizá —susurró—, si nos deslizamos agachados por esta hierba alta de aquí, y un par de Apóstoles aparecen por esta parte por alguna razón, podamos saltar sobre ellos antes de que sepan lo que ocurre.

Se agachó. Echó a andar por entre la hierba. Siferra fue tras él, a su paso.

Diez metros. Veinte. Simplemente sigue andando, con la cabeza gacha, procurando no agitar demasiado la hierba, hasta aquella loma, y luego espera…, espera…

Una voz dijo de pronto, justo detrás de ellos:

—Vaya, ¿qué es lo que tenemos aquí? Un par de serpientes muy peculiares, ¿no?

Theremon se volvió, miró, jadeó.

¡Dioses! ¡Apóstoles, siete u ocho de ellos! ¿De dónde habían salido? ¿Un picnic privado en el campo? ¿Junto al que habían pasado él y Siferra sin siquiera darse cuenta?

—¡Corre! —le gritó a su compañera—. ¡Tú por ese lado…, yo por el otro…!

Se lanzó hacia su izquierda, hacia los pilares que sostenían la autopista. Quizá pudiera ganarles…, desaparecer entre los árboles al otro lado de la autopista…

No. No. Era fuerte y rápido, pero ellos eran más fuertes, más rápidos. Vio que iban a alcanzarle.

—¡Siferra! —aulló—. ¡Sigue corriendo! ¡Sigue… corriendo!

Quizás ella lo había conseguido. Ya no la veía. Los Apóstoles estaban a todo su alrededor. Su mano fue en busca de su pistola de aguja, pero uno de ellos sujetó de inmediato su brazo, y otro lo agarró por la garganta. La pistola fue arrancada de su mano. Una pierna se deslizó entre las suyas, tiró, le hizo trastabillar. Cayó pesadamente, rodó sobre sí mismo, miró hacia arriba. Cinco rostros encapuchados, muy serios, rígidos, le devolvieron la mirada. Uno de los Apóstoles le apuntaba al pecho con su propia pistola.

—Levántate —dijo el Apóstol—. Lentamente. Con las manos arriba.

Theremon se puso torpemente en pie.

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —preguntó el Apóstol.

—Vivo aquí. Mi esposa y yo estábamos tomando un atajo a través de estos campos, de vuelta a casa…

—La granja más cercana está a ocho kilómetros. Un atajo muy largo. —El Apóstol hizo un gesto con la cabeza hacia el campamento—. Ven con nosotros. Folimun querrá hablar contigo.

—¡Folimun!

Así que había sobrevivido después de todo a la noche del eclipse. ¡Y estaba a cargo de la expedición contra Amgando!

Theremon miró a su alrededor. No había la menor señal de Siferra. Esperó que hubiera vuelto a la autopista y se encaminara hacia Amgando tan rápido como pudiera. Una débil esperanza, pero la única que le quedaba.

Los Apóstoles le condujeron hacia el campamento. Era una extraña sensación hallarse entre tantas figuras encapuchadas. Nadie le prestó especial atención, sin embargo, mientras sus captores le empujaban hacia la más grande de las tiendas.

Folimun estaba sentado en un banco en la parte de atrás de la tienda, examinando un fajo de papeles. Volvió sus helados ojos azules hacia Theremon, y su delgado y afilado rostro se ablandó por un instante cuando una sonrisa de sorpresa lo cruzó.

—¿Theremon? ¿Usted aquí? ¿Qué está haciendo…, cubriendo la información para el Crónica?

—Viajo al Sur, Folimun. Me he tomado unas pequeñas vacaciones, puesto que las cosas están un poco inestables allá en la ciudad. ¿Le importaría decirles a esos matones suyos que me suelten?

—Soltadle —dijo Folimun—. ¿Adónde se dirige exactamente?

—Eso no le importa.

—Déjeme que yo juzgue eso. Va a Amgando, ¿verdad? ¿Theremon?

Theremon ofreció al cultista una fría mirada.

—No veo ninguna razón por la que deba decirle nada.

—¿Después de todo lo que yo le dije a usted, cuando me entrevistó?

—Muy divertido.

—Quiero saber adónde se dirige, Theremon.

Entretenle, pensó Theremon. Entretenle durante tanto como puedas.

—Declino responder a esa pregunta, o a ninguna otra que pueda hacerme. Discutiré mis intenciones sólo con Mondior en persona —dijo con tono firme y decidido.

Folimun no respondió por un momento. Luego sonrió de nuevo, un rápido destello que apareció y desapareció. Y después, de pronto, inesperadamente, estalló en auténticas carcajadas.

—¿Mondior? —dijo, sus ojos brillaron regocijados—. No existe ningún Mondior, amigo mío. Nunca ha existido.

42

Le resultó difícil a Siferra creer que había conseguido realmente escapar. Pero eso era lo que parecía. La mayoría de los Apóstoles que les habían sorprendido en el campo habían ido tras Theremon. Al mirar una vez hacia atrás les vio rodeándole como una jauría de perros en torno a su presa. Lo habían derribado; seguramente había sido capturado.

Sólo dos de los Apóstoles la habían perseguido a ella. Siferra había golpeado a uno en el rostro, duramente, con la parte plana de su mano al extremo de su brazo rígidamente extendido, y a la velocidad a la que corría el impacto lo arrojó de espaldas al suelo. El otro era gordo y torpe y lento; en unos momentos Siferra lo hubo dejado atrás.

