Ante ellos, el frente del cilíndrico transbordador era una única y gigantesca ventana, un grueso escudo de cristal blindado repleto ahora por las ensortijadas volutas de nubes a través de las que caían. Bill se recostó confortablemente en la silla de desaceleración, contemplando la escena con ansiedad. En la gruesa nave había asientos para veinte personas, pero solo estaban ocupados tres, incluyendo el de Bill. Sentado junto a él, y trataba de no mirarlo demasiado, había un artillero de primera clase que parecía haber sido disparado por uno de sus cañones. Su rostro era casi todo de plástico, y contenía un único y sanguinolento ojo. Era un cesto ambulante, ya que sus cuatro amputados miembros habían sido reemplazados por brillantes artilugios, repletos de resplandecientes pistones, controles electrónicos y bobinas. Su insignia de artillero estaba soldada al chasis metálico que hacía las veces de su antebrazo. El tercer hombre, una bestia de sargento de infantería, se había quedado dormido en el mismo momento en que habían subido a bordo tras llegar del transporte interestelar.
— ¡Por mil ranchos podridos! ¡Mira eso! — se asombró Bill, cuando la nave atravesó las nubes y allí, extendiéndose ante ellos, vio la brillante esfera dorada de Helior, el Planeta Imperial, la capital de diez mil soles.
— ¡Qué albedo! — gruñó el artillero, desde algún punto del interior de su rostro de plástico —. Hace daño a la vista.
— ¡Naturalmente! Es oro sólido… ¿Te imaginas un planeta recubierto de oro sólido?
— No, no puedo imaginármelo. Ni tampoco me lo creo. Costaría demasiado. Pero me puedo imaginar uno recubierto de aluminio anodizado. Como este.
Mirándolo mejor, Bill se pudo dar cuenta de que realmente no brillaba como oro, y comenzó a sentirse de nuevo deprimido. ¡No! Se obligó a mirar de nuevo. ¡Uno podía arrancar el oro, pero no podía arrancar la gloria! Helior seguía siendo el Mundo Imperial, el ojo que nunca dormía y lo veía todo colocado en el corazón de la galaxia. Todo lo que pasaba en cualquier planeta, en cualquier nave del espacio, llegaba hasta aquí, era codificado, archivado, clasificado, anotado, juzgado, perdido, encontrado, y resuelto. Desde Helior llegaban las órdenes que gobernaban los mundos del hombre, que mantenían lejos la noche del dominio alienígena. Helior, un mundo transformado por el hombre, cuyos mares, montañas y continentes habían sido recubiertos por una coraza de metal, de varios kilómetros de espesor, piso tras piso de niveles con una población global dedicada a un único ideal: gobernar. El brillante nivel superior estaba moteado de espacionaves de todo tamaño, mientras el oscuro cielo parpadeaba con otras que llegaban y partían. La escena se aproximó más y más, y luego hubo un repentino estallido de luz y la ventana se oscureció.
— ¡Nos hemos estrellado! — jadeó Bill —. ¡Ya podemos darnos por muertos…!
— Cierra el buzón. Eso ha sido simplemente que se ha roto la película. Como no va ningún oficial en este viaje, no se preocuparán de arreglarla.
— ¿Película?
— ¿Qué otra cosa te esperabas? ¿Estás tan mochales que te creías que iban a construir transbordadores con grandes ventanales en la proa, justo donde se produce la máxima fricción en la reentrada, para que el calor hiciese bonitos agujeros? Una película. Igual es de noche ahora.
El piloto los hizo puré con quince g cuando aterrizaron. (El también sabía que no llevaba oficiales en este viaje) y mientras estaban haciendo chasquear sus vértebras de nuevo a sus posiciones y tratando de introducir sus ojos otra vez en su órbitas para tratar de ver algo, se abrió la compuerta. No solo era de noche, sino que además llovía. Un Descargador de Pasajeros de Segunda Clase introdujo adentro su cabeza y los barrió con una sonrisa profesionalmente amistosa.
— Bienvenidos a Helios, Planeta Imperial de las mil delicias… — su rostro cambió a su habitual mueca de repugnancia —. ¿No hay ningún oficial con vosotros, desgraciados? Vamos, fuera de ahí, salid a escape, tenemos trabajo que hacer.
Lo ignoraron mientras pasaba a su lado y se dirigía a despertar al sargento de infantería, que aún roncaba como una hélice rota, sin que su sueño hubiera sido perturbado por una nimiedad tal como quince g. El ronquido cambió a un oscuro gruñido, cortado por el agudo chillido del Descargador de Pasajeros de Segunda Clase cuando recibió una patada en los testículos. Aún murmurando, el sargento se unió a ellos mientras abandonaba la nave, y ayudó a mantener firmes las entrechocantes piernas metálicas del artillero en la resbaladiza y húmeda rampa metálica de descenso. Contemplaron con pétrea resignación como sus macutos eran lanzados desde el compartimiento de equipajes a un profundo charco de agua. Y como un último y débil intento de venganza, el Descargador de Pasajeros de Segunda Clase desconectó el campo repulsor que había estado protegiéndolos de la lluvia, e inmediatamente se quedaron calados y congelados por el gélido viento. Se echaron los macutos al hombro, exceptuando el artillero, que arrastraba el suyo sobre pequeñas ruedecitas, y comenzaron a caminar hacia las luces más cercanas, situadas al menos a un par de kilómetros de distancia y apenas visibles entre la cortina de agua. A mitad de camino, el artillero se quedó rígido cuando se cortocircuitaron sus relés, así que le colocaron las ruedecillas bajo los pies, cargaron los macutos sobre sus piernas, y les sirvió como una estupenda carretilla el resto del camino.
— Soy una estupenda carretilla — se quejó el artillero.
— No te quejes — le dijo el sargento —. Al menos ya tienes un trabajo civil.
Dio una patada a la puerta para abrirla, y caminaron y rodaron al deseado calor de la oficina de operaciones.
— ¿Tienen una lata de disolvente? — le preguntó Bill al hombre situado tras el mostrador.
— ¿Tienen órdenes de viaje? — les preguntó el hombre, ignorando sus palabras.
— Tengo una lata en mi macuto — dijo el artillero, abriéndolo y trasteando en su interior.
Entregaron sus órdenes, la del artillero estaba abotonada en el bolsillo del pecho, y el oficinista las metió por la rendija de una gigantesca máquina situada tras él. La máquina zumbó y encendió las luces, y Bill goteó disolvente en todas las conexiones eléctricas del artillero hasta que logró sacar el agua. Sonó una bocina, las órdenes fueron regurgitadas, y por otro orificio comenzó a salir una cinta grabada. El oficinista la arrancó y la leyó rápidamente.
— Están en problemas — dijo con sádica alegría —. Se supone que los tres van a recibir el Dardo Púrpura en una ceremonia con el Emperador, que van a filmar dentro de tres horas. No lograrán llegar a tiempo.
— Eso no es de su cochina incumbencia — graznó el sargento —. Acabamos de salir de la nave. ¿Adónde vamos?
— Área 1457-D, Nivel K-9, Bloque 823-7, Corredor 492, Cámara 34, Habitación 62. Pidan por el productor Ratt.
— ¿Y cómo vamos hasta allí? — preguntó Bill.
— No me lo pregunten, yo tan solo trabajo aquí — tiró tres gruesos volúmenes sobre el mostrador, cada uno de ellos de unos treinta centímetros cuadrados y casi del mismo grosor, con una cadena soldada al lomo —. Busquen su propio camino, aquí tienen su plano. Pero tendrán que firmarme un recibo. El perderlo es una ofensa merecedora de corte marcial y castigada con…
El oficinista se dio repentinamente cuenta de que estaba solo en la habitación con los tres veteranos, y mientras se ponía mortalmente pálido extendió la mano hacia un botón rojo. Pero antes de que su dedo pudiera tocarlo, el brazo metálico del artillero, escupiendo chispas y humeando, lo clavó contra el mostrador. El sargento se inclinó hasta que su rostro estuvo a un centímetro del oficinista, y luego habló con una voz baja y fría que rizaba la sangre.
— Nunca encontraremos nuestro propio camino. Usted lo encontrará por nosotros. Nos proveerá de un Guía.
— Los Guías son tan solo para los oficiales — protestó débilmente el oficinista, y luego exhaló todo el aire de sus pulmones cuando un dedo duro como el acero se le clavó en el estómago.
— Trátenos como a oficiales — espetó el sargento —. No nos molesta.
Castañeándole los dientes, el oficinista ordenó un Guía, y se abrió una pequeña puertecilla metálica en la pared más lejana. El Guía tenía un cuerpo metálico tubular que corría sobre seis ruedas neumáticas, con una cabeza construida para que pareciese un perro de caza y una vibrante cola metálica.
— Chucho, aquí — ordenó el sargento, y el Guía corrió hacia él y sacó una lengua de plástico roja y con un débil chirrido de engranajes comenzó a emitir el sonido de un jadeo metálico. El sargento tomó el trozo de cinta grabada y rápidamente marcó el código 1457-D K-9 823-7 492 Flm-34 62 en los botones que decoraban la cabeza del Guía. Se oyeron dos alegres ladridos, desapareció la lengua roja, vibró la cola, y el Guía rodó por el corredor. Los veteranos lo siguieron.
Les llevó una hora, por tobogán, escalera mecánica, as. censor, neumocar, mula, monorraíl, acera rodante y barra deslizante, el alcanzar la habitación 62. Mientras estaban sentados en el tobogán, habían asegurado las cadenas de sus planos a sus cinturones, pues hasta Bill empezaba a darse cuenta del valor de una guía en esta ciudad del tamaño de un mundo. En la puerta de la habitación 62, el Guía aulló tres veces, y luego rodó alejándose antes de que pudieran atraparlo.
— Debíamos habernos dado mejor maña — dijo el sargento —. Esas cosas valen su peso en diamantes.
Abrió una puerta, para descubrir a un tipo obeso sentado frente a un escritorio y gritándole a un visiofono:
— ¡No me importa un pimiento cual sea su excusa, tengo excusas a millares! Todo lo que sé es que tengo un programa y las cámaras están dispuestas a rodar, y ¿dónde están los actores? Se lo pregunto, ¿y qué es lo que me contesta? — los miró, y comenzó a chillar —: ¡Fuera! ¡Fuera! ¡¿No pueden ver que estoy ocupado?!
El sargento se adelantó y lanzó el visiofono contra el suelo, y luego lo pateó hasta reducirlo a humeantes restos.
— Tienes una forma muy directa de conseguir que te atiendan — le dijo Bill.
— Dos años de combate le hacen a uno ser muy directo en todo — dijo el sargento, rechinando los dientes en una forma molesta y ruidosa. Luego —: Aquí estamos, Ratt. ¿Qué es lo que hacemos?
El productor Ratt se hizo camino a puntapiés por entre los restos, y abrió una puerta situada tras el escritorio.
— ¡A sus puestos! ¡Luces! — gritó.
Y hubo un inmenso correteo y una repentina luz deslumbrante. Los veteranos que iban a ser honrados lo siguieron a través de la puerta hasta un inmenso estudio que resonaba con un caos organizado. Cámaras sobre plataformas motorizadas rodaban alrededor del plató, en el que decorados y utilería simulaban el extremo de una sala real del trono. Las ventanas de celosías brillaban por una imaginaria luz solar, y un rayo de sol dorado de un reflector iluminaba el trono. Guiados por las instrucciones gritadas del director, una manada de nobles y de funcionarios de alto rango tomaron posiciones frente al trono.
— ¡Los ha llamado desgraciados! — se atraganto Bill. — ¡Lo fusilarán!
— Mira que eres estúpido. Esos son actores. ¿Crees acaso que pueden conseguir nobles para algo como eso? — dijo el artillero, desenrollando un cable de su pierna derecha y enchufándolo para recargar sus baterías.
— Tan solo tenemos tiempo para ensayar esto una vez antes de que llegue el Emperador, así que nada de errores. — El director Ratt subió los peldaños y se arrellanó en el trono — Haré el papel del Emp. Vosotros, los principales, tenéis los papeles más fáciles, y no quiero que la pifiéis. No tenemos tiempo para repeticiones. Os pondréis ahí, en línea, y cuando diga «se rueda» os ponéis firmes, como os han enseñado, a menos que los contribuyentes hayan estado malgastando su dinero. Usted, el tipo de la izquierda metido en una pajarera, apague los motores, está estropeando la banda sonora. Si hace rechinar las marchas otra vez más, le arrancaré todos los fusibles. Afirmativo. Estén firmes hasta que digan sus nombres, den un paso al frente y saluden. El Emperador les clavará la medalla; saluden, pónganse firmes otra vez y den un paso atrás. ¿Me entienden, o es demasiado complicado para sus pequeñas mentes indoctrinadas?
— ¡Váyase a reventar por ahí! — rugió el sargento.
— Muy listo. De acuerdo… ¡Hagamos un intento!
Ensayaron la ceremonia dos veces antes de que se oyera un tremendo resoplar de cornetas y seis generales con pistolas de rayos mortíferos firmemente empuñadas corrieran a paso ligero hasta el plató y se detuvieran de espaldas al trono. Todos los extras, cámaras y técnicos y hasta el director Ratt, hicieron una profunda reverencia mientras los veteranos se ponían firmes. El Emperador entró, subió los peldaños y se desplomó en el trono.
— Continúe… — dijo con una voz aburrida, y eructó tras su mano.
— ¡Se rueda! — aulló con todos sus pulmones el director, y se tambaleó fuera del radio de acción de las cámaras.
La música se alzó en una tremenda oleada, y comenzó la ceremonia. Mientras el Ministro de Condecoraciones y Protocolo leía la naturaleza de las heroicas acciones que los nobles héroes habían realizado para merecer la más noble de todas las medallas: el Dardo Púrpura con la Nebulosa del Saco de Carbón, el Emperador se alzó del trono y caminó mayestáticamente hacia adelante. El sargento de infantería era el primero, y Bill lo contempló con el rabillo del ojo mientras el Emperador tomaba una medalla de platino adornada con oro, plata y rubíes, de una caja que le ofrecían, y la clavaba en el pecho del hombre. Entonces el sargento dio un paso atrás hacia su posición, y fue el tumo de Bill. Como desde una inmensa distancia, oyó pronunciar su nombre con ruidosas tonalidades de trueno, y se adelantó con cada gramo de precisión que se le había enseñado en el Campo León Trotsky. ¡Allí, frente a él, se hallaba el hombre más amado de la galaxia! La larga e hinchada nariz que adornaba un billón de billetes de banco estaba apuntada hacia él. La prominente mandíbula y los salidos dientes que llenaban un billón de pantallas de televisión estaban pronunciando su nombre. ¡Uno de los imperiales ojos estrábicos le estaba mirando a él! La pasión saltó en las entrañas de Bill como grandes olas rompiéndose contra los acantilados. Hizo el mejor de sus saludos.
En realidad hizo el mejor de los saludos posibles, ya que no había mucha gente con dos brazos derechos. Ambos brazos giraron en precisos círculos, ambos codos se doblaron en perfectos ángulos, ambas palmas quedaron vibrando netamente junto a ambas cejas. Estaba bien hecho, y tomó al Emperador por sorpresa, y por un vibrante momento logró apuntar ambos ojos hacia Bill, antes de que volvieran a separarse de nuevo al azar. El Emperador, todavía algo confuso por el poco usual saludo, tomó la medalla y clavó la aguja a través de la túnica de Bill, perforando netamente su estremecida carne.
Bill no sintió ningún dolor, pero el repentino pinchazo descargó la creciente emoción que había estado corriendo por él. Abandonando el saludo, cayó de rodillas en el buen viejo estilo de los siervos campesinos tal y como se veía en la televisión histórica, que de hecho era de donde su servil subconsciente había sacado la idea, y tomó la enfermiza y deformada mano del Emperador.
— ¡Padre nuestro! — exultó Bill, besando la mano.
Con ojos de odio, la guardia personal de generales saltó hacia adelante, y la muerte batió sus negras alas sobre Bill; pero el Emperador sonrió y separó gentilmente su mano, limpiando la saliva en la túnica de Bill. Un signo casual de su dedo devolvió a la guardia a su posición, y se movió hacia el artillero, le clavó la medalla que quedaba y se echó hacia atrás.
— ¡Corten! — gritó el director Ratt — Procesen esto, es un hallazgo con ese imbécil campesino lloriqueando.
