— ¡Que Oró la fulmine…!

— ¡Y que Tané la condene a morar eternamente en las profundidades del océano! — fue la inmediata respuesta —. Jamás nadie fue tan maligno, ni se vanaglorió tan ostentosamente de esa maldad delante de quienes habían sido hasta aquel momento sus amigas y compañeras de martirio.

— ¡Cuesta trabajo aceptarlo! ¡La hija del bondadoso rey Pamáu y la tierna Tana…!

— ¡La hija del dios «Kauhúhu» y una serpiente de mar…! Aún no había cumplido los trece años pero ya disfrutaba acariciando y besando en público aquella «cosa» inmunda que había matado a Purúa y nos había causado tanto dolor y tanta vergьenza. ¡Que los demonios la confundan!

— ¡No es posible! — masculló Roonuí-Roonuí, que aún parecía dudar de la sinceridad de cuanto estaba oyendo —. Yo la tuve en mis brazos a poco de nacer y la he visto crecer… Siempre fue una chiquilla dulce y cariñosa…

— Pues en esos dos días se convirtió en el ser más pervertido que haya existido en todas las islas del océano — le contestaron —. Una bestia de mente enferma que encontró su alma gemela en otra bestia igualmente enferma.

— ¡¡Octar…!!

Como si hubiera presentido que hablaban de ella y de su amante, el alarido resonó como el aullido de una bestia herida de muerte, consiguiendo que el vello de más de uno se erízase, y obligando a todos, incluido el atareado carpintero, a clavar la vista en el tingladillo de proa.

— ¡¡Octar…!!

— ¡Oídla…! No es un ser humano. Es un demonio que merece mil muertes, pues no sólo no movió un dedo por mitigar nuestros sufrimientos, sino que, por el contrario, se regocijó con ellos tanto como se regocijaban aquellos animales.

— Sigue siendo la Reina… — masculló agriamente Roonuí-Roonuí.

— ¿Y qué ocurrirá cuando ejerza el poder? La noche y las tinieblas más profundas se abatirán sobre Bora Bora como un manto de muerte. De muerte, de horror y de vergьenza. ¿Qué dirán el día de mañana los «Oripos» sobre esa encarnación del mal que además lleva en sus entrañas al hijo de un monstruo que se convertirá a su vez en el heredero del trono? ¿Es ése el futuro que nos aguarda? ¿Tendremos que someternos a la tiranía de semejante estirpe de locos?

— No podemos consentirlo — replicó de inmediato Chimé de Farepíti —. ¡No sería justo!

— Es la ley — puntualizó Roonuí-Roonuí con un visible esfuerzo —. Puede que no nos guste, pero hemos convivido con esas leyes miles de años, y todo nuestro mundo se derrumbaría si comenzáramos a despreciarlas.

— Más se derrumbará si las acatamos — señaló Vetea Pitó.

— Eso está por ver — fue la respuesta del «Jefe de los Guerreros» —. Y en todo caso deberá ser el Consejo el que decida.

— En cuanto Anuanúa desembarque en Bora Bora, nadie, ni siquiera el Consejo, se atreverá a poner en entredicho su autoridad — argumentó serenamente Tapú Tetuanúi, para añadir con manifiesta intención —: Y los «Arioi» menos que nadie.

— No mezcles a los «Arioi» en esto — replicó Roonuí-Roonuí en un tono de voz en el que flotaba un leve tono amenazante —. No creo que tampoco les agrade la situación.

— ¡Tú sabrás! — fue la rápida e intencionada respuesta —. Pero yo no pienso vivir bajo el poder de alguien que ha cometido tal cúmulo de aberraciones.

— Siempre te queda el recurso de exiliarte — le recordó el otro.

— En ese caso serán muchos los que se exilien — intervino «Miti Matái» con su calma de siempre —. Y lo que me preocupa, es que todo esto pueda degenerar en un enfrentamiento entre dos bandos.

— ¿Y cuál sería la solución según tú? — quiso saber Roonuí-Roonuí —. ¿Matar a Anuanúa? ¿Quién de nosotros osaría ensuciarse las manos con sangre real? ¿Sabéis qué castigo reservan los dioses a quien comete semejante crimen? Lo convierten en tiburón blanco por el resto de la eternidad. — Los miró uno por uno —. ¿Quién se arriesgaría a ser un «Teatea-Maó» hasta el fin de los tiempos?

Resultó evidente que ninguno de los presentes parecía dispuesto a asumir tal riesgo, y fueron por tanto mayoría los que lanzaron un suspiro de alivio en el momento en que el carpintero señaló que la avería había sido reparada y los remeros podían ocupar sus puestos para reiniciar la marcha. Aquélla era una espinosa discusión que a nada conducía, más que a inquietar los espíritus e impedir a más de uno conciliar el sueño cuando llegase el momento.

Lo que sí estaba claro era el hecho de que en la nave no reinaba el clima de alegría y felicidad que cabría esperar tras una laboriosa e indiscutible victoria, ni aun tan siquiera el espíritu de amistad y camaradería que había sido normal hasta el día anterior. La absoluta convicción de que la dulce e inocente princesa «Arco Iris», por quien en realidad se habían hecho a la mar dispuestos a afrontar mil riesgos, se había convertido en el ser más repugnante y despreciable del que jamás oyeran hablar, había tenido la virtud de amargar todos los corazones y destrozar todas las ilusiones.

Los esfuerzos de tantos hombres, mujeres, ancianos y niños trabajando día y noche para construir la nave más veloz que nadie hubiese soñado; los sacrificios de cuantos la habían tripulado a través de los mares, y en especial las vidas de aquellos que habían caído en la arriesgada empresa, pasaban a convertirse de la noche a la mañana en un empeño inútil que nada significaba frente a la fascinación que ejercía sobre aquella despreciable criatura el desorbitado pene del asesino de su propio padre.

— ¡Qué vergьenza, oh, dios Tané! ¡Qué horror!

Tapú Tetuanúi no había conseguido encontrar palabras que expresaran mejor cuanto sentía, y tras pasar más de dos horas repitiéndolas furiosamente mientras achicaba agua en un vano intento de agotarse y no pensar en cuanto había sucedido, fue a tomar asiento junto a su mejor amigo, que al igual que él, parecía no hallar paz ni consuelo.

— ¡Deberíamos arrojarla al mar! — fue el saludo del indignado Vetea Pitó —. Tirarla por la borda y que fueran los tiburones los que se ocuparan de ella. — Trató de sonreír irónicamente —. ¡Al fin y al cabo ellos ya son tiburones!

— Arrojarla al mar sería tanto como matarla — le hizo notar Tapú Tetuanúi —. ¿Y quién se atrevería a darle el último empujón?

— Yo lo haría con sumo gusto si el castigo fuera otro. Pero la sola idea de convertirme en tiburón blanco me horroriza.

— Igual que a todos — señaló su amigo —. Al fin y al cabo, ¿quién, más que los propios reyes, pueden saber lo que significa llevar sangre real en las venas? Taaroa les concedió el poder, y únicamente él puede quitárselo.

El buceador le dedicó una larga mirada escrutadora.

— ¿De verdad crees eso? — quiso saber.

— Es lo que siempre me han dicho. Y habiendo conocido a Pamáu nunca tuve por qué dudarlo.

— ¿Y a quién ha salido ella?

— No lo sé — admitió el muchacho —. Pero recuerdo que Hiro Tavaeárii aseguraba que el sexo de las mujeres es oscuro, misterioso y lleno de recovecos. Por lo visto, cuando un hombre consigue penetrar en el último de sus rincones, acaba por apoderarse de su alma. — Hizo una brevísima pausa —. Algunas mujeres guardan allí el alma.

— Maiana no.

— Maiana no, desde luego. Pero Anuanúa es distinta, o quizá el que sea distinto es ese tal Octar…

— No — negó Vetea Pitó convencido —. Él no es distinto, puesto que si lo fuera, las otras muchachas también le hubieran entregado su alma, y tan sólo de nombrarle tiemblan. ¡Es ella! Una perra en celo y sin entrañas… ¿Por qué no la destrozaría como a Purúa? Se habría convertido en un hermoso recuerdo y no tendríamos esta odiosa sensación de haber hecho el ridículo.

— ¿Es así como te sientes? ¿Ridículo?

— ¿Acaso tú no?

— Es posible — admitió Tapú Tetuanúi —. Aunque tal vez sería mejor decir que me siento impotente… Deberíamos hacer algo para librarnos de ella, pero no se me ocurre qué.

— Algo se nos ocurrirá — musitó Vetea Pitó con intención —. Tenemos mucho tiempo y mucho mar por delante.

— ¡¡Octar…!!

El desgarrador alarido les obligó a dar un respingo, y por un instante incluso los remeros perdieron el ritmo, puesto que cada vez que aquel inhumano aullido resonaba sobre la cubierta del «Pez Volador» podría creerse que un feroz alarido de igual modo inhumano le respondía desde más allá del horizonte, porque cuantos se hallaban a bordo «sabían», sin necesidad de que nadie se lo dijera, que el sanguinario Rey de los «Te-Onó» acudía en busca de quien así le llamaba.

Y es que era sin duda el suyo un amor loco; una pasión desenfrenada propia tan sólo de seres desquiciados; de enfermos a los que una violenta hoguera parecía estar abrasando interiormente a todas horas; una hambrienta necesidad de devorarse el uno al otro que no se aplacaba nunca.

Para los asombrados pasajeros del Marara, acostumbrados desde antiguo al hecho de que el amor y el sexo constituían algo hermoso, sencillo y natural, que había sido creado por el bondadoso dios Taaroa para que sus criaturas disfrutaran, aquella absurda relación entre un monstruoso gigante tatuado y una frágil adolescente, se les antojaba tan aberrante e incomprensible como si se hubiera tratado de la unión de una tortuga marina y un delicado «a'á», el tímido pajarillo de plumas rojas, que se consideraba la representación viviente del dios Oró.

Tapú Tetuanúi evocaba sus apasionados encuentros en la playa con Maiana, a la que adoraba tanto o más de lo que cualquier hombre pudiera amar a cualquier mujer, pero por mucho que lo intentaba no lograba concebir cómo se podía transformar aquella maravillosa relación repleta de ternura, en un devastador encelamiento capaz de aniquilar la dignidad de una reina.

— Necesitamos viento.

Alzó el rostro hacia «Miti Matái» que con su escueto comentario había venido a interrumpir sus pensamientos, y le inquietó advertir la preocupación que se leía en el rostro del marino que observaba insistentemente el horizonte, a sus espaldas.

— Crees que nos siguen — inquirió.

— Supongo que sí.

— Pero saben que somos mucho más rápidos — argumentó el muchacho.

— Con viento… — fue la respuesta —. Pero en cuanto nos adentremos en la zona de las calmas, y estamos a punto de hacerlo, ellos serán mucho más rápidos. Recuerda que cargan veinte excelentes remeros por casco, mientras que nosotros no llegamos ni a la mitad.

— Tal vez hayan decidido regresar a su isla — señaló un esperanzado Tapú Tetuanúi.

— Lo dudo — sentenció el «Navegante Mayor» —. Los «Te-Onó» conocen muy bien estas aguas, y saben mucho más que nosotros sobre sus corrientes y sus calmas porque al fin y al cabo ellos están aún en su «Primer Círculo», mientras nosotros nos encontramos en el «Quinto». — Se rascó pensativo la ceja, lo que solía significar que no las tenía todas consigo —. Habrá que estar muy atentos a los más mínimos detalles — concluyó —. Muy, muy atentos.

La manifiesta inquietud de su capitán parecía plenamente justificada por el hecho de que el Marara se encontraba de nuevo muy cerca de la línea del ecuador, con lo que una fuerte corriente les empujaba hacia el este al tiempo que los vientos alisios — tanto los del norte como los del sur — habían ido perdiendo su fuerza para acabar por convertirse en una densa calima bochornosa.

Al caer la tarde se levantó una ligerísima brisa que se mantuvo apenas una hora para caer de nuevo al oscurecer, dejando el océano sumido en una quietud de muerte en la que todo era silencio, ya que ni siquiera el agua rumoreaba haciéndole la corte a los cascos del navío.

Subieron, de lo más profundo, los fantasmas, y pasada la medianoche Tapú Tetuanúi advirtió cómo la diminuta figura de la princesa surgía de su refugio para trepar a la proa de babor y permanecer allí durante más de tres horas, espiando la oscuridad a sus espaldas.

¿En qué estaría pensando?