Regresó por el camino por el que Theremon y ella habían venido, hacia la autopista elevada. Pero no parecía prudente subir a ella. La autopista era demasiado fácil de bloquear, y no había ninguna forma segura de bajar de ella excepto por las rampas de salida. Sería meterse en una trampa si subía allí. Y, aunque no hubiera bloqueos allá delante, sería muy sencillo para los Apóstoles ir tras ella en sus camiones y atraparla un par o tres de kilómetros más allá.

No, lo que había que hacer era correr a los bosques del otro extremo de la autopista. Los camiones de los Apóstoles no podrían seguirla allí. Le sería fácil perderse entre aquellos arbustos bajos y ocultarse allí para pensar su próximo movimiento.

¿Y cuál sería ése?, pensó.

Tenía que admitir que la idea de Theremon, por alocada que fuera, seguía siendo su única esperanza: robar de algún modo un camión, ir con él hasta Amgando y dar la alarma antes de que los Apóstoles pudieran poner de nuevo en movimiento su ejército.

Pero Siferra sabía que no había ni la más remota posibilidad de que pudiera simplemente acercarse de puntillas a un camión vacío, subir a él y alejarse del campamento. Los Apóstoles no eran tan estúpidos como eso. Tendría que ordenar a uno de ellos a punta de pistola que pusiera en marcha el camión por ella y le entregara los controles. Y eso implicaba llevar a cabo la complicada maniobra de intentar coger por sorpresa a algún Apóstol extraviado, ponerse sus ropas, deslizarse dentro del campamento, localizar a alguien que pudiera abrir uno de los camiones para ella…

Se sintió desanimada. Era todo tan implausible. Igual podía tomar en consideración intentar rescatar a Theremon ya que estaba puesta…, entrar en el campamento con su pistola de aguja llameando, tomar rehenes, pedir su inmediata liberación…, oh, era una absoluta locura, un sueño estúpidamente melodramático, una torpe maniobra surgida de algún libro de aventuras barato para niños…

Pero, ¿qué haré? ¿Qué haré?

Se acurrucó en medio de un grupo de arbolillos muy apretados de largas hojas plumosas y aguardó a que pasara el tiempo. Los Apóstoles no dieron ningún signo de levantar el campamento: todavía podía ver el humo de su fogata contra el cielo del atardecer, y sus camiones aún estaban apareados donde habían estado antes a lo largo de la carretera.

La tarde iba avanzando. Onos había desaparecido del cielo. Dovim flotaba sobre el horizonte. Los únicos soles sobre su cabeza eran sus menos favoritos, los tristes y apagados Tano y Sitha, que arrojaban su fría luz desde su distante lugar en el borde del universo. O lo que la gente había creído que era el borde del universo, en aquellos lejanos e inocentes días antes de que aparecieran las Estrellas y les revelaran lo inmenso que era en realidad el universo.

Las horas transcurrieron interminables. Ninguna solución a la situación tenía sentido para ella. Amgando parecía perdido, a menos que alguien más hubiera conseguido hacerles llegar una advertencia…, ciertamente no había forma alguna en la que ellos pudieran adelantarse a los Apóstoles. Rescatar a Theremon era una idea absurda. Sus posibilidades de apoderarse de un camión y llegar ella sola a Amgando eran sólo ligeramente menos ridículas.

¿Qué entonces? ¿Quedarse simplemente sentada y mirar mientras los Apóstoles tomaban el mando de todo?

Parecía no haber otra alternativa.

En un punto durante la tarde pensó que el único camino que le quedaba abierto era entrar caminando al campamento de los Apóstoles, rendirse, y pedir ser encerrada junto a Theremon. Al menos estarían juntos. Le sorprendió lo mucho que le echaba en falta. No se habían separado ni un momento desde hacía semanas, ella que nunca había vivido con un hombre en toda su vida. Y, durante todo el largo viaje desde Ciudad de Saro, aunque habían discutido alguna que otra vez, incluso se habían peleado un poco, nunca se había sentido cansada de estar con él. Ni una sola vez. Había parecido lo más natural en el mundo para los dos el estar juntos. Y ahora ella estaba sola de nuevo.

Adelante, se dijo a sí misma. Entrégate. Al fin y al cabo, todo está perdido, ¿no?

Se hizo más oscuro. Las nubes velaron la helada luz de Sitha y Tano, y el cielo se volvió tan penumbroso que medio esperó que reaparecieran las Estrellas.

Adelante, se dijo con amargura. Salid y brillad. Conducid a todo el mundo a la locura de nuevo. ¿Qué daño puede hacer? El mundo sólo puede ser aplastado una vez, y eso ya se ha hecho.

Pero las Estrellas, por supuesto, no aparecieron. Velados como estaban, Tano y Sitha arrojaban sin embargo suficiente luz como para enmascarar el resplandor de esos distantes puntos de misterioso brillo. Y, a medida que transcurrían las horas, Siferra se dio cuenta de que su humor cambiaba por completo, de un derrotismo total a una nueva sensación de casi temeraria esperanza.