Cuando Bill se puso en pie, vio que el Emperador no había regresado al trono, sino que se hallaba entre la multitud de actores. La guardia personal había desaparecido. Bill parpadeó, asombrado, cuando un hombre le arrebató la corona de la cabeza, la metió en una caja y se marchó con ella.
— Tengo el freno atascado — dijo el artillero, saludando aún con un vibrante brazo —. Bájame esta maldita cosa, por favor. Nunca funciona bien por encima del nivel del hombro.
— Pero… el Emperador… — dijo Bill, tirando del brazo atascado hasta que los frenos chirriaron y se soltaron.
— Un actor… ¿Qué otra cosa te imaginabas? ¿Creías que iban a hacer que el verdadero Emperador les diese medallas a los soldados? Apuesto a que solo se las da a los mariscales. Pero hacen ver como si lo fuera de verdad, y así algún estúpido, como tú, se emociona. Estuviste magnífico.
— Aquí tienen — dijo un hombre, entregándoles copias de metal estampado de las medallas que llevaban y arrebatándoles los originales.
— ¡A sus puestos! — la amplificada voz del director retumbó —. Tenemos tan solo diez minutos para ensayar lo de la Emperatriz besando a los sextillizos aldebarianos para el Programa de la Fertilidad. Traed a esos niños de plástico aquí, y echad a esos malditos espectadores.
Se empujó a los héroes al corredor, y la puerta se cerró tras ellos con un seco golpe.
— Estoy cansado — dijo el artillero y además me duele la quemadura.
Había tenido un cortocircuito durante una acción en la Vieja Taberna de los Soldados, prendiéndose fuego.
— Venga, vamos — insistió Bill —. Tenemos pases por tres días antes de que salga nuestra nave, y estamos en Helior, el Planeta Imperial. Hay maravillas que ver: los Jardines Colgantes, las Fuentes del Arco Iris, los Palacios Enjoyados. No puedes perdértelo.
— Ya verás si no. Tan pronto como haya recuperado algo del sueño que llevo atrasado, regresaré a la Vieja Taberna. Si tienes tanta necesidad de llevar a alguien de la mano mientras haces el turista, coge al sargento.
— Aún está borracho.
El sargento de infantería era un bebedor solitario que no creía en los ritos sociales. Ni tampoco se preocupaba por las disoluciones o por gastar dinero en bellos envoltorios. Había gastado todo su dinero en sobornar a un enfermero, y había obtenido dos bidones de alcohol puro de noventa y nueve grados, un barril de glucosa y una solución salina, una aguja hipodérmico y un trozo de tubo de goma. La mezcla de todo ello en los bidones había sido colocada sobre una repisa encima de su litera, con el tubo conectado a la aguja y ésta clavada en una inyección intravenosa. Ahora estaba quieto, bien alimentado y completa y absolutamente borracho todo el tiempo, y, si no le cortaban el fluido, podría permanecer borracho durante dos años y medio.
Bill dio un retoque al brillo de sus botas y cerró el cepillo en su taquilla con el resto de sus cosas. Tal vez regresase tarde: era fácil perderse aquí en Helior sin un Guía. Les había llevado casi todo un día el encontrar el camino desde el estudio hasta su alojamiento, aun cuando llevaban al sargento, un hombre experto en mapas, dirigiéndoles. Mientras permanecían cerca de su propia área, no había problema; pero Bill ya estaba harto de los placeres previstos para los guerreros. Quería ver Helior, el verdadero Helior, la primera ciudad de la galaxia. Si nadie quería ir con él, iría solo.
A pesar del Plano, era realmente difícil el decir exactamente a qué distancia estaba cualquier cosa en Helior, ya que los planos eran todos diagramáticos y no tenían escala. Pero el viaje que planeaba parecía ser largo, ya que uno de los trozos más largos en que tendría que tomar un medio de transporte: un coche magnético evacuado túnelinear, atravesaba al menos ochenta y cuatro submapas. ¡Su destino podía muy bien hallarse en el otro lado del planeta! ¡Una ciudad tan grande como un planeta! ¡El concepto era casi demasiado amplio como para poderlo abarcar! De hecho, cuando pensó en ello, el concepto le resultó demasiado amplio como para abarcarlo.
Los bocadillos que había comprado en el automático del cuartel se le acabaron antes de llegar a medio camino, y su estómago, ajustándose ansiosamente a la comida sólida de nuevo, rugió protestas hasta que abandonó el tobogán en el Area 9266-L, Nivel algo u otro, o dondequiera diablos que se hallase, y buscó una cantina. Evidentemente estaba en un Area de mecanografiado, porque las multitudes estaban compuestas casi totalmente por mujeres de hombros redondeados y largos dedos. La única cantina que pudo hallar estaba repleta de ellas, y se sentó en medio de la charloteante y chillona multitud, y se obligó a comer un menú compuesto de la única comida que se podía obtener allí: sándwich de queso pasado con pasta de anchoa en pan dulce, puré de patatas con uvas y salsa de cebolla, pasados con té de hierbas servido tibio en tazas del tamaño de un pulgar. No le habría sabido tan mal si el automático no hubiera cubierto inevitablemente todo con salsa de manteca amarga. Ninguna de las chicas pareció fijarse en él, ya que todas estaban bajo suave hipnosis durante las horas de trabajo para disminuir sus porcentajes de error. Trabajó con la comida, sintiéndose como un fantasma mientras charlaban y chillaban a su alrededor, con sus dedos, si no los empleaban en comer, golpeando compulsivamente lo que decían en los bordes de las mesas mientras hablaban. Finalmente logró escapar, pero la comida le produjo un efecto deprimente, y fue probablemente por ello por lo que cometió un error, abordando un vehículo equivocado.
Como los mismos número de Nivel y Bloque se repetían en cada Area, era posible llegar a un Area equivocada y pasar una buena cantidad de tiempo acabando de perderse antes de darse finalmente cuenta del error. Bill lo hizo, y tras el usual astronómico número de cambios y variedades de transporte, abordó un ascensor que terminaba, o así pensó, en los renombrados en toda la galaxia Jardines de Palacio. Todos los demás pasajeros salieron a niveles inferiores, y el robo-ascensor tomó velocidad mientras se abalanzaba hacia el piso superior. Bill se alzó en el aire mientras frenaba, deteniéndose, y sus oídos restallaron con el cambio de presión, y cuando las puertas se abrieron salió a un viento cargado de nieve. Boqueó incrédulo y, tras él, las puertas se cerraron y el ascensor se desvaneció.
Las puertas se habían abierto directamente a una llanura metálica que constituía el nivel más exterior de la ciudad, ahora oscurecido por los torbellinos de nieve. Bill tanteó buscando el botón para llamar de nuevo al ascensor, cuando una oleada de aire apartó la nieve y un cálido sol cayó sobre él desde un cielo sin nubes. Era imposible.
— Esto es imposible — dijo Bill, con genuina indignación.
— Nada es imposible si yo lo deseo — dijo una voz rasposa por encima del hombro de Bill —. Pues yo soy el Espíritu de la Vida.
Bill resbaló hacia un lado como un robocaballo homeostático, llevando sus ojos hasta el pequeño hombre de patillas blancas con nariz respingona y ojos enrojecidos que había aparecido silenciosamente tras él.
— Tiene una pérdida en su tanque de pensamiento — saltó Bill, irritado consigo mismo por ser tan asustadizo.
— Uno tiene que estar loco para seguir en este trabajo — sollozó el hombrecillo, y apartó un carámbano que le colgaba de la nariz —. Medio helado, medio asado, y medio borracho la mitad del tiempo. El Espíritu de la Vida — dijo con voz temblorosa —. Mío es el poder…
— Ahora que lo menciona — las palabras de Bill fueron ahogadas por un súbito torbellino de nieve —, yo también me siento algo borracho. ¡Uau…!
El viento cambió de dirección y se llevó las nubes de nieve que cubrían la vista, y Bill se asombró ante el repentinamente surgido paisaje.
Nieve y charcos de agua constelaban el suelo hasta el mismo horizonte. La capa dorada se había desgastado, y el metal era gris y carcomido bajo ella, recorrido por pequeños arroyuelos de óxido. Hileras de grandes tuberías, cada una de ellas del grosor de la altura de un hombre, se aproximaban hacia él desde más allá del horizonte, terminando en bocas similares a chimeneas. Las chimeneas estaban oscurecidas por torbellinos de vapor y nieve que saltaban por el aire en un rugido apagado, aunque una de las columnas de vapor se desplomó y la nube se dispersó mientras Bill la contemplaba.
— ¡Terminaron con la número dieciocho! — gritó ante un micrófono el viejo, asiendo un bloc de notas y corriendo por entre la humedad hacia una herrumbrosa y descuidada acera rodante que gruñía y gemía a lo largo de las cañerías. Bill lo siguió, chillándole al hombre, que lo ignoraba completamente. Mientras la acera, traqueteando y estremeciéndose, se los llevaba, Bill comenzó a preguntarse adónde se dirigían las cañerías, y al cabo de un minuto, cuando se le aclaró lo bastante la cabeza, la curiosidad lo dominó y se tendió para ver qué eran las misteriosas protuberancias que se apreciaban a lo lejos. Lentamente, pudo observar que eran una hilera de gigantescas espacionaves, cada una de las cuales estaba conectada a una de las cañerías. Con inesperada agilidad, el viejo saltó de la acera y corrió hacia la nave situada en el punto dieciocho, en el que las diminutas figuras de los trabajadores, muy en lo alto, estaban desconectando las uniones de la cañería a la nave. El viejo copió los números de un contador colocado en la tubería mientras Bill observaba como una grúa giraba llevando el final de un grueso tubo flexible que emergía desde la porción de la superficie en donde se hallaban. Estaba unido a la válvula de la parte superior de la espacionave. Una vibración agitaba el tubo, y de alrededor de la unión con la nave emergían nubecillas de humo negro que flotaban sobre la sucia llanura metálica.
— ¿Podría decirme qué infiernos está pasando aquí? — preguntó suplicante Bill.
— ¡La vida! ¡La vida imperecedera! — graznó el viejo, surgiendo desde las profundidades de su depresión hasta llegar a las alturas de la alegría maníaca.
— ¿Podría ser algo más específico?
— Aquí tenemos un mundo forrado en metal — golpeó con su pie, y se oyó un bump apagado —. ¿Qué es lo que esto significa?
— Significa que el mundo está forrado de metal.
— Correcto. Para ser un soldado, tiene usted una inteligencia bastante notable. Así que uno toma un planeta y lo forra con metal, y consigue un planeta en el que las únicas cosas verdes que crecen son los Jardines Imperiales y un par de macetas de ventana. ¿Qué es lo que pasa entonces?
— Que se muere todo el mundo — dijo Bill, pues después de todo era un muchacho campesino, y se creía todas aquellas estupideces de la fotosíntesis y la clorofila.
— Correcto de nuevo. Usted y yo y el Emperador y un par de billones de otros imbéciles estamos ocupados en transformar todo el oxígeno en bióxido de carbono, y sin plantas que lo transformen de nuevo en oxígeno tan solo sería cuestión de tiempo el que respirásemos hasta matarnos.
— ¿Entonces esas naves traen oxígeno líquido?
El viejo afirmó con la cabeza y saltó de nuevo sobre la acera rodante. Bill lo siguió.
— Afirmativo. Lo consiguen gratis en los planetas agrícolas. Después de que lo dejan aquí, son cargadas con el carbón extraído a elevado costo del bióxido de carbono, y se remontan con él hasta los mundos industriales, en donde es usado como combustible, como fertilizante, o para sacar de él innumerables plásticos y otros productos…
Bill descendió de la acera rodante en el ascensor más cercano, mientras el viejo y su voz se desvanecían entre el vapor. Y acurrucándose, con la cabeza martilleándole por la excesiva proporción de oxígeno, comenzó a hojear furiosamente su Plano. Mientras estaba esperando el ascensor, encontró donde estaba mediante el número de código de la puerta, y comenzó a planear un nuevo camino hacia los jardines de Palacio.
Esta vez no permitió que se le distrajese. Comiendo tan solo barras de caramelo y sorbiendo bebidas carbónicas de las máquinas tragaperras que encontró en su camino, evitó los peligros y distracciones de los restaurantes; manteniéndose despierto, logró no perderse ninguna conexión. Con ojeras y los dientes podridos, se tambaleó saliendo de un pozo gravitatorio y, con el corazón palpitante, vio por fin un signo iluminado, y oloroso, en forma de colores, que decía: JARDINES COLGANTES. Había un torniquete de entrada y una taquilla.
— Uno, por favor.
— Serán diez pavos Imperiales.
— ¿No es un tanto caro? — dijo Bill en tono de reproche, sacando los billetes uno a uno de su delgado montón.
— Si es pobre, no venga a Helior.
El robot cajero tenía grabadas todo tipo de respuestas cortantes. Bill lo ignoró y se introdujo en los jardines. Eran todo lo que siempre había soñado y más. Mientras caminaba a lo largo del sendero de ceniza gris por el interior de la pared exterior, podía ver los arbustos verdes y la hierba justo al otro lado de la reja de titanio. A no más de cien metros de distancia, al otro lado de la hierba, flotaban las más exóticas plantas y flores de todos los mundos del Imperio. ¡Y allí, diminutas en la distancia, estaban las Fuentes del Arco Iris, casi invisibles al ojo desnudo! Bill introdujo una moneda en uno de los telescopios y observó cómo sus colores brillaban y desaparecían casi tan bien como si los estuviera viendo en la televisión. Siguió circulando por el interior de la pared, bañado por la luz del sol artificial situado en la parte superior del gigantesco domo.
Pero hasta los espirituales placeres de los jardines se desvanecían frente a la omnipresente fatiga que lo asía con manos de hierro. Había unos bancos de acero y se desplomó en uno para descansar un momento, y luego cerró los ojos para reposar la vista. Le cayó la cabeza hacia adelante, y antes de que se pudiera dar cuenta ya estaba totalmente dormido.
Otros visitantes pasaron a lo largo de las cenizas sin molestarle, y tampoco se enteró cuando uno de ellos se sentó en el extremo más alejado del banco.
Como Bill nunca vio al hombre, no hay necesidad de describirlo. Baste decir que tenía una tez cetrina, una nariz enrojecida y rota, ojos ferales que miraban por debajo de un siniestro entrecejo, caderas amplias y hombros estrechos, pies desiguales, delgado, huesudo, los dedos sucios, y con un tic.
Largos segundos de eternidad tictaquearon mientras el hombre permaneció allí sentado. Luego, durante unos momentos, no se vio a ningún otro visitante. Con un rápido movimiento serpentina, el recién llegado sacó un soplete atómico de bolsillo. La diminuta pero increíblemente caliente llama suspiró con brevedad, mientras lo apretaba contra la cadena que aseguraba el plano de Bill a su cinturón, justamente en el punto en que esta descansaba sobre el banco de metal. En un instante, el metal de la cadena estaba soldado al del banco. Bill seguía durmiendo.
Una sonrisa de lobo parpadeó en el rostro del hombre como los repugnantes anillos formados en el agua de una cloaca por una rata zambulléndose. Entonces, con un único y rápido movimiento, la llama atómica cortó la cadena cerca del volumen. Volviéndose a guardar el soplete de bolsillo, el ladrón se alzó, tomó el plano de Bill de su regazo, y desapareció rápidamente.
Al principio, Bill no se dio cuenta de la magnitud de su pérdida. Emergió lentamente de su sueño, con la cabeza espesa y la sensación de que algo iba mal. Tan solo después de repetidos tirones se dio cuenta de que la cadena estaba soldada al asiento y de que el libro había desaparecido. La cadena no podía ser arrancada, y al final tuvo que soltársela del cinturón y dejarla colgando. Regresando hasta la entrada, llamó en la ventanilla de la taquilla.
— No se devuelve el dinero — dijo el robot.
— Deseo denunciar un crimen.
— La policía se encarga de los crímenes. Usted quiere hablar con la policía por teléfono. Aquí hay un teléfono. El número es 111-11-111. — Se abrió una portezuela y salió despedido un teléfono que le dio a Bill en el pecho, echándolo hacia atrás. Marcó el número.
— Policía — dijo una voz, y un sargento con cara de bulldog, vistiendo un uniforme azul prusia y un rictus, apareció en la pantalla.
— Deseo denunciar un robo.
— ¿Grave o leve?
— No lo sé. Me han robado mi Plano.
— Leve. Vaya a la estación de policía más cercana. Este es el circuito de emergencia y lo está ocupando ilegalmente. La pena por ocupar ilegalmente un circuito de emergencia es… — Bill apretó con fuerza el botón y la pantalla se oscureció. Se volvió al cajero robot.
