Alberto Vázquez-Figueroa Bora Bora

El afilado peine de dientes de cerdo se posó delicadamente sobre la piel del antebrazo, el anciano alzó con firmeza el pequeño mazo de madera y Tapú Tetuanúi cerró el puño y apretó los labios dispuesto a demostrar que era un hombre, y ni el más leve lamento, ni tan siquiera un gesto, delataría que el dolor que sabía que iba a experimentar le afectaba en lo más mínimo.

El viejo tatuador comprobó que cada una de las púas estaba colocada sobre el lugar exacto siguiendo el cuidado dibujo que previamente había trazado, clavó los ojos en el rostro de su jovencísimo paciente, sonrió para sus adentros al comprobar la decisión que se podía leer en su mirada, y por último golpeó secamente la cabeza del largo mango de hueso de ballena haciendo que las blancas agujas se clavaran lo justo para atravesar la piel sin llegar a herir la carne.

Pese a estarlo aguardando casi desde que tenía uso de razón, el joven Tapú Tetuanúi no pudo evitar un leve gesto de sorpresa ante la agresión, puesto que era aquél un dolor que no se parecía a ningún otro que hubiese experimentado hasta el presente, quizá debido precisamente al hecho de llevar tanto tiempo esperándolo.

El dolor solía llegar casi siempre de improviso, debido a un golpe, una caída o un descuido a la hora de pisar un erizo mientras pescaba en la laguna, pero advertir cómo el mazo caía y de inmediato la nuca parecía contraérsele, era algo chocante que jamás había sufrido hasta el presente.

El anciano volvió a mirarle a los ojos, y se diría que sabía de antemano lo que iba a descubrir en ellos, puesto que de inmediato retiró el peine, y tras mojarlo en una gran concha que contenía una tinta hecha a base de aceite de nuez de «tairí» y carbón vegetal, lo posó apenas sobre la siguiente línea del dibujo.

Tapú Tetuanúi se preguntó si sería capaz de resistir una nueva agresión, pero el tatuador ni siquiera le dio tiempo de encontrar respuesta, golpeando de nuevo, alzando el peine, volviéndolo a mojar y situándolo una vez más con la seguridad de quien ha realizado la misma labor un millón de veces y sabe que no tiene tiempo que perder.

Por último, restañó con un minúsculo pedazo de limpia «tapa» las gotitas de sangre que manaban de algunas de las casi invisibles heridas mezclándose con la negra tinta y musitó roncamente:

— Basta por hoy.

— Puedo soportarlo — protestó Tapú.

— Lo sé — admitió el otro comenzando a guardar sus instrumentos en un pequeño cesto de palma —. La piel es fuerte, pero necesito saber si cicatriza bien o si se infecta. Vuelve dentro de cinco días.

El muchacho observó con cierta decepción la marca oscura — apenas algo mayor que un dedo pulgar — de su antebrazo, y trató de insistir, pero el anciano le atajó secamente:

— He dicho que basta — gruñó —. Conozco mi oficio.

A unos doscientos metros de la cabaña del tatuador, Tapú Tetuanúi tomó asiento en la arena de la playa y apoyando el codo en la rodilla observó de nuevo las marcas que le habían dejado los dientes de cerdo.

No era mucho, en verdad; apenas algo más que un esbozo, pero cuando el dibujo estuviese completo serviría para contarle al mundo que había nacido en la isla de Bora Bora, pertenecía a la noble familia de los Tetuanúi, y había decidido no afiliarse a la poderosa Secta de los «Ariói», ni a ninguna otra sociedad secreta del mismo estilo.

Tapú sería un hombre libre e independiente, cuyo antebrazo tal vez algún día demostraría que había alcanzado el codiciado rango de «Jefe Guerrero», «Constructor de Naves», o incluso el legendario título de «Navegante Mayor del Gran Océano».

Caía la tarde, una suave brisa agitaba las transparentes aguas de la inmensa laguna llegando de Rairatea, cuya alta silueta se dibujaba a poco más de veinte millas de distancia, y tras contemplar unos instantes a un pescador que lanzaba su red desde una roca del islote de Piti-uu-Taí, se puso lentamente en pie y reinició la marcha por la ancha playa de arena muy blanca.[1]

Pronto alcanzó Punta Matira, que se clavaba como una lanza en el mar conformando el extremo sur de la isla, y tras atravesar un estrecho istmo de poco más de cien metros, desembocó en la playa de sotavento, sorprendiéndose, como a menudo solía ocurrirle, ante la inconcebible calma del mar en aquel punto, protegido de los alisios del sudeste que soplaban sobre Bora Bora la mayor parte del año, ya que la costa de poniente de Punta Matira se convertía — sobre todo a última hora de la tarde — en el remanso de paz en el que — según la tradición — al dios Taaroa le agradaba retirarse a reflexionar cuando tenía problemas con los hombres.

El mar, de un verde esmeralda, parecía haberse solidificado, y a no ser por el hecho de que de tanto en tanto algún pececillo rompía su superficie en un corto salto, se diría que se podría caminar sobre las aguas y nada le impediría recorrer a pie el kilómetro escaso que le separaba de la barrera de arrecifes, que se encontraba allí más cerca que en ningún otro punto de la isla.

Se introdujo en el agua tomando asiento sobre la gruesa y pesada arena de coral desmenuzado por los siglos, y manteniendo el brazo al aire — tal como le había ordenado el tatuador —, dejó que el tiempo pasara mientras el sol iba descendiendo en el horizonte, permitiendo que «El corazón se le llenara de serenidad», tal como le aconsejara su sabio maestro, el venerable Hiro Tavaeárii.

Dos piraguas surgieron de Punta Rofau y se recortaron contra el sol que rozaba el horizonte enrojeciendo las nubes para enfilar directamente hacia Punta Matira, y aunque sus ocho remeros bogaban con increíble brío, lo hacían en absoluto silencio y sin levantar siquiera espuma, como si lo que en verdad importara no fuera vencer en la improvisada carrera, sino hacerlo de un modo tan discreto, que en plena noche nadie hubiera sido capaz de detectar siquiera su presencia.

Al llegar al extremo sur de la isla viraron en redondo, y ahora sí se escucharon risas y voces, entre las que Tapú creyó reconocer el vozarrón de su amigo Chimé, el «Gigante de Farepíti», al que nadie había conseguido vencer ni en una lucha cuerpo a cuerpo, ni en una regata.

Cuando las piraguas se perdieron de nuevo tras Punta Rofau y el sol se despidió lanzando un verde rayo, Tapú Tetuanúi abandonó el agua y reinició la marcha por el ancho sendero que conducía a casa de la hermosa Maiana.

Prefería llegar a ella de oscurecido, de tal forma que la muchacha no tuviera ocasión de descubrir su primer tatuaje, puesto que estando como estaba, acostumbrada a hacer el amor con docenas de hombres cuyos cuerpos aparecían ya totalmente cubiertos de llamativos dibujos, no podría por menos que reírse al contemplar la ridiculez que ensuciaba su brazo.

Se preguntó una vez más si algún día la dulce Maiana aceptaría ser su esposa, y una vez más recordó su respuesta cuando por primera vez se lo propuso:

— ¿Cómo puedo saberlo, si aún no he tenido relaciones con todos los solteros de la isla? — había musitado con su cautivadora sonrisa —. Tú me haces disfrutar mucho, pero antes de elegir debo estar segura de que no existe ningún otro más de mi agrado.

A Tapú Tetuanúi le enorgullecía que la mujer que pretendía tuviera tanto éxito y la mayoría de los casaderos de la isla hicieran cola para acostarse con ella — señal inequívoca de que era en verdad una criatura adorable — pero a veces, cuando la veía perderse en la espesura en compañía de alguno de cuantos aspiraban a convertirla en su esposa, no podía por menos que sentir un amargo sabor en la boca que le hacía profundamente desgraciado.

— Son sucios celos — le había reprendido su maestro, el venerable Hiro Tavaeárii —. Un sentimiento indigno de un chico de tu edad. Maiana tiene derecho a buscar su felicidad eligiendo su pareja, del mismo modo que la tienes tú al elegir la tuya. Cuando se decide formar una familia, se tiene la obligación de ser fiel hasta la muerte, pero hasta que llegue ese día, cada cual es el único dueño de su cuerpo.

— Pero yo la amo — se lamentó Tapú.

— ¿Y acaso eso le obliga a amarte? — fue la respuesta —. Has descubierto demasiado pronto que Maiana te produce más placer que ninguna otra muchacha, pero ello no te da derecho a exigirle que tome su decisión con idéntica rapidez. Observa tu pene cuando se excita: es recto, firme y casi reluciente. Mira luego dentro del sexo de una mujer: es oscuro, profundo y lleno de recovecos. — Le colocó afectuosamente la mano sobre la cabeza —. De igual modo, sus sentimientos son mucho más complejos y tarda por tanto mucho más en desentrañar sus misterios. Pero cuando al fin decide, su decisión suele ser la correcta.

— ¿Y qué debo hacer?

— Esperar.

— ¿Pero qué posibilidades tengo de triunfar frente a rivales como el enorme Chimé, o incluso el valiente Vetea Pitó, que se ha convertido ya en uno de los mejores buceadores del archipiélago?

— Si tu temor se centra en el hecho de que Maiana se sienta más atraída por un pene gigantesco o una gran perla, significa, hijo mío, que tu elección es errónea, y en ese caso, lo mejor que puede ocurrir es que te rechace. El amor que trae al mundo hijos y dura toda una vida, debe estar más allá del tamaño de los penes, o las perlas.

Cuando tomaba asiento sobre la estera en la galería de la cabaña de su mentor, Tapú Tetuanúi acababa casi siempre por reconocer la sabiduría de sus enseñanzas, aceptando de buen grado la mayoría de sus consejos, pero cuando se sabía, como ahora, tan cerca de la casa de su amada que casi aspiraba su olor y toda su piel vibraba de excitación al imaginar que tal vez podría acariciarla y penetrar en ella, tomaba conciencia de que una vez más aquel «sentimiento indigno» se adueñaba de su alma y hubiese deseado romperle la cabeza con una gruesa piedra a quien se encontrase en esos momentos disfrutando del cuerpo de Maiana.

Y allí estaban; gimiendo y susurrando; riéndose y acariciándose justo en el lugar al que ella siempre le conducía, bajo un frondoso «purau» de retorcidas ramas, a cuatro pasos del tibio mar en que bañarse luego, y en el que también le agradaba a menudo dejarse poseer por fogosos amantes.

¿Quién era él?

Sintió vergьenza de sí mismo por haberse planteado tan odiosa pregunta, pues el simple hecho de estar semioculto tras el tronco de una palmera, espiando a una pareja que era libre de hacer cuanto quisiera, constituía de por sí una acción repugnante que hubiera merecido las más agrias condenas.

Volvió sobre sus pasos, se alejó de las risas y susurros, y se vio en la necesidad de dar un rodeo trepando por la ladera de la colina para no tener que volver a pasar cerca de donde se revolcaba la pareja.

Por suerte, al llegar a la cima de Punta Rofau, cerraba la noche y en el cielo comenzaban a hacer su aparición las primeras estrellas.

Aquél era el momento en que todo muchacho polinesio que aspirase a ser alguien en la vida, tenía que tomar asiento en un lugar despejado y dedicar un par de horas a la tarea de estudiar las estrellas, grabando en su memoria el punto que ocupaban en cada instante a su paso por la negra cúpula del cielo.

Tapú Tetuanúi no podía saber, pues nadie de su entorno estaba en condiciones de explicárselo, que aquél era sin lugar a dudas el cielo más cuajado de estrellas que existía, pero así era en realidad, pues en comparación con los cielos del Pacífico Sur, los del hemisferio norte semejaban un desolado páramo sin brillo ni belleza.

A los pocos instantes de acomodarse en la cumbre, sobre la cabeza de Tapú refulgían millones y millones de diminutas estrellas — tan nítidas y al mismo tiempo tan compactas — que conformaban a menudo gigantescas masas perfectamente diferenciadas de cuantas, junto a ellas, constituían a su vez una nueva galaxia perfectamente reconocible.

Tapú empezaba a ser capaz de diferenciar — después de tantos años de observación — a la mayoría de las grandes estrellas solitarias, así como algunas de las constelaciones que recorrían cada noche el límpido cielo de su isla, y estaba convencido de que algún día, si se empeñaba en ello, sabría señalar en qué punto de ese cielo debían encontrarse dependiendo del día, del mes y de la hora.

Cuando llegara ese momento, si es que llegaba, estaría en condiciones de aspirar a convertirse en candidato a «Navegante del Gran Océano», y en ese caso Maiana no tendría dudas a la hora de elegirle entre todos sus pretendientes, puesto que ninguna muchacha en su sano juicio podría resistir la tentación de convertirse en la esposa de un navegante.

Los reyes eran reyes por herencia; los sabios eran sabios a base de estudio, y los fuertes eran fuertes porque así lo había querido la naturaleza, pero un «Navegante del Gran Océano» era más que un rey, un sabio o un gigante, puesto que en un mundo constituido por ingentes extensiones de agua salpicada de diminutas islas, quien no dominara ese agua tenía que contentarse con ser rey de un peñasco, sabio entre ignorantes o gigante entre enanos.

Para Tapú Tetuanúi — al igual que para la mayoría de los jóvenes de su edad y su entorno — no existía ser humano alguno cuya gloria pudiera compararse a la del legendario «Miti Matái»[2] que se había ganado tan sonoro sobrenombre por ser el único superviviente de una expedición que veintitrés años atrás puso rumbo al sur y fue arrastrada por terribles tormentas más allá del «Quinto Círculo», hasta un punto en que las aguas se solidificaban formando enormes y heladas islas blancas.

Todos sus compañeros murieron en la aventura, pero «Miti Matái» logró vencer al frío, el hambre y los vientos huracanados para poner de nuevo rumbo al norte y encontrar en la inmensidad del océano a una minúscula isla situada a más de seis mil millas de distancia.

Y es que «Miti Matái» había alcanzado ya por aquel tiempo, y pese a su relativa juventud, el título de «Gran Navegante», y con su portentosa hazaña no había hecho más que demostrar que quienes le concedieron tal rango sabían bien lo que hacían.

Cerró por completo la noche y las estrellas comenzaron a destacar en todo su esplendor, puesto que se encontraban ya a principios de octubre y la atmósfera aparecía mucho más limpia aún que de costumbre.

Tapú había tenido que esperar largos meses antes de que llegase el ansiado octubre y el tatuador decidiese trabajar sobre su cuerpo, ya que los buenos tatuadores tan sólo aceptaban clientes entre los meses de octubre y enero, no por superstición, sino debido a que durante ese tiempo las heridas se infectaban muchísimo menos.

— Es a causa de las moscas — le había explicado al muchacho su maestro Hiro Tavaeárii —. Se posan en las incisiones y a menudo las infectan al depositar en ellas sus huevos. Por eso, cuando a partir de octubre comienzan las lluvias y las moscas y mosquitos casi desaparecen, llega el momento de tatuarse. — Le tiró afectuosamente de una oreja —. ¡Ten paciencia! — añadió sonriente —. Todo llegará.

Había tenido paciencia y durante más de medio año le había estado llevando al tatuador los mejores pescados de la laguna y los mejores frutos del huerto de su madre, con la esperanza de que cuando al fin llegara octubre cubriera su pecho de hermosos dibujos que provocaran admiración despertando los más oscuros deseos de Maiana, pero cuanto había conseguido hasta el momento era apenas algo más que una docena de cagarrutas de aquellas mismas moscas que tanto le habían hecho esperar.

Y para colmo, la mujer que adoraba andaba revolcándose con otro.

Se sentía terriblemente desgraciado y buscó por lo tanto consuelo en las estrellas, que eran las únicas que estaban en condiciones de proporcionárselo.

Por la hora calculó que muy pronto «Tupa», «El Cangrejo», empezaría a hacer su aparición sobre la línea del horizonte, justo a tres puntos al norte de Tahaa, la isla hermana de Rairatea, que se adivinaba, más que verse, en la distancia, y que primero serían las dos pequeñas estrellas que conformaban la punta de las pinzas las que asomaran, para que poco después lo hiciera toda la compleja masa luminosa en la que alguien, siglos atrás, tuvo el capricho de imaginar la silueta de un cangrejo.

Pero lo que sí resultaba cierto, era el hecho innegable de que cuando ese «Cangrejo» se hubiera alzado apenas una cuarta en el horizonte, sus patas traseras delimitarían, sin el más mínimo error, el punto exacto en que se encontraba el este durante los meses de verano.

Aguardó paciente seguro de que pronto «El Anzuelo de Maui» comenzaría a emerger de igual modo en el lugar en que tenía clavada la mirada, pero lo que de improviso hizo su aparición como surgiendo de la nada, fue una masa oscura y amenazante que avanzó como una sombra llegada de otros mundos, pues ni un rumor de pasos, ni un chasquido de ramas, ni tan siquiera el leve susurro de una hoja, habían servido para anunciar su presencia.

Podría tomársele por una densa nube o una montaña que se hubiera interpuesto de improviso entre el firmamento y el muchacho, pero resultaba evidente que se trataba de un hombre, y sin lugar a dudas, el más corpulento al que Tapú Tetuanúi se hubiese encarado a todo lo largo de su no demasiado larga vida.

— ¿Chimé…? — susurró apenas, imaginando tal vez que el hercúleo «Gigante de Farepíti» había tomado aquel mismo camino con la vana esperanza de disfrutar de una noche de amor con la dulce Maiana —. ¿Eres tú, Chimé?

La respuesta fue un hosco gruñido, y sin mediar palabra el monstruoso individuo dio un paso adelante, blandió una gruesa maza que le hubiera aplastado la cabeza como una nuez estalla bajo el impacto de una piedra, y la descargó con toda la portentosa fuerza de su desmesurado corpachón sobre el asombrado muchacho, que apenas tuvo tiempo de saltar a un lado al advertir cómo el arma asesina silbaba junto a su oído e iba a estrellarse contra el tronco del «pandanús» en que se encontraba apoyado, partiéndolo en dos como si se hubiese tratado de una simple caña de bambú.

Tapú Tetuanúi no era ni demasiado alto, ni demasiado fuerte aún, pero era, eso sí, tan ágil como un pez en el agua, por lo que sus reflejos le permitieron ponerse en pie de un salto antes de que su desconocido agresor tuviera tiempo de recuperarse del fallido golpe e intentarlo de nuevo.

Se observaron a la luz de las estrellas y resultó evidente que se trataba del más desigual combate de que hubieran sido testigo aquellas mismas estrellas, puesto que el atacante tenía todas las de ganar frente a un desarmado rival al que doblaba en corpulencia.

Tapú lo advirtió de inmediato y aunque un casi irrefrenable terror hacía temblar sus rodillas y le atenazaba la garganta, conservó la lucidez suficiente como para aguardar agazapado el segundo ataque, esquivarlo de nuevo, y echar a correr colina abajo por el estrecho sendero que tantas veces recorriera anteriormente.

La mole humana le siguió emitiendo un nuevo gruñido, y resultaba descorazonador y sorprendente el hecho de que un hombre tan grande y tan pesado pudiera, no obstante, moverse casi con tanta rapidez como su víctima.

El pánico había puesto alas en los pies de un desalentado fugitivo consciente de que tan sólo a base de velocidad conseguiría salvar la vida, pero a pesar de que Tapú Tetuanúi conocía muy bien el lugar por donde huía, no existía forma humana de despegarse de un perseguidor que a cada instante lanzaba violentos mazazos que parecían a punto de desnucarle.

¿Qué había hecho él y quién era aquel loco que tenía tantísimo interés en machacarle?

El atribulado muchacho ni siquiera tuvo tiempo de plantearse la pregunta mientras volaba colina abajo, pero aun así mil extrañas ideas cruzaban por su mente sin que la propia velocidad de su carrera le permitiera encontrar respuesta lógica a semejante absurdo.

Al fin distinguió el frondoso «aito» de grueso tronco que marcaba el punto en que el camino daba un brusco giro a la izquierda evitando el barranco, y conservó la lucidez suficiente como para dirigirse directamente a él aun a riesgo de precipitarse al abismo.

En el último instante se tiró al suelo abrazándose al tronco, y ni siquiera tuvo oportunidad de advertir cómo su perseguidor pasaba de largo para lanzar un alarido de terror al comprender que había comenzado a correr sobre el vacío.

Poco después se escuchó un golpe seco al que siguió el silencio.

Aferrado al tronco del árbol, Tapú Tetuanúi dejó que pasaran los minutos permitiendo que su respiración volviera a serenarse y las piernas cesaran de temblarle, antes de ponerse trabajosamente en pie para otear en busca de su enemigo.

El mundo parecía haber quedado de nuevo en paz consigo mismo.

Allá en lo alto el cielo se mantenía cuajado de estrellas, pero su luz no conseguía adentrarse en el fondo del barranco, al tiempo que ni el más leve lamento indicaba que su agresor aún continuaba con vida.

Cuando se supo totalmente sereno, el muchacho buscó una pequeña rama seca, le quitó con los dientes la corteza, la partió en dos y comenzó a frotarlas con fuerza soplando hasta conseguir que una diminuta llama naciera de las tinieblas como un sorprendente milagro inexplicable.

La aproximó a unos matojos secos y la llama creció iluminando un amplio espacio a su alrededor, por lo que, arrancando otro matojo, permitió que ardiera hasta formar una bola de fuego que lanzó al vacío.

Cayó girando los seis o siete metros que le separaban del fondo del barranco, y durante el largo minuto que aún permaneció ardiendo, Tapú Tetuanúi tuvo tiempo de distinguir la ensangrentada figura del gigante que parecía un guiñapo aplastado contra el suelo.

Ni siquiera se movía, pero sin saber por qué abrigó el convencimiento de que no estaba muerto.

Arrancó tres nuevas ramas, las trenzó formando una especie de antorcha, y a su luz buscó la mejor forma de descender con el menor riesgo posible hasta donde se encontraba su agresor.

Aún respiraba.

Tenía una ancha herida en la cabeza y probablemente varias costillas rotas, pero no se necesitaba tener los conocimientos de medicina del prestigioso Hinói Tefaatáu, para llegar a la conclusión de que el fuerte golpe no acabaría con la vida de una bestia semejante.

Tapú Tetuanúi lo estudió con detenimiento.

Se le antojó la criatura más monstruosa a la que se hubiese encarado nunca, no sólo a causa de su tamaño y fortaleza, sino en especial por culpa de los horrendos tatuajes que cubrían cada centímetro de su piel, desde la frente a los tobillos.

Nada había en tales tatuajes que evocase los hermosos dibujos que el muchacho tanto admiraba en los adultos de su isla, o incluso en los de Rairatea o Tahití, puesto que aquellos constituían una especie de absurda maraña o inexplicable jeroglífico que parecía tener alguna finalidad que se apartaba por completo del simple deseo de resaltar la belleza de un cuerpo.

¿De dónde provenía aquella bestia apocalíptica?

¿Por qué se deslizaba de noche intentando asesinar a quienes se interponían en su camino?

¿Era quizá uno de aquellos terroríficos caníbales que llegaban de muy lejanas islas con el único fin de abastecer sus despensas de apetitosa carne humana?

El muchacho no pudo evitar que un estremecimiento le recorriera la espalda al imaginar que si la suerte no le hubiera acompañado, tal vez en aquellos instantes estaría sirviendo de cena a semejante ogro, y cuando a los pocos instantes el herido lanzó un leve lamento, dio un salto atrás como si acabara de advertir que estaba a punto de pisar la espina dorsal de un «nohú», el venenoso «pez-piedra», que había sido desde siempre su peor enemigo.

