Epílogo

Muchas veces, en lugares distintos, a lo largo de los años, Emilio Renzi se había dejado llevar por el recuerdo de Luca Belladona, y siempre lo recordaba como alguien que había tenido el coraje de estar a la altura de sus ilusiones. Podían pasar meses sin que pensara en él hasta que de pronto algún hecho fortuito le hacía volver a tenerlo presente y entonces retomaba el relato donde lo había dejado con nuevas precisiones y detalles frente a sus amigos en un bar de la ciudad, o a veces con alguna mujer, tomando unas copas en su casa en la noche, y siempre volvían vívidas las imágenes de Luca, su cara franca y enrojecida, sus ojos claros. Recordaba la fábrica cerrada, la construcción perdida y a Luca paseándose entre sus instrumentos y sus máquinas, siempre optimista, siempre dispuesto a tener esperanzas, sin imaginar que la realidad iba a golpearlo definitivamente a él, como a tantos otros, por un pequeño desvío de su conducta, como si lo castigara por un error, no por un defecto de carácter sino por una falta de previsión, por una falla que no podría olvidar y que volvería como un remordimiento.

Esa noche Renzi estaba conversando con unos amigos, después de cenar, en una galería abierta que daba al río, en una casa de fin de semana, en el Tigre, como si esa noche -siempre a pesar suyo, ironizando sobre ese estado natural- sintiera que había vuelto atrás y que el delta era una parte todavía no comprendida de la realidad, como lo había sido ese pueblo de campo en el que había pasado algunas semanas, una suerte de momento arcaico en su vida de hombre de la ciudad, que no podía comprender esa vuelta a la naturaleza aunque nunca dejara de imaginar un retiro drástico que lo llevaría a un lugar apartado y tranquilo donde pudiera dedicarse a lo que Emilio también -como Luca- imaginaba que era su destino o su vocación.

– Luca no podía concebir un defecto en su carácter porque había llegado a la convicción de que su modo de ser era algo ajeno a sus decisiones, una suerte de instinto que lo guiaba en medio de los conflictos y las dificultades. Pero había sido derrotado, en todo caso había tenido que tomar una decisión imperdonable, debió pensar que había defeccionado y no se pudo perdonar, aunque cualquier otra decisión hubiera sido también imposible.

Los alumbraba la luz de una lámpara de querosén, y el olor de los espirales que los defendían de los mosquitos le hacía recordar a Renzi las noches de su infancia. Sus amigos lo escuchaban en silencio, tomaban vino blanco y fumaban, sentados de cara al río. El brillo fijo de los cigarrillos en la oscuridad, la luz vacilante de los botes que cruzaban de vez en cuando frente a ellos, el croar de las ranas, el rumor del viento en las hojas de los árboles, la noche clara de verano, parecían el paisaje de un sueño.

– Era tan orgulloso y obstinado que tardó en comprender que había caído en una trampa sin salida, y cuando lo entendió ya era tarde. Pienso en eso cuando recuerdo la última vez que lo vi, unos días antes de irme del pueblo.

Había contratado un taxi y le había pedido al chofer que lo esperara en el borde del camino y había subido andando hasta la fábrica. Se veía luz en las ventanas y Renzi golpeó varias veces la reja de hierro. Estaba anocheciendo y caía una llovizna helada.

– Al rato Luca abrió apenas el portón de la entrada y, al verme, empezó a retroceder agitando la mano. No, no, parecía decir, mientras retrocedía. No. Imposible.

Luca cerró la puerta y se oyó un ruido de cadenas. Renzi se quedó un rato detenido ante el alto muro de la fábrica y luego, al volver a la calle, le pareció ver a Luca por las ventanas iluminadas de los pisos superiores, caminando, gesticulando y hablando solo.

– Y eso fue todo… -dijo Renzi.

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