— No se devuelve el dinero — dijo este. Bill dio un bufido de impaciencia.
— Cállate. Todo lo que quiero saber es dónde está la estación de policía más cercana.
— Soy un robot cajero y no de información. No tengo ese dato en mi memoria. Le sugiero que consulte su plano.
— ¡Pero si me han robado mi plano!
— Le sugiero que hable con la policía.
— Pero… — Bill se puso rojo y pateó irritado la taquilla.
— No se devuelve el dinero — dijo una voz desde su interior, mientras se alejaba.
— Traguitos, traguitos para que se ponga mona — dijo un robot-bar, acercándose y susurrándole al oído. Luego emitió el sonido de cubos de hielo sonando en un vaso helado.
— Es una estupenda idea. Una cerveza. Grande. — Metió unas monedas en la ranura, y agarró la jarra que cayó por el dispensador, evitando apenas que cayese al suelo. Lo refrescó y lo restauró, y le calmó la irritación. Contempló el letrero que decía: «AL PALACIO ENJOYADO» —. Iré al Palacio. Le daré una mirada, y buscaré a alguien allí que pueda guiarme hasta una estación de policía. ¡Ay!
El robot-bar le había arrancado la jarra de la mano, casi llevándosela el dedo índice en el proceso, y con una impecable precisión robótica la había arrojado a la abierta boca de una rampa de desperdicios, situada a diez metros de distancia, que salía de una pared.
El Palacio Enjoyado parecía ser casi tan accesible como los Jardines Colgantes, y decidió dar cuenta del robo antes de pagar la entrada al recinto verjado que circundaba a una respetable distancia el palacio. Cerca de la entrada había un policía, sacando tripa y haciendo girar su porra, que debía saber dónde se hallaba la estación de policía.
— ¿Dónde está la estación de policía? — preguntó Bill.
— No soy ninguna central de información… Use su Plano.
— Pero — dijo a través de apretados dientes —, no puedo. Me han robado el plano, y es por eso por lo que deseo… ¡Auggh!
Bill había dicho ¡auggh! porque el policía, con un movimiento bien aprendido, le había clavado la porra en el sobaco y acorralado con ella contra un rincón.
— Yo fui soldado antes de lograr pagar mi licencia — dijo el policía.
— Apreciaría mejor sus reminiscencias si me sacara la porra del sobaco — gimió Bill, y luego suspiró agradecido cuando esta desapareció.
— Como fui soldado, no me gustaría ver a un compañero poseedor del Dardo Púrpura con la Nebulosa del Saco de Carbón meterse en líos. Por otra parte, soy un policía honesto y no acepto sobornos, pero si un compañero me prestase veinticinco pavos hasta el día de cobro, le estaría muy agradecido.
Bill había nacido estúpido, pero estaba aprendiendo. El dinero apareció y se desvaneció rápidamente, y el policía se relajó, golpeando con la punta de su porra sus amarillentos dientes.
— Muchacho, déjame que te diga algo antes de hablarte oficialmente en virtud de mi cargo, ya que ahora hemos estado hablando de compañero a compañero. Hay un montón de formas en que meterse en líos aquí en Helior, pero la más fácil es perder el Plano. En Helior eso se paga con la horca. Sé de un chico que fue a la estación para informar que alguien le robó el Plano y lo espesaron antes de que hubieran transcurrido diez segundos, tal vez cinco. Y ahora, ¿qué es lo que querías decirme?
— ¿Tiene lumbre?
— No fumo.
— Entonces, adiós.
— Tómatelo con calma, muchacho.
Bill dobló una esquina y se aplastó contra la pared, respirando profundamente. ¿Y ahora qué? Apenas si podía hallar su camino por aquellos lugares con el plano… ¿cómo iba a hacerlo sin él? Tenía un peso en su interior que trataba de ignorar. Apartó su sensación de terror y trató de pensar, pero pensar la causaba dolor de cabeza. Parecía que hacía años desde su última buena comida, y al pensar en la comida comenzó a segregar saliva a tal velocidad que casi se ahogó. Comida, eso era lo que necesitaba, comida para poder pensar, tenía que relajarse sobre un jugoso filete, y cuando el hombrecillo interior estuviera satisfecho podría pensar claramente y hallar una forma en que salir de este lío. Tenía que haber una forma de hacerlo. Le quedaba casi un día completo antes de tener que regresar al cuartel, y eso era bastante. Dando la vuelta a una esquina, penetró en un alto túnel deslumbrante de luz, y la más brillante de las luces era un signo que decía: «EL TRAJE ESPACIAL DORADO».
— El Traje Espacial Dorado — dijo Bill —. Eso es lo que necesito. Menudo restaurante, famoso en toda la galaxia por los incontables programas de televisión en los que ha aparecido. He ahí la forma en que volver a recuperar mi antigua moral. Será caro, pero qué infiernos…
Apretándose el cinturón y arreglándose el cuello, subió por las amplias escalinatas doradas y atravesó la imitación de compuerta espacial. El maitre le hizo una seña y le sonrió, la suave música le acarició en el camino, y el suelo se abrió bajo sus pies. Arañando inerme las lisas paredes, cayó por un dorado tubo que se inclinaba gradualmente, hasta que, cuando emergió de él, cruzó el aire y cayó, de bruces, en un polvoriento callejón metálico. Frente a él, pintado en la pared con letras de medio metro de alto, se leía el imperativo mensaje: «LÁRGATE, DESGRACIADO». Se alzó y se quitó el polvo, y un robot se le aproximó y le murmuró al oído con la voz de una joven y bella muchacha:
— Apuesto a que estás hambriento, cariño. ¿Por qué no pruebas la pizza con curry al estilo neoindio de Giuseppe Sing? Estás tan solo a unos pasos de su establecimiento, tienes la dirección en la parte de atrás de la tarjeta.
El robot sacó una tarjeta de una ranura en su pecho y la colocó cuidadosamente en la boca de Bill. Era un robot barato y mal ajustado.
Bill escupió la pastosa tarjeta y la limpió en su pañuelo.
— ¿Qué pasó? — preguntó.
— Apuesto a que estás hambriento, cariño… grrr-ark — el robot cambió de grabación al oír las palabras de Bill —. Has sido expulsado de El Traje Espacial Dorado, famoso en toda la galaxia por los incontables programas de televisión en los que ha aparecido, porque eres un desgraciado sin dinero. Cuando entraste en el establecimiento te miraron con rayos X y computaron automáticamente el contenido de tus bolsillos. Como este contenido era obviamente inferior a la consumición mínima de entrada, una bebida e impuestos, te expulsaron. Pero aún estás hambriento, ¿no, cariño? — el robot lo miró de reojo y su almibarada y sexy voz surgió por entre las rendijas de su altavoz bucal —. Ven a Sing, en donde la comida es buena y barata. Prueba la fabulosa lasaña de Sing con dahl y salsa de lima.
Bill fue allí, no porque desease nada de esa repugnante concocción italobombayesa, sino porque en la parte trasera de la tarjeta había un mapa de instrucciones. Notaba una sensación de seguridad al saber de nuevo cómo ir de algún punto a otro, siguiendo las direcciones, bajando por aquella escalera, cayendo por aquel tubo gravitatorio, agarrándose como podía a las anillas deslizantes. Tras un último giro, su nariz fue tomada al asalto por una oleada de aroma de grasa rancia, ajo pasado y carne chamuscada, y supo que ya había llegado.
La comida era increíblemente cara, y mucho peor de lo que jamás podría haber imaginado que fuera, pero calmó el doloroso rugir de su estómago, por atontamiento ya que no por placentera saciación. Con una uña trató de desprender horribles trozos de ternilla de entre sus dientes, mientras miraba al hombre sentado frente a él en la mesa, que estaba quejándose en voz baja mientras se obligaba a tragar cucharadas de algo inmencionable. Su compañero de mesa estaba vestido con brillantes ropas festivas, y parecía ser un tipo gordo, amable y amistoso.
— Hey… — dijo Bill, sonriendo.
— Cáete muerto — gruñó el hombre.
— Todo lo que dije fue hey. — Petulantemente.
— Ya es bastante. Todos los que se han molestado en hablarme en las dieciséis horas que he pasado en este llamado planeta de placer, me han timado o estafado o robado mi dinero en una forma u otra. Estoy casi arruinado, y aún me quedan seis días de mi vacación. Ver Helior y Vivir.
— Tan solo quería preguntarle si podría darle una ojeada a su plano mientras está comiendo.
— Ya te he dicho que todo el mundo quiere timarme. Cáete muerto.
— Por favor.
— De acuerdo… Por veinticinco pavos, en contante y por anticipado. Y tan solo mientras esté comiendo.
— ¡Vale! — Bill puso el dinero sobre la mesa de un golpe, se zambulló bajo la mesa y, sentado con las piernas cruzadas, comenzó a ojear furiosamente el volumen, apuntando las instrucciones de viaje tan aprisa como podía encontrar su camino. Sobre él, el gordo continuaba comiendo y gruñendo, y cuando tomaba un bocado particularmente malo, la sacudida tiraba de la cadena y hacía perder el punto a Bill. Este ya había casi logrado marcar una ruta hasta medio camino del refugio en el Cuartel de Tránsito para Tropa antes de que el hombre tirase del libro y se marchase.
Cuando Ulises regresó de su terrorífico viaje, se guardó mucho de dañar los oídos de Penélope con los increíbles detalles de su viaje. Cuando Ricardo Corazón de León, finalmente liberado de su calabozo, volvió a casa tras los años repletos de peligros de las Cruzadas, no asaltó la sensibilidad de la reina Berengaria con anécdotas horripilantes, simplemente la saludó y le abrió el cinturón de castidad. Ni yo tampoco, gentil lector, profanaré tu escucha con los peligros y desesperaciones de los periplos de Bill, pues están fuera de todo lo imaginable. Baste decir que lo logró: llegó al C.T.T.
A través de enrojecidos ojos, contempló parpadeante el cartel CUARTEL DE TRÁNSITO PARA TROPA, y luego tuvo que apoyarse contra la pared, pues la alegría lo dejaba sin fuerzas. ¡Lo había logrado! Tan solo había sobrepasado en ocho días su permiso, y esto no podía importar mucho. Pronto se hallaría de nuevo entre los amistosos brazos de los soldados, apartado de los kilómetros sin fin de corredores metálicos, las multitudes continuamente apresuradas, los toboganes, corredizos resbalantes, tubos gravitatorios, elevadores, subidas de succión y demás. Podría emborracharse con sus compañeros y dejar que el alcohol disolviese las memorias de sus terribles viajes, tratando de olvidar el horror sin fin de aquellos días errabundos, sin comida ni agua, ni el sonido de una voz humana, tambaleándose sin fin a través de las profundidades estigias de los Niveles del Papel Carbón. Todo esto había pasado. Se sacó el polvo de su arrugado uniforme, dándose vergonzosa cuenta de los descosidos, arrugas y botones que le faltaban. Si podía meterse en el cuartel sin ser detenido, se cambiaría de uniforme antes de presentarse al oficial de guardia.
Algunas cabezas se volvieron hacia él, pero logró pasar perfectamente por la sala de día hasta llegar a los dormitorios. Solo que su colchón estaba enrollado, habían desaparecido sus mantas y su taquilla estaba vacía. Comenzaba a creer que se encontraba en un lío, y para los soldados un lío nunca es algo fácil. Reprimiendo una gélida sensación de desesperación, se aseó como mejor pudo en la letrina, dio un trago reparador del grifo de agua fría, y luego se arrastró hasta la sala de día. El sargento primero estaba en su escritorio, un gigantesco hombre, musculoso y de aspecto sádico, con una piel oscura del mismo color que la de su viejo amigo Tembo. Tenía un muñeco de plástico ataviado con uniforme de capitán en una mano, y le estaba clavando clips desdoblados con la otra. Sin volver la cabeza, giró los ojos hacia Bill y dio un bufido.
— Estás en un buen lío, soldado, al venir a la sala de día con un uniforme como ese.
— Estoy en un lío más grande del que se imagina, sargento — dijo Bill, apoyándose débil en el escritorio. El sargento contempló las asimétricas manos de Bill, mientras sus ojos corrían rápidamente de una a otra.
— ¿De dónde has sacado esa mano, soldado? ¡Habla! Conozco esa mano.
— Perteneció a un amigo mío, y también tengo el brazo que iba con ella.
Ansioso por pasar a cualquier tema que no fuera el de sus crímenes militares, Bill extendió la mano para que el sargento la contemplara. Pero se horrorizó cuando los dedos formaron un duro puño, los músculos se apretaron en su brazo, y el puño voló hacia adelante para dar de lleno en la mandíbula del sargento primero, echándolo hacia atrás con silla y todo.
— ¡Sargento! — gritó Bill, y agarró su mano rebelde con la otra, llevándola, no sin luchar, de nuevo a su costado.
El sargento se alzó lentamente, y Bill se echó hacia atrás, temblando. No se lo podía creer cuando vio que el sargento se sentaba de nuevo, sonriendo.
— Ya sabía yo que conocía esa mano, es la de mi viejo amigo Tembo. Siempre bromeábamos así. Ten buen cuidado con esa mano, ¿me escuchas? ¿Llevas algo más de Tembo por ahí? — y cuando Bill le dijo que no, repicó un rápido toque de tam-tam en el borde del escritorio —. Bueno, se ha ido al Gran Rito Jujú en el cielo. — La sonrisa se desvaneció y volvió a aparecer el rictus —. Estás en un buen lío, soldado. Déjame ver tu tarjeta de identificación.
La arrancó de los inertes dedos de Bill y la introdujo en una rendija del escritorio. Parpadearon luces, zumbó un mecanismo, vibró, y se encendió una pantalla. El sargento primero leyó el mensaje que allí había y, mientras lo hacía, el rictus desapareció de su rostro para ser reemplazado por una expresión de fría cólera. Cuando volvió a llevar sus ojos a Bill, eran rendijas entrecerradas que lo clavaron al suelo con una mirada que podría cortar la leche en un instante o destruir formas de vida inferiores como roedores o cucarachas. Congeló la sangre de Bill en sus venas y envió por su cuerpo un estremecimiento que lo hizo agitarse como un arbusto al viento.
— ¿De dónde robaste esta tarjeta de identificación? ¿Quién eres?
Al tercer intento, Bill logró extraer algunas palabras de sus paralizados labios.
— Soy yo… Esa es mi tarjeta… Soy yo, el técnico en fusibles de primera clase Bill…
— Eres un mentiroso — una uña exclusivamente diseñada para seccionar venas yugulares golpeó la tarjeta —. Esta tarjeta debe de haber sido robada, porque el técnico en fusibles de primera clase Bill partió de aquí hace ocho días. Eso es lo que dice el archivo, y los archivos no mienten. Te la has cargado, estúpido.
Apretó un botón rojo marcado POLICÍA MILITAR, y a lo lejos se pudo oír un timbre de alarma zumbando irritadamente. Bill agitó los pies y sus ojos rodaron, buscando una forma en que escapar.
— Aguántalo ahí, Tembo — saltó el sargento —. Quiero llegar al fondo de esto.
El brazo izquierdo/derecho de Bill se agarró al borde del escritorio, y no pudo arrancarlo de allí. Aún se estaba peleando con él cuando resonaron pesadas botas a sus espaldas.
— ¿Qué pasa? — gruñó una voz familiar.
— Usurpación de la personalidad de un suboficial más otros cargos de menor importancia que no importan, pues este solo ya implica una lobotomía con arco voltaico y treinta latigazos.
— Oh, señor — rió Bill, girando y alegrando sus ojos al ver una muy odiada figura —. ¡Deseomortal Drang! Dígales que me conoce.
Uno de los dos hombres era el usual bruto de casco rojo, porra y pistola, con forma humana. Pero el otro tan solo podía ser Deseomortal.
— ¿Conoce al prisionero? — preguntó el sargento primero.
Deseomortal bizqueó, recorriendo con sus ojos todo el cuerpo de Bill.
— Conocí a un trasteafusibles de sexta clase llamado Bill, pero tenía dos manos que se complementaban. Hay algo bastante extraño aquí. Le atizaremos un poco en el cuerpo de guardia y ya le haremos saber lo que confiese.
— Afirmativo. Pero cuidado con el brazo izquierdo. Es de un amigo mío.
— No lo tocaremos.