La simple idea de que aquella fiera consiguiera ponerse de nuevo en pie le heló la sangre.

Permaneció muy quieto mientras la antorcha se iba consumiendo lentamente, y el segundo lamento y un estremecimiento que le hizo sospechar que su agresor estaba a punto de recobrar el conocimiento, acabó de decidirle, por lo que sin pensárselo dos veces se apoderó de la pesada maza que había quedado a unos cuatro o cinco metros de distancia, y haciendo de tripas corazón la descargó con todas sus fuerzas sobre la pierna izquierda del herido.

Se escuchó un sobrecogedor chasquido cuando los huesos se quebraron y el gigante volvió a emitir uno de sus aterradores gruñidos para hundirse de nuevo en la inconsciencia, y ahora sí que Tapú Tetuanúi tuvo la absoluta seguridad de que ya nunca más estaría en condiciones de perseguirle, por lo que tiró lejos la maza, para emprender a toda prisa, y aún tembloroso, el regreso a su casa.



Se abrió camino a duras penas por el fondo de la barranca, iluminándose con nuevas antorchas que iba agenciándose a medida que la anterior se consumía, y al alcanzar la arena de la playa creyó haber recuperado por completo el control sobre sí mismo, aunque cuando al doblar un recodo apareció ante él la bahía de Povai en toda su magnitud, el espectáculo del pueblo en llamas consiguió que de nuevo el corazón le saltara a la garganta.

El mar y la montaña se iluminaba a causa de un pavoroso incendio que había prendido en más de una docena de viviendas, y de igual modo las grandes piraguas que descansaban en la arena ardían como antorchas sirviendo de fondo a oscuras figuras humanas que corrían de un lado a otro intentando impedir que el fuego continuara propagándose.

Muy a lo lejos, cuatro inmensos catamaranes de alta popa se alejaban rumbo a mar abierto, y el asombrado Tapú Tetuanúi comprendió en el acto que su agresor no era un ser de otro planeta o un monstruo apocalíptico, sino que al parecer formaba parte del grupo de salvajes que habían atacado por sorpresa su pacífica isla.

Corrió por la playa a fin de ayudar a lanzar al agua las piraguas que aún podían salvarse, hundiéndolas en un desesperado intento por conseguir que el fuego se apagase, para unirse más tarde al grupo de cuantos se esforzaban por impedir que las llamas que se habían apoderado de la techumbre del gran «Marae» destrozasen por completo la bellísima estructura del sagrado templo.

Fue aquélla una noche de angustia; una noche de horror que quedaría grabada para siempre en la memoria de los habitantes de Bora Bora, pues fue la noche en que unos bestiales desconocidos asesinaron a nueve hombres, incluidos el valiente rey Pamáu y el viejo «Tahúa», o Sumo Sacerdote, raptaron a once muchachas entre las que se encontraba la jovencísima princesa Anuanúa, y robaron el gran cinturón de plumas amarillas que simbolizaba el poder real, y la mayor perla negra que se había encontrado jamás en el Pacífico.

Si a ello se unían las piraguas incendiadas y las viviendas convertidas en cenizas, venía a significar que los brutales agresores habían acabado en menos de una hora con cuanto de valioso existía en Bora Bora.

Amaneció sobre una isla desolada cuyos habitantes lloraban a sus seres queridos, y cuando el sol permitió que la vista de los vigías alcanzase hasta el último rincón del horizonte, no se distinguía ya, sobre las azules aguas, rastro alguno de las naves enemigas.

Habían llegado como un tifón fuera de temporada para diluirse como fantasmas sin dejar rastro, y aunque Tapú Tetuanúi se sintió feliz al descubrir que ni su casa ni su familia habían sufrido daño alguno, ese hecho no bastó para disminuir en absoluto su sorda ira y su amarga impotencia.

Al atardecer se enterró a los muertos sin ceremonia alguna, puesto que no quedaba ni siquiera una piragua digna en la que lanzarlos al mar para que el dios Taaroa se hiciese cargo de sus almas, y aquélla quizá fue la mayor humillación que experimentara jamás el buen rey Pamáu que siempre soñó con disfrutar de un hermoso y merecido funeral de gran guerrero polinesio.

Caía la noche cuando al fin los nombres se reunieron en las humeantes ruinas del «Marae», y resultó evidente que nadie tenía la más mínima idea de qué actitud adoptar ante tan inesperado desastre. Muerto Pamáu, su única hija Anuanúa — «Arco Iris» — era sin duda la legítima heredera del trono, y aunque no había cumplido aún los doce años, a ella le hubiera tocado decidir quién debía regir los destinos de la isla hasta que se sintiera capacitada para tomar las riendas del poder.

Su madre, Tara, siempre había sido una pobre mujer tímida y débil, que en aquellos difíciles momentos a duras penas conseguía asimilar que lo había perdido todo en el transcurso de una noche, y hasta el presente lo único que había hecho era dar alaridos clamando por su marido y por su hija.

— Tenemos que nombrar un regente temporal — dijo al fin el anciano Hiro Tavaeárii poniendo de manifiesto el sentir general —. Y yo propongo para el cargo al «Navegante Mayor» Miti Matái.

— Te lo agradezco mucho — replicó éste con naturalidad —. Pero no puedo aceptar, puesto que tan sólo soy un hombre de mar que no conoce los problemas de tierra adentro. Mi misión será buscar y castigar a esos asesinos, trayendo de regreso a la princesa, pero hasta que ella esté de vuelta, debes ser tú, el más sabio entre los sabios, quien se haga cargo del poder.

— Soy demasiado viejo.

— El saber necesita tiempo, y tú eres quien más tiempo ha tenido para ser sabio.

Todos los presentes estuvieron de acuerdo en que Hiro Tavaeárii era el hombre idóneo para decidir qué acciones debían adoptarse a partir de aquel instante, y Tapú Tetuanúi, que escuchaba desde el exterior del «Marae» las discusiones de los adultos, se sintió profundamente orgulloso de que su amado maestro fuese unánimemente considerado el hombre más inteligente de la isla.

— Lo primero que hay que hacer es recuperar las piraguas que aún puedan aprovecharse y construir otras nuevas — puntualizó Hiro Tavaeárii sin darle al parecer mayor importancia al hecho de haberse convertido de improviso en la máxima autoridad de Bora Bora —. Un pueblo sin piraguas está siempre en manos de sus enemigos. Luego, tendremos que intentar averiguar de qué parte del mundo han venido esos salvajes.

— ¿Cómo? — quiso saber Roonuí-Roonuí, que estaba justamente considerado el más valiente guerrero de la isla —. Ese mar es muy grande.

— No tengo ni idea — fue la honrada respuesta —. ¿Alguien se enfrentó cara a cara a los asesinos?

— ¡Yo!

Todos se volvieron a observar al joven Tapú Tetuanúi; resultó evidente que la mayoría de los adultos se sentían ofendidos por el hecho de que un chiquillo osase tomar parte en sus deliberaciones, y por lo tanto Hiro Tavaeárii le dirigió una de aquellas severas miradas que tanto le intimidaban.

— ¡Guarda silencio y ten más respeto! — ordenó con inusitada acritud.

— Pero es que es cierto… Yo…

— ¡Calla…!

El vozarrón y la fama de Roonuí-Roonuí eran capaces de imponer respeto a hombres muy bragados, por lo que Vetea Pitó propinó un fuerte codazo a Tapú para obligarle a cerrar la boca.

— ¡Muérdete la lengua o ese animal te acogota! — le aconsejó —. Tiene un genio de todos los demonios.

Una sorda impotencia estuvo a punto de que las lágrimas asomaran a los ojos del muchacho, pero haciendo un sobrehumano esfuerzo consiguió sobreponerse y al poco dio media vuelta para alejarse del lugar arrastrando a duras penas a su amigo.

— ¡Ven conmigo! — le rogó —. Tengo que contarte lo que pasó.

Lo hizo junto a los chamuscados restos de las piraguas, y cuando hubo concluido su relato Vetea Pitó le miró fijamente a los ojos para inquirir con desconfianza:

— ¿Seguro que no son invenciones?

— ¿Invenciones? — se lamentó —. ¡Estuvo a punto de aplastarme la cabeza! Era una bestia inmensa cubierta de tatuajes.

— ¿Tatuajes? — se interesó el buceador —. ¿Qué clase de tatuajes?

— ¡Horribles! Algo como no he visto anteriormente. Y tenía el cráneo rapado, excepto por dos mechones que le salían de atrás como dos gruesos muñones. Le dejé en el barranco.

— Se iría con los otros.

— ¡Imposible! Estaba inconsciente.

— ¿Y qué hacía tan lejos del pueblo?

— Probablemente se trataba de un explorador — aventuró Tapú.

— En ese caso tendría una canoa escondida en alguna parte — le hizo notar su amigo —. Habrá escapado en ella.

— ¿Cuándo? Durante todo el día ninguna embarcación ha cruzado la laguna y tú lo sabes. Los vigías no han visto a nadie. Y por fuerte que sea, con una pierna rota tardaría horas en salir de ese barranco. ¡Aún está en la isla! — añadió —. Me juego la cabeza.

Una luz de ilusión cruzó por los oscuros ojos de Vetea Pitó.

— Sería fantástico que consiguiéramos atraparlo — señaló —. ¡Un enemigo vivo que pudiera contar de dónde viene…!

— Nos covertiríamos en héroes…

— En cuanto amanezca saldremos a buscarle.

— ¿Y si escapa esta noche?

El buceador meditó largamente sobre semejante posibilidad, y al fin pareció encontrar una respuesta:

— Al otro lado de la isla quedan piraguas pequeñas con las que podemos montar guardia en el paso — dijo —. Si intenta cruzar, le detendremos; si no lo hace, con la primera claridad del día seguiremos su rastro.

— ¿Los dos solos?

— La gloria, compartida, es menos gloria — argumentó el otro, sonriente.

— Pero el fracaso, sin compartir, es más fracaso — le hizo notar Tapú —. Lo que importa es cogerle. ¿Se lo decimos a Chimé…?

El «Gigante de Farepíti» agradeció de todo corazón la oportunidad que le ofrecían de participar en tan emocionante aventura, y se brindó a ir a buscar una piragua con la que cerrar el Paso de Teavanuí.

El resto de la isla se encontraba totalmente circundado por una ancha barrera de arrecifes, y resultaba por completo imposible que un hombre con una pierna rota pudiera arrastrar sobre ellos una embarcación para ponerla más tarde a flote en el punto en que las olas de mar abierto rompían con violencia.

Para alguien que no hubiese nacido en la isla y no conociese por tanto los minúsculos pasos por los que una pequeña canoa estaba en condiciones de aventurarse — siempre a plena luz del día —, Bora Bora no tenía más que una puerta, y los tres muchachos estaban decididos a defenderla aun a costa de sus vidas.

Tapú Tetuanúi y Vetea Pitó se pertrecharon de armas, agua y comida, y cuando cerró la noche Chimé los recogió en Punta Patiúa para recorrer sin prisas los dos kilómetros escasos que les separaban del paso.

Fue una noche larga, oscura y excitante en la que insistentes ondas llegaban del océano empujando una y otra vez la embarcación al interior de la laguna, pero una y otra vez sus tripulantes bogaban con el fin de recuperar su posición en mitad del canal de apenas doscientos metros de anchura, de tal forma que ni tan siquiera un sigiloso nadador hubiese conseguido atravesarlo sin ser visto.

Ni Tapú Tetuanúi, ni sus amigos habían pegado ojo en más de treinta horas, pero aun así permanecieron alerta y en silencio, decididos a precipitarse furiosamente sobre «la bestia» si es que ésta decidía hacer acto de presencia.

Pero no acudió a la cita.

Miríadas de estrellas cruzaron el cielo sobre sus cabezas y se entretuvieron estudiando una vez más su trayectoria con el fin de conseguir que quedara grabada en su cerebro hasta formar parte de su propia existencia, pero cuando a «La Gran Dama Solitaria» le faltaban ya menos de tres dedos para ocultarse por poniente, abrigaron la absoluta certeza de que el monstruoso salvaje no vendría, puesto que muy pronto la primera claridad del día borraría del cielo a las estrellas que aún no habían tenido tiempo de escapar.

— ¿Qué hacemos ahora? — quiso saber el decepcionado Chimé cuando al fin pudieron verse las caras.

— Ir en su busca.

— ¿Sin dormir?

— Tienes toda una vida para dormir — le recordó Tapú —. Y yo no tengo la menor intención de hacerlo hasta que le haya puesto la mano encima a esa sucia alimaña. ¡Así que andando!

Bogaron directamente hasta Punta Rofau, vararon la embarcación a menos de quinientos metros de la casa de la hermosa Maiana, y se abrieron paso por entre la espesa maleza del barranco hasta que distinguieron allá en lo alto el grueso «aito» que marcaba el recodo del camino.

— ¡Aquí cayó! — exclamó Tapú Tetuanúi señalando una roca —. Y aquí hay rastros de sangre. Busquemos la maza. La tiré por ahí; por entre esas matas.

Tardaron largo rato en encontrarla, pero cuando al fin la tuvieron comprendieron que había valido la pena el tiempo perdido.

Y es que a la luz del día pudieron comprobar que no se trataba de una simple arma de ataque hecha de dura madera o hueso de ballena; aquélla era una maza nunca vista, pues además de los extraños dibujos con que aparecía tallada, presentaba en la parte alta dos gruesas protuberancias que obligaban a pensar en el fémur de un desconocido animal de increíble tamaño.

— ¡Es hueso! — admitió al fin el propio Tapú Tetuanúi tras rasparla levemente con un cuchillo de dientes de tiburón —. Pero no es de ballena. Es como si se tratara de la pata de un cerdo gigantesco.

La sola idea de que la bestia humana que buscaban pudiera provenir de un lugar en que existieran cerdos cuyo fémur alcanzara semejante tamaño tuvo la virtud de impresionar aún más a los muchachos, que no pudieron evitar dirigir una temerosa mirada a la espesura de la parte alta del barranco.

— ¿Y si hay más de uno? — aventuró con cierta timidez Vetea Pitó.

— Nosotros somos tres — replicó Chimé seguro de sí mismo —. Aún no he conocido a nadie capaz de derribarme, ni creo que ese animal esté en condiciones de hacerlo.

Blandió, como si se tratara de un ligero «pai-pai», la enorme maza, e inició decidido la ascensión observando con detenimiento las señales que había dejado a su paso el herido en forma de manchas de sangre, ramas partidas, piedras desprendidas y huellas en la tierra húmeda y blanda.

Tapú Tetuanúi y Vetea Pitó le siguieron un tanto recelosos, y el primero volvía continuamente la cabeza como si temiera que de entre la maleza fuera a surgir en cualquier instante el terrorífico gigante que estuviera a punto de matarle.

No cabía duda de que se trataba de un hombre de una sorprendente fortaleza y fuerza de voluntad, puesto que herido como estaba y con una pierna destrozada, había conseguido no obstante arrastrarse hasta coronar la cresta que dominaba las dos vertientes de la isla, continuando por ella en dirección a la cima del monte Otemanu.

Alcanzaron a distinguirle cuando trataba de ocultarse entre unas rocas, y en cuanto se aproximaron comenzó a rugir como un animal acorralado, lanzándoles piedras al tiempo que les insultaba en un lenguaje que les resultó por completo incomprensible.

Cubierto de barro y arañazos, ensangrentado y con la pierna colgando, ofrecía un aspecto en verdad deplorable, pero la agresividad de su rostro, la ira de sus ojos, y, sobre todo, la terrible fealdad de los tatuajes que cubrían su cuerpo, le hacían parecer una criatura apocalíptica surgida de los infiernos.

Desde el entrecejo le partían dos bandas negras que se iban ensanchando a medida que subían hacia la frente para descender luego en curva hacia las mejillas donde acababan por formar un retorcido caracol, al tiempo que varios círculos concéntricos de un rojo oscuro le contorneaban los labios llegando hasta la barbilla, lo cual tenía la virtud de conseguir que, cuando mostraba los amarillentos y afilados dientes su aspecto fuese auténticamente diabólico.

Los tres chicuelos se sentían en verdad aterrorizados, y es que aunque Chimé de Farepíti era tal vez tan alto y fuerte como el herido, con su cuerpo casi carente de tatuajes y su cara de bonachón, pese a empuñar con fuerza la gruesa maza daba la impresión de ser incapaz de causarle el más mínimo daño a tan feroz enemigo.

A Tapú Tetuanúi y Vetea Pitó el desconocido salvaje hubiera sido capaz de partirles el cuello de un simple mordisco.

Le observaron desde unos veinte metros de distancia, esforzándose por descifrar alguno de los insultos que les espetaba, y al fin Vetea Pitó señaló convencido:

— Creo que lo mejor será pedir ayuda.

— ¿Ayuda? — se asombró Tapú —. ¿Acaso somos niños que necesitan ayuda para sacar del agua un tiburón? Si pedimos ayuda seremos el hazmerreír del pueblo por el resto de nuestras vidas — concluyó —. Lo cogeremos.

— ¿Cómo?

El muchacho dudó, observó a Chimé que dudaba a su vez entre continuar donde estaba o lanzarse al ataque pese al evidente temor que experimentaba, y por último se desenrolló de la cintura una larga honda, buscó una gruesa piedra y se dispuso a lanzarla.

«La bestia» pareció comprender el peligro que se le avecinaba y rugió con más fuerza, pero en esta ocasión Tapú no se dejó intimidar, y haciendo girar la honda con todas sus fuerzas apuntó con cuidado y lanzó la piedra.

El monstruoso guerrero hizo ademán de precipitarse hacia ellos, pero resultó evidente que en su estado apenas si podía mantenerse en pie apoyándose en una roca, por lo que al cabo de cuatro intentos un pesado guijarro le alcanzó en pleno rostro tumbándole de espaldas con un alarido de dolor.

Al instante Chimé se precipitó sobre él blandiendo la maza, pero Vetea Pitó le gritó secamente:

— ¡No lo mates…! ¡No lo mates! Es el único que puede aclarar de dónde viene.

«El Gigante de Farepíti» obedeció limitándose a propinarle a su víctima un seco golpe en la cabeza que acabó por dejarle inconsciente, y cuando ya no les quedó la más mínima duda de que no podía revolverse y atacarles, comenzaron a bailotear a su alrededor dejando escapar de ese modo toda la tensión que les atenazaba.

Al fin se derrumbaron, rendidos de excitación para observarlo de cerca.

— ¿De dónde vendrá? — inquirió Vetea Pitó expresando el sentir general —. Jamás imaginé que pudiera existir un ser tan espantoso.

— No es de estas islas — replicó Chimé convencido —. Ni de las Marquesas, las Australes o las Tonga. Tiene que haber llegado del «Quinto Círculo».

— Eso está claro — admitió Tapú Tetuanúi —. Nadie oyó hablar jamás de una «cosa» semejante… — Hizo una corta pausa y se inclinó sobre el rostro del yacente —. Me pregunto si el mundo es tan grande como para dar cobijo a una raza tan horrenda.

— Por lo visto el mundo es muy grande — puntualizó Vetea Pitó con la seguridad de un entendido —. «Miti Matái» cuenta que tardó casi un año en regresar del mar en que se solidifica el agua, y que en su camino descubrió una isla defendida por guerreros de piedra de más de diez metros de altura.

— Daría cualquier cosa por escuchar la historia de ese viaje — suspiró Tapú Tetuanúi.

— «Miti Matái» nunca habla de ese viaje — le hizo notar Chimé de Farepíti.

— Mi padre, que navegó con él, asegura que tan sólo lo hace cuando lleva muchos días de travesía — le corrigió Tapú —. Por lo visto el mar le ayuda a hablar.

Poco después miró hacia lo alto, calculó la posición del sol, se puso en pie cansinamente y añadió:

— Será mejor que nos vayamos si queremos llegar antes de que anochezca.

— ¿Y qué hacemos con él?

— Nos lo llevamos.

Cortaron una gruesa rama, la despojaron de las hojas, y colgando a su presa por los tobillos y las muñecas como si se tratara de un cerdo salvaje, se lo echaron al hombro para buscar el camino de regreso al poblado, sudando y maldiciendo.

Les costó un esfuerzo inaudito, pero valió la pena, puesto que al atardecer hicieron su triunfal entrada en el «Marae» donde se encontraban reunidos los adultos, para depositar a sus pies el cuerpo de «la bestia» y la extraña maza cubierta de grabados.

La mayoría de los presentes no daban crédito a sus ojos, y el rostro de Roonuí-Roonuí se ensombreció, mientras a los labios de Hiro Tavaeárii asomaba una leve sonrisa.

— Veo que tenías razón — musitó agitando repetidamente la cabeza —. Y te pido disculpas por mi errónea actitud. ¿Es éste el hombre con el que te enfrentaste?

— Jamás me enfrenté a él — reconoció Tapú Tetuanúi en un auténtico derroche de sinceridad —. Corrí como un cangrejo, pero conseguí que cayera en mi trampa.

Nadie se molestó siquiera en responderle, inclinados como estaban sobre el salvaje, y los más ancianos se afanaban limpiando el barro que le cubría la piel para intentar descubrir por medio de los tatuajes algún indicio que pudiera orientarles sobre su lugar de procedencia.

Alguien trajo agua que le arrojaron a la cara y el horrendo bárbaro agitó la cabeza, abrió los ojos, miró a su alrededor y mostró una vez más los afilados y amarillentos dientes con un gruñido que obligó a más de uno a dar un paso atrás temiendo una dentellada.

— ¿Quién eres? — quiso saber Hiro Tavaeárii —. ¿Y de dónde vienes?

Ocurrió entonces la cosa más impresionante de que Tapú Tetuanúi hubiera sido nunca testigo, pues como si comprendiese la pregunta, «la bestia» mostró de pronto más de media lengua, y cerrando las mandíbulas con inusitada violencia se la cortó de cuajo permitiendo que se deslizara sobre su pecho para precipitarse al suelo.

Un gran chorro de sangre manó como una fuente de su boca, y ahora sí que hasta el último de los presentes se quedó de piedra o dio un grito de espanto al comprobar hasta qué extremos llegaba la brutalidad de un monstruoso ser de apariencia remotamente humana.

¿Qué clase de raza era aquélla que prefería automutilarse de forma tan terrible a contar de dónde provenía?

¿Qué grado de crueldad podría alcanzar con sus enemigos, si se comportaba así consigo misma?

La inesperada acción había cogido tan desprevenidos a los presentes, que por unos instantes no fueron capaces de reaccionar o de moverse, y tan sólo cuando el chorro de sangre que manaba de la boca empapó por completo los tatuajes del pecho, Hiro Tavaeárii extendió la mano y ordenó secamente:

— Llevadlo a casa de Hinói Tefaatáu y que le corte la hemorragia con una piedra candente. Lo necesitamos vivo.

Cuando entre cuatro guerreros sacaron del «Marae» al herido que se agitaba y retorcía en un inútil esfuerzo por zafarse, el anciano maestro de Tapú Tetuanúi le hizo un gesto para que tomara asiento, al igual que a los orgullosos Chimé de Farepíti y Vetea Pitó.

— Habéis sido muy valientes — dijo —. Y me habéis recordado una sabia lección que había olvidado: en tiempos difíciles la más pequeña ayuda debe ser aceptada y el más humilde consejo debe ser escuchado. — Sonrió con afecto —. Como premio a vuestro esfuerzo os autorizo a asistir a las deliberaciones del Consejo.

