Desde lejos la construcción -rectangular y oscura- parece una fortaleza. El Industrial -como todos lo llaman aquí- ha reforzado en los últimos meses la estructura original con planchas de acero y tabiques de madera y con dos torretas de vigilancia construidas en los ángulos suroeste y sureste en los lindes extremos de la fábrica que dan a la llanura que se extiende por miles de kilómetros hacia la Patagonia y el fin del continente. Las banderolas y los techos de vidrio y todas las ventanas están rotos y no se los repone porque sus enemigos los vuelven a romper; lo mismo sucede con las luces exteriores, los focos altos y los faroles de la calle, que han sido destrozados a pedradas, salvo algunas lámparas altas que seguían prendidas esa tarde, suaves luces amarillas en la claridad del atardecer; las paredes y los muros exteriores estaban cubiertos de carteles y pintadas políticas que parecían repetir en todas sus variantes la misma consigna -Perón vuelve-, escrita en distintas formas por distintos grupos que se atribuyen -y celebran- ese retorno inminente -o esa ilusión-, repetida con dibujos y grandes letras entre los carteles arrancados y de nuevo pegados con la cara -siempre como de vuelta de todo y sonriente- del general Perón. Bandadas de palomas que entran y salen por los huecos de los muros y los vidrios rotos vuelan en círculo entre las paredes mientras abajo varios perros callejeros ladran y se pelean o están tirados a la sombra de los árboles en las veredas rotas. Para no ver ese paisaje ni la decrepitud del mundo exterior, hace meses que Luca no sale a la calle, indiferente a las zonas exteriores de la fábrica de las que le llegan, sin embargo, ecos y amenazas, voces y risas y el ruido de los autos que aceleran al cruzar por la ruta que bordea la alambrada sobre la zona de carga y el playón del estacionamiento.
Luego de hacer sonar varias veces la puerta de hierro cerrada con cadena y candado, de asomarse por la ventana y de golpear las manos, los recibió el mismo Luca Belladona, alto y atento, extrañamente abrigado para la época, con una tricota negra de cuello alto y un pantalón de franela gris, con una gruesa campera de cuero y botines Patria, y los hizo pasar de inmediato a las oficinas principales, al final de una galería cubierta, con los cristales rotos y sucios, sin entrar en la planta, que, les dijo, visitarían más adelante. Había -igual que en el frente exterior- frases y palabras escritas a lo largo de las paredes interiores donde Luca anotaba, según explicó, lo que no podía olvidar.
En el patio interior se veía una superficie verde que cubría todo el piso hasta donde daba la vista, una pampa uniforme de yerba porque Luca vaciaba el mate por la ventana que daba al patio interior, al costado de su escritorio, o, a veces, cuando recorría el pasillo de un lado a otro, usaba el pozo de aire, que comunicaba el patio con los depósitos y las galerías, para cambiar la yerba, golpeando luego el mate vacío contra la pared, mientras esperaba que se calentara el agua, y tenía entonces un parque natural con palomas y gorriones que revoloteaban sobre el manto verde.
Su dormitorio estaba al fondo, sobre el ala oeste, cerca de una de las antiguas salas de reunión del directorio, en una pieza chica que había sido en el pasado el cuarto de los archivadores, con un catre, una mesa y varios armarios con papeles y cajas de remedios. De ese modo no tenía que moverse demasiado mientras realizaba sus cálculos y sus experimentos, sencillamente se quedaba en esa ala de la fábrica y paseaba por el pasillo hasta la puerta de entrada y volvía por el costado para bajar por la escalera que daba a sus oficinas. A veces, les dijo de pronto, al realizar sus paseos matutinos por la galerías tenía que escribir en las paredes los sueños que acababa de recordar al levantarse de la cama porque los sueños se diluyen y se olvidan en cuanto hemos suspirado y es necesario anotarlos donde sea. La muerte de su hermano Lucio y la fuga de su madre eran los temas centrales que aparecían -a veces sucesiva y a veces alternadamente- en la mayoría de sus sueños. «Son una serie», dijo. «La serie A», y les mostró un cuadro sinóptico y algunos diagramas. Cuando los sueños derivaban hacia otros ejes los anotaba en otra sección, con otra clave. «Ésta es la serie B», dijo, pero agregó que, en general, en estos días estaba soñando con su madre en Dublín y con su hermano muerto.
Había frases escritas con lápiz de tinta en la pared, palabras subrayadas o envueltas en círculos y flechas que relacionaban «una familia de palabras» con otra familia de palabras.
A la serie A la llamaba El proceso de individuación y a la serie B El enemigo inesperado.
– Nuestra madre no podía soportar que sus hijos tuvieran más de tres años, cuando llegaban a esa edad los abandonaba. -Cuando su madre se enteró de la muerte de Lucio había estado a punto de viajar pero fue disuadida-. Estaba desesperada y eso nos sorprendió porque había abandonado a nuestro hermano cuando tenía tres años y luego nos abandonó también a nosotros al cumplir tres años. ¿No es increíble, no es extraordinario? -dijo, y el cuzco lo miraba de costado y agitaba la cola con cansado entusiasmo.
Era extraordinario, y cuando su madre los abandonó su padre había salido a la calle, vestido con un sobretodo, con un martillo en la mano, y había empezado a romper el auto de su madre, es decir que la amaba, mientras los del pueblo, en las veredas, lo miraban, en la calle principal, trepado al capó del auto, pegándole martillazos como un delirante, quería tirarle ácido, quemarle la cara, pero no llegó a tanto. Su mujer se había ido con un hombre al que su padre consideraba superior a él, y además no quería tener problemas con la ley porque todos sabían en lo que andaba su padre, principalmente su mujer, que para no ser su cómplice y para no verse obligada a denunciarlo lo había abandonado.
– Embarazada de mí -dijo usando otra vez la primera persona del singular-. Cuando nací, ese hombre del que no recuerdo nada, ni la cara, sólo las voces que llegaban desde el escenario, porque era director de teatro, ese hombre me crió durante tres años como si fuera mi padre, pero ella después lo dejó también y se fue a Rosario y después a Irlanda y he debido volver a la casa familiar porque era así y era legal, ya que llevo el apellido de quien dice ser mi padre.
Después les dijo que había estado esa semana dedicado a la busca de un secretario, no un abogado ni un técnico en mecanografía, un secretario, es decir, alguien que escribiera lo que él pensaba y necesitaba dictar. Los miró sonriendo y ahí Renzi pudo volver a comprobar que Luca -como los staretz y los campesinos rusos- hablaba en plural cuando se refería a sus proyectos y realizaciones y en singular cuando se trataba de su propia vida. Por otro lado dijo que había («habíamos») aceptado presentarse en los tribunales y solicitar que le fuera entregado el dinero que su padre le había enviado como pago de la herencia de su madre. Tenía todos los documentos y los certificados necesarios para iniciar una demanda.
– Necesitábamos contratar a alguien capaz de escribir al dictado y pasar a máquina las pruebas que llevaremos a los tribunales para reclamar el dinero que nos pertenece. No queremos abogados, nosotros mismos presentaremos la demanda amparados en la ley de defensa de los patrimonios familiares recibidos por herencia.
De inmediato se refirió al fiscal Cueto, que había sido, según dijo, en el pasado el abogado de confianza de la empresa, para luego traicionarlos y llevarlos a la quiebra. Ahora quería confiscar los terrenos de la fábrica desde su cargo político, al que había ascendido llevado por su ambición y amparado por los poderes de turno. Tenían el plan de quedarse con la planta para instalar ahí lo que llamaban un centro experimental de exposiciones agrícolas en connivencia con la Sociedad Rural de la zona, pero antes iban a tener que litigar en los tribunales del partido, de la provincia y de la nación e incluso en los tribunales internacionales, porque estaba («nosotros estamos», dijo) dispuesto a hacer lo que fuera necesario para mantener en funcionamiento la fábrica, que era una isla en medio de ese mar de campesinos y estancieros que sólo estaban interesados en engordar vacas y enriquecerse con la ganancia que la tierra le daba a cualquier inútil que tirara una semilla al voleo.
Estaba además muy entusiasmado con la posibilidad de salir, por una vez, de su ámbito, para emprender un viaje al pueblo y defenderse ante la ley. Se paseaba por la sala, en un estado de gran agitación, imaginando todos los pasos de su defensa y estaba seguro de que la ayuda de un secretario agilizaría la preparación de los papeles y los documentos.
Había puesto dos avisos en la X10 Radio Rural dos días continuos solicitando un secretario privado y se habían presentado varios paisanos con el sombrero en la mano, tranquilos, chuecos, hombres de a caballo, con la cara tostada y la frente blanca marcada por la línea donde la cubría el ala del sombrero. Eran arrieros, troperos, domadores, todos sin trabajo por el proceso de concentración de las grandes estancias que liquidaba a los chacareros, a los arrendatarios y a los trabajadores temporarios que siguen la ruta de las cosechas, hombres de honor, según decían, que habían entendido la palabra secretario como la profesión de alguien capaz de guardar un secreto, y todos se presentaron para jurar «si hace falta» que ellos eran una tumba, porque desde luego, dijo Luca, «conocían nuestra historia y nuestras desdichas» y se arriesgaban a venir hasta las casas porque estaban dispuestos a no decir ni una palabra que no les fuera autorizada a decir y además, desde luego, podían hacer también su trabajo y miraban al costado de los muros a ver dónde estaba el corral de los animales o el terreno que debían cultivar.
Dos de ellos se habían presentado como tigreros, es decir, cazadores de pumas, primero un hombre alto con cicatrices en la cara y en las manos y después otro bajito y gordo, de mirada clara, muy marcado por la viruela, la piel como cuero seco y encima manco. Los dos dijeron ser hombres capaces de campear y de matar un puma sin armas de fuego, con un poncho y el cuchillo -incluso el manco, al que llamaban el Zurdo porque había perdido el brazo izquierdo-, si es que quedan pumas a los que se pueda matar con las manos, como habían hecho desde siempre estos cazadores que salían al amanecer a campear en los pajonales a los tigres cebados que atacaban a los terneros. Andaban por las estancias y por las chacras ofreciendo sus servicios, y habían terminado buscando trabajo en la fábrica, desconfiados y recelosos igual que un puma que se hubiera perdido en la noche y apareciera al amanecer por la calle central del pueblo, arisco y receloso, pisando el empedrado.
Pero no era eso, no, no buscaba un cazador de pumas, ni un capataz, ni un hachero, nada de lo que se necesita en una estancia, sino un secretario técnico que conociera los secretos de la palabra escrita y que le permitiera afrontar los avatares de la lucha en la que se había visto implicado en la larga guerra que llevaba librando contra las fuerzas atrabiliarias de la región.
– Porque en nuestro caso -decía Luca- se trata de una verdadera campaña militar en la que hemos obtenido victorias y derrotas; Napoleón ha sido siempre nuestra referencia central, básicamente por su capacidad para reaccionar ante la adversidad, hemos estudiado sus campañas en Rusia y hemos visto ahí más genio militar que en sus victorias. Hay más genio militar en Waterloo que en Austerlitz, porque en Waterloo el ejército no quiso retroceder, no quiso retroceder -repitió-, abrió el frente de batalla hacia la izquierda y sus tropas de refresco llegaron diez minutos tarde y esa maniobra, fracasada por causas naturales (grandes lluvias), fue su mayor acto de genio, todas las academias militares estudiaban esa derrota, que vale más que todas las victorias.
Se detuvo a preguntar por qué creían ellos que los locos del mundo entero se creían Napoleón Bonaparte. Por qué creían que cuando hay que dibujar un loco se lo dibuja con la mano en el pecho y el bicornio y ya sabe todo el mundo que se trata de un loco. ¿Alguien había pensado en eso?, preguntó. Soy Napoleón, el locus classicus del loco clásico. ¿Por qué?
– La dejamos picando -dijo con una mirada pícara antes de hacerlos cruzar el pasillo y pasar a las oficinas para retomar el tema del secretario que había dejado, según les dijo, «pendiente».
Las oficinas estaban amuebladas a todo lujo aunque muy deterioradas, con una película de polvo gris sobre la superficie de los sillones de cuero y las largas mesas de caoba y manchas de humedad en las alfombras y en las paredes, aparte de las ventanas rotas y las cagadas de palomas que sembraban de manchas blancas todo el piso ya que los pájaros -no sólo las palomas, también gorriones y horneros y chingolos e incluso un carancho- volaban por los techos, se sostenían de los hierros cruzados en lo alto de la fábrica y entraban y salían del edificio y hacían a veces sus nidos en distintos lugares de la construcción sin ser vistos -al parecer- por el Industrial, o al menos sin ser considerados de interés o de importancia como para interrumpir sus actos o sus dichos.
De modo que había tenido que poner otro aviso, esta vez en la radio de la Iglesia, la radio de la parroquia en realidad, la X8 Radio Pío XII, y se habían presentado varios sacristanes y miembros de la Acción Católica y varios seminaristas que necesitaban pasar un tiempo en la vida civil y que mostraban cierta indecisión particular que Luca captó de inmediato, como si fueran niños alegres, dispuestos a colaborar, caritativos, pero remisos a instalarse en la fábrica con la dedicación exclusiva que el Industrial les exigía. Hasta que al fin, cuando ya desesperaba de tener éxito después de entrevistar a varios postulantes, vio aparecer a un joven pálido que inmediatamente le confesó que había interrumpido su sacerdocio antes de ordenarse porque dudada de su fe y quería pasar un tiempo en la escena secular -así dijo-, como le había aconsejado su confesor, el padre Luis, y ahí estaba, vestido de negro con su cuello blanco circular («clerigman»), para demostrar que llevaba aún, le había dicho, «la señal de Dios». El señor Schultz.