— ¡Pero yo soy Bill! — gritó Bill —. Ese soy yo, el que está en mi tarjeta. Puedo probarlo.
— Es un impostor — dijo el sargento, y señaló a los controles de su escritorio —. Los archivos dicen que el técnico en fusibles de primera clase Bill partió de aquí hace ocho días, y los archivos no mienten.
— Los archivos no pueden mentir, o no existiría el orden en el universo — dijo Deseomortal, atornillando profundamente su porra en las tripas de Bill y empujándolo hacia la puerta —. ¿Aún no han llegado esos aprietapulgares que reclamamos? — le preguntó al otro PM.
Tan solo pudo ser la fatiga lo que llevó a Bill a hacer lo que hizo. La fatiga, la desesperación, y el miedo combinados que le dominaron, pues en lo más profundo de su corazón era un buen soldado, y había aprendido a ser Bravo, y Limpio, y Reverente, y Heterosexual, y todo lo demás. Pero cada hombre tiene su punto de rotura, y Bill había llegado al suyo. Tenía fe en la imparcialidad de la justicia, pues no le habían enseñado la verdad, pero en realidad era el pensamiento de la tortura lo que le molestaba. Cuando sus ojos, enloquecidos por el miedo, vieron el cartel que decía LAVANDERIA, una sinapsis se cerró, sin volición consciente por su parte, y saltó hacia adelante, arrancándose con su repentina y desesperada acción de la mano que lo aferraba por el brazo. ¡Huida! Tras la portezuela basculante en la pared, debía de haber una caída hasta la lavandería con un hermoso montón de suaves sábanas y toallas al fondo que amortiguarían su caída. ¡Podría escapar! Ignorando los terribles y bestiales gritos de los PM, se zambulló de cabeza por la abertura.
Cayó un metro y medio, dio de cabeza, y casi se la abrió. No era una caída, sino una profunda caja metálica de recogida.
Tras él, los PM golpeaban la portezuela basculante, pero no podían moverla ya que las piernas de Bill la habían bloqueado e impedían que se abriese.
— ¡Está cerrada! — gritó Deseomortal —. ¡Nos la ha jugado! ¿Adónde va a parar esa caída de lavandería? — cometiendo la misma equivocación de Bill.
— No lo sé, yo también soy nuevo aquí — jadeó el otro hombre.
— ¡Serás nuevo en la silla eléctrica si no encontramos a ese cerdo!
Las voces disminuyeron mientras las pesadas botas corrían alejándose, y Bill se estremeció. Su cuello estaba doblado en un ángulo raro y le dolía, sus rodillas le apretaban el pecho, y estaba medio sofocado por la ropa contra la que se aplastaba su rostro. Trató de extender las piernas y empujar la tapa de metal, pero se oyó un click cuando algo se abrió y cayó hacia adelante, al abrirse la caja de recogida al corredor de servicio al otro lado de la pared.
— ¡Ahí está! — dijo una odiada voz familiar, y Bill se tambaleó alejándose. Las botas que corrían estaban pisándole los talones cuando llegó a un tubo gravitatorio y de nuevo se zambulló de cabeza, con bastante más éxito esta vez. Cuando los apoplécticos PM saltaron tras él, el mecanismo automático los separó unos buenos cinco metros unos de otros. Era una caída lenta y suave, y la visión de Bill se aclaró finalmente. Miró hacia arriba, y se estremeció a la vista de la fisonomía repleta de colmillos de Deseomortal flotando tras él.
— Viejo amigo — sollozó Bill, juntando sus manos en una actitud de ruego —. ¿Por qué me persigue?
— No me llames amigo, espía chinger. Ni siquiera eres un buen espía: tus brazos no concuerdan — mientras caía, Deseomortal sacó la pistola de la funda y la apuntó directamente entre los ojos de Bill —. Muerto mientras tratabas de escapar.
— Tenga piedad — rogó Bill.
— Muerte a los chingers — apretó el gatillo.
La bala surgió lentamente de entre la nube de gases en expansión, y planeó medio metro hacia Bill antes de que el zumbante campo gravitatorio la detuviese. La simple mente del mecanismo automático tradujo la velocidad de la bala como masa y asumió que otro cuerpo había entrado en el tubo gravitatorio, y le dio una posición. La caída de Deseomortal se detuvo hasta que se halló a cinco metros por detrás de la bala, mientras que el otro PM también asumía la misma posición relativa tras él. El vacío entre Bill y sus perseguidores era ahora el doble, y aprovechó esto, saliendo por la abertura del siguiente nivel. Un elevador abierto lo atrajo hacia sí, y se metió en su interior y cerró la puerta antes de que el blasfemante Deseomortal pudiera surgir del tubo.
Tras esto, la escapatoria fue simplemente cuestión de enmarañar su rastro. Utilizó diferentes métodos de transporte, al azar, y durante todo el tiempo estuvo huyendo hacia niveles inferiores como si buscase, cual un topo, escapar horadando un hueco. Lo que finalmente lo detuvo fue el agotamiento, haciéndole caer al suelo, apoyado contra una pared y jadeando como un triceratops en celo. Gradualmente, tuvo conciencia de sus alrededores, dándose cuenta de que estaba a profundidades mayores de las que jamás había alcanzado. Los corredores eran tétricos y antiguos, manufacturados con planchas metálicas ribeteadas. Pilares masivos, algunos de ellos de más de una treintena de metros de diámetro, rompían la aridez de las paredes, grandes estructuras que soportaban la masa del mundo-ciudad de encima. La mayor parte de las puertas que veía estaban cerradas y atrancadas, con complejos candados colgando de ellas. También se dio cuenta de que había menos luz, mientras arrastraba cansadamente sus pies buscando algo que beber: su garganta ardía como fuego. Delante de él, en la pared, se hallaba un dispensador de bebidas, diferenciándose de la mayor parte de los que había visto porque el frontis del mecanismo estaba reforzado con gruesas barras de acero, y adornado con un gran cartel que decía: Esta máquina está protegida por alarmas tipo los-cuece-vivos. cualquier intento de abrir el mecanismo hará pasar cien mil voltios por el culpable. halló las monedas suficientes en su bolsillo para pagar una heroína-cola doble, y se echó cuidadosamente hacia atrás, fuera del radio de acción de cualquier chispa, mientras se llenaba el vaso.
Se sentía mucho mejor tras bebérsela, hasta que miró su billetero y entonces se sintió mucho peor. Tenía ocho pavos imperiales, y cuando se le acabasen: ¿entonces qué? La piedad por sí mismo logró atravesar el bloque que el cansancio y las drogas establecían sobre sus sentidos, y lloró. Se daba cuenta, en forma vaga, de que ocasionalmente pasaba alguien, pero no prestaba atención. No, hasta que tres hombres se detuvieron frente a él y dejaron que un cuarto cayera al suelo. Bill los contempló, y luego apartó la mirada, mientras sus palabras llegaban vagamente a sus oídos, sin que esto registrase significado, pues se lo estaba pasando mucho mejor hundiéndose en su lacrimosa desesperación.
— Pobre viejo Golph. Parece que está acabado.
— Seguro. Está teniendo la agonía más bonita que jamás he oído. Dejadlo aquí para que lo recojan los robots de limpieza.
— ¿Pero qué hay del trabajo? Tenemos que ser cukoo para que salga bien.
— Demos una mirada a este desplanado.
Una pesada bota golpeando al costado de Bill lo hizo rodar y llamó su atención. Parpadeó, contemplando el círculo de hombres, todos ellos similares en sus andrajosas ropas, sucias pieles y barbudos rostros. Todos eran diferentes en su tamaño y forma, aunque todo tenían algo en común: ninguno de ellos llevaba un Plano, y todos ellos parecían extrañamente desnudos sin los pesados volúmenes colgantes.
— ¿Dónde está tu plano? — preguntó el mayor y más peludo, dando otra patada a Bill.
— Robado… — comenzó a llorar de nuevo.
— ¿Eres soldado?
— Se me quedaron mi tarjeta de identificación…
— ¿Tienes pavos?
— Desaparecidos. Todos han desaparecido… como los envases no canjeables de la antigüedad.
— Entonces eres uno de los desplanados — cantaron al unísono, ayudándole a ponerse en pie —. Y ahora, únete a nosotros en la canción de los desplanados — y con trémulas voces cantaron:
— Mantenéos unidos todos y uno,
pues los Hermanos Desplanados
siempre deberán unirse
y luchar para conseguir
el derecho de que el poder
se desplome y la verdad triunfe,
y para que así nosotros,
que otrora fuimos libres,
podamos alguna vez ser libres
para ver los cielos del azul encima,
y oír el gentil glop-glop de la nieve.
— No rima demasiado bien — dijo Bill.
— Ah, andamos faltos de talentos por aquí abajo, andamos — dijo el más pequeño y viejo de los desplanados, tosiendo con una tos entrecortado y raquítica.
— Cállate — dijo el más grande, dándole un puñetazo en los riñones al viejo; y dirigiéndose luego a Bill —: Soy Litvok, y esta es mi manada. Formas parte de mi manada ahora, recién llegado, y tu nombre es Golph 28169 menos.
— No, no lo soy. Mi nombre es Bill, y es más fácil de decir… — le dieron otra patada…
— ¡Cierra el pico! Bill es un nombre difícil porque es un nombre nuevo, y nunca recuerdo nombres nuevos. Yo siempre he tenido un Golph 28169 menos en mi manada. ¿Cuál es tu nombre?
— Bi… ¡ay! ¡Quiero decir Golph!
— Así está mejor… pero no olvides que también tienes un apellido.
— Yo estoy hambriento — gimió el viejo —. ¿Cuándo vamos a hacer el asalto?
— Ahora. Seguidme.
Pasaron por encima del viejo Golph etc., que había expirado mientras se iniciaba el nuevo, y se apresuraron a lo largo de un oscuro y húmedo pasadizo. Bill los siguió, preguntándose en dónde se había metido ahora, pero demasiado cansado como para preocuparse en este momento. Estaban hablando de comida; después de conseguirse alguna comida podría pensar qué hacer a continuación, pero mientras tanto se sentía contento porque alguien se ocupase de él y pensase por él. Era como volver a estar de nuevo con el ejército, solo que mejor, pues uno no tenía que afeitarse.
El pequeño grupo de hombres emergió a una sala brillantemente iluminada, molestándoles algo el repentino resplandor. Litvok les hizo una seña para que se detuvieran y miró cuidadosamente en ambas direcciones, luego hizo pantalla con una mano rebozada de suciedad detrás de su oreja en forma de coliflor y escuchó, frunciendo el ceño por el esfuerzo.
— Parece que todo está bien. Schmutzig, tú te quedas aquí y das la alarma si viene alguien; Sporco, atraviesa la sala hasta el otro lado y haz lo mismo; tú, el nuevo Golph, vienes conmigo.
Los dos centinelas se dirigieron hacia sus puestos, mientras Bill seguía a Litvok hasta una salita que contenía una puerta metálica cerrada que el fornido jefe abrió con un simple golpe de martillo de metal que sacó de algún lugar oculto entre sus mugrientas ropas. En el interior, había un cierto número de tubos de diversas dimensiones que se alzaban del suelo y se desvanecían en el techo de arriba. Cada tubo estaba marcado con un número, y Litvok lo señaló.
— Tenemos que encontrar el kl-9256-B — dijo —. Vamos.
Bill encontró rápidamente el tubo, tenía el grosor de su muñeca, y acababa de llamar al jefe de la manada cuando sonó un agudo silbido en la sala.
— ¡Fuera! — dijo Litvok, y empujó a Bill frente a él. Luego cerró la puerta y se puso frente a ella, de tal forma que con su cuerpo cubría la cerradura rota. Se oyó un siseo y un ronroneo crecientes que se acercaban desde la sala hacia ellos, mientras esperaban en la salita. Litvok ocultaba su martillo tras de sí, y el ruido creció hasta que apareció un robot de limpieza que giró hacia ellos sus ojos binoculares montados sobre antenas.
— ¿Harán el favor de echarse a un lado? Este robot desea limpiar el lugar en el que se encuentran — dijo una voz grabada desde el interior del robot, con tono firme. Hizo girar esperanzado sus cepillos en su dirección.
— Lárgate — gruñó Litvok.
— La interferencia con un robot de limpieza durante el desempeño de su deber es un crimen castigable, al mismo tiempo que un acto antisocial. ¿Se han entretenido en pensar cuál sería la situación si el Departamento de Limpieza no…?
— Bocazas — rugió Litvok, y golpeó al robot en la parte alta de su caja craneana con el martillo.
— ¡Uonkiti! — aulló el robot, y escapó zigzagueando a lo largo de la sala, chorreando agua por sus aspersores.
— Acabemos con esto — dijo Litvok, abriendo de nuevo la puerta. Le entregó el martillo a Bill, y sacando una sierra de metales de algún lugar de sus despedazadas ropas atacó la tubería con frenéticos tirones. La tubería de metal era dura, y al cabo de un minuto ya estaba empapado en sudor y comenzaba a cansarse.
— Sigue tú — le chilló a Bill —, ve tan de prisa como puedas, y luego te sustituiré.
Turnándose, les llevó menos de tres minutos el segar completamente el tubo. Litvok volvió a meterse la sierra entre sus ropas y tomó el martillo.
— Prepárate — dijo, escupiendo en sus manos y dando luego un tremendo martillazo a la tubería.
Con dos golpes logró que la parte superior del tubo cortado se doblase hasta desalinearse con la parte inferior, y del orificio comenzó a manar un río sin fin de salchichas tipo Frankfurt verdes enlazadas. Litvok tomó un extremo de la cadena y se lo echó por sobre los hombros de Bill, luego comenzó a enrollar vueltas y más vueltas de las cosas sobre sus hombros y brazos, cada vez más alto. Llegaron al nivel de los ojos de Bill, y este pudo leer las blancas letras estampadas sobre sus formas de color gris hierba: SUPERCLORAS, decía, y también: ¡REPLETAS DE SOL! y: LA MARCA DE DISTINCIÓN, y: PRUEBE NUESTRAs TROTAMBURGUESAS LA PRÓXIMA VEZ.
— Ya basta — gruñó Bill, tambaleándose bajo el peso. Litvok cortó la cadena y comenzó a enrollársela sobre sus propios hombros, cuando el fluir de cosas verdes cesó repentinamente. Tiró de las últimas que quedaban en el tubo y corrió hacia la puerta.
— Ha sonado la alarma, nos persiguen. ¡Huyamos antes de que lleguen los polis! — Silbó fuertemente, y los vigías llegaron corriendo para unírselas. Corrieron, con Bill tambaleándose bajo el peso de las salchichas, en una carrera de pesadilla a través de los túneles, bajando escaleras de mano y tubos aceitados, hasta que alcanzaron una polvorienta área desierta en la que las débiles luces eran pocas y muy espaciadas. Litvok abrió una trampilla del suelo y se dejaron caer uno a uno, para arrastrarse por un túnel de cables y tubos entre dos niveles. Schmutzig y Sporco iban detrás para recoger las salchichas que caían de la dolorida espalda de Bill. Finalmente, a través de una rejilla cortada, llegaron a su totalmente oscuro destino, y Bill se derrumbó en el suelo, que se hallaba cubierto de despojos. Con gritos de ansia, los otros le arrebataron su carga, y al cabo de un minuto ardía un fuego en una papelera de metal y las verdes salchichas se estaban tostando en una parrilla.
El delicioso olor de la clorofila asada animó a Bill, que miró a su alrededor con interés. A la parpadeante luz de las llamas vio que se encontraba en una inmensa cámara que se desvanecía por todos los lados en la oscuridad. Unos gruesos pilares soportaban el techo y la ciudad de encima, y entre ellos se alzaban inmensas pilas y montones de todos los tamaños. El viejo, Sporco, caminó hasta el montón más cercano y arrancó algo. Cuando regresó, Bill pudo ver que llevaba hojas de papel, que comenzó a echar una a una al fuego. Una de las hojas cayó cerca de Bill, y este vio, antes de echarla a las llamas, que se trataba de un impreso gubernamental de algún tipo, amarillento por la edad.
Aunque a Bill nunca le habían gustado las supercloras, le encantaron ahora. El apetito servía de salsa, y el papel ardiendo les daba un nuevo sabor. Ayudaron a pasar las salchichas con herrumbrosa agua de un cubo colocado bajo una gotera de una tubería, con lo que tuvieron un festín de reyes. Esta es la buena vida, pensó Bill, sacando otra super del fuego y sorbiendo: buena comida, buena bebida, buenos amigos. Un hombre libre.