— ¡Pero si son tan sólo unos chiquillos…! — intentó protestar Roonuí-Roonuí, aunque una severa y autoritaria mirada del anciano «regente» le obligó a guardar silencio.

Al poco, Hiro Tavaeárii tomó asiento al pie del trono que tan sólo podría ocupar en un futuro la joven princesa Anuanúa, y tras observar con profunda tristeza a todos los presentes comenzó con voz grave:

— Somos una pequeña isla de gente pacífica a la que largos años de resistencia a la tiranía de la poderosa Rairatea, le permitió ganarse el respeto de sus vecinos. — Hizo una corta pausa, pues era ya un hombre muy mayor y necesitaba tiempo para recuperar el aliento, y tras clavar la vista en el disco del sol que estaba a punto de desaparecer en el horizonte añadió —: Pero ahora, unos bárbaros nos han despojado de todo cuanto constituía nuestro orgullo: el prudente rey Pamáu, su hija, cuyo matrimonio con el príncipe de Rairatea nos habría garantizado siglos de paz y de armonía; el cinturón de plumas amarillas, símbolo de nuestra independencia; la «Gran Perla Negra» que todos envidiaban, y algunas de las más hermosas hijas de nuestro pueblo que a estas alturas ya habrán sido salvajemente ultrajadas…

Se escuchó un gemido proveniente de las gargantas de dos afligidos padres, y tras hacer una nueva pausa con el fin de permitir que recuperaran la entereza, el venerable Hiro Tavaeárii musitó roncamente:

— Podemos hacer dos cosas: la primera, lamer nuestras heridas, rehacer nuestras casas y tratar de olvidar lo ocurrido convencidos de que el océano es inmenso y no existe posibilidad alguna de recuperar lo robado. — Clavó la vista en quienes le escuchaban, como si buscara respuesta o reacción —. La segunda, dedicar desde este mismo instante todos nuestros esfuerzos a construir una gran nave para que los mejores navegantes y los más valientes guerreros se hagan a la mar y no regresen sin haber recuperado lo que es nuestro, y sin haber lavado con sangre las ofensas.

Se hizo un silencio en el que todos se observaron, y fue Amo Tetuanúi, el padre de Tapú, el que inquirió expresando el sentir general:

— ¿Qué opinas tú, que eres ahora nuestro máximo dirigente?

— Yo ya soy un anciano — fue la respuesta —. Mi sangre no se inflama fácilmente, y no creo que viviera lo suficiente como para ser testigo del regreso de esa nave, si es que decidimos que se construya. — Negó una y otra vez con la cabeza —. En este caso, no soy yo quien debe decidir, sino tan sólo quien haga cumplir la decisión que se tome.

Treinta pares de ojos se volvieron a la respetada figura del «Navegante Mayor», el valiente «Mili Matái», que era sin lugar a dudas la máxima autoridad en la materia.

— ¿Qué posibilidades tenemos de encontrar a esos bárbaros? — quiso saber Roonuí-Roonuí.

— Como bien ha dicho el venerable Hiro Tavaeárii, ese océano es inmenso y existen en él miles de islas — replicó el aludido con su voz pausada de hombre poco habituado a hablar —. Pero resulta evidente que si ellos llegaron hasta aquí, también nosotros podemos llegar hasta donde se ocultan.

— ¿Comandarías la nave?

— Naturalmente. Pero lo que no puedo garantizar es la victoria… — Hizo una corta pausa —. Ni aun el regreso.

— De la victoria nos ocuparemos los guerreros — le hizo notar Roonuí-Roonuí —. Condúcenos hasta esos piratas y yo te juro que regresaremos con cuanto nos han robado.

— La decisión aún no ha sido tomada — le recordó Hiro Tavaeárii.

— Lo sé — reconoció humildemente el jefe de los guerreros —. Pero yo suplico al pueblo de Bora Bora que deposite en nuestras manos el honor de la isla.

— Si los mejores guerreros emprenden una aventura de tan incierto resultado, las mujeres y los niños quedarán desprotegidos — hizo notar un obeso «Hombre-Memoria», que había escuchado en silencio sentado en un ángulo de la amplia estancia —. ¿Qué ocurrirá si vuelven a atacarnos?

— Que seríamos aniquilados — fue la honrada respuesta.

— Un precio muy alto a cambio del honor…

— Al honor no puede ponérsele precio — sentenció hoscamente Roonuí-Roonuí —. O lo es todo, o no es nada.

Hiro Tavaeárii hizo un gesto como dando por concluida la discusión, y puntualizó con voz grave:

— Que alcen la mano los partidarios de que todo se olvide y empecemos a reconstruir el pueblo como si lo hubiera arrasado un ciclón de verano.

Nadie lo hizo.

— Que la alcen ahora los que opinan que con la primera luz del día debemos empezar a construir la más veloz y mejor nave que jamás haya surcado el océano.

Tapú Tetuanúi era demasiado joven como para tener derecho al voto, pero instintivamente su brazo se unió al bosque de brazos que buscaron el cielo.



Tevé Salmón, un hombrecillo de apariencia enclenque, ojos diminutos y cara de tortuga, había alcanzado años atrás el título de «Gran Maestro Constructor de Bora Bora», y probablemente no existía en todo el archipiélago, ni en las Taumatou o las Australes, nadie que pudiera equiparársele a la hora de armar una agresiva «pahí támahi» de guerra, una pesada «tipairúa» para el transporte de mercancías, o una veloz piragua de balancín destinada a ganar la espectacular carrera anual con que se rendía homenaje al dios Tané.

Cuando no se encontraba en su amado astillero, que era una especie de enorme cobertizo cubierto de hojas de palma situado al fondo de la bahía de Farepíti, Tevé Salmón se dedicaba a la tarea de recorrer los más recónditos senderos de la isla, tomando nota mental de cada uno de sus árboles para calibrar la velocidad de crecimiento y la calidad de su madera con vistas a su mejor aprovechamiento a la hora de construir una nave.

Tevé Salmón también plantaba árboles jóvenes en los lugares más idóneos, al igual que lo hicieran su padre, su abuelo y su bisabuelo, pues le constaba que la sabiduría que había ido transmitiendo a sus hijos y sus nietos, de nada serviría si el día de mañana no disponían de la necesaria materia prima que esa madera proporcionaba.

Por ello, cuando recibió de labios del venerable Hiro Tavaeárii el encargo de armar un gran catamarán en el que los guerreros de la isla pudieran lanzarse a la aventura de recuperar a las muchachas, la princesa Anuanúa, la perla sagrada, y el cinturón real, lo primero que hizo fue reunirse con quien había de comandarlo para inquirir qué clase de embarcación deseaba exactamente.

— De unos treinta metros de eslora por diez de manga — replicó «Miti Matái» —. Veloz cuando sea preciso, pero con gran capacidad de carga. Cascos en forma de «uve» para que ofrezcan resistencia a las corrientes y derivas, y dos mástiles con las mayores velas que no pongan en peligro la estabilidad.

— ¿Cobertizos?

— Dos, grandes, pero muy bajos. El de proa tiene que transformarse en plataforma de ataque. Tanto los mástiles como esos cobertizos deben ser desmontables y poco visibles en un momento dado. También las proas y las popas las quiero bajas.

— Unas proas demasiado bajas hace a una nave vulnerable a las grandes olas — le hizo notar el carpintero de ribera, pero tras meditar unos instantes, añadió —: Buscaré la forma de proporcionarte proas bajas que en caso de mar gruesa puedan elevarse.

— Procura que no aumenten el peso.

— Lo intentaré. ¿Alguna madera en especial?

— A tu elección lo dejo.

Aquellos datos le bastaban a Tevé Salmón para poner manos a la obra, pues desconociendo como desconocía las técnicas de la escritura, el diseño o los cálculos matemáticos, toda su prodigiosa técnica la conservaba en la cabeza.

Cada línea, cada pieza y cada juntura del casco fue tomando cuerpo en la mente del «Gran Maestro Constructor», que conocía casi desde que se encontraba en el vientre de su madre, y como si se tratara de una herencia genética, qué forma, qué tamaño, qué densidad y qué peso debían tener cada uno de los innumerables elementos que componían una nave polinesia.

Y es que quizá era aquélla la única forma en que un grupo social tan aislado y homogéneo pudiese llegar a convertirse en autosuficiente, puesto que cada individuo tenía una función muy concreta que cumplir en el conjunto de dicha sociedad, y cada uno tenía que ser excelente cumpliendo dicha función.

Y como ahora el diez veces sabio Hiro Tavaeárii había ordenado que hasta el último habitante de Bora Bora se pusiese a las órdenes del «Gran Maestro Constructor», Tevé Salmón se encontró de improviso con que tenía bajo su mando a todo un pueblo ansioso por obedecer.

Para las quillas eligió ocho troncos de «tamanú» que tenía en el secadero desde hacía más de un año, siempre a la sombra para que el violento sol tropical no cuartease la preciada madera, y tras rebajarlos por uno de sus lados, colocó sobre la plana superficie brasas de «aito» que tardaban mucho en consumirse y que iban quemando poco a poco la madera.

Veinte niños se preocupaban de vigilar día y noche ese fuego, soplando las brasas cuando parecían a punto de apagarse o aplastando con una piedra las llamas que intentaban alzarse, de tal modo que la combustión fuera siempre hacia abajo y muy pareja, consiguiendo así que el grosor del casco se mantuviese entre los diez y los doce centímetros.

A los muchachos de más edad los puso a afilar piedras.

Esas piedras, a las que se les aplicaba un mango de madera, se convertían en una especie de «hachuela» imprescindible para que los adultos convirtiesen gruesos troncos de «tou» en anchos tablones que se irían agregando a las quillas, y era aquélla una labor que exigía un notable esfuerzo de concentración, pues un golpe demasiado fuerte podía malograr una tabla en la que llevaran cuatro días trabajando siete hombres.

Cuando el largo tablón había sido desprendido del tronco a base de leves cortes y pequeñas quemaduras, un grupo de mujeres se ocupaba de alisar sus caras con piedra coralina, para continuar puliéndolas a base de arena, y concluir de lijarlas con una áspera piel de tiburón.

Se obtenía así una perfecta tabla de unos cinco o seis metros de largo por veinte centímetros de ancho, y ocho de espesor.

Era entonces cuando Tapú Tetuanúi y sus amigos entraban en escena.

Al no conocer la existencia de los metales, los habitantes de Bora Bora y de la inmensa mayoría de las islas del Pacífico Sur carecían lógicamente de clavos o tornillos con los que unir las maderas, por lo que se veían en la necesidad de «coser» entre sí cada uno de los distintos elementos que conformaban sus embarcaciones, en una difícil y trabajosa tarea de la que dependían muchas vidas, puesto que con un brusco golpe de mar, una piragua mal «cosida» podía partirse súbitamente en dos a más de cien millas de la costa más cercana.

Para evitar en lo posible tal contingencia, Tapú Tetuanúi y la mayor parte de los adolescentes de la isla tomaban asiento a lo largo de uno de aquellos tablones, e iban talando, con infinita paciencia y dedicación, pequeños agujeros simétricos a unos dos centímetros de los bordes.

Era una labor extremadamente delicada, puesto que a modo de berbiquí se veían obligados a utilizar un pequeño palo con un pedazo de concha insertado en la punta, y con tan primitiva herramienta debían ir talando agujeros que no superasen nunca el medio centímetro de diámetro.

Y mientras trabajaban, hombres y mujeres, niños y ancianos, pobres y ricos entonaban al unísono «La Canción de Tané», aquella que conseguiría que la hermosa embarcación que estaban construyendo, pudiese surcar el océano sorteando felizmente todos los peligros.


Si yo hago navegar mi piragua

a través de aguas traidoras…,

que ellas pasen por debajo,

¡oh, dios Tané!

que mi piragua pase por encima.

Si yo hago navegar mi piragua

a través de vientos huracanados,

que ellos pasen por encima,

¡oh, dios Tané!

que mi piragua pase por debajo.

Si yo hago navegar mi piragua

a través de gigantescas olas,

que ellas pasen por debajo,

¡oh, dios Tané!

que mi piragua pase por encima.

¡oh, Dios Tané! ¡Oh, Dios Tané!


Tané llevaría sin duda de la mano aquella nave en la que todo un pueblo depositaba sus esperanzas, pero para conseguirlo cada una de las personas de ese pueblo tenía que concentrar su amor en la labor que estaba realizando para ayudar al dios de las aguas a la hora de cumplir con la máxima perfección su cometido.

Sentados a la sombra de las palmeras sobre la blanca arena de la playa, los ancianos dejaban pasar las horas trenzando cuerdas a base de fibra de corteza de coco, y ponían en ello tanta habilidad y tanto empeño que con tan sencillos medios conseguían, no obstante, largos y resistentes cabos que en nada tenían que envidiar a los de cáñamo.

Las ancianas recogían a su vez hojas del árbol del pan con las que tejer los cobertizos y las velas, y de ese modo no quedaba ni una sola persona en Bora Bora que no aportara su grano de arena a la gran nave que habría de soportar durante largos meses los embates del viento y de las olas.

Las más hermosas muchachas se ocupaban de llevar agua fresca y comida a cuantos trabajaban, secándoles el sudor cuando hacía falta, brindándoles una sonrisa o una palabra amable, e incluso recompensando con sus abrazos y caricias a los agotados solteros a la caída de la noche.

Tapú Tetuanúi se sentía inmensamente feliz por cuanto hacía, y por el hecho de comprobar que su amada Maiana parecía prestarle más atención que a ningún otro de sus innumerables pretendientes, incluidos el animoso Vetea Pitó y el gigantesco Chimé de Farepíti.

— Estoy muy orgullosa de ti — le había susurrado la última vez que hicieron el amor junto a la playa —. Fuiste muy valiente al enfrentarte a ese bárbaro y mi padre asegura que antes de un año te invitarán a convertirte en «Arioi».

— No quiero ser «Arioi» — fue la respuesta —. Quiero que «Miti Matái» me enseñe a ser «Gran Navegante».

— «Miti Matái» se irá y probablemente no volverá — replicó dulcemente la muchacha —. Y para llegar a ser «Gran Navegante» hay que saber muchísimas cosas… ¡Demasiadas!

— ¿Te casarías conmigo si llego a ser «Gran Navegante»?

— Para entonces me habría convertido en una anciana incapaz de tener hijos — replicó ella al tiempo que le acariciaba amorosamente la comisura de los labios —. Pero si «Miti Matái» te acepta como discípulo, lo haré.

— ¿Es una promesa?

— Lo es — puntualizó Maiana con firmeza —. Y que Taaroa me haga engordar como un cerdo si no la cumplo.

— ¿Y me serás fiel aunque tenga que pasar meses en el mar?

— ¿Sabes qué castigo reserva el dios Tané a la mujer que se atreve a engañar a un navegante? La envía por toda la eternidad a lo más profundo del océano; allí donde todo es frío, y tinieblas, y habitan los más espantosos monstruos que puedas imaginar. — Agitó la cabeza como desechando de plano tal posibilidad —. Y lo mismo hace con el hombre que osa acostarse con la esposa de un navegante. ¡No! — añadió convencida —. Si un día mi padre me entrega a ti, será para siempre.

Tapú Tetuanúi guardó silencio unos instantes, como regodeándose en la idea de que tal dicha pudiera llegar a concretarse, y al poco alzó el brazo señalando el grupo de estrellas que se encontraban justo sobre sus cabezas.

— Ésas de ahí son «Las Siete Viudas Locas» — dijo —. En esta época del año nacen en el punto en que se encuentra Fatu Hiva, en las Marquesas, y van a ocultarse sobre la gran isla sagrada de Rarotonga. — Hizo una nueva pausa para añadir en tono decidido —: Cuando sea «Navegante» te llevaré a la gran fiesta que se celebra allí cada ocho años. Hiro Tavaeárii estuvo una vez y asegura que acuden a ella gentes de todos los confines del universo.

— Sueñas demasiado — le hizo notar ella.

— Las estrellas me ayudan a soñar — fue la respuesta —. ¿Sabías que hay tantas islas en el mar como estrellas en el cielo? Y cada isla está reflejada en una de esas estrellas, que se detiene exactamente sobre ella en la media noche del primer día del año. Lo que hace falta, es saber cuál se detiene sobre cada cual. «Miti Matái» lo sabe.

— También el «Oripo» lo sabe — le hizo notar la muchacha.

— No — replicó Tapú Tetuanúi convencido —, el «Hombre-Memoria» lo recuerda, pero no lo sabe. Él conoce el nombre de las estrellas y el lugar por donde pasan, pero no es capaz de distinguirlas. Sólo «Miti Matái» conoce a todas las estrellas por su nombre y te puede señalar su recorrido.

— Admiras en exceso a «Miti Matái» y eso puede llegar a ser peligroso — le reconvino Maiana tomando asiento en la arena y mirándole a los ojos —. «Las palmeras más altas suelen dar cocos amargos.»

— «El agua del coco amargo es la que mejor quita la sed» — le recordó él —. Yo no aspiro a cocos dulces ni empresas fáciles; yo aspiro a ser «Gran Navegante» y a descubrir cuanto hay más allá del «Cuarto Círculo».

— Me casaré contigo — musitó con dulzura la muchacha al tiempo que se sentaba sobre sus muslos.

Lo dijo espontáneamente, pero aun así a la noche siguiente hizo el amor con Vetea Pitó, y Tapú Tetuanúi abrigó el convencimiento de que hasta el día en que el gran «Miti Matái» le aceptase como discípulo y su padre le entregase oficialmente a Maiana, no conseguiría evitar que la fogosa muchacha dejase de brindar sus caricias a un amante diferente cada vez que éste se lo pedía.

Por su parte, «Miti Matái» parecía confiar de tal forma en el «arte» de Tevé Salmón, que ni siquiera hizo acto de presencia por la bahía de Farepíti, como si con ello quisiera dejar constancia de que su verdadera labor tan sólo comenzaría el día que el «Gran Maestro Constructor» decidiera botar el barco y ponerlo en sus manos.

Al propio tiempo se encontraba demasiado concentrado en el estudio de los tatuajes que cubrían el cuerpo de «la bestia», y que constituían la única pista de que disponían para hacerse una idea del lugar de origen de aquella raza de salvajes.

Tanto «Miti Matái» como Roonuí-Roonuí, Hiro Tavaeárii y los más sabios ancianos de la isla pasaban la mayor parte del día analizando hasta en sus más mínimos detalles cada uno de aquellos horrendos dibujos, para lo cual habían colocado a su propietario en el centro del aún semiderruido «Marae» atándole los brazos a una viga y los pies a dos pesadas piedras, de tal forma que podían aproximársele cuanto quisieran y girar a su alrededor sin temor a que les saltara encima.

Escupía, eso sí, y no cesaba de gruñir con el muñón de lengua que le quedaba, y como se negaba a beber o a ingerir cualquier tipo de alimento, se veían obligados a cebarle con una especie de papilla que le embutían a la fuerza.

En sus escasos momentos de asueto, la mayoría de los muchachos de la isla acudían a verle, aunque guardando, eso sí, un respetuoso silencio para no distraer a cuantos se esforzaban por desentrañar el complicado jeroglífico que parecía constituir aquel inmenso cuerpo crucificado.

Pero pese a toda su prudencia, cada vez que el cautivo veía a Tapú Tetuanúi comenzaba a agitarse lanzándole furiosas miradas que parecían pretender asesinarle.

— Te odia a muerte — le hizo notar Vetea Pitó —. Y si por casualidad un día lograra soltarse, más vale que te escondas en los mismísimos infiernos.

— No me asusta — replicó el muchacho mintiendo con descaro —. No me asustó aquella noche, y no conseguirá asustarme ahora.

— Pues allá arriba, en el monte, a poco más nos cagamos — reconoció el otro con naturalidad —. A veces aún tengo pesadillas.

Tapú Tetuanúi hubiera querido reconocer que también él las tenía, pero estaba convencido que de hacerlo, Vetea Pitó hubiera acabado por contárselo a Maiana.

Se limitaba por tanto a contemplar a «la bestia» desde una respetuosa distancia, y de tanto en tanto, cuando nadie miraba, le sacaba la lengua para aumentar su ira.

— No es un marino, puesto que no luce ninguna estrella o constelación reconocible — había sentenciado al fin «Miti Matái» seguro de sí mismo —. Tampoco se trata de un «Hombre-Regreso» puesto que la mayoría de sus tatuajes son muy antiguos, y sospecho que hacen más referencia a hechos de guerra, que a viajes, ya que, por ejemplo, éste de aquí, habla sin duda de un victorioso asalto a una isla que también fue incendiada.

— Me pregunto si no se tratará de una isla que ya tenía fuego — señaló Hiro Tavaeárii —. Una isla con un volcán activo puesto que las llamas no parten de la orilla, donde lógicamente estarían las viviendas, sino de la montaña.

Todos los presentes se aproximaron a estudiar el dibujo que aparecía situado bajo la tetilla izquierda del cautivo, y tras señalar con el dedo otro confuso tatuaje que rodeaba el ombligo, «Miti Matái», aventuró:

— Si, tal como imaginamos, aquí, en el ombligo, se encuentra su isla, cabe suponer que en algún punto, al nordeste, existe esa otra isla con un volcán activo que alguna vez, hace por lo menos doce o quince años, estos hombres atacaron. — Agitó la cabeza con un leve gesto de asentimiento para añadir —: No es mucho, pero se trata al menos de una primera pista. Tendríamos que intentar localizar una isla con un volcán en erupción.

— Puede que en estos años ya se haya apagado — le hizo notar Roonuí-Roonuí.

— En efecto — admitió el «Gran Navegante» —. Pero aun así sus habitantes recordarán que mientras permaneció activo unos bárbaros lo asaltaron. Nos serviría de mucho.

Cabría asegurar, por la forma en que les miraba y se agitaba, que, pese a no conocer su idioma, «la bestia» parecía haber comprendido qué era lo que sus captores comentaban, hasta el punto de que Hiro Tavaeárii, cuyos cansados ojos no perdían detalle de cuanto ocurría a su alrededor, lo advirtió de inmediato.

— Se inquieta — dijo —. Creo que vamos por buen camino. ¿A qué distancia puede estar esa isla volcánica de su lugar de origen?

«Miti Matái» meditó unos instantes y por último extendió la mano sobre el pecho del bárbaro, colocándole el pulgar sobre el ombligo.

— Lejos — replicó al fin —. Probablemente en el «Segundo Círculo», si es que en realidad el dibujo del ombligo representa su isla.

— Lo representa — intervino el viejo tatuador que era otro de los que dedicaban largas horas a estudiar el cuerpo del prisionero —. Es una vieja costumbre muy extendida entre los pueblos del noroeste.

— ¿Noroeste? — se sorprendió Hiro Tavaeárii —. ¿Cómo se explica que hayan llegado del noroeste en una época en que sopla siempre el «Mara'amú» del sudeste?

— Porque deben ser muy astutos — replicó «Miti Matái» cuyo cerebro funcionaba con sorprendente rapidez en todo cuanto se refería a técnicas de navegación —. Probablemente se dejaron llevar por la gran corriente que va hacia el este, para continuar luego remando hacia el sur. Alcanzaron así la ruta del «Mara'amú» que ahora les conduce de vuelta a casa, y a su paso van saqueando cuantas islas encuentran en su camino. — Pareció irse convenciendo a sí mismo de su propia teoría —. No atacan cuando van — concluyó —. Atacan cuando regresan.

— ¡Pero un viaje así requeriría meses…! — le hizo notar Hiro Tavaeárii —. ¡Tal vez años!

— Sin duda se trata de un pueblo de piratas que nunca tiene prisa.

