— Quiero un abogado. ¡Tengo que tener un abogado! ¡Sé cuales son mis derechos!
Bill golpeaba los barrotes de su celda con la jarra mellada en la que le servían su única comida diaria de pan y agua, gritando a todo pulmón para atraer la atención. Nadie llegó en respuesta a sus llamadas y finalmente, ronco, cansado y deprimido, se echó en el nudoso camastro de plástico y se puso a contemplar el techo metálico. Hundido en su miseria, contempló el gancho durante largos minutos hasta que finalmente lo vio por primera vez. ¿Un gancho? ¿Para qué habría allí un gancho? Aún en su apatía le preocupaba, tal y como le preocupaba el que le hubieran dado un resistente cinturón de plástico con una firme hebilla para sus pantalones de presidiario. ¿Y quién usa un cinturón en unos pantalones que forman parte de un mono? Le habían quitado todo lo que llevaba y le habían entregado tan solo unas zapatillas de papel, un mono arrugado y un excelente cinturón. ¿Por qué? ¿Y por qué había un sólido gancho rompiendo la simétrica desnudez del techo?
— ¡Estoy salvado! — gritó Bill; y saltó hacia arriba, balanceándose en el borde del camastro y secándose el cinturón. Había un agujero en el refuerzo del extremo del cinturón que se ajustaba perfectamente al gancho; mientras que, por otra parte, la hebilla formaba un perfecto nudo corredizo que se ajustaría maravillosamente a su cuello. Y podría pasárselo por la cabeza, ajustar la hebilla bajo su oreja, saltar desde el camastro y estrangularse dolorosamente con los pies a un palmo del suelo. Era perfecto.
— ¡Es perfecto! — gritó alegremente, y saltó del camastro y corrió en círculos bajo el nudo, gritando Jauu-jauu-jauu tapándose y destapándose la boca con la mano.
— ¡No estoy perdido, acabado, terminado y eliminado! ¡Quieren que me mate yo mismo para facilitarles las cosas!
Esta vez se echó en la cama sonriendo feliz y tratando de pensar en ello. Tenía que haber una posibilidad de que pudiera escapar de esto con vida, o no se habrían tomado este trabajo para asegurarse de que tenía una oportunidad de colgarse él mismo. ¿O acaso estarían jugando una partida doble, haciéndole creer que había esperanzas cuando no había ninguna? No, eso era imposible. Tenían una buena serie de atributos: mezquindad, avaricia, irritabilidad, vengatividad, superioridad, apetencia de poder… la lista era casi interminable, pero de una cosa estaba seguro: la sutileza no estaba en ella.
Pero, ¿a quién le estaba echando las culpas? Por primera vez en su vida, Bill se preguntó quienes serían esos ellos a los que siempre se les echan las culpas. Todo el mundo los culpaba a ellos de todo, todo el mundo sabía que ellos traían los problemas. Hasta sabía por experiencia propia como eran ellos. Pero, ¿quién eran ellos?
Se oyó raspar una pisada en la parte exterior de la puerta, y cuando miró vio a Deseomortal Drang contemplándolo con resentimiento.
— ¿Quién son ellos? — preguntó Bill.
— Ellos son cualquiera que quiere formar parte de su grupo — le contestó filosóficamente Deseomortal, haciendo resonar uno de sus colmillos —. Ellos son tanto un estado mental como una institución.
— ¡No me suelte esas paparruchadas místicas! Lo que quiero es una respuesta concreta a una pregunta concreta.
— Estoy contestándote concretamente — le dijo con toda sinceridad Deseomortal —. Mueren y son reemplazados, pero la institución de los ellos continúa.
— Lamento haber hecho esa pregunta — dijo Bill, deslizándose hasta que pudo susurrar por entre los barrotes Necesito un abogado. Deseomortal, viejo camarada, ¿puede hallarme un buen abogado?
— Ya nombrarán un abogado para representarte.
Bill produjo el sonido más soez que conocía.
— Claro, y todos sabemos lo que me pasará con uno de esos abogados. Necesito un abogado que me ayude. Tengo dinero para pagarle…
— Bueno, ¿y por qué no lo dijiste antes? — Deseomortal se puso sus gafas de montura de oro y ojeó lentamente las páginas de una pequeña agenda —. Me llevaré un diez por ciento de comisión por ocuparme de este asunto.
— Afirmativo.
— Bien… ¿quieres un abogado barato y honesto o uno caro y deshonesto?
— Tengo 17.000 pavos escondidos donde nadie puede encontrarlos.
— Tendrías que habérmelo dicho desde el principio. — Deseomortal cerró la agenda y se la guardó —. Debieron de sospechar algo de esto, y por eso te dieron el cinturón y la celda con el gancho. Con esa cantidad de dinero puedes contratar al mejor de todos.
— ¿Y quién es?
— Abdul O'Brien-Cohen.
— Mándelo a buscar.
No habían pasado más que dos jarras de agua y pan duro cuando se oyeran nuevos pasos en el corredor y una clara y penetrante voz rebotó en las gélidas paredes.
— Salaam, muchachón, a fe mía que he pasado un condenado rato para llegar hasta aquí.
— Este es un caso de consejo de guerra — le dijo Bill al hombre de aspecto ordinario y con rostro vulgar que se hallaba al otro lado de los barrotes —. No creo que permitan que intervenga un abogado civil.
— Begorrah, pueblerino… por voluntad de Alá estoy preparado para cualquier contingencia — se sacó un enhiesto bigote de engomadas puntas de un bolsillo y se lo pegó al labio superior. Al mismo tiempo, sacó pecho, y sus hombros parecieron hacerse más anchos, y un resplandor acerado apareció en su mirada, y su rostro adquirió una rigidez militar —. Me complace conocerle. Estamos juntos en esto, y quiero que sepa que no lo abandonaré aunque tan solo sea un soldado.
— ¿Qué pasó con Abdul O'Brien-Cohen?
— Estoy en la escala de reserva del Cuerpo Imperial de Leguleyos: el capitán A. C. O'Brien a su servicio. ¿Se mencionó una suma de 17.000?
— Me llevaré el diez por ciento de eso — dijo Deseomortal, apareciendo.
Se iniciaron las negociaciones, que duraron un cierto número de horas. Los tres se agradaban, se respetaban y desconfiaban mutuamente unos de otros, así que se establecieron elaborados sistemas de seguridad. Cuando Deseomortal y el abogado se marcharon, tenían minuciosas instrucciones de como hallar el dinero, y Bill tenía declaraciones firmadas con sangre y las huellas digitales de los otros jurando que eran miembros del Partido dedicados a destronar al Emperador. Cuando regresaron con el dinero, Bill les devolvió las declaraciones tan pronto como O'Brien le hubo firmado un recibo comprometiéndose a defenderlo en el consejo de guerra a cambio de la suma de 15.300 pavos. Todo se llevó a cabo en una forma muy digna y satisfactoria.
— ¿Le gustaría saber mi versión de los hechos? — preguntó Bill.
— Naturalmente que no, no tiene nada que ver con las acusaciones. Cuando se alistó en el Ejército firmó una renuncia a todos sus Derechos Humanos. Pueden hacer lo que quieran con usted. La única ventaja que tiene es que también ellos son prisioneros de su propio sistema, y deben regirse por el complejo y autocontradictorio código de leyes que han edificado durante siglos. Quieren fusilarlo por desertor, y han preparado una acusación irrebatible.
— ¡Entonces me fusilarán!
— Quizá, pero ese es un riesgo que tenemos que correr.
— ¿Tenemos…? ¿Recibirá usted la mitad de los disparos?
— No se haga el listo cuando hable con un oficial, so cerdo. Confíe en mí, tenga fe, y espere a que cometan algunos errores.
Después de esto, solo fue cosa de marcar el tiempo que pasó hasta el juicio. Bill supo que ya estaba cerca cuando le dieron un uniforme con la insignia de especialista en fusibles de primera clase en la manga. Luego llegó la guardia marcando el paso, se abrió la puerta, y Deseomortal le hizo una seña para que saliera. Marcharon juntos, y Bill sacó todo el placer que pudo de cambiar el paso para hacer equivocarse a sus guardianes. Pero una vez hubo traspuesto la puerta de la corte, adoptó una postura marcial y trató de parecer un viejo luchador con sus medallas tintineando en el pecho. Había una silla vacía al lado de un muy arreglado, uniformado y militar Capitán O'Brien.
— Así está bien — le dijo O'Brien —. Siga con el papel de veterano, gáneles en su propio juego.
Se pusieron en pie cuando entraron los oficiales de la Corte. Bill y O'Brien estaban sentados a un extremo de una larga mesa de plástico negro, mientras que al otro extremo de la misma se hallaba el fiscal, un Mayor canoso y de aspecto severo que llevaba un corsé barato. Los diez oficiales de la Corte se sentaron en el lado largo de la mesa, desde donde podían mirar ceñudos a la audiencia y a los testigos.