Cuando todo está perdido, se dijo a sí misma, no queda nada que perder. Bajo el mando de la penumbra vespertina se deslizaría al interior del campamento de los Apóstoles y —de algún modo, de algún modo— se apoderaría de uno de sus camiones. Y rescataría a Theremon también, si podía arreglarlo. ¡Y, luego, hacia Amgando! Cuando Onos se alzara en el cielo mañana estaría allá, entre sus amigos de la universidad, con tiempo más que suficiente para hacerles saber que tenían que dispersarse antes de que llegara el ejército enemigo.

De acuerdo, pensó. Adelante.

Lentamente…, lentamente…, con más cautela que antes, sólo por si había centinelas ocultos entre la hierba…

Fuera del bosque. Un momento de inseguridad allí: se sintió tremendamente vulnerable, ahora que había abandonado detrás la seguridad de sus densos arbustos. Pero la penumbra seguía protegiéndola. Ahora a través del espacio despejado que conducía del bosque a la autopista elevada. Bajo las grandes patas de metal de la calzada y por el descuidado campo donde ella y Theremon habían sido sorprendidos aquella tarde.

Ahora agacharse y deslizarse con precaución, de la misma forma que lo habían hecho antes. Cruzar de nuevo el campo…, mirando hacia uno y otro lado, buscando centinelas que pudieran estar de guardia en el perímetro del campamento de los Apóstoles…

Llevaba la pistola de aguja en la mano, ajustada al mínimo de apertura, el más fino, enfocado y mortífero haz que podía producir el arma. Si alguien caía sobre ella ahora, mucho peor para él. Había demasiado en juego para preocuparse por detalles de moralidad civilizada. Mientras aún tenía la cabeza medio pedida había matado a Balik en el laboratorio de arqueología, sin pretenderlo, pero ahora estaba muerto de todos modos; y, un poco para su sorpresa, se halló completamente dispuesta a matar de nuevo, esta vez intencionadamente, si las circunstancias lo requerían. Lo más importante era conseguir un vehículo y salir de allí y llevar la noticia de la aproximación de los Apóstoles a Amgando. Todo lo demás, Incluidas las consideraciones de moralidad, era secundario. Todo. Esto era la guerra.

Hacia delante. La cabeza gacha, los ojos alzados, el cuerpo inclinado. Ahora estaba tan sólo a unas pocas docenas de metros del campamento.

Todo estaba muy silencioso allí. Probablemente la mayoría de sus ocupantes estaban dormidos. Siferra creyó divisar en el lodoso grosor a un par de figuras al otro extremo de la fogata principal, aunque el humo que se alzaba de ella hacía difícil estar segura. Lo que tenía que hacer, pensó, era deslizarse a las sombras profundas detrás de uno de los camiones y lanzar una piedra contra un árbol a una cierta distancia. Los centinelas irían probablemente a investigar; y si se separaban para hacerlo, ella podría deslizarse detrás de uno, clavar la pistola en su espalda, advertirle que se mantuviera quieto y en silencio, hacer que se despojara de sus ropas…

No, pensó. Nada de advertirle. Sólo dispararle, rápidamente, y tomar sus ropas, antes de que pudiera dar la alarma. Después de todo, eran Apóstoles. Fanáticos.

Su repentina sangre fría la sorprendió…

Adelante. Adelante. Estaba casi junto al camión más cercano ahora. En la oscuridad al lado opuesto del campamento. ¿Dónde había una piedra? Aquí. Sí, ésta serviría. Pasar la pistola a la mano izquierda por un momento. Ahora, arrojar la piedra contra ese gran árbol de ahí…

Alzó la mano para efectuar el lanzamiento. Y en aquel momento sintió que una mano sujetaba su muñeca izquierda desde atrás y un poderoso brazo se cerraba en torno a su garganta.

¡Atrapada!

El shock y el ultraje, y una sacudida de enloquecedora frustración, la recorrieron de pies a cabeza. Furiosa, lanzó su pie hacia atrás, con todas sus fuerzas, y alcanzó algo. Oyó un gruñido de dolor. No lo suficiente para soltar la presa, sin embargo. Se retorció a medias y pateó de nuevo, e intentó al mismo tiempo pasar la pistola de aguja de su mano izquierda a la derecha.

Pero su asaltante tiró de su mano izquierda hacia arriba en un corto, seco y doloroso gesto que la aturdió y envió el arma fuera de su mano. El otro brazo, el que apretaba su garganta, se tensó con una estrangulante intensidad. Siferra jadeó y tosió. ¡Por la Oscuridad! ¡De todas las estupideces, dejar que alguien se acercara subrepticiamente hasta ella mientras se acercaba subrepticiamente hasta ellos!

Las lágrimas de rabia ardieron en sus mejillas. Pateó furiosa hacia atrás de nuevo, y luego otra vez.

—Tranquila —susurró una voz profunda—. Puedes hacerme daño, Siferra.

—¿Theremon? —dijo Siferra, aturdida.

—¿Quién te pensabas que era? ¿Mondior?

La presión sobre su garganta se relajó. La mano que aferraba su muñeca soltó su presa. Ella dio un par de tambaleantes pasos hacia delante, luchando por recobrar el aliento. Luego, aturdida por la confusión, giró en redondo para mirarle.

—¿Cómo conseguiste liberarte? —preguntó.

Él sonrió.

—Fue un milagro sagrado. Un milagro absolutamente sagrado. Te estuve observando todo el tiempo, desde que saliste del bosque. Fuiste muy buena, debo admitirlo. Pero estabas tan concentrada en llegar hasta aquí sin ser descubierta que no me viste trazar un círculo alrededor tuyo hasta situarme detrás de ti.