— Eso complicaría terriblemente las cosas — reconoció Roonuí-Roonuí con gesto preocupado —. Dicen que en el «Quinto Círculo», hacia el noroeste, existen miles de islas. ¿Qué posibilidades tenemos de encontrar una entre tantas?

— Si está en el «Quinto Círculo», ninguna — sentenció secamente «Miti Matái» —. Pero aun así, lo intentaremos.

Para los habitantes de Bora Bora, al igual que para la mayoría de los pueblos polinesios, todo aquello que se situase en ese imaginario «Quinto Círculo», era como si se encontrase en realidad más allá de los confines del universo, puesto que su concepción del mundo y las distancias era muy diferente de la que tenían, y aún siguen teniendo, el resto de los pueblos del planeta.

Desde que los asirios, los egipcios y los griegos comenzaron a trazar tímidos mapas de su entorno, el hombre de Europa, Asia y África, y más tarde el de América, se fue haciendo poco a poco una idea del mundo en que vivía, siempre en relación con el resto de ese mundo, que se convertía así en algo inmutable.

Cuando a un español, un francés o un chino se le pregunta por su lugar de origen, nombrará en primer lugar el pueblo en que nació, la provincia a que pertenece, en qué país está situada esa provincia, e incluso, en casos extremos, el continente en que se halla su país.

Si a esa misma persona se le pide que establezca gráficamente de dónde proviene, dibujará un tosco mapa en el que marcará con un punto su pueblo o su ciudad.

De igual modo, a la hora de viajar lo hará siempre en relación a ese mapa y ese mundo del que forma parte, pues sabe que para ir de España a Alemania tiene que pasar por Francia, y que si pretende viajar más tarde a Inglaterra y Estados Unidos tendrá que atravesar el Canal de la Mancha y el Atlántico.

Eso significa que tiene conciencia de que vive y se desplaza sobre tierras y mares de formas muy concretas, y que a la hora de regresar a su punto de partida no tiene más que seguir la misma ruta en sentido inverso.

En definitiva, su lugar de origen no es más que una marca dentro de un gran conjunto perfectamente delimitado.

Pero para los habitantes de los miles de islas del Pacífico Sur, el mundo no era así.

De hecho para muchos aún continúa sin serlo, y el resto cambió de idea hace poco más de doscientos años, cuando llegaron a sus costas los primeros navegantes europeos.

Para los polinesios, todo se iniciaba siempre en el «ombligo», su isla, que era el centro del universo, puesto que incluso tenían muy bien delimitado el «Camino de Estrellas» o «Avei'á» que cruzaba sobre ella en cada época del año.

De esa isla partía luego un «Primer Círculo» en el que se situaban las islas, islotes o accidentes de cualquier tipo que pudiesen encontrar las naves durante dos semanas de navegación. Del mismo modo, en ese círculo se establecían la forma en que se podía viajar a determinadas islas dependiendo de los vientos y las corrientes, así como el mejor modo de volver según la época del año.

El «Segundo Círculo» prolongaba los conocimientos a un mes, el «Tercero» a dos, y el «Cuarto» y último a cuatro meses de navegación, aunque ya los datos se hacían notoriamente imprecisos, y no solían contener información fiable sobre la forma de regresar a «casa» desde un lugar tan lejano.

Y es que cuando los navegantes polinesios se hacían a la mar, viajaban siempre, «no con relación a un mapa general», sino tan sólo en relación a su propia isla, a la que las estrellas, las corrientes y sobre todo los vientos debían permitirles retornar algún día.

En un océano como el Pacífico, en el que los alisios suelen soplar en la misma dirección durante la mayor parte del año, la navegación a vela resultaba por lógica terriblemente complicada, lo que obligaba a los antiguos polinesios a desarrollar unos conocimientos náuticos y astronómicos que escapan por completo a la capacidad de comprensión del resto de los humanos.

De hecho, durante casi dos siglos, los marinos y astrónomos occidentales se negaron a aceptar que unos «pobres salvajes» que desconocían la escritura, el metal, el sextante, el telescopio e incluso la brújula, pudieran saber mucho más de lo que ellos sabían sobre el mar y el cielo, pero en los últimos tiempos se ha demostrado que así era, puesto que de otro modo jamás hubieran conseguido reinar sobre una extensión de agua de veinte mil kilómetros de largo — de Singapur a Panamá — por casi otros tantos de ancho, de las Aleutianas a la Isla de Pascua.

No obstante, y pese a sus vastísimos conocimientos, para la mayoría de los navegantes polinesios todo cuanto se encontraba ya en el nebuloso «Quinto Círculo» quedaba fuera de su alcance, y venía a ser algo así como el «Mar Tenebroso» de nuestros antepasados, que situaban el confín de la Tierra conocida más allá de las Canarias.

Ellos «sabían» que el mundo no se acababa donde acababa el «Cuarto Círculo», pero tenían la absoluta convicción de que adentrarse en el «Quinto» era como adentrarse en un vacío del que resultaría imposible regresar.

De hecho, y en la memoria de los habitantes de Bora Bora, tan sólo existía un hombre: el mítico «Miti Matái» que hubiese sido capaz de encontrar el camino de regreso tras haberse internado en el «Quinto Círculo».

Pero había que tener en cuenta que él había vuelto del sur, aprovechando los fieles alisios, mientras que si ahora permitían que esos mismos alisios les empujaran hacia el noroeste más allá de los límites del «Cuarto Círculo», no existía viento alguno que fuera capaz de traerles de regreso a casa.

«Aun así lo intentaremos», había dicho «Miti Matái», y cuando esa frase llegó a los oídos de Tapú Tetuanúi acabó de reafirmarse en la idea de que lo único que deseaba en este mundo era estar cerca de aquel fabuloso dios viviente y aprender una mínima parte de cuanto sabía.

Por ello, cuando a la caída de la tarde del día siguiente, «Miti Matái» se encontraba sentado en el porche de su cabaña, que se adentraba sobre la laguna como una gran piragua cuya popa se encallase en la arena, el muchacho se presentó ante él, y tras pedirle disculpas por atreverse a molestarle durante su hora de meditación, le rogó, con toda la humildad que fue capaz de demostrar, que tuviese a bien hacerle el honor de aceptarle como discípulo.

— Quiero ser un «Gran Navegante» — dijo —. Alguien que, de muy lejos, sea capaz de seguir la estela que ha dejado tu barco.

Los profundos ojos de aquel cuyo nombre se pronunciaba con infinito respeto, se clavaron en el espigado muchacho de atractivo rostro y expresión ansiosa cuya vida parecía depender de su respuesta, y tras meditar unos instantes, indicó con un gesto una larga marca que aparecía dibujada en el suelo del porche para inquirir con intención:

— ¿Qué estrellas seguirán este mismo camino durante el mes de junio?

Tapú Tetuanúi se aproximó, colocándose casi exactamente sobre la raya, observó la posición del sol que estaba a punto ya de rozar la línea del horizonte, se concentró como nunca lo había hecho, pues tenía conciencia de que de su respuesta dependía en gran parte su futuro y su felicidad junto a Maiana, y por último replicó seguro de sí mismo:

— «La Gran Dama Solitaria» a la que más tarde seguirán «El Pequeño Enamorado», «El Tímido» y a tres puntos al norte, «El Mercader de Perlas».

— ¿Dónde se encontrará en ese momento la punta del «Anzuelo de Maui»? — quiso saber el «Navegante Mayor».

— A medianoche deberá estar haciendo su aparición sobre Rairatea.

Un levísimo gesto de asentimiento consiguió que el corazón del muchacho latiese con más fuerza que nunca, y tras una corta pausa, su interlocutor inquirió nuevamente:

— ¿Qué vientos te soplarán en julio si te encuentras al noroeste, más allá del «Primer Círculo»?

— Hasta el mediodía ninguno — fue la respuesta —. A partir de la caída de la tarde deberá levantarse un suave «Maoa'é» de levante, y con la puesta del sol rolará hacia el sur para fijarse en un «Maoa'é Tavara» ligeramente racheado que durará hasta que «La Lanza del Dios Oró» se acueste en el horizonte.

Una leve sonrisa apareció en los labios de «Miti Matái» y para el tembloroso Tapú Tetuanúi aquello significó tanto como atravesar el primer umbral del paraíso, pues el hecho de que aquel ser superior se dignase añadir una nueva pregunta quería decir que hasta aquel momento sus contestaciones habían sido correctas.

— Es mediodía — insistió «Miti Matái» — y sobre tu cabeza vuela una fragata rumbo al sur. ¿Qué conclusión sacas de ello?

— Ninguna. Está buscando un banco de peces, y a esa hora lo mismo da que vaya al sur que al norte. — Respiró muy hondo —. Pero si la veo tres horas más tarde me estará indicando que regresa a su nido, lo cual quiere decir que a menos de cincuenta millas, hacia el sur, se alza una isla.

— Conoces bien la teoría — admitió el «Navegante Mayor» haciendo un gesto para que tomara asiento frente a, él —. Pero debes tener en cuenta que la teoría es, quizá, lo que menos importa cuando te encuentras en mitad del océano. Lo que importa es la intuición, y sobre todo el valor para enfrentarte a los peligros. ¿Estás seguro de tener ese valor?

— Fui yo quien se enfrentó a «la bestia» y la capturó — le recordó —. Y soy el hijo primogénito de Amó Tetuanúi, que navegó a tu lado muchos años.

— El valor no es algo que se herede como una nariz o una piragua — le hizo notar el otro —. Pero el hecho de haber capturado a ese salvaje te concede un cierto margen de confianza. — Le sonrió de nuevo, con afecto —. Meditaré tu propuesta y si regreso del «gran viaje» volveremos a hablar del tema.

— ¿Si regresas del «gran viaje»? — se horrorizó el muchacho —. ¡Pueden pasar años y para entonces seré incapaz de aprender nuevas cosas! — Extendió las manos en gesto de súplica —. Yo lo que quiero es estar a tu lado durante esa travesía, y que me enseñes.

— ¿Venir en el «gran viaje»? — se asombró «Miti Matái» —. Eres apenas un crío.

— Soy un nombre — fue la agria respuesta —. Y te recuerdo que si ese viaje es posible, es tan sólo gracias a que capturé al salvaje. Sin él no tendríais ni la menor idea de hacia qué punto dirigiros.

— Eso es muy cierto — admitió su interlocutor con voz pausada —. Y no lo olvido. Pero no debo ser yo quien juzgue si estás en condiciones de formar parte de la expedición. Es el Consejo el que debe decidir quiénes la forman.

— Un capitán siempre puede elegir a los miembros de su tripulación — le hizo notar el muchacho —. Forma parte de sus atribuciones.

— No en este caso — fue la respuesta —. Es mucho lo que aquí nos jugamos, y mis responsabilidades tan sólo empezarán en el momento en que la nave atraviese el paso y salga a mar abierto. Hasta ese momento mi obligación es obedecer. — Hizo una nueva pausa y añadió remarcando mucho las palabras —: Como la tuya.

— Pero…

Le interrumpió con un gesto autoritario.

— Ahora vete — dijo secamente —. Tengo que meditar. Si el Consejo te acepta, yo te acepto. Aún no sé si tan sólo llegarás a ser, un «Hombre-Memoria» o tienes auténtica madera de navegante, pero para conseguirlo lo primero que debes aprender es a obedecer, porque quien no aprende a obedecer jamás aprenderá a dar órdenes.

Tapú Tetuanúi se alejó por la playa, y mientras lo hacía sus rodillas temblaban casi tanto como la noche que «se enfrentó» al salvaje, aunque su verdadero deseo hubiera sido comenzar a dar saltos de alegría y gritarle al mundo que el fabuloso «Miti Matái» había admitido que tal vez podría llegar a ser un auténtico navegante.

Él sabía muy bien que no era un «Hombre-Memoria» especializado en estrellas, puesto que éstos se limitaban a repetir una y otra vez cuanto otros «Hombres-Memoria» les habían contado sobre sus movimientos, incapaces de distinguir al «Cangrejo» de «Las Tres Palmeras», mientras que él, Tapú Tetuanúi conocía cada constelación casi tan bien como conocía los pezones de la hermosa Maiana.

¡Le hubiera gustado tanto correr hasta Punta Rofau y contarle, punto por punto, su entrevista con el «Navegante Mayor»…!

Por un instante estuvo tentado de tomar el camino de la playa, pero cayó en la cuenta de que habían estado haciendo el amor dos días antes, por lo que se arriesgaba a encontrarla una vez más en brazos de cualquiera de sus muchos amantes.

Esa sola idea aplacó su entusiasmo y a punto estuvo de amargarle el resto de la noche.

Su padre le devolvió sin embargo la alegría.

— Si «Miti Matái» ha dicho que puedes llegar a ser navegante es que lo serás — admitió tras escucharle —. Yo también lo creo, puesto que te he enseñado mucho de lo que sabes y te he visto empuñar el timón, aunque a veces te equivoques a la hora de calcular la deriva de tu nave. Eso es algo que tan sólo se aprende con los años. — Le acarició con afecto el antebrazo muy cerca del punto en que se distinguían las marcas de su primer tatuaje aún inconcluso —. El día que aquí vea una estrella de mar podré morir en paz.

— La verás si consigo que el Consejo me permita formar parte de ese viaje.

— Aún no estás iniciado y no tienes edad para solicitarlo.

— La habré superado para cuando la nave esté de regreso.

— Si es que vuelve… — Amó Tetuanúi negó con un gesto —. Será una travesía muy dura para la que el Consejo tendrá que elegir únicamente a los mejores. Treinta como máximo, y dudo que acepten entre ellos a un aprendiz de navegante. — Negó de nuevo —. No te hagas ilusiones, hijo. No creo que lo logres.

— ¿Podrás ayudarme?

— ¿Acaso pretendes que tu madre me amargue lo que me queda de vida? — se lamentó el anciano —. ¿Qué diría si te empujara a una aventura tan absurda? Más allá del «Quinto Círculo» tan sólo está la muerte o la condena a navegar eternamente sin esperanzas de retorno.

— No, si «Miti Matái» manda la nave.

— Nadie, en toda la historia de Bora Bora, volvió dos veces del «Quinto Círculo» — señaló convencido Amó Tetuanúi —. Y nadie volverá.

— ¿Quién lo ha dicho?

— Es la ley del dios Tané. Él es el dueño de las olas y los vientos. En determinadas circunstancias consiente que un héroe regrese del «Quinto Círculo», pero no puede permitir que lo haga por segunda vez, puesto que en ese caso se convertiría en un semidiós que ha conseguido derrotarle.

— ¿Lo sabe «Miti Matái»?

— Naturalmente.

— ¿Y aun así piensa intentarlo?

— Un navegante jamás le teme a la muerte en el mar, hijo — replicó calmosamente el anciano —. Para un navegante el único miedo estriba en quedarse varado para siempre, tal como me encuentro yo ahora.

— En ese caso… — argumentó Tapú Tetuanúi —, ¿qué importancia tiene que forme parte de ese viaje si no le tendré miedo a la muerte?

— Mucha, puesto que, en definitiva, tan muerto está el valiente como el cobarde. — Sonrió con dulzura —. Además, aún te falta mucho para llegar a ser tan siquiera un «pequeño navegante», hijo. ¡Mucho!



Una vez que Tapú Tetuanúi y sus amigos habían concluido los agujeros de un tablón, los mejores hombres de Tevé Salmón lo «cosían» al siguiente con los fuertes cabos que habían fabricado los ancianos, calafateando más tarde las junturas con una pasta hecha a base de fibra de corteza de coco mezclada con resina de «árbol del pan».

Cuando al cabo de una semana esa pasta solidificaba, la perfección de la unión incitaba a pensar que se trataba de una sola pieza de madera, y los pescadores de Bora Bora aseguraban que una piragua «cosida» en los «astilleros» de Farepíti podía soportar el embate de una gran ola en el momento de reventar contra el arrecife, sin tan siquiera estremecerse.

Pero lo que ahora se estaba construyendo no era una pequeña y compacta piragua de pesca, sino un inmenso catamarán, cada uno de cuyos cascos tenía poco menos de treinta metros de eslora por dos de manga y casi tres de puntal, lo cual, dado el tamaño de las tablas y cuadernas, exigía cientos de uniones y miles de «puntadas».

Todo ello se reforzaba interiormente con traviesas de durísima madera de «aito», que estaba considerado además un árbol sagrado que protegería a la embarcación, y por lo tanto, y pese a que hasta el último habitante de la isla se afanaba en la tarea, la construcción del Marara («Pez Volador»), que así había decidido el Consejo que se llamara el navío, avanzaba con notable lentitud.

Roonuí-Roonuí y sus guerreros se impacientaban calculando la casi irrecuperable ventaja que estarían consiguiendo sus enemigos, pero el impasible «Miti Matái» parecía tomárselo con calma, asegurando que tan sólo con un barco que se comportase como un auténtico «pez-volador» tendrían alguna remota posibilidad de salir con bien de tan arriesgada aventura.

— Puede que encontremos o no esa isla — decía —. Y puede que recuperemos o no lo que es nuestro, pero lo que sí es seguro es que el camino de regreso exigirá mucho esfuerzo, y tan sólo una nave versátil y maniobrable será capaz de traernos de vuelta a casa.

Tapú Tetuanúi, que no cejaba en su empeño de tomar parte en la expedición, acudió a casa de su antiguo maestro, el venerable Hiro Tavaeárii en busca de ayuda, pero el anciano le hizo notar que en las actuales circunstancias él era la persona menos indicada para interceder en su favor.

— Yo represento ahora a la ley — le dijo —. Y la ley especifica que quien no ha sido iniciado no puede participar en guerras. Yo te aprecio — añadió —. Me consta que eres valiente, fuerte y astuto, y estoy seguro de que serías de gran ayuda incluso como remero, pero no tengo intención de influir en las decisiones del Consejo.

— Enviarán a muchos que no quieren ir y tienen miedo — le hizo notar el muchacho.

— Todos son voluntarios.

— Sí. Todos son voluntarios — admitió —. Pero lo son porque de otro modo les despreciarían por cobardes y sabes bien que casi la mitad preferirían quedarse en casa.

— Nadie puede leer en el fondo del corazón de los hombres — musitó quedamente Hiro Tavaeárii —. Y quien lo haga se arriesga a equivocarse. La ley es la ley — concluyó.

— ¿Debe ser por tanto siempre la ley la que prevalezca? — inquirió con manifiesta intención el muchacho.

— Desde luego.

— ¿Aunque se trate de una ley injusta?

— Aunque lo sea.

— ¿Y ni siquiera el Consejo está autorizado a contravenirla?

— Él menos que nadie.

— ¡Bien! — admitió Tapú Tetuanúi en un tono que sorprendió a su maestro —. Bueno es saberlo.

Al día siguiente se reunió con Vetea Pitó y Chimé de Farepíti, y aunque en un principio ambos parecieron escandalizarse por lo absurdo de su propuesta, al fin consiguió convencerles, y fue así como tres días más tarde, y en el momento en que el Consejo se encontraba deliberando en las ruinas del «Marae», los tres muchachos se presentaron ante él y pidieron permiso para exponer una demanda.

— ¿Qué demonios ocurre ahora? — se molestó Roonuí-Roonuí —. ¿No veis que tenemos asuntos importantes que tratar?

Tapú Tetuanúi se limitó a indicar con un gesto de la cabeza a «la bestia».

— Rogamos respetuosamente al Consejo que nos devuelva a nuestro prisionero — replicó con fingida calma.

— ¿Al prisionero? — se asombró el «Jefe de los Guerreros» —. ¿Es que os habéis vuelto locos?

— ¡En absoluto! — fue la respuesta —. La ley establece que todo prisionero por el que sus familiares no hayan ofrecido un rescate al mes de ser capturado, pasa a ser propiedad de quien lo apresó. — Hizo una significativa pausa —. Y hoy se cumple ese mes.

Se hizo un profundo silencio, los miembros del Consejo se observaron con innegable desconcierto, y mientras en los ojos de algunos brillaba un relámpago de furia, a los labios de «Miti Matái» asomó una extraña sonrisa.

— ¡Ésa es una ley estúpida! — exclamó al fin Roonuí-Roonuí —. Y no estoy dispuesto a acatarla. Aún no hemos terminado de estudiar sus tatuajes.

— Ninguna ley es estúpida — le reprendió Hiro Tavaeárii tomando cartas en el asunto —. Y nadie puede desacatarla bajo ninguna circunstancia. — Se volvió luego a los tres muchachos —. ¿Qué pensáis hacer con vuestro prisionero?

— Venderlo — replicó con naturalidad Vetea Pitó.

— ¿Venderlo…? ¿A quién?

— A quien pague su precio.

— ¿Y cuál es su precio?

— Tres pasajes a bordo del Marara.

— Me lo temía — admitió el anciano al que en el fondo aquella historia parecía divertir —. Pero si aceptáramos ese trato estaríamos contraviniendo otra ley.

— ¿Qué ley? — quiso saber Tapú Tetuanúi.

— La que especifica que nadie que no haya sido iniciado puede ser enviado a la guerra — le recordó con marcada intención el «regente» —. Y es aún más antigua que la anterior.

— Pero en este caso no nos enviarían a ninguna guerra — puntualizó astutamente el muchacho —. Según el «Hombre-Memoria», la ley establece que una guerra entre islas tan sólo es válida cuando se han agotado más de tres meses de discusiones en procura de la paz. — Mostró los dientes en una leve sonrisa de conejo —. Que yo sepa, no ha existido discusión alguna con esos salvajes, y por lo tanto, «oficialmente», aún no se ha declarado ninguna guerra.

— ¡Hijo de perra!

Hiro Tavaeárii dirigió una reprobadora mirada a Roonuí-Roonuí, que era quien había lanzado semejante exclamación.

— Nunca se han admitido insultos en las reuniones del Consejo — señaló —. Y no es éste el momento de empezar a aceptarlos. Estos chicos se están limitando a hacer uso de los derechos que les confieren leyes dictadas por los más sabios de nuestros antepasados, y tenemos la obligación de respetar y analizar sus planteamientos, sobre todo teniendo en cuenta que su finalidad es ciertamente loable. — Volvió su atención al trío que aguardaba expectante y evidentemente nervioso —. ¿Quién os ha aconsejado que recurráis a semejantes triquiñuelas impropias de vuestra edad y condición? — quiso saber.

Tapú Tetuanúi se limitó a señalar al silencioso «Miti Matái», que se había mantenido discretamente al margen de la conversación.

— Él.

— ¿Yo…? — se asombró el aludido en el colmo de la incredulidad —. Jamás he tratado con nadie de este tema.

— Es cierto — admitió el otro con desparpajo —. Pero cuando te preguntan cómo navegar contra los alisios, tu respuesta es muy clara: «Se debe meter agua en el casco bajando la línea de flotación y ofreciendo así menos superficie al viento, para buscar luego las corrientes, porque los vientos amainan según las horas del día, pero las corrientes nunca cesan.» — Sonrió con picardía —. Es lo que hemos hecho — añadió —. Buscar alternativas.

«Miti Matái» meditó la respuesta, asintió con un discreto ademán de cabeza, y por último se volvió a Hiro Tavaeárii que permanecía, como el resto de los presentes, a la expectativa.

— ¿Ha sido tu alumno?

El anciano asintió evidentemente orgulloso.

— Y muy aventajado.

— Ahora lo es mío — se encaró a los miembros del Consejo —. Como capitán del Marara reclamo mi derecho a incluirle entre los miembros de mi tripulación — dijo —. Y confío en que su arte de navegar llegue a estar algún día a la altura de su retórica. No cabe duda de que es el rapaz más enredador…

Tapú Tetuanúi le interrumpió con un gesto de la mano, indicando a sus dos compañeros:

— ¿Y ellos?