— Comencemos — dijo el Presidente de la Corte, un Almirante de la Flota, calvo y regordete, con la adecuada solemnidad —. Que se inicie el juicio, que se cumpla la justicia en el más breve plazo, y que se halle culpable al prisionero para que sea fusilado.
— Protesto — dijo O'Brien, saltando en pie —. Esos comentarios demuestran prejuicios contra el acusado, que es inocente hasta que no se pruebe su culpabilidad…
— Se deniega la protesta — el mazo del Presidente golpeó la mesa —. Se impone una multa de 50 pavos al abogado defensor por interrupción injustificada. El acusado es culpable, como demostrarán las pruebas, y será fusilado. Se hará justicia.
— Así que van a jugar de esa manera — murmuró O'Brien entre semicerrados labios —. Puedo enfrentarme con ellos en cualquier terreno, siempre que conozca las reglas del juego.
El fiscal ya había comenzado su intervención inicial con monótona voz:
— …y por tanto probaremos que el especialista en fusibles de primera clase Bill sobrepasó alevosamente el permiso que le había sido concedido oficialmente durante un período de nueve días, y consiguientemente resistió su arresto y escapó de quienes pretendían retenerlo, eludiendo con éxito su persecución, tras lo cual permaneció ausente por un período de más de un año standard, por lo que consecuentemente es culpable de deserción…
— ¡Culpable hasta el cuello! — gritó uno de los oficiales de la Corte, un Mayor de Caballería con el rostro rojizo y un monóculo negro, saltando en pie y haciendo caer su silla —. Voto culpable… ¡Fusilen a este hijo de madre!
— Estoy de acuerdo, Sam — aceptó el Presidente, dando un golpecito con su mazo —. Pero tenemos que fusilarlo según las reglas, así que todavía nos llevará un tiempo.
— Todo eso es falso — siseó Bill a su abogado —. Los hechos son…
— No se preocupe por los hechos, Bill, a nadie de aquí le preocupan. Los hechos no pueden alterar el caso.
— …y por consiguiente pedimos la pena máxima: la muerte — dijo finalmente el fiscal, arrastrándose hasta el fin de su intervención.
— ¿Va a hacernos perder nuestro tiempo con una intervención, Capitán? — preguntó el Presidente, fulminando a O'Brien con la mirada.
— Tan solo unas pocas palabras, si la Corte me permite…
Se produjo una repentina conmoción entre los espectadores y una mujer desmañada, con una toquilla sobre la cabeza, aferrando contra su pecho un paquete envuelto en una manteleta, corrió adelantándose hasta la mesa.
— Excelencias… — jadeó —, no me quiten a mi Bill, la luz de mi vida. Es un buen hombre, y todo lo que hizo fue solo por mí y por mi pequeñín — alzó el paquete, y se pudo oír un débil gemido —. Cada día quería dejarme y regresar a su deber, pero yo estaba enferma y el niñito estaba enfermo, y le suplicaba con lágrimas en los ojos que se quedase…
— ¡Sáquenla de aquí! — la maza golpeó estrepitosamente. —… y él se quedaba, jurando siempre que sería tan solo por otro día más, sabiendo siempre mi amor que si nos dejaba íbamos a morir de hambre… — su voz fue apagada por la masa de los PM uniformados de gala que se la llevaron forcejeando hacia la puerta — …y benditas sean sus excelencias si lo liberan, pero si lo condenan, malditos almas negras, que se pudran sus cuerpos y ardan en el infierno… — se cerró la puerta y se cortó su voz.
— Borren eso de los archivos — dijo el Presidente, y le lanzó una airada mirada al abogado defensor —. Y si creyese que usted tenía algo que ver en este asunto, lo haría fusilar junto con su cliente.
O'Brien aparecía como el hombre más inocente, con los dedos sobre el pecho y la cabeza echada atrás, comenzando un comentario inocente, cuando se produjo otra interrupción: un viejo se puso en pie en uno de los bancos del público y agitó sus brazos para llamar la atención.
— Escuchadme, todos y cada uno de vosotros. La justicia debe de ser cumplida, y yo soy su instrumento. Había pensado guardar mi silencio y permitir que un hombre inocente fuera ejecutado, pero no puedo hacerlo. Bill es mi hijo, mi único hijo, y le rogué olvidara su deber para ayudarme, pues muriéndome como estaba de cáncer, deseaba verle por última vez, pero él se quedó para cuidarme… — se vio una lucha cuando los PM asieron al hombre y comprobaron que estaba encadenado al banco —. Sí, lo hizo, me cocinó gachas y me las hizo comer, y lo hizo tan bien que poco a poco fui recuperándome hasta que ya me ven ahora, soy un hombre sano, curado por las gachas cocinadas por mi leal hijo. Y ahora mi niño tiene que morir porque me salvó, pero esto no será así. Tomad mi pobre vieja vida inútil a cambio de la suya. — Resopló un cortafríos atómico, y el viejo fue lanzado por la puerta.
— ¡Ya está bien! ¡Ya es demasiado! — aulló el enrojecido Presidente de la Corte, golpeando con tal fuerza que rompió el mazo y lanzó los fragmentos por la sala —. Vacíen la sala testigos. Esta Corte ordena que el resto de espectadores del juicio sea llevado a través de las normas de la Jurisprudencia sin que sean admitidos ni testigos ni pruebas — paseó una rápida mirada por sus cómplices, que asintieron en solemne acuerdo — Por lo tanto, se halla al encausado culpable y será fusilado tan pronto como puedan arrastrarlo al pabellón de fusilamientos.
Los oficiales de la Corte estaban ya levantándose de sus sillas cuando la lenta voz de O'Brien los detuvo:
— Naturalmente, cae dentro de la jurisdicción de esta Corte el resolver la causa en la forma así prescrita, pero también es necesario citar el Artículo o Precedente en el cual se basa la decisión.
El Presidente suspiró y se sentó de nuevo.
— Desearía que no tratase de ponerse difícil, Capitán… conoce usted tan bien los Reglamentos como yo, pero si insiste… Pablo, léaselo.
El Experto Legal pasó las hojas de un grueso volumen sobre la mesa, encontró el lugar, señalándolo con el dedo, y comenzó a leer:
— Artículos de Guerra, Ordenanzas Militares, párrafo, página, etc., etc… sí, aquí está, párrafo 298-B… Si cualquier soldado de tropa se ausenta de su puesto designado por un período de más de un año standard, será considerado como culpable de deserción aunque se halle ausente en el juicio, y su castigo será una muerte dolorosa.
— Eso parece bastante claro. ¿Alguna otra pregunta. — inquirió el Presidente.
— No hay preguntas, pero me gustaría citar un precedente — O'Brien había colocado frente a sí un alto montón de libros y estaba leyendo del de más arriba —. Aquí está: el soldado Acuclillado Lüvening contra el Cuerpo Aéreo del Ejército de los Estados Unidos, en Texas 1944. Se dice aquí que Lüvening permaneció ausente de su puesto durante catorce meses, y entonces fue descubierto en un escondrijo sobre el techo del comedor, de donde descendía tan solo a altas horas de la noche para comer y beber lo que hallaba en la despensa y para descargar sus tripas. Como no había abandonado la base, no se le pudo considerar desertor ni ausente de su destino, y tan solo se le pudo dar un leve castigo disciplinario.
Los oficiales de la corte se habían sentado de nuevo y estaban contemplando al Experto Legal, que estaba pasando a toda prisa las páginas de sus propios libros. Finalmente, emergió de entre ellos con una sonrisa y una referencia.
— Todo eso es correcto, Capitán, excepto por el hecho de que el acusado de este caso sí se ausentó de su punto de destino: el Cuartel de Tránsito para Tropa, y permaneció errante por el planeta Helior.
— Todo eso es correcto, caballero — contestó O'Brien, tomando otro grueso volumen y agitándolo por sobre su cabeza —. Pero en el caso de Arrastrado contra el Cuerpo Naval Imperial de Acomodaciones, en Helior 8832, se aceptó a fines de definición legal que el planeta Helior sería considerado como la ciudad de Helior, y que la ciudad de Helior sería considerada como el planeta Helior.
— Todo lo cual es indudablemente cierto — interrumpió el Presidente —, pero totalmente fuera de lugar. No tiene relación con el presente caso, y le ruego que se apresure, Capitán, puesto que tengo un compromiso para ir a jugar al golf.
— Podrá estar jugando dentro de diez minutos, señor, si acepta ambos precedentes. Entonces, introduciré un último documento, una proclama redactada por el Almirante de la Flota Marmoset…
— ¡Pero si ese soy yo! — boqueó el Presidente.