—Gracias a los dioses que eras tú, Theremon. Aunque me hayas dado el susto de mi vida cuando me agarraste. Pero…, ¿por qué te quedas aquí inmóvil? Rápido, cojamos uno de estos camiones y salgamos de aquí antes de que nos vean.

—No —dijo él—. El plan ya no es ése.

Ella le dirigió una mirada inexpresiva.

—No entiendo.

—Lo harás. —Ante su asombro, dio unas palmadas y llamó en voz alta—: ¡Por aquí, amigos! ¡Aquí está!

—¡Theremon! ¿Acaso te has vuelto lo…?

El haz de una linterna la golpeó en pleno rostro con un impacto casi tan devastador como el de las Estrellas. Permaneció allí de pie, cegada, agitando la cabeza, asombrada y consternada. Había figuras moviéndose a todo su alrededor, pero transcurrió otro momento antes de que sus ojos se adaptaran lo suficiente a la repentina claridad para distinguirlas.

Apóstoles. Media docena de ellos.

Miró acusadora a Theremon. Éste parecía tranquilo y muy complacido consigo mismo. Su aturdida mente apenas podía empezar a aceptar la idea de que la había traicionado.

Cuando intentó hablar, tan sólo secos monosílabos brotaron de su boca:

—¿Por… qué… yo…?

Theremon sonrió.

—Ven conmigo, Siferra. Quiero que conozcas a alguien.

43

—No hay realmente ninguna necesidad de que me mire con esos ojos furiosos, doctora Siferra —dijo Folimun—. Puede que le cueste creerlo, pero está usted entre amigos aquí.

—¿Amigos? Usted debe de pensar que soy una mujer muy crédula.

—En absoluto. Antes al contrario.

—Invade usted mi laboratorio y roba inapreciable material de investigación. Ordena a sus hordas que conviertan a unos seguidores supersticiosos en locos asesinos y les hace invadir el observatorio y destruir el equipo con el que los astrónomos de la universidad están intentando realizar una investigación única y esencial. Ahora hipnotiza a Theremon para que haga su voluntad, y le envía a que me capture y me entregue a usted como prisionera. ¿Y luego me dice que estoy entre amigos?

—Yo no he sido hipnotizado, Siferra —dijo Theremon en voz baja—. Y tú no eres ninguna prisionera.

—Por supuesto que no. Y esto no es más que un mal sueño: el Anochecer, los fuegos, el colapso de la civilización, todo. Dentro de una hora despertaré en mi apartamento de Ciudad de Saro y todo será exactamente igual que cuando me fui a dormir.

Theremon, de pie frente a ella en medio de la tienda de Folimun, pensó que nunca había estado tan hermosa como en este momento. Sus ojos eran luminosos por la furia. Su piel parecía resplandecer. Había un aura de intensamente enfocada energía en torno a ella que consideraba irresistible.

Pero éste no era el momento de decirle nada de aquello.

—Por robar sus tablillas, doctora Siferra, no puedo hacer otra cosa más que ofrecerle mis disculpas —dijo Folimun—. Fue un desvergonzado acto de latrocinio, que le aseguro que nunca lo hubiera autorizado de no haberlo hecho usted necesario.

—¿Que yo lo hice…?

—Exacto. Insistió usted en mantenerlas en su posesión…, en situar esas inapreciables reliquias de un ciclo anterior en peligro en unos momentos en los que el caos estaba a punto de desencadenarse y, por todo lo que usted misma sabía, los edificios de la universidad iban a resultar destruidos hasta el último ladrillo. Consideramos esencial que fueran trasladadas a un lugar seguro, es decir, que pasaran a nuestras manos, y puesto que usted no lo autorizó nos vimos obligados a tomarlas sin su permiso.

—Yo hallé esas tablillas. Ustedes nunca hubieran sabido que existían si yo no las hubiera desenterrado.

—Lo cual no tiene nada que ver con lo que estamos hablando —dijo Folimun con voz suave—. Una vez las tablillas fueron descubiertas, se convirtieron en algo vital para nuestras necesidades…, para las necesidades de la Humanidad. Creímos que el futuro de Kalgash era más importante que los intereses de su propietario personal en el caso de sus artefactos. Como puede ver usted, hemos traducido completamente las tablillas ahora, haciendo uso del antiguo material textual que se hallaba ya a nuestra disposición, y han añadido muchos elementos nuevos a nuestra comprensión de los extraordinarios desafíos a los que la vida civilizada de Kalgash debe enfrentarse periódicamente. Las traducciones del doctor Mudrin eran, por desgracia, muy superficiales. Pero las tablillas proporcionan una versión exacta y convincente, no corrompida por siglos de alteraciones y errores textuales como las crónicas que nos han llegado bajo el nombre del Libro de las Revelaciones. El Libro de las Revelaciones, debo confesarlo, está lleno de misticismo y metáfora, adoptados con fines propagandísticos. Las tablillas de Thombo son relatos históricos directos de dos advenimientos de las Estrellas distintos que se remontan a hace miles de años, y de los intentos hechos por los sacerdotes de aquel tiempo de advertir a la población de lo que iba a ocurrir. Ahora podemos demostrar que, a lo largo de la historia y prehistoria de Kalgash, pequeños grupos de gente dedicada ha luchado una y otra vez por preparar al mundo para la disrupción que cae repetidamente sobre él. Los métodos que usaron, evidentemente, eran insuficientes para el problema. Ahora, al fin, ayudados como estamos por el conocimiento de los pasados errores, seremos capaces de ahorrar a Kalgash otra crisis devastadora cuando el actual Año de Gracia llegue a su fin dentro de dos mil años.