«Miti Matái» la observaba de igual modo y el muchacho distinguió en el rostro de su héroe idéntico desconcierto, como si también a él le resultara imposible aceptar que la niña que había visto crecer correteando entre sus piernas pudiese ser víctima de una pasión tan enfermiza.

— ¡Tuve que pisotearla! — susurró de improviso — ¡Tané me asista! ¡Pisoteé a mi propia reina…! — Se volvió a su discípulo que pudo percibir con toda nitidez la angustia que se había adueñado de su espíritu —. ¿Qué castigo me reservará Taaroa cuando me llame a su presencia?

Si ya la aborrecía, descubrir hasta qué punto su comportamiento atormentaba a aquel a quien más quería, acabó por convertir ese aborrecimiento en odio, y Tapú Tetuanúi se sorprendió a sí mismo al comprender que toda la animadversión que había experimentado hasta aquel momento contra los crueles «Te-Onó» se había trasladado de improviso a la princesa, puesto que al fin y al cabo los «Te-Onó» siempre fueron salvajes que no habían aprendido a vivir de otra manera, mientras que la pequeña «Arco Iris» había sido educada en el amor y el respeto a los demás.

Un pestilente manto de amargura y decepción parecía extenderse como un sudario sobre el catamarán, y ya ni siquiera las fieles estrellas les acompañaban, puesto que las que ahora brillaban sobre sus cabezas poco tenían que ver con las que tantas veces consolaron sus penas.

Estaban solos. Solos con su absurda tragedia en mitad de un mar desconocido.

Cuando muy cerca ya del amanecer Anuanúa se retiró de nuevo a su escondite, el «Navegante Mayor» la siguió con la vista, y aferrando con inusitada fuerza el brazo de su discípulo suplicó en voz muy baja:

— ¡No permitas que llegue a Bora Bora! — Conmovía descubrir a un hombre tan íntegro sumido de aquel modo en la desgracia —. Sé que no terminaré este viaje — continuó —. Pero por favor, no permitas que ella tampoco lo haga, porque si consigue desembarcar se convertirá en la eterna deshonra de Bora Bora.



Al mediodía siguiente una solitaria gaviota sobrevoló la nave, y «Miti Matái» ordenó que se lanzara al agua un sedal con un anzuelo cebado.

De inmediato el ave se precipitó a atraparlo para resultar ella la atrapada, y en cuanto la izaron a bordo el «Navegante Mayor» le retorció el pescuezo y la abrió en dos con un afilado cuchillo para depositar sobre cubierta el contenido de su buche.

Tapú Tetuanúi intercambió una mirada de extrañeza con Chimé de Farepíti, puesto que, lógicamente, el buche de aquel pobre bicho no contenía más que una cabeza de pez volador, y una larga ristra de tripas de pescado a medio digerir.

No obstante, y tras observar los hediondos despojos como si le fuera en ello la vida, palparlos, olerlos y meditar largamente, «Miti Matái» comentó en voz alta:

— Nos vienen siguiendo, y no estarán a más de veinte millas de distancia.

Aquello era, una vez más, cosa de brujería.

La brujería de los navegantes polinesios llevada a sus últimos extremos de sofisticación, y el perplejo Tapú Tetuanúi tuvo la desagradable sensación de que se mareaba.

— ¿Cómo puedes saberlo? — acertó a barbotear al fin.

El capitán del Marara se limitó a señalar lo que había estado estudiando.

— ¿Qué ves ahí? — inquirió.

— Una cabeza de pez volador, y un montón de tripas.

— ¿Y dónde está el resto del pez volador?

— No tengo ni idea.

— ¿Y de qué son las tripas?

— No lo sé.

— Las tripas pertenecían a un «Mahi-Mahi» de unos doce kilos, y la cabeza a un pez también demasiado grande como para que una gaviota lo haya capturado por sí misma. ¿Qué te dice eso?

— Que se trata de despojos que alguien arrojó al mar.

— ¡Al fin empiezas a pensar…! — se congratuló su maestro —. Nos encontramos a más de ochenta millas de la costa más cercana, y ninguna gaviota se adentraría tanto en el océano a no ser que fuera siguiendo a una embarcación de cuyos despojos se alimenta… ¿Lo entiendes ahora?

— Lo entiendo — admitió el muchacho —. Pero lo que aún no entiendo es cómo puedes calcular a qué distancia se encuentra.

— Puedo hacerme una idea porque aún no ha digerido por completo, lo cual significa que debe hacer poco más de una hora que comió.

— Y veinte millas es lo que una gaviota acostumbra a volar en una hora si no tiene excesiva prisa… — concluyó el timonel que había permanecido atento a la lección —. Milla más, milla menos.

— ¿Y cómo es que sabía que estábamos aquí? — quiso saber Chimé de Farepíti.

— Porque nos distinguió desde las alturas — replicó «Miti Matái», para añadir meditabundo —: Con lo cual ha conseguido que los «Te-Onó» nos «hayan visto» también y sepan ahora dónde estamos.

— ¿Por qué?

— Porque si son tan buenos marinos como para llevar a feliz término tan largas travesías, se habrán percatado de que esa gaviota les ha abandonado para dirigirse hacia un punto en el que ellos saben muy bien que no existe isla alguna. — Abrió las manos con el clásico ademán con el que siempre daba a entender que las cosas estaban muy claras —. Conclusión… — añadió —: Imaginan que si se marchó fue porque vio una nave que ellos no pueden distinguir desde abajo, pero que se encuentra al alcance de la vista de una gaviota: es decir, a unas veinte o treinta millas de distancia.

¡Le quedaban aún tantas cosas por aprender de aquel hombre!

Tapú Tetuanúi comenzaba a abrigar el convencimiento de que ni en cien años que viviera junto a su mentor sería capaz de asimilar todo cuanto sabía sobre el mar y sus secretos, y por ello, cuando a veces le daba a entender que pronto le abandonaría, sentía un invencible deseo de echarse a llorar inconsolablemente.

— ¿Y qué vamos a hacer ahora? — inquirió cuando al fin recuperó el aliento que había perdido ante tan desconcertantes explicaciones —. Si saben que estamos aquí y seguimos sin viento, pronto nos alcanzarán.

— No será antes de que amanezca — sentenció el «Navegante Mayor» —. Pero al amanecer ya no estaremos aquí.

— ¿Y dónde estaremos?

— Donde menos se lo imaginen — replicó el capitán del Marara sonriente —. Lo único que tenemos que hacer, es obligarles a seguir un rumbo equivocado.

Ordenó que le trajeran la mayor calabaza que hubiera a bordo, y tras mediarla de aceite de coco la cerró herméticamente, sellándola con la resina que el carpintero usaba para calafatear la nave. Por último, le ató en lo alto una gran cabeza de pescado, y uno de los pequeños espejos que habían obtenido de los españoles.

Cuando faltaba menos de media hora para el oscurecer clavó en el fondo de la improvisada boya una delgada espina, y pidió a Tapú Tetuanúi que la colocara con cuidado en el agua.

Lentamente, la calabaza comenzó a desplazarse hacia el este, empujada por una fuerte corriente que la movía con mucha más rapidez que al pesado catamarán, y al cerciorarse de que seguía el rumbo que había supuesto, «Miti Matái» ordenó sonriente:

— ¡Todos a los remos! ¡Proa al sur!

— ¿Para qué has hecho eso? — inquirió de inmediato Tapú Tetuanúi, cuya sed de conocimientos no se saciaba nunca.

— Para que los «Te-Onó» vayan tras ella — fue la respuesta —. ¡Y para obligarles a remar hasta que se les rompan los brazos! — añadió divertido —. Con su flotabilidad y la velocidad de la corriente, esa calabaza va a correr como loca, y cuando la alcancen, si es que la alcanzan, estarán medio muertos.

— ¿Y para qué sirve el aceite de coco? — quiso saber de nuevo Tapú Tetuanúi.

— Al rezumar lentamente a lo largo de la espina, irá dejando manchas que en este mar tan inmóvil resultarán claramente visibles — sonrió burlón —. Los «Te-Onó» creerán que somos tan estúpidos que no nos hemos dado cuenta de que nuestra cocina deja filtrar la grasa.

— Entiendo… — admitió el muchacho —. ¿Y la cabeza de pescado?

— Por si aparece otra gaviota. Acudirá a comérsela y nuestros perseguidores la seguirán.

Casi le daba vergьenza hacerlo, pero quería saberlo todo, y Tapú Tetuanúi insistió machaconamente:

— ¿Y el espejo?

— Constituirá un magnífico reclamo… — sentenció divertido el «Navegante Mayor» —. ¿Te has fijado en cómo devuelve los rayos del sol lanzando reflejos que se advierten desde muy lejos…? De tanto en tanto, cuando la calabaza gire, lanzará esos destellos, y los «Te-Onó» creerán que se trata de nuestras espadas, que ya han tenido ocasión de ver. — Una vez más abrió las manos con su eterna lógica de siempre —. Ellos saben que nadie más que nosotros posee objetos fabricados con pedazos de sol y luna, por lo que serán capaces de ir tras ese espejo hasta la mismísima «Tierra Infinita».

Tapú Tetuanúi le observó estupefacto y al cabo de unos instantes agitó la cabeza como si regresara de un largo sueño para inquirir muy serio:

— ¡Qué cosas se te ocurren! ¿Cómo diablos puedes ser tan listo?

— No es que sea listo — fue la sencilla respuesta —. Y no es que se me ocurran a mí. Forman parte de la vida de un navegante. Salvo el truco del espejo, que sí es idea mía, el resto lo aprendí de mi padre.

— Pues entonces tu padre era muy listo.

— Él lo aprendió a su vez de su padre, y éste del suyo, y así a lo largo de treinta generaciones. — Le golpeó con afecto la pierna, como le gustaba hacer de vez en cuando —. Si nuestro pueblo ha conseguido sobrevivir más de dos mil años en el mar, es gracias a que ha aprendido a conocerlo a base de observación. Y si te insisto tanto en que te fijes en los detalles, es porque en la naturaleza nada ocurre por capricho. Todo tiene una razón de ser, y todo está relacionado entre sí. — Le sonrió con afecto —. Por eso, si ves una gaviota a más de ochenta millas de la costa, no puedes limitarte a comentar: «¡Oh, qué bien. Una gaviota!» No; tienes que preguntarte la razón por la que está allí, y buscarle una respuesta lógica a esa pregunta. Lo mismo ocurre cuando una nube se detiene, una ola entra por donde no debería entrar, o el cielo cambia de color. Si estás atento siempre sabrás que algo ha ocurrido, o algo está a punto de ocurrir.

— ¿Crees que algún día llegaré a saber tanto como tú?

«Miti Matái» le observó de medio lado como si él mismo estuviese haciéndose la misma pregunta, y al fin optó por encogerse de hombros mostrando su ignorancia.

— Eres muy listo — dijo —. Y has aprendido mucho en estos meses, pero aún te falta concentración. — Hizo un leve gesto que tal vez pretendía ser de fatalidad —. Si continuara a tu lado probablemente llegarías a ser un auténtico gran navegante, pero por desgracia presiento que no voy a durar mucho…

— ¿Por qué insistes en asegurar semejante tontería? — se lamentó el muchacho —. Estás más sano que cualquiera de nosotros.

— Es posible — admitió el capitán del Marara —. Pero algo ocurrirá porque nadie, y yo menos que nadie, puede ir contra los designios de Tané. — Su tono era ahora de profundo pesar —. Lo único que le pido es que me permita conducir la nave hasta que entremos de nuevo en el «Cuarto Círculo». Una vez allí la pondré en tus manos, porque estoy convencido de que sabrás conducirla a casa.

— ¡Odio que hables así!

— También yo, pero no tengo intención de llamarme a engaño. Los dioses tienen sus leyes, y nuestro deber es respetarlas.

— Es una ley estúpida.

— Te equivocas. Es una ley muy inteligente, que impide que los hombres nos creamos superiores a lo que en realidad somos. Nos da libertad para ir y volver al «Quinto Círculo» demostrando así nuestro valor, pero nos recuerda cuáles son nuestros límites frente a la magnificencia de los designios de los dioses. «Eres pequeño, nos dice, pero por una vez puedes ser grande.»

— Si no continúas enseñándome jamás conseguiré convertirme en un verdadero navegante.

— Hay otros buenos maestros — le hizo notar «Miti Matái» con naturalidad —. Yo aprendí mucho con el gran Vatau de Moorea, que es uno de los hombres más sabios que conozco. Debe ser ya muy anciano, pero estoy seguro de que si vas de mi parte te aceptará como discípulo. — Le guiñó un ojo con picardía —. Al fin y al cabo, serás alguien que ya ha conseguido regresar del «Quinto Círculo».