– Por eso lo contratamos, porque entendimos que Schultz era, o sería, el hombre indicado para nuestro trabajo jurídico. ¿O no se funda la justicia en la creencia y en el verbo, igual que la religión? Hay una ficción judicial como hay una historia sagrada y en los dos casos creemos sólo en lo que está bien contado.
Luca les dijo que el joven secretario estaba ahora en su oficina ordenando la correspondencia y el archivo y copiando a máquina los dictados nocturnos pero que podríamos conocerlo pronto.
Lo había contratado a tiempo completo -casa y comida, sin sueldo, pero con una alta asignación cuando cobraran el dinero por el que iban a litigar con el canalla de Cueto en los tribunales- y le había asignado el segundo cuarto de los archivadores al costado de la sala de reuniones. Para tenerlo a tiro de ballesta. Necesitaba un secretario de extrema confianza, un creyente, una especie de converso, es decir, necesitaba un fanático, un ayudante destinado a servir a la causa, y había mantenido con el candidato -finalmente elegido- una larga conversación sobre la Iglesia católica, como institución teológico-política y como misión espiritual.
En estos tiempos de desencanto y de escepticismo, con un Dios ausente -le había dicho el seminarista-, la verdad estaba en los doce apóstoles que lo habían visto joven y sano y en pleno uso de sus facultades. Había que creer en el Nuevo Testamento porque era la única prueba de la visión de Dios encarnado. Habían sido en un principio doce, los apóstoles, había dicho el seminarista, y un traidor, acotamos nosotros, les dijo Luca, y el seminarista se había sonrojado porque era tan joven que esa palabra tenía para él pecaminosas connotaciones sexuales. La idea de un pequeño círculo, de una secta alucinada y fiel pero con un traidor infiltrado en su seno, un delator que no es ajeno a la secta sino que forma parte esencial de su estructura, ésa es la forma verdadera de organización de toda sociedad íntima. Hay que actuar sabiendo que se tiene un traidor infiltrado en las filas.
– Que fue lo que nosotros no hicimos cuando organizamos el directorio (doce miembros) que pasó a dirigir nuestra fábrica. Habíamos dejado de ser una empresa familiar para convertirnos en una sociedad anónima con un directorio y ése fue el primer error. Al dejar de funcionar en la red de la familia, mi hermano y mi padre comenzaron a vacilar y perdieron la confianza, y ante las sucesivas crisis económicas y los embates de los acreedores se dejaron ganar por los cantos de sirena del Buitre Cueto, con su sonrisita perpetua y su ojo de vidrio; porque los cantos de sirena son siempre anuncios de que hay riesgos que deben evitarse, los cantos de sirena son siempre precauciones que invitan a no actuar, por eso Ulises se tapó con cera los oídos para no escuchar los cantos maternos que nos previenen sobre los riesgos y los peligros de la vida y nos inmovilizan y anulan. Nadie haría nada si tuviera que cuidarse de todos los riesgos no previstos de sus acciones. Por eso Napoleón es el ídolo de todos los locos y de todos los fracasados, porque tomaba riesgos, como un jugador que se juega todo a una carta y pierde pero vuelve a entrar en la partida siguiente con el mismo coraje y el mismo ímpetu. No hay contingencia ni azar, hay riesgos y hay conspiraciones. La suerte es manejada desde las sombras: antes atribuíamos las desgracias a la ira de los dioses, luego a la fatalidad del destino, pero ahora sabemos que en realidad se trata de conspiraciones y manejos ocultos.
»Hay un traidor entre nosotros -les dijo, sonriendo, el Industrial-, ésa debe ser la consigna básica de todas las organizaciones. -Y con un gesto señaló hacia la calle, hacia las paredes y las pintadas de los muros exteriores de la fábrica-. Y eso fue lo que nos sucedió a nosotros -dijo Luca-, porque en el interior de nuestra empresa familiar había un traidor que aprovechó el bien de familia para pegar el vizcachazo -dijo, usando como era habitual en él metáforas campestres que delataban su origen o al menos su lugar de nacimiento.
Luca contó que, según el seminarista, había dos tendencias contradictorias en la enseñanza de Cristo, que chocaban y se enfrentaban entre sí, por un lado los analfabetos y los tristes del mundo, pescadores, artesanos, prostitutas, campesinos pobres que recibían del Señor largas parábolas clarísimas, relatos y no conceptos, anécdotas y no ideas abstractas. En esa enseñanza se argumenta con narraciones, con ejemplos prácticos de la vida común, y de ese modo se oponen a las generalizaciones intelectuales y las abstracciones de los letrados y los filisteos, eternos lectores de textos sagrados, descifradores del Libro, los sacerdotes y rabinos y los hombres ilustrados a los que el Cristo -¿era analfabeto?, ¿qué fue lo que escribió una vez en la arena?, ¿un trazo indescifrable o una sola palabra? ¿Y si tenía el saber absoluto de Dios y conocía todas las bibliotecas y todos los escritos y su memoria era infinita?- despreciaba y no les anunciaba un buen fin, mientras que a los pobres de espíritu, a los desgraciados de la tierra, a los humillados y a los ofendidos les estaba destinado el reino de los cielos.
La otra enseñanza era inversa, sólo un pequeño grupo de iniciados, una extrema minoría, puede guiarnos a las altas verdades ocultas. Pero ese círculo iniciático de conspiradores -que comparten el gran secreto- actúa con la convicción de que hay un traidor entre ellos y por lo tanto dice lo que dice y hace lo que hace sabiendo que va a ser traicionado. Lo que dice puede ser descifrado de múltiples formas, e incluso el traidor desconfía del sentido expreso y no sabe bien qué decir o qué delatar. Así se puede entender que de pronto ese joven predicador palestino -un poco trasnochado, medio raro, que ha abandonado a su familia y habla solo y predica en el desierto, curador, adivino y manosanta-, que en su oposición al ejército romano de ocupación anunciaba un reino futuro, proclama que él es el Cristo y el Hijo de Dios (Tú lo has dicho, había dicho). Esa versión teológico-política de la comunidad excéntrica, decía el seminarista, según Luca, era clásica en una secta secreta que sabe que hay un traidor en sus filas y recurre a las instancias ocultas para protegerse. Por otro lado, posiblemente eran una secta de comedores de hongos. Por eso se retira Cristo al desierto y recibe a Satanás. Esas sectas palestinas -por ejemplo los esenios- comían hongos alucinógenos que son la base de todas las religiones antiguas, andaban por el desierto alucinados, hablando con Dios y escuchando a los ángeles y la hostia consagrada no era más que una imagen de esa comunión mística que ataba entre sí a los iniciados del pequeño grupo, había añadido el seminarista en un aparte, contaba Luca. Comed, ésta es mi carne.
El secretario Schultz se mostraba inclinado a depositar su confianza en la segunda enseñanza, la tradición de las «minorías convencidas», un núcleo de activistas decididos y formados, capaces de resistir la persecución y unidos entre sí por una sustancia prohibida -imaginaria o no- hecha de alusiones secretas, de palabras herméticas, opuesta al populismo campesino que habla en criollo con las sentencias conservadoras de la llamada sabiduría popular. Todos toman droga en estos pueblos de campo, aquí en la pampa de la provincia de Buenos Aires o en los campos de pastoreo y labranza de Palestina. Es imposible sobrevivir de otro modo en esta intemperie, dijo el seminarista, según Luca, y añadió que lo sabía porque eran verdades aprendidas en la confesión, a la larga todos confesaban que en el campo no se podía vivir sin consumir alguna poción mágica: hongos, alcanfor destilado, rapé, cannabis, cocaína, mate curado con ginebra, yagué, jarabe con codeína, seconal, opio, té de ortigas, láudano, éter, heroína, picadura de tabaco negro con ruda, lo que se pudiera conseguir en las provincias. ¿O cómo se explica la poesía gaucheca, La Refalosa, los diálogos de Chano y Contreras, Anastasio el Pollo? Todos esos gauchos volados, hablando en verso rimado por la pampa… En su ley está el de arriba si hace lo que le aproveche. / Siempre es dañosa la sombra del árbol que tiene leche. Para eso están los farmacéuticos de pueblo con sus recetas y sus preparados. ¿O no eran los boticarios las figuras clave de la vida rural? Una suerte de consultores generales de todas las dolencias, siempre dispuestos, a la noche por los zaguanes, a traficar con la leche de los árboles y los productos prohibidos.
Se había entendido inmediatamente con el seminarista porque Luca pensaba en la reconversión de la fábrica como si fuera una Iglesia en ruinas que necesita ser fundada nuevamente. De hecho, la fábrica había nacido a partir de un pequeño grupo (mi hermano Lucio, mi abuelo Bruno y nosotros) y siempre en esos pequeños grupos hay uno que se da vuelta, que vende el alma al diablo, y eso fue lo que le había sucedido a su hermano mayor, el hijo Mayor, el Oso, Lucio, su medio hermano para decir la verdad.
– Vendió su alma al diablo mi hermano, influido por mi padre, pactó, vendió sus acciones a los inversionistas y nosotros perdimos el control de la empresa. Lo hizo de buena fe, que es como se justifican todos los delitos.
Sólo después de esa traición, y de la noche en que Luca salió muy perturbado y tuvo que refugiarse varios días aislado en el rancho de los Estévez, en medio del campo, recién ahí había podido dejar de pensar en el sentido tradicional y dedicarse a construir lo que ahora llamaba los objetos de su imaginación.
Lo acusaban de ser irreal, [29] de no tener los pies en la tierra. Pero había estado pensando, lo imaginario no era lo irreal. Lo imaginario era lo posible, lo que todavía no es, y en esa proyección al futuro estaba, al mismo tiempo, lo que existe y lo que no existe. Esos dos polos se intercambian continuamente. Y lo imaginario es ese intercambio. Había estado pensando.
Desde la ventana, en esa pieza del segundo piso, se veía el jardín y la glorieta donde vivía la madre. En alguno de los cuartos de la planta bajo estaría el viejo Belladona con la enfermera que lo cuidaba. Renzi se dio vuelta en la cama hacia Sofía, que estaba sentada, desnuda, fumando, apoyada en el respaldo.
– ¿Y tu hermana?
– Debe estar con el Buitre.
– ¿El Buitre?
– Está saliendo con Cueto otra vez.
– Pero ese tipo está en todos lados.
– Se siente inquieta cuando está con él, inquieta, irritada… Pero va cada vez que él la llama.
Cueto era altivo, según Sofía, superadaptado, calculador, pero daba la impresión de estar vacío; un pedazo de hielo cubierto de una coraza de adaptación y de éxito social. Estaba siempre tratando de adular a Ada mientras ella nunca le ocultaba su desprecio; lo humillaba en público, se reía de él y nadie comprendía por qué no dejaba de verlo y seguía apegada a ese hombre como si no quisiera renunciar a él.
– Cueto es el más hipócrita de los hipócritas, charlatán nato, un oportunista. Uggh, puah.
Sofía estaba celosa. Era curioso, era extraño.
– Ah… y eso te molesta.
– ¿Tenés hermana, vos…? -preguntó ella, y parecía irritada-, ¿alguna vez tuviste una hermana?
Renzi la miró divertido. Ya se lo había preguntado. Valoraba la recompensa de tener un hermano insoportable porque lo había limpiado de cualquier lastre familiar y se asombraba al ver que Sofía estaba anidada en su árbol genealógico como una siempreviva griega.
– Tengo un hermano pero vive en Canadá -dijo Renzi.
Se sentó en la cama junto a ella y empezó a acariciarle el cuello y la nuca, con un gesto que se le había vuelto una costumbre en su vida con Julia, y fue como si ahora también Sofía se calmara, con esa caricia que no era para ella, porque apoyó la cabeza en el pecho de Emilio y empezó a murmurar.
– No te oigo.
– Era una nena cuando se metió con Cueto… La dejó marcada. Está fijada a él. Fijada -repitió como si la palabra fuera una fórmula química-. Ojalá hubiera sido yo y no ella quien dejó primero de ser virgen.
– ¿Cómo? -dijo Renzi.
– La sedujo… pero no dejé que se casara, la llevé de viaje.
– Y volvieron con Tony.
– Ahá -dijo ella.
Se había levantado, envuelta en la sábana, y picaba la piedra de cocaína con una gillete sobre el mármol de la mesa de luz.
Durante su crisis nerviosa, hacía ya casi un año, encerrado en esa casa de campo, había pasado las noches -en la galería abierta, alumbrado con un sol de noche, escuchando a los grillos y a los perros lejanos hasta que empezaba a clarear y se oía cantar a los gallos- leyendo a Carl Jung, y había concluido que los procesos de individuación, en su vida, encarnaban o expresaban un universo que intentaba develar. Era alguien que había perdido la ruta y andaba a los saltos buscando el camino por el campo arado y su coche iba tan rápido que no alcanzaba a salir de la huella y parecía que nunca alcanzaría a llegar a destino por los desvíos, las zanjas, los pinares abiertos y el río Bermejo.