— …al inicio de las hostilidades con los Chingers, cuando la ciudad de Helior fue puesta bajo ley marcial y considerada como un único establecimiento militar en todo su conjunto.
Por consiguiente, someto a la decisión de la Corte el hecho de que el acusado es inocente del delito de deserción porque no salió de este planeta, y por consiguiente nunca abandonó esta ciudad, y por consiguiente jamás salió del puesto al que estaba destinado.
Cayó un pesado silencio, que fue finalmente roto por la preocupada voz del Presidente cuando se volvió hacia el Experto Legal:
— ¿Es cierto lo que dice este cochino, Pablo? ¿No podemos fusilar al tío ese?
El Experto Legal estaba sudando copiosamente mientras rebuscaba enfebrecido por sus textos legales, hasta apartarlos finalmente y contestar con voz amargada:
— Es lo bastante exacto, y no hay forma de escaparnos de ello. Ese maldito pisaverde judeoárabeirlandés nos tiene cogidos. El acusado es inocente de los cargos que se le imputan.
— ¿No habrá ejecución…? — preguntó uno de los oficiales de la Corte con una voz aguda y entrecortado; y otro, más viejo, dejó caer la cabeza entre sus brazos y comenzó a sollozar.
— Bueno, pero no se va a escapar tan fácilmente — dijo el presidente, haciendo una mueca hacia Bill —. Si el acusado estuvo en su puesto durante el pasado año, entonces tenía que haber estado de servicio. Y, durante ese año, durmió. Lo que significa que durmió estando de servicio. Por consiguiente, lo condeno a trabajos forzados en una prisión militar por un período de un año y un día, y ordeno que sea degradado a especialista en fusibles de séptima clase. Arránquenle los galones y llévenselo; me esperan en el campo de golf.
La prisión de tránsito era un edificio provisional hecho de planchas de plástico atornilladas a torcidos marcos de aluminio, y estaba en el centro de un gran cuadrilátero. PM con átomorifles con las bayonetas casadas hacían la ronda alrededor del perímetro de seis alambradas electrificadas. Se abrieron las puertas múltiples por control remoto, y el robotesposador que lo había llevado hasta allí lo arrastró a través de ellas. Esta condenada máquina consistía en un robusto y macizo cubo de una altura que le llegaba hasta las rodillas y que rodaba sobre ruidosas orugas. De su parte superior surgía una barra terminada en unas esposas. Bill estaba encadenado a ellas. Era imposible escapar, pues si se intentaba forzar cualquier parte del robot este hacía estallar, sádicamente, una minibomba atómica que llevaba en su interior, volándose junto con su prisionero, así como cualquier otra persona que se hallase en los alrededores. Una vez dentro del edificio, el robot se detuvo, y no protestó cuando el Sargento de Guardia abrió las esposas. Tan pronto como fue soltado su prisionero, la máquina rodó, desvaneciéndose en su perrera.
— De acuerdo, chico listo, ahora estás a mi cargo, y eso significa que tendrás problemas — le espetó el Sargento a Bill. Tenía la cabeza rapada, una mandíbula amplia y cubierta de cicatrices, y ojos pequeños y juntos en los que ardía la consumidora llama de la estupidez.
Bill cerró sus propios ojos hasta que no fueron más que rendijas y lentamente alzó su brazo izquierdo/derecho, flexionando el bíceps. El músculo de Tembo se hinchó y partió la delgada manga de la chaqueta de presidiario con un sonido rasgante. Luego, Bill señaló la cinta del Dardo Púrpura que llevaba clavada en el pecho.
— ¿Sabe como me gané esto? — preguntó con una cortante voz átona —. La obtuve matando con mis propias manos trece chingers en el interior de una casamata contra la que me habían mandado. Y estoy ahora aquí porque después de matar a los chingers regresé a matar al sargento que me había enviado contra ella. Así que… ¿de qué problemas hablaba, sargento?
— Si no me buscas problemas, yo no te los buscaré a ti — chirrió el Sargento de Guardia mientras se alejaba —. Estás en la celda 13, justo ahí arriba… — se detuvo repentinamente y comenzó a comerse todas las uñas de una mano al mismo tiempo, con un sonido masticante. Bill le lanzó una buena mirada asesina, para acabar de redondear la cosa, y luego se giró y subió arriba.
La puerta del número 13 estaba abierta, y Bill contempló la estrecha celda, mal iluminada por la luz que se filtraba a través de las paredes translúcidas de plástico. La litera de dos pisos casi ocupaba todo el espacio, dejando tan solo un estrecho pasadizo a un lado. En la parte opuesta habían dos maltrechas taquillas atornilladas a la pared, que, junto con el pintado mensaje: SED LIMPIOS, NO OBSCENOS: LA PALABRA SOEZ AYUDA AL ENEMIGO, completaban el mobiliario. Un hombrecillo de rostro puntiagudo y ojos saltones yacía en la litera inferior, mirando fijamente a Bill. Este le devolvió la mirada y frunció el ceño.
— Adelante, sargento — le dijo el hombrecillo, mientras se subía por el soporte hasta la litera de arriba —. Te he estado guardando la litera de abajo, seguro que sí. Mi nombre es Negrillo y estoy cumpliendo una condena de diez meses por decirle a un segundo teniente que se fuera a…
Terminó la frase con un tono interrogativo que Bill ignoró. Le dolían los pies. Se sacó a tirones las botas púrpura y se tendió sobre la colchoneta. La cabeza de Negrillo apareció por el borde de la litera, semejante a un roedor contemplando el paisaje.
— Falta aún mucho para el rancho… ¿qué te parecería una Trotamburguesa? — al lado de la cabeza apareció una mano que le pasó un brillante paquete a Bill.
Tras contemplarlo con recelo, Bill tiró de la cinta selladora en el extremo del envoltorio de plástico. Tan pronto como el aire se introdujo y entró en contacto con el forro combustible, la hamburguesa comenzó a humear, y al cabo de tres segundos estaba en su punto. Alzando el pan, Bill le puso catchup de un pequeño bolsillo situado al otro extremo del envoltorio, y le dio un dubitativo bocado. Era estupenda y jugosa carne de caballo.
— Esta vieja yegua gris sigue sabiendo tan bien como siempre — dijo Bill con la boca llena —. ¿Cómo consigues meterlas aquí dentro?
Negrillo sonrió e hizo un guiño teatral.
— Contactos — dijo —. Me las traen, todo lo que tengo que hacer es pedirlas. No entendí bien tu nombre…
— Bill — la comida había apaciguado su pésimo humor. — Un año y un día por dormirme estando de servicio. Me iban a fusilar por desertor, pero tenía un buen abogado. Y esa era una buena hamburguesa. Lástima no tener nada con que pasarla.
Negrillo sacó una botellita marcada JARABE PARA LA TOS Y se la pasó a Bill:
— Especialmente preparado para mí por un amigo enfermero. Mitad alcohol de quemar y mitad éter.
— ¡Gulppp! — dijo Bill, limpiándose las lágrimas tras haberse tragado media botella. Se sentía casi en paz con el mundo —. Eres un buen compañero, Negrillo.
— Puedes estar seguro — le dijo Negrillo ansiosamente —. Y nunca es malo tener compañeros en el Ejército, la Marina o las Fuerzas Espaciales, en cualquier parte. Eso lo sabe bien el viejo Negrillo, seguro. ¿Tienes buenos músculos, Bill?
Bill flexionó lentamente los músculos de Tembo.
— Eso es algo que a mí me gusta ver — dijo admirado Negrillo —. Con tus músculos y mi cerebro podremos apañárnoslas de maravilla…
— ¡Yo también tengo cerebro!
— ¡Relájalo! Dale un respiro, mientras yo pienso por los dos. He servido en más ejércitos que días hayas pasado tú en este. Obtuve mi primera medalla a las órdenes de Aníbal, por la herida de aquí — señaló una blanca cicatriz del dorso de su mano —. Pero me di cuenta de que llevaba las de perder y me pasé a los chicos de Rómulo y Remo mientras era tiempo. He estado aprendiendo desde entonces, y siempre logro salir con bien. Vi de donde soplaba el viento y comí un trozo del jabón de la lavandería y así estuve malo la mañana de Waterloo, y te aseguro que no me supo mal perderme aquello. Vi como se estaba preparando algo similar en el Somme… ¿o era Ypres?; me olvido de algunos de los antiguos nombres; así que masqué un cigarrillo, y me lo puse en el sobaco, y así logré tener fiebre y también me perdí aquel espectáculo. Siempre hay una forma en que escaparse, ese es mi lema.
— Nunca he oído hablar de esas batallas. ¿Fueron contra los chingers?