— ¿Cuánto tiempo tendré que estudiar? — quiso saber el muchacho.

— Tres años. Tal vez cuatro — fue la respuesta —. Eso dependerá de lo que te apliques.

— Maiana no esperará tanto tiempo.

«Miti Matái» lanzó un resoplido que en cierto modo venía a significar que estaba harto de aquel nombre.

— ¡Maiana! — exclamó —. ¡Siempre Maiana! Alguien que aspira a convertirse en «Gran Navegante» y, tal vez, algún día en el «Navegante Mayor» de Bora Bora, no puede estar tan obsesionado por lo que guarda una mujer entre las piernas. Ser Navegante no es como ser Rey, para lo cual tan sólo necesitas buen juicio, o como ser Sumo Sacerdote, al que le basta con la fe. El Navegante lo tiene que saber todo sobre el océano, y el océano es demasiado grande y demasiado profundo. Tus ojos, tus oídos, tu olfato, tu tacto, tu inteligencia y tu memoria deben estar únicamente consagrados a lo que haces, y si algo te distrae, tienes que apartarlo.

— ¿Acaso tú no amas a tu mujer?

— Mucho — admitió el otro —. Tanto como puedas amar tú a Maiana, pero me he acostumbrado a la idea de no pensar en ella más que en mis momentos de descanso.

— Jamás he visto que tengas un solo momento de descanso.

— Tal vez no lo tenga mientras de mí dependan más de treinta vidas — admitió el capitán del Marara —. Pero cuando estoy en tierra le dedico la totalidad de mi tiempo. Debes entender que en el momento de navegar tan sólo estás casado con el mar, pues de lo contrario corres el peligro de que te traicione. — Hizo un leve ademán con la barbilla indicando las tranquilas aguas —. Ahora, por ejemplo, parece manso e inofensivo, pero me temo que está intentando jugarnos una mala pasada.

Tapú Tetuanúi dedicó un largo rato a observar un océano que parecía casi solidificado, y a estudiar un cielo que no se diferenciaba en nada del cielo de cualquier otro atardecer, y tras reflexionar buscando algún oscuro peligro acabó por admitir su ignorancia.

— No veo nada que pueda inquietarnos — dijo.

— Pues está ahí — fue la respuesta —. De momento es invisible, pero si no sabes descubrirlo a tiempo mandará tu barco al fondo del mar en poco tiempo.

— ¿Quién? — inquirió el ansioso muchacho.

— «Niho-Nuí» — fue la desconcertante respuesta —. «El Gran Diente».[9]

— ¿Un tiburón gigante? — se inquieto Tapú —. ¿Una ballena?

— ¡Oh, no! — rió el otro casi ofensivamente —. En estos momentos «El Gran Diente» apenas tiene el tamaño de un piojo, y cuando alcance su máximo desarrollo no será mayor que mi dedo, pero suelen ser tantos y trabajan con tanta eficacia que pueden convertir el Marara en un trasto inútil.

— ¿Cómo?

— Comiéndoselo. Los «Niho-Nuí» se alimentan de madera, cualquier clase de madera por dura que sea siempre que se encuentre dentro del agua. Y ésta es la época en que acostumbran a reproducirse. Cuando el agua está tan caliente y encalmada como ahora, los «Niho-Nuí» sueltan millones de crías que flotan en grandes colonias hasta fijarse en un pedazo de madera. Suelen estar muy hambrientas, por lo que en muy poco tiempo perforan un casco.

— ¡Mierda!

— Tú lo has dicho — corroboró el «Navegante Mayor» —. Son una auténtica mierda que nos puede causar muchos problemas.

— ¿Y estás seguro de que nos atacarán?

El otro señaló un pedazo de tabla que arrastraban atada a un corto cabo y en la que el muchacho apenas había reparado.

— Pronto lo comprobaremos — puntualizó —. Si se han fijado ya en esa madera, quiere decir que también se han fijado al fondo del barco.

— ¿Qué haremos entonces?

— Lo sabrás a su tiempo… Ahora concéntrate en las estrellas que pronto empezarán a hacer su aparición, porque o mucho me equivoco, o «nuestro cielo» debe encontrarse ya muy cerca.

Tapú Tetuanúi estaba acostumbrado al hecho de que cuando su maestro solía decir: «o mucho me equivoco», significaba que no se equivocaba en absoluto, por lo que no le sorprendió descubrir que horas más tarde el paisaje celeste empezaba a parecerse nuevamente a aquel que tan bien conocía, y eso venía a corroborar que se encontraban justamente sobre la raya del ecuador, empujados hacia el este por una mansa pero firme corriente que obligaba a la embarcación a derivar continuamente hacia babor en su intento de progresar hacia el sur.

Los hombres bogaban sin descanso con aquellas paladas profundas y silenciosas — «a la Rama» — que habían hecho famosos a los remeros de Bora Bora, que cuando se lo proponían, eran capaces de hacer avanzar una embarcación sin que se sintiera un rumor ni se alzara una gota de agua.

En realidad no hacían ruido ni promovían espuma, porque cabría asegurar que prácticamente jamás sacaban la «pagaya»[10] del agua, ya que al tener ésta la pala muy ancha pero muy afilada por los bordes, con un mango largo, redondo y resistente, lo confiaban todo a un peculiar juego de muñecas en el que empujaban la nave con la «pagaya» plana, que de inmediato volvía a su primera posición cortando el agua con el borde afilado.

Este sistema exigía, por lógica, un doble esfuerzo y un duro entrenamiento que obligaba a girar brazos y muñecas de una forma automática y en perfecta sincronización con sus compañeros, pues de lo contrario el efecto que se produciría resultaba absolutamente negativo, ya que el avance de la embarcación se veía frenado una y otra vez.

Pero «Navegar a la Rama» era una asignatura obligatoria para todos los muchachos de Bora Bora desde el día en que trepaban por primera vez a una piragua — a menudo incluso antes de haber aprendido a caminar — y por lo tanto no resultaba sorprendente que los tripulantes del Marara fuesen capaces de pasarse toda la noche bogando así con la intención de desviarse sigilosamente de la ruta que habrían de seguir sus implacables perseguidores.

«Miti Matái» había sabido elegir bien a sus hombres, y entre ellos el hercúleo Chimé de Farepíti no desentonaba en absoluto, aunque en más de una ocasión le vinieran a la mente las palabras del «Navegante Mayor» en el momento de aceptarle: «Remarás hasta que te sangren las manos…», pues pese a que sus manos siempre habían sido fuertes y callosas, no necesitaba que llegase la luz del día para comprobar que las ampollas que se le habían formado empezaban a supurar.

Poco antes de amanecer, el capitán obligó a detener la nave y desmontar los palos, ordenando a cuantos se encontraban a bordo que permaneciesen tendidos sobre cubierta hasta que los vigías se cerciorasen de que el enemigo no se hallaba a la vista.

— Cuanta menos altura tengamos y menos nos movamos, más difícil será localizarnos. Y sobre todo, que nadie saque de los chamizos ningún objeto que pueda reflejar el sol.

Toda precaución parecía poca, pero en esta ocasión resultó innecesaria, puesto que los vigías no advirtieron rastro alguno de vida en todo cuanto alcanzaba la vista en cualquier dirección.

«Miti Matái» pidió entonces a los hombres que descansaran durante las horas más calientes del día, y en verdad que se trataba de otra jornada auténticamente bochornosa, que obligaba a temer que pudiese llegar a formarse un nuevo tifón.

— No es época — sentenció el «Navegante Mayor», seguro de sí mismo ante la pregunta de Tapú Tetuanúi —. Es tiempo de «Niho-Nuí», no de tifones.

Al muchacho le hubiera gustado saber qué diferencia existía, ya que las circunstancias se le antojaban idénticas a cuando se gestó el tifón, pero se diría que en esta ocasión su mentor no tenía el más mínimo deseo de darle explicaciones, dejando pasar la mayor parte del día contemplando absorto la inmensidad de un mar que parecía fundirse bajo un sol de fuego.

Tapú Tetuanúi había advertido que desde que salieran de la isla de los «Te-Onó» su héroe apenas descansaba, por lo que no podía por menos que preguntarse cuánto tiempo resistiría sin caer enfermo, teniendo en cuenta la continua tensión emocional a que se encontraba sometido.

Ya no le cabía duda de que se trataba de un superhombre capaz de captar detalles que escapaban a todos, pensar por todos, o tomar decisiones que afectaban a todos, pero empezaba a preocuparse por su estado de salud, temiendo que un día cayese víctima del agotamiento.

Tapú no se cansaba de mirarle como si quisieran arrebatárselo, y cuando le invadía tan odiosa sensación experimentaba una profunda ansiedad y una indescriptible amargura, puesto que en lo más íntimo de su ser anidaba el convencimiento de que una vida sin «Miti Matái» se transformaría en una vida carente de sentido.

Y es que la esencia de treinta generaciones de marinos se había concentrado en el espíritu de Tapú Tetuanúi, que necesitaba de su maestro para llegar a convertirse en el «Gran Navegante» que la sangre de tantos antepasados reclamaba.

Los conocimientos que se habían ido acumulando siglo tras siglo tenían que cambiar de manos, pero para que eso ocurriera se necesitaba tanto del donante como del receptor.

Tapú Tetuanúi se mostraba cada vez más ansioso por recibir y a menudo comenzaba a temer que su maestro le fallara.

Durante todo el resto del día no se vislumbró rastro alguno de las naves enemigas, ni aun de un ave lejana que pudiese estar alimentándose de sus despojos, lo cual contribuyó a aliviar la inquietud que reinaba a bordo, pese a lo cual a media tarde ocurrió algo que vino a deprimir aún más los ánimos.

Una de las muchachas rescatadas dio a luz a un niño.

Todos habían advertido desde el primer momento que se encontraba embarazada, aunque por una elemental delicadeza fingieron no darse por enterados, comprendiendo que bastante dolor y vergьenza sufría como para recordarle que llevaba en las entrañas el hijo de un salvaje violador y asesino.

Pese a tratarse de una primeriza, durante el difícil parto no lanzó un solo lamento ni aun tan siquiera un suspiro que demostrase lo que estaba sufriendo, limitándose a morderse los labios hasta sangrar, cerrar los ojos y expulsar la criatura como quien se libera de una carga insoportable.

«Vahíne Tipanié» recogió el niño aún empapado en sangre y con el cordón umbilical colgando, y fue a presentárselo al capitán de la nave, que continuaba contemplando el horizonte.

No pronunciaron ni una sola palabra.

La mujer hizo un leve gesto como queriendo saber qué hacía con «aquello», y el «Navegante Mayor» se limitó a indicar el agua con un imperceptible ademán de cabeza.

Se escuchó un leve chapoteo, un cortísimo llanto, y de inmediato un pequeño tiburón de fríos ojos se apoderó de la ensangrentada presa para desaparecer con ella en las oscuras profundidades del océano.

Esa noche nadie tuvo ánimos para pronunciar ni una sola palabra.

Tan sólo, casi al amanecer, se escuchó un nuevo alarido:

— ¡¡Octar…!!



Cuando dos días más tarde «Miti Matái» extrajo la tabla del agua, el corazón de todos los presentes pareció encogerse, e incluso alguna de las mujeres palidecieron visiblemente.

Docenas de pequeños gusanos del largo de una uña anidaban ya en la madera, horadándola con implacable constancia mientras iban recubriendo las paredes de las galerías con una resistente capa calcárea, lo que las convertía en tubos perfectos e indestructibles por los que penetraba un agua que ablandaba la madera con el fin de que el «Gran Diente» pudiese continuar avanzando con su continuo girar de una cabeza provista de dos minúsculas pero durísimas conchas.

La capacidad destructora del Teredo navalis del Pacífico Ecuatorial supera en proporciones inimaginables a las del Teredo megolara o el Teredo noruégica de aguas frías, y su velocidad de crecimiento hasta alcanzar el tamaño y el grosor de un dedo meñique, asombra casi tanto como repugna su viscosa apariencia.

Ni siquiera la famosa «Broma» del Caribe, que antaño destruyera escuadras enteras, incluida la última de Cristóbal Colón, que tuvo que ver cómo sus naves se deshacían como papel mojado frente a las costas de Jamaica, admite punto de comparación frente al temible «Niho-Nuí» o «Gran Diente», que derrite los barcos como si fueran de cera.