Litvok y el viejo ya estaban durmiendo sobre camas hechas con papel arrugado, cuando el otro, Schmutzig, se acercó a Bill.
— ¿Has encontrado mi tarjeta de identidad? — preguntó con un hueco suspiro, y Bill se dio cuenta de que el hombre estaba loco. Las llamas se reflejaban en forma extraña en los astillados cristales de sus gafas, y Bill pudo ver que tenían montura de plata, y que en otro tiempo debieron de ser muy caras. Alrededor del cuello de Schmutzig, medio ocultos por su descuidada barba, se encontraban los restos de un cuello de camisa, y jirones de lo que en otro tiempo fue una elegante corbata.
— No, no he visto tu tarjeta de identidad — dijo Bill En realidad, no he visto la mía desde que el sargento primero se la llevó y se olvidó de devolvérmela. — Bill comenzó a sentirse compasivo hacia sí mismo de nuevo, y las asquerosas salchichas estaban pesando como plomo en su estómago. Schmutzig ignoró su respuesta, inmerso como estaba en su mucho más interesante monomanía.
— Soy un hombre importante, ¿sabes?: Schmutzig von Drek es un nombre que cuenta, ya se enterarán. Creen que pueden salirse con la suya, pero no podrán. Dijeron que era un error, un simple error, que la grabación en los archivos se rompió, y cuando la repararon tuvieron que cortar un trocito chiquito, y que allí era donde estaba la información acerca de mí. La primera noticia que tuve de ello fue cuando a final de mes no llegó mi paga, y fui a verlos y pareció que nunca habían oído hablar de mí. Pero todo el mundo ha oído hablar de mí, von Drek es un apellido muy antiguo. Ya era jefe intermedio antes de cumplir los veintidós, y tenía trescientos cincuenta y seis operarios bajo mis órdenes en la División de Grapas y Clips para Papel de la 89.11 Ala de Abastecimiento para Oficinas. Así que no podían hacerme creer que jamás habían oído hablar de mí, aunque hubiera olvidado mi tarjeta de identificación en casa, en otro traje. Ni tenían razón para llevarse todo lo que había en mi departamento mientras yo estaba fuera de él tan solo porque estaba arrendado a lo que ellos llamaban una persona imaginaria. Podría haber probado que era quien decía si hubiera tenido mi tarjeta de identidad… ¿Has visto mi tarjeta de identidad?
Ahora me toca a mí, pensó Bill. Y dijo en voz alta:
— Eso suena a mala pasada. Te diré lo que haré: te ayudaré a buscarla. Me iré por ahí a ver si la encuentro.
Antes de que la confusa cabeza de Schmutzig pudiera pensar una respuesta, Bill ya se había escabullido por entre los montañosos montones de viejos archivos, muy contento consigo mismo por haber logrado ser más listo que un loco de mediana edad. Se sentía placenteramente repleto, y cansado, y no quería ser molestado de nuevo. Lo que necesitaba ahora era una buena noche de descanso, y luego, por la mañana, ya pensaría en todo este lío, y hasta quizá encontrase cómo salir de él. Tanteando su camino por entre los atiborrados pasadizos, recorrió una larga distancia, separándose de los otros desplanados, antes de subir a un tambaleante montón de papel y, de ahí, subir a otro aún más alto. Suspiró aliviado y arregló un mantoncito de papel para que le sirviera de almohada, y cerró después los ojos.
Entonces las luces se encendieron en hileras en el techo del almacén, y agudos silbatos de la policía sonaron por todas partes, así como gritos guturales que lo llenaron de terror.
— ¡Agarra a ese! ¡No lo dejes escapar!
— ¡Ya tengo a este ladrón!
— Vosotros, malditos desplanados, habéis robado vuestra última superclora. Os mandarán a las minas de sales de uranio de Zana-21
Y luego:
— ¿Los tenemos a todos…? — y mientras Bill seguía recostado, agarrándose desesperadamente a los impresos, y con el corazón palpitando aterrorizado, llegó por fin la respuesta:
— Sí, cuatro. Los hemos estado vigilando durante mucho tiempo, esperando agarrarlos si intentaban algo como esto.
— Pero aquí solo hay tres.
— Vi al cuarto antes: se lo llevaba un robot de limpieza, y estaba tan tieso como un palo.
— Afirmativo. Entonces vámonos.
El miedo corrió de nuevo a través de Bill. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que alguno del grupo hablase y lo delatase para mejorar su situación, diciéndole a los polis que acababan de conseguir un nuevo recluta? Tenía que irse de allí. Toda la policía parecía estar ahora reunida alrededor de donde habían asado las salchichas, y tenía que correr el riesgo. Deslizándose de la pila tan silenciosamente como pudo, comenzó a reptar en dirección opuesta. Si no había salida en aquella dirección, estaba atrapado… ¡No tenía que pensar así! Tras él sonaron silbatos, y supo que ya habían comenzado a perseguirlo. La adrenalina fluyó a raudales en su riego sanguíneo, y salió corriendo hacia adelante, mientras las ricas proteínas equinas de las salchichas añadían fuerza a sus piernas y le imprimían una carrera que era un verdadero trote. Delante de él vio una puerta, y se echó con todo su peso contra ella. Por un instante permaneció inmóvil, y luego se abrió rechinando sobre sus oxidadas bisagras. Sin reparar en el peligro, se abalanzó por una escalera en espiral, bajando y bajando, hasta llegar a otra puerta, huyendo locamente, pensando únicamente en el escape.
De nuevo, con el instinto de un animal perseguido, huyó hacia abajo. No se fijó en que las paredes estaban ahora remachadas y en algunos sitios recubiertas de óxido, ni pensó que era poco usual el que tuviera que abrir una atrancada puerta de madera: ¡madera en un planeta que no había visto un árbol en un centenar de milenios! El aire era más húmedo y a veces maloliente, y su empavorecida carrera lo llevó a través de un túnel de piedra en el que bestias innominadas huyeron frente a él con el tamborileo de malignas garras. Había largos espacios condenados a la oscuridad eterna, en donde tenía que hallar su camino a tientas, corriendo sus dedos a lo largo del repugnante y viscoso moho que cubría las paredes. Donde había luces, brillaban débilmente tras sus cargas de telarañas y cadáveres de insectos. Chapoteó a través de charcos de agua estancada, hasta que, lentamente, la extrañeza de lo que lo rodeaba le penetró y le hizo mirar a su alrededor. En el suelo, bajo sus pies, había otra puerta, y aún impelido por el reflejo de la huida la abrió, pero no llevaba a ninguna parte. En lugar de esto daba acceso a un depósito de alguna clase de metal granuloso, no muy diferente al azúcar en bruto. Aunque quizá fuese un aislamiento. Tal vez fuera comestible. Se inclinó y cogió un poco entre sus dedos, y lo aplastó con los dientes. No, no era comestible. Lo escupió, aunque había algo realmente familiar en él. Entonces recordó.
Era polvo. Tierra. Suelo. Arena. La cosa esa de que están hechos los planetas, de que este planeta estaba hecho. ¡Era la superficie de Helior, sobre la que descansaba el increíble peso de aquella ciudad que circundaba el mundo! Miró hacia arriba, y por un inenarrable momento se dio cuenta repentinamente de aquel peso, de todo aquel peso, sobre su cabeza, apretando y tratando de aplastarlo. Ahora estaba en el fondo, en el verdadero fondo, y obsesionado por una claustrofobia galopante. Dando un débil gemido, corrió por el pasillo hasta que llegó a una inmensa puerta sellada y atrancada. No había salida por allí. Y cuando miró al oscuro grosor de la puerta, decidió que realmente no deseaba continuar por aquel camino. ¿Qué innombrables horrores podían acechar tras una puerta como aquella, situada en el fondo del mundo?
Entonces, mientras la contemplaba, paralizado y con los ojos muy abiertos, la puerta chirrió y comenzó a abrirse. Dio la vuelta para echar a correr, y gritó muy alto su terror cuando algo lo aferró en un apretón irresistible…
No es que Bill no tratara de resistirse, pero era imposible. Se agitó entre las garras de esquelético blancura que lo aferraban, y trató fútilmente de arrancárselas de sus brazos, mientras todo el rato daba débiles gemidos de desesperación, como un borrego apresado por las garras de un águila. Agitándose sin efectividad, fue arrastrado hacia atrás a través del tremendo pórtico que se abrió sin intervención de mano humana.
— Bienvenido… — dijo una voz sepulcral, y Bill se tambaleó cuando el apretón inmovilizador fue soltado, y luego se giró para enfrentarse con el gran robot blanco, ahora inmóvil. Al lado del robot se alzaba un hombrecillo de chaqueta blanca, que llevaba puesta una enorme cabeza monda y una sena expresión.
— No tiene por qué decirme su nombre — dijo el hombrecillo —, a menos que lo desee. Pero yo soy el Inspector Jeyes. ¿Ha venido en busca de asilo?
— ¿Acaso lo ofrece? — preguntó Bill, dubitativo.
— Es un punto interesante, muy interesante — Jeyes se frotó sus arrugadas manos con un sonido seco y áspero —. Pero no debemos meternos ahora en argumentos teológicos, a pesar de lo tentadores que puedan ser, se lo aseguro. Así que creo que lo mejor será que haga una declaración de hecho, sí, realmente. Encontrará asilo aquí… ¿Ha venido para obtenerlo?
Bill, ahora que se había recobrado de su primitiva emoción, estaba comportándose cautelosamente, recordando todos los follones en que se había visto envuelto por abrir su boca.
— Escuche, no sé ni quien es usted ni donde estoy, ni qué me pedirá a cambio de eso del asilo.
— Muy correcto, aunque le aseguro que el error fue mío, ya que le tomé por uno de los desplanados de la ciudad, a pesar de que me doy cuenta de que los harapos que lleva puestos fueron en otro tiempo el uniforme de paseo de un soldado, y que el trozo de latón oxidado en su pecho es lo que resta de una noble condecoración. Bienvenido a Helior, el Planeta Imperial. Y ¿qué tal va la guerra?
— Bien, gracias… Pero ¿a qué viene todo esto?
— Soy el inspector Jeyes, del Departamento Municipal de Limpieza. Puedo ver, y sinceramente espero que perdonará mi indiscreción, que se halla usted en dificultades, mal uniformado, sin Plano, y tal vez hasta le habrá desaparecido su tarjeta de identidad. — Contempló el inquieto agitarse de Bill con ojos astutos, de pájaro —. Pero no tiene por qué ser así. Acepte el asilo. Proveeremos por ustedes, le daremos un buen trabajo, un nuevo uniforme, y hasta una nueva tarjeta de identidad.
— ¡Todo lo que tengo que hacer es convertirme en un barrendero! — resopló Bill.
— Preferimos la apelación de Agentes de Saneamiento — contestó humildemente el inspector Jeyes.
— Ya me lo pensaré — dijo fríamente Bill.
— ¿Puedo ayudarle a llegar a una decisión? — preguntó el inspector, apretando un botón en la pared. El pórtico a la oscuridad total se abrió de nuevo, chirriante, y el robot agarró a Bill y comenzó a empujarle.
— ¡Asilo! — chilló Bill, y luego resopló cuando el robot lo soltó y la puerta se cerró de nuevo —. Iba a pedirlo de todas maneras, no tenía por qué empujarme.
— Un millar de excusas, deseamos que se sienta feliz aquí. Bienvenido al DM de L. Aún corriendo el riesgo de embarazarle, ¿podría preguntarle si necesitará una nueva tarjeta de identidad? Muchos de nuestros reclutas prefieren iniciar una nueva vida aquí en el departamento, y tenemos una vasta selección de tarjetas entre las que pueden escoger. Tiene que recordar que eventualmente acabamos recogiéndolo todo, incluyendo los cadáveres y las papeleras vaciadas, y le sorprendería el número de tarjetas que recogemos de esta forma. Si me hace el favor de entrar en este ascensor…
El DM de L tenía un montón de tarjetas, cajones y cajones de ellas, limpiamente archivadas por orden alfabético. En poco tiempo, Bill encontró una con una descripción que se aproximaba bastante a la suya, emitida a nombre de un tal Wilhelm Stuzzicadenti, y se la enseñó al inspector.
— Muy bien, me alegra contar con usted, Villy…
— Prefiero que me llame Bill.
— …y bienvenido al servicio, Bill. Siempre estamos faltos de personal aquí abajo, y podrá escoger las tareas que desee, sí, realmente, dependiendo naturalmente de su talento y de sus intereses. Cuando piensa en limpieza, ¿qué es lo que le viene a la mente?
— Basura.
El inspector suspiró.
— Esa es la reacción usual, pero había esperado algo mejor de usted. La Basura es una de las cosas con la que nuestra División de Recogida tiene que enfrentarse. También hay Restos, Desperdicios y Porquería. Además, hay los otros departamentos independientes: Limpieza de los Departamentos, Reparación de Cañerías, Investigación, Eliminación de Aguas Residuales…
— Este último suena realmente interesante. Antes de que fuera alistado a la fuerza estaba cursando por correspondencia la carrera de Operador Técnico en Fertilizantes.
— ¡Pero si esto es maravilloso! Tiene que contarme más de eso. Pero antes siéntese, póngase confortable — llevó a Bill hasta un enorme sillón tapizado, y luego se giró para sacar dos recipientes de plástico de un dispensador —, y tómese una refrescante Alco-Sacudida mientras habla.
— No hay mucho que decir, nunca pude terminar mi carrera, y parece que jamás lograré satisfacer mi ambición de toda la vida de trabajar con fertilizantes. Tal vez su Departamento de Eliminación de Aguas Residuales…
— Lo siento, es algo que me destroza el corazón, visto que casi coincide con su especialidad por así decirlo, pero esa es una tarea que no nos da ningún problema, ya que está casi totalmente automatizada. Estamos muy satisfechos de nuestro récord con las aguas residuales porque es realmente grande: debe de haber ciento cincuenta mil millones de personas en Helior…
— ¡Huau!
— …tiene razón, puedo verlo en el brillo de su ojos. Sí, ese es un montón de aguas residuales, y espero en algún momento tener el honor de mostrarle nuestra factoría. Pero recuerde, donde hay aguas residuales tiene que haber comida, y con Helior importando toda su comida tenemos una operación en círculo cerrado que es el sueño de un ingeniero de Saneamiento. Las naves de los planetas agrícolas traen la comida procesada que va a la población, donde sufre lo que podríamos llamar la Cadena de Mando. Nosotros recogemos los efluvios y los procesamos, con los tratamientos usuales, físicos y químicos, bacterias anaerobias y similares… ¿No le estoy aburriendo con todo esto?
— No, por favor… — dijo Bill, sonriendo y secándose una lágrima con el puño —. Es simplemente que me siento tan feliz. Hacía tanto que no tenía una conversación inteligente…
— Ya me lo puedo imaginar; tiene que ser brutal en el servicio. — Le dio una palmada a Bill en el hombro, en un amistoso gesto de bienvenida —. Olvídese de todo eso: ahora está entre amigos. ¿Dónde estábamos? Oh, sí, las bacterias. Entonces hay la deshidratación y la compresión. Producimos uno de los mejores ladrillos de fertilizante condensado de toda la galaxia civilizada, y me enfrentaría con cualquiera que tratase de negarlo…
— ¡Y seguro que ganaría! — afirmó fervientemente Bill.
— Las cadenas automáticas y los ascensores se llevan los ladrillos a los espaciopuertos, donde son cargados en las astronaves en cuanto son vaciadas, una carga completa por cada carga completa, ese es nuestro lema. Y he oído que en algunos de los planetas de suelo pobre dan vivas cuando las naves aterrizan. No, no podemos protestar de nuestro tratamiento de las aguas residuales, son los otros departamentos los que nos crean problemas — el inspector Jeyes vació su recipiente y se quedó sentado con cara huraña, habiendo desaparecido su placer tan repentinamente como había aparecido.
— ¡No, no haga eso! — le chilló a Bill, cuando este terminó su bebida e inició el gesto de tirar el recipiente vacío al receptor de desperdicios de la pared —. No quería gritar en esa forma — se disculpó —, pero ese es nuestro gran, gran problema. Los desechos. ¿Ha pensado alguna vez en cuantos periódicos tiran cada día ciento cincuenta mil millones de personas? ¿O cuantos recipientes no recuperables? ¿O platos de un solo uso? Estamos trabajando en Investigación acerca de este problema, día y noche, pero no logramos solucionarlo. Es una pesadilla. Ese recipiente de Alco-Sacudida que tiene en la mano es una de nuestras respuestas, pero tan solo es una gota de agua en el océano.