Cuando su hermano lo traicionó, Luca había empezado a deambular, perdido, como mosca sin cabeza, por los caminos. Había llegado sin anunciarse, esa tarde, a la oficina de la empresa en el pueblo y había sorprendido a su hermano en una reunión no anunciada con los nuevos accionistas y con Cueto, el abogado de la fábrica. Querían darle la mayoría y la decisión en el directorio a los intrusos, porque temía, su hermano, que la suba del dólar y la política cambiaria del gobierno les impidiera levantar las deudas que habían contraído en Cincinatti al comprar las grandes máquinas herramientas -una guillotina gigante y una plegadora gigante- que podían ver allí abajo si se asomaban al balcón.
Cuando vio a Luca aparecer en la oficina, Lucio sonrió con esa sonrisa que los había unido durante décadas, un gesto de intimidad entre dos hermanos que son inseparables. Habían trabajado juntos la vida entera, se entendían sin mirarse y de pronto todo había cambiado. Luca había salido de viaje a Córdoba para pedir un adelanto en la central de la IKA-Renault pero se olvidó unos papeles y pasó por la oficina y ahí los encontró. Ah, viles. De inmediato comprendió lo que estaba pasando. No les habló a los intrusos, ni los miró. Estaban sentados a lo largo de la mesa de reuniones; Luca entró, sereno, ellos lo miraron en silencio; sintió que tenía la garganta seca, un ardor por el polvo del camino. «Dejame que te explique», le dijo Lucio. «Es para bien», como si hubiera perdido la cabeza su hermano o hubiera sufrido un embrujo. Al costado, Cueto, la hiena, sonreía pero Luca recién perdió la calma cuando vio que su hermano también sonreía beatíficamente. No hay nada peor que un inocente, un idiota que hace el mal por el bien y sonríe, angélico, satisfecho de sí mismo y de sus buenas acciones. «Vi todo rojo», dijo Luca. Se había ido encima de su hermano, que era alto como una torre, y lo tiró de la silla con una trompada y Lucio no se defendió, y eso enfureció más a Luca, que al final se contuvo, para no desgraciarse, y lo dejó tirado en el piso y, mareado como estaba, salió, la conciencia perturbada. Y entonces comprendió que había sido su padre quien había convencido a Lucio, lo había asustado primero y lo obligó después a que escuchara -y aceptara- los consejos de Cueto.
Cuando se quiso dar cuenta estaba en el auto, manejando por la ruta, porque manejar lo tranquilizaba, lo sosegaba, y así llegó a la estancia de los Estévez. Lo que sucedió antes no lo recordaba. Le habían dicho que el comisario Croce lo había encontrado, con un revólver en la mano, merodeando la casa de su padre, pero él no lo recordaba, como si no hubiera ocurrido, sólo recordaba los faros del auto alumbrando la tranquera de la residencia y el casero que le abrió y lo hizo pasar y recordaba el camino de entrada entre los árboles del parque. Pasó varios días sentado en un sillón de madera, en la galería, mirando el campo. Fumaba, tomaba mate, miraba el camino flanqueado de álamos, el pedregullo, el alambrado, los pájaros que volaban en círculo, y más allá la pampa vacía, siempre quieta. Le llegaban voces lejanas, palabras extrañas, gritos, como si sus enemigos se hubieran confabulado para perturbarlo. Algunos rayos blancos, líquidos, bajaban del cielo y le hacían arder los ojos. Vio una tormenta que crecía al fondo, las nubes pesadas, los animales que corrían a refugiarse bajo los árboles, la lluvia interminable, una tela húmeda sobre el pasto. En ese momento su cuerpo pareció sufrir extrañas transformaciones. Había empezado a pensar cómo sería ser una mujer. No podía sacarse esa idea de la cabeza. ¿Cómo sería ser una mujer en el momento del coito? Era un pensamiento clarísimo, cristalino, igual que la lluvia, como si estuviera tirado en el campo en medio del aguacero y se fuera enterrando en el barro, una sensación viscosa en la piel, una tibieza húmeda, mientras se hundía. A veces se dormía ahí mismo, al sereno, y se despertaba al clarear, en el sillón de la galería, sin pensamientos, como un zombi en medio de la nada.
Y ahí en esas jornadas siempre iguales, durante su surmenage, en la casa de campo, una noche al entrar en la casa para buscar una manta, había encontrado un libro que no conocía, el único libro que encontró y pudo leer en esos días y días de aislamiento que había pasado en la estancia de los Estévez, un libro que encontró en uno de esos lúgubres roperos de campo, con espejos y puertas altas -en los que uno se esconde de chico para escuchar las conversaciones de los grandes-, al buscar entre la ropa de invierno, de golpe lo vio, como si estuviera vivo, como si fuera un bicho, una alimaña, el libro ese, como si alguien lo hubiera olvidado ahí, para nosotros, para él. El hombre y sus símbolos, del doctor Carl Jung.
– Por qué estaba ahí, quién lo había dejado, no nos interesa, pero al leerlo descubrimos lo que ya sabíamos y en ese libro encontramos un mensaje que nos estaba personalmente dirigido. El proceso de individuación. ¿Cuál es el propósito de toda la vida onírica del individuo?, se preguntaba el Maestro Suizo. Había descubierto que todos los sueños soñados por una persona a lo largo de su vida parecen seguir cierta ordenación que el doctor Jung llamaba el plan señero. Los sueños producen escenas e imágenes diferentes cada noche y las personas que no son observadoras probablemente no se darán cuenta de que existe un modelo común. Pero si observamos, dice Jung, nuestros sueños con atención durante un período fijo (por ejemplo un año) y anotamos y estudiamos toda la serie, veremos que ciertos contenidos emergen, desaparecen y vuelven otra vez. Estos cambios, según Jung, pueden acelerarse si la actitud consciente del soñante está influida por la interpretación adecuada de sus sueños y sus contenidos simbólicos.
Eso es lo que había encontrado, como una revelación personal, una noche al buscar una manta en un ropero de campo, en la casa de los Estévez; había descubierto, por azar, al maestro Jung, y así pudo entender y luego perdonar a su hermano. Pero no a su padre. Su hermano era un poseído, sólo un poseído puede traicionar a su familia y venderse a unos extraños y dejar que se apropien de la empresa familiar. Su padre, en cambio, era lúcido, cínico y calculador. En secreto durante días y días había urdido -con Cueto, nuestro asesor legal- la trampa para convencer a Lucio de vender sus acciones preferenciales y darle la mayoría a los intrusos. ¿A cambio de qué? Su hermano había traicionado por terror a la incertidumbre económica. Su padre -en cambio- había pensado como un hombre de campo que quiere ir siempre a lo seguro.
Ahí, en ese aislamiento, Luca había entendido la desdicha de esos hombres atados a la tierra, había logrado lo que llamó una certidumbre. El campo había arruinado a su familia, la había destruido, por no ser capaces de escapar, como hizo su madre, al huir de acá, de la llanura vacía. Su hermano mayor, por ejemplo, pudo vivir la felicidad de tener una madre.
– Pero antes de que yo naciera -dijo usando la primera persona del singular- mi madre ya se había cansado de la vida campesina, de la vida familiar, y había empezado a verse en secreto con el director de teatro por el que iba a abandonar a mi padre mientras yo estaba en su vientre. Mi madre dejó a mi hermano, que tenía tres años, abandonado en el piso de tierra del patio y se escapó con un hombre al que no voy a nombrar, por respeto, se fue con él y conmigo en su interior, y yo nací cuando vivían juntos, pero luego, cuando yo también tuve tres años, me abandonó a mí (como había abandonado a mi hermano) y se fue a Rosario, a enseñar inglés en Toil and Chat, y después se volvió a Irlanda, donde vive. Siempre sueño con ella -dijo después-, con mi madre, la Irlandesa.
Tenía a veces la sensación en sus sueños de que cierta fuerza suprapersonal interfería activamente en forma creativa y llevaba la dirección de un designio secreto, y por eso había logrado en los últimos meses construir los objetos de su pensamiento como realidades y no sólo como conceptos. Producir directamente lo que pensaba y no pensar simples ideas sino objetos reales.
Por ejemplo, algunos objetos que había diseñado y construido en los últimos meses. No existía antes nada igual, no había un modelo previo, nada que copiar: era la producción precisa de objetos pensados que no existían previamente. Diferencia absoluta con el campo, donde todo existe naturalmente, donde los productos no son productos sino una réplica natural de objetos anteriores que se reproducen igual una y otra vez. [30] Un campo de trigo es un campo de trigo. No hay nada que hacer, salvo arar un poco, rezar para que no llueva o para que llueva, porque la tierra se ocupa de hacer lo que hace falta. Lo mismo, con las vacas: andan por ahí, pastan, a veces hay que desbicharlas, hacerles un tajo si están empastadas, arriarlas hasta los corrales. Y eso es todo. Las máquinas, en cambio, eran instrumentos muy delicados; sirven para realizar nuevos objetos inesperados, más y más complejos. Pensaba que en sus sueños podía encontrar las indicaciones necesarias para continuar con la empresa. Avanzaba a ciegas, buscaba la configuración de un plan preciso en la serie continua de sus materiales oníricos, como llamaba a los sueños el Maestro Suizo. Le gustaba la idea de que eran materiales, es decir que se pudiera trabajar en ellos, como quien trabaja la piedra o el cromo.
– Anotamos en las paredes lo que queda en el recuerdo, nunca es el sueño tal cual lo hemos soñado, son restos, como los hierros y los engranajes que sobreviven a una demolición. Estamos usando metáforas -dijo.
Muchas veces se trataba sólo de una imagen. Una mujer en el agua con un gorro de baño de goma. A veces era sólo una frase: Fue bastante natural que Reyes se uniera a nuestro equipo en Oxford. Anotaba esos restos y luego los relacionaba con los sueños anteriores, como si fueran un solo relato que se iba armando en fragmentos discontinuos. Soñaba siempre con su madre, la veía con el pelo rojo, riendo, en el patio de tierra que daba a la calle. No se quedaba tranquilo hasta lograr que las imágenes se integraran naturalmente. Era un trabajo intenso, que le llevaba parte de la mañana.
Las anotaciones en las paredes eran un tejido de frases unidas entre sí con flechas y diagramas; había palabras subrayadas o envueltas en círculos, conexiones rápidas, líneas y dibujos, fragmentos de diálogo, como si en la pared trabajara un pintor que intentara componer un mural -o una serie de murales- copiando un jeroglífico en la oscuridad. Parecía una historieta, en realidad, un cómic en blanco y negro, con el globito de los diálogos y las figuras que iban armando una trama. Las aventuras de Vito Nervio, dijo Luca, y nos miró con una sonrisa cálida; alto y pesado, la cara enrojecida y los ojos celestes, apoyado de espalda en las paredes escritas de la fábrica, sonreía.
Su ilusión entonces era registrar todos sus sueños durante un año para poder por fin intuir la dirección de su vida y actuar en consecuencia. Un plan, la anticipación inesperada de lo que vendrá. Había por fin entendido que la expresión estaba escrito se refería al resultado de esas operaciones de registro y de interpretación de los materiales suministrados por el inconsciente colectivo y los arquetipos personales. Sus sueños -iba a confesar más tarde- eran anticipaciones herméticas del porvenir, las partes discontinuas de un oráculo.
– Como si el mundo fuera una nave espacial y sólo nosotros pudiéramos escuchar el sonido del puente de mando y ver las luces intermitentes y escuchar las conversaciones y el intercambio de órdenes entre los pilotos. Como si sólo con nuestros sueños pudiéramos conocer el plan de viaje y desviar la nave cuando había perdido el rumbo y estuviera a punto de estrellarse. Se trata -dijo-, claro, de una metáfora, de un símil, pero también de una verdad literal. Porque nosotros trabajamos con metáforas y con analogías, con el concepto de igual a, con los mundos posibles, buscamos la igualdad en la diferencia absoluta de lo real. Un orden discontinuo, una forma perfecta. El conocimiento no es el develamiento de una esencia oculta sino un enlace, una relación, un parecido entre objetos visibles. Por eso -y usó nuevamente la primera persona del singular- sólo puedo expresarme con metáforas.
Por ejemplo, el mirador, que era el hueco desde el que se podían ver las luces del puente de mando y oír las voces lejanas de los tripulantes. Quería transcribirlas. Por eso necesitaba un secretario que lo ayudara a copiar. Y por eso su tabla de interpretar había sido construida para poder leer todos los sueños al mismo tiempo.
– Vengan a verla- ordenó.
– Por eso me separé -dijo Renzi.
– Qué raro…
– Cualquier explicación sirve…
– ¿Y qué andabas haciendo?
– Nada.
– Cómo nada…
– Escribiendo una novela.
– No me digas…
– Un tipo conoce a una mujer que se cree una máquina…
– ¿Y?
– Eso…
– El problema siempre es lo que una cree experimentar o cree pensar -dijo Sofía al rato-. Por eso, para poder soportarlo, hace falta una ayuda, una poción, un preparado milagroso.
– La potencia de la vida, no todo el mundo la puede soportar…
– Claro, es una cresta, un desfiladero… te caés, plaff.
– Completamente de acuerdo…
Renzi se había adormecido; el velador cubierto por un pañuelo de gasa tiraba una luz rojiza.
– Dentro de dos, no, dentro de tres años -dijo Sofía, mirándose los dedos de la mano- voy a quedar embarazada… gruesa… en estado interesante… -Se reía-. Quiero tener un hijo que cumpla veinticinco años en el año 2000.