— ¡Tané nos asista! — exclamó de inmediato un atemorizado Vetea Pitó al que los gusanos parecían asustar aún más que los propios «Te-Onó» —. Da la impresión de que nos estén devorando los pies para llegarnos a las tripas.

— Lo malo no es que agujereen la madera… — puntualizó el «Navegante Mayor» —. Por suerte Tevé Salmón empleó el mejor «tamanú», que aún aguantará un par de semanas. El verdadero peligro estriba en que cuando tropiecen en su camino con las ligaduras las destrozarán fácilmente, con lo que provocarán enormes vías de agua que nos mandarán al fondo en poco tiempo.

— ¿Y qué podemos hacer?

— Buscar tierra — fue la serena respuesta —. Lo único que acaba con estos malnacidos es el aire. Necesitamos varar la nave cuarenta y ocho horas, o de lo contrario serán ellos los que acaben con nosotros.

— ¿Y hay tierra cerca?

— ¡Más vale que la haya…! — fue la espontánea respuesta matizada por un cierto sentido del humor —. Si no la encontramos pronto nos veremos con el culo en remojo.

A partir de aquel momento, hasta el último pasajero de la nave dedicó la mayor parte de su tiempo a intentar descubrir la más mínima pista que indicase la posibilidad de una isla, y cada mañana lo primero que hacía «Miti Matái» era sacar del agua la tabla para estudiar los progresos que habían hecho los tenaces «teredo» en su incansable labor, calculando de ese modo los daños que podían estar sufriendo los cascos del «Pez Volador».

— La quilla no me preocupa — le hizo notar a su alumno durante una de aquellas diarias inspecciones —. Es gruesa y está perfectamente ensamblada. Pero el tablazón de las bandas apenas tiene dos dedos de espesor, y sobre todo los cabos deben encontrarse ya muy reblandecidos por el agua. — Dejó escapar una leve sonrisa no exenta de amargura —. Resultaría muy triste que hubiésemos vencido a los «Te-Onó», a un tiburón blanco, e incluso a un violento tifón, para caer derrotados por unas repugnantes babosas que se pueden aplastar con un dedo.

— Tané no lo consentirá — exclamó el muchacho seguro de sí mismo.

— Los dioses pueden llegar a ser muy crueles — fue la respuesta —. Y muy retorcidos. Se divierten permitiendo que les venzamos en grandes batallas para acabar por derrotarnos en vergonzosas escaramuzas.

— Encontrarás tierra — sentenció Tapú Tetuanúi con su inquebrantable fe de siempre.

— Las cosas sólo se encuentran cuando existen — le hizo notar su maestro —. Y lo que no sabemos es si existe una isla lo suficientemente cerca como para llegar a tiempo.

Continuaban fuera de los límites del «Cuarto Círculo», por lo que ni aun en la memoria del viejo «Oripo» — en caso de que viviese — se hallaba registrado ningún dato que permitiese abrigar la esperanza de que en tan lejanas latitudes se alzasen islas en las que recalar para sacar el catamarán a tierra, y la preocupación del «Navegante Mayor» llegó a tales extremos, que en los momentos de absoluta calma, cuando ni siquiera el rumor de un agua que seguía caliente y como muerta alcanzaba a romper el angustioso silencio, se tumbaba cuan largo era en el fondo de uno de los cascos, para pegar el oído a su costado tratando de captar el levísimo rumor que producían los destructivos gusanos en su persistente avance.

Por su parte, el carpintero había comenzado a afilar pequeñas estacas que tendría que ir introduciendo en los agujeros a medida que se fueran produciendo, aunque parecía plenamente convencido de que semejante remedio no serviría de nada a partir del momento en que los cascos se convirtiesen en auténticos coladores que muy pronto no serían capaces de resistir el embate de las olas.

Dos días más tarde empezó a llover como si a los cielos se les hubiese ocurrido la idea de que el océano estaba descendiendo de nivel, y era tal la cantidad de agua que caía, que a veces resultaba difícil decidir dónde comenzaba la superficie del mar y dónde el aire.

Como pollos empapados, los tripulantes del Marara resistían impertérritos el interminable chaparrón, preguntándose la razón de aquel nuevo castigo que les imponían unos dioses que tan hostiles se mostraban últimamente, y comenzaba a circular el rumor de que era la odiosa actitud de Anuanúa la que provocaba semejante cúmulo de desgracias.

Oculta durante el día en un rincón del chamizo de proa, la princesa únicamente soportaba la presencia de «Vahíne Tiaré», a la que insistía para que intercediese cerca de «Miti Matái» con el objeto de que la devolviesen a la isla de los «Te-Onó».

— Si no lo hace — argumentaba —, Octar me seguirá hasta la mismísima Bora Bora y pasará a cuchillo a todo el que se interponga en su camino. Soy su mujer, llevo en el vientre a su hijo, y no es hombre que acepte que le arrebaten a su familia.

— Y «Miti Matái» no es hombre que se vuelve atrás — le hacía notar la «Vahíne» —. Ha tomado una determinación y seguirá hasta el fin.

— Pues le haré ejecutar en cuanto lleguemos a Bora Bora — fue la respuesta.

— Él sabe muy bien que jamás llegará a Bora Bora.

— En ese caso, haré que ejecuten a todos cuantos le han obedecido.

¿Qué se podía responder ante semejante barbaridad?

Cuando se encontraba a solas con su íntima amiga, «Vahíne Tipanié», «Vahíne Tiaré» era también de la opinión de que lo mejor que se podía hacer era librarse de una vez por todas de una repugnante criatura que se había convertido en una obsesa sexual, y a la que creía muy capaz de sacrificar a su propia madre con tal de regresar junto al hombre que la mantenía hechizada.

— Lo suyo no es amor — decía —. Es como si estuviera poseída por un demonio que se ha adueñado de su cuerpo, su voluntad y su alma.

— Tal vez el Sumo Sacerdote pueda conjurar el hechizo.

— El Sumo Sacerdote ha muerto. Y aunque viviera, dudo que hubiera sido capaz de hacer algo en este caso.

¿Qué podían sentir una treintena de hombres y mujeres que se sabían en peligro de muerte, conviviendo en tan limitado espacio con un ser que no hubiera dudado a la hora de aniquilarlos con tal de acostarse con un monstruo?

Para contribuir a exacerbar los ánimos, seguía lloviendo y el asfixiante calor alzaba una espesísima niebla que limitaba la visibilidad a un centenar escaso de metros, por lo que la mayoría de los pasajeros del «Pez Volador» empezaban a abrigar la impresión de que estaban condenados a vagar eternamente por un océano que había pasado a convertirse en la antesala del infierno.

Aquél era el auténtico «Quinto Círculo»; el lugar del que nadie regresaba.

Incluso el animoso Tapú Tetuanúi comenzó a advertir que su entereza se derrumbaba y en algún momento llegó a pensar que lo mejor que podía ocurrir era que los «Niho-Nuí» devorasen la nave concluyendo así con tan insoportable situación.

— Saldremos de ésta — le señaló sin embargo un día «Miti Matái» —. Peor estaban las cosas cuando el agua se volvía sólida y mis compañeros morían de frío… — Lanzó una triste mirada a sus abatidos hombres y añadió con amargura —: Malo es ver cómo tu barco se hunde, pero peor es ver cómo se hunde tu tripulación mientras la nave aún se mantiene a flote. Sin embargo — añadió —, debes tener confianza porque me consta que yo no lo conseguiré, pero estoy convencido de que Tané se apiadará de vosotros y regresaréis a casa.

Transcurrió toda una semana sin que nada cambiara, pero Tané comenzó a apiadarse del Marara a partir del momento en que el vigía de proa distinguió una enorme tortuga que nadaba cansinamente a ras de agua, por lo que de inmediato «Miti Matái» ordenó seguirla en silencio con el fin de comprobar si mantenía un rumbo fijo y cerciorarse de cuál era exactamente ese rumbo.

Por último ordenó desmontar la parte alta de la red de popa, virar en redondo, y avanzar bogando sigilosamente hacia atrás, hasta conseguir que la red pasara por debajo de la tortuga antes de que tuviera ocasión de percatarse de la maniobra.

— ¡Izadla! — gritó entonces.

Sus hombres obedecieron y en cuanto el animal se encontró pateando de espaldas sobre cubierta, el «Navegante Mayor» introdujo la mano por la parte posterior del caparazón, tanteó a ciegas y al poco sonrió tan abiertamente como jamás lo había hecho hasta el presente.

— Lo que supuse al ver la forma en que nadaba — dijo —. Se trata de una hembra repleta de huevos. Va en busca de una playa para desovar, y ella sabe por instinto dónde se encuentra por mucha niebla que exista… — Señaló el punto hacia el que se dirigía la tortuga —. ¡Todos a los remos y atentos a la deriva!

Los hombres obedecieron bogando ahora con redoblado entusiasmo, entrada la noche escucharon innumerables graznidos de aves que revoloteaban sobre sus cabezas, casi a las tres de la mañana les llegó, inconfundible, un dulce aroma a tierra empapada, y poco más tarde surgió ante ellos la familiar silueta de un largo arrecife de coral.

«Miti Matái» decidió esperar a que llegara el amanecer para tratar de encontrar una entrada a la laguna que se vislumbraba al otro lado de la rompiente, y tras cerciorarse de que todo estaba en orden, recostó la cabeza en el mástil de popa, cerró los ojos y por primera vez en muchos días durmió profundamente y sin sobresaltos hasta que por levante hizo su aparición el primer aviso del alba.

La isla a la que en esta ocasión habían accedido, era un típico cono volcánico erosionado por el paso de los siglos, que poco a poco se había ido hundiendo en el mar al tiempo que los corales formaban una amplia barrera protectora a su alrededor.

En cierto modo recordaba a Bora Bora, aunque era desde luego mucho más pequeña, gran parte del cráter había desaparecido siglos atrás bajo las aguas, y su máxima cumbre, cubierta en su totalidad por una espesa vegetación selvática, apenas alcanzaría los cuatrocientos metros de altitud.

No se advertía rastro alguno de vida humana, pero el «Navegante Mayor» parecía decidido a extremar precauciones, puesto que tras casi dos horas de paciente observación, ordenó que se lanzara de nuevo al agua la tortuga que continuaba sobre cubierta.

— ¡Fijaos bien hacia adónde se dirige! — rogó a todos —. Se hundirá en el acto, pero pronto reaparecerá. Si nada directamente hacia la playa, quiere decir que la isla está deshabitada, pero si se queda en mar abierto significa que hay gente en tierra y tan sólo se acercará cuando caiga la noche.

Aguardaron, atentos y casi con el alma en vilo, hasta que Vetea Pitó, que había trepado a lo alto del mástil delantero, señaló la diminuta cabeza que había encontrado un paso en el arrecife de coral y nadaba plácidamente por el interior de la laguna en dirección a una hermosa playa cuya caliente arena incubaría sus huevos y protegería sus crías de los depredadores.

Pese a que también confiaba ciegamente en el instinto de «Honú», el animal más amado y respetado por los polinesios, Roonuí-Roonuí envió cuatro exploradores a tierra ordenando a dos de ellos que permanecieran de vigía en la más alta cumbre.

— Y procurad no dejar huellas de vuestro paso — concluyó —. «Miti Matái» cree que es muy probable que los «Te-Onó» recalen aquí, y no conviene que descubran que hemos estado.

— ¿Por qué supones que vendrán? — quiso saber Chimé de Farepíti, volviéndose al «Navegante Mayor» —. Esto no es más que un islote perdido…

— Para ti puede que lo sea — fue la respuesta —. Pero estoy seguro de que los «Te-Onó» lo conocen muy bien.

— ¿Qué te hace pensarlo?

«Miti Matái» señaló el gran número de marcas que se distinguían en la arena de la playa, y que iban desde el borde del agua hasta unos ocho o diez metros tierra adentro.

— ¡Fíjate en esas huellas! — dijo —. Las han hecho las tortugas que vienen a desovar. Hay muchísimas, ¿no es cierto? ¿Qué te indica eso?

— Que no deben tener demasiadas islas por aquí cerca a las que acudir a desovar.

— ¡Exactamente! — corroboró el capitán del Marara —. Ésta es de las pocas, y los «Te-Onó» deben saberlo, puesto que aún se encuentra casi en los límites de su «Primer Círculo». — Abrió como siempre las manos al sacar sus conclusiones —. Visto que han demostrado ser unos excelentes navegantes, ya sabrán que necesitan poner sus barcos a secar si no quieren que los «Niho-Nuí» los manden al fondo dentro de unos días. — Chasqueó la lengua en lo que pretendía ser un gesto fatalista —. ¡Así que no debe sorprenderos verles aparecer en cualquier momento!