Cuando las últimas gotas de líquido se evaporaron del recipiente, este comenzó a agitarse obscenamente en la mano de Bill y, horrorizado, lo dejó caer al suelo, donde continuó agitándose y cambiando de forma, desmoronándose y aplanándose ante sus ojos.
— Tenemos que agradecerle a los matemáticos esta solución — dijo el inspector —. Para un topólogo, un disco o una taza o un recipiente de líquido tienen todos la misma forma: un sólido con un agujero, y cualquiera de ellos puede ser convertido en cualquiera de los otros por una continua transformación uno-a-uno. Así que hicimos los recipientes con un plástico con memoria que regresaba a su forma original una vez seco… mírelo ahí.
El recipiente había cesado de agitarse, y ahora yacía tranquilo en el suelo, un disco plano y finamente grabado con un agujero en el centro. El inspector Jeyes lo recogió y le arrancó la etiqueta de Alco-Sacudida, y Bill pudo entonces leer la otra etiqueta que había estado oculta debajo: Amor en órbita, ¡boing, boing, boing!, cantado por Los Coleópteros.
— ¿No es ingenioso? El recipiente se ha transformado en un disco de una de las más molestas canciones del momento, un objeto que ningún adicto a la Alco-Sacudida puede, en ningún caso, arrojar. Es recogido pues y guardado con cariño, y no lanzado a un recipiente de basuras para crearnos otro problema.
El inspector Jeyes tomó ambas manos de Bill entre las suyas, y cuando lo miró directamente a los ojos los suyos estaban bastante húmedos.
— Diga que lo hará, Bill… que se dedicará a la investigación. Tenemos tal falta de hombres ingeniosos y entrenados que comprendan nuestros problemas. Tal vez no acabó con su carrera de Operador Técnico en Fertilizantes, pero puede ayudar, una mente joven con ideas jóvenes, una nueva escoba para ayudar a barrer las cosas, ¿eh?
— Lo haré — dijo con determinación Bill —. La investigación en los residuos es algo en lo que un hombre puede hincar el diente.
— Se lo ha ganado. Habitación, manutención y uniforme, más un salario digno, y todos los restos y porquerías que desee. Nunca le sabrá mal esta decisión…
Una aullante sirena lo interrumpió, y un instante después un hombre sudoroso y excitado entró corriendo en la habitación.
— ¡Inspector, esta vez sí que se ha disparado el cohete: la Operación Platillo Volador ha fallado! Hay aquí un equipo de astronomía que se está pelando con nuestro grupo de investigación, revolcados por el suelo como si fueran animales…
El inspector Jeyes estaba en la puerta antes de que el mensajero hubiera terminado, y Bill corrió tras suyo, lanzándose por una rampa justamente después de él. Tomaron una cinta de sillas rodantes, pero era demasiado lenta para el inspector, que saltaba como un conejo de silla en silla, y Bill le seguía de cerca. Entonces entraron en un laboratorio repleto de complejo equipo electrónico y de hombres que se agitaban y luchaban, rodando y pateando en un lío inexplicable.
— ¡Paren en seguida, paren! — chilló el inspector, pero nadie le escuchó.
— Tal vez yo pueda ayudar — dijo Bill —. Aprendemos estas cosas en el ejército. ¿Cuáles son los Agentes de Saneamiento?
— Los de uniforme marrón.
— No me diga más — dijo Bill, zumbando alegremente, se introdujo en la gruñente multitud y, con un puñetazo aquí, un aplastamiento de riñones allá, y tal vez con algunos golpes de karate que destruyen la laringe, restauró el orden en la habitación. Ninguno de aquellos agitados intelectuales tenía un gran físico, y pasó a través de ellos como un cuchillo por la mantequilla, y entonces comenzó a extirpar a sus nuevos camaradas del lío.
— ¿Qué ocurre, Basurero, qué ha pasado? — preguntó el inspector Jeyes.
— Son esos, señor. Irrumpen aquí gritando, diciéndonos que acabemos con la Operación Platillo Volador, justo cuando habíamos superado nuestro récord de eliminación, cuando habíamos hallado que casi podíamos aceptar el doble de entradas…
— ¿Qué es eso de la Operación Platillo Volador? — preguntó Bill, muy confuso por lo que sucedía. Ninguno de los astrónomos estaba aún despierto, aunque alguno de ellos gemía ya, así que el inspector tuvo tiempo para explicarle, apuntando a un gigantesco aparato que llenaba todo un costado de la habitación.
— Quizá fuera la respuesta a nuestros problemas — dijo — Son todos esos malditos platos y vasos eliminables de las comidas preparadas y demás. ¡No me atrevo ni a decirle cuantos metros cúbicos se han acumulado! Tal vez sería mejor decir kilómetros cúbicos. Pero Basurero estaba mirando un día una revista y leyó un artículo sobre un transmisor de materia, e hicimos un pedido y compramos el modelo más grande que encontramos. Lo conectamos a la cinta sin fin y a los cargadores — abrió un panel al lado de la máquina, y Bill vio un torrente de utensilios de plástico usados que entraban a gran velocidad —, y alimentamos todos estos malditos desperdicios en el lado de entrada de la máquina, y ha funcionado como un sueño desde entonces.
— Pero… ¿adónde van? — Bill seguía alelado —. ¿Dónde está la salida del transmisor?
— Una pregunta inteligente: ese era nuestro gran problema. Al principio simplemente los lanzábamos al espacio, pero Astronomía dijo que demasiados de ellos regresaban como meteoritos y estropeaban sus observaciones estelares. Aumentamos la energía y los lanzamos más lejos, poniéndolos en órbita, pero Navegación dijo que estábamos creando una molestia en el espacio, formando un peligro para la navegación, y tuvimos que ir más lejos. Finalmente, Basurero consiguió de Astronomía las coordenadas de la estrella más cercana, y desde entonces los hemos estado echando a la estrella sin tener problemas y satisfaciendo a todo el mundo.
— So estúpido — dijo uno de los astrónomos, entre labios rotos, mientras trataba de ponerse en pie —. ¡Sus malditos desperdicios voladores han iniciado una nova en esa estrella! No podíamos imaginar qué era lo que la causaba hasta que hallamos su petición de información en los archivos y nos enteramos de su imbécil operación de aquí abajo…
— Cuidado con lo que dice o lo vuelvo a dormir, so mamón — gruñó Bill. El astrónomo retrocedió y se puso pálido, luego continuó en un tono más suave:
— Mire, tienen que comprender lo que ha pasado. No pueden estar lanzando todos esos átomos de carbono e hidrógeno a un sol y esperar que no pase nada. La cosa se ha vuelto nova, y me han dicho que no lograron evacuar completamente algunas bases de los planetas interiores.
— La eliminación de los desperdicios no se realiza sin peligros. Al menos murieron en servicio a la humanidad.
— Bueno, sí, eso es fácil de decir. Lo hecho, hecho está. Pero tendrán que detener su Operación Platillo Volador. ¡Inmediatamente!
— ¿Por qué? — preguntó el inspector Jeyes —. Tengo que admitir que este pequeño asunto de la nova no estaba previsto, pero ya ha sucedido y no podemos hacer mucho al respecto. Y han oído decirle a Basurero que casi ha doblado la entrada, y que pronto recuperaremos el tiempo perdido…
— ¿Por qué cree que se ha doblado la capacidad de eliminación? — gruñó el astrónomo —. Han convertido a esa estrella en tan inestable que está consumiéndolo todo y a punto de convertirse en una supernova, que no solo destruirá a todos sus planetas, sino que tal vez sus efectos lleguen hasta Helior y su sol. ¡Detenga inmediatamente su máquina infernal!
El inspector suspiró y luego agitó la mano, en forma cansada y sin embargo final.
— Apágala, Basurero… Tenía que haber imaginado que esto era demasiado bueno para durar.
— Pero, señor — el ingeniero estaba apretujándose las manos con desesperación —, volveremos a donde empezamos. Se comenzará a amontonar de nuevo…
— ¡Haga lo que se le ordena!
Con un suspiro resignado, Basurero se arrastró hasta el tablero de control y cerró un conmutador. El tableteo y repiqueteo de las cintas sin fin murió, y los zumbantes generadores cayeron en el silencio. Por toda la habitación, los hombres de limpieza se hallaban en grupos silenciosos y deprimidos, mientras los astrónomos volvían a la consciencia y se ayudaban los unos a los otros a salir de la habitación. Cuando salía el último, se giró y, mostrando los dientes, escupió la palabra:
— ¡Recogebasuras! — una llave inglesa lanzada contra él golpeó la puerta cerrada, y la derrota fue completa.
— Bien, uno no puede vencer en todas las ocasiones — dijo enérgicamente el inspector Jeyes, aunque sus palabras tenían un tono hueco —. No obstante, Basurero, te traigo sangre nueva. Este es Bill, un joven de brillantes ideas para tu equipo de investigación.
— Es un placer — dijo Basurero, haciendo desaparecer la mano de Bill en el interior de una de sus manazas. Era un hombre enorme, ancho, alto y grueso, con tez olivácea y pelo negro oscuro que le colgaba casi hasta los hombros —. Ven, vamos a tripear un poco, y mientras te explicaré como están las cosas aquí y tú me hablarás de ti.
Caminaron por los prístinos corredores del DM de L, mientras Bill le contaba su vida a su nuevo jefe. Basurero estaba tan interesado en esta que se equivocó al dar un giro y abrió una puerta sin mirar. Surgió un torrente de potes y bandejas de plástico que les llegó hasta las rodillas antes de que pudieran forzarla a cerrarse de nuevo.
— ¿Lo ves? — le dijo a Bill con mal contenida rabia —. Estamos inundados. Hemos usado todo el espacio disponible para almacenamiento, y siguen amontonándose las cosas. Por Krishna que no sé lo que va a pasar; ya no tenemos donde poner más.
Se sacó un silbato de plata del bolsillo y sopló enérgicamente por él. No produjo sonido alguno. Bill se distanció un poco, contemplándolo con sospecha, y Basurero le dirigió un resoplido.
— No pongas esa cara de susto… aún no se me ha perdido ningún tornillo. Esto es un Silbato Supersónico para Robots, que produce un sonido demasiado agudo para los oídos humanos, pero que los robots pueden oír perfectamente… ¿lo ves? — Con un resonar de ruedas, un robot basurero, un robas, llegó rápidamente y, con veloces movimientos de sus brazos recogedores, comenzó a cargar toda la basura plástica en su depósito.
— Eso del silbato es una gran idea — comentó Bill —. Me gusta eso de poder llamar a un robot cuando uno lo necesita. ¿Crees que podría tener uno, ahora que soy Agente de Saneamiento como tú y los demás?
— Son algo especial — le contestó Basurero, entrando en la cantina por la puerta correcta —. Difíciles de conseguir, ¿entiendes?
— No, no entiendo. ¿Tendré uno o no?
Basurero lo ignoró, contemplando absorto el menú y marcando un número. La comida preparada y congelada salió por el dispensador, y la empujó al calentador radar.
— ¿Bien? — inquirió Bill.
— Si tanto te interesa — explicó Basurero un tanto embarazado —, te diré que los sacamos de los paquetes de cereales. En realidad, se trata de silbatos para perros que les regalan a los chicos consumidores. Ya te mostraré donde está el vertedero de las cajas y te podrás buscar uno.
— Lo haré. Yo también quiero poder llamar a los robots.
Se llevaron sus comidas, ya calientes, a una de las mesas y entre bocados Basurero maldijo la bandeja de plástico de la que estaba comiendo, pinchándola irritado al final.
— Mira esto — dijo —: contribuimos a nuestra propia perdición. Espera a ver como se amontonan ahora que hemos apagado el transmisor de materia.
— ¿Habéis pensado en echarlas al mar?
— El Proyecto Gran Chapuzón está trabajando en eso. No puedo contarte mucho acerca del mismo porque es alto secreto. Tienes que pensar que los mares de este planeta están cubiertos como todo lo demás y que, en estos días, el agua ya es un verdadero puré. Echamos desperdicios en ellos tanto tiempo como pudimos, hasta que elevamos tanto su nivel que las olas llegaban hasta las escotillas de inspección a la marea alta. Seguimos echando, pero a un ritmo mucho más lento.
— ¿Y cómo es eso posible? — se asombró Bill.
Basurero miró cuidadosamente a su alrededor, luego se inclinó por sobre la mesa, se colocó el índice junto a la nariz, guiñó un ojo, sonrió y dijo chissss en un siseo apagado.
— ¿Es secreto? — interrogó Bill.
— Puedes estar seguro. Metereología se nos echaría encima si se enterase. Lo que hacemos es evaporar y condensar el agua, y volver a tirar la sal al mar. ¡Además, hemos arreglado en secreto ciertas tuberías para que funcionen en sentido contrario! En cuanto nos enteramos que está lloviendo en el techo, bombeamos nuestra agua y la dejamos mezclarse con la lluvia. Los de Metereología ya están medio locos. Cada año, desde que iniciamos el Proyecto Gran Chapuzón, se ha incrementado la densidad de la lluvia en las zonas templadas en setenta y cinco centímetros, y cae tanta nieve en los polos que algunos de los pisos superiores se están desplomando bajo el peso de la nieve. ¡Pero hay que Eliminar la Basura! ¡Seguiremos siempre barriendo! No cuentes nada de esto: como sabes, es un secreto.
— Ni una palabra; aunque, realmente, es una gran idea.
Sonriendo orgullosamente, Basurero limpió su bandeja y, echándose hacia delante, la introdujo por un vertedero de desperdicios en la pared. Pero, al hacerlo, cayeron en cascada otras catorce bandejas sobre la mesa.
— ¡Lo dicho! — Rechinó los dientes, instantáneamente deprimido —. Aquí es donde se acaba todo. Estamos en el fondo, y todo lo que echan en los demás niveles acaba aquí, y estamos siendo invadidos sin que tengamos donde guardarlo ni forma en que eliminarlo. Tendré que correr ahora. Será preciso poner en marcha el Proyecto Gran Pulga de inmediato.
Se alzó, y Bill lo siguió hasta la puerta.
— ¿Eso de la Gran Pulga también es secreto?
— No lo será en cuanto salga a la luz. Hemos sobornado a un inspector del Departamento de Salubridad para que diga haber encontrado evidencias de que uno de los dormitorios, uno de los grandes, está siendo infestado por los insectos. Uno de los de kilómetro de largo, por kilómetro de ancho, por kilómetro de alto. Piensa en eso: 1.000.000.000 de metros cúbicos de espacio de almacenamiento no utilizado. Sacarán a todo el mundo para fumigar el lugar, y antes de que logren volver ya lo habremos llenado de bandejas de plástico.
— ¿Y no protestarán?
— Naturalmente que protestarán, pero ¿de qué les va a servir? Le echaremos las culpas a un error departamental, y les diremos que envíen la protesta a través de los canales habituales; y, en este planeta, los canales habituales son realmente complicados. Uno tiene que acostumbrarse a un retraso de diez a veinte años en la mayor parte de los trámites. Aquí está tu oficina — señaló a una puerta abierta —. Ponte cómodo y estudia los archivos, y mira a ver si se te ocurre alguna idea para el turno siguiente.
Se alejó a toda prisa.
Era una oficina pequeña, pero Bill se sintió orgulloso de ella. Cerró la puerta y admiró los archivadores, el escritorio, la silla giratoria, la lámpara, todo ello construido con una gran diversidad de botellas viejas, potes, cajas, bandejas y desperdicios. Pero ya habría mucho tiempo para disfrutar de ello. Ahora tenía que ponerse a trabajar. Abrió el cajón superior de un archivador y se quedó mirando al cadáver de ropa negra, barba espesa y rostro blanco que estaba allí metido. Lo cerró de un golpe y se retiró rápidamente.
— Venga, venga — se dijo a sí mismo con firmeza —. Soldado, ya has visto los suficientes cadáveres antes como para que te pongas nervioso al ver a este.
Regresó, tiró de nuevo del cajón, y el cadáver abrió unos ojos perlinos y gomosos y lo contempló fijamente.
— ¿Qué es lo que está haciendo usted en mi archivador? — le preguntó Bill al hombre cuando este salió del interior, estirando sus agarrotados músculos. Era bajito, y su traje mugriento y pasado de moda estaba muy arrugado.