Siferra se volvió hacia Theremon.

—¡Qué pagado de sí mismo suena! ¡Justificando su robo de mis tablillas y diciéndome que les permitirán instaurar una dictadura teocrática mucho más eficiente de lo que esperaban! Theremon, Theremon, ¿por qué me has vendido de ese modo? ¿Por qué nos has vendido a todos? A estas alturas hubiéramos podido estar a medio camino de Amgando, si tan sólo…

—Estarán en Amgando mañana por la tarde, doctora Siferra, se lo aseguro. Todos estaremos en Amgando mañana por la tarde.

—¿Y cómo piensa hacerlo? —preguntó Siferra acaloradamente—. ¿Encadenándome a la parte de atrás de su ejército conquistador? ¿Atándome y haciéndome caminar por el polvo detrás del carro de Mondior?

El Apóstol suspiró.

—Por favor, Theremon, explíqueselo usted.

—No —dijo ella. Sus ojos llameaban—. ¡No quiero oír las cosas que este maníaco te ha puesto en la cabeza, mi pobre esbirro de cerebro lavado! ¡No quiero oír nada de ninguno de los dos! Quiero estar sola. Haga que me encierren, si quiere. O suélteme, si le apetece. Ya no puedo hacerle ningún daño, ¿verdad? ¿Una mujer contra todo un ejército? ¡Ni siquiera puedo cruzar un campo sin tener a alguien sorprendiéndome por la espalda!

Theremon, consternado, adelantó una mano hacia ella.

—¡No! ¡Mantente alejado de mí! ¡Me repugnas! Pero no es culpa tuya, ¿verdad? Le han hecho algo a tu mente. Y ahora me lo harán a mí, ¿no es así, Folimun? Me convertirán en una pequeña muñeca obediente. Bueno, déjeme pedirle sólo este favor. No me obligue a llevar el hábito de Apóstol. No puedo soportar la idea de caminar por ahí metida en una de esas ridículas cosas. Lléveseme mi alma si tiene que hacerlo, pero déjeme vestir como yo quiera, ¿de acuerdo? ¿De acuerdo, Folimun?

El Apóstol rió débilmente.

—Quizá sería mejor si les dejara a los dos a solas. Veo que no vamos a conseguir nada mientras yo forme parte de la conversación.

—No, maldita sea —exclamó Siferra—, no quiero quedarme a solas con…

Pero Folimun ya se había levantado y salía rápidamente de la tienda.

Theremon se volvió hacia Siferra, que había retrocedido alejándose de él como si llevara encima el estigma de la plaga.

—No estoy hipnotizado, Siferra —dijo Theremon con voz suave—. No le han hecho nada a mi mente.

—Por supuesto, tú siempre dirás eso.

—Es la verdad. Te lo demostraré.

Ella le miró recelosa, con frialdad, sin responder nada. Al cabo de un momento él dijo, en voz muy baja:

—Siferra, te quiero.

—¿Cuánto tiempo han necesitado los Apóstoles para programar esa frase en ti? —preguntó ella.

Él frunció el ceño, dolido.

—No. No. Lo digo en serio, Siferra. No intentaré decirte que nunca he dicho esas palabras a nadie antes. Pero ésta es la primera vez que las digo seriamente.

—La más vieja frase del libro —dijo Siferra desdeñosamente.

—Supongo que me merezco eso. Theremon el hombre de las damas. Theremon el seductor de la ciudad. Está bien, de acuerdo. Olvida que lo he dicho. No. No. Hablo en serio, Siferra. Viajar contigo estas últimas, semanas, estar contigo por la mañana y al mediodía y por la tarde…, no ha habido ni un momento en el que no te haya mirado y haya pensado para mí mismo: Ésta es la mujer a la que he estado aguardando todos estos años. Ésta es la mujer que jamás me atreví a imaginar que podía llegar a encontrar.

—Muy emocionante, Theremon. Y la mejor forma que puedes encontrar para demostrar tu amor es agarrarme por detrás, romperme prácticamente el brazo en el proceso, y entregarme a Mondior. ¿Correcto?

—Mondior no existe, Siferra. No hay tal persona.

Por un instante vio el parpadeo de sorpresa y curiosidad que atravesó su hostilidad.

—¿Qué?

—No es mas que una construcción mítica conveniente, ensamblada a partir de síntesis electrónicas para hacer discursos por televisión. Nadie ha celebrado una audiencia con él, ¿no? Nunca ha sido visto en público. Folimun lo inventó como un portavoz público. Puesto que Mondior nunca aparece en público, puede estar en la televisión en cinco países distintos a la vez, por todo el mundo…, nadie puede estar nunca seguro de dónde está realmente, y así puede ser mostrado simultáneamente. Folimun es la auténtica cabeza de los Apóstoles de la Llama. Simplemente se esconde tras el papel de relaciones públicas. De hecho él da todas las órdenes, como lo ha estado haciendo durante los últimos diez años. Antes de él había alguien llamado Bazret, que ahora está muerto. Bazret fue quien inventó a Mondior, pero Folimun es quien lo llevó a su actual eminencia.