«Miti Matái» les lanzó una escrutadora mirada en la que parecía calibrar sus fuerzas.

— Vendrán también.

Vetea Pitó y el gigantesco Chimé de Farepíti iniciaron el ademán de inclinarse a besarle los pies, pero les rechazó de plano.

— ¡No os pongáis tan contentos! — advirtió —. Llegará un momento en que soñaréis con regresar aunque sea a nado. — Observó a Chimé —. Tú remarás hasta que te sangren las manos… — Se volvió al otro —. Y tú, que aparentemente tienes muy buena piel, serás mi «Hombre-Regreso».

— ¿«Hombre-Regreso»? — se horrorizó el pobre Vetea Pitó —. ¡Tané me ampare!

— Estás a tiempo de renunciar.

El altivo buceador dudó unos instantes, se volvió a todos lados como buscando una ayuda que no podía encontrar en parte alguna, y al fin asintió como un reo que acepta una dura condena.

— ¡Eso nunca! — exclamó —. Seré tu «Hombre-Regreso».

— ¡Bien! — intervino el venerable Hiro Tavaeárii dando por concluido el tema aunque con evidente satisfacción por su parte —. Ahora marchaos porque tenemos mucho que discutir.

Los tres muchachos apuntaron una respetuosa inclinación acatando las decisiones del Consejo y se alejaron con toda la dignidad que debían mostrar tres miembros de la tripulación del Marara, aunque en cuanto doblaron el recodo de la playa y se supieron fuera de la vista de quienes continuaban en el «Marae», comenzaron a dar gritos de alegría, abrazándose, empujándose y revolcándose por la arena como chiquillos revoltosos.

— ¡Lo hemos conseguido! ¡Lo hemos conseguido! — aullaban una y otra vez —. ¡Ya somos hombres!

Cuando al fin acertaron a tranquilizarse tomaron asiento en círculo observándose con una mezcla de satisfacción e incredulidad puesto que se diría que aún les costaba trabajo aceptar la realidad.

— ¡Iremos…! — exclamó al fin Tapú Tetuanúi como si continuara en trance —. ¿Os imagináis? ¡La más fantástica expedición que se haya organizado jamás, y formaremos parte de ella! ¡Casi no puedo creérmelo!

— ¡Ni yo! — admitió Vetea Pitó —. Pero la verdad es que nos arriesgamos mucho. Si llega a salir mal hubiéramos estado tres meses con el culo morado a latigazos.

— Lo sé — admitió Tapú Tetuanúi —. ¿Pero te imaginas lo que hubiera significado quedarse a reconstruir el pueblo, fabricar anzuelos o pescar en la laguna sabiendo que «Miti Matái» se encontraba otra vez en el «Quinto Círculo»?

— ¡Como para volverse locos…! — admitió con su ronco vozarrón el rudo Chimé que aún parecía encontrarse en otro mundo —. Pero dime… — añadió —, ¿de verdad todas esas leyes son como dijiste?

Su amigo meditó unos instantes y agitó la cabeza con ademán no demasiado convencido.

— ¡Más o menos…! — replicó en tono burlón —. Las leyes, como la forma de las nubes, se prestan a muy distintas interpretaciones, pero si tú aseguras, convencido, que va a llover, la gente acepta que lloverá.

— ¿Y si no llueve?

— Para entonces ya estaremos mar adentro — le hizo notar Tapú Tetuanúi —. Con los problemas que tienen no creo que nadie del Consejo vaya a ver al «Hombre-Memoria» para preguntarle si la ley es exactamente tal como yo dije. — Sonrió con afecto —. El único que quizá lo sabe es Hiro Tavaeárii, pero estaba seguro de que no intervendría, ni a favor, ni en contra.

— ¿Y si llega a hacerlo? — quiso saber Vetea Pitó.

— Probablemente a estas horas estaríamos con el culo en remojo.

— ¡Valía la pena el riesgo! — masculló Chimé —. ¡Ya lo creo que lo valía…!

Fue a añadir algo, pero se interrumpió porque sus ojos habían quedado prendidos en la incomparable figura de la espectacular Maiana, que avanzaba hacia ellos con aquella forma de moverse que conseguía que tan sólo de verla los hombres experimentaran un insoportable calor en la entrepierna.

— ¡Mírala! — musitó con un hilo de voz —. ¡Está para comérsela y me encanta comérmela!

Tapú Tetuanúi hubiera deseado cortarle la lengua, o cualquier otra cosa, con su afilado cuchillo de dientes de tiburón, pero no fue capaz de hacer el más mínimo gesto hasta que la adorable criatura se dejó caer junto a ellos y les dirigió la más arrebatadora de sus sonrisas:

— Acabo de enterarme — dijo —. ¡Sois maravillosos! — Alzó la mano como impidiendo que ninguno de los tres le respondiese, y en un tono que pretendía ser intrascendente, pero que ocultaba una profunda preocupación, añadió —: Le prometí a Tapú que me casaría con él si conseguía que «Miti Matái» le aceptase como discípulo, pero también os prometí a vosotros que lo haría si conseguíais plaza en el Marara. — Lanzó un hondo suspiro —. Admito que fui imprudente, pero jamás se me pasó por la cabeza que esto pudiera ocurrir.

Se trataba a todas luces de un golpe demasiado fuerte, y demasiado bajo, y los tres muchachos se quedaron de piedra, como alelados, incapaces de admitir que su más escondido sueño, ahora hecho realidad, era en verdad un sueño y una realidad dolorosamente compartidos.

— ¡No hay derecho! — se lamentó Chimé.

— ¡Lo sé! — admitió la muchacha en un tono que evidenciaba absoluta sinceridad —. Me he comportado como una presuntuosa irresponsable, pero debéis aceptar que resultaba absurdo imaginar que los tres consiguierais lo que me habíais prometido. — Les dirigió una intensa mirada con aquellos inmensos ojos oscuros que les hacían temblar —. En compensación, y que conste que lo hago por mi propia voluntad y con auténtica alegría, estoy dispuesta a juraros fidelidad desde este mismo momento. — Sonrió con dulzura —. A los tres.

— ¿A los tres? — se asombró Vetea Pitó.

— A los tres — repitió Maiana con firmeza —. A partir de hoy nadie más que vosotros volverá a tocarme, y el día que regreséis me casaré con el que aún desee casarse conmigo.

— ¿Y si los tres lo deseamos?

— Lo dudo, puesto que con lo que durará ese viaje, seré ya una gorda horrenda cuando volváis, pero si así fuera buscaríamos la solución más apropiada. — Sonrió de nuevo —. Ahora resultaría estúpido tomarse semejante molestia.

— ¿Cuánto tiempo esperarás?

— Si digo que es para siempre, es para siempre — puntualizó ella —. Y aunque no volvierais nunca, nada cambiaría. Ya he conocido a todos los hombres que necesitaba conocer, y no seré la única mujer de la isla que tenga que acostumbrarse a dormir sola.

Los tres muchachos se observaron y aunque cada uno de ellos hubiera deseado emprender la arriesgada aventura habiendo recibido ya a Maiana de manos de su padre, la pintoresca solución que había propuesto era sin duda mil veces más apetecible que saberla cada noche en brazos de un amante diferente.

— ¡Lástima que no seas viuda! — musitó al fin Vetea Pitó —. Podrías venir con nosotros.

— No creo que te gustase — musitó ella quedamente —. ¡Ni a mí! — Les observó luego con aquella expresión suya que contenía la promesa de un paraíso de besos y caricias —. Venid a verme uno cada noche — añadió —. Necesito quedar satisfecha para mucho, mucho tiempo…

Se puso en pie alejándose por el borde del agua, y los tres amigos la observaron hasta que no era ya más que un punto en la distancia.

Luego se miraron y parecieron comprenderse sin necesidad de palabras.

— Primero tenemos que volver los tres con vida — señaló Tapú Tetuanúi expresando el sentir general —. Y si volvemos, tal vez alguno habrá cambiado de opinión, tal como ella ha dicho… — Se encogió de hombros —. Si no es así, dejaremos que sea ella quien decida libremente — concluyó.

— ¿Es eso también un juramento? — quiso saber Vetea Pitó.

— Por mí lo es.

— Por mí también.

Vetea Pitó colocó la palma de la mano derecha sobre la arena, Chimé puso la suya encima, y Tapú Tetuanúi hizo lo propio. Permanecieron así unos instantes, en silencio, conscientes de la trascendencia de lo que estaban haciendo, y al fin el último señaló:

— El primero que atrape un cangrejo pasará con ella esta noche, el segundo mañana, y el último pasado… ¿Vale?

— ¡Vale!

Se pusieron en pie de un salto y echaron a correr hacia las rocas.



Había llegado el momento de lanzar al agua el Marara.

La ceremonia de botar una gran embarcación, y aquélla era la mayor y más hermosa que se había construido jamás en Bora Bora, exigía un ritual muy preciso, pues lo primero que había que conseguir era que el dios del mar protegiese la nave de los mil peligros que sin duda habría de encontrar en su difícil singladura.

Las más antiguas tradiciones exigían que se le brindase a Tané un sacrificio humano que sirviese para recordarle que las vidas de cuantos iban a bordo estaban en sus manos, pero no había en aquellos momentos en la isla un prisionero de guerra, un adulto muy enfermo o un anciano moribundo del que se pudiese «prescindir» sin cargo de conciencia, y aunque los ojos de todos se clavaron de inmediato en la odiada figura de «la bestia», «Miti Matái» se opuso a su muerte argumentando que los tatuajes de su cuerpo eran demasiado valiosos como para permitir que se perdieran de forma tan estúpida.

— Aún no hemos desentrañado la mayor parte de los misterios que ocultan — dijo —. Y quiero llevarle con nosotros porque tal vez gentes de islas muy lejanas nos puedan aclarar su procedencia al ver esos dibujos. Sé que merece la muerte más que nadie — añadió —. Pero es una muerte que no podemos permitirnos.

— Me niego a poner el barco en el agua si no se efectúa un sacrificio — puntualizó testarudo Tevé Salmón —. Si lo hiciera estoy seguro de que ni siquiera alcanzaría las costas de Rairatea.

— Pues habrá que buscar a otro — insistió el «Navegante Mayor» —. Necesito a ese salvaje.

Roonuí-Roonuí propuso organizar una rápida expedición a cualquier isla próxima con el fin de capturar un prisionero pero Hiro Tavaeárii se negó en redondo.

— Por primera vez en muchos años estamos en paz con nuestros vecinos — dijo —. Y no me parece oportuno arriesgarse a romper esa paz en el momento en que nuestros mejores guerreros emprenden una larga travesía. — Hizo una corta pausa —. Debemos comportarnos como si nada hubiese ocurrido, porque nadie debe saber que vamos a quedar desguarnecidos.

— Dicen que el viejo Tracqui anda ya chocheando — aventuró el tatuador sin demasiado convencimiento.

— Dos de sus hijos irán a bordo — replicó con su acritud de siempre Roonuí-Roonuí — ¿Con qué ánimo embarcarán sabiendo que la quilla pasó sobre su padre?

Todos los presentes se volvieron por último hacia Hiro Tavaeárii, pues al fin y al cabo era él quien regía los destinos de la isla, y quien debía pronunciar la última palabra.

Resultó evidente que aquélla era la decisión más difícil a que se había enfrentado nunca el venerable maestro de Tapú Tetuanúi, puesto que no tenía el menor deseo de condenar a muerte a un inocente, y tampoco deseaba poner en peligro treinta vidas humanas lanzando la nave al agua sin contar con la protección del todopoderoso y vengativo dios Tané.

— Lo pensaré — dijo al fin —. Mañana daré mi decisión.

Pasó la noche en vela, sentado en el porche de su cabaña, con la vista clavada en la laguna sobre la que rielaba una inmensa luna que confería al paisaje una dimensión casi mágica, y cuando a la tarde siguiente el Consejo tomó asiento en torno suyo, clavó los ojos en «Miti Matái» e inquirió con fingida calma:

— ¿Necesitas realmente a ese salvaje?

El otro asintió con firmeza:

— Si pretendemos que esta expedición tenga algún sentido, lo necesito.

— ¿Pero lo necesitas a él, o únicamente a sus tatuajes?

— Él no me sirve de nada — admitió el «Navegante Mayor» —. No hace más que gruñir y amenazar. Pero esos tatuajes resultan de un valor incalculable.

— ¡De acuerdo! — admitió el anciano —. No me agrada en absoluto tomarla, pero ésta es mi decisión: el prisionero será sacrificado al dios Tané, pero su piel será curtida y preservada, de tal forma que sirva a los intereses de la expedición.

— De poca utilidad resultará esa piel si el Marara ha de pasarle por encima.

La respuesta fue seca y brutal, aunque pronunciada casi con asco.

— Cuando le pase por encima, ya la piel estará a salvo. Hinói Tefaatáu se encargará de que así sea.

Se hizo un pesado silencio en el que todos los presentes se observaron creyendo haber entendido mal, u horrorizados por lo que en verdad habían entendido.

Al fin, casi con un hilo de voz, el padre de Tapú Tetuanúi, Amó, inquirió tartamudeando:

— ¿Pretendes insinuar que Hinói Tefaatáu tendrá que despellejarle en vida?

El venerable anciano le dirigió una triste mirada de resignación:

— ¿Qué otra opción me habéis dejado? — quiso saber —. Unos me piden su piel, y otros me piden su vida… Lo único que puedo hacer es separar esa piel de esa vida.

— Será lo más monstruoso que se haya hecho jamás en Bora Bora — se lamentó Amó Tetuanúi —. Algo que quedará en la memoria de los hombres hasta el fin de los siglos.

— No quedará en la memoria de nadie si el «Hombre-Memoria» jamás lo repite — puntualizó el otro —. Y al fin y al cabo, han sido esos bárbaros quienes nos han obligado a hacerlo. Nadie les mandó matar a nuestro rey y raptar a nuestras mujeres. — Hizo una amarga pausa —. Ignoro lo que les habrán hecho, pero imagino que algunas preferirían que las despellejaran vivas a sufrir los tormentos que les deben estar infligiendo. — Se puso en pie como dando por concluida la reunión del Consejo —. Ésa es mi decisión, acepto toda la responsabilidad y ordeno que se acate.

Se alejó en dirección a su casa tan cabizbajo y con tan cansino paso que se diría que había envejecido veinte años en tan sólo una noche, y ahora la atención de todos se volvió a Hinói Tefaatáu, que se sentaba, tembloroso, desencajado y pálido en la última fila de los presentes.

— ¡Que Taaroa me ampare! — sollozó con lágrimas en los ojos —. Jamás imaginé que tuviera que despellejar a un hombre, aunque sea esa mala bestia.

Cabría imaginar que incluso el malhumorado Tevé Salmón se arrepentía por su insistencia a la hora de exigir un sacrificio humano, pero la decisión estaba tomada, y ya no quedaba más que obedecer una orden que a todos repugnaba.

Esa noche, tumbado en la playa, junto a Maiana, a la que se sentía incapaz de hacer el amor, puesto que tampoco la muchacha se encontraba con ánimos para ello, Tapú Tetuanúi no pudo por menos que repetir en voz alta la pregunta que afloraba a todos los labios:

— ¿Cuánto tiempo podrá vivir un hombre despellejado?

— Lo ignoro — admitió ella en un tono que demostraba su visceral rechazo —. Pero sea el tiempo que sea, sufrirá lo que no creo que haya sufrido nadie anteriormente. — Lanzó un hondo suspiro —. Dudo que una nave que nace bajo el signo del horror, pueda tener un destino feliz. — Le acarició suavemente —. Temo por ti — concluyó.

— ¿Sólo por mí?

— Temo por todos — fue la sincera respuesta —. En esa nave viajarán tres hombres a los que amo, y mi tío, dos de mis primos y la mayoría de mis mejores amigos… — Tomó asiento en la arena y observó la luna que comenzaba a hacer su aparición en el horizonte —. Tendremos que rezar mucho cuando estéis en el mar — añadió —. Mucho.

— Es hermosa la luna — musitó Tapú Tetuanúi tras un largo silencio —. Muy hermosa. Pensaré en ti cada vez que la vea asomar en el horizonte, y seguiré pensando en ti hasta que desaparezca por poniente. — Le introdujo los dedos en el sedoso y negro cabello que le caía hasta la cintura —. Daría años de vida porque me amaras la mitad de lo que yo te amo.

— Al menos te amo ya la tercera parte — fue la humorística respuesta —. O quizá más, pues dicen que el amor de las mujeres es muchísimo más intenso que el de los hombres. — Le miró con fijeza a los ojos —. ¿Serías capaz de compartirme con Chimé y Vetea Pitó el resto de tu vida?

Tapú Tetuanúi meditó largamente la respuesta, y al fin asintió con desgana.

— No creo que me hiciera feliz — replicó —. Pero si he de serte sincero, he de admitir que la tercera parte de ti siempre me parece mejor que la totalidad de cualquier otra mujer.

— ¡Lástima que la ley no lo consienta! — señaló —. Sería una solución perfecta.

— ¿Qué posibilidades tengo de que me elijas a mí? — inquirió el muchacho con una innegable ansiedad en la voz.

— Una entre tres — fue la sincera respuesta —. Exactamente, una entre tres.

Dos días más tarde la isla entera se despertó dispuesta a celebrar la gran fiesta de botar el Marara, pero al contrario de lo que había ocurrido en anteriores ocasiones, ahora el ambiente era de angustia y casi de tristeza, pues a ello contribuía un cielo que dejó caer desde primeras horas de la mañana una sucia lluvia monótona y persistente, como si también estuviese lamentándose por los padecimientos del hombre condenado a morir despellejado.

«La bestia», por su parte, parecía haberse dado cuenta de que algo terrible estaba a punto de ocurrirle, puesto que en las miradas de cuantos a diario acudían a verle no advertía ya el odio feroz de los primeros días, sino tan sólo una mal disimulada compasión que le obligaba a estremecerse imaginando lo peor.

Y lo peor era peor de cuanto pudiera imaginar.

Le trasladaron, fuertemente maniatado, hasta la bahía de Farepíti, y cuando se enfrentó a la inmensa nave ya concluida, distinguió la ancha fila de traviesas que descendían suavemente hasta el mar, y advirtió que a mitad de esas traviesas se había instalado una gran plancha de madera con agujeros a los que sujetar sus ligaduras, abrigó la certidumbre de que su destino era morir aplastado por el patín izquierdo del gigantesco catamarán cuyas cuatro toneladas de peso le pasarían por encima hasta dejarlo convertido en una pulpa sanguinolenta.

Pareció lanzar un suspiro de alivio, y en cierto modo debía sentirse aliviado, puesto que sabiendo, como debía saber desde el momento en que le apresaron, que estaba condenado a morir a manos de sus captores, la ceremonia que parecía a punto de celebrarse pondría fin de una vez por todas a sus infinitos padecimientos.

La totalidad de los habitantes de la isla comenzaron a agruparse en la playa desde casi el amanecer, y pese a que lucían sus mejores galas adornándose con guirnaldas de flores y cubriéndose con preciosos tocados de plumas de colores, el sordo retumbar de los tambores o el agudo sonido del «vivó» — la delgada flauta nasal que a Tapú Tetuanúi le encantaba tocar — no alegraban el ambiente, sino que, por el contrario, contribuía a deprimir aún más a los presentes.

Un sangriento sacrificio que a todos repugnaba estaba a punto de llevarse a cabo, y además en el ánimo de la mayoría de los presentes anidaba el convencimiento de que desde el momento en que el altivo Marara penetrase en el mar, comenzaría una imparable cuenta atrás que no podía conducir más que a una dolorosa y tal vez definitiva separación de los seres queridos.

No quedaría prácticamente ninguna familia de Bora Bora que no tuviese que ver cómo uno de sus miembros embarcada con destino al tenebroso «Quinto Círculo» del que tan sólo «Miti Matái» había conseguido regresar, y era por ello por lo que los tambores y las flautas parecían tocar a muerto uniendo su llanto al llanto de las nubes.

Tumbaron a «la bestia» sobre la tabla sin que ofreciera resistencia alguna, pero cuando advirtió que el demacrado Hinói Tefaatáu, que no había pegado ojo en toda la noche, se aproximaba acompañado de dos hombres, y que los tres empuñaban delgados cuchillos fabricados a base de afiladísimas conchas de ostra perlífera, pareció comprender de improviso cuáles eran sus auténticas intenciones, por lo que comenzó a aullar con gritos guturales puesto que apenas le quedaba un muñón de lengua.

Fue, en verdad, un espectáculo espantoso, que quedaría grabado para siempre en la memoria de quienes no tuvieron la precaución de apartar la mirada, y cuando a los pocos minutos, el tembloroso Hinói Tefaatáu se apartó llevando en las manos la sangrante piel de aquel desgraciado, cuanto quedaba entre las traviesas no era más que un montón de carne ensangrentada que se debatía en los estertores de una indescriptible agonía, por lo que Hiro Tavaeárii se apresuró a hacer un gesto para que se soltaran las amarras del Marara y éste se deslizó velozmente pasando sobre el cuerpo del salvaje y poniendo de ese modo rápido fin a sus padecimientos.

Las proas gemelas del catamarán hendieron al fin el agua para quedar flotando plácidamente en la tranquila bahía de Farepíti, y por primera vez en su vida los diminutos ojos de Tevé Salmón no permanecieron clavados en «su» barco.

Seguían pendientes, como los de la mayoría de los presentes, de los tristes despojos del que había sido su más cruel enemigo.

Luego, de improviso, la ronca voz de «Miti Matái» se elevó en el angustioso silencio que se había adueñado de la playa, y poco a poco todos los hombres, mujeres y niños de Bora Bora se unieron a su plegaria:


Si yo hago navegar mi piragua

a través de aguas traidoras…

que ellas pasen por debajo,

¡oh, Dios Tané!

que mi piragua pase por encima.

Si yo hago navegar mi piragua

a través de vientos huracanados,

que ellos pasen por encima,

¡oh, Dios Tané!

que mi piragua pase por debajo.

Si yo hago navegar mi piragua

a través de gigantescas olas,

que ellas pasen por debajo,

¡oh, dios Tané!

que mi piragua pase por encima.

¡Oh, dios Tané! ¡Oh, dios Tané!»


Unas compasivas muchachas cubrieron con hojas de palma el cadáver de «la bestia», y la paz de espíritu pareció irse adueñando poco a poco de los habitantes de la isla, que pudieron dedicar toda su atención a la espléndida silueta del grandioso navío que se mecía dulcemente en la laguna.

Era en verdad una auténtica obra de arte de la que Tevé Salmón podía sentirse sinceramente orgulloso.

Poco más tarde, el «Gran Constructor» subió a la nave y colocó en su centro un coco, que no rodó ni a babor ni a estribor, ni a proa ni a popa, señal inequívoca de que el Marara se encontraba perfectamente equilibrado.

Cómo era posible que alguien consiguiera semejante milagro sin ayuda de planos, calibres, ni reglas de cálculo, es algo que asombraría al más habilidoso ingeniero naval de nuestro tiempo, pero así era, y cuando el malhumorado hombrecillo pareció sentirse satisfecho de su primera inspección, tomó el gran remo que habría de hacer las veces de timón, y se lo ofreció a «Miti Matái».

Con aquel sencillo gesto daba a entender que a partir de aquel momento le traspasaba toda su responsabilidad sobre la nave.