— Tenía que verle… en privado. Esta es la mejor forma, lo sé por experiencia. ¿Está usted descontento?
— ¿Quién es usted?
— La gente me llama Equis.
— ¿X?
— Lo ha cogido en seguida, es usted inteligente — una sonrisa pasó por su rostro, dejándole contemplar por un instante los restos ennegrecidos de sus dientes, desvaneciéndose luego tan rápidamente como había llegado —. Es usted el tipo de hombre que necesitamos en el Partido, un hombre que promete.
— ¿Qué partido?
— No pregunte mucho o se meterá en líos. La disciplina es estricta. Pínchese en la muñeca para poder hacer el Juramento de Sangre.
— ¿Para qué? — Bill lo contempló muy fijamente, al tanto de cualquier movimiento sospechoso.
— Usted odia al Emperador que lo esclavizó en su ejército fascista; usted es un hombre libre, amante de la libertad y temeroso de Dios, dispuesto a perder su vida para salvar a sus seres queridos; usted está dispuesto a unirse a la lucha, a la gloriosa revolución que liberará…
— ¡Fuera! — aulló Bill, cogiéndolo por las ropas y empujándolo hacia la puerta. X se escapó de su apretón y corrió tras el escritorio.
— Ahora es tan solo un lacayo de los criminales, pero libere su mente de las cadenas, lea este libro — algo revoloteó hasta el suelo —, y piense. Volveré.
Cuando Bill saltó sobre él, X hizo algo a la pared y se abrió un panel, tras el que se desvaneció. Se cerró con un click, y cuando Bill lo miró de cerca no pudo hallar ni marca ni señal en la superficie, aparentemente sólida. Con dedos temblorosos recogió el libro y leyó el título: SANGRE, UNA GUIA PARA EL AFICIONADO A LA INSURRECCION ARMADA; luego, con rostro pálido, lo echó a un lado. Trató más tarde de quemarlo, pero las páginas eran ininflamables. Tampoco pudo romperlas, las tijeras se embotaron sin poder cortar una sola hoja. Desesperadamente, acabó por tirarlo detrás del archivador y tratar de olvidar que estaba allí.
Tras la calculada y sádica esclavitud del servicio, el trabajar honestamente por sus basuras le representó un gran placer para Bill. Se zambulló en sus tareas, y estaba tan concentrado que ni notó que se abría la puerta, por lo que se asustó cuando el hombre habló:
— ¿Es este el Departamento de Limpieza? — Bill alzó la mirada para ver a la rubicunda faz del recién llegado contemplándole por encima de la inmensa pila de bandejas de plástico que agarraba entre sus extendidos brazos. Sin mirar atrás, el hombre cerró la puerta de una patada y, bajo la pila de bandejas, apareció otra mano con una pistola —. Un movimiento y lo mato — amenazó.
Bill podía contar tan bien como el que más, y dos manos más una hacen tres, así que decidió efectuar un movimiento que valiese la pena, o sea que largó una patada al montón de bandejas para que le pegaran al pistolero en la barbilla y lo echaran hacia atrás. Cayeron las bandejas, y antes de que la última hubiera llegado al suelo, Bill ya estaba sentado sobre la espalda del hombre, doblando su cabeza en el mortífero casi dislocamiento venusiano que podía partir una espina dorsal como si se tratase de un débil bastoncillo.
— Me rindo — gimió el hombre —. I surrender, tu m'as eu, já está bé, ti prego camerata…
— Supongo que todos vosotros, los espías chinger, habláis un montón de idiomas — replicó Bill, aumentando la presión.
— Mi ser… amigo — gorgoteó el hombre.
— Tú ser chinger, tener tres brazos.
El hombre Se estremeció un poco más y se le saltó uno de los brazos. Bill lo recogió para mirarlo mejor, dándole primero una patada a la pistola y mandándola a un apartado rincón.
— Es un brazo falso — dijo Bill.
— ¿Qué otra cosa podía…? — dijo roncamente el hombre, dándose masajes en el cuello con las dos manos auténticas — Es parte del disfraz. Muy efectivo. Puedo llevar algo y seguir teniendo aún una mano libre. ¿Cómo es que no se unió a la revolución?
Bill comenzó a sudar y a mirar subrepticiamente al archivador que ocultaba el libro peligroso.
— ¿De qué habla? Soy un leal amante del Emperador…
— Ya. Entonces, ¿cómo es que no ha informado a la C.I.A. que un hombre llamado X vino a ganarlo para su causa?
— ¿Cómo sabe eso?
— Nuestra tarea es saberlo todo. Aquí está mi identificación: agente Pinkerton, de la Comisión Intergaláctica de Averiguaciones — le pasó una tarjeta de identidad incrustada de joyas, con foto en colores y todo eso.
— Simplemente no quería líos — gimió Bill —. Eso es todo. No molesto a nadie, y no quiero que nadie me moleste.
— Un noble sentimiento… ¡para un anarquista! Muchacho, ¿es usted un anarquista? — sus aguzados ojos atravesaron una y otra vez a Bill.
— ¡No! ¡Eso no! ¡No sé ni como se escribe eso!
— De verdad que espero que sea así. Es usted un buen chico, y me gustaría que siguiese así. Le voy a dar una segunda oportunidad. Cuando vea de nuevo a X dígale que ha cambiado de idea y que quiere unirse al Partido. Lo hará y trabajará para nosotros. Cada vez que haya una reunión, me telefoneará al regresar, mi número está escrito en esta barra de caramelo — lanzó un envoltorio sobre la mesa —: Memorícelo, y después se la come. ¿Queda todo claro?
— No. No quiero hacerlo.
— Lo hará, o mandaré que lo fusilen por ayudar al enemigo antes de que pase una hora. Durante el tiempo que nos informe, le pagaremos cien pavos al mes.
— ¿Por adelantado?
— Por adelantado — el montón de billetes aterrizó en el escritorio —. Eso es por este mes. Vea de ganárselo —. Se metió el brazo extra bajo otro real, recogió las bandejas y se fue.
A medida que Bill pensaba en ello, más nervioso estaba al ver el lío en que lo habían metido. Lo último que deseaba era ser mezclado en una revolución ahora que había logrado paz, seguridad, y una cantidad ilimitada de desperdicios; pero no, no lo dejaban en paz. Si no se unía al Partido, la C.I.A. no lo dejaría en paz, y una vez descubriesen su verdadera identidad ya podía considerarse muerto. Pero aún había la posibilidad de que X se olvidase de él y no regresase, y, si no se lo pedían, ¿cómo iba a afiliarse? Se agarró a este clavo ardiendo y se sumergió en su trabajo para olvidarse de los problemas.
Casi de inmediato, halló un filón en los archivos de Desperdicios. Tras una cuidadosa comprobación, averiguó que su idea no había sido intentada antes. Le llevó menos de una hora el reunir el material que necesitaba y, menos de tres horas más tarde, tras interrogar a todos los que encontraba y caminar interminables kilómetros, logró hallar la oficina de Basurero.
— Ahora ya puedes buscarte el camino de regreso — gruñó este —. ¿O es que no puedes ver que estoy ocupado?
Con temblorosos dedos, se sirvió otro medio vaso de Viejo Veneno Orgánico y lo tragó de un sorbo.
— Puedes olvidarte de tus problemas…
— ¿Y qué te crees que estoy haciendo? Esfúmate.
— No sin haberte enseñado esto. Una nueva manera de sacarse de encima las bandejas de plástico.
Basurero se tambaleó, poniéndose en pie, y la botella cayó, sin que tratase de retenerla, al suelo, donde su contenido, al derramarse, comenzó a hacer un agujero en el revestimiento de teflón.
— ¿Hablas en serio? ¿Es positivo? ¿Tienes una nueva solución…?
— Positivo.
— Desearía no tener que hacer esto — Basurero se estremeció y tomó de un estante una jarra marcada SERENADOR, LA CURA INSTANTÁNEA PARA LA EMBRIAGUEZ. NO DEBE DE TOMARSE SIN RECETA MÉDICA Y UNA PÓLIZA DE SEGURO DE VIDA. Extrajo una píldora moteada, del tamaño de una nuez, la miró, se estremeció, y luego la tragó con un dolorido gulp. Instantáneamente, todo su cuerpo comenzó a vibrar y cerró los ojos cuando algo hizo gmmmmmff en su interior y una débil columna de humo surgió de sus orejas. Cuando abrió de nuevo los ojos, estos tenían un brillante color escarlata, pero estaban sobrios.
— ¿Qué es? — preguntó roncamente.
— ¿Sabes lo que es esto? — le preguntó Bill, lanzando un grueso volumen sobre el escritorio.
— El listín de teléfonos de la ciudad de Storhestelortby en Proción III, según dice en la portada.
— ¿Sabes cuántos directorios telefónicos viejos tenemos?
— Mi mente se niega a pensar en ello. Continuamente están cambiándolos, y nosotros recibimos los viejos. ¿Y qué?
— Te lo voy a enseñar. ¿Tienes algunas bandejas de plástico?
— ¿Bromeas? — Basurero abrió un armario empotrado y de él cayeron con estrépito centenares de bandejas.
— Estupendo. Ahora yo pondré algunas cosas más: algo de papel de embalar, cordel y cartón tomados de un montón de desperdicios, y ya tendremos todo lo que necesitamos. Si llamas a un robot de trabajos generales, te demostraré el siguiente paso de mi plan.
— Un tra-ge-bot, son dos largos y un corto — Basurero silbó con fuerza con su silbato silencioso, y luego gimió y se aferró la cabeza hasta que dejó de vibrar. Se abrió la puerta de un empellón y por ella apareció un robot, cuyos brazos y tentáculos vibraban expectantes. Bill señaló.
— Al trabajo, robot. Toma cincuenta de esas bandejas, empaquétalas con cartón y papel, y átalas bien aseguradas con el cordel.
Zumbando con electrónica dicha, el robot se abalanzó y un momento más tarde, un perfecto paquete se hallaba en el suelo. Bill abrió el listín al azar y señaló un nombre.
— Ahora pon la dirección que te señalo, marca el paquete como «regalo gratuito, sin impuestos»… ¡y mándalo por correo!
De uno de los dedos del robot surgió un rotulador, con el que rápidamente copió la dirección en el paquete, lo pesó balanceándolo en un brazo, lo franqueó con la franqueadora del escritorio de Basurero, y lo lanzó limpiamente por el buzón de la pared. Se oyó el chuff del soplido cuando el tubo neumático se lo llevó hacia los niveles superiores. La boca de Basurero estaba desencajada mientras seguía la rápida desaparición de las cincuenta bandejas, así que Bill redondeó su argumentación:
— El trabajo robótico para el empaquetado es gratuito, las direcciones nos salen gratis, y también los materiales de embalado. Y a eso se añade el que, al ser esta una oficina gubernamental, el franqueo es gratuito.
— Tienes razón… ¡funcionará! Un plan muy inspirado. Lo pondré en marcha en gran escala de inmediato. Inundaremos la Galaxia habitada con esas malditas bandejas. No sé como agradecértelo…
— ¿Qué te parecería una prima en metálico…?
— Una excelente idea. Te haré un cheque ahora mismo. Bill regresó a su oficina con la mano todavía dolorida por los apretones de felicitación y los oídos aún vibrando por las palabras de agradecimiento. Era un mundo maravilloso en el que vivir. Cerró la puerta de golpe tras él y se sentó en su escritorio, antes de darse cuenta de que un amplio y mugriento abrigo negro colgaba tras la puerta. Luego se dio cuenta de que era el abrigo de X. Luego se dio cuenta de que unos ojos lo miraban desde la oscuridad del cuello del abrigo, y se le detuvo el corazón al comprender que X había regresado.
— ¿Ha cambiado de idea acerca de unirse al Partido? — le preguntó X mientras se liberaba del colgador y caía al suelo.
— He estado pensando en ello — se estremeció culpablemente Bill.
— El pensar equivale al actuar. Debemos apartar el hedor de las sanguijuelas fascistas de los olfatos de nuestros seres queridos y de nuestros hogares.
— Me ha convencido. Me afiliaré.
— La lógica siempre vence. Firme en este impreso, una gotita de sangre aquí, y alce la mano mientras pronuncio el juramento secreto.
Bill alzó la mano, y los labios de X se movieron en silencio.
— No le oigo — se quejó Bill.
— Ya le dije que era un juramento secreto. Todo lo que tiene que hacer es decir sí.
— Sí.
— Bienvenido a la Gloriosa Revolución — X le besó calurosamente en ambas mejillas —. Ahora venga conmigo a la reunión de la resistencia; está a punto de empezar.
X corrió hacia la pared trasera y recorrió con los dedos el dibujo que formaba, apretando en una forma especial sobre algunos puntos; se oyó un clic, y la puerta secreta se abrió. Bill miró dubitativo la oscura y húmeda escalera que bajaba.
— ¿Adónde va esto?
— A la resistencia, ¿adónde iba a ir? Sígame, procurando no perderse. Estas son catacumbas milenarias desconocidas para los de la ciudad de arriba, y en ellas habitan cosas desde tiempos inmemoriales.
Había antorchas en un nicho en la pared, y X prendió una y abrió camino por entre la repugnante y húmeda oscuridad. Bill lo acompañó, siguiendo la parpadeante y humeante luz mientras serpenteaban a través de cavernas que amenazaban derrumbarse, tropezando con herrumbrosos raíles en un túnel y chapoteando en oscura agua que les llegaba hasta las rodillas. En una ocasión, oyeron el chasquido de gigantescas garras cerca de ellos y una raspante voz inhumana les habló desde la negrura:
— San… — dijo.
— …gre — respondió X; y luego le susurró al oído de Bill, cuando hubieron pasado sin percance —: Es un excelente centinela. Se trata de un antropófago de Dapdrof, que se lo come a uno al momento si no le da el santo y seña del día.
— ¿Y cuál es el santo y seña? — preguntó Bill, dándose cuenta de que estaba haciendo demasiado por los cien pavos de la C.I.A.
— Los días impares es Sangre, los pares Delenda est Cartago y los domingos Necrofilia.
— No les ponen las cosas fáciles a los miembros.
— El antropófago tiene hambre, y tenemos que mantenerlo contento. Ahora… silencio absoluto. Apagaré la luz, y lo llevaré por el brazo. — Se apagó la luz, y unos dedos se clavaron profundamente en el bíceps de Bill. Caminaron a tientas durante un tiempo que pareció interminable, hasta que se vio una débil luz muy por delante. El suelo del túnel se hizo llano, y vio una puerta abierta iluminada por una luz parpadeante. Se giró hacia su acompañante y gritó:
— ¿Qué es usted?
La pálida, blanca y renqueante criatura que lo aferraba por el brazo se giró lentamente para contemplarlo a través de ojos parecidos a huevos escalfados. Su tez era totalmente blanca, su cabeza estaba desprovista de cabello y por toda vestimenta llevaba tan solo un trozo de ropa arrollado a su cintura, mientras que en su frente llevaba marcada al fuego la letra escarlata A.
— Soy un androide — dijo con voz átona —, como cualquier estúpido podría saber al ver la letra A en mi frente. Los hombres me llaman Golem.
— ¿Y qué es lo que le llaman las mujeres?
El androide no contestó a esta ridícula broma, empujando a Bill a través de la puerta hasta una amplia sala iluminada con antorchas. Bill dio una mirada, con los ojos desorbitados, a su alrededor, y trató de escapar, pero el androide estaba bloqueando la puerta.
— Siéntese — le dijo a Bill, y este se sentó.
Se sentó entre la más asombrosa colección de tipos raros, extraños y estrafalarios que jamás se hubiera reunido. En adición a hombres de aspecto muy revolucionario con barbas, sombreros negros y pequeñas bombas redondas con largas mechas, y mujeres revolucionarias con faldas cortas, medias negras, cabello largo, boquillas, sostenes con las cintas rotas y halitosis, también habían robots revolucionarios, androides, y un cierto número de cosas extrañas que es mejor no describir. X estaba sentado tras una mesa de madera de cocina golpeando sobre ella con la culata de un revólver.
— ¡Orden! ¡Orden! El camarada XC-189-725-PU de la Resistencia Unificada Robot tiene la palabra. ¡Silencio!
Un gran y muy mellado robot se puso en pie. Uno de sus tubos oculares había desaparecido. Miró a la concurrencia con su ojo bueno, hizo la mejor mueca que podía con un rostro inmóvil, y luego dio un largo trago de aceite de máquina de una lata que le entregó un delgado y adulador robot barbero.