—¿Folimun te contó todo esto?

—Me contó algo, sí. Adiviné el resto, y él me lo confirmó. Me mostrará el aparato de Mondior cuando volvamos a Ciudad de Saro. Los Apóstoles planean restablecer las transmisiones de televisión en otras pocas semanas.

—Está bien —dijo Siferra secamente—. El descubrimiento de que Mondior es una farsa te abrumó tanto con su artera habilidad que decidiste de inmediato que tenías que unirte absolutamente a Folimun. Y tu primera misión fue entregarme a mí. Así que acechaste por los alrededores en mi busca, y me cogiste por sorpresa, y así te aseguraste de que la gente allá en Amgando caerá también bajo las garras de Folimun. Un buen trabajo, Theremon.

—Folimun se encamina a Amgando, sí —dijo Theremon—. Pero no tiene intención de hacer ningún daño a los que se han congregado allí. Desea ofrecerles puestos en el nuevo Gobierno.

—Dios altísimo, Theremon, no creerás…

—Sí. ¡Sí, Siferra! —Theremon adelantó las manos, con los dedos muy abiertos, en un gesto agitado—. Puede que yo sea un mero periodista ordinario, pero al menos admite que no soy estúpido. Veinte años en el negocio del periodismo me han convertido en un excelente juez del carácter de las personas, al menos. Folimun me impresionó de una forma extraña desde la primera vez que lo conocí. Me pareció algo muy distinto a un loco, algo completamente opuesto: muy complejo, astuto, agudo. Y he estado hablando con él durante las últimas ocho horas. Nadie ha dormido aquí esta tarde. Ha puesto al desnudo todo su plan. Me ha mostrado el esquema completo. ¿Aceptarás, como premisa de discusión, que es posible que yo sea capaz de conseguir una lectura psicológica bastante acertada de una persona durante el transcurso de una conversación de ocho horas?

—Bueno… —dijo ella a regañadientes.

—O bien es completamente sincero, Siferra, o es el mejor actor del mundo.

—Puede ser ambas cosas. Eso sigue sin convertirle en alguien en quien deseemos confiar.

—Quizá no. Pero yo lo hago. Ahora.

—Adelante.

—Folimun es un hombre totalmente desapasionado, casi monstruosamente racional, que cree que lo único que tiene auténtica importancia es la supervivencia de la civilización. Debido a que ha tenido acceso, a través de su antiquísimo culto religioso, a registros históricos de ciclos anteriores, sabe desde hace muchos años lo que todos los demás acabamos de aprender de la forma más dura posible: que Kalgash está condenado a tener una visión de las Estrellas una vez cada dos mil años, y que esta visión es tan abrumadora que hace pedazos las mentes ordinarias y causa incluso a las más fuertes trastornos que pueden durar días o semanas. Está dispuesto a dejarte ver todos sus antiguos documentos, por cierto, cuando regresemos a Ciudad de Saro.

—Ciudad de Saro ha sido destruida.

—No la parte controlada por los Apóstoles. Se aseguraron condenadamente bien de que nadie encendiera ningún fuego dentro de un kilómetro de los límites de su ciudad por todos lados.

—Muy eficiente por su parte —dijo Siferra.

—Son gente eficiente. Está bien: Folimun sabe que en una época de locura total la mejor esperanza de mantener las cosas más o menos unidas es un totalitarismo religioso. Tú y yo podemos creer que los dioses son sólo viejas fábulas, Siferra, pero hay millones y millones de personas ahí fuera, lo creas o no, que tienen una visión muy distinta del asunto. Ya empiezan a sentirse inquietos acerca de haber hecho cosas que ellos consideran pecaminosas, por miedo de que los dioses les castiguen. Y ahora tienen un absoluto temor a los dioses. Creen que las Estrellas pueden volver mañana, o pasado mañana, y terminar el trabajo… Y bueno, aquí están los Apóstoles, que afirman tener una línea directa a los dioses y poseen todo tipo de pasajes sagrados que lo demuestran. Se hallan en mejor posición para establecer un Gobierno mundial que Altinol, o los pequeños señores provinciales, o los fugitivos restos de los anteriores Gobiernos, o cualquier otro. Son la mejor esperanza que tenemos.

—Estás hablando en serio —dijo Siferra, maravillada—. Folimun no te ha hipnotizado, Theremon. Has conseguido hacerlo tú mismo.

—Mira —dijo él—. Folimun ha estado trabajando toda su vida hacia este momento, porque sabía que ésta es la generación de Apóstoles sobre la que recaerá la responsabilidad de garantizar la supervivencia. Ha elaborado todo tipo de planes. Ha iniciado ya la acción de establecer control sobre enormes territorios al norte y al oeste de Ciudad de Saro, y a continuación va a hacerse cargo de las nuevas provincias a lo largo de la Gran Autopista del Sur.

—Y establecerá una dictadura teocrática que empezará su reinado ejecutando a todos los universitarios ateos, cínicos y materialistas como Beenay y Sheerin y yo.

—Sheerin ya está muerto. Folimun me dijo que su gente halló su cuerpo en una casa en ruinas. Al parecer fue muerto hace algunas semanas por una pandilla de locos antiintelectuales.