— Y lo dices tan tranquilo… — se horrorizó «Vahíne Tipanié» —. ¡Se trata de auténticos monstruos! ¡De caníbales!

— Lo sé — admitió el otro —. Y lo penúltimo que desearía en este mundo es enfrentarme a ellos. — Hizo un significativo gesto hacia los cascos del catamarán —. Pero lo último que deseo en este mundo, es que esos repugnantes gusanos me coman el barco.

— ¿Y qué haremos si llegan mientras la nave está en tierra? — inquirió un impresionado Tapú Tetuanúi —. ¡Son muchos más que nosotros!

— Tendré que pensarlo — fue la humorística respuesta —. Pero mientras sigáis parloteando no podré hacerlo.

Le permitieron por tanto que «pensara», y tras bajar a tierra y recorrer muy despacio todo el perímetro de la isla, el «Navegante Mayor» señaló al fin un islote de no más de setenta metros de diámetro que se alzaba en una de las más alejadas esquinas del arrecife.

— Nos esconderemos allí — dijo.

— ¿En ese islote? — se asombró Roonuí-Roonuí —. Ahí casi no cabe el Marara, y si cupiera, se vería.

— Eso es justamente lo que quiero que piensen — fue la respuesta —. Los «Te-Onó» nunca sospecharán que en un lugar tan pequeño se oculta un barco tan grande.

— ¿Y cómo esperas conseguirlo? — inquirió irónico el otro.

— Desarmándolo — puntualizó «Miti Matáí» —. Ellos buscan un gran catamarán, pero nosotros ocultaremos un casco en una parte y otro en otra.

Pusieron manos a la obra y se afanaron como quizá nunca lo habían hecho, varando la embarcación en la playa del islote para que el carpintero y sus ayudantes separaran cada uno de los cascos de la gran cubierta superpuesta entre ambos.

Entretanto, el resto de los hombres se habían dedicado a cavar dos largas zanjas de casi cuatro metros de ancho por dos de profundidad, de forma que cuando se trasladaron allí los cascos, apenas sobresalían metro y medio sobre la arena. Por último excavaron un amplio escondite que techaron con la cubierta, camuflándola con arena, hojarasca, palmeras y los pequeños arbustos que proliferaban por doquier, de tal forma que cuando al fin se dieron por satisfechos, cabría asegurar que el gigantesco catamarán y sus treinta y tantos pasajeros habían desaparecido como por arte de magia de la faz de la tierra.

Tan sólo una persona que cruzase a nado la amplia laguna y se adentrase en el islote estaría en condiciones de descubrir — a condición de tropezar con uno de los cascos — que allí se ocultaba un navío.

Su tripulación había tenido al propio tiempo oportunidad de calibrar los daños causados por los temibles «Teredo», y que si bien no eran aún catastróficos, lo hubieran sido de continuar un par de semanas más en mar abierto.

Las repugnantes babosas habían alcanzado ya los cuatro centímetros de longitud por uno de diámetro, e introduciendo una ramita en cualquier orificio resultaba sencillo comprobar que algunas de sus galerías alcanzaban los ocho centímetros de profundidad. Tan sólo media docena de ellas habían desembocado en la cara interior del casco provocando diminutas vías de agua casi inapreciables, pero la ingente cantidad de huecos de entrada que se observaban en el exterior permitían hacerse una clara idea de hasta qué punto habían corrido serio peligro de naufragar en mitad del océano.

«Miti Matái» sabía muy bien, no obstante, que el aire, el calor, y la falta de humedad se convertían en los enemigos mortales de los «Niho-Nuí», que en poco más de veinticuatro horas comenzaron a caer como fruta madura para ser pasto de bandadas de pájaros que parecían sentir una desaforada afición por tan repelente bocado.

De hecho, una nutrida familia de pinzones de largo y afilado pico que introducían en la madera con especial habilidad acudió de inmediato a tomar posesión del navío, y era tal su afán por librarle de tan incómodos huéspedes, que ni siquiera parecían inquietarse por la proximidad de sus agradecidos pasajeros.

Por su parte, el carpintero iba taponando las galerías con diminutos conos de madera, para que a continuación sus ayudantes embadurnaran los cascos con una mezcla de resina de «pandanús» y veneno de los espinosos «nohús» que las mujeres pescaban en la laguna. Tal protección impediría que durante casi un mes nuevas larvas de Teredo navalis se fijasen al Marara, y para esas fechas su capitán confiaba en haber alcanzado aguas en las que tan destructivo enemigo fuese mucho menos abundante.

El resto de la tripulación, excepto los guerreros que se encontraban de vigilancia, se dedicaban a la tarea de abastecer la nave de frutas, ostras, cangrejos y sobre todo langostas, ya que estas últimas — que se ocultaban por centenares entre los arrecifes — se encerrarían luego en una especie de enorme cesto que colgaría bajo cubierta, a una altura exacta que permitiría que el mar las bañara intermitentemente sin recibir no obstante el ataque de los tiburones. Tales «viveros» se convertían en una cómoda y práctica despensa de la que las «Pahí-Vahínes» echarían mano en todo momento.

Al comprender que su gente atravesaba por una situación anímica un tanto anómala, «Miti Matái» dio permiso a las mujeres para que se aprovisionaran también de carne y huevos de tortuga, visto que el venerable Hiro Tavaeárii les había exonerado de la prohibición que pesaba sobre todos aquellos por cuyas venas no corriera sangre real, o no hubieran alcanzado el rango de Sumo Sacerdote.

Por una férrea tradición que se remontaba a la noche de los tiempos, la sagrada «Honú» constituían un estricto tabú para la inmensa mayoría de los polinesios, y tan arraigada se encontraba tal prohibición, que algunos de quienes tenían la posibilidad de transgredirla sin castigo prefirieron continuar respetándola, pese a la expresa bula de la máxima autoridad civil y religiosa de la isla.

Según aseguraban los entendidos, la sabiduría, fuerza, capacidad sexual y resistencia al dolor de que hacían gala unas tortugas que conseguían alcanzar a menudo los doscientos años de edad, se transmitía a quien comía sus huevos y su carne, y por lo tanto se había hecho necesario vetar su consumo a todos cuantos no perteneciesen a las clases más privilegiadas, ya que de lo contrario se corría el riesgo de acabar con la especie.

Debido a ello, en el momento en que «Vahíne Tiaré» colocó ante Tapú Tetuanúi un cuenco de madera en el que seis huevos y un gran pedazo de carne flotaban en una apetitosa salsa de leche de coco y vainilla, el corazón y el estómago del muchacho dieron un vuelco al unísono, puesto que por un lado sentían la irresistible tentación de dar buena cuenta de tan fastuoso banquete, mientras que por el otro experimentaba el lógico rechazo hacia algo contra lo que se le había estado previniendo desde que tenía uso de razón.

Al fin venció el estómago; en parte por hambre, y en parte porque Tapú Tetuanúi confiaba tanto en su maestro Hiro Tavaeárii, que estaba convencido de que si éste afirmaba que lo que iba a hacer estaba bien, era porque — de momento — estaba bien.

En conjunto, una notable mayoría de los pasajeros del Marara acabó por sucumbir a unos manjares que venían a romper con la monotonía de meses de un menú basado casi exclusivamente en el pescado, y pese a que nadie tuvo ocasión de comprobar si con ello llegarían a ser más viejos, más sabios o más resistentes al dolor, lo que sí resultó evidente es que esa noche se desarrolló una incesante y ruidosa actividad amorosa en el minúsculo islote.

Las «Pahí-Vahínes» apenas dieron abasto para cumplir con sus excesivas «obligaciones» pese a que Ihona y tres de las muchachas recién liberadas no pusieron reparos a la hora de aliviarlas de tanta carga, ya que tras haber pasado por un durísimo trance en el que habían sido tratadas como meros pedazos de carne que pasaba de mano en mano, parecían tener necesidad de un poco de ternura, cariño y comprensión.

Las demás rechazaron de plano cualquier intento de aproximación por parte de los hombres, y «Miti Matái» dejó muy claro, y sin posibilidad alguna de discusión, que nadie debía molestar en lo más mínimo a aquellas que demostrasen no querer ser molestadas.

Por su parte, la princesa Anuanúa se había retirado al más apartado rincón del islote, de cara a mar abierto, y allí pasaba las horas a la sombra de una palmera, contemplando el océano como si esperase ver aparecer en cualquier momento la salvadora nave de su adorado Octar.

Parecía haber envejecido diez años, con los ojos hinchados, enrojecidos, e inyectados en sangre, y se diría que de improviso su vientre hubiera comenzado a crecer espectacularmente, como si el hijo que llevaba en su interior se estuviera desarrollando a marchas forzadas.

Ya apenas hablaba con «Vahíne Tiaré» cuando ésta le llevaba la comida, pero se pasaba las horas mascullando por lo bajo a un niño al que probablemente le estaba llenando el corazón y la cabeza de ansias de sangre y sed de venganza.

— Tal vez «Miti Matái» debiera dejarla aquí — señaló Vetea Pitó con manifiesto rencor —. Abandonarla en la isla y que se muera de asco.

— ¿Y si en verdad vienen los «Te-Onó» y la encuentran? — quiso saber Tapú.

— ¡Por mí que se la queden…! — fue la agria respuesta.

— Sería un peligro — le hizo notar su amigo serenamente —. No sólo para nosotros, sino sobre todo para Bora Bora. Anuanúa está como hechizada por el tal Octar, que la ha convertido en una especie de esclava. — Hizo un gesto que se parecía sospechosamente a los que solía hacer el «Navegante Mayor» —. ¿Te imaginas lo que significaría dejar en manos de aquellos a quienes hemos destrozado la isla, matando a tantos de sus parientes, a alguien que conoce tan bien Bora Bora? — Negó una y otra vez con la cabeza —. Nunca podríamos volver a dormir en paz.

— No había pensado en ello — admitió meditabundo el buceador —. Y es posible que tengas razón.

— La tengo — insistió Tapú Tetuanúi —. Hiro Tavaeárii me enseñó que tu peor enemigo suele ser casi siempre el de tu propia sangre, y Bora Bora se encontraría de improviso con que su peor enemigo era su propia reina. — Negó de nuevo —. Resultaría no sólo peligroso, sino, sobre todo, desmoralizante.

— ¿Y qué piensa hacer «Miti Matái» con ella?

— No lo sé — admitió honradamente el muchacho —. Ni tampoco creo que él lo sepa en realidad. Lo único que sé es que me ha pedido que no le permita regresar a Bora Bora.

El otro le observó como si le estuviera dando vueltas a la respuesta, y al fin replicó malhumorado:

— Pues si no podemos llevarla a Bora Bora, no podemos devolvérsela a los «Te-Onó», y no podemos tirarla al mar, ¿qué demonios podemos hacer con ella?

— Confiársela a Tané.

— ¿Qué quieres decir con eso? — inquirió Vetea Pitó algo amoscado —. A Tané únicamente se le «confían» los muertos.

— Anuanúa está muerta — fue la desconcertante respuesta —. Tan muerta como si llevara una semana pudriéndose…

Al tercer día, el Marara se encontraba libre ya de «Teredos», puesto que los que no habían caído o habían sido extraídos por los pájaros, habían muerto en el interior de sus galerías, pese a lo cual el carpintero fue de la opinión de que se necesitarían al menos cuarenta y ocho horas para que la capa de resina que se le había aplicado a los cascos secara y estuviera en disposición de emprender la marcha.

— Pero cada momento que pasamos en la isla corremos peligro — protestó Roonuí-Roonuí —. Y sería absurdo intentar hacerle frente a cien guerreros.

— Peor sería volver a sufrir el asalto del «Gran Diente» — le hizo notar «Miti Matái» —. Los cascos se encuentran muy debilitados y pasarán muchos meses hasta que lleguemos a Bora Bora.

Por unos instantes, Tapú Tetuanúi temió que fuese a producirse una confrontación entre la autoridad del «Jefe de los Guerreros» y la del capitán del Marara, pero el primero demostró ser consciente de que si insistía en hacer prevalecer sus derechos corría el riesgo de que quien en realidad reclamase el poder fuese Anuanúa, optando por aceptar que en teoría seguían en el mar, y el mando continuaba por tanto en manos del «Navegante Mayor», que era quien mejor sabía lo que cabía esperar de la nave.