Luca los llevó a un pequeño cuarto al costado de su escritorio -la sala de trabajo, [31] como la llamaba- que tenía el aspecto de un laboratorio con lupas y reglas y compases y tableros de arquitecto y fotos de los distintos momentos de construcción de mútiples aparatos. En un costado sobre una mesa, se veía un cilindro con tablitas de madera marrón, parecido a una persiana con visillos, o al montaje mecánico de una serie de tablitas egipcias escritas con letra minúscula como patas de mosca que cubrían toda la superficie. Las usaba como diminutos pizarrones donde con lápiz de distinto color escribía palabras y dibujaba las imágenes que se relacionaban con sus sueños. «Son los sueños ya contados los que entran en las tablas», dijo. Una serie de engranajes niquelados hacía mover las láminas, como si aleteara un pájaro, y las palabras cambiaban de lugar permitiendo distintas lecturas de las frases, a la vez simultáneas y sucesivas. Mi madre en el río, con el pelo rojo cubierto por una gorra de goma. «Fue bastante natural, había dicho, que los Reyes se unieran a nuestro equipo en Oxford.» Ése era un ejemplo sencillo de una interpretación preliminar. Su madre, en Irlanda, ¿había viajado a Oxford? ¿Esos Reyes cómo debían ser comprendidos? ¿Los Reyes o la familia Reyes? La pregunta, desde luego, era qué es -y cómo se debía- poner en relación, articular y construir un sentido posible.
Ése era el otro cuarto de los archivadores, y había decidido quitar esos archivadores como había quitado también los archivadores de la sala de arriba para colocar -en lugar de los archivadores- su catre de campaña. Este nuevo lugar de descanso era exactamente igual al que estaba en la planta superior y Luca agregó que no sólo era exactamente igual sino que ocupaba exactamente el mismo espacio, uno encima del otro siguiendo un eje vertical perfecto.
– Acá dormimos en cierta dirección, siempre en la misma dirección, como los gauchos, que al internarse en el desierto ponían la montura en la dirección de la marcha y así dormían, para no extraviarse en el campo. No perder el sentido, el fiel del rumbo. -Luego de muchos meses de experimentación había entendido que era no sólo necesario sino imprescindible que al dormir todo fuera exactamente igual una noche tras otra, aunque durmiera en lugares distintos de la fábrica según lo sorprendiera su actividad, para que los sueños siguieran repitiéndose sin cambios espaciales.
En ese momento apareció un hombre enjuto, vestido de overol, con un aspecto muy pulcro, al que presentó como su ayudante principal, Rocha, un técnico mecánico que había sido primer oficial en la fábrica y al que Luca había conservado como su principal consultor. Rocha fumaba, cabizbajo, mientras Luca alababa sus condiciones de artífice y su precisión milimétrica. Rocha vino seguido por el perro de Croce, el cusquito ladeado que venía a visitarlo, como decía, y al que le hablaba como si fuera una persona. El perro era la única criatura viviente en cuya existencia Rocha parecía reparar con interés, como si estuviera realmente intrigado por su existencia. El perro estaba todo torcido como si tuviera un extraño mal que no lo dejaba andar derecho y le hacía perder la orientación, y se movía al bies, como si un viento invisible le impidiera avanzar en línea recta.
– Este perro, así como lo ven -dijo Rocha-, sube hasta aquí desde el pueblo, siempre medio ladeado, dando vueltas y vueltas cuando se desorienta, y recorre todos esos kilómetros en dos o tres días hasta que al fin aparece por aquí y se queda con nosotros un tiempo y después de golpe una noche se va otra vez a la casa de Croce.
La muerte inesperada de su hermano mayor en un accidente -dijo Luca de pronto- había salvado la fábrica. Dos meses después de la disputa, lo había llamado por teléfono, había pasado a buscarlo en su coche y se mató. ¿Qué es un accidente? Una producción malvada del azar, un desvío en la continuidad lineal del tiempo, una intersección inesperada. Una tarde, mientras estaba en este mismo lugar donde estábamos ahora, sonó el teléfono, que casi nunca sonaba, y entonces había decidido que no iba a atender y salió a la calle pero volvió porque llovía (¡otra vez!) y Rocha, sin que nadie se lo pidiera, como quien recibe un llamado personal, había levantado el teléfono y era tan lento, tan deliberado y prolijo para hacer cualquier cosa, que le había dado tiempo a salir de la fábrica y a volver a entrar antes de decirle que su hermano lo llamaba por teléfono. Quería conversar, iba a pasar a buscarlo con la camioneta para que fueran hasta lo de Madariaga a tomar una cerveza.
No había podido anticipar la muerte de su hermano mayor porque todavía no era capaz de interpretar sus sueños, pero la muerte de Lucio pertenecía a una lógica que trataba de desentrañar con su máquina-Jung. Ese acontecimiento había sido un eje axial y trataba de entender la cadena que lo había producido. Podía remontarse a los tiempos más remotos para llegar al instante preciso en que se produjo; una sucesión imprecisa de causas alteradas.
No había podido dejar de pensar en el instante previo a la llamada telefónica de su hermano.
– Habíamos salido -dijo-. Estábamos acá donde estamos ahora y habíamos salido, pero al ver que llovía volvimos a entrar a buscar un sombrero de lluvia y en ese momento mi ayudante, Rocha, tornero especializado y primer oficial de la fábrica, me dijo que nuestro hermano nos llamaba por teléfono y nos detuvimos y volvimos atrás para atender el teléfono. Podríamos no haber recibido la llamada, si hubiéramos salido y no hubiéramos vuelto a entrar para buscar nuestro sombrero de lluvia.
Esa noche su hermano lo había llamado, había seguido un impulso, le dijo que se le había ocurrido pasar a buscarlo por la fábrica para ir a tomar una cerveza. Luca ya había salido cuando llamó pero volvió a entrar por la lluvia y Rocha, que estaba a punto de colgar y ya le había dicho a Lucio que Luca había salido, al verlo entrar le dijo que su hermano estaba en el teléfono.
– ¿Dónde andabas? -le había preguntado el Oso.
– Había salido a buscar el auto pero vi que llovía y volví a entrar para buscar el sombrero.
– Paso a verte y vamos a tomar una cerveza.
Habían hablado como si todo siguiera igual que antes y la reconciliación fuera algo dado, no tenían que explicar nada, si eran hermanos. Era la primera vez que se veían después del incidente en la oficina durante la reunión con los inversionistas.
Lucio había pasado a buscarlo con la rural Mercedes Benz que había comprado hacía unos días con un sistema de antirradar que anulaba los controles de velocidad, lo usaba para ir a ver a una chica que tenía en Bernasconi, iba en tres horas, se echaba un polvo y volvía en tres horas. «Los riñones, ni te digo», decía el Oso. Después dijo que con ese aguacero mejor iban por la ruta y tomaron el camino de salida para Olavarría y en la rotonda Lucio se distrajo.
«Escuchá, hermanito», le había empezado a decir Lucio, y dio vuelta la cara para mirarlo, y en ese momento se les había venido encima una luz, como una aparición, en medio de la lluvia, en el codo de la ruta que bordea el campo de los Larguía, y eran los faros altos de un camión de hacienda y Lucio aceleró y eso le había salvado la vida a Luca porque el camión no los chocó por el medio, sino que sólo rozó la cola de la rural y su hermano se estrelló contra el volante pero Luca fue despedido y cayó en el barro, sano y salvo.
– Recuerdo todo como si fuera una foto y no puedo desprenderme de la imagen de los faros sobre la cara de mi hermano, que había girado para mirarme con una expresión de comprensión y de alegría. Eran las 9.20, es decir las 21.20, mi hermano aceleró y el camión sólo tocó a la rural en la culata y nos sacudió y a mí me tiró sobre el barro. Cuando se mató mi hermano, mi padre y yo nos vimos en el entierro y él decidió ofrecerme el dinero que tenía de nuestro patrimonio familiar depositado sin declarar en un banco de los Estados Unidos y fue mi hermana Sofía quien intercedió para que nos diera la parte de la herencia de mi madre que nos corresponde y eso es lo que explicaremos en el juicio aunque tenga que poner en cuestión la honorabilidad de nuestro padre, pero, claro, aquí todos saben que es así, todos trafican con moneda extranjera. [32] Accedió a enviarnos personalmente lo necesario para levantar la hipoteca y recuperar la escritura de la fábrica.
La muerte de Tony había sido un episodio confuso, pero Luca estaba seguro de que no había sido Yoshio y compartía la hipótesis de Croce. Estaba seguro de que iban a cederle sin problemas el dinero no bien mostrara los papeles y las certificaciones del Summit Bank.
– Pero mejor si bajamos a ver las instalaciones -dijo.
– Mi madre dice que leer es pensar -dijo Sofía-. No es que leemos y luego pensamos, sino que pensamos algo y lo leemos en un libro que parece escrito por nosotros pero que no ha sido escrito por nosotros, sino que alguien en otro país, en otro lugar, en el pasado, lo ha escrito como un pensamiento todavía no pensado, hasta que por azar, siempre por azar, descubrimos el libro donde está claramente expresado lo que había estado, confusamente, nopensado aún por nosotros. No todos los libros, desde luego, sino ciertos libros que parecen objetos de nuestro pensamiento y nos están destinados. Un libro para cada uno de nosotros, Hace falta, para encontrarlo, una serie de acontecimientos encadenados accidentalmente para que al final uno vea la luz que, sin saber, está buscando. En mi caso fue el Me-ti o libro de las transformaciones. Un libro de máximas. Amo la verdad porque soy una mujer. Me formé con Grete Berlau, la gran fotógrafa alemana que estudió en la Bahaus, ella usaba el Meti como un manual de fotografía. Vino a la Facultad porque el decano pensaba que un ingeniero agrónomo tenía que aprender, para distinguir los pastos de las estancias, los distintos modos milimétricos de ver. «En el campo nadie verr nada, no hay borrde… [33] hay que recorrtar para verr. Fotogrrafiar es igual a rrastrear y rrastrillar.» Así hablaba Grete, con un acento fuertísimo. Me acuerdo que una vez nos puso juntas a mí y a mi hermana y nos sacó una serie de fotos y por primera vez se vio lo distintas que somos. «Sólo se ve lo que se ha fotografiado», decía. Fue amiga de Brecht y había vivido con él en Dinamarca. Decían que ella era la Lai-Tu del Me-ti. [34]
Bajaron por la escalera interior que llevaba a la planta y empezaron a recorrer la fábrica, sorprendidos por la elegancia y la amplitud de la construcción. [35] El taller ocupaba casi dos cuadras y parecía un lugar abandonado precipitadamente ante la inminencia de un cataclismo. Una parálisis general había afectado a esa mole de acero del mismo modo que una apoplejía cerebral deja seco -pero con vida- a un hombre que ha bebido y fornicado y gozado de la vida hasta el instante fatal en que -de un segundo al otro- un ataque lo deja quieto para siempre.
Líneas de montaje inmóviles, una sección de tapicería con los cueros ya teñidos y los asientos en el piso; llantas, ruedas, gomas amontonadas; el galpón de chapa y pintura con lonas cubriendo las ventanas y la puerta; herramientas y piezas mecánicas, ruedas, poleas, pequeños instrumentos de precisión tirados en el piso; llantas con rayos de madera Stepney, neumáticos Hutchinson, un claxon marca Stentor, una ingeniosa turbina para inflar los neumáticos accionada por los gases del caño de escape; un cigüeñal con su extraño nombre de pájaro, un gran banco de trabajo con morsas de ajuste, aparatos ópticos y calibres de precisión. La sensación de abandono súbito y de desánimo era un aire helado que bajaba de las paredes. La máquina guillotina Steel y la plegadora de balanceo automático Campbell, compradas en Cincinatti, estaban en perfecto estado. Dos autos a medio armar habían quedado suspendidos sobre los fosos de engrase en el centro de la planta. Todo parecía estar a la espera, como si un sismo -o la lava gris e imperceptible de un volcán en erupción- hubiera dejado inmóvil un día cualquiera de la fábrica, en el momento de su congelación. Año 1971: 12 de abril. Los almanaques con chicas desnudas de unas gomerías de Avellaneda, la vieja radio con caja de madera enchufada a la pared, los diarios que cubrían los vidrios, todo remitía al momento en el que el tiempo se había detenido. En un pizarrón colgado de un alambre se leía el llamado a asamblea de la comisión interna de la fábrica. No tenía fecha pero era de los tiempos del conflicto. Compañeros, asamblea general mañana para discutir la situación de la empresa, las nuevas condiciones y el plan de lucha. [36] El reloj eléctrico de la pared del fondo se había parado a las 10.40 (¿de la noche o de la mañana?).
Y entonces empezaron a distinguir los signos de la actividad de Luca. Objetos esféricos y curvos como animales de un extraño bestiario mecánico, acomodados en el piso. Un aparato con ruedas y engranajes y poleas, que parecía recién terminado, brillaba con su pintura roja y blanca. En una chapita de bronce se podía leer: Las ruedas de Sansón y Dalila. En un tablero de dibujo se veían diagramas y planos de una construcción monumental, fragmentada en pequeñas maquetas circulares. Un taller donde habían trabajado en el pasado cien obreros era ocupado ahora por un solo hombre.