— No, mucho antes, muchísimo antes. Guerras y guerras antes.
— Eso significaría que eres muy viejo, Negrillo. Y no pareces muy viejo.
— Soy realmente viejo, pero normalmente no se lo digo a la gente porque se ríen de mí. Pero me acuerdo de haber visto construir las pirámides, y aún recuerdo el repugnante rancho que nos daban en el ejército asirio, y la vez que le ganamos a la tribu de Wug cuando trataron de entrar en nuestra caverna, a base de echarles piedras encima.
— Eso suena a una sarta de trolas — dijo cansinamente Bill, vaciando la botella.
— Ajá, eso es lo que me dicen todos, y por eso ya no cuento las viejas historias. No me creen ni cuando les muestro mi amuleto — le mostró un pequeño triángulo blanco con un borde irregular —. El diente de un pterodactilo. Se lo volé con una pedrada de una honda que acababa de inventar…
— Parece un trozo de plástico.
— ¿Entiendes ahora? Es por eso por lo que ya no cuento las viejas historias. Simplemente, me voy reenganchando y sigo la corriente…
Bill se sentó y se quedó con la boca abierta.
— ¡Reengancharse! Pero eso es un suicidio…
— Ni hablar. En una guerra, el sitio más seguro es el Ejército. A los imbéciles de primera línea les vuelan los culos a tiros y a los civiles de retaguardia se los vuelan a bombazos, pero los tíos de enmedio viven completamente seguros. Se necesitan 30, 50 o quizá hasta 70 tipos en medio para suministrar a cada uno de los de primera línea. Una vez aprendes a ser un buen archivero ya estás a salvo. ¿Quién ha oído hablar de que disparen contra un archivero? Yo soy un excelente archivero. Pero eso solo en tiempo de guerra. En tiempo de paz, cuando se equivocan y hay paz por un tiempo, es mejor estar con las tropas de combate. Tienen mejor comida, permisos más largos, y bien poco más que hacer. Viajan mucho.
— ¿Y qué pasa cuando comienza una guerra?
— Conozco 735 formas distintas de que me lleven al hospital.
— ¿Me enseñarás un par? — dijo Bill.
— Haría cualquier cosa por un compañero. Ya te las enseñaré por la noche, después de que nos hayan traído el rancho. Y el guardián que lo trae está siendo difícil acerca de un pequeño favor que le pedí. ¡Muchacho, cómo me gustaría que se le partiese un brazo!
— ¿Qué brazo? — Bill chascó sus nudillos con un fuerte sonido.
— El que quieras.
La Prisión Plasticasa era un centro de tránsito en donde guardaban a los prisioneros que llevaban de un lugar a otro. En ella se vivía una vida fácil y relajada que era disfrutada tanto por los guardianes como los prisioneros, sin que nada estropeara el tranquilo discurrir de los días. Había habido un guardián nuevo, un tipo verdaderamente ansioso que venía de la Guardia Nacional Territorial, pero tuvo un accidente mientras servía las comidas y se rompió un brazo. Hasta los otros guardianes se habían alegrado de verlo partir. Más o menos una vez a la semana se llevaban a Negrillo con una guardia armada a la Sección de Archivos de la base, donde estaba falsificando documentos para un teniente coronel que era muy activo en el mercado negro y quería llegar a millonario antes de retirarse. Mientras trabajaba en los archivos, Negrillo hacia que los guardianes de la prisión recibiesen promociones no merecidas, tiempo libre extra y primas en metálico por medallas inexistentes. Como resultado, Bill y Negrillo comían y bebían muy bien, y engordaron. Todo era muy pacífico hasta el día en que Negrillo regresó de una sesión en los archivos y despertó a Bill.
— Buenas noticias — le dijo —: nos largamos.
— ¿Y qué hay de bueno en eso? — preguntó Bill, molesto porque lo hubieran despertado y aún medio trompa de la borrachera de la tarde anterior —. Me gusta este lugar.
— Pero pronto se iba a poner mal para nosotros. El coronel me mira de mala manera, y creo que piensa enviarnos al otro extremo de la Galaxia, donde se lucha en serio. Pero no pensará hacerlo hasta la semana próxima, cuando acabe de arreglarle los libros, así que he preparado unas órdenes secretas para que seamos enviados esta semana a Tabes Dorsalis, donde están las minas de cemento.
— ¡El Mundo Polvoriento! — gritó roncamente Bill, y agarró a Negrillo por el cuello, agitándolo —. Una mina de cemento que ocupa todo un mundo, y en donde la gente muere de silicosis a las pocas horas. Es el lugar más infecto del Universo…
Negrillo logró soltarse y escapar al otro extremo de la celda.
— ¡Alto! — se atraganto —. ¡No te precipites! ¡Cierra la tapa de tu buzón y mantén seca la pólvora! ¿Te crees que iba a enviarnos a un sitio así? Eso es lo que muestran en los programas de la tele, pero yo sé la verdad. Si trabajas en las minas de cemento, de acuerdo, las cosas no están muy bien. Pero tienen una enorme base llena de oficinistas y similares, y usan a prisioneros en libertad provisional en la sección móvil porque no tienen bastantes tropas. Cuando estaba trabajando en los archivos cambié tu clasificación de especialista en fusibles, que es un trabajo suicida, a conductor, y aquí tienes tu carnet de conducir que te autoriza para hacerlo con cualquier cosa, desde un monociclo hasta un tanque atómico de 89 toneladas. Así que tendremos trabajos fáciles y, además, toda la base cuenta con acondicionamiento de aire.
— Pero se estaba bien aquí — se quejó Bill, mirando ceñudo la tarjeta de plástico que certificaba su aptitud en el manejo de una serie de extraños vehículos que en muchos casos ni conocía de vista.
— Las cosas vienen y van, pero son todas iguales — dijo Negrillo, empaquetando un pequeño equipaje.
Comenzaron a darse cuenta de que algo andaba mal cuando la columna de prisioneros fue aherrojada y encadenada con argollas y esposas, y arrastrada hasta el transporte espacial por un pelotón de PM de combate.
— ¡Movéos! — gritaban —. Ya tendréis tiempo de relajaros cuando lleguemos a Tabes Dorsalgia.
— ¿Adónde vamos? — se atraganto Bill.
— Ya me oíste; salta, so mamón.
— Me dijiste Tabes Dorsalis — le rezongó Bill a Negrillo, que estaba delante suyo en la cadena —. Tabes Dorsalgia es la base en Veniola donde hay los peores combates… ¡vamos a la lucha!
— Un error de escritura — suspiró Negrillo —. Uno no puede ganar siempre.
Evitó la patada que le lanzó Bill, y luego esperó pacientemente mientras los PM lo dejaban sin sentido con sus porras y los arrastraban a bordo.
Veniola… un mundo neblinoso de horrores innombrables arrastrándose en su órbita alrededor de la macabra estrella verde Hernia como algún repugnante monstruo estelar recién salido del pozo de la nada. ¿Qué secretos se ocultan entre sus nieblas eternas? ¿Qué horrores sin nombre ondulan y se estremecen en sus tenebrosas ciénagas y oscuros lagos sin fondo? Enfrentados con los inenarrables terrores de este planeta, los hombres se vuelven locos antes que enfrentarse con lo inenfrentable. Veniola… mundo de pantanos, el cubil de los repugnantes e inimaginables venianos…
Hacía calor, había humedad y hedía. La madera de las recién construidas chozas estaba ya blancuzca y comenzaba a pudrirse. Uno se sacaba los zapatos y, antes de que llegasen al suelo, los hongos ya crecían en su interior. Una vez en el campamento, les quitaron las cadenas, ya que no había ningún lugar al que pudieran escapar los trabajadores forzados, y Bill buscó a Negrillo mientras los dedos del brazo derecho de Tembo se abrían y cerraban como hambrientas bocas. Entonces recordó que Negrillo le había hablado a uno de los guardianes cuando estaban saliendo de la nave y le había pasado algo, y un poco después lo habían liberado de la hilera y se lo habían llevado. En aquel momento ya debía de estar dirigiendo la sección de archivos, y mañana viviría en los alojamientos de las enfermeras. Bill suspiró y dejó que todo aquello se fuera de su mente, ya que era tan solo otro factor antagónico sobre el que no tenía control, y se dejó caer en la litera más próxima. Instantáneamente, un zarcillo surgió veloz de una grieta en el suelo, dio tres vueltas a la litera, atándolo sólidamente contra ella, y clavó once pequeños tentáculos en su pierna, comenzando a chuparle la sangre.
— ¡Uggggg! — se esforzó Bill contra la presión de la cosa verde que le ahogaba.