El «Navegante Mayor» de Bora Bora depositó el remo sobre cubierta, se arrodilló ante él inclinándose hasta rozarlo con la frente, y luego lo encajó en el lugar que le correspondía, empuñándolo con firmeza.

Hizo un leve gesto, sus diez mejores hombres subieron a bordo portando sendos canaletes y comenzaron a bogar rítmicamente rumbo a la bocana de la bahía, donde un primer soplo de viento le permitió izar las velas.

La mayor parte de los habitantes del pueblo ascendieron a la pequeña colina desde la que se dominaba la mayor parte de la laguna y el paso a mar abierto, y durante el resto del día no hicieron otra cosa que cantar, bailar, comer y observar las evoluciones del Marara, al que su capitán, el heroico «Miti Matái» estaba sometiendo a toda clase de pruebas.

Por su parte, Tapú Tetuanúi, Chimé y Vetea Pitó habían corrido hasta Punta Tercia para lanzarse al agua y atravesar a nado los quinientos metros escasos que les separaban del islote de Tevairoa, desde el que alcanzaron la gran barrera de arrecifes coralinos, con lo que podían seguir, muy de cerca, las evoluciones de «su» barco.

— ¡Es increíble! — repetía una y otra vez el «Gigante de Farepíti» —. ¡Increíble! Con semejante nave podríamos ir incluso al «Séptimo Círculo» si lo hubiera.

— El problema no es ir — le hizo notar Vetea Pitó —. El problema es volver.

— ¡Para eso te tenemos a ti, «Hombre-Regreso»! — Rió su amigo palmeándole con fuerza la espalda —. ¡Habrá que ver cómo te dejan…!

— ¡No me lo recuerdes! — suplicó el otro —. ¡Por favor, no me lo recuerdes que se me arruga el ombligo!

— ¡Otra cosa se te arruga y no el ombligo!

— ¿A mí…? — inquirió el buceador desafiante —, ¡Pregúntale a Maiana…!

Se hizo un silencio, tanto Chimé como Tapú Tetuanúi le dedicaron una severa mirada de reconvención, y Vetea Pitó pareció comprender la magnitud de su error, porque musitó roncamente agachando la cabeza:

— ¡Lo siento! — dijo —. He sido un estúpido.

— En efecto — admitió Tapú Tetuanúi —. Un hombre jamás debe mencionar sus relaciones con una mujer, y menos aún en nuestro caso. — Observó con atención a sus dos amigos —. Vamos a convivir en un lugar minúsculo durante mucho tiempo, y por lo tanto debemos ser muy cuidadosos con nuestras referencias a Maiana o nos arriesgamos a acabar a golpes. — Sonrió levemente —. Y en ese caso Chimé lleva todas las de ganar.

— No volverá a repetirse — aseguró Vetea Pitó —. ¡Nunca!



Se necesitaron casi dos semanas para corregir pequeños detalles de la nave, montar la «obra muerta», que no era mucha en realidad, y cargar agua, víveres, armas y cuanto pudiera necesitar la nutrida tripulación durante tan larga singladura.

Luego, se procedió a la elección de las «Pahí-Vahínes»,[3] pues «Miti Matái» las había reducido a tres, pese a que casi una docena aspirasen al puesto.

Las «Pahí-Vahínes», a las que se seleccionaba entre las viudas sin hijos pequeños, tenían por misión atender a los tripulantes en todas sus necesidades, ya fuesen éstas preparar la comida, mantener limpia la nave, hacer las veces de enfermeras, darles conversación cuando los vieran deprimidos, e incluso satisfacer sus ansias sexuales durante los calurosos días y las frías noches de navegación.

La selección resultaba a causa de esta última razón muy delicada, puesto que había que tener en cuenta infinidad de factores.

En primer lugar se les exigía que fueran agradables y físicamente apetecibles, pero no excepcionalmente bellas con el fin de evitar dentro de lo posible las suspicacias de las novias y esposas que se veían obligadas a quedarse en tierra, y en segundo lugar, ninguna de ellas debía destacar sobre las otras dos por su belleza o sexualidad, pues de lo contrario se corría el riesgo de que los treinta hombres le demostrasen de continuo sus preferencias, agobiándola de «trabajo» y provocando roces y enfrentamientos con sus compañeras.

Era condición indispensable, además, que fueran limpias, simpáticas, buenas cocineras y liberadas hasta el extremo de que estuviesen dispuestas a hacer el amor con cualquier hombre que se lo pidiese sin demostrar nunca rechazo ni permitir que se adivinaran sus preferencias por ningún otro. Por último, sumaba puntos a su favor el hecho de que supieran cantar, bailar, tocar algún instrumento o contar hermosas historias que ayudaran a hacer más ameno el largo viaje.

Llegado el momento, la ceremonia de selección tuvo lugar en el «Marae», comenzando a la puesta de sol para prolongarse casi hasta el amanecer, y el jurado se encontraba formado lógicamente por la totalidad de los componentes de la tripulación, exceptuando su capitán, así como por los más destacados miembros del Consejo y dos matronas.

Como introducción, a cada una de las candidatas se les habían proporcionado idénticos ingredientes para que demostrasen sus aptitudes culinarias, y una vez que todos los presentes hubieron probado sus guisos, se les permitió realizar una amplia exhibición de sus dotes como cantante o bailarina, y su capacidad de hacer más agradable la vida de unos hombres que tenían ante sí una dura y difícil tarea.

Al concluir la peculiar ceremonia, a la que no se permitía el acceso a las novias y esposas de los marinos, cada aspirante a «Pahí-Vahíne» entregó a los miembros del jurado la flor que había elegido como emblema, para retirarse a aguardar el resultado de la votación.

Los hombres tuvieron casi una hora para meditar sobre cuanto habían visto y oído, y al término de ese tiempo depositaron en una hermosa cesta de hojas de «pandanús», tres de esas flores.

Cuando Hiro Tavaeárii hizo el recuento, mandó llamar a las que habían sido elegidas y que a duras penas podían disimular su alegría, para espetarles con voz grave y pausada:

— Bora Bora os confía el bienestar de sus más valientes hijos, que van a enfrentarse a insospechados peligros más allá del «Quinto Círculo»… — Hizo un leve gesto para que se arrodillaran ante él, y fue colocando sucesivamente las manos sobre sus cabezas —. También vosotras correréis los mismos riesgos, y tendréis, además, una difícil misión que cumplir: ahuyentar la nostalgia y mitigar la amargura de la separación de los seres queridos. Debéis olvidar por tanto cuanto ha sido vuestra vida anterior, para dedicaros en cuerpo y alma a la tarea que habéis elegido. — Fue tomando una por una las flores que las representaban, y añadió —: A partir de este instante tú serás para siempre «Vahíne Tiaré», tú «Vahíne Áute» y tú «Vahíne Tipanié». Yo bendigo vuestros nuevos nombres, hijas mías, y que el gran dios Taaroa, el Creador de todas las cosas hermosas, os bendiga también.

El día siguiente era día de descanso, despedidas y reflexión, por lo que esa noche la hermosa Maiana preparó una gran cena en la playa, justo en el punto al que solía llevar a sus incontables amantes, aunque en esta ocasión sus únicos invitados eran los tres muchachos a los que se había prometido en matrimonio.

Concluido el suculento banquete, en el que se había esmerado con la ayuda de su madre y sus mejores amigas, la muchacha se puso en pie, dejó que su preciosa falda de hojas y flores se deslizase hasta el suelo quedando totalmente desnuda a la luz de la hoguera, y tomando una ancha cinta que ella misma había tejido con plumas de colores, se la enrolló a la cintura, para entregar luego los extremos a Tapú Tetuanúi que era quien se encontraba a su derecha.

— ¡Haz un nudo! — pidió.

El aludido obedeció.

Maiana se volvió ahora a Vetea Pitó y al fascinado Chimé.

— Tú el segundo — musitó quedamente —. Y tú el tercero. — Aguardó a que hubiesen cumplido su deseo, y tras dirigirles la más arrebatadora e inolvidable de las sonrisas, añadió —: Yo, Maiana Hokulea, juro ante el gran dios Oró que nadie desatará estos nudos hasta que sean vuestras manos las que lo hagan. Que él me fulmine si permito que un hombre me toque.

Quedó de ese modo rubricado el compromiso entre la más bella criatura de Bora Bora y los más jóvenes componentes de la tripulación del Marara, y ninguno de ellos abrigó a partir de esa noche la más mínima duda sobre la fidelidad de la apasionada Maiana.

Pasaron el resto de la noche hablando, cantando y riendo como si en lugar de tres enamorados y una exuberante mujer se tratase de cuatro buenos camaradas, y con la primera claridad del día se introdujeron en el agua para nadar sin prisas hasta el arrecife de coral desde el que contemplar un último amanecer sobre la isla en la que habían nacido, en la que siempre habían vivido, y a la que, tal vez, jamás regresarían.

A media mañana Tapú Tetuanúi acudió a despedirse del venerable Hiro Tavaeárii, que aparecía envejecido, triste y sin duda profundamente preocupado por la marcha de los acontecimientos, pero que aun así sonrió levemente al observar la expresión de orgullo y satisfacción del espigado muchacho.

— Vengo a que me otorgues tu bendición, maestro — fue lo primero que dijo Tapú al arrodillarse ante él —. Sé que sin ti jamás hubiera conseguido embarcar.

— ¿Conque lo sabes…? — fue la respuesta que pretendía ser severa pero no alcanzaba en absoluto su objetivo —. Abusaste de mi confianza seguro de que muertos el Rey y el Sumo Sacerdote, yo era el único que estaba en condiciones de rebatir tus teorías, puesto que el «Hombre-Memoria» no está muy ducho en materia de leyes.

— Con ello contaba, maestro — musitó Tapú Tetuanúi con humildad —. Con tu benevolencia, y con tu convencimiento de que puedo ser de utilidad en este difícil trance.

— Sí — admitió el anciano —. Lo sé. Te conozco y me consta que tu astucia puede servir de mucho, pero hay algo que debe quedar claro: emplea esa astucia en luchar contra los enemigos de tu pueblo, no para medrar entre los tuyos. — Le amenazó con el dedo —. Si me entero de que vuelves a pasarte de listo, yo mismo me encargaré de castigarte.

— Jamás lo haré, señor. Te lo prometo.

— ¡Bien…! — admitió Hiro Tavaeárii sabedor de que no mentía —. Hay otra cosa que quiero advertirte: Me consta que en el Marara viajan varios miembros destacados de los «Arioi». — Bajó la voz como si temiera que alguien pudiera escucharle —. ¡No te dejes convencer por sus promesas! — suplicó —. ¡No aceptes nunca unirte a ellos!

Tapú Tetuanúi permaneció unos instantes desconcertado, como temiendo haber entendido mal, y al fin, casi con miedo, señaló:

— Mi padre asegura que eres «Arioi». Y muy importante.

— Lo soy — admitió el anciano con disgusto —. Me afilié siendo muy joven, y cuando en verdad comprendí lo que significaba, ya no era posible echarse atrás. Me hubiera costado la vida.

— ¿Es por eso por lo que no tienes hijos varones? — quiso saber Tapú Tetuanúi.

El otro lanzó un hondo suspiro de tristeza y resignación:

— Me obligaron a matarlos a medida que iban naciendo con la excusa de que un auténtico «Arioi» no debe tener hijos varones porque corre el riesgo de dedicarles más amor que a la secta. — Sus ojos se cubrieron de lágrimas —. ¡Pero yo tenía tanto amor que dar, y la secta tan poco que recibir…! — Le acarició el cabello con infinita ternura —. Por eso te dediqué tanta atención y tanto cariño. Has sido para mí como esos hijos que vi morir. ¡No me traiciones! — suplicó —. No pretendas ser poderoso a base de engaños, porque eso es lo único que pretenden quienes se afilian a una sociedad secreta. La verdad tan sólo vive y crece a la luz y al descubierto.

Tapú Tetuanúi recordaría siempre las horas que pasó sentado a los pies de su maestro como las más importantes de su vida, y aquella última entrevista quedó de igual modo marcada para siempre en su memoria, puesto que aunque en su ánimo jamás había anidado la idea de entrar en la todopoderosa secta de los «Arioi», si alguna duda abrigaba quedó definitivamente desechada al advertir la amargura que destilaba el corazón de una de las personas más buenas, dulces e inteligentes que había conocido.

Tenía conciencia de que de ese modo le resultaría mucho más difícil conseguir el ansiado título de «Gran Navegante», pero resultaba evidente que «Miti Matái» lo había obtenido, y allí estaban sus cuatro hijos varones para demostrar que jamás aceptó formar parte de los temibles «Arioi».

Una hora más tarde tuvo que asistir pacientemente a la larga y complicada ceremonia de trasladar a bordo del «Pez Volador» una de las piedras sagradas del gran «Marae», puesto que podía darse el caso de que la nave no consiguiese regresar a Bora Bora y su tripulación se viese en la necesidad de establecer una colonia en cualquier remota isla perdida. En ese caso, aquella piedra se convertiría en el altar del nuevo «Marae», lo que vendría a significar que aun estando más allá del «Quinto Círculo», los descendientes de aquellos arriesgados navegantes seguirían siendo por los siglos de los siglos súbditos de Bora Bora y su corazón continuaría perteneciendo a «La Primera Isla Nacida».

Ya las mujeres habían desparasitado concienzudamente a todos los animales que irían a bordo, empleando para ello la savia de un arbusto que crecía en las más altas cumbres, y de igual modo todos los tripulantes del Marara se habían sometido a tan imprescindible ritual, pues sabían por experiencia que nada existía más terrible durante una agotadora travesía, que una plaga de chinches, pulgas o piojos.

A las moscas y mosquitos los arrastrarían muy lejos los primeros vientos de alta mar, y un viaje sin insectos resultaba sin duda muchísimo más confortable que con ellos a bordo.

Una treintena de personas y dos docenas de animales conviviendo en menos de trescientos metros cuadrados durante meses presentaba de por sí los suficientes problemas como para aumentarlos estúpidamente.

Nadie dudaba de que «Miti Matái» sabría imponer su autoridad sobre cuantos se encontraban bajo su mando, pero el propio «Navegante Mayor» era el primero en reconocer que una tripulación comida por los piojos acaba por volverse inquieta, rebelde e ingobernable.

Al atardecer llegó el momento de embarcar, no sólo por el hecho de que la puesta de sol era un momento mágico y por tradición las grandes naves partían siempre a esa hora para sus largas travesías, sino que en esta ocasión se debía, además, a la necesidad de que ningún pescador de la vecina, y casi siempre hostil, Rairatea, pudiese descubrir que una gran nave, con los mejores guerreros a bordo, abandonaba Bora Bora con rumbo desconocido.

Todo el pueblo aguardaba en la playa adornado con sus mejores galas, y eran varias las muchachas que lucían sobre la corta falda un cinturón fuertemente anudado, lo que venía a indicar a los hombres que quedaban en tierra que estaban prometidas con quienes iban a jugarse la vida por el honor de todos los presentes.

Aquel que osase insinuarse a una de ellas sería desterrado, pues era obligación de cuantos no se embarcaban proteger a su vez el honor de quienes se lanzaban a tan incierta aventura.

Tapú Tetuanúi se arrodilló para recibir con humildad la bendición de su orgulloso aunque entristecido padre, mientras su madre lloraba a moco tendido, y tras abrazarla fue a decirle adiós a la hermosa Maiana, que parecía una diosa con su ancho cinturón de tres nudos y su corona de flores.

Se miraron sin necesidad de decirse nada, pues todo estaba ya más que dicho, y con un nudo en la garganta pero feliz como jamás se había sentido, Tapú Tetuanúi se introdujo en el agua para trepar a la nave sagrada.

Cuando ya todos se encontraban a bordo, y en el momento de soltar las amarras, el venerable Hiro Tavaeárii avanzó hasta que el tranquilo mar le lamió los pies, y alzando la mano gritó roncamente:

— Yo os bendigo en nombre de todos nuestros dioses. Que Taaroa, el Creador, os proteja; que Tané, dueño del mar, os guíe; y que Oró, amo de la guerra, os conceda la victoria. También en su nombre os libero de la prohibición de comer tortuga. Desde hoy, y hasta el día de vuestro feliz regreso, ni la carne ni los huevos de «honú» serán tabú para ninguno de vosotros.

Hizo un gesto para que los hombres de tierra empujaran la nave aguas adentro, los remeros comenzaron a bogar, y el Marara se alejó rumbo al sol que rozaba ya el horizonte, mientras todo el pueblo comenzaba a cantar la sagrada canción de despedida:


Protege, ¡oh gran Taaroa!

a nuestros hijos.

Guía, ¡oh gran Tané!

a nuestros esposos.

Concede la victoria, ¡oh gran Oró!

a, nuestros padres.

Haced volver, ¡oh dioses!

a nuestros héroes.

Y nosotros, los viejos y cansados,

las esposas y las madres,

los hijos y las hijas,

os adoraremos, ¡oh gran Taaroa!

¡oh gran Tané! ¡oh gran Oró!

hasta que la negra muerte

enmudezca, para siempre,

nuestros labios…

¡Que así sea!

¡Que así sea!

¡Que así sea!




— ¡No miréis hacia atrás! — gritó «Miti Matái» en cuanto hubieron cruzado el estrecho paso entre los arrecifes —. Bora Bora ya no existe. Ahora lo único que existe es el mar y la misión que debemos cumplir.

Era su primera orden como capitán del Marara y todos comprendieron que debían obedecer, porque aquellas palabras eran mucho más que una orden, pasando a convertirse en toda una filosofía de lo que debía ser su vida a partir de aquel momento.

El océano, bajo la quilla, era ya azul añil que indicaba que se había vuelto profundo, puesto que la volcánica isla surgía desde miles de metros y a menos de media milla de la costa, el abismo cortado a pico contrastaba con las transparentes aguas de la laguna, lo que les obligaba a tener la sensación de que se habían lanzado a volar desde un alto risco y ya tan sólo el vacío se abría bajo ellos.

Mar y mar, y mar.

Y más allá, el mar.

Y luego otra vez el mar, que acaba allí donde empezaba de nuevo el mar.

Miles de millas de mar sobre el que una frágil embarcación cosida con cien pedazos de madera debía deslizarse empujada por persistentes vientos que soplaban del sudeste, y que continuarían soplando de igual modo cuando llegara el momento de virar en redondo.

Sabían que ese viento, ese alisio constante, el temible «mara'amú» tan deseado en tantas ocasiones, les alejaría de sus hogares hasta que de esos hogares no quedara más que un borroso recuerdo en la memoria, que es lo único que, por desgracia, jamás se agota en el hombre.

— ¡No miréis hacia atrás! — había ordenado «Miti Matái», y nadie miró hacia atrás hasta que la noche cayó sobre el mundo, y las tinieblas borraron la agreste cumbre del monte a cuya sombra se habían despertado todos los días de su vida, y en cuyo regazo habían hecho por primera vez el amor.

Pronto acudieron a su eterna cita las estrellas; los miles de millones de estrellas de un cielo inimitable, y Tapú Tetuanúi buscó entre todas ellas a las que mejor conocía: aquellas que le enseñarían «las negras rutas del agua», que habían hecho de los de su raza los más geniales peregrinos del mar.

— Si te diriges a un punto del oeste, elige una estrella y síguela en su viaje hacia poniente — decían los navegantes —. Y cuando tu estrella se oculte en el horizonte, busca a su enamorada, porque toda estrella tiene una enamorada que va tras ella. Y a ésta la perseguirá otra, y a ésa, otra… Y así hasta el infinito, porque Taaroa creó las estrellas para que los hombres del mar escojan correctamente sus destinos.

Diez estrellas debían bastar a un buen marino para no errar el rumbo en el transcurso de una noche, y ese conjunto recibía desde antiguo el sagrado nombre de «Avei'á».

«Miti Matái» había decidido que su «Camino de Estrellas» de esa noche comenzase con «La Danza del Dios Oró» que se ocultaría justo en el noroeste media hora más tarde, pero sabía que para entonces ya tendría «La Cola de la Fragata» sobre la proa del balancín de estribor, mientras que atrás, justo entre ambos cascos, debía estar haciendo su aparición la primera luz del «Anzuelo de Maui».

Girando la cabeza sobre su hombro izquierdo distinguiría con total nitidez «La Cruz del Sur», al tiempo que alzándose sobre su hombro derecho bailarían titilando sin freno «Las Siete Viudas Locas».

Cuando se encontrase en ese punto exacto del océano, un buen navegante sabría con toda exactitud que en aquella época del año tenía que estar cruzando justamente entre las diminutas islas de Maupiti y Tupai.

No hubiera necesitado distinguir sus faros — que jamás los tuvieron — ni que se encontraran perfectamente emplazadas en minuciosas cartas marinas; «sabía» que estaban allí, porque generaciones de marinos polinesios lo habían sabido antes que él, y generaciones de marinos polinesios lo sabrían también en el futuro.

La oscuridad era, por tanto, la gran aliada de aquel pueblo, y al contrario de lo que le ocurría a los restantes pueblos del planeta, era en las más oscuras noches donde los polinesios jamás se perdían, porque era en las más oscuras noches donde sus amigas, las estrellas, mejor podían mostrarles los caminos.

Tapú Tetuanúi se sintió por tanto el muchacho más feliz del mundo cuando al poco rato el gran «Miti Matái» le hizo un leve gesto para que se aproximara.

— Si en verdad quieres ser un auténtico marino — fue lo primero que le dijo —, tendrás que acostumbrarte a dormir de día. Pasarás la noche aquí.

¿Qué más podía desear un aprendiz de navegante que pasar la noche a los pies del mítico héroe que volvió por sí solo del lugar en el que hasta el agua se vuelve sólida?

¿Dónde se podría aprender más que de las palabras que salieran de aquellos labios tan poco dados a las palabras?

¿Quién le negaría el derecho a un título a quien había pasado meses — o tal vez años — viendo por los ojos de quien tantas cosas había visto?

Tapú Tetuanúi aspiró a fondo un aire salado y húmedo en el que flotaban aromas de triunfo, puesto que ya empezaba a ser algo más que un general; algo más que un príncipe, y casi algo más que un semidiós.

Ya empezaba a ser un auténtico navegante de Bora Bora.

Sus ojos, hechos a las tinieblas, no perdían un solo detalle de cada gesto de «Miti Matái», consciente como estaba de que algún día, cuando comandase su propia embarcación, tendría que saber impartir, casi sin necesidad de palabras, las órdenes que harían que la nave progresara dulcemente en la dirección correcta.

El leve ademán de la mano izquierda que indicaba al timonel cómo debía corregir el rumbo; la imperativa señal a los gavieros para que cazasen un punto las velas; la forma de ladear la cabeza alzando un ojo para tener siempre presente hacia qué lugar se inclinaban los plumones que colgaban de los obenques, y sobre todo, el modo de asentar las piernas, tan firme, que se podría creer que se encontraban atornilladas a la cubierta.

«Miti Matái» había nacido sobre una piragua un poco menor que aquélla durante uno de los largos viajes que su padre, también «Gran Navegante», realizara al archipiélago de las Tonga — donde había conocido a su joven esposa —, y la mejor manera de lavar la sangre que le cubría en el momento de llegar a este mundo fue introduciéndolo en el mar.

A los tres años, muerta su madre de un mal parto en tierra, «Miti Matái» acompañó a su padre en sus largos periplos, y no resultaba extraño, por tanto, que teniendo más agua salada que sangre en las venas, fuera el hombre que era y pisase una cubierta tal como la pisaba.

A su lado se tenía la sensación de que aquella remendada cáscara de nuez se convertía de inmediato en el lugar más seguro del mundo, y que el mayor y más temible océano del planeta le amaba y respetaba como a su propio hijo.