– Hemos resistido -dijo, y luego usó la segunda persona del singular-. Nadie te ayuda -dijo-. Todo te lo hacen difícil. Cobran los impuestos antes de que hayas hecho el trabajo. Pero vengan por aquí.
Quería mostrarles la obra a la que había dedicado todos sus esfuerzos. Les señaló un sendero entre las bielas, las baterías y las llantas que se apilaban a un costado, y luego de cruzar un callejón entre grandes containers vieron la enorme estructura de acero que se levantaba en un patio del fondo. Era una construcción cónica, de seis metros de alto, de acero acanalado, sostenida sobre cuatro patas hidráulicas y pintada con pintura antióxido de un color ladrillo oscuro. Parecía un aparato estratosférico, una pirámide prehistórica o quizá un prototipo de la máquina del tiempo. Luca llamaba a ese objeto cónico e inquietante el mirador.
Sólo se podía entrar por abajo, deslizándose entre las patas tubulares hasta que adentro -al incorporarse- uno se encontraba en una carpa metálica triangular, alta y serena. En las zonas interiores había escaleras, montacargas de vidrio, plataformas tubulares y pequeñas ventanas enrejadas. La construcción terminaba en un ojo de vidrio de dos metros de diámetro, rodeado de pasillos de metal, al que se ascendía por una escalera de caracol que desembocaba en una sala de control con grandes ventanales y sillones giratorios. Desde ahí, en lo alto, la vista era magnífica y circular. Por un lado se podía ver, según Luca, la esfera celeste, pero adaptando una serie de espejos colocados sobre placas cuadradas y movidos por brazos mecánicos se podía vigilar también el desierto. A lo lejos se veía el destello de las grandes lagunas del sur de la provincia y los campos inundados, una superficie clara en la vastedad amarilla de la llanura; más cerca se veían los terrenos sembrados, los animales dispersos por la llanura, los caminos que cruzaban entre los montes, al costado de las estancias, y, por fin, tirados sobre la izquierda, como un banco encallado, se alcanzaban a ver los techos de las casas altas del pueblo, la calle principal, la plaza y las vías del ferrocarril.
Frente a los sillones había un tablero con instrumental eléctrico que permitía hacer girar los espejos y también provocar una leve oscilación en la pirámide. Sobre tres grampas sostenidas sobre las paredes de acero había colocado tres televisores Zenith conectados entre sí por una compleja red de cables y de antenas móviles. Las pantallas, al encenderse, conectaban con canales simultáneos y permitían seguir al mismo tiempo imágenes distintas.
– Hemos pensado llamarla Nautilus a esta máquina, que es la réplica de una nave espacial, no es un submarino, es una máquina aérea que sólo produce movimientos en la perspectiva y en la visión de lo que se ve venir. Éste es el anuncio de la nueva época: vehículos quietos que traerán el mundo hacia nosotros en lugar de tener que viajar nosotros hacia el mundo.
Había tardado casi un año en construir la pirámide, los instrumentales y las guías. Había aprovechado la tecnología del taller para el plegado de las grandes planchas de metal y el encofrado sin soldadura había sido un trabajo de relojería.
– Todavía no está terminada. No está terminada y no creo que podamos terminarla antes del invierno.
La posibilidad de que la fábrica fuera confiscada el mes próximo, cuando venciera la hipoteca que debía levantar, lo tenía obsesionado. Había recibido la invitación del tribunal para una audiencia de conciliación, pero la había postergado porque pensaba que todavía no estaba preparado.
– Recibimos el telegrama hace una semana. Nos invitaban a parlamentar, no usaban esa expresión pero ése es el sentido. Quieren sentarse a negociar con nosotros y a discutir el destino de los fondos incautados. Estamos dispuestos. Veremos qué nos proponen. Por el momento hemos postergado nuestra aceptación. No le escribimos directamente al juez sino a su secretario y le mandamos a decir que nuestra empresa necesitaba tiempo y que pedíamos una prórroga. Nos responden con telegramas o cablegramas pero nosotros sólo les enviamos cartas. -Se detuvo-. Nuestro padre intercedió. Mi padre intercedió pero yo no le he pedido nada.
– ¿Sabés lo que es esto? -preguntó Renzi, y le mostró el papel con la clave Alas 1212.
– Parece una dirección.
– Una financiera…
– En el entierro de mi hermano Lucio, mi padre, aunque no se hablaron, decidió que le iba a hacer llegar la plata a Luca.
– Y la trajo Tony.
– Eran fondos familiares, dólares que el viejo tenía afuera, no podía o no quería hacerla entrar legalmente.
– Vendió el alma al diablo…
Sofía se empezó a reír, de costado en la cama, apoyada en el codo, con una mano en la cara.
– ¡Achalay! Pero vos vivís en el pasado… -Lo acarició con su pie desnudo-. Ojalá pudiera hacer ese pacto yo, pichón… sabés cómo agarro viaje, pero lo que me ofrecen, nunca me convence…
– Mi padre me ha ayudado con ese dinero, sin que yo se lo pidiera, porque me vio en el cementerio cuando enterraron a Lucio, pero no le he pedido nada. Antes muerto. Me adelantó la herencia, pero no quiero saber nada con él. -Se empezó a pasear por el taller como si estuviera solo-. No, a mi padre no puedo pedirle nada, nunca. -No podía pedirle ayuda a quien era el responsable de toda su desgracia… Por eso había vacilado, pero había intereses superiores. Detuvo su marcha-. Mientras pueda mantener la fábrica en movimiento mi padre tendrá su razón y yo la mía, mi padre tendrá su realidad y yo la mía, cada uno por su lado. Vamos a triunfar. Ese dinero es legal, fue traído subrepticiamente pero eso es secundario, puedo pagar los impuestos punitorios a la DGI al blanquear el capital pero tengo la constancia de mi padre y de mis hermanas y de mi madre en Dublín, si hace falta, de que pertenece a la familia, son bienes gananciales y con ellos voy a levantar la hipoteca. Estoy a un paso de encontrar el procedimiento lumínico, mi observatorio necesita apenas un pequeño retoque y no puedo parar. -Prendió un cigarrillo y fumó ensimismado-. No confío en mi padre, algo se trae bajo el poncho, estoy seguro de que el fiscal trabaja para él y por eso, si no me engaño, debo ser claro. No entiendo sus razones, las de mi padre, y él no entiende la humillación insondable a la que me somete al tener que aceptar ese dinero para salvar el taller, que es mi vida entera. [37] Este lugar está hecho con la materia de los sueños. Con la materia de los sueños. Y debo ser fiel a ese mandato. Estoy seguro de que mi padre no ha sido responsable de la muerte de ese muchacho, Tony Durán. Por eso he aceptado de él lo que me corresponde de mi madre.
Ésta iba a ser la base de su presentación en el juicio. Si la fábrica era su gran obra y si ya estaba hecha y había probado su eficacia, ¿por qué liquidarla, por qué hacerla depender de los créditos? Pensaba que esos argumentos convencerían al tribunal.
En el juicio se jugaba la vida. Luca tenía una causa, un sentido y una razón para vivir y no le importaba otra cosa que esa ilusión. Esa idea fija lo sostenía con vida y no necesitaba nada más, sólo tener un poco de yerba para tomar mate con galleta y poder acariciar de vez en cuando al perro de Croce. Se había quedado pensativo y luego dijo:
– Tenemos que dejarlos. Estamos ocupados ahora, nuestro secretario los va a acompañar. -Y, casi sin saludar, se encaminó hacia la escalera y subió a los pisos superiores.
El secretario, un joven de mirada extraña, los acompañó hasta la puerta de salida, y mientras los guiaba les dijo que estaba preocupado por el juicio, en verdad era una audiencia de conciliación. Había llegado la propuesta del fiscal Cueto, mejor dicho, Cueto les había anunciado que tenía una propuesta sobre el dinero que su padre les había enviado por medio de Durán.
– Luca no quiso abrir el sobre con esa propuesta del tribunal. Dice que prefiere llevar sus propios argumentos sin conocer previamente los argumentos de su rival.
Parecía alarmado o quizá era su manera de ser, un poco extraña, con ese aire desvariado que tienen los tímidos. Los siguió por el pasillo y los despidió en la puerta, y al cruzar la calle Renzi vio la mole oscura de la fábrica y una única luz que iluminaba el ventanal de los cuartos superiores. Luca los miraba detrás del vidrio y sonreía, pálido como un espectro que, desde el piso alto, los acompañara en medio de la noche.
Se habían oído ruidos abajo, en la entrada, y Sofía se detuvo, ansiosa, atenta.
– Ahí llega -dijo-. Es ella, es Ada.
Se escuchó la puerta y luego unos pasos y un suave silbido, alguien había entrado silbando una melodía y luego ya no se oyó nada, salvo una persiana que se cerraba en un cuarto al fondo del pasillo.
Sofía miró entonces a Emilio y se le acercó.
– Querés… la llamo…
– No seas turra… -dijo Renzi, y la abrazó. Tenía una temperatura increíble en el cuerpo, una piel suave y cálida, con pecas bellísimas que se perdían entre los rojos vellos del pubis como un archipiélago dorado. [38]
– Era un chiste, gil -dijo ella, y lo besó. Terminó de vestirse-. Ya vengo, voy a ver cómo está Ada.
– Llamame un taxi.
– ¿Sí?… -dijo Sofía.
Cuando Renzi volvió al hospicio a visitar a Croce lo encontró solo en el pabellón, los otros dos pacientes habían sido trasladados y al cruzar el parque se le acercaron -el gordo y el flaco- y le pidieron cigarrillos y plata. En el fondo, entre los árboles, sentado en una especie de banco de plaza vio a otro de los internos, un tipo muy flaco, con cara de cadáver, vestido con un largo sobretodo negro, que se masturbaba mirando la sala de mujeres del otro lado de un paredón enrejado. Le pareció que en lo alto del edificio una de las mujeres se asomaba a la ventana con los pechos al aire, haciendo gestos obscenos, y que el hombre, con una mueca abstraída, la miraba mientras se tocaba entre los pliegues del abrigo abierto. ¿Pagarían por eso?, pensó.
– Sí pagan -dijo Croce-. Les mandan a las chicas plata o cigarrillos y ellas se asoman a la ventana de arriba.
En la amplia sala vacía, con las camas desarmadas, Croce se había armado una especie de escritorio con dos cajones de fruta y tomaba notas, sentado de cara a la ventana.
– Me dejaron solo, mejor, así puedo pensar y dormir tranquilo.
Parecía sereno, se había vestido con su traje oscuro y fumaba sus toscanitos. Tenía la valija preparada. Y cuando Renzi le confirmó que Luca había aceptado la intimación del tribunal, Croce sonrió con su aire misterioso de siempre.
– Es la noticia que estaba esperando -dijo-. Ahora el asunto se va a definir.
Tomó algunas notas en su carpeta; actuaba como si estuviera en su despacho. Los ruidos que llegaban desde la ventana -voces, murmullos, radios lejanas- se le confundían con los sonidos del pasado. Le pareció que los pasos en el corredor y el crujido del piso del otro lado de la puerta eran los pasos de la chica con el carro de llantas de goma que repartía café en las oficinas del pueblo, pero cuando se levantó vio que era la enfermera que le traía la medicina, un líquido blanco en un vasito de plástico que tomó de un sorbo.
Renzi entonces le hizo un resumen de sus investigaciones en el archivo. Había seguido una serie de pistas en los diarios de la época y las transacciones llevaban a una financiera fantasma de Olavarría que había comprado la hipoteca de la fábrica para apropiarse de los activos. La clave bancaria o nombre legal era, según parece, Alas 1212.
– ¿Alas? Entonces la maneja Cueto…
– Aparece el nombre de un tal Alzaga.
– Claro, es su socio…
– Está esto en juego -dijo Renzi, y le mostró el recorte que había encontrado en el archivo-. Además especulan con los terrenos… El Viejo se opone.
– Bien -dijo Croce…
Cueto había sido el abogado de la familia y fue él quien comandó la operación de apropiación de las acciones de la sociedad anónima. Todo bajo cuerda, por eso Luca había culpado a su padre, con razón, porque el viejo confiaba en Cueto y tardó en descubrir que era el monje negro de la historia. Pero ahora parecía haber tomado distancia.
– ¿Y el juicio? Luca no sabe lo que le espera…
– Pero sabe lo que quiere… -dijo Croce, y empezó a elaborar sus hipótesis a partir de la nueva situación. Desde luego habían querido impedir que el dinero llegara a Luca, pero el crimen seguía siendo un enigma-. El intrigante -escribió en un papel-. La fábrica, un Centro, los terrenos aledaños, la especulación inmobiliaria. -Se quedó quieto, un rato-. Hay que saber pensar como piensa el enemigo -dijo de pronto-. Actúa como un matemático y un poeta. Sigue una línea lógica pero al mismo tiempo asocia libremente. Construye silogismos y metáforas. Un mismo elemento entra en dos sistemas de pensamiento. Estamos frente a una inteligencia que no admite ningún límite. Lo que en un caso es un símil, en el otro es una equivalencia. La comprensión de un hecho consiste en la posibilidad de ver relaciones. Nada vale por sí mismo, todo vale en relación con otra ecuación que no conocemos. Durán -hizo una cruz en el papel-, un puertorriqueño de Nueva York, por lo tanto un ciudadano norteamericano, conoció en Atlantic City a las hermanas Belladona -puso dos cruces- y se vino por ellas. ¿Sabían o no sabían las muchachas lo que estaba pasando? Primera incógnita. Han contestado con evasivas, como si protegieran a alguien. El jockey fue el ejecutor: sustituyó a su equivalente. Puede ser que mataran a Tony sin razón, para impedir que se investigara la razón real. Una maniobra de distracción. [39] Lo mataron para desplazar nuestro interés -dijo-. Tenían el cadáver, tenían a los sospechosos, pero el motivo era de otro orden. Éste parece ser el caso. Motivación desviada -escribió, y le pasó el papel a Renzi.