— Nunca te acuestes sin un cuchillo en la mano — le dijo un delgado y amarillento sargento, mientras pasaba a su lado con su propio cuchillo y segaba el zarcillo por donde surgía de las planchas del suelo.
— Gracias, sargento — dijo Bill, desenredando los anillos y tirando el vegetal por la ventana.
De repente, el sargento comenzó a vibrar como un alambre en tensión al que se le da un pellizco y se desplomó al pie de la litera de Bill.
— Bo… bolsillo… camisa… pipipíldoras… — tartamudeó por entre castañeteantes dientes. Bill sacó una caja de píldoras del bolsillo del sargento y le introdujo algunas en la boca. La vibración se detuvo y el hombre se desplomó contra la pared, más chupado y amarillo que antes e inundado en sudor.
— Ictericia y fiebre de los pantanos y filariasis galopante, nunca sé cuando me dará un ataque, es por eso por lo que no pueden devolverme al combate, pues no puedo aguantar un arma. Yo, el Sargento Primero Ferkel, el mejor de los malditos lanzallameros de los Kortacuellos de Kirjassoff, y aquí me tienen haciendo de niñera en un campo de trabajos forzados. ¿Y crees que me molesta? Pues no, me hace feliz, y la única otra cosa que me haría más feliz sería que me sacasen de este maldito pozo de letrina del tamaño de un planeta.
— ¿Cree que el alcohol le haría daño en sus condiciones? — le preguntó Bill, pasándole una botella de jarabe para la tos —. ¿Van mal las cosas por aquí?
— No solo no me hará daño sino que… — se oyó un profundo gorgoteo,. y cuando el sargento habló de nuevo su voz era más ronca pero más fuerte —. Mal no es la palabra adecuada. El luchar con los chingers ya es malo de por sí, pero en este planeta tienen a los nativos, los venianos, de su parte. Esos venianos son como lagartijas acuáticas mohosas y tienen apenas la bastante inteligencia como para aguantar un arma y oprimir el gatillo, pero este es su planeta, y ahí en los pantanos son la misma muerte personificada. Se esconden bajo el barro, y nadan bajo el agua, y saltan desde los árboles, y todo el planeta está repleto de ellos. No tienen fuentes de aprovisionamiento, ni divisiones organizadas, ni mandos, tan solo luchan. Si uno se muere, los demás se lo comen. Si uno es herido en la pierna, los demás se la comen y le crece otra nueva. Si uno de ellos se queda sin munición o dardos venenosos o lo que sea, simplemente nada un centenar de kilómetros hasta su base, carga y regresa al combate. Llevamos aquí luchando tres años, y ahora controlamos un centenar de kilómetros cuadrados de territorio.
— Un centenar, eso suena a mucho.
— Pero solo a un estúpido como tú. Eso son diez por diez kilómetros, y tal vez sean dos kilómetros cuadrados más de lo que capturamos en los primitivos aterrizajes.
Se oyó un chapoteo de cansados pies, y unos agotados y embarcados hombres comenzaron a arrastrarse al interior de las chozas. El Sargento Ferkel se alzó trabajosamente y le dio un largo soplido a su silbato.
— De acuerdo, los nuevos, oíd esto. Habéis sido asignados a la escuadra B que ahora está formándose, escuadra que irá al pantano y acabará la tarea que estos insolentes cebollones de la escuadra A han comenzado esta mañana. Trabajaréis como los buenos allá afuera. No voy a apelar a vuestra lealtad, vuestro honor y vuestro sentido del deber… — sacó su pistola atómica de la funda y abrió de un tiro un boquete en el techo, por el que de inmediato comenzó a gotear la lluvia —. Tan solo voy a apelar a vuestro instinto de supervivencia, porque a todo aquel que se escabulla, se haga el remolón o no dé todo de sí, le volaré la tapa de los sesos. Ahora, afuera.
Con los dientes desnudos y las manos temblando, parecía lo bastante enfermo y de mala uva como para hacerlo. Bill y el resto de la escuadra B se apresuraron a salir bajo la lluvia y a formar filas.
— Coged las hachas, coged los picos, sacad el uranio — rugió el cabo de la guardia armada mientras se peleaban con el barro camino de la puerta de la empalizada. La escuadra de forzados, llevando sus herramientas, iba en el centro, mientras que la guardia armada iba en la parte exterior. La guardia no estaba allí para impedir que algún prisionero escapase, sino para darles una relativa protección contra el enemigo. Se arrastraron lentamente a lo largo del sendero de árboles abatidos que serpenteaba por el pantano. De pronto, se oyó un silbido en lo alto y pasaron relampagueantes transportes pesados.
— Hoy tenemos suerte — dijo uno de los prisioneros más veteranos —, envían la infantería pesada otra vez. No sabía que les quedase alguna.
— ¿Quieres decir que capturarán más territorio? — preguntó Bill.
— Ni hablar, todo lo que consiguen es que los maten. Pero, mientras los aniquilan, nos presionarán menos y tal vez podamos trabajar sin perder demasiados hombres.
Sin que se lo ordenasen, se detuvieron todos para mirar como la infantería pesada caía como lluvia en los pantanos de enfrente… y se desvanecía con la facilidad de las gotas de agua. De tanto en tanto se oía un «buum» y se veía un resplandor cuando una bomba atómica mediana estallaba, atomizando posiblemente algunos venianos, pero habían billones de enemigos esperando su turno. A lo lejos chasquearon las armas cortas y restallaron las granadas. Luego vieron como por sobre los árboles se aproximaba una rebosante e insegura figura. Era un infante pesado con su escafandra acorazada y casco hermético, con bombas atómicas y granadas sujetas por todas partes, un verdadero polvorín andante, o mejor dicho saltante, ya que con toda la chatarra que llevaba encima no habría podido caminar ni por una carretera asfaltada, por lo que se movía a saltos, usando dos cohetes atornillados a sus caderas. Sus saltos se hacían más y más bajos a medida que se acercaba. Cayó a unos cincuenta metros o así de distancia y se hundió lentamente hasta la cintura en el pantano, mientras sus cohetes siseaban al tocar el agua. Luego saltó de nuevo, mucho menos esta vez, con sus cohetes disparando en falso y apagándose, y lanzó el casco por el aire.
— Hey, chicos — dijo —. Los malditos chingers me dieron en el tanque de combustible. Casi se me han apagado los cohetes, no puedo saltar mucho más. ¿Verdad que le echaréis una mano a un compañero…? — golpeó el agua con un gran salpicón.
— Sal de ese traje de lata y te sacaremos — le gritó el cabo de la guardia.
— ¿Estás mochales? — gritó el soldado —. Lleva una hora el meterse o salir de esta cosa.
Disparó sus cohetes, pero estos tan solo hicieron puffff y se levantó un palmo en el agua, para caer de nuevo.
— ¡Se acabó el combustible! ¡Ayudadme, bastardos! ¿Es que estamos en la semana-de-joder-al-compañero…? — aulló, y luego se hundió, hasta que su cabeza estuvo bajo el agua y se vieron unas pocas burbujas y luego nada más.
— Siempre estamos en la semana-de-joder-al-compañero — dijo el cabo —. ¡Poned en marcha la columna! — ordenó, y se arrastraron hacia adelante —. Esos trajes pesan una tonelada y media, se hunden como el plomo.
Si este era un día tranquilo, Bill no deseaba ver uno ajetreado. Como todo el planeta Veniola era un pantano, no se podían realizar avances hasta que no se construía una ruta. Los soldados en solitario podían penetrar algo más allá del camino, pero para los suministros o el equipo y hasta para los hombres muy armados se necesitaba un camino. Por tanto, los forzados estaban construyendo un camino de árboles abatidos. En primera línea.
Los disparos de los átomorifles hacían hervir el agua a su alrededor, y los dardos venenosos caían tan densamente como las hojas de los árboles. Los ataques y contraataques de los dos lados eran constantes mientras los prisioneros cortaban árboles, los descortezaban y los ataban, para hacer avanzar la ruta unos centímetros más. Bill descortezó y taló y trató de ignorar los alaridos de los cuerpos que caían, hasta que comenzó a hacerse de noche. La escuadra, ahora mucho más reducida, marchó de regreso en el atardecer.
— Al menos avanzamos 30 metros esta tarde — le dijo Bill al prisionero veterano que marchaba a su lado.
— Eso no significa nada. Los venianos vienen nadando por la noche y se llevan los troncos.
Instantáneamente, Bill tomó la decisión de largarse de allí.
— ¿Tienes algo más de ese zumo de la alegría? — le preguntó el Sargento Ferkel cuando Bill se desplomó en su litera y comenzó a desprenderse parte del barro de las botas con la hoja de su cuchillo. Antes de responderle, le dio un rápido tajo a una planta que salía por entre las planchas del suelo.