Siferra apartó la vista, incapaz por un momento de sostener la mirada de Theremon. Luego le miró más furiosa que antes y dijo:

—Y aquí estamos. Primero Folimun envía a sus esbirros a destruir el observatorio: Athor también resultó muerto, ¿verdad…?, luego elimina al pobre e inofensivo Sheerin. Y ahora todo el resto de nosotros seremos…

—Él intentaba proteger a la gente del observatorio, Siferra.

—No lo hizo demasiado bien, ¿no crees?

—Las cosas se le escaparon de las manos. Lo que deseaba hacer era rescatar a todos los científicos antes de que empezaran los tumultos…, pero, debido a que actuaba bajo el disfraz de un fanático de ojos alocados, no tenía forma de persuadirles de que oyeran lo que les estaba ofreciendo, que era proporcionarles un salvoconducto al Refugio de los Apóstoles.

—Después de que hubieran destruido el observatorio.

—Ésa no era tampoco su primera elección. Pero el mundo estaba loco aquella noche. Las cosas no siempre fueron de acuerdo con lo que había planeado.

—Eres muy bueno excusándole, Theremon.

—Quizá sí. De todos modos, escúchame. Quiere trabajar con la gente superviviente de la universidad, y con los demás cuerdos e inteligentes que se han reunido en Amgando, para reconstruir el acervo de conocimientos de la Humanidad. Él, o más bien el supuesto Mondior, estarán a cargo del Gobierno. Los Apóstoles mantendrán pacífico al populacho inestable y movido por las supersticiones, a través de la dominación religiosa, al menos durante una o dos generaciones. Mientras tanto, la gente de la universidad ayudará a los Apóstoles a reunir y codificar todo el conocimiento que hayan conseguido salvar, y juntos guiarán al mundo de vuelta a un estado racional…, como ocurrió tantas veces antes. Pero esta vez, quizá, serán capaces de iniciar los preparativos para el próximo eclipse un centenar de años o así por anticipado, y eludir lo peor del cataclismo, la locura de masas, los fuegos, la devastación universal.

—¿Y tú crees todo eso? —preguntó Siferra. Había un punto ácido en su voz—. ¿Que tiene sentido echarse atrás y aplaudir mientras los Apóstoles de la Llama difunden su venenoso credo totalitario irracional a través de todo el mundo? ¿O, lo que es peor, unir nuestras fuerzas a las suyas?

—Odio la idea —dijo Theremon de pronto.

Siferra abrió mucho los ojos.

—Entonces, ¿por qué…?

—Salgamos fuera —dijo él—. Ya casi amanece. ¿Me das tu mano?

—Bueno…

—No fue sólo una frase, cuando te dije que te amaba.

Ella se encogió de hombros.

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Lo personal y lo político, Theremon…, estás usando una para confundir la…

—Ven —dijo él.

44

Salieron de la tienda. La primera luz de Onos era un resplandor rosado en el horizonte oriental. Muy encima de sus cabezas, Tano y Sitha habían emergido de entre las nubes, y los soles gemelos, ahora en su cenit, mostraban una radiación que era extraña y maravillosa de contemplar.

Había uno más. Muy lejos al Norte, la pequeña y nítida esfera roja que era el pequeño Dovim brillaba como un diminuto rubí engastado en la frente del cielo.

—Cuatro soles —dijo Theremon—. Un signo de suerte.

A todo su alrededor en el campamento de los Apóstoles había un ajetreo de actividad. Los camiones estaban siendo cargados, las tiendas desmontadas. Theremon vio a Folimun lejos al otro lado, dirigiendo a un grupo de trabajadores. El líder de los Apóstoles saludó con la mano a Theremon, que le respondió con una inclinación de cabeza.

—¿Odias la idea de que los Apóstoles gobiernen el mundo —dijo Siferra—, y sin embargo sigues estando dispuesto en ofrecerle tu alianza a Folimun? ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene todo esto?

Pausadamente, Theremon dijo:

—Porque no hay otra esperanza.

—¿Es eso lo que piensas?

Él asintió.

—Empecé a darme cuenta de ello después de que Folimun llevara hablando conmigo un par de horas. Cada instinto racional en mí me dice que no confíe en Folimun y su caterva de fanáticos. Aparte de todo lo demás que pueda ser, no hay la menor duda de que Folimun es un manipulador hambriento de poder, muy despiadado, muy peligroso. Pero, ¿qué otra posibilidad hay? ¿Altinol? ¿Todos los reyezuelos miserables a lo largo de la autopista? Se podrían necesitar un millón de años para unir todas las provincias en una economía global. Folimun tiene la autoridad para hacer que todo el mundo se arrodille ante él…, o ante Mondior, si quieres. Escucha, Siferra, la mayor parte de la Humanidad se halla sumida en la locura. Hay millones de locos sueltos ahí fuera ahora. Sólo aquellos con las mentes más resistentes como tú y yo y Beenay hemos sido capaces de recobrarnos, o los muy estúpidos; pero los otros, la masa de la Humanidad, necesitará meses o años o incluso quizá nunca lleguen a pensar de nuevo a derechas. Un profeta carismático como Mondior, por mucho que yo odie la idea, puede ser la única respuesta.

—¿No hay ninguna otra opción, entonces?

—No para nosotros, Siferra.

—¿Por qué no?

—Mira, Siferra: creo que lo que importa es la curación. Todo lo demás es secundario a eso. El mundo ha sufrido una terrible herida, y…

—Se ha infligido una terrible herida a sí mismo.