Emilio miró el papel con las frases subrayadas y las cruces y comprendió que Croce quería que él llegara solo a las conclusiones porque entonces podía estar seguro -secretamente- de haber acertado en el blanco.
Croce encontraba un mecanismo que se repetía; el criminal tiende a parecerse a su víctima para borrar las huellas.
– Dejan ver a un muerto porque están mandando un mensaje. Es la estructura de la mafia: usan los cuerpos como si fueran palabras. Y fue así con Tony. Algo mandaron a decir. Tenemos la causa de la muerte de Tony, pero ¿cuál fue la razón? -Se quedó callado, mirando los árboles ralos del otro lado de la ventana-. No hacía falta matarlo, pobre Cristo -dijo después.
Parecía nervioso y agotado. La tarde caía y el pabellón estaba en sombras. Salieron a pasear por el parque. Croce quería saber si Luca estaba tranquilo. Se jugaba entero en ese juicio, ojalá pudiera ayudarlo, pero no había forma de ayudarlo.
– Por eso estoy aquí -dijo-. Imposible vivir sin hacerse enemigos, habría que encerrarse en un cuarto y no salir. No moverse, no hacer nada. Todo es siempre más estúpido y más incomprensible de lo que uno puede deducir.
Se había perdido en sus pensamientos y cuando volvió dijo que iba a seguir trabajando. El paseo había terminado; quería volver a su madriguera. Entonces se alejó solo por el sendero hacia el pabellón y Renzi lo miró irse. Caminaba en un zigzag nervioso mientras se alejaba, una especie de leve balanceo, como si estuviera por perder el equilibro, hasta que se detuvo antes de entrar, se dio vuelta y le hizo un gesto de saludo, un leve aleteo de la mano, a la distancia.
¿Se habían despedido? A Renzi no le gustaba la idea pero no le quedaba mucho resto, lo apretaban en el diario para que volviera a Buenos Aires, casi no le publicaban las notas, pensaban que el caso estaba cerrado. Junior le había dicho que se dejara de embromar y se ocupara del suplemento literario, y medio en joda le propuso, ya que estaba en el campo, que preparara un especial sobre la literatura gauchesca.
Cuando llegó al hotel, Renzi descubrió en el bar a las hermanas Belladona sentadas a una mesa. Se paró frente a la barra y pidió una cerveza. Las miró por el espejo entre el reflejo de las botellas, Ada hablaba con entusiasmo, Sofía asentía, mucha intensidad entre ellas, demasiada… If it was a man. Como siempre que estaba en problemas, Renzi se acordó de un libro que había leído. La frase le venía de un cuento de Hemingway, The Sea Change, que había traducido para el suplemento cultural del diario. If it was a man. La literatura no cambia, siempre se puede encontrar lo que se espera, en cambio la vida… Pero ¿qué era la vida? Dos hermanas en el bar de un hotel de provincia. Como si le hubiera leído el pensamiento, Sofía lo saludó sonriendo. Emilio levantó el chop con el gesto de brindar con ella. Entonces Sofía se incorporó y lo llamó, una llamarada. Renzi dejó el vaso en la barra y se acercó.
– ¿Qué dicen las chicas?
– Sentate a tomar algo con nosotras -dijo Sofía.
– No, sigo viaje.
– ¿Ya te volvés? -preguntó Ada.
– Me quedo para el juicio.
– Te vamos a extrañar -dijo Sofía.
– ¿Y qué va a pasar? -preguntó Emilio.
– Se va a arreglar todo… siempre es así acá… -dijo Ada.
Se hizo un silencio.
– Ojalá fuera adivino… -dijo Emilio-. Para leerles el pensamiento…
– Pensamos una vez cada una -dijo Ada.
– Sí -dijo Sofía-, cuando una piensa, la otra descansa.
Siguieron bromeando un rato más y ellas le contaron un par de chistes nativistas, medio zafados, [40] y al final Renzi se despidió y subió a su pieza.
Tenía que trabajar, ordenar sus notas. Pero estaba inquieto, disperso, le pareció que Sofía no había estado nunca con él. Estuve adentro de ella, pensó, un pensamiento idiota. El pensamiento de un idiota. «Te garchás una mujer y no te lo perdona nunca», decía Junior con su tonito cínico y ganador. «Claro, inconscientemente», aclaraba abriendo grandes los ojos, con aire de entendido. «Mirá, Eva tuvo el primer orgasmo de la historia femenina y se fue todo al demonio. Y Adán, a laburar…» Tenía minas a granel, Junior, y a todas les explicaba su teoría sobre la guerra inconsciente de los sexos.
Al rato Emilio pidió con su servicio de llamadas en Buenos Aires. Nada importante. Amalia, la mujer que le limpiaba el departamento, preguntaba si tenía que seguir yendo los martes y jueves aunque él no estuviera. Una chica que no se había identificado lo había llamado y le había dejado un número de teléfono que Renzi ni siquiera se tomó la molestia de anotar. ¿Quién sería? Tal vez Nuty, la cajera del supermercado Minimax de la vuelta de su casa, con la que había salido un par de veces. Había dos mensajes de su hermano Marcos que lo llamaba desde Canadá. Quería saber, le dijo la mujer del servicio de llamadas, si había desocupado la casa de Mar del Plata y si ya la había puesto en venta. También quería saber si era cierto que volvía Perón a la Argentina.
– Y usted qué le contestó -preguntó Renzi.
– Nada. -La mujer pareció sonreír, en silencio-. Yo sólo tomo los mensajes, señor Emilio.
– Perfecto -dijo Renzi-. Si mi hermano vuelve a llamar, dígale que no me he comunicado todavía con ustedes y que estoy fuera de Buenos Aires.
Luego de la muerte de su padre, la casa de la familia en la calle España había quedado desocupada varios meses. Renzi había viajado a Mar del Plata, se había desprendido de los muebles y la ropa y los cuadros de las paredes. Los libros los había dejado en un guardamuebles, en cajas, ya vería lo que iba a hacer cuando la casa al final se vendiera. Había también muchos papeles y fotos, e incluso algunas cartas que le había escrito a su padre mientras estaba estudiando en La Plata. Lo único que se había traído de la biblioteca era una vieja edición de Bleack House que su padre habría comprado en alguna librería de usados. Había descubierto o pensaba que había descubierto una relación entre uno de los personajes del libro de Dickens y el Bartleby de Melville. Pensó distraídamente que quizá se podría escribir una nota sobre el asunto y mandársela a Junior con la traducción del capítulo de la novela de Dickens para que lo dejaran en paz. [41]
Por lo visto su hermano iba a cancelar el viaje. Si al final vendía la casa y dividían la plata, le iban a quedar unos treinta mil dólares. Con esa guita podía renunciar al diario y vivir un tiempo sin trabajar. Dedicarse a terminar su novela. Aislado, sin distracciones. En el campo. El chivo expiatorio huye al desierto… Derecho ande el sol se esconde / tierra adentro hay que tirar. Pero vivir en el campo era como vivir en la luna. El paisaje monótono, los chimangos volando en círculo, las chicas entretenidas entre ellas.
El juicio fue un acontecimiento. En realidad no era un juicio sino una audiencia, pero en el pueblo todos lo tomaron como un acontecimiento decisivo y lo llamaban desde luego la causa, el proceso, el caso, según quién hablara, para significar que se trataba de un hecho trascendente, y como todos los hechos trascendentes tenían que ver (pensaban todos) con la justicia y con la verdad, aunque en realidad detrás de esas abstracciones se jugaban la vida de un hombre, el futuro de la zona y una serie de cuestiones prácticas. No había dos bandos porque las fuerzas no eran equivalentes, pero se tenía la impresión de asistir a una contienda y en las calles del pueblo, ese día, los corrillos y los comentarios retornaban una y otra vez a los hechos, como si toda la historia pasada estuviera en juego en el juicio contra Luca Belladona o en el juicio que Luca Belladona había entablado contra el municipio, según quién definiera la situación. Aparentemente lo que estaba en litigio eran los 100.000 dólares que Luca se había presentado a reclamar, pero muchas otras cosas estaban en cuestión al mismo tiempo y eso se vio en cuanto el fiscal Cueto empezó a hablar y el juez asintió a todos sus dichos.
El juez -el doctor Gainza- era en realidad un juez de paz, es decir un funcionario del municipio destinado a resolver los litigios locales. Estaba en un sillón, en un estrado, en la sala del Tribunal de Faltas del municipio, con un secretario de actas sentado al lado. El fiscal Cueto ocupaba una mesa abajo y a la izquierda, acompañado por Saldías, el nuevo jefe de policía. En otra mesa, a la derecha, estaba Luca Belladona, vestido con un traje de domingo, con camisa gris y corbata gris, muy serio, con varios papeles y carpetas en la mano y consultando de vez en cuando con el ex seminarista Schultz.
Mucha gente fue autorizada a presenciar la audiencia, estaban Madariaga y también Rosa Estévez y varios estancieros y rematadores de la zona, e incluso el inglés Cooke, dueño del caballo que había estado en el centro del litigio. Estaban las hermanas Belladona pero no estaba el padre. Todos fumaban y hablaban al mismo tiempo y las ventanas de la sala estaban abiertas y se oía el murmullo y las voces de los que no habían podido entrar y ocupaban los pasillos y las salas contiguas. No estaba tampoco el comisario Croce, que por decisión propia ya había dejado el hospicio y ahora vivía en los altos del almacén de Madariaga, que le había alquilado una pieza y lo tenía de pensionista. Croce pensaba que el asunto estaba arreglado de antemano y no quería con su presencia darle el aval a Cueto, su rival, que seguro iba a ganar esa partida con sus manejos turbios. Se veían pocas mujeres aunque las cinco o seis que estaban ahí se hacían notar por su aire de confianza y de seguridad. Una de ellas, una mujer muy bella, de pelo rubio y labios pintados de rojo, era Bimba, la mujer de Lucio, altiva, detrás de sus anteojos negros.
Renzi entró tarde y tuvo que abrirse paso, y cuando se ubicó en un banco de madera cerca de Bravo sus ojos se cruzaron con los de Luca, que le sonrió tranquilo, como si quisiera trasmitir su confianza a los pocos que estaban ahí para apoyarlo. Renzi sólo lo miró a él durante toda la tarde porque le pareció que necesitaba sostenerse en la presencia de un forastero que verdaderamente creyera en sus palabras, y a lo largo de las dos o tres horas -no lo recordaba ya con precisión aunque había un reloj en la pared que daba las campanadas cada media hora y había sonado varias- Luca lo miró siempre que se sintió en apuros o sintió que había logrado expresar lo que quería, como si Renzi fuera el único que lo comprendía porque no era de ahí.
El juez de paz, desde luego, tenía posición tomada desde antes de empezar la así llamada audiencia de conciliación, y lo mismo pasaba con la mayoría de los presentes. Los que hablan de conciliación y de diálogo son siempre los que ya tienen la sartén por el mango y el asunto cocinado, ésa es la verdad. Renzi se dio cuenta enseguida de que el clima era de victoria anticipada y que Luca, con su mirada clara y los gestos calculados y calmos de alguien que siente la violencia en el aire, estaba perdido antes de empezar. El juez lo señaló con la mano y le cedió la palabra. Tardó un poco en decidirse y luego en empezar a hablar, como si vacilara o no encontrara las palabras, pero al final se paró, con sus casi dos metros de estatura, y se puso de perfil para poder mirar a Cueto, porque en realidad fue a Cueto a quien se dirigió.
Parecía alguien que tiene una afección en la piel y se expone al sol; después de tantos meses de vivir encerrado en la fábrica, ese lugar abierto y con tanta gente le producía una especie de vértigo. Regresar al pueblo y presentarse ahí, ante todos los que odiaba, a los que hacía responsables de la ruina, fue la primera violencia a la que se vio sometido esa tarde. Se sentía y parecía un pez fuera del agua. Cuando levantó la mano para pedir silencio -aunque no volaba ni una mosca-, Cueto se inclinó sonriendo y distendido hacia Saldías y le comentó algo en voz baja y el otro también sonrió. «Bueno, bien, amigos», dijo Luca, como si estuviera por empezar un sermón. «Hemos venido a pedir lo que es nuestro…» No habló directamente del dinero que estaba en juego sino de la certeza de que esa reunión era un trámite -un trámite molesto si uno tenía que guiarse por su actitud recelosa- necesario para que la fábrica siguiera en manos de quienes la habían construido, y que ese dinero -del que no habló- era de su familia y que su padre había decidido cedérselo como anticipo de la herencia de su madre -estaba destinado exclusivamente a levantar la hipoteca que pesaba sobre su vida como la espada de Damocles-. Habían sufrido ataques y acechanzas, habían sido sorprendidos en su buena fe por los intrusos que se habían infiltrado y llegaron a dominar la empresa, pero habían resistido y por eso estaban ahí. No habló de sus derechos, no habló de lo que estaba en juego, habló de lo único que le interesaba, su proyecto demencial de seguir adelante solo con esa fábrica construyendo lo que llamaba sus obras, sus invenciones, y esperaba que lo dejaran -«que nos dejen»- en paz. Hubo un murmullo, no se sabía si de aprobación o de repudio, y Luca siguió adelante mirando alternativamente a sus hermanas, a Cueto y a Renzi, los únicos que en esa sala parecían entender lo que estaba en juego. Habló sin levantar la voz pero con un aire de confianza y de seguridad sin reparar en ningún momento en la trampa en la que iba a caer. Fue un error catastrófico -avanzó sin pensar hacia la perdición, sin ver, enceguecido por el orgullo y la credulidad-. Era visible que sólo perseguía un sueño, que seguía un sueño tras otro, sin saber adónde iba a terminar esa aventura pero seguro de que él no podía hacer otra cosa que defender esa ilusión que a todos les parecía imposible. Dijo algo así, Luca, al terminar y Gainza, un viejo taimado que se pasaba las noches jugando al pase inglés en el casino clandestino de la costa, le sonrió con condescendencia y le dio la palabra al fiscal.