— ¿Cree que podría perder un momento en darme unos consejos, sargento?
— Soy una fluida fuente de consejos una vez tengo lubrificada la garganta.
Bill se sacó una botella del bolsillo.
— ¿Cómo sale uno de este equipo? — le preguntó.
— Uno hace que lo maten — le contestó el sargento mientras se llevaba la botella a los labios.
Bill se la arrebató.
— Eso lo sabía sin su ayuda — resopló.
— Bueno, pues eso es todo lo que vas a saber sin mi ayuda — resopló en respuesta el sargento.
Sus narices se tocaban y se gruñían desde lo más hondo de sus gargantas. Habiendo probado lo valientes que eran los dos y como sabían demostrarlo, se relajaron, y el Sargento Ferkel se echó hacia atrás mientras Bill suspiraba y le pasaba la botella.
— ¿Qué tal si me diera un trabajo en la furrielería? — preguntó Bill.
— No tenemos furrielería. No tenemos oficina. Todo el mundo muere más pronto o más tarde aquí, así que, ¿para qué preocuparse en llevar archivos?
— ¿Y si le hieren a uno?
— Lo envían al hospital, lo ponen bueno, lo devuelven aquí.
— ¡Solo queda el amotinarse! — chilló Bill.
— No nos valió las últimas cuatro veces que lo intentamos. Simplemente se llevaron las naves de suministro y no nos dieron víveres hasta que aceptamos volver a combatir. La química de este lugar está mal, y toda la comida del planeta es puro veneno para nuestros metabolismos. Un par de chicos lo comprobaron por las malas. Cualquier motín que quiera tener posibilidades de éxito ha de conseguir capturar las bastantes naves como para escapar del planeta. Si tienes alguna idea de como hacerlo, te pondré en contacto con el Comité Permanente de Motines.
— ¿No hay forma alguna en que salir de aquí?
— Ya te humm a esto humm… — le dijo Ferkel, y se desplomó borracho como una cuba.
— Ya lo veré por mí mismo — dijo Bill, mientras le sacaba la pistola de su funda al sargento y luego se deslizaba por la puerta trasera.
Reflectores blindados iluminaban las posiciones avanzadas, enfrentadas al enemigo, y Bill se dirigió en el sentido opuesto, hacia el distante resplandor de los cohetes aterrizando. El terreno pantanoso estaba moteado por barracones y almacenes, pero Bill se mantuvo alejado de ellos porque estaban todos guardados, y los guardianes tenían el disparo fácil. Disparaban contra todo lo que veían, contra todo lo que oían, y si no veían o oían nada disparaban de vez en cuando, de todas formas, para mantenerse alta la moral. Las luces brillaban fuertes al frente, y Bill reptó sobre su estómago para atisbar por encima de una mata a una alta verja iluminada por reflectores y protegida por alambres de espino que se extendía en ambas direcciones hasta perderse de vista.
Un disparo de un átomorifle quemó un boquete en el barro a un metro tras él, y un reflector giró, enmarcándolo en su destello.
— Saludos de su oficial de mando — atronó una voz amplificada desde los altavoces de la verja —. Esta es una grabación. Está usted tratando de salir de la zona de combate para entrar en la zona restringida al mando. Esto está prohibido. Su presencia ha sido detectada por maquinaria automática y estos mismos dispositivos tienen ahora apuntado un cierto número de armas contra usted. Dispararán en sesenta segundos si no se marcha. ¡Sea patriota! Cumpla con su deber. ¡Muerte a los chingers! Cincuenta y cinco segundos. ¿Le gustaría que su madre supiese que su hijo es un cobarde? Cincuenta segundos. Su Emperador ha gastado un capital en su entrenamiento, ¿es esa la forma de pagárselo? Cuarenta y cinco segundos…
Bill maldijo y disparó contra el altavoz más próximo, pero los restantes a lo largo de la valla continuaron sonando con la voz. Se dio la vuelta y volvió por donde había venido.
Cuando se acercaba a su choza, evitando la parte delantera para no arriesgarse al fuego de los nerviosos guardianes del complejo, se apagaron todas las luces. Al mismo tiempo sonaron disparos y explosiones por todas partes.
Algo se deslizó cerca por el barro, y el dedo de Bill se contrajo espontáneamente sobre el gatillo, disparando. Al breve resplandor atómico vio los humeantes restos de un veniano muerto, así como un gran número de venianos vivos chapoteando al ataque. Bill se zambulló a un lado al momento, de forma que los disparos que le hicieron en contestación no le alcanzaron, y huyó en la dirección opuesta. Tan solo pensaba en salvar el pellejo, y lo hizo escapando de los disparos y de los enemigos que le atacaban tan lejos como pudo. El que lo hiciera en la dirección en que no había sendero, metiéndose en el pantano, fue algo que no se detuvo a considerar en aquel momento. Sobrevive, le gritaba su arrugado y empequeñecido ego, y él corría.
El correr se hizo más difícil cuando el suelo se transformó en barro, y aún más cuando el barro dejó paso al agua abierta. Tras chapotear desesperadamente por un tiempo interminable, Bill llegó a más barro. Ya le había pasado el primer momento de histeria, el combate era tan solo un lejano murmullo en la distancia, y estaba exhausto. Se dejó caer sobre una masa de barro, e instantáneamente unos agudos dientes se le clavaron profundamente en las nalgas. Chillando roncamente, corrió hasta chocar con un árbol. No iba lo bastante aprisa como para hacerse mucho daño, y el tacto de la rugosa corteza bajo sus dedos despertó todos sus instintos eoantrópicos de supervivencia: se subió a él. En lo alto había dos ramas que salían en ángulo del tronco, y se apoyó en ellas, apretado contra la sólida madera y con su arma preparada y apuntada hacia adelante. Nada le molestaba ahora, y los sonidos nocturnos se hicieron más débiles y lejanos, la oscuridad era completa, y al cabo de unos segundos comenzó a cabecear. Se sobresaltó algunas veces, parpadeó, y finalmente se quedó dormido.
Ya brillaban las primeras grisáceas luces del alba cuando abrió sus pesados ojos y parpadeó. En una rama cercana estaba colgado un pequeño lagarto que lo contemplaba con sus ojos como joyas.
— Je, je… de verdad que estabas como un tronco — le dijo el chinger.
El disparo de Bill abrió una cicatriz humeante en la parte superior de la rama, y luego el chinger apareció de nuevo por debajo de la rama y se limpió meticulosamente la ceniza de sus garras.
— Ojo con ese gatillo, Bill — dijo —. Je, je… si hubiera querido te podría haber liquidado en cualquier momento mientras estabas dormido.
— Te conozco — dijo hoscamente Bill —. Eres Ansioso Beager, ¿no?
— Je, je… ¿no te gusta encontrarte con viejos amigos? — un cienpiés pasaba a su lado y Ansioso Beager, el chinger, lo agarró con tres de sus brazos y comenzó a arrancarle patas con el cuarto y a comérselas —. Te reconocí, Bill, y quise hablar contigo. Me he sentido mal desde que te llamé soplón, no hice bien. Tan solo cumplías con tu deber cuando me denunciaste. Pero, ¿querrías decirme como fue que me descubriste…? — dijo, guiñando un ojo en complicidad.
— ¿Por qué no te vas a comer mierda, desgraciado? — gruñó Bill, y buscó en su bolsillo una botella de jarabe para la tos. Ansioso Chinger suspiró.
— Bueno, supongo que no querrás hablar de nada de trascendencia militar, pero espero que quieras contestarme a unas preguntas. — Echó a un lado el cadáver desmembrado y rebuscó en su bolsa marsupial, sacando una tablilla y un diminuto instrumento de escritura —. Tienes que darte cuenta de que no escogí voluntariamente el espionaje como profesión, sino que me obligaron a hacerlo en virtud de mi especialidad, la exopología… ¿has oído hablar de esta ciencia?
— Una vez nos dieron una charla de orientación, la hizo un exopólogo, y de lo único que sabía hablar era de tipos y bichos extraterrestres.
— Sí, más o menos es eso. Es la ciencia que estudia las formas de vida distintas a la propia y, naturalmente, para nosotros el homo sapiens entra en esa clasificación: es un bicho raro… — se ocultó a medias tras al rama cuando Bill alzó el arma.
— ¡Ojo con lo que dices, mamón!
— Lo siento, tan solo es una forma de expresarse. Resumiendo, como me especialicé en el estudio de tu especie, me enviaron como espía, en contra mía; pero esos son los sacrificios que uno tiene que realizar en tiempo de guerra. No obstante, al verte aquí, he recordado que hay una serie de preguntas y problemas aún sin respuesta, y me gustaría tener tu ayuda para resolverlos, por pura curiosidad científica, naturalmente.