«Quien nace en una piragua morirá en una piragua», rezaba la tradición, y resultaba evidente que «Miti Matái» tenía perfectamente asumido su destino y no parecía en absoluto descontento con él.

Para la inmensa mayoría de los polinesios, el hecho de lanzarse a navegar en una embarcación como el Marara, no constituía tan sólo una forma de trasladarse de un lugar a otro, sino que se convertía casi en una forma de vivir a la que se adaptaban con absoluta naturalidad, puesto que ni tan siquiera la precariedad de espacio parecía afectarles de un modo negativo.

Contraponían a la falta de privacidad un ancestral respeto hacia la privacidad ajena, y conjuraban los peligros del excesivo contacto con una exquisita cortesía en el trato diario.

La segunda ley a bordo era que todos debían ser amables con todos.

La primera había sido siempre, naturalmente, la obediencia ciega al capitán.

Incluso el agresivo Roonuí-Roonuí, tan áspero y desagradable en tierra firme, cambió de actitud en cuanto embarcó; en primer lugar por una tradición de afabilidad marinera que se remontaba a siglos, y en segundo lugar porque tenía plena conciencia de que hasta que llegara el momento de enfrentarse con las armas en la mano al enemigo, tanto él como sus hombres no eran más que simples pasajeros en una nave en la que los que en verdad importaban eran los tripulantes.

Por ello, incluso aquel descarado rapaz que tanto le irritaba allá en la isla, pasó a ser de improviso un personaje considerado y respetable, puesto que, por lo que podía deducir de la actitud de «Miti Matái», era alguien que, en verdad, parecía tener aptitudes de futuro navegante.

Lejos de Bora Bora todos tenían la obligación de echarse una mano, no sólo en las duras tareas de la navegación, sino especialmente en la difícil empresa de no dejarse abatir por la aparente imposibilidad de llevar a buen fin su arriesgada misión, ya que les constaba que el desaliento, la nostalgia, la depresión e incluso el aburrimiento se convertirían con el transcurso de las semanas y los meses en sus peores enemigos; aquellos a los que tan sólo podrían combatir manteniéndose sinceramente unidos.

Aun a sabiendas de que tales eran las costumbres a bordo, a Tapú Tetuanúi no dejó sin embargo de sorprenderle el hecho de que poco antes de irse a dormir, el siempre hostil Roonuí-Roonuí se le aproximase portando una nuez de coco repleta de «popoi», que era una especie de «paté» hecho a base de pulpa del fruto del árbol del pan.

— ¡Toma! — dijo —. La noche será larga y te tendrán en pie hasta que la última estrella diga adiós. Eres joven y necesitas alimentarte.

Se alejó para ir a tumbarse sobre una de las esterillas de proa, y a los pocos instantes la quietud se adueñó de una nave en la que salvo el capitán, el timonel, un gaviero y los «achicadores» de guardia, todos dormían.

Lógicamente, Tapú Tetuanúi también velaba en la que sería sin lugar a dudas una de las noches más inolvidables de su vida, ya que era la primera en que en verdad podía considerarse auténtico «navegante».

Poco más tarde, «Miti Matái» le golpeó levemente en el hombro y le hizo un gesto para que saltara con él a la gruesa red que se extendía a sus espaldas, y que nacía a ras de agua bajo cubierta para ir a terminar en la parte más alta de las dos popas gemelas.

La utilidad de esta red cuyos cabos tenían el grueso de un dedo pulgar era múltiple y de gran importancia en la vida a bordo, puesto que en primer lugar servía para impedir que en un golpe de mar alguien cayera hacia atrás para desaparecer en el océano antes de que pudieran rescatarle.

En segundo lugar, y ésa era sin duda su principal misión, constituía el «excusado» común; el más cómodo y práctico que se pudiese imaginar, ya que quien tuviera que hacer sus necesidades no tenía más que saltar a la red, aferrarse a ella con los pies y las manos, y acomodar el trasero en uno de los huecos, que solían tener unos veinte centímetros de lado. Cuando había terminado, descendía poco más de un metro y permitía que el agua le lavara a conciencia. Si además tenía calor, podía darse un chapuzón en el mar, sin necesidad de que hubiera que detener por ello el barco.

Servía de igual modo como escala, y para izar a bordo los grandes peces, que quedaban sobre la red para ser descuartizados sin ensuciar la cubierta, y a veces se utilizaba también para mantener largas conversaciones sin necesidad de molestar a quienes dormían. Esto último era lo que al parecer «Miti Matái» deseaba, pues aun sabiendo que resultaba prácticamente imposible que les oyeran, bajó mucho la voz al señalar:

— Ya es hora de que empieces tu aprendizaje… — Hizo una corta pausa y giró la mano a su alrededor —. Y como supongo que ya debes saber, el horizonte se divide en cuatro puntos cardinales y entre cada dos de ellos existen ocho subdivisiones que forman, en su conjunto, los treinta y dos puntos básicos del «Compás de Estrellas». — Le mostró el antebrazo —. ¿Te has fijado alguna vez en mis tatuajes?

— ¡Son preciosos! — exclamó el muchacho.

— Que sean bonitos o feos carece de importancia para un marino — le hizo notar el otro —. Lo esencial es que sean útiles, y para mí lo son. Si junto las puntas de mis dedos y formo un círculo con mis brazos, al tapar con esos dedos «La Cruz del Sur», mi codo izquierdo caerá justo al este, el derecho al oeste y mi nuca al norte. Mis tatuajes me indicarán entonces las diferentes subdivisiones, y los otros dibujos que aparecen junto a ellos me recordarán cuál es la «estrella guía» con la que debo iniciar mi «Avei'á»

— ¿Quieres decir con eso que eres una especie de «Compás Viviente»?

— «Viviente»… — admitió el otro —. Pero también pensante. Si no eres capaz de recordar por qué punto saldrán las siguientes estrellas, corregir el rumbo o calcular la deriva según la fuerza del viento y las corrientes, de poco vale el resto. Ser un «Compás Viviente» sirve para saber dónde estás, pero no hacia adónde te diriges.

— ¿Quieres que empiece a tatuarme?

— ¡En absoluto! — fue la seca respuesta —. No deberás hacerlo hasta que estés seguro de que llegarás a ser un buen navegante. Cuando sepas todo lo que hay que saber, podrás convertirte en un «Compás Viviente». Antes resultaría un esfuerzo inútil y una estúpida presunción que no puedes permitirte.

— ¿Qué debo hacer entonces?

— De momento, aprenderte todos los caminos de estrellas posibles entre el oeste y el noroeste durante los próximos tres meses. Cuando lo sepas volveremos a hablar.

Regresó a su puesto de la plataforma de popa dejando al pobre muchacho desalentado y casi estupefacto, pues la cascada de estrellas que descendían del firmamento entre los cuatro puntos que separaban «ainé» de «pafa'ité» aparecía tan compacta e inacabable, que al primer golpe de vista obligaba a pensar que no existiría ojo humano capaz de diferenciarías entre sí, ni memoria alguna capaz de retenerlas.

— ¡Tané me asista! — masculló por lo bajo —. ¡Cogeré una indigestión de estrellas!

Pese a ello comenzó a estudiarlas hasta que el alba se las llevó muy lejos, momento en que al fin se fue a acostar al chamizo de proa que estaba reservado a los miembros de la tripulación del turno de noche, cuyo sueño era celosamente respetado hasta pasado el mediodía.

Sin embargo, cuando el agotado Tapú despertó, «Miti Matái» llevaba ya más de una hora en su puesto de mando, y se le advertía tan fresco como si hubiese dormido plácidamente toda la noche.

Chimé de Farepíti y una docena de hombres remaban rítmicamente, tanto para impulsar con mayor rapidez la nave, como para desentumecer los músculos y mantenerse en forma para cuando llegasen las calmas, y Vetea Pitó achicaba agua en el patín de la banda de estribor con el resignado gesto de quien cumple una molesta condena.

Unos cascos construidos con tan rudimentarios elementos filtraban lógicamente una considerable cantidad de agua por muy a conciencia que hubieran sido calafateados, por lo que cada uno de los dos balancines había sido diseñado de forma que su fondo fuese descendiendo desde los extremos hacia el centro, en el que un «achicador», debía estar continuamente extrayendo agua con una especie de gran zapato de madera provisto de asa.

Era aquélla una labor fastidiosa y poco gratificante, pero que no quedaba más remedio que llevar a cabo si aspiraban a mantenerse a flote, por lo que todos los miembros de la expedición se veían obligados a realizarla al menos un par de horas diarias.

Tras saludarlos con una sonrisa y un leve gesto de la mano, Tapú Tetuanúi se encaminó al gran recipiente de arena que ocupaba el centro de la piragua y en cuyo centro ardía día y noche un fuego atendido por las mujeres de a bordo.

«Vahíne Tiaré» le recibió con una deslumbrante sonrisa:

— ¡Buenos días! — saludó alegremente — ¿Tienes hambre? Los pescadores han capturado tres hermosos «Mahi Mahi» y seis atunes. ¿Qué prefieres?

— «Mahi Mahi».

— ¿Crudo o asado?

— Asado.

— En un momento estará listo.

Le preparó el almuerzo a base de un gran pedazo de pescado asado a la brasa y guarnecido con abundantes frutas frescas, porque «Miti Matái» había ordenado que se consumiesen frutas y verduras siempre que fuera posible, ya que le constaba que aquélla era la mejor forma de mantener sana a la tripulación.

Mientras el muchacho comía, «Vahíne Tiaré» le partió un coco para que bebiese el sabroso jugo, y por fin se acuclilló frente a él, para sonreírle con afecto, y comentar:

— Maiana me pidió que os cuidara con especial cuidado. A los tres.

— ¿A los tres?

— A los tres — puntualizó con intención para añadir con una nueva sonrisa —: ¿Sabías que es mi sobrina?

— No — se sorprendió el muchacho —. No tenía ni la menor idea.

— Bueno — puntualizó la otra —. En realidad su tío era mi marido, y desde que murió no nos tratábamos mucho, pero el otro día vino a pedirme que os cuidara, os vigilara, y, si ello era posible, que fuera yo quien os complaciera cuando lo desearais. — Se encogió de hombros con un cierto humor —. Naturalmente, le hice comprender que ese punto ya no dependía de mí. «Vahíne Aute» y «Vahíne Tipanié» son muy hermosas.

— Tú también eres muy hermosa — señaló Tapú Tetuanúi.

— ¡Oh, vamos! ¡No me hagas reír! — le reprendió ella burlona —. Tengo casi veinticinco años, y para alguien acostumbrado a hacer el amor con Maiana debo parecer una especie de vieja bruja.

— Yo nunca me acostumbré a hacer el amor con Maiana — replicó el muchacho con absoluta sinceridad —. Nunca.

— Eso suena muy romántico — puntualizó «Vahíne Tiaré» —. ¿La quieres mucho? — No aguardó respuesta, sino que le interrumpió alzando la mano —. ¡No! — pidió —. ¡No me lo digas! Primero debo saber si te apetece que te hable de ella o preferirías que no te la recordara. Sé por experiencia que a veces duele.

— Aún no lo sé — fue la respuesta —. Pensar en ella me produce un dulce placer, pero la sola idea de que vamos a permanecer tanto tiempo separados me hace profundamente infeliz.

— Lo entiendo — admitió la buena mujer —. A mí me ocurría lo mismo cuando enviudé… — Le golpeó con afecto la mano —. De todos modos sabes que estoy aquí para atenderte de un modo muy especial. — Le hizo un pícaro gesto para recalcar con intención —: «En todo…»

Se alejó balanceando sus poderosas caderas y su agresivo trasero, y Tapú Tetuanúi no pudo por menos que preguntarse si entraba dentro de lo posible que al cabo de ocho años la escultural Maiana se hubiese «desbaratado» de aquel modo.

Aún recordaba que la antaño prodigiosa «Vahíne Tiaré» fue una de las primeras mujeres que le hizo soñar cuando comenzaban a despertar sus deseos sexuales, y aún le costaba entender que aquella provocativa criatura se hubiese transformado en tan corto espacio de tiempo en una robusta matrona aún apetecible pero que en nada recordaba a la espléndida belleza que fue en su día.



Navegaron lejos de tierra durante once días y once noches.

«Miti Matái» conocía perfectamente aquellas aguas, y no necesitaba ni tan siquiera consultar su tosca y primitiva «Carta Marina» tejida a base de hojas de palma y en la que se incrustaban conchas y plumas de colores, para saber en qué punto exacto se alzaba cada atolón y cada isla, y dónde podrían abastecerse de agua y frutas frescas sin temor a un encuentro desagradable.

Pese a ello, cuando comenzó a crecer la luna y decidió que había llegado el momento de desembarcar en un islote que suponía deshabitado, convocó a la tripulación para señalar con su pausada voz de siempre:

— Espero no tropezar con ningún extraño, pero por si así fuera, tened siempre presente que de ahora en adelante no somos ya gente de Bora Bora, sino gente del Marara. — Hizo una corta pausa y los observó con atención, como para cerciorarse de que tomaban plena conciencia de la importancia de lo que estaba diciendo —. Nadie — añadió —, nadie, bajo ningún concepto, debe saber nunca cuál es nuestro lugar de procedencia, puesto que si lo averiguaran, sabrían de inmediato que Bora Bora es ahora una isla muy vulnerable… — Sonrió levemente —. Y por estos lugares las noticias vuelan sobre las olas con mucha mayor rapidez que la más veloz gaviota.

A continuación hizo un gesto al timonel para que pusiera proa a una tranquila bahía circundada por una hermosa playa coralina abarrotada de palmeras, y tras mantenerse largo rato al pairo, cerciorándose de que no se distinguía presencia humana alguna, aproximó el barco a la arena y permitió que los guerreros de Roonuí-Roonuí desembarcaran para tomar posiciones contra una eventual agresión.

Dos hombres se internaron en la espesura, y nadie se movió de su puesto hasta que los exploradores regresaron con el firme convencimiento de que la isla se encontraba deshabitada.

A partir de ese momento, «Miti Matái» le traspasó el mando a Roonuí-Roonuí, siguiendo una antiquísima costumbre que establecía que en cada circunstancia el poder estuviera en manos de aquel que se encontrase en mejor disposición para ejercerlo.

Una vez más se ponía así de manifiesto que la «especialización» constituía una de las claves de la capacidad de supervivencia y expansión de los primitivos habitantes del Pacífico Sur, ya que siendo el suyo un difícil entorno en el que agua, cielo y tierra tenían casi idénticas valoraciones, nunca se debía confiar en quien creyese que lo sabía todo sobre todo.

Hasta el llorado rey Pamáu, prudente y sabio entre los reyes sabios y prudentes, acataba a menudo las órdenes del «Gran Pescador», el «Gran Agricultor» o el «Gran Navegante» — porque su padre, el prudente entre los prudentes rey Matuá — le había enseñado — porque también lo había aprendido de su padre — que mejor gobierna quien mejor escucha que quien mejor habla.

Y más sabía de seguridad en tierra Roonuí-Roonuí, que «Miti Matái» aunque a Tapú Tetuanúi, que estaba convencido de que el valiente «Jefe de los Guerreros» pertenecía a la cúpula dirigente de la secta secreta de los «Arioi», no le agradó en absoluto la idea de que un «Arioi» fuera dueño de su destino ni aun durante el corto período de tiempo que durase su estancia en aquella isla.

Afiliarse o no a la más poderosa secta secreta — nacida originariamente con la propia Bora Bora, aunque con importantes ramificaciones en casi todas las islas situadas a sotavento de Tahití — constituía desde antiguo uno de los principales quebraderos de cabeza de la mayoría de los adolescentes de la región, ya que a la hora de plantearse su futuro se veían en la obligación de aquilatar con sumo cuidado los pros y los contras de tan determinante decisión.

Subirse al carro de los «Arioi» significaba avanzar mucho más cómodamente por el duro camino del éxito, pero el costoso precio que a menudo se veían obligados a pagar quienes lo hacían, desanimaba a cuantos opinaban que la libertad era una moneda demasiado valiosa como para malgastarla comprando éxito.

Chimé era de los pocos muchachos que jamás se habían detenido a plantearse semejante dilema — tal vez debido al hecho de que tampoco los «Arioi» se habían planteado la conveniencia de contar en sus filas con alguien de las peculiares características del tosco «Gigante de Farepíti» — pero Tapú Tetuanúi acostumbraba a mantener con el juicioso Vetea Pitó acaloradas discusiones sobre el tema.

Las jornadas de descanso en aquella tranquila isla deshabitada, y el hecho de que se supieran a las órdenes directas de un destacado miembro de los «Arioi», reavivó por tanto una cuestión que especialmente Tapú Tetuanúi tenía a flor de piel a raíz de su última conversación con Hiro Tavaeárii.

— Imagínate que un día consiguieras casarte con Maiana — le argumentó a su amigo —. Y que cuando os naciera el primer hijo varón, le dijeras que lo tienes que matar porque así te lo exige la secta. — Le observó con especial detenimiento —. ¿Crees que te lo perdonaría?

— Pocas veces se da el caso de que te obliguen a matar a un hijo — fue la respuesta —. Y es ésa una horrenda costumbre que cada día se practica menos.

— Pero forma parte de sus ritos — le hizo notar —. Si esperan hacer de ti un personaje importante, esperan también grandes sacrificios, y dudo que haya nada por lo que merezca la pena sacrificar a un hijo. Agradece que tus padres no fueran «Arioi», porque de lo contrario tal vez no estarías ahora aquí…

— Eso es muy cierto — admitió Vetea Pitó que había sufrido a menudo el acoso de los «reclutadores» de la secta —. Pero lo que en verdad importa entre los «Arioi» no es lo que te puedan pedir en un cierto momento, sino el espíritu de camaradería que preside sus actos, y el hecho de que son como una gran familia en la que todo pertenece a todos.

— Nunca vi a Roonuí-Roonuí compartir su casa con un «manahune»,[4] ni creo que por afiliarte llegues a bucear más profundo — le refutó su amigo —. Si un día consigues una gran perla, será porque Tané la puso allí para ti, no los «Arioi».

— Lo sé — admitió el otro —. Pero aun así siento curiosidad por lo que hacen.

— La curiosidad mata al pulpo, y es la curiosidad la que obliga a sacar la cabeza a la morena. Ningún curioso vivió jamás cien años.

— Ningún buceador aspira a vivir cien años — señaló divertido Vetea Pitó —. Si lo pretendiera, elegiría otro oficio.

Quedaron así las cosas, pero Tapú Tetuanúi no conseguía evitar sentirse inquieto ante la posibilidad de que alguien a quien se sentía tan unido no consiguiese evitar caer en las redes de quienes acabarían por apartarle de sus antiguas amistades, puesto que los «Arioi» se iban convirtiendo poco a poco en un cáncer que carcomía el tejido social de Bora Bora, y se corría el peligro de que sus habitantes acabaran por dividirse en dos facciones difícilmente conciliables.

El tiempo que la tripulación del Marara permaneció en la isla lo dedicó preferentemente a comer mucha fruta, pescar en la laguna, recoger agua y provisiones y hacer el amor con las «vahínes», que fueron las únicas que no consiguieron disfrutar de un solo minuto de descanso, pues se diría que el hecho de poder dar rienda suelta a sus apetitos sexuales lejos del diminuto habitáculo de la nave, había despertado de improviso la líbido de los hombres, que se dedicaban al divertido deporte de acosar a las tres mujeres desde el amanecer hasta la madrugada.

«Miti Matái» era el único que se mantenía al margen de tal actividad, en gran medida debido a que era un hombre acostumbrado a largas temporadas de abstinencia, y en parte por el hecho de que, como capitán, debía dar ejemplo al resto de la tripulación.

Para Tapú Tetuanúi el mítico «Navegante Mayor» se iba transformando día a día en una especie de semidiós adornado con todas las virtudes, pues a su reconocido valor e innegable talento de marino, añadía una profunda humanidad y un dominio de sus pasiones que obligaban a considerarle un superhombre.

Dormía poco, comía menos y era siempre el primero a la hora de cazar velas, achicar agua o izar a bordo un peligroso tiburón de más de trescientos kilos.

Ahora, en la isla, dedicaba su tiempo a revisar con ayuda del carpintero cada juntura de la nave, calafatear uniones o recoger cocos y frutos del árbol del pan con los que abarrotar las despensas, y Tapú Tetuanúi no pudo por menos que preguntarse si se sentía capacitado para llegar a convertirse en la mitad de hombre de lo que demostraba ser su héroe.

El tercer día, uno de los guerreros llegó con la noticia de que había descubierto restos humanos entre unas rocas de la playa de poniente, y aunque acudieron a verlos, se encontraban en tan avanzado estado de descomposición y devorados por los cangrejos, que resultaba imposible dilucidar si pertenecían a uno de los salvajes o a un pescador de cualquier isla vecina.

«Miti Matái» permaneció no obstante largo rato en silencio, observando con profunda atención el mar y la línea de la costa, y por último señaló convencido:

— Fuera quien fuera, murió en este mismo lugar, puesto que ni la resaca ni las corrientes pudieron empujarle hasta aquí. Si hubiera estado flotando, el mar lo habría depositado en la punta de barlovento.

Pese a la aparente inutilidad del descubrimiento, el «Navegante Mayor» pareció considerar que tan macabro hallazgo podía esconder algún oscuro significado, por lo que ordenó al «Oripo» u «Hombre-Memoria» que lo tuviese muy en cuenta a la hora de hacer el relato de la expedición, y le pidió al tatuador que comenzase a trabajar ya sobre el «Hombre-Regreso».

Fue por ello por lo que esa misma tarde el tembloroso Vetea Pitó aparecía tendido sobre la cubierta del Marara, y tras reunir en torno suyo a los miembros de la tripulación, «Miti Matái» colocó con firmeza el dedo sobre el ombligo del muchacho para señalar:

— Quiero que tengáis muy presente, por si se diera la circunstancia de que algo me ocurriera, que vamos a iniciar los tatuajes de regreso a partir de esta isla, que como sabéis se encuentra a once días al noroeste de Bora Bora. — Advirtió su extrañeza y añadió —: Lo prefiero así, porque si Vetea Pitó cayera en manos del enemigo, éste no estaría en condiciones de seguir nuestra pista más que hasta aquí. Su ombligo representará, por tanto, «La Isla del Muerto», y si alguien viniese no encontraría más que un lugar deshabitado. — Se volvió al tatuador —. Quiero que le dibujes una calavera junto al ombligo.

Fue así como el infeliz Vetea Pitó se convirtió en el primer polinesio en torno a cuyo ombligo se distinguía el tatuaje de una calavera humana, cosa que si bien en un principio le avergonzó, acabó por llenarle de orgullo, puesto que ese extraño tatuaje simbolizaba que había comenzado a ser un hombre importante.

La realidad era, sin embargo, que había comenzado a convertirse en un auténtico mapa humano que el día de mañana serviría para que la tripulación del «Pez Volador» encontrara sin dificultad el camino que les devolviera a su hogar.

A «Miti Matái» le disgustaba navegar con la luna en su máximo apogeo, ya que la violenta luz que se reflejaba en un cielo tan límpido como el del Pacífico Sur le impedía distinguir con claridad las estrellas de su particular «Avei'á», por lo que en cuanto los gigantescos ratones de las tinieblas comenzaron a roer los bordes de esa luna consideró que había llegado la hora de hacerse de nuevo a la mar.