—No es así como yo lo veo. Los incendios fueron una respuesta a un enorme cambio en las circunstancias. Nunca se hubieran producido si el eclipse no hubiera retirado nuestra cortina y nos hubiera mostrado las Estrellas. Pero las heridas se suceden. Una conduce a otra, ahora. Altinol es una herida. Esas nuevas pequeñas provincias independientes son heridas. Los locos que se matan entre sí en el bosque, o cazan y matan a profesores universitarios fugitivos… son heridas.

—¿Y Folimun? ¿No es la mayor de todas las heridas?

—Sí y no. Por supuesto que lo suyo no es más que un insignificante fanatismo y misticismo. Pero hay disciplina ahí. La gente cree en lo que él vende, incluso los locos, incluso aquellos con mentes enfermas. Es una herida tan grande que puede engullir a todas las demás. Puede sanar al mundo, Siferra. Y luego, desde dentro, podremos intentar sanar lo que él ha hecho. Pero sólo desde dentro. Si nos unimos a él tenemos una posibilidad. Si nos situamos en la oposición, seremos barridos a un lado como pulgas.

—¿Qué es lo que dices, entonces?

—Tenemos nuestra oportunidad entre alineamos tras él y pasar a formar parte de la elite gobernante que traerá al mundo de vuelta de su locura, o convertirnos en vagabundos y fuera de la ley. ¿Qué es lo que quieres, Siferra?

—Quiero una tercera elección.

—No la hay. El grupo de Amgando no tiene la fuerza suficiente como para formar un Gobierno operativo. La gente como Altinol no tiene los escrúpulos necesarios. Folimun controla ya la mitad de lo que era la República Federal de Saro. Está seguro de prevalecer sobre los demás. Pasarán siglos antes de que vuelva el reino de la razón, Siferra, independientemente de lo que tú y yo hagamos.

—¿Así que tú dices que es mejor unirnos a él e intentar controlar la dirección hacia la que avance la nueva sociedad, que oponernos simplemente porque no nos gusta el tipo de fanatismo que representa?

—Exacto. Exacto.

—Pero cooperar en manejar el mundo a través del fanatismo religioso…

—El mundo se ha abierto camino desde el fanatismo religioso antes, ¿no? Lo importante ahora es hallar alguna forma de salir del caos. Folimun y su gente ofrecen la única esperanza visible de ello. Piensa en su fe como en una máquina que dirigirá la civilización, en unos momentos en los que toda la demás maquinaria está rota. Eso es lo único que cuenta ahora. Primero arregla el mundo; luego espera que nuestros descendientes se cansen de los seguidores místicos con hábitos y capucha. ¿Ves lo que estoy diciendo, Siferra? ¿Lo ves?

Ella asintió de una forma extraña, vaga, como si respondiera en sueños. Theremon la observó mientras se alejaba lentamente de él, hacia el claro donde habían sido sorprendidos la primera vez por los centinelas de los Apóstoles la tarde antes. Parecían haber transcurrido años.

Ella permaneció de pie durante largo rato, sola, a la luz de los cuatro soles.

Qué hermosa es, pensó Theremon.

¡Cómo la amo!

Qué extraño resultaba todo aquello.

Aguardó. A todo su alrededor el campamento de los Apóstoles hervía de actividad mientras era recogido; las figuras enfundadas en sus hábitos y capuchas corrían de un lado para otro.

Folimun se acercó.

—¿Y bien? —quiso saber.

—Lo estamos pensando —dijo Theremon.

—¿Los dos? Tenía la impresión de que usted estaba ya con nosotros.

Theremon le miró fijamente.

—Estoy con ustedes si Siferra lo está. De otro modo no.

—Lo que usted diga. Sin embargo, lamentaría perder a un hombre de sus habilidades como comunicador. Sin mencionar las cualidades de la doctora Siferra como experta en los artefactos del pasado.

Theremon sonrió.

—Dentro de unos momentos veremos lo hábil que soy como comunicador, ¿de acuerdo?

Folimun asintió y se alejó, de vuelta a los camiones que estaban siendo cargados. Theremon observó a Siferra. Miraba hacia el Este, hacia Onos, mientras la luz de Sitha y Tano descendía sobre ella en un deslumbrante haz desde arriba, y del Norte le llegaba la esbelta lanza roja de la luz de Dovim.

Cuatro soles. El mejor de los presagios.

Siferra volvía ya, avanzando por en medio del campo. Sus ojos brillaban, y parecía estar riendo. Avanzó corriendo hacia él.

—¿Y bien? —preguntó Theremon—. ¿Qué dices?

Ella cogió sus manos entre las de él.

—De acuerdo, Theremon. Que así sea. El Todopoderoso Folimun es nuestro líder, y le seguiré allá donde me diga que vaya. Con una condición.

—Adelante. ¿Cuál?

—La misma que mencioné cuando estábamos en su tienda. No llevaré el hábito. Absolutamente no. ¡Si insiste en ello, el trato queda roto!

Theremon asintió alegremente. Todo iba a ir bien. Después del Anochecer llegaba el amanecer, y todo renacía. De la devastación se alzaría un nuevo Kalgash, y él y Siferra tendrían una voz, una poderosa voz, en el proceso de crearlo.

—Creo que podremos arreglarlo —respondió—. Vayamos a hablar con Folimun y veamos qué dice.

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