— ¿Como cuáles? — preguntó suspicaz Bill, vaciando la botella y lanzándola contra la selva.
— Bueno… je, je… para empezar por algo simple, ¿que es lo que sientes por los chingers?
— ¡Muerte a los chingers! — la pequeña pluma volaba sobre la tablilla.
— Pero te han condicionado para que digas, eso. ¿Qué es lo que sentías antes de entrar en el Ejército?
— Los chingers no me importaban un pito — con el rabillo del ojo, Bill vigilaba un movimiento sospechoso entre las hojas del árbol, arriba.
— ¡Estupendo! Entonces, ¿podrías explicarme quién es el que nos odia a los chingers hasta el punto de querer luchar contra nosotros una guerra de exterminio?
— Supongo que, en realidad, nadie odia a los chingers. Es simplemente que no hay nadie más con quien hacer la guerra, así que tenemos que hacerla con vosotros — las inquietas hojas se habían separado y unos ojos alargados, colocados en una gran cabeza plana, miraban hacia abajo.
— ¡Lo sabía! Y esto me lleva a la pregunta verdaderamente importante: ¿Por qué os gusta a los horno sapiens hacer la guerra?
La mano de Bill se apretó sobre la culata de la pistola, mientras la monstruosa cabeza descendía silenciosamente por entre las hojas tras Ansioso Chinger Beager. Estaba unida a un cuerpo serpentina de un palmo de grosor y, aparentemente, interminable.
— ¿Hacer la guerra? No sé — dijo Bill, distraído por el silencioso aproximarse de la gigantesca serpiente —. Supongo que es porque nos gusta. No parece haber otra razón.
— ¡Os gusta! — rechinó el chinger, saltando arriba y abajo excitado —. A ninguna raza civilizada le pueden gustar las guerras: la muerte, el asesinato, la mutilación, las violencias, la tortura y el dolor, para nombrar tan solo algunos de los factores — concomitantes a la misma. ¡Vuestra raza no puede ser civilizada!
La serpiente atacó con la velocidad del rayo, y Ansioso Chinger Beager se desvaneció por su espinosa garganta con tan solo un apagado gemido.
— Ajá… supongo que no estamos civilizados — dijo Bill con la pistola dispuesta, pero la serpiente siguió descendiendo. Al menos pasaron reptando cincuenta metros de la misma antes de que apareciese y desapareciese la cola —. El maldito espía se lo tenía bien merecido — gruñó feliz, y comenzó a descender.
Una vez en el suelo, Bill comenzó a darse cuenta del mal lío en que se hallaba. El húmedo pantano se había tragado todas las huellas de su paso de la noche anterior, y no tenía ni la menor idea de en qué dirección se hallaba la zona de los combates. El sol tan solo era una difusa luz tras las capas de nubes y niebla, y notó un escalofrío repentino al darse cuenta de las escasas posibilidades que tenía de hallar su camino de regreso. El área de invasión, de tan solo diez kilómetros de lado, era un punto microscópico en la piel de este planeta. Y no obstante, si no la encontraba, ya podía darse por muerto. Y si se quedaba allí también moriría, así que, tomando lo que le parecía la dirección más prometedora, inició la marcha.
— Estoy chafado — dijo, y lo estaba. Unas pocas horas de arrastrarse por los pantanos no habían hecho más que debilitar sus músculos, llenarle la piel de picaduras de insectos, sacarle un litro de sangre gracias a las omnipresentes sanguijuelas y vaciar la carga de su pistola al matar a una docena o así de las formas de vida locales que lo querían como desayuno. También sentía hambre y sed. Y seguía perdido.
El resto del día siguió la pauta de la mañana, así que cuando el cielo comenzó a oscurecer estaba al borde del agotamiento y había terminado su suministro de medicina para la tos. Cuando subió a un árbol para encontrar un punto en el que descansar, estaba aún más hambriento, por lo que cogió un excelente fruto rojo.
— Se supone que es veneno. — Lo miró con suspicacia, y luego lo husmeó. Olía excelentemente. Lo tiró lejos.
Por la mañana todavía tenía más hambre.
— ¿Debería meterme el cañón de la pistola en la boca y disparar? — se preguntó, sopesando la pistola atómica en la mano —. Aún queda mucho tiempo para hacer eso. Aún pueden pasar muchas cosas — y, sin embargo, no pudo acabar de creérselo cuando oyó voces que venían por la jungla, voces humanas. Se ocultó tras la rama y apuntó en aquella dirección.
Las voces se acercaron, y también un sonido de cadenas. Un veniano armado pasó bajo el árbol, pero Bill retuvo el fuego cuando otras figuras surgieron de entre la niebla. Era una larga hilera de prisioneros humanos que llevaban al cuello las argollas usadas para traer a Bill y a los otros al campo de trabajos forzados, unidas por una larga cadena. Cada uno de los hombres llevaba una enorme caja sobre la cabeza. Bill los dejó pasar por debajo y contó cuidadosamente los guardianes venianos. Eran cinco más un sexto vigilando la retaguardia, y cuando este estuvo bajo el árbol Bill se dejó caer sobre él, abriéndole el cráneo con sus pesadas botas. El veniano estaba armado con una copia, hecha por los chingers, del átomorifle standard, y Bill sonrió malévolamente cuando sostuvo su familiar peso. Tras guardarse la pistola en el cinto, se deslizó tras la columna, con el rifle a punto. Logró matar al quinto guardián poniéndose tras él y reventándole la cabeza con la culata del rifle. Los dos últimos humanos de la hilera lo vieron, pero tuvieron la suficiente cordura como para callarse cuando se acercó sigilosamente al cuarto. Pero un estremecimiento de los prisioneros o algún sonido casual puso en guardia al veniano, que se dio la vuelta, alzando el rifle. Ya no había posibilidad de matarlo en silencio, así que Bill le asó la cabeza y corrió tan de prisa como pudo hacia delante. Se produjo un incrédulo silencio cuando resonó el disparo entre la neblina y Bill lo llenó con un grito:
— ¡Cuerpo a tierra… rápido!
Los soldados se zambulleron en el barro, y Bill aguantó su átomorifle a la altura de la cadera mientras corría, abanicando de un lado a otro, frente a él, como si manejase una manguera, y manteniendo el gatillo en tiro automático. Una línea continua de fuego cruzó el aire a la altura de un metro del suelo y formando un arco. Se oyeron chillidos y gemidos entre la niebla, y al fin se agotó la carga del rifle. Bill lo echó a un lado y sacó la pistola. Dos de los guardias que quedaban estaban por el suelo, y el último estaba herido y solo pudo lanzar un mal dirigido disparo antes de que también lo asase.
— No está mal — dijo, deteniéndose y jadeando —. Seis de un total de seis.
De la línea de prisioneros le llegaban débiles gemidos, y Bill ahuecó disgustado los labios cuando vio los tres hombres que no se habían tirado al suelo al oír su grito de aviso.
— ¿Qué pasa? — le dijo a uno, moviéndolo con la bota. —. ¿Nunca habías entrado en combate? — pero no le contestó porque estaba tostadamente muerto.
— Nunca… — le contestó el de al lado, boqueando de dolor —. Llame al enfermero. Estoy herido, hay uno al principio de la hilera. ¡Oh, oh, ¿por qué salí nunca de la Fanny Hill?! Enfermero…
Bill frunció el entrecejo al ver los tres balones dorados de un Cuarto Teniente en el cuello del hombre, y luego se inclinó y le raspó algo del barro de la cara.
— ¡Tú! ¡El oficial de lavandería! — gritó con ultrajada ira, alzando la pistola para completar el trabajo.
— ¡No soy yo! — gimió el teniente, reconociendo por fin a Bill —. ¡El oficial de lavandería se fue, tragado por un desagüe! Yo soy tu amado pastor local que te trae las bendiciones de Ahura Mazdah, hijo mío… ¿Has ido leyendo el Avesta cada día antes de irte a dormir…?
— ¡Bah! — rugió Bill; ahora ya no podía matarlo, así que caminó hasta el tercer herido.
— Hola Bill… — le saludó una débil voz —. Supongo que ya he perdido mis antiguos reflejos… No puedo culparte por haberme dado, tendría que haberme incrustado en el barro como los otros…
— Maldita sea, eso es lo que tendrías que haber hecho — dijo Bill, contemplando al familiar y odiado rostro colmilludo —. Te estás muriendo, Deseomortal. Esta vez te ha tocado.
— Lo sé — dijo Deseomortal, y tosió. Tenía cerrados los ojos.
— Haced un círculo con la cadena — gritó Bill —. Quiero aquí al enfermero.
La hilera de prisioneros se curvó y miraron como el enfermero examinaba a los heridos.