— Huye de la luna llena — le había advertido a su nuevo discípulo —. Es muy hermosa, pero esa hermosura opaca la belleza de quienes realmente importan, que son las estrellas. La luna es como una novia joven y caprichosa, mientras que las estrellas son como la fiel esposa que nunca te falla. Están siempre donde tienen que estar, y te dicen siempre lo que tienes que hacer.

— ¿Y cuando hay nubes?

— Las nubes viajan sobre el mar y tan sólo se detienen sobre las cumbres de las islas.

En eso — como en todo cuanto se relacionase con la observación de la naturaleza —, «Miti Matái» tenía una vez más razón, puesto que los fieles alisios hacían correr las nubes sobre el océano, pero esas nubes tan sólo se agolpaban cuando encontraban una alta montaña en su camino.

Pocas veces solía darse el caso de que la masa de nubes que cruzaba el Pacífico fuese tan extensa y tupida que impidiese la visión de las estrellas durante toda una noche, y cuando así sucedía, lo normal era que descargasen en forma de violentos aguaceros que dejaban la atmósfera mucho más limpia y transparente.

La luna llena seguía siendo por tanto el peor enemigo de un piloto de altura, y era por ello por lo que los «Grandes Navegantes» solían aprovechar los cuatro o cinco días de su mayor luminosidad para buscar tierra y tomarse un merecido descanso.

El rumbo seguía siendo el mismo, aunque durante la cuarta noche «Miti Matái» eligió un nuevo «Avei'á» que le desviaba hacia el oeste, sabiendo como sabía por experiencia que era en aquella dirección donde encontraría islas cuyos habitantes tal vez pudieran proporcionarle alguna pista sobre sus salvajes agresores.

Al día siguiente el «Navegante Mayor» ordenó a las «Pahí-Vahínes» que preparasen una pequeña fiesta que tendría lugar a la caída de la tarde, ya que había llegado el momento de celebrar el hecho de que casi la mitad de los que iban a bordo se hubiesen adentrado por primera vez en su vida en los límites del inquietante «Segundo Círculo».

Cada neófito recibió el tatuaje de un pequeño aro junto al nacimiento del dedo pulgar de su mano izquierda, aunque antes tuvieron que soportar toda clase de bromas, la más molesta de las cuales estribaba en que se les amarrase un cabo al tobillo para lanzarlos por la borda y llevarlos a remolque, tragando agua durante más de diez minutos.

Había que estar, eso sí, muy atentos a los grandes tiburones, pero como ninguno hizo acto de presencia, el día transcurrió entre cantos y risas, lo cual vino muy bien a unos hombres que por lo general llevaban una existencia harto monótona.

El océano Pacífico había hecho honor hasta el presente a su sonoro nombre, y aunque a menudo hacían subir y bajar a la frágil nave de cumbres de seis metros a valles de otros seis, solía tratarse de largas ondas sin peligro que obligaban a pensar en lejanas tormentas o pequeños maremotos que enviaban de ese modo sus señales a través de miles de millas de aguas profundas.

Para «Miti Matái» cada ola, e incluso cada color del mar, parecía ser portador de un mensaje muy concreto que le hablaba de cuanto estaba ocurriendo o podía ocurrir más allá del último horizonte, y observándole mientras permanecía absorto, analizando el agua, el cielo, el viento y las aves marinas acababa por creerse que su mente iba ordenando pacientemente cada pieza de un complicado rompecabezas.

Una calurosa tarde en la que ni la más leve brisa agitaba los plumones que colgaban de los obenques, el «Navegante Mayor» mandó llamar a Tapú Tetuanúi, y haciendo un gesto para que el resto de los miembros de la tripulación guardara absoluto silencio, señaló la banda de babor e inquirió:

— Observa esas olas y escucha cómo resuenan contra el casco. ¿Qué significan?

El desconcertado muchacho dedicó varios minutos a estudiar con toda la atención del mundo las diminutas olas que iban a estrellarse contra la aleta de babor, aguzó el oído intentando distinguir un sonido que se diferenciase en lo más mínimo del monótono golpeteo del mar, y concluyó por encogerse de hombros aceptando su ignorancia.

— No tengo ni la menor idea — admitió.

«Miti Matái» afirmó varias veces con la cabeza como si aquélla fuera la respuesta que temía, y al poco inquirió de nuevo:

— ¿Qué viento sopla?

— Ninguno.

— ¿Qué viento soplaba esta mañana?

— El «Mara'amú», del sudeste.

— Eso quiere decir que esta mañana las olas venían del sudeste, y nos entraban por la popa, ¿no es cierto?

— Así es — admitió el confundido muchacho.

El exigente maestro le dirigió una severa mirada, como si se sorprendiera por su ignorancia, y añadió reticente:

— ¿Y cómo se explica que unas olas que nos entraban por la popa, nos golpeen ahora por la aleta de babor?

— Habrá cambiado el viento — aventuró con timidez el abochornado Tapú Tetuanúi.

El otro alzó de nuevo la cabeza hacia los mustios plumones:

— ¿Qué viento? — inquirió.

Se diría que al aprendiz de navegante estaban a punto de saltársele las lágrimas y tuvo necesidad de morderse los labios para no demostrar hasta qué punto se sentía avergonzado y abatido.

«Miti Matái» pareció comprender su estado de ánimo, por lo que dejó de presionarle, y señalando una vez más el costado de la nave, puntualizó con suavidad:

— Si el viento está en calma, y las olas que llegaban de un lado te golpean de otro sin razón lógica alguna, y si además ese golpear es rítmico, suave y profundo, significa que esas olas han chocado contra una isla que está fuera de tu vista, y ahora vienen de regreso… — Le observó con atención —. ¿Lo has entendido?

Tapú Tetuanúi se tomó unos minutos para analizar cuanto acababa de decirle, observó las olas, escuchó el eco que subía del casco de babor, y que en efecto ahora se le antojó rítmico, suave y profundo, y acabó por asentir con el aire de quien acaba de ser testigo de un sorprendente milagro.

— Creo que sí — balbuceó apenas —. Creo que lo he comprendido.

— ¡Bien! ¿Serías capaz de calcular a qué distancia se encuentra esa isla?

El muchacho quedó tan estupefacto como si le hubieran preguntado la distancia a la luna y, tras rascarse cómicamente la ceja, concluyó por negar en redondo:

— ¡En absoluto! — reconoció.

— Te falta mucho, ¡muchísimo! para que puedas empezar a considerarte un navegante — comentó «Miti Matái» levemente burlón —. Pero por algo hay que empezar… ¿No se te ocurre nada?

— Nada.

— Lo suponía… — Hizo una nueva pausa —. Hace unas cuatro horas que dejó de soplar el «Mara'amú», y un poco menos que las olas que venían de popa dejaron por tanto de correr hacia adelante. ¿Estás de acuerdo?

— Si tú lo dices…

— Lo digo porque estaba atento al mar y el viento, y no perdía mi tiempo de cháchara con los amigos — fue la seca respuesta —. Hace poco más de tres horas que nos adelantó la última ola, lo cual viene a decirnos que cuando esa última ola nos golpee por la aleta de babor sabremos el tiempo que ha tardado en ir y volver a la isla… ¿Estás de acuerdo?

— Supongo que sí — fue todo lo que se atrevió a replicar el apabullado chicuelo.

— No es que lo supongas — remachó su «verdugo» —. ¡Es que es así! — Se diría que «Miti Matái» se armaba de la infinita paciencia que necesita un maestro para meter los más sencillos conceptos de física o matemáticas en la mollera de un alumno no demasiado brillante —. Cuando sepamos ese tiempo, nos bastará con calcular la velocidad que llevaba esa ola a la ida, y la que trae a la vuelta, sumarlas, y dividir por dos. — Abrió las manos como un prestidigitador tras un brillante ejercicio de escamoteo —. De ese modo habrás conseguido hacerte una idea bastante aproximada de a qué distancia se encuentra esa isla.

Durante dos días y dos noches Tapú Tetuanúi vagó como alma en pena por la cubierta del Marara, tan cabizbajo y meditabundo que se le diría a punto de renunciar a sus sueños, puesto que la sofisticada lección que acababa de recibir le había servido para tomar conciencia de la monstruosidad de su ignorancia en cuanto se refería al difícil arte de la navegación.

Resulta conveniente tener en cuenta, además, que al desconocer la escritura, un navegante polinesio no estaba en condiciones de tomar notas, hacer apuntes, o calcular tiempos y velocidades con ayuda de lápiz y papel, por lo que se veía obligado a confiarlo todo a la memoria, la experiencia, y ese inexplicable sexto sentido que hacía de los primitivos habitantes del Pacífico una especie de compleja mezcla de ser humano y alcatraz.

Reconocer que una ola podía chocar contra una lejana isla y regresar entraba dentro de una lógica aceptable, pero determinar a qué distancia se encontraba ese obstáculo, se le antojaba a Tapú Tetuanúi algo más propio de auténtica brujería, que de ciencia de la navegación.

Su actitud durante aquellos días podría compararse, en cierto modo, a la del bachiller que ingresa en la universidad para caer bruscamente en la cuenta de que la tarea que se presenta ante él a la hora de conseguir un doctorado supera en exceso sus cálculos más pesimistas.

— El mar, las estrellas, el viento, las nubes, las aves e incluso los peces nos hablan a todas horas — le repetía una y otra vez «Miti Matái» —. Y nuestro trabajo consiste en interpretar correctamente lo que dicen.

Pero era aquél un lenguaje que cada día se antojaba más confuso, en especial porque exigía una casi sobrehumana capacidad de concentración.

Fue la comprensiva «Vahíne Tiaré» quien más positivamente le ayudó a superar tan difícil trance, y con su infinita paciencia y su inagotable buen humor consiguió al fin que el atribulado muchacho decidiera enfrentarse nuevamente a las infinitas dificultades que parecía ofrecer la dura profesión que había elegido.

— Si resultara fácil — le dijo —, hasta el último pescador de atunes se consideraría navegante, y hasta el último cortador de cocos podría aspirar a la mano de la hermosa Maiana. — Le acarició con afecto la mejilla —. ¡Piensa en ella! — rogó —. Recuerda sus ojos, su pecho y el olor de su piel, y ten por seguro que si a la hora de volver te conceden el título de «Gran Navegante», será tuya para siempre.

— ¡Nunca lo conseguiré…! — se lamentó él —. ¡Son tantas las estrellas…! Ni en diez vidas que viviera aprendería la mitad de cuanto sabe «Miti Matái», y creo que aunque lo aprendiera, no sabría luego cómo aplicarlo… — Señaló el casco izquierdo del catamarán e inquirió casi agresivo —: ¿Acaso te suenan distintas esas olas?

La buena mujer prestó atención, esforzándose por advertir algún matiz diferente en el monótono resonar de la madera, y al fin se encogió de hombros admitiendo su ignorancia.

— Para mí una ola no es más que una ola — replicó al fin —. Pero yo no sueño con convertirme en el padre de los hijos de Maiana. Si así fuera — añadió —, lo más probable es que me esforzara hasta el punto de conseguir averiguar en qué se diferencia esa ola de la que golpeaba ayer o hace una semana.

Tapú Tetuanúi trató de encontrar palabras que expresaran hasta qué punto agradecía el interés que se tomaba por su caso, pero alguien susurró muy quedamente aunque de forma perentoria: ¡«Teatea-Maó»! ¡«Teatea-Maó»! por lo que casi instintivamente extendió el brazo, aferró a la mujer por el cuello y la aplastó contra la cubierta sobre la que se tumbó a su vez luchando por dominar el violento temblor que acababa de apoderarse de sus cuerpos.

¡«Teatea-Maó»!

¡Tané les ayudará!

¡Oró les protegerá!

¡Taaroa acudirá en su auxilio!

Al poco se atrevió a ladear apenas la cabeza para otear sobre la tranquila superficie de las aguas hasta alcanzar a distinguir con claridad la amenazante aleta dorsal del gigantesco escualo que se dirigía directamente hacia ellos, y que de un solo mordisco podía quebrar el casco del altivo catamarán como si se tratase de un simple mondadientes.

Era en efecto «Teatea-Maó», el feroz «Tiburón Blanco», la bestia más sanguinaria que habitaba el planeta, terror de los navegantes del Pacífico, que preferían enfrentarse al más rugiente de los ciclones que a la silenciosa fiera de los mil dientes como cuchillos.

Allí estaba, girando muy lentamente en torno a una frágil embarcación que podía enviar al fondo del océano de una sola embestida, e intentando averiguar si se trataba de un pedazo de madera sin el menor valor nutritivo, o contenía algún ser viviente que llevarse a la boca.

Ni un alma se movía sobre el Marara.

Podría creerse que su treintena de ocupantes se había convertido en estatuas de piedra o se había diluido en el aire desapareciendo de la vista, por lo que, perdido el rumbo, la embarcación comenzó a virar a estribor siguiendo los caprichos del viento y de las olas.

Pasaron, infinitamente largos y angustiosos, los minutos.

Tapú Tetuanúi temblaba.

«Vahíne Tiaré» lloraba mansamente mordiéndose los labios para no gritar.

«Miti Matái» comenzó a arrastrarse milímetro a milímetro hacia el cobertizo de popa.

El «Miedo», el «Terror Más Profundo», se adueñó de la nave porque todos a bordo advirtieron que «Teatea-Maó» iba estrechando el radio de sus círculos, lo cual quería decir que algo llamaba su atención sobre cubierta y en cualquier momento se lanzaría al ataque.

«Miti Matái» desapareció por completo en el interior del cobertizo, y una vez allí buscó ansiosamente tres gruesas estacas afiladas por ambos extremos en forma de punta de lanza, y con ayuda de un grueso cabo de fibra de coco las unió hábilmente por el centro formando una especie de estrella.

Cuando tuvo la certeza de que no se separarían, tomó una calabaza que aparecía sellada con barro, rompió la tapa y empapó cada una de las puntas en el negruzco líquido que contenía, y que no era otra cosa que veneno de «Nohú», el más mortífero de los peces del arrecife coralino.

Luego, todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, pues de un salto salió al exterior, abrió la jaula del mayor de los cerdos, lo rajó de arriba abajo de un solo tajo, y le introdujo en las tripas las estacas.

El animal comenzó a chillar agónicamente, lo que alertó de inmediato al tiburón, que de un solo coletazo se aproximó hasta rozar la amura de estribor, pero sin darle tiempo a comprender lo que ocurría. «Miti Matái» lanzó el cerdo a unos tres metros de distancia.

El agua se tiñó de inmediato de sangre, y una décima de segundo más tarde el animal había desaparecido en las fauces del gigantesco escualo, que lo engulló como quien se traga un huevo duro.

Durante casi medio minuto pareció que no iba a ocurrir nada, puesto que la inmensa fiera de más de seis metros de longitud se volvió muy despacio para permanecer a la expectativa aguardando una nueva presa, pero al cabo de ese tiempo, cuando las firmes y afiladas estacas de durísima madera de «aito» comenzaron a rasgarle las entrañas introduciéndole en la sangre el corrosivo veneno de «Nohú», se estremeció de punta a punta, lanzó un violento resoplido, y de un brusco coletazo se sumergió en las oscuras aguas para perderse de inmediato en las tinieblas del abismo.

Tan sólo entonces «Vahíne Tiaré» dio rienda suelta a su llanto.



El hecho de que «Teatea-Maó» hubiese desaparecido momentáneamente en las profundidades del océano, no significaba en absoluto que no pudiese volver en cualquier momento, puesto que el cáustico veneno del «Nohú», por muy concentrado que se encontrase, no bastaba en modo alguno para acabar con una bestia semejante.

«Miti Matái» advirtió a su gente que en cualquier momento podía resurgir más furioso que nunca, y en el caso de que atacase desde abajo estaba en condiciones de lanzar por los aires al Marara, convirtiéndolo en astillas de un brutal encontronazo.

Ordenó por tanto que todo el mundo se mantuviera inmóvil y en silencio, que se cubrieran las jaulas de los animales y se encerrara a los perros para que no hiciesen el más mínimo ruido, y tras otear largo rato el horizonte y observar el cielo con obsesiva fijeza, concluyó por indicar al timonel que virase noventa grados a babor, al tiempo que desplegaba las velas en su máxima extensión.

— Debemos encontrar tierra cuanto antes — dijo —. «Teatea-Maó» no es de los que se dan por vencidos fácilmente.

Prohibió luego que se arrojase nada al agua, ni aun las necesidades más perentorias, haciendo hincapié en el hecho de que quien no pudiese aguantar lo hiciera en calabazas que se vaciarían una vez pasado el peligro.

— Algunos tiburones pueden seguir el rastro de una presa a enormes distancias — musitó —. Y lo mejor que podemos hacer es no dejar huella alguna de nuestro paso.

Por último, cerró de nuevo la calabaza que contenía los restos del veneno de «Nohú», la ató a una tabla, colocó sobre esa tabla una gallina, y lo depositó todo cuidadosamente sobre el agua.

— ¿Por qué haces eso? — quiso saber Tapú Tetuanúi.

— Cuando el tiburón suba de nuevo, si es que lo hace, lo primero que llamará su atención será el cacareo y el agitarse de la gallina — dijo —. Pasará un largo rato girando en torno a ella, ya que su primera experiencia ha sido mala. — Observó la rudimentaria balsa que iba quedando lentamente a popa —. Pero si al fin decide tragársela, el resto del veneno volverá a hacerle daño en las heridas. — Se encogió de hombros —. Tal vez eso le impulse a desistir, y aunque no sea así, al menos nos habrá proporcionado una cierta ventaja, que buena falta nos hace si pretendemos llegar a tierra.

— ¿Estás seguro de que hay tierra cerca? — insistió el muchacho.

— A unas sesenta millas a babor — aseguró el otro, convencido.

— ¿Cómo puedes saberlo?

— Había dos alcatraces, allá, a lo lejos — dijo —. Giraban en círculo, buscando comida, lo cual quiere decir que deben tener su nido a menos de esas sesenta millas de distancia.

— ¿Pero cómo puedes saber que se encuentra a babor? — se asombró Tapú Tetuanúi.

— Simple deducción — fue la razonada respuesta —. A nuestra espalda no hay ninguna isla porque la habríamos visto. A proa tampoco, porque hacia allí sopló el viento esta mañana y los alcatraces no vuelan contra el viento, más que durante la época de emigraciones. Me consta que a estribor no hay tierra alguna en miles de millas de distancia. — Sonrió apenas —. El único lugar posible, está a babor.

¿Qué podía hacer un simple aprendiz de navegante, más que abrir la boca de estupor y reafirmarse en la idea de que la inmensidad de su ignorancia del mundo del mar tan sólo era comparable con la inmensidad de ese mismo mar?

Si «Miti Matái» se le antojaba ya un semidiós cuando lo veía en Bora Bora, ahora esa grandeza aumentaba a medida que le veía actuar demostrando, en la práctica, la profundidad de sus ilimitados conocimientos.

Al atardecer, tras largas horas de silenciosa y rápida navegación en la que todos los ojos permanecían fijos en la superficie del mar temiendo ver aparecer en cualquier momento la terrorífica aleta del gigantesco tiburón, «Miti Matái» se alzó sobre las puntas de los pies, trepó luego al mástil de proa, y tras permanecer allí unos instantes, apuntó frente a él y sonrió a su tripulación que le observaba expectante.

— ¡Tierra! — dijo —. En cuanto oscurezca habrá pasado el peligro porque «Teatea-Maó» casi nunca ataca de noche.

Pese a ello fue una noche larga, angustiosa y llena de sobresaltos, en la que nadie consiguió conciliar el sueño.

Poco antes del amanecer una extraña serpiente abisal de poco más de metro y medio de largo pareció querer contribuir al clima de terror que reinaba en el Marara saltando a cubierta y sembrando el desconcierto entre sus pasajeros, que quisieron ver en sus inmensos ojos oscuros y su viscosa y delicada piel que se deshacía en pedazos al tocarla, a un enviado del demonio en forma de tiburón que debía estar rondando por las proximidades.

La primera luz del día les sorprendió a menos de ocho millas de una costa verde y baja que se perdía de vista hacia el norte, y fueron tal vez aquellas millas las más largas que jamás hubieran recorrido por más que el catamarán se deslizara sobre el tranquilo mar a casi siete nudos.

Pronto pudieron distinguir columnas de humo, cabañas y piraguas en la arena, y cuando al fin fondearon en el interior de una ancha laguna poco profunda lanzaron un suspiro de alivio al comprender que al fin habían conseguido escapar de la amenaza que significaba el terrorífico tiburón blanco.

Ahora lo único que quedaba era rogarle a los dioses que los habitantes de aquella isla providencial fueran gente pacífica y acogedora.

«Miti Matái» ordenó abatir las velas tras hacer sonar tres veces la caracola desmontando los palos en señal de que no tenían intención de atacar por sorpresa, por lo que al cabo de poco más de una hora una larga piragua tripulada por una docena de remeros y en cuya proa se erguía un anciano que lucía una larga capa de plumas rojas, se destacó de la playa y acudió a su encuentro manteniéndose al pairo a pocos metros de distancia.

— ¿Quiénes sois y qué es lo que queréis? — fue lo primero que inquirió el anciano con voz grave.

— Somos gente de paz y buscamos protección contra los ataques de «Teatea-Maó» — replicó «Miti Matái» haciendo una leve inclinación de cabeza —. Humildemente solicitamos vuestra hospitalidad hasta que pase el peligro.

— ¡«Teatea-Maó»! — se alarmó el otro cambiando de color —. ¿Cuándo os atacó?

— Ayer al mediodía — fue la respuesta —. No hemos vuelto a verle, pero con él todo es posible.

— Lo sé — admitió el anciano —. ¿De dónde venís?

— De Marara. Somos una expedición de castigo en busca de unos salvajes que asaltaron nuestra isla. — El «Navegante Mayor» observó con profunda atención a su interlocutor intentando descubrir la más mínima reacción ante sus palabras —. ¿Habéis sufrido alguna agresión en los últimos tiempos?

El viejo de la capa roja permaneció unos instantes pensativo, estudiando con idéntica atención a los tripulantes de la enorme nave como si quisiera descubrir sus auténticas intenciones, y por último negó con un gesto.

— No. Nadie nos ha atacado — replicó —. Pero hace un mes cuatro muchachas desaparecieron una noche sin que se haya vuelto a saber de ellas. — Agitó la cabeza como desechando la idea —. Llegamos a pensar que algún extraño pudo llevárselas, pero no habíamos visto aproximarse ninguna nave.

— Tampoco nosotros — le hizo notar «Miti Matái» —. Sin embargo, nos sorprendieron de improviso a medianoche.

El anciano meditó de nuevo, pareció convencerse de la sinceridad de los recién llegados, y concluyó por hacer un leve gesto de asentimiento al tiempo que indicaba la playa.

— Podéis quedaros — dijo —. Os brindaremos nuestra hospitalidad y juntos intentaremos ahuyentar a «Kauhúhu».

«Kauhúhu» — el «Dios-Tiburón» — estaba considerado como la más pura representación del mal en su más cruel acepción, puesto que los antiguos polinesios vivían convencidos de que en el interior de los más agresivos escualos — y de todos ellos el peor era sin duda «Teatea-Maó» — habitaban los vengativos espíritus de todos aquellos seres humanos que habían sido condenados a la maldición eterna a causa de sus horribles crímenes.

Los habitantes de aquella isla — que formaba parte del pequeño archipiélago de las Tokelau, al norte de Samoa eran gente amable — aunque no excesivamente acogedora — que aceptaron la presencia de una treintena de hombres llegados de muy lejos como si se tratara de una de esas molestas cargas que nos impone a veces la vida sin que lleguemos a entender por qué tenemos la obligación de soportarla.

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