Luca se sentó y se mantuvo inmóvil hasta el final de la audiencia como si no estuviera ahí y quizá hasta había cerrado los ojos, sólo se le podían ver la espalda, los hombros y la nuca, porque estaba en la primera fila, frente al juez, y estaba tan quieto que parecía dormido.
Hubo un silencio y luego un murmullo y se levantó Cueto, siempre sonriendo, con una mueca de superioridad y de desgano. Era alto y daba la impresión de tener la piel manchada y un aspecto extraño, quizá por su postura a la vez arrogante y obsecuente. Inmediatamente centró la cuestión en el asesinato de Durán. Para que el dinero fuera reintegrado había que cerrar la causa. Estaba probado que el asesino había sido Yoshio Dazai, un clásico crimen sexual. No había confesado porque nunca se confiesan esos crímenes tan evidentes, no se había encontrado el arma asesina porque el cuchillo que usó para matar a Durán se encuentra en cualquier lado y son los clásicos cuchillos de cocina del hotel, todos los testigos coincidían en que vieron entrar y salir a Yoshio del cuarto a la hora del crimen. Desde luego Yoshio sabía de la existencia del dinero y había llevado el bolso al depósito con la esperanza de poder retirarlo cuando las cosas se calmaran. Cueto se detuvo y miró a todos. Había logrado cambiar el eje de la sesión y había logrado cautivar a los presentes con el recuerdo oscuro del crimen. La versión de los hechos que había dado el ex comisario Croce era delirante y sospechosa de demencia: que un jockey se disfrazara para parecer japonés y matara a un desconocido para comprar un caballo era ridículo y era de antemano imposible. Más ridículo era que un hombre que iba a matar a un hombre al que no conocía se llevara sólo el dinero que supuestamente necesitaba para comprar un caballo y se tomara el trabajo de dejar el resto en el depósito del hotel y no en la misma pieza donde había realizado su crimen.
– La carta y el suicidio pueden ser ciertos -concluyó-, pero cartas como ésas son las que Croce nos tiene acostumbrados a escribir en sus delirios nocturnos.
Cueto desplazó el centro de la cuestión y planteó el dilema con extrema claridad jurídica. Si Luca -en su condición de principal demandante- aceptaba que Yoshio Dazai había matado a Durán, la acusación seguía su curso, el caso quedaba resuelto y el dinero iba a su legítimo dueño, el señor Belladona. Si, en cambio, Belladona no firmaba ese acuerdo y mantenía su demanda, el caso seguía abierto y el dinero permanecía incautado durante años porque nadie iba a poder cerrar ese caso y las pruebas no pueden ser retiradas de los tribunales mientras la causa está abierta. Perfecto. La decisión de Luca cerraba el caso ya que se suponía que Durán había venido a traerle ese dinero.
Luca tardó un momento en entender, pero cuando entendió, pareció mareado y bajó la cabeza. Estuvo quieto un minuto y el silencio se extendió por la sala como una sombra. Había pensado que todo iba a ser un simple trámite y entendió inmediatamente que había caído en una trampa. Parecía sofocado. Cualquier decisión que tomara, estaba perdido. Tenía que aceptar que un inocente fuera a la cárcel si quería recibir el dinero, o tenía que decir la verdad y perder la fábrica. Se dio vuelta y miró a sus hermanas, como si ellas fueran las únicas que podían ayudarlo en esa situación. Y luego, como perdido, miró a Renzi, que desvió la mirada porque pensó que no le hubiera gustado estar en su lugar y que si hubiera estado en su lugar no habría aceptado la propuesta, no habría aceptado mentir y mandar a la cárcel por toda la vida a un inocente. Pero Renzi no era él. Nunca había visto a nadie tan pálido, nunca había visto a nadie tardar tanto en hablar para decir luego dos palabras: De acuerdo. Hubo otra vez un murmullo en la sala pero esta vez era distinto, como una comprobación o una venganza. Luca tenía un leve temblor en el ojo izquierdo y se tocaba la corbata como si fuera la soga en la que iba a ser ahorcado. Pero era Yoshio el que iba a ser condenado por un crimen que no había cometido.
Hubo un tumulto mientras la sesión se levantaba, una explosión de alegría, los amigos de Cueto se saludaban y se vio que también Ada se acercaba a ese grupo y que Cueto la tomaba del brazo y le hablaba al oído. La única que se acercó a Luca fue Sofía, que se paró frente a él y trató de animarlo. La fábrica estaba salvada. El Gringo la abrazó y ella lo sostuvo entre sus brazos y le habló en voz baja, como si buscara calmarlo, y después lo acompañó a un cuarto contiguo donde el juez lo esperaba para firmar los papeles.
Renzi siguió sentado mientras todos se iban y vio salir a Luca y caminar por el pasillo como un boxeador que acepta ganar el título en una pelea arreglada, no el boxeador que por necesidad acepta tirarse a la lona porque necesita el dinero; no era -como siempre había sido- el humillado y ofendido que sabe que no ha perdido aunque le hayan ganado; era el que ha mantenido su título de campeón a costa de un fraude que él sólo -y su rival- sabe que es un fraude y que sólo conserva la ilusión de que por fin ha podido hacer realidad sus sueños, pero a un costo imposible de soportar. Salía como si estuviera extremadamente cansado y le costara moverse. Sólo Sofía caminaba con él, sin tocarlo, a su lado y cuando cruzaron el pasillo central ella se despidió y salió por una puerta lateral. De modo que Luca siguió solo hasta la entrada.
Había sido sometido a una prueba como un personaje trágico que no tiene opción, cualquier cosa que decidiera sería su ruina, no para él sino para su idea de la justicia, y fue la justicia la que al final lo puso a prueba, fue una entidad abstracta, con sus aparatos retóricos y sus construcciones imaginarias, la que había tenido que enfrentar una y otra vez, esa tarde de abril, hasta capitular. Es decir hasta aceptar una de las dos opciones que le habían planteado, él, que siempre se había jactado de tener claras todas las decisiones, sin dudar, sostenido siempre por su certidumbre y su idea fija. Había preferido su obra, digamos así, a su propia vida y había pagado un precio altísimo, pero su ilusión había seguido intacta hasta el final. Había sido fiel a ese precepto y se había hundido pero no había defeccionado. Era tan orgulloso y obstinado que tardó en comprender que había caído en una trampa sin salida, y cuando lo entendió ya era tarde.
Los vecinos lo miraban cruzar, en silencio, el pasillo, eran sus viejos conocidos, y estaban tranquilos y parecían magnánimos porque al hacer lo que Luca había hecho -luego de años y años de lucha imposible, sostenido en un orgullo demoníaco- el pueblo había logrado que tuviera que capitular y ahora se podía decir que era igual a todos o que todos eran igual a él: que ahora podían mostrar esas debilidades que Luca no había podido mostrar nunca en su vida. Renzi se apuró a salir para saludarlo pero no lo alcanzó, sólo pudo ir atrás de él mientras bajaba la escalinata hacia la calle. Y entonces lo más extraordinario fue que cuando llegó a la vereda apareció el cuzco, el perro de Croce, medio ladeado como siempre, que al verlo salir a la luz del sol se le fue encima y le ladró, y le mostró los dientes como si fuera a morderlo, casi sin fuerza pero con odio, el pelaje amarillo tenso como su cuerpo, y esos ladridos fueron lo único que Luca recibió ese día.
Al día siguiente, cuando Renzi volvió al almacén de los Madariaga el clima era lúgubre. Croce estaba en la mesa de siempre, frente a la ventana, de traje oscuro y corbata. Esa mañana había ido a la cárcel de Dolores a visitar a Yoshio para darle la noticia antes de que le llegara la información oficial de que su caso había sido cerrado con la conformidad de Luca Belladona. «La cárcel es un mal lugar para vivir», dijo, «pero es el peor lugar para un hombre como Yoshio.»
Parecía abatido. Luca iba a levantar la hipoteca y salvar la fábrica pero el costo era demasiado alto; estaba seguro de que iba a terminar mal. Croce tenía una capacidad extraordinaria para captar el sentido de los acontecimientos y también para anticipar sus consecuencias, pero no podía hacer nada para evitarlos y cuando lo intentaba lo acechaba la locura. La realidad era su campo de prueba y muchas veces era capaz de imaginar una serie de hechos antes de que ocurrieran y anticipar su desenlace, pero sólo podía dejar que los acontecimientos sucedieran para probar su experimento y demostrar que tenía razón.
– Por eso no sirvo para comisario -dijo al rato-, trabajo a partir de los hechos consumados y luego imagino sus consecuencias, pero no puedo evitarlas. Lo que sigue a los crímenes son nuevos crímenes. Luca ahora piensa no sólo que condenó a Yoshio sino también a mí. Si no hubiera aceptado la propuesta de Cueto y se hubiera negado a cerrar el caso, yo habría tenido chance contra Cueto. -Hizo una pausa y miró la llanura por la ventana enrejada contra la que se sentaba siempre. El mismo paisaje inmóvil que era, para él, la imagen de su propia vida-. Pero la pifié -dijo después-, a nadie en el pueblo le convenía mi versión del crimen.
– Pero, en definitiva, ¿cuál es la verdad?
Croce lo miró, resignado, y sonrió con la misma chispa de ironía cansada que ardía siempre en sus ojos.
– Vos leés demasiadas novelas policiales, pibe, si supieras cómo son verdaderamente las cosas… No es cierto que se pueda restablecer el orden, no es cierto que el crimen siempre se resuelve… No hay ninguna lógica. Luchamos para restablecer las causas y deducir los efectos, pero nunca podemos conocer la red completa de las intrigas… Aislamos datos, nos detenemos en algunas escenas, interrogamos a varios testigos y avanzamos a ciegas. Cuanto más cerca estás del centro, más te enredas en una telaraña que no tiene fin. Las novelas policiales resuelven con elegancia o con brutalidad los crímenes para que los lectores se queden tranquilos. Cueto tiene una mente tortuosa, hace cosas extrañas, asesina por procuración. Deja a propósito cabos sueltos. ¿Por qué hizo dejar la bolsa con la plata en el depósito del hotel? ¿El viejo Belladona tuvo algo que ver? Hay más incógnitas sin resolver que pistas claras…
Se quedó quieto, los ojos fijos en la ventana, hundido en sus pensamientos.
– Entonces te vas -dijo al rato.
– Me voy.
– Hacés bien…
– Mejor no despedirse -dijo Renzi.
– Quién sabe -dijo Croce, y la frase podía referirse a sus conclusiones sobre la muerte de Tony o al eventual regreso de Renzi al pueblo del que parecía irse definitivamente.
Croce se levantó con aire ceremonioso y le dio un abrazo; después volvió a sentarse, pesadamente, y se inclinó sobre sus notas y sus diagramas, abstraído, como ausente.
Mientras Croce siga en pie, Cueto nunca va a estar tranquilo, pensó Renzi mientras bajaba a la calle. La historia sigue, puede seguir, hay varias conjeturas posibles, queda abierta, sólo se interrumpe. La investigación no tiene fin, no puede terminar. Habría que inventar un nuevo género policial, la ficción paranoica. Todos son sospechosos, todos se sienten perseguidos. El criminal ya no es un individuo aislado, sino una gavilla que tiene el poder absoluto. Nadie comprende lo que está pasando; las pistas y los testimonios son contradictorios y mantienen las sospechas en el aire, como si cambiaran con cada interpretación. La víctima es el protagonista y el centro de la intriga; no ya el detective a sueldo o el asesino por contrato. Anduvo pensando en esos desvíos mientras caminaba -quizá por última vez- por las calles polvorientas del pueblo.
Volvió al hotel y preparó la valija. Los días que había pasado en el campo le habían enseñado a ser menos ingenuo. No era cierto que la ciudad fuera el lugar de la experiencia. La llanura tenía capas geológicas de acontecimientos extraordinarios que volvían a la superficie cuando soplaba el viento del sur. La luz mala de los huesos de los muertos sin sepultura titila en el aire como una niebla envenenada. Prendió un cigarrillo y fumó frente a la ventana que daba a la plaza, luego revisó la pieza para comprobar que no olvidaba nada y bajó a pagar las cuentas.
La estación de ferrocarril estaba tranquila y el tren iba a llegar en un rato. Renzi se sentó en un banco, a la sombra de las casuarinas, y de pronto vio detenerse un coche en la calle y bajar a Sofía.