A medianoche del día siguiente se alejaron las últimas nubes, cesó la espesa niebla que había estado limitando la visión, y una tímida luna en creciente hizo su aparición en un cielo límpido y esplendoroso.

Se celebró una fiesta con cantos y bailes, se cenó opíparamente a la luz de una hoguera cuyo resplandor no podía distinguirse desde el mar, y por primera vez en mucho tiempo los hombres y mujeres de Bora Bora abrigaron la ilusión de que los dioses estaban dispuestos a ayudarles a regresar a casa sanos y salvos.

Tapú Tetuanúi, advirtió, no obstante, que «Miti Matái» apenas participaba del entusiasmo general, ya que muy pronto se retiró a un rincón de la playa que daba a una laguna que brillaba como si los corales devolvieran multiplicada la luz de las estrellas.

Era aquél un espectáculo sereno y prodigioso, pero que no obstante parecía inquietar el ánimo del «Navegante Mayor» de Bora Bora.

A la mañana siguiente, «Miti Matái» convocó una asamblea general y cuando todos — excepto la princesa Anuanúa — hubieron tomado asiento en la arena, señaló con su calma de siempre:

— Anoche estuve reflexionando sobre nuestra situación, y lo que ocurrirá si nos hacemos de nuevo a la mar para continuar huyendo de los «Te-Onó». — Se interrumpió y se diría que trataba de analizar la reacción que provocaban sus palabras —. Y llegué a una preocupante conclusión — añadió —. Entra dentro de lo posible que nos alcancen en mitad de una de estas interminables calmas, con lo cual acabarían con nosotros en un abrir y cerrar de ojos, o que nos sigan hasta Bora Bora para atacarnos allí provocando una masacre de proporciones incalculables…

Dejó a propósito en suspenso la última frase, para volverse hacia Roonuí-Roonuí, como esperando que fuera éste el que interviniera, cosa que el «Jefe de los Guerreros» hizo en efecto a los pocos instantes:

— Son riesgos que tenemos que correr — señaló —. ¿Qué otra opción nos queda?

— Plantarles cara donde menos se lo imaginan — fue la firme respuesta —. No más persecuciones. No más «Te-Onó». No más terror.

— ¿Plantarles cara? — repitió el otro —. ¿Dónde?

— Aquí mismo. En la isla.

— ¿Aquí…? — se asombró Roonuí-Roonuí —. ¿Es que te has vuelto loco? ¡No tendríamos la más mínima oportunidad de derrotarles! ¡Seríamos cuatro contra uno…!

— Lo sé — admitió el «Navegante Mayor» haciendo un significativo gesto con las manos —. ¡Pero se me ha ocurrido una idea que borraría a esa raza maldita de la faz de la tierra…! ¡La aniquilaríamos…!



Siguieron días excitantes.

Los más excitantes en la vida de unos seres que llevaban más de un año de continuas emociones y que creían tener derecho a imaginar que al fin habían conseguido superar las infinitas calamidades que el destino se había empeñado en proporcionarles.

No era así.

Ni construir un fabuloso barco, vencer al océano, alcanzar el confín del «Quinto Círculo», burlar a un tifón, o derrotar a sus enemigos y recuperar lo que era suyo a costa de la vida de compañeros muy queridos, parecía haber satisfecho a unos dioses que a cada nuevo paso disfrutaban colocando una piedra aún mayor en su camino.

¡Taaroa!

¡Oró!

¡Tané!

¡Qué poco caso habían hecho a las plegarias de todo un pueblo que les confió a sus hijos en el momento de emprender tan difícil aventura…!

¡Qué crueles se habían mostrado…!

¡Cuánto les habían exigido…!

— Todo se arreglará cuando yo muera — le señaló una noche «Miti Matái» a su discípulo predilecto en un descanso de su observación de un firmamento en el que una vez más estaba tratando de mostrarle los caminos de regreso a Bora Bora como si se los dibujara sobre una carta marina —. A partir de ese momento se habrá cumplido su más antigua ley, y Tané volverá a sonreír y a mostrarse complaciente… — Pasó con afecto el dedo por el antebrazo del muchacho y añadió —: De regreso a casa podrás exigir que te tatúen estrellas y constelaciones. Las necesitarás para saber dónde te encuentras cuando seas un gran navegante. ¡Pero recuerda…!: Procura no volver a salir jamás del «Cuarto Círculo» para que no caiga sobre tu nave la furia de Tané.

— Tú volverás… — replicó una vez más Tapú Tetuanúi ansiando creer en sus propias palabras —. Eres tan grande y tan sabio, que ni siquiera Tané se atreverá a destruir al mejor marino que jamás surcó los mares.

— Un buen marino tan sólo llega a serlo cuando acepta todas las leyes del mar… — fue la respuesta —. ¡Grábate eso en la mente! El océano es un dios al que si le entregas tu vida jurándole obediencia, permite que sobrevivas sobre su piel hasta el día en que decide que pases a formar parte de él… — El capitán del Marara, sonrió con extraña dulzura —. Si está satisfecho con tu comportamiento te lleva directamente a su corazón, por el que navegarás feliz hasta el fin de los tiempos. Si no lo está, te enviará a lo más profundo de sus frías entrañas, junto a los pulpos gigantes y las enormes serpientes… — Abrió una vez más las manos dejando claras sus conclusiones —. Lo que importa no es cómo, ni cuándo mueras, sino adónde vas a ir a parar cuando hayas muerto…

— ¿Y no tienes miedo? — se sorprendió Tapú.

— ¿Miedo? — se sorprendió a su vez su interlocutor —. ¿Por qué habría de tener miedo?

— Porque estás sano, aún eres fuerte y en Bora Bora te esperan tu mujer y tus hijos…

— Ellos ya no me esperan — fue la tranquila respuesta —. Desde el momento en que zarpamos saben que jamás regresaré y lo aceptan porque también saben que ése es el destino que Tané me tiene reservado… ¿Cómo se puede ir contra los deseos de los dioses? — quiso saber —. ¿Quién se atrevería a rebelarse contra ellos…? — Hizo un gesto de fastidio, como si pretendiese apartar una mosca que le molestase —. Pero no hablemos más de mí, sino de ti… — añadió —. ¿Qué piensas hacer cuando llegues a Bora Bora?

— Irme a estudiar con el Gran Vatau de Moorea, si es que aún vive y me acepta como discípulo.

— ¿Y Maiana…?

— No lo sé — admitió Tapú Tetuanúi con absoluta sinceridad —. Entra dentro de lo posible que en el momento de verla me tiemblen de nuevo las piernas, olvide mis propósitos y decida luchar por ella, pero hoy por hoy creo que es preferible olvidarla. Vetea Pitó sería un buen marido y se la merece más que nadie.

— Si yo fuera Maiana te elegiría a ti.

— No creo que a una mujer le importe mucho lo que un hombre consiga saber sobre estrellas, sino lo que consiga saber sobre ella misma. Y tanto Vetea Pitó como Chimé, le dedicarían muchísima más atención de la que yo podría dedicarle. — Hizo un gesto hacia el poblado firmamento —. Tendría demasiadas rivales… ¡Millones de ellas!

— Puedo entenderte mejor que nadie, puesto que a mí me ha ocurrido lo mismo — admitió el capitán del Marara —. Creo que en el fondo nunca le dediqué a Tupaia toda la atención que merecía, porque pretender ser demasiado sabio sobre lo que está lejos, nos vuelve a menudo demasiado ignorantes sobre lo que tenemos cerca. No quiero influirte — concluyó —. Pero si como parece, pretendes seguir mis pasos, intenta al menos no cometer mis mismos errores. No te cases hasta que no lo sepas ya todo sobre el mar.

— Jamás conseguiré saberlo todo sobre el mar — sentenció el muchacho.

— En ese caso, no te cases jamás — le aconsejó su mentor.

Aquélla fue la última vez que Tapú Tetuanúi y «Miti Matái» hablaron a solas, y tal vez debido a ello fue una charla que el muchacho siempre recordaría y que en cierto modo habría de marcar su destino, aunque, en realidad, su destino estuvo marcado por el «Navegante Mayor» desde aquella primera noche en que le ordenó que se aprendiera todos los «Avei'á» posibles en un rumbo nordeste.

Fue en aquel mágico momento cuando Tapú Tetuanúi se enamoró realmente de las estrellas y el océano, y era aquél un amor que superaba cualquier otra pasión, puesto que la sensación de serenidad y grandeza que el muchacho experimentaba al contemplar durante horas el estrellado cielo que se reflejaba en un mar infinito, no admitía la más remota comparación con el corto placer que le producía el poseer a una mujer, aunque esa mujer fuese la hermosa y apasionada Maiana.

Bora Bora tenía ya un nuevo «Navegante Mayor», aunque aún faltaran años para que pudiera exhibir dicho título con entera propiedad, y él mismo supiera que nunca conseguiría alcanzar la fama y los conocimientos de su mítico maestro y predecesor.

Tres días antes «Miti Matái» se había limitado a indicar a sus hombres lo que tenían que hacer, aunque por el tono de su voz más parecían simples sugerencias que verdaderas órdenes, como si en su fuero interno estuviese convencido de que su tiempo de mandar había quedado atrás para siempre.

Por la forma en que se comportaba cabría imaginar que su única intención era mostrar el camino que debían seguir para acabar de una vez por todas con sus odiados enemigos, pero dejando claro que si lo seguían o no era ya algo que se encontraba fuera de sus atribuciones.

Tané le debía haber enviado su último aviso.

Cuando se hubo cerciorado de que todo estaba dispuesto para recibir a los «Te-Onó», «Miti Matái» decidió retirarse al más apartado rincón del islote, donde pasó largas horas poniendo su alma a bien con los dioses para cuando llegara el momento de que éstos decidieran reclamarle.

Él sabía, mejor que nadie, que aquella perdida isla marcaba los límites entre el «Cuarto y Quinto Círculo», y que a partir de aquel punto le estaba vedado seguir adelante.

Tal vez se tratara — como Tapú Tetuanúi pretendía — de una estúpida superstición sin fundamento, pero en el fondo de su alma al «Navegante Mayor» le asustaba más la posibilidad de que la milenaria tradición se rompiera con él, que la seguridad de ir a reunirse con sus antepasados sin alterar la armonía de un mundo que siempre había sido así y así debería seguir siendo durante por lo menos dos mil años.

Como parecía abrigar la absoluta certeza de que entre Tapú Tetuanúi y el tuerto timonel devolverían la nave a puerto, debía dar por felizmente concluida su misión en este mundo.

Aunque los temibles «Te-Onó» tenían que pronunciar aún su última palabra.

— No pueden tardar… — aseguraba una y otra vez Chimé de Farepíti —. Si son tan buenos navegantes como asegura «Miti Matái», pronto estarán aquí… Y si no lo son, pronto estarán en el fondo del mar.

— Es posible que aún anden corriendo detrás de la calabaza — le hacía notar Vetea Pitó.

— A estas alturas, o la han alcanzado o la han perdido… — era siempre su respuesta —. ¡Ya vienen! ¡Lo presiento!

Desde que la primera claridad del alba se anunciaba por levante, hasta que un verde rayo despedía al sol por el oeste, treinta pares de ojos permanecían clavados en el horizonte, aunque con la caída de la noche todos se retiraban al seguro refugio bajo la cubierta del Marara manteniéndose, eso sí, cuatro centinelas que permanecían atentos al menor rumor que pudiera llegar de mar abierto.

Al fin, al cabo de más de una semana, «Miti Matái» pareció abandonar su voluntario retiro para volver a la realidad del mundo que le rodeaba.

— Es muy probable que lleguen mañana — dijo.

— ¿Por qué…? — inquirió en el acto Roonuí-Roonuí.

— Porque dentro de tres días habrá luna llena y saben que no nos gusta navegar con ella. — Sonrió como si se estuviera burlando de las intenciones de sus enemigos —. Necesitarán al menos un día para sacar a tierra sus barcos y ocultarlos, porque aunque su mayor preocupación actual sea liberarse de los «Niho-Nuí», o mucho me equivoco, o intentarán aprovechar la ocasión para tendernos una emboscada por si se nos ocurre aparecer por aquí.

— ¿Y si descubren que ya hemos llegado?