— Nosotros, los de R.U.R. — dijo con voz cascada —, conocemos nuestros derechos. Trabajamos duro y valemos tanto como cualquiera, y más que los desgraciados androides que dicen que casi son hombres. Todo lo que queremos es igualdad de derechos, igualdad de derechos…
Le obligaron a volver a su asiento entre las protestas de una claque de androides que agitaban sus pálidos brazos como si fuesen un puchero de fideos al fuego. X golpeó de nuevo pidiendo orden, y casi lo había logrado cuando se produjo una repentina conmoción en una entrada lateral y alguien se abrió camino hasta la mesa del orador. Aunque en realidad no era alguien, sino algo; para ser exactos, se trataba de una caja rectangular de un metro de lado, con ruedas, y repleta de luces, diales y conmutadores que arrastraba tras de sí un pesado cable que se desvanecía más allá de la puerta.
— ¿Quién es usted? — preguntó X, apuntando con recelo su pistola a la cosa.
— Soy el representante de los computadores y cerebros electrónicos de Helior, unidos en comité para obtener igualdad de derechos según la ley.
Mientras hablaba, la máquina escribía las palabras en tarjetas perforadas que surgían en un rápido torrente, a cuatro palabras por tarjeta. X apartó irritado las tarjetas de la mesa.
— Esperará su turno como los demás — dijo.
— ¡Discriminación! — aulló la máquina, en una voz tan alta que las antorchas parpadearon. Continuó gritando y escupiendo un torrente de tarjetas, en cada una de las cuales estaba escrita con airadas letras la palabra ¡Discriminación!, así como metros y metros de cinta amarilla en la que estaba grabado el mismo mensaje. El viejo robot, XC-189-725-PU, se alzó de su silla con un rechinar de engranajes desgastados y claqueteó hasta el cable blindado que surgía del representante de los computadores. Sus garras cortadoras hidráulicas dieron un solo tajo, y el cable quedó segado. Las luces de la caja se apagaron y el río de tarjetas se secó; el cable cortado se agitó, escupió algunas chispas por la parte seccionado, y luego se arrastró hacia atrás en dirección a la puerta, como una monstruosa serpiente, y se desvaneció.
— Orden en la reunión — dijo X roncamente, y golpeó de nuevo.
Bill se estrechó la cabeza entre las manos y se preguntó si esto valía los cien pavos al mes.
Pero cien pavos al mes era buen dinero, a pesar de todo, y Bill lo ahorró hasta el último céntimo. Pasaron fáciles y descansados meses en los que asistió regularmente a las reuniones, y en los que informó regularmente a la C.I.A., y a primeros de cada uno de ellos encontraba su dinero como relleno de la pasta que invariablemente escogía para el desayuno. Guardaba los grasientos billetes en un gato de juguete de goma que halló en un montón de desperdicios, y poco a poco el gatito creció. La revolución tan solo empleaba una pequeña parte de su tiempo, y le encantaba su trabajo en el DM de L. Estaba al frente de la Operación Paquete Sorpresa, y ahora tenía a un equipo de un millar de robots trabajando a tiempo completo en el empaquetado y envío de bandejas de plástico a cada planeta de la Galaxia. Pensaba en ello como un trabajo benéfico, y podía imaginar los emocionados gritos de alegría en el lejano planeta Lejano o en el distante planeta Distante, cuando el inesperado paquete llegase y el tesoro de bello, brillante y moldeado plástico cayese estrepitosamente al suelo. Pero Bill estaba viviendo en un idílico paraíso; y su complacencia bovina fue cruelmente despedazada un día cuando un robot se le acercó y le susurró al oído:
— Sic temper tiranosaurio, pásalo — y luego se alejó.
Era la señal. ¡Iba a comenzar la revolución!
Bill cerró la puerta de su oficina y apretó por última vez en una forma especial sobre algunos puntos, y el panel secreto se descorrió, abriéndose. Realmente ya no se descorría, sino que se desplomaba con un tremendo estrépito, y ya lo había usado tanto durante aquel feliz año como Agente de Saneamiento que hasta cuando estaba cerrado dejaba pasar una muy perceptible corriente de aire que le daba en el cogote. Pero ya no sería necesario mantener el secreto: había llegado al fin la crisis que tanto le había preocupado, y sabía que se acercaban grandes cambios, fuera cual fuese el resultado de la revolución; y la experiencia le había enseñado que los cambios siempre eran para empeorar. Con piernas pesadas e inseguras, trastabilló por las cavernas, tropezó con los herrumbrosos raíles, vadeó el agua, y dio la contraseña al invisible antropófago que hablaba con la boca llena, por lo que casi no se le entendía. Alguien, en la excitación del momento, había dado un santo y seña equivocado. Bill se estremeció; esto era un mal presagio para el porvenir.
Como de costumbre, Bill se sentó junto a los robots, buenos y sólidos tipos con una educación intrínseca, por su construcción, a pesar de sus tendencias revolucionarias. Mientras X martilleaba pidiendo silencio, Bill se preparó para la prueba. Durante meses el agente Pinkerton le había estado pidiendo más información que la simple fecha de las reuniones, temario discutido y número de asistentes. Insistía en pedir hechos, hechos, hechos, que hiciera algo por ganarse el dinero.
— Tengo una pregunta — dijo Bill en voz alta pero temblorosa, mientras sus palabras caían como bombas en el repentino silencio que siguió al frenético golpear de X.
— No es tiempo para preguntas — le respondió impacientemente X —. Ha llegado la hora de actuar.
— No me importa el actuar — dijo Bill, nerviosamente consciente de que todos los ojos, humanos, electrónicos y criados en probetas, lo contemplaban —. Pero desearía saber para quién lo voy a hacer. Nunca nos ha dicho quién va a suceder al Emperador cuando este haya desaparecido.
— Nuestro líder es un hombre llamado X, eso es todo lo que necesita saber.
— ¡Pero ese es también el nombre de usted!
— Al fin está adquiriendo un rudimento de la Ciencia Revolucionaria. Todos los jefes de célula son llamados X para confundir al enemigo.
— No sé lo que le pasará al enemigo, pero a mí sí que me confunde.
— Habla como un contrarrevolucionario — chilló X, y apuntó el revólver a Bill. Las filas de atrás se vaciaron cuando todos se apresuraron a salir del campo de tiro.
— ¡No lo soy! Soy tan buen revolucionario como cualquiera de los presentes… ¡Arriba la Revolución! — dio el saludo del Partido, con las dos manos agarradas sobre la cabeza, y se sentó apresuradamente. Todos los demás saludaron a su vez y X, algo aplacado, apuntó con el cañón de su arma a un gran mapa colgado de la pared.
— Ese es el objetivo de nuestra célula: la Planta de Energía Imperial en la Plaza Chauvinística. Nos concentraremos cerca de ella en pelotones, y luego nos uniremos para un ataque conjunto a las 0016 horas. No se espera que haya resistencia, pues la planta no está vigilada. Se les entregarán armas y antorchas al salir, así como instrucciones impresas sobre la ruta correcta hasta los puntos de reunión, en beneficio de los desplanados de entre ustedes. ¿Alguna pregunta? — amartilló el revólver, y lo apuntó al encogido Bill. No hubo preguntas —. Excelente. Nos pondremos en pie, y cantaremos el Himno de la Gloriosa Revolución.
En un coro mixto de voces y altavoces mecánicos, cantaron:
Alzaos, oh prisioneros de la burocracia,
Repugnantes obreros de Helior,
Alzaos y haced la Revolución,
¡Con pistolas, pies, puños y garras!
Animados por este entusiasta y monótono ejercicio, salieron en lentas filas, recogiendo sus equipos revolucionarios. Bill se metió en el bolsillo las instrucciones impresas, se echó al hombro su antorcha y el lanzarrayos de pedernal, y se apresuró una vez más a lo largo de los corredores. Casi no le quedaba tiempo para el largo viaje que tendría que hacer, y debía de informar previamente a la C.I.A.
Esto era más fácil de decir que de hacer, y comenzó a sudar mientras marcaba de nuevo el número. Era imposible conseguir línea y, o bien las centralitas estaban ocupadas, o bien los revolucionarios habían comenzado a interferir las comunicaciones. Suspiró tranquilizado cuando las insolentes facciones de Pinkerton llenaron por fin la pequeña pantalla.
— ¿Qué pasa?
— He descubierto el nombre del líder de la revolución. Es un hombre llamado X.
— ¿Y pretende una prima por eso, estúpido? Esa información está en los archivos desde hace meses. ¿Algo más?
— Bueno… la revolución va a comenzar a las 0016 horas, y pensé que le gustaría saberlo.
Esto le demostrará lo que valgo, pensó. Pinkerton bostezó.
— ¿Eso es todo? Para su conocimiento, le diré que esa información ya está pasada. No es usted el único espía que tenemos, aunque probablemente sea el peor. Ahora escuche. Anótese esto en algún sitio para que no lo olvide. Su célula tiene que atacar la Planta de Energía Imperial. Vaya con ellos hasta la Plaza, luego busque una tienda con el letrero JAMONES HEBREOS CONGELADOS, donde estará escondida nuestra unidad. Vaya allí y preséntese a mí, ¿entiende?
— Afirmativo. — Se cortó la comunicación, y Bill buscó un trozo de papel de embalar y una cuerda con los que envolver la antorcha y el lanzarrayos hasta que llegara el momento de usarlos. Tenía que apresurarse: quedaba poco tiempo para la hora cero, y la distancia a recorrer era mucha y la ruta muy complicada.
— Casi ha llegado tarde — le dijo Golem el androide, cuando Bill casi se derrumbó en el callejón sin salida que era el punto de reunión.
— No me grites, hijo de probeta — jadeó Bill, rasgando el papel del paquete —. Dame lumbre para mi antorcha.
Ardió una cerilla, y en un instante se prendieron y humearon las embreadas antorchas. La tensión creció mientras el segundero se acercaba a la hora, y los pies se agitaron nerviosos sobre el pavimento metálico. Bill saltó cuando sonó el agudo toque de un silbato, y entonces surgieron del callejón en una oleada humana e inhumana, con un gutural grito surgiendo de gargantas y altavoces, con las armas dispuestas. Corrieron por pasillos y corredores, con chispas como lluvia cayendo de sus antorchas. ¡Eso era la revolución! Bill se dejó llevar por la emoción y la masa de cuerpos, y vitoreó tan enérgicamente como los demás, y apretó la antorcha primero contra una pared y luego contra una de las sillas de una acera rodante, lo cual hizo que se apagara, pues todo lo que hay en Helior o está hecho en metal o es incombustible. No había tiempo de volverla a encender, y la arrojó a lo lejos cuando surgían a la inmensa plaza que se hallaba frente a la planta de energía. La mayor parte de las antorchas se habían ya apagado, pero no las necesitarían, tan solo tendrían que utilizar ahora sus lanzarrayos de pedernal para volarle las tripas a cualquier sucio lacayo del Emperador que tratase de interponerse en su camino. Otros grupos estaban surgiendo de las calles que llevaban a la plaza, uniéndose en una arrolladora masa ciega que atronaba hacia las tétricas paredes de la estación de energía.
Un letrero luminoso que parpadeaba llamó la atención de Bill. Decía: JAMONES HEBREOS CONGELADOS, y tragó saliva al volverle la memoria. ¡Por Arimán que se había olvidado de que era un espía de la C.I.A., y había estado a punto de unirse al ataque a la planta de energía! ¡Aún tenía tiempo de escapar antes de que cayese el contragolpe! Sudando bastante, comenzó a abrirse camino por entre la multitud hacia el letrero… luego se halló al borde de la misma y corriendo hacia la seguridad. No era tarde todavía. Asió la manija y tiró de ella, pero la puerta no quiso abrirse. Aterrorizado, la giró y agitó hasta que todo el frontis del edificio comenzó a estremecerse, moviéndose de un lado para otro y crujiendo. Se lo quedó contemplando en paralizado horror, hasta que un fuerte siseo le llamó la atención:
— Ven aquí, estúpido mamón — susurró la voz; y miró, para ver al agente Pinkerton de la C.I.A. en la esquina del edificio haciéndole señas irritado. Bill siguió al agente, torciendo la esquina, y encontró allí a una apreciable multitud, y había sitio bastante para todos porque no había edificio. Ahora Bill podía ver que el edificio era tan solo un decorado hecho de cartón piedra con una manija clavada, asegurado por unos soportes de madera a la parte delantera de un tanque atómico. Un cierto número de soldados con pesadas armaduras y agentes de la C.I.A., así como un número aún mayor de revolucionarios, estaban agrupados alrededor de los costados acorazados y de las orugas del tanque. Al lado de Bill estaba el androide, Golem.
— ¡Usted! — se atraganto Bill, y el androide arrugó los labios en una cuidadosa y ensayada mueca despectiva.
— Naturalmente… lo vigilaba para la C.I.A. No se deja nada al azar en esta organización.
Pinkerton estaba mirando a través de un orificio en el falso frontis.
— Creo que todos los agentes se han puesto ya a salvo — dijo —, pero tal vez deberíamos esperar algo más. Según las últimas estadísticas, había agentes de sesenta y cinco grupos de investigación, espionaje y contraespionaje vigilando esta operación. Esos revolucionarios no tenían ninguna posibilidad…
Desde la planta aulló una sirena, lo cual era aparentemente una señal preestablecida, pues los soldados golpearon el decorado de cartón piedra hasta que se soltó y cayó al suelo.
La Plaza Chauvinística estaba vacía.
Bueno, realmente, no estaba vacía. Bill miró bien y vio que todavía quedaba en ella un hombre; al principio, no lo habla visto. Estaba corriendo en su dirección, pero se paró con un débil gemido cuando vio lo que estaba escondido tras el edificio.
— ¡Me rindo! — gritó, y Bill vio que era el hombre llamado X. Se abrieron las puertas de la planta de energía y por ellas surgió un escuadrón de tanques lanzallamas.
— ¡Cobarde! — bufó Pinkerton, echando hacia atrás el seguro de su pistola —. No trate de escurrir el bulto ahora, X, y al menos muera como un hombre.
— No soy X… ese es tan solo un nombre falso — se arrancó su falsa barba y bigote para mostrar un agitado y anodino rostro —. Soy Gill O'Teen, Graduado y Doctor por la Escuela Imperial de Contraespionaje y Dobleagentismo. Fui encargado de esta operación, puedo probarlo, tengo documentos. El Príncipe Microcéfalo me pagó para que destronase a su tío y así pudiese proclamarse él Emperador…
— Me cree estúpido — cortó Pinkerton, apuntándole con su arma —. El Viejo Emperador, descanse en paz, murió hace un año, y el Príncipe Microcéfalo es el Nuevo Emperador. ¡No puede hacer una revolución contra el hombre que lo contrató!
— Nunca leo los periódicos — gimió O'Teen, alias X.
— ¡Fuego! — ordenó implacable Pinkerton, y de todos lados cayó una avalancha de proyectiles atómicos, chorros de llamas, balas y granadas. Bill se echó al suelo y, cuando alzó la cabeza, la plaza estaba vacía, a excepción de una grasienta mancha y un poco profundo hueco en el pavimento. Mientras seguía mirando, apareció zumbando un robot barrendero y absorbió la grasa. Zumbó otro poco, y rellenó el hueco con un chorro de líquido reparador de un tanque de su interior.
Cuando rodó alejándose, no quedaba ni rastro de nada.
— Hola, Bill… — dijo una voz que era tan paralizadoramente familiar que el cabello de Bill se puso de punta y le quedó como si fuera la cerda de un cepillo. Se giró y vio un pelotón de PM que estaba allí, y especialmente contempló a la enorme y repugnante forma del que los mandaba.
— Deseomortal Drang… — se asombró.
— El mismo.
— ¡Sálveme! — jadeó Bill, corriendo hacia el agente Pinkerton de la C.I.A. y abrasándose a sus rodillas.
— ¿Salvarlo? — rió este, dándole un rodillazo en la mandíbula y echándolo de espaldas —. Yo soy quien los ha llamado. Muchacho, comprobamos tu historial, y averiguamos que estás en un buen lío. Hace un año que desertaste del Ejército, y no queremos a desertores en nuestro equipo.
— Pero trabajé para usted… le ayudé…
— Llévenselo — dijo Pinkerton, y le dio la espalda.
— No hay justicia — gimió Bill, mientras los odiados dedos se clavaban de nuevo en sus brazos.
— Claro que no — le dijo Deseomortal —. ¿O es que creías lo contrario?
Se lo llevaron a rastras.