– Me gustaría irme con vos a Buenos Aires…
– Y venite…
– No puedo dejar a mi hermana -dijo ella.
– ¿No podés o no querés?
– Ni puedo ni quiero -dijo ella, y le acarició la cara-. Dale, pichón, no me des consejos.
Nunca se iba a ir. Sofía era como toda la gente del pueblo que Renzi había conocido. Siempre estaban a punto de abandonar el campo y escapar a la ciudad, porque se ahogaban ahí, pero en el fondo todos sabían que nunca se iban a ir.
Estaba preocupada por Luca, había estado con él y parecía tranquilo, concentrado en sus inventos y sus proyectos, pero le daba vuelta una y otra vez a su decisión de pactar con Cueto. «No podía hacer otra cosa», le había dicho, pero parecía ausente. Había pasado la noche entera deambulando por la fábrica, con la extraña certidumbre de que ahora que había logrado lo que siempre había deseado, su decisión se había apagado. «No puedo dormir», le había dicho, «y estoy cansado.»
Llegó el tren y en el tumulto nervioso de los pasajeros que subían entre saludos y risas, ellos se besaron y Emilio le puso en la mano un dije de oro con la figura de una rosa tallada. Era un regalo. Ella la sostuvo en la frente, sólo esas rosas no se marchitaban…
Cuando el tren arrancó, Sofía caminó junto a la ventanilla, hasta que al fin se detuvo, hermosísima en medio del andén, con el pelo colorado sobre los hombros y una sonrisa tranquila en el rostro iluminado por el sol de la tarde. Bella, joven, inolvidable, y, en esencia, la mujer de otra mujer.
Renzi viajaba mirando el campo, la quietud de la llanura, las últimas casas, los paisanos a caballo, al tranco al costado del tren; unos chicos descalzos que corrían por el terraplén y saludaban con gestos obscenos. Estaba cansado y el traqueteo monótono del tren lo adormecía. Recordó el comienzo de una novela (no era el comienzo, pero podía ser el comienzo): «Who loved not his sister’s body but some concept of Compson honor.» Y empezó a traducirla: Quien no amaba el cuerpo de su hermana sino cierto concepto de honor…, pero se detuvo y rehízo la frase. Quien no amaba el cuerpo de su hermana sino cierta imagen de sí misma. Se había dormido y escuchaba palabras confusas. Vio la figura de un gran pájaro de madera en el campo con una oruga en el pico. ¿Existe el incesto entre hermanas?… Vio la vidriera de una armería… Su madre vestida con un anorak en una calle helada de Ontario. Y si hubiera sido una de ellas… Croce le preguntó: «¿Usted cuánto mide?», sentado en su catre en el hospicio. «Hay una solución aparente, luego una solución falsa y por fin una tercera solución», dijo Croce. Renzi se despertó sobresaltado. La llanura seguía igual, interminable y gris. Había soñado con Croce y también con ¿su madre? Había nieve en el sueño. Mientras caía la tarde la cara de Emilio se reflejaba, cada vez más nítida, en el cristal de la ventanilla.
El pueblo siguió igual que siempre, pero en mayo, con los primeros fríos del otoño, las calles parecían más inhóspitas, el polvo se arremolinaba en las esquinas y el cielo brillaba, lívido, como si fuera de vidrio. Nada se movía. No se oía a los niños jugar, las mujeres no salían de sus casas, los hombres fumaban en el umbral, sólo se escuchaba el zumbido monótono del tanque de agua de la estación. Los campos estaban secos y empezaron a incendiar los pastos, las cuadrillas avanzaban en línea quemando el rastrojo y altas olas de fuego y de humo se alzaban en la llanura vacía. Todos parecían esperar un anuncio, la confirmación de uno de esos pronósticos oscuros que a veces lanzaba la vieja curandera que vivía aislada, en la tapera del monte; el jardinero pasaba al alba, con la chata cargada de bosta de caballo que traía de la remonta del ejército; las chicas daban la vuelta del perro, rondando la plaza, enfermas de aburrimiento; los muchachos jugaban al billar en el salón del Náutico o corrían picadas en el camino de la laguna. Las noticias de la fábrica eran contradictorias, muchos decían que en esas semanas parecía haber comenzado otra vez la actividad y que las luces de la galería estaban prendidas toda la noche. Luca había comenzado a dictarle a Schultz una serie de medidas y de reglas destinadas a un informe que pensaba enviar al Banco Mundial y a la Unión Industrial Argentina. Pasaba la noche sin dormir paseando por los pasadizos altos de la fábrica, seguido por el secretario Schultz.
«Viví, pretendí, y logré, tanto, que se ha hecho necesaria cierta violencia para alejarme y separarme de mis triunfos. No fue la duda sino la certidumbre la que nos ha acorralado con sus tretas y artimañas» (dictado a Schultz).
«Imputar a los medios de producción industrial una acción perniciosa sobre los afectos es reconocerles una potencia moral. ¿Acaso las acciones económicas no forman una estructura de sentimientos constituida por las reacciones y las emociones? Hay una sexualidad en la economía que excede la normalidad conyugal destinada a la reproducción natural» (dictado a Schultz).
«Los hombres fueron siempre usados como instrumentos mecánicos. En los viejos tiempos, durante las cosechas, los peones cosían con agujas de enfardar las bolsas de arpillera a un ritmo uniforme. Era increíble la velocidad que tenían para coser, cuando el rinde pasaba las treinta o treinta y cinco bolsas por hectárea. Cada dos por tres salía algún paisano de la batea porque, en el apurón, se cosía la punta de la blusa y quedaba en el suelo abrazado a la bolsa como hermano en desgracia» (dictado a Schultz).
«Estuve pensando en los tejidos criollos. Hilo, nudo, hilo, cruz y nudo, rojo, verde, hilo y nudo, hilo y nudo. Mi abuela Clara había aprendido a coser las mantas pampas, con los dedos deformados por la artritis, como si fueran ganchos o troncos de sarmiento, ¡pero con las uñas pintadas!, muy coqueta. Recordamos la sentencia de Fierro: es un telar de desdichas / cada gaucho que usté ve. ¡La filatura y la tejeduría mecánica del destino! Ese tejido es escalofriante hasta el tuétano. Se teje en alguna parte, y nosotros vivimos tejidos, floreados en la trama. Ah, si pudiera volver a penetrar aunque fuera un instante en el taller donde funcionan todos los telares. La visión no dura un segundo, porque después ya caigo en el sueño bruto de la realidad. Tengo tantas cosas pavorosas que contar» (dictado a Schultz).
«Varias veces he comprobado que mi inteligencia es como un diamante que atraviesa los cristales más puros. Las determinaciones económicas, geográficas, climáticas, históricas, sociales, familiares pueden, en ocasiones muy extraordinarias, concentrarse y actuar en un solo individuo. Ése es mi caso» (dictado a Schultz).
Se perdía a veces Schultz, no podía seguirle el ritmo, pero anotaba [42] igual lo que creía haber escuchado, porque Luca marchaba por las instalaciones, a grandes pasos, sin dejar de hablar, trataba de no quedarse solo con sus pensamientos solitarios y le pedía a Schultz que escribiera todas sus ideas mientras iba, nervioso, de un lado a otro cruzando las instalaciones y las grandes máquinas, seguido a veces también por Rocha, que sustituía a Schultz mientras éste dormía en un catre y podían turnarse para tomar el dictado.
«Ya no tendré nada que decir sobre el pasado, podré hablar de lo que haremos. Llegaré a la cima y dejaré de vivir en estos llanos, también nosotros llegaremos a las altas cumbres. Viviré en tiempo futuro. Lo que vendrá, lo que todavía no es ¿nos alcanzará para existir?», dijo Luca mientras se paseaba por la galería que daba al patio interior.
Había pasado varias noches sin dormir, pero igual anotaba sus sueños.
Dos ciclistas extraviados de la Doble Bragado se desviaron de la ruta y siguieron, solos los dos, lejos de todo, en medio del desierto, pedaleando parejo hacia el sur, inclinados sobre los manubrios, con sus Legnano y sus Bianchi livianas, contra el viento.
Un tiempo después Renzi recibió una carta de Rosa Echeverry con noticias tristes. Cumplía «el penoso deber» de anunciarle que Luca «había sufrido un accidente». Lo habían encontrado muerto en el piso de la fábrica y parecía un suicidio tan bien planeado que todos podían creer -si querían- que había muerto al caer desde lo alto del mirador mientras estaba realizando una de sus habituales mediciones, como le había aclarado Rosa, para quien ese último gesto de Luca era otra prueba de su bondad y de su extrema cortesía.
Tenía un extraordinario concepto de sí mismo y de su propia integridad y la vida lo puso a prueba y al final -cuando logró lo que quería- falló. Tal vez el fallo -la grieta- ya estaba ahí y se actualizó porque él era incapaz de vivir con el recuerdo de su debilidad. La sombra de Yoshio, el frágil nikkei, que estaba preso volvía, como un espectro, cada vez que intentaba dormir. Basta un brillo fugaz en la noche y un hombre se quiebra como si estuviera hecho de vidrio.
Lo habían enterrado en el cementerio del pueblo luego de que el cura aceptara la versión del accidente -porque los suicidas eran sepultados, con los linyeras y las prostitutas, fuera del campo santo-, y el pueblo entero asistió a la ceremonia.
Lloviznaba esa tarde, una de esas suaves garúas heladas que no cesan durante días y días. El cortejo recorrió la calle central y subió por la llamada Cuesta del Norte, los caballos enlutados del carro fúnebre trotando acompasadamente, y una larga fila de autos que los seguían a paso de hombre hasta llegar al gran portón del cementerio viejo.
La bóveda de la familia Belladona era una construcción sobria que copiaba un mausoleo italiano en el que descansaban en Turín los restos de los oficiales que habían peleado con el coronel Belladona en la Gran Guerra. La puerta de bronce labrada, una liviana telaraña sobre los cristales y los goznes habían sido construidos por Luca en el taller de la familia cuando murió su abuelo. La puerta se abría con un sonido suave y estaba hecha de una material transparente y eterno. Las lápidas de Bruno Belladona, de Lucio y ahora de Luca parecían reproducir la historia de la familia y los tres iban a reposar juntos. Sólo los varones morían y el viejo Belladona -que había enterrado a su padre y a sus dos hijos- avanzó, altivo, la cara mojada por la lluvia, y se detuvo ante el cajón. Sus dos hijas, enlutadas como viudas y tomadas del brazo, se ubicaron junto a él. Su mujer, que sólo había salido tres veces de «su guarida», en cada una de las muertes de la familia, llevaba anteojos negros y una capelina y fumaba en un costado, con los zapatos sucios de barro y las manos enguantadas. Al fondo, bajo un árbol, vestido con un largo impermeable blanco, Cueto miraba la escena.
El ex seminarista se acercó a las hermanas y con un gesto pidió autorización para decir unas palabras. Vestido de negro, pálido y frágil, parecía el más indicado para despedir los restos del que había sido su mentor y su confidente.
– La muerte es una experiencia aterradora -dijo el ex seminarista- y amenaza con su poder corrosivo la posibilidad de vivir humanamente. Frente a ese peligro existen dos formas de experiencia que protegen del terror a quienes puedan entregarse a ellas. Una es la certidumbre de la verdad, el continuo despertar hacia la comprensión de la «necesidad ineluctable de la verdad», sin la cual no es posible una vida buena. La otra es la ilusión decidida y profunda de que la vida tiene sentido y que el sentido se cifra en el obrar bien.
Abrió la Biblia y anunció que iba a leer el Evangelio según Juan, XVIII, 37.
– «Y dijo Jesús: Para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad, todo aquel que pertenece a la verdad, escuchará mi voz. Y le contestó Poncio Pilatos: ¿Qué es la verdad? ¿De qué verdad hablas? Y luego se dirigió a los jueces y a los sacerdotes: Yo no veo en este hombre ningún delito.» -Schultz alzó la cara del libro-. Luca vivió en la verdad y en la busca de la verdad, no era un hombre religioso pero fue un hombre que supo vivir religiosamente. La pregunta de nuestro tiempo tiene su origen en la réplica de Pilatos. Esa pregunta sostiene, implícita, el triste relativismo de una cultura que desconoce la presencia de lo que es cierto. La vida de Luca fue una buena vida y debemos despedirlo con la certeza de que lo iluminó la esperanza de alcanzar el sentido en sus obras. Estuvo a la altura de esa esperanza y le entregó la vida. Todos debemos estar agradecidos a su persistencia en la realización de su ilusión y a su desdén ante los falsos brillos del mundo. Su obra estaba hecha con la materia de sus sueños.
Croce asistió a la ceremonia desde el auto, sin bajar ni hacerse ver, aunque nadie ignoraba que estaba ahí. Fumaba, nervioso, el pelo encanecido, los rastros de «la sospecha de demencia» ardían en sus ojos claros. Todos fueron abandonando el cementerio y al final Croce se quedó solo, con el rumor de la llovizna en el techo del auto, y el agua cayendo monótona sobre el camino y sobre las tumbas. Y cuando la noche ya había cubierto la llanura y la oscuridad era igual a la lluvia, un haz de luz cruzó frente a él y la claridad circular del faro, como un fantasma blanco, volvió a cruzar una y otra vez entre las sombras. Y de pronto se apagó y no hubo más que oscuridad.