— Nos pasarán a cuchillo y nos arrancarán el corazón… — Los observó uno por uno —. Por eso es tan importante que en la isla no haya quedado el más mínimo rastro de nuestro paso. Ni una huella, ni una rama partida, ni una cagada entre los matorrales. ¡Nada! Nos va en ello la vida. — Los estudió con atención —. Esforzaos por recordar si habéis dejado algo que pueda delatarnos porque esos salvajes son magníficos cazadores acostumbrados a seguir el rastro de sus presas.

Aquella noche casi nadie pegó ojo en el islote, en parte por la tensión de saber que el enemigo se aproximaba, y en parte intentando recordar cuanto habían hecho durante su estancia en la isla.

Por fortuna, a los polinesios no suele gustarles adentrarse en la espesura o trepar a la cima de las montañas, limitando por lo general su vida cotidiana a una estrechísima faja costera, y debido a ello los guerreros no tuvieron excesivos problemas a la hora de limpiar la isla dejándola como si nadie hubiese puesto los pies en ella durante los últimos diez años.

Su aplicación fue tan meticulosa, que incluso dibujaron sobre las playas un buen número de las marcas que acostumbraban a dejar las tortugas cuando acudían a desovar, conscientes de que esas huellas constituían la mejor garantía de que no había seres humanos en la isla.

Pero pese a que todo pareciese estar bajo control y no existiesen motivos para temer ser descubiertos, la noche fue la más larga que la mayoría recordaba, y aún faltaban más de dos horas para el amanecer cuando uno de los centinelas los despertó susurrando roncamente:

— ¡Ahí están!

«Miti Matái» hizo un casi imperceptible gesto a Chimé de Farepíti que se apresuró a atar y amordazar a Anuanúa para evitar que alertara a quienes se aproximaban, y como se habían comido ya a todos los animales domésticos, y los hombres y mujeres del Marara tenían órdenes estrictas de no pronunciar una sola palabra, de allí en adelante no se escuchó el menor sonido impropio de una isla solitaria y desierta en mitad del Pacífico.

Mientras aún era de noche y las naves enemigas se encontraron a más de una milla de distancia, el «Navegante Mayor» permitió observarlas, y a más de uno le impresionó verlas aproximarse a la luz de una luna que estaba a punto ya de ocultarse en el horizonte.

No eran más que dos manchas que se deslizaban lentamente sobre un océano en calma, pero Tapú Tetuanúi no pudo por menos que experimentar la turbadora sensación de que se trataba de dos gigantescas arañas de infinitas patas que se aprestaran a caer sobre sus desprevenidas víctimas aprovechando las tinieblas.

Al pobre muchacho comenzaron a sudarle las manos para experimentar a continuación unos casi invencibles deseos de salir corriendo, y tan sólo un sobrehumano esfuerzo de voluntad le permitió permanecer clavado sobre la arena como hipnotizado por la proximidad de aquellos sanguinarios salvajes que no dudarían en devorarles las entrañas si conseguían ponerles la mano encima.

Una vez más se planteó lo absurdo de una desconcertante situación en la que los originarios «vengadores» corrían serio peligro de convertirse a su vez en castigados.

¿Pero quiénes habían sido en definitiva los castigados?

Todos.

Hombres, mujeres, ancianos y niños de Bora Bora y «Te-Onó» habían sufrido por igual las consecuencias de aquella triste aventura, y Tapú Tetuanúi no pudo por menos que preguntarse, si la satisfacción que habría experimentado el bestial Octar a la hora de violar a un puñado de inocentes muchachas, compensaba por la magnitud de los sufrimientos que tales violaciones habían acarreado.

— Tal vez esté arrepentido de lo que ha hecho — musitó para sus adentros —. O tal vez tan sólo esté furioso porque las cosas le hayan salido al revés…

Las dos gigantescas naves y sus casi cien tripulantes progresaban inexorablemente, y cuantos aguardaban en el diminuto islote tenían plena conciencia de que durante las horas que siguieran se encontrarían a su merced, puesto que con el «Pez Volador» desarmado y semienterrado en la arena, no existía ni aun la tan socorrida posibilidad de emprender una desesperada huida.

Si los «Barracudas» les descubrían, muy pronto estarían muertos. Muertos y probablemente devorados.

La luna envió un lánguido y postrer saludo para desaparecer como si temiera ser testigo de cuanto iba a ocurrir en aquella perdida isla del Pacífico, y la imperiosa orden de regresar al refugio corrió de boca en boca en un simple susurro.

Nadie se negó a obedecer, y cuando al fin amaneció lo que prometía ser un día en verdad interminable, hasta el último tripulante se encontraba ya en el interior de la profunda zanja que habían excavado, colocándole como «techo» la cubierta del catamarán.

Cegada la entrada, tan sólo a través de estrechas troneras alcanzaban a entrever cuanto ocurría en el exterior, y fue así como asistieron a la llegada de las naves a la playa de poniente, al ordenado desembarco de una treintena de exploradores que recorrieron la isla palmo a palmo, y a la posterior tarea de abrir dos profundos claros en la espesura para ocultar en ella sus barcos.

A veces les llegaban, confusas, las órdenes del hercúleo Octar pese a que se encontrase a poco más de un kilómetro de distancia, al otro lado de la laguna, y más tarde advirtieron los broncos gritos con los que los «Te-Onó» se animaban los unos a los otros a la hora de arrastrar los pesadísimos catamaranes.

La casi totalidad de los hombres tenían que aunar esfuerzos cada vez que pretendían que las quillas gemelas avanzaran un par de metros sobre los troncos que habían extendido sobre la arena, y no cabía duda de que eran aquéllos unos navíos fuertes y resistentes, cuyas afiladas proas constituirían eficacísimos arietes a la hora de lanzarse al abordaje.

En la más alta cumbre de la isla se distinguía con toda nitidez a dos centinelas que oteaban sin descanso el horizonte, y Tapú Tetuanúi se preguntó qué ocurriría si llegaran a sospechar que algo extraño acontecía en el islote que tenían casi bajo sus mismos pies, y uno de ellos decidía echar un simple vistazo.

No obstante, los tripulantes del Marara habían dispuesto de tiempo sobrado para ocultarse, y ni aun desde tan considerable altura conseguiría nadie — más atento a lo lejano que a lo próximo — imaginar que bajo aquella arena, aquellas rocas y aquellos matojos de inocente apariencia dormía un catamarán de casi treinta metros de largo por diez de ancho.

Fue, en efecto, un día largo y agotador, sobre todo para los «Te-Onó» que lo aprovecharon al máximo, puesto que a media tarde hubiera resultado muy difícil adivinar que entre las palmeras y la vegetación que nacía al borde mismo de la ancha playa que dominaba la costa oeste de la isla se ocultaban de igual modo sus dos embarcaciones.

Pero fue a su vez uno de los días más angustiosos en la vida de los hombres y mujeres que se apiñaban bajo la arena del islote, sudando a mares, ahogándose por la falta de un aire que no se decidía a penetrar por las minúsculas troneras, y soportando el hedor de unos cuerpos que rezumaban tal miedo que corría el peligro de convertirse en epidemia.

Nadie durmió, nadie comió, y casi nadie bebió pese a que se encontraran al borde de la deshidratación, puesto que el pánico imponía una ley que superaba incluso a las más perentorias necesidades físicas.

Las últimas horas de la tarde, con el refugio convertido en un horno pestilente mientras un sol que se divertía burlándose de sus padecimientos se negaba a abandonar el cielo manteniéndose inmóvil sobre la línea del horizonte, fueron probablemente las más amargas en la vida de la mayor parte de los tripulantes del «Pez Volador», hasta que, como si se aburriera de aquel absurdo juego y decidiese dejar a los estúpidos seres humanos a solas con sus miserables problemas, ese mismo sol se zambulló de improviso en el océano permitiendo que las primeras sombras ocuparan su puesto.

— ¿Preparados? — susurró «Miti Matái».

Todos lo estaban. Desde hacía horas; desde hacía días; casi desde hacía siglos, puesto que cada uno de ellos había estado repasando mentalmente una y mil veces hasta el más mínimo movimiento que debía realizar desde el momento mismo en que, con la caída de la noche, comenzaran a arrastrarse fuera de su escondite.

Nunca fueron tan densas — ni tan amadas — las tinieblas, ni nunca nadie las aprovechó tan intensamente.

El grupo de hombres y mujeres se deslizó sin pronunciar una sola palabra ni realizar un solo gesto inútil hasta donde se encontraba el casco de estribor del Marara, y tras retirar sigilosamente cuanto lo camuflaba, comenzó a arrastrarlo centímetro a centímetro hacia mar abierto, al otro lado de la laguna y el arrecife de coral.

Casi una hora después, cuando ese primer casco tenía ya media quilla dentro del agua y la otra mitad aún sobre la arena, regresaron a por el segundo, para repetir la operación con idéntico sigilo e idéntico silencio, de tal forma que un intruso que se hubiera encontrado a menos de doscientos metros de distancia, apenas hubiera conseguido darse cuenta de que algo extraño estaba aconteciendo en la cercana playa.

En el momento en que al fin ambos cascos descansaban en paralelo al borde del agua, libraron la cubierta de su capa de arena y ramas, transportándola en volandas para que el carpintero y sus ayudantes la ajustaran lo mejor posible aunque de forma harto provisional, aprovechando para ello la leve luz de las primeras estrellas que comenzaban a brillar con fuerza en el firmamento.

No se podía hacer mucho más por el momento, puesto que una enorme luna estaba a punto de hacer su aparición en el horizonte y para entonces debían encontrarse ya muy lejos.

Roonuí-Roonuí, Chimé de Farepíti y cuatro guerreros con el cuerpo burdamente dibujado con los tatuajes de los «Te-Onó», permanecieron en tierra. El resto, ayudó a las mujeres — incluida la maniatada Anuanúa — a embarcar, empujó la nave para acabar de ponerla a flote y trepó a bordo para comenzar a remar en silencio y sin levantar ni una gota de agua.

En cuanto los perdieron de vista, Roonuí-Roonuí y los cuatro guerreros se tumbaron boca abajo en una rudimentaria balsa que mantenían oculta entre los matorrales, para comenzar a bogar sin más ayuda que las manos en dirección a la isla.

Chimé de Farepíti se quedó solo — terriblemente solo — en el islote.

Una enorme luna amarillenta se alzó poco antes de que la balsa alcanzara la costa, por lo que Roonuí-Roonuí y sus hombres tuvieron que apresurarse a ocultarse entre la maleza antes de que cobrase fuerza rielando sobre la laguna.

Media hora más tarde los vigías que se encontraban en la cima de la montaña habrían jurado por sus vidas que nada anormal había acontecido en la isla durante el tiempo que permaneció en tinieblas.

Ni tampoco ocurrió nada digno de mención durante las horas que el «Pez Volador» permaneció al pairo a unas tres millas mar afuera, puesto que su carpintero necesitaba de mucho tiempo y mucha calma para ajustar definitivamente la cubierta, izar los mástiles y tensar los obenques.

«Miti Matái» se cercioró con sumo cuidado de que su nave volvía a ser la de siempre, calculó la altura de las estrellas, y por último ordenó a los remeros que bogaran sin prisas hacia la entrada de la laguna que se encontraba situada exactamente a espaldas de aquella otra en la que se ocultaban las piraguas de los «Te-Onó».

Con la luna iluminándola de lleno, muy pronto la silueta del Marara resultó claramente visible para los vigías que se encontraban en la cumbre, y que no pudieron contener su entusiasmo al comprobar que sus enemigos pretendían aprovechar esa luna para librar sus naves de los destructivos «Niho-Nuí», ya que como excelentes marinos que eran, habían sabido encontrar la única isla existente en muchas millas a la redonda.

Pero como las provisiones de su astuto rey se habían cumplido, allí estaban ellos; los vengativos «Te-Onó», esperándolos.

Si los polinesios hubieran conocido el juego del ajedrez, Octar se habría felicitado a sí mismo por haber sido capaz de predecir con toda exactitud los movimientos de su rival, aunque se vio obligado a admitir que éste había hecho su aparición mucho antes de lo que había supuesto.

Octar y sus principales lugartenientes treparon de inmediato a un otero desde el que se dominaba la costa de levante para analizar mejor la progresión de un catamarán que se aproximaba a la barrera de arrecifes con la prudencia que cabía esperar de un capitán que no debía estar muy seguro de lo que se ocultaba bajo sus quillas.

Íntimamente, cada «Te-Onó» debió rogar a sus dioses para que permitieran a sus enemigos descubrir sin dificultad la entrada a la laguna y sin duda sus dioses les escucharon, porque tras meticulosas comprobaciones, el Marara se adentró en aguas tranquilas para aproximarse a la gran playa de levante.