— El teniente solo necesita una venda — dijo —. Tan solo tiene quemaduras superficiales. Pero a este tío de los colmillos le ha llegado la hora.
— ¿Puedes conservarlo con vida? — le preguntó Bill.
— Por un tiempo, aunque no puedo asegurar cuanto.
— Mántenlo en vida. — Miró alrededor del círculo de prisioneros —. ¿Hay alguna manera en que sacaros esas argollas? — preguntó.
— No sin las llaves — le dijo un tosco sargento de infantería —, y los lagartos no las traían. Tendremos que llevarlas hasta que estemos de regreso. ¿Cómo es que arriesgaste el cuello para salvarnos? — preguntó con sospecha.
— ¿Y quién quería salvaros? — resopló Bill —. Tenía hambre, y me imaginé que eso que llevabais sería comida.
— Sí, lo es — contestó el sargento, pareciendo ya más tranquilo —. Así se entiende el por qué corriste el riesgo.
Bill abrió una lata de raciones y hundió el rostro en ella.
El muerto fue cortado de su sitio en la cadena, y los dos hombres de delante y atrás del herido Deseomortal querían hacer lo mismo con él. Bill razonó con ellos, les explicó que lo más humanitario era cargar con su compañero, y estuvieron de acuerdo con él cuando los amenazó con asarles las piernas si no lo hacían. Mientras los encadenados comían, Bill cortó dos ramas flexibles y construyó una camilla con tres guerreras que le dieron. Entregó los rifles capturados al tosco sargento y a los soldados que parecían con más experiencia de combate, guardándose uno para sí mismo.
— ¿Hay alguna posibilidad de que podamos regresar? le preguntó el sargento, que estaba limpiando cuidadosamente el agua del arma.
— Tal vez. Podemos regresar por donde hemos venido, es fácil seguir las señales que hemos dejado todos nosotros arrastrándonos hasta aquí. Tendremos que estar atentos por si hay venianos, y cazarlos antes de que puedan correr la voz acerca de nosotros. Cuando lleguemos donde podamos oír los combates, trataremos de hallar un área tranquila… y de abrimos paso. Un cincuenta por ciento de posibilidades.
— Eso es más de lo que teníamos hace una hora.
— Ya lo sé. Pero disminuirán si nos quedamos mucho tiempo aquí.
— Entonces pongámonos en marcha.
El seguir la pista fue aún más fácil de lo que Bill se había imaginado, y a primera hora de la tarde oyeron los primeros sonidos de la lucha, un retumbar apagado en la distancia. Habían matado instantáneamente al único veniano al que habían visto. Bill detuvo la marcha.
— Comed todo lo que queráis, luego tirad la comida — dijo —. Pasad la orden. Pronto tendremos que marchar a toda prisa — fue a ver que tal estaba Deseomortal.
— Mal — jadeó este, con la cara tan blanca como el papel —. Esto es el fin, Bill… lo sé… ya he aterrorizado a mi último recluta… he cobrado mi última paga… he hecho mi última guardia… hasta la vista, Bill… eres un buen compañero… cuidándote de mí así…
— Me alegra que pienses eso, Deseomortal, y tal vez quieras hacerme un favor. — Rebuscó por los bolsillos del moribundo hasta que encontró su libro de notas de suboficial, abriéndolo y garabateando en una de las páginas en blanco —. ¿Qué tal si me firmaras esto, en recuerdo de los viejos tiempos…? ¿Deseomortal?
La gran mandíbula colgaba abierta, los malévolos ojos rojos estaban desorbitados y perdidos en el infinito.
— El sucio mamón se me ha muerto antes — dijo disgustado Bill. Tras meditar por un momento, mojó con tinta de la pluma la yema del pulgar de Deseomortal y la apretó contra el papel para dejar la huella.
— ¡Enfermero! — gritó, y la hilera de hombres se arqueó para que el enfermero pudiera llegar —. ¿Cómo está?
— Tieso como un arenque — dijo el enfermero, tras un examen profesional.
— Antes de morir me dejó en herencia sus colmillos, lo tengo aquí escrito, ¿ves? Son colmillos verdaderos, hechos crecer en una probeta, y cuestan un fortunón. ¿Pueden ser trasplantados?
— Seguro, siempre que se los arranquen y los congelen antes de que pasen doce horas.
— No hay problema con eso, simplemente nos llevaremos el cadáver con nosotros. — Miró a los dos camilleros y jugueteó con su arma, y no hubo protestas —. Mándeme aquí a ese teniente.
El teniente vino.
— Capellán — dijo Bill, alzando la página del libro de notas —. Me gustaría tener la firma de un oficial en esto. Justo antes de morir este hombre me dictó su testamento, pero estaba demasiado débil para firmarlo, así que le puso la huella dactilar. Ahora usted escriba que lo vio hacerlo y que todo está bien y es legal, y firme con su nombre.
— Pero… no podría hacer eso, hijo mío. No vi como el fallecido dictaba su testamento y Glummmmp…
Dijo Glummmmp porque Bill le había metido el cañón de la pistola atómica en la boca y lo estaba haciendo girar con el dedo vibrando sobre el gatillo.
— Dispara — dijo el sargento de infantería, y tres de los hombres, que podían ver lo que estaba pasando, aplaudieron. Bill retiró lentamente la pistola.
— Tendré gran placer en ayudar — dijo el capellán, arrebatándole la pluma.
Bill leyó el documento, gruñó satisfecho, y luego se acuclilló junto al enfermero.
— ¿Estás en el hospital? — le preguntó.
— En efecto, y si logro regresar no voy a salir de él nunca más. Tuve la mala suerte de estar recogiendo heridos cuando se produjo el ataque.
— He oído que no se llevan a ningún herido. Que solo los ponen en condiciones y los devuelven a la línea de fuego.
— Oíste bien. Esta va a ser una guerra difícil de sobrevivir.
— Pero deben de haber algunos heridos demasiado graves como para volverlos al servicio activo.
— Son los milagros de la medicina moderna — le contestó el enfermero, mientras se enfrentaba con un pastel de carne deshidratado —. O te mueres, o te han puesto bueno en un par de semanas.
— ¿Y si a uno le vuelan un brazo?
— Tienen un congelador lleno de brazos viejos. Te cosen uno y bang, de vuelta al servicio.
— ¿Y que tal con los pies? — le preguntó Bill preocupado.
— ¡Tienes razón… me olvidé! Hay escasez de pies. Tenemos a tantos tíos sin pies que se nos están acabando las camas. Habían comenzado justamente a sacarlos del planeta cuando me capturaron.
— ¿Tienes algunas píldoras contra el dolor? — le preguntó Bill, cambiando de conversación. El enfermero sacó una botella blanca.
— Tres de estas y te reirías mientras te estuviesen cortando la cabeza.
— Dame tres.
— Si por casualidad ves a un tipo que le hayan volado un pie, lo mejor será que le ates algo alrededor de la pierna, por sobre la rodilla, para cortar la hemorragia.
— Gracias, compañero.
— De nada.
— Pongámonos en marcha — dijo el sargento de infantería —. Cuanto antes lo hagamos, más posibilidades tendremos.
Ocasionales relámpagos de los átomorifles quemaban el follaje por encima de ellos, y el estampido seco de las armas pesadas hacía agitarse el barro bajo sus pies. Caminaron paralelamente a la línea de fuego hasta que este hubo cesado, luego se detuvieron. Bill, que era el único no encadenado, se adelantó en reconocimiento. Las líneas enemigas parecían poco densas, y encontró un lugar que parecía ser el mejor para atravesarlas. Luego, antes de regresar, se sacó una fuerte cuerda que había tomado de los paquetes y se hizo un torniquete sobre la rodilla derecha, apretándolo con un palo, tragándose luego las tres píldoras. Se quedó tras unos espesos matorrales cuando llamó a los otros.
— Todo recto, y luego a la derecha por entre esos árboles. Vamos… ¡rápido!
Bill abrió la marcha hasta que los primeros hombres pudieron ver las líneas al frente. Luego gritó:
— ¿Qué es esto? — y se introdujo entre el espeso follaje ¡Chingers! — gritó, y se sentó con la espalda recostada en un árbol.
Tomó buena puntería con la pistola y se voló el pie derecho.
— ¡Movéos, rápido! — aulló, y escuchó el estrépito de los asustados hombres entre la maleza. Lanzó lejos su pistola, disparó al azar hacia los árboles unas cuantas veces, luego se irguió. El átomorifle le servía bastante como muleta para cojear, y no tenía mucho camino que recorrer. Dos soldados, que debían ser bisoños o habrían sabido mejor lo que se hacían, salieron de sus refugios para ayudarle.
— Gracias, compañeros — jadeó, y se desplomó al suelo —. La guerra es un puro infierno.