El rey Octar debió librar en esos momentos una difícil lucha en su interior, puesto que de improviso se le presentaban dos opciones muy diferentes: botar al agua sus piraguas para cerrar con ellas las salidas de la laguna atrapando en su interior al «Pez Volador», o distribuir a sus guerreros por la espesura que rodeaba la playa para caer sobre sus enemigos en el momento en que pusieran el pie en la arena.

Estudió la posición de la luna, calculó el tiempo de que disponía — y tal como ya «Miti Matái» había calculado con anterioridad — llegó a la conclusión de que ese tiempo estaba en su contra. La luna se ocultaría mucho antes de que hubiera conseguido sacar los pesados catamaranes de su escondite, empujarlos sobre la arena y ponerlos en disposición de lanzarse al ataque, teniendo en cuenta que debía basar luego la eficacia de ese ataque en las fuerzas de unos remeros que a aquellas alturas se encontrarían exhaustos.

Corría de igual modo el grave riesgo de que los exploradores que sin duda desembarcaría el enemigo advirtieran su maniobra, con lo que darían sobrado tiempo a emprender la huida a una nave que había demostrado ser increíblemente veloz a poco viento que hubiera.

De momento no soplaba viento alguno ni parecía que fuera a levantarse, pero aun así decidió descartar una batalla naval de tan incierto resultado, puesto que mucho más clara se le antojaba la opción de una emboscada en tierra. Ordenó por tanto a sus hombres que se distribuyesen en silencio por la playa, y que dejasen pasar libremente a los exploradores del Marara si es que se daba el caso de que desembarcaran.

Sentado frente a un montón de hojarasca y ramas secas en el islote ahora solitario, Chimé de Farepíti permanecía con los ojos clavados en la playa de poniente, atento al menor movimiento que pudiera indicar que los «Te-Onó» decidían lanzar al agua sus naves. De ser así, su misión era a la vez sencilla y peligrosa: lo único que tenía que hacer era prenderle fuego al montón de hojarasca con el fin de provocar un incendio en la maleza cuyo resplandor fuera visible por las gentes del Marara que en tal caso emprenderían de inmediato la huida.

Ese fuego alertaría a su vez a Roonuí-Roonuí y sus cuatro compañeros, que al instante tendrían que regresar al islote para que el catamarán pasara a recogerlos.

Aquélla constituía la fórmula de escape que «Miti Matái» había diseñado con el fin de evitar verse atrapado en el interior de la laguna por unas naves que sabía infinitamente más poderosas que la suya, aunque en el fondo de su alma estaba convencido de que el inteligente Octar se inclinaría por la opción de tenderle una emboscada en tierra.

Al poco decidió hacerle concebir mayores esperanzas, por lo que ordenó a los remeros que se aproximaran un poco más a tierra hasta detenerse a unos cien metros de la playa.

La delicada maniobra significaba ponerse casi al alcance de las lanzas de los «Te-Onó», pero pronto resultó evidente que éstos preferirían continuar ocultos entre las palmeras y los «miki-mikis» que nacían justo al borde de la arena, nerviosos, espectantes y mascando su ira por el hecho de que sus odiadas «víctimas» no se decidieran a desembarcar de una vez por todas.

Bajo la brillante luz de la enorme luna, Octar creyó distinguir la silueta de la princesa Anuanúa atada al mástil de proa, por lo que se vio obligado a morderse los labios para no ordenar un inmediato y desenfrenado ataque.

Mil veces se había arrepentido durante aquellos días por haber aceptado que Anuanúa le convenciera de que no corría peligro al permitir que la intercambiase por los rehenes, segura como estaba de que el fiel «Miti Matái» la devolvería de inmediato a su lado.

Ningún «Te-Onó» hubiera osado contradecir las órdenes de su rey, y mucho menos atarlo como a un esclavo al mástil de su embarcación.

Cuando al fin consiguiera ponerles la mano encima a quienes habían arrasado su isla, asesinado a sus súbditos y secuestrado a la mujer que más había amado, y que era a la vez la madre de su hijo, Octar estaba decidido a infligirles tales torturas y una muerte tan horrenda, que los «Hombres-Memoria» lo recordarían por los siglos de los siglos como la más refinada venganza que había tenido lugar sobre la superficie del planeta.

Al poco, dos exploradores se dejaron deslizar por la borda del «Pez Volador» para nadar muy despacio hacia la playa y Octar advirtió que el corazón le daba un vuelco, seguro como estaba de que si los exploradores desembarcaban, a continuación lo haría el resto de la tripulación.

A proa del Marara, su capitán no perdía detalle de cuanto ocurría en tierra, al tiempo que sus remeros permanecían atentos por si tenían que comenzar a bogar apresuradamente.

En realidad, los «exploradores» no eran más que los dos nadadores más veloces de Bora Bora, a los que había ordenado aproximarse a la orilla pero manteniéndose atentos a regresar a toda prisa a la menor señal de peligro.

Como resultaba lógico imaginar, el impaciente Octar no intentó atacarles, sino que se limitó a indicar a sus hombres que se ocultaran aún mejor para que no pudieran sospechar su presencia en el momento de adentrarse en la isla.

A los pocos minutos, la punta de «El Anzuelo de Mahui»[11] hizo su aparición en el horizonte, y como ésa era la señal convenida, Roonuí-Roonuí y sus guerreros iniciaron una sigilosa marcha hacia el escondite de los dos enormes catamaranes, a los que, contra lo que imaginaban, descubrieron sin vigilancia alguna.

Resultaba evidente que los «Te-Onó» abrigaban la certeza de que sus enemigos se encontraban al otro lado de la isla y a bordo de una nave, por lo que ni siquiera habían tomado la elemental precaución de mantener una guardia de seguridad en torno a las suyas, ya que jamás se les había pasado por la mente la idea de que aquellos a quienes intentaban emboscar conocieran de antemano sus intenciones.

Tan imprudente comportamiento superaba las más optimistas expectativas de Roonuí-Roonuí, que se limitó a vigilar por si alguien se aproximaba mientras sus compañeros se dedicaban a la delicada tarea de ir cortando — con la inestimable ayuda de los afilados cuchillos españoles — ocho de cada diez uniones de las tablas que conformaban la proa de los catamaranes, aprovechando al propio tiempo para introducir de tanto en tanto las puntas de las dagas entre las ranuras y liberarlas así de la dura pasta de resina de «pandanús» que había servido para calafatearlas.

Realizaron su destructora tarea con tal rapidez y eficacia, que media hora más tarde, las cuatro proas de las dos pesadas naves de guerra apenas podrían haber soportado una fuerte patada sin desmoronarse, pese a lo cual su apariencia externa no mostraba a simple vista cambio sustancial alguno.

La luna se encaminaba hacia su ocaso, y en la playa de levante los supuestos «exploradores» continuaban a la orilla del agua como si dudaran a la hora de decidirse a penetrar en la espesura.

Los «Te-Onó» comenzaban a desconcertarse.

Cuando la estrella que marcaba el punto más bajo de «El Anzuelo de Mahui» surgió en el firmamento fiel a su cita de milenios, los dos «exploradores» regresaron nadando sin prisas al «Pez Volador», al tiempo que el grupo de Roonuí-Roonuí volvía en busca de la pequeña balsa.

La luna estaba a punto de ocultarse.

En cuanto los dos hombres se encontraron a bordo, «Miti Matái» chasqueó los dedos y los remeros emproaron de inmediato la nave hacia el exterior de la laguna.

El rey Octar se encontraba al borde de un ataque de ira al comprobar que había tenido a su amada Anuanúa casi al alcance de la mano y una vez más se la arrebataban.

Se preguntó si algún detalle que se le pasara inadvertido habría alertado a los exploradores, y comenzó a arrepentirse de no haber lanzado al agua sus naves cuando aún estaba a tiempo.

Por suerte para él, al poco pudo comprobar que el Marara no parecía tener intención alguna de alejarse definitivamente de la isla.

La postrera luz de la luna le permitió observar cómo iba costeando a no más de doscientos metros del arrecife de coral, para acabar por detenerse justo frente al islote que se alzaba en su ángulo norte, donde se mantuvo al pairo, aguardando sin duda un amanecer que le permitiese hacerse una clara idea de qué era lo que esperaba en tierra.

A los pocos minutos las tinieblas se adueñaron del paisaje, y Octar convocó a sus lugartenientes con el fin de mantener un cambio de impresiones. De nuevo se le presentaba idéntico dilema: o mantenerse donde estaba confiando en que en esta ocasión las gentes de Bora Bora decidieran desembarcar, o aprovechar las dos horas de oscuridad que quedaban para arrastrar las naves al agua y sorprender a sus enemigos atacándoles desde ángulos opuestos.

— Resultará muy difícil que consigamos ocultarnos sin que los exploradores nos descubran a la luz del día — argumentó el más anciano de sus lugartenientes —. Y en ese caso nos tomarán una gran ventaja perdiéndose de vista en lo que tardamos en tener a punto nuestros barcos.

Lanzarse por lo tanto de inmediato al ataque fue la casi unánime decisión, por lo que a los pocos minutos la práctica totalidad de los «Te-Onó» se esforzaba por poner los catamaranes en el agua lo más pronto posible y en absoluto silencio.

Roonuí-Roonuí se mantuvo oculto a corta distancia de las naves hasta que no le cupo duda de que habían comenzado a botarlas, momento en el que se deslizó hasta donde le esperaban sus hombres a bordo de la balsa.

Remando en silencio alcanzaron el islote en el que les esperaba Chimé de Farepíti, para continuar juntos mar adentro hasta abordar al «Pez Volador».

— ¿Vienen? — fue lo primero que quiso saber «Miti Matái», en el momento en que pusieron pie en cubierta.

— Vienen — confirmó el «Jefe de los Guerreros» sonriendo abiertamente —. Al amanecer los tendremos aquí.

— ¿Hicisteis bien vuestro trabajo?

— Lo hicimos.

— ¡Magnífico! — fue el alegre comentario del «Navegante Mayor» —. Creo que esta vez se llevarán una desagradable sorpresa.

Indicó a sus remeros que se alejaran media milla de la costa, y cuando lo hubieron hecho les pidió que intentaran dormir un rato.

— En cuanto amanezca necesitaremos todas nuestras fuerzas — dijo —. ¡Todas!

Pero durante lo poco que quedaba de noche nadie consiguió dormir ni tan siquiera un minuto a bordo del Marara, por lo que Tapú Tetuanúi y Vetea Pitó acudieron de inmediato a tomar asiento junto a Chimé de Farepíti, al que felicitaron por el valor que había demostrado al quedarse solo en el islote consciente como estaba de que si se veía obligado a encender fuego corría serio peligro de que los «Te-Onó» le atraparan.

— Jamás me hubieran atrapado — fue la firme respuesta del chicarrón —. «Miti Matái» lo tenía todo muy bien organizado.

— No cabe duda de que es un genio — corroboró Vetea Pitó —. Lo que tendríamos que hacer es proclamarle rey en lugar de esa cerda de Anuanúa.

— «Miti Matái» está convencido de que nunca regresará a Bora Bora — le hizo notar Tapú Tetuanúi —. Y aunque volviera, jamás aceptaría el cinturón real. Le basta con ser quien es.

— Lástima… — se lamentó el buceador —. Porque lo que sí es seguro, es que nunca hubiéramos conseguido un rey más astuto, más noble, o más valiente.

— A cambio tendremos a la reina más estúpida, más puerca, y más odiosa… — hizo notar Chimé de Farepíti indicando con un gesto la figura de Anuanúa que permanecía acurrucada en proa, con la vista clavada en la isla —. ¿Por qué resulta siempre la vida tan injusta?

— Ella nunca llegará a convertirse en reina de Bora Bora — replicó Tapú Tetuanúi con sorprendente seriedad —. De eso podéis estar seguros.

— ¿Se te ha ocurrido alguna idea para librarte de ella? — inquirió de inmediato un esperanzado Vetea Pitó.

— Es posible… — afirmó su amigo —. Si algo le ocurriese a «Miti Matái», cosa que los dioses ojalá no permitan, yo tomaría el mando de la nave, y en ese caso estoy decidido a desembarcarla en el primer atolón solitario que encontremos… — Hizo una corta pausa y añadió —: He estado repasando las leyes, y no existe ninguna que estipule que aquel que abandona a un rey en un atolón desierto, tenga por qué convertirse necesariamente en tiburón.

Vetea Pitó y Chimé de Farepíti le observaron con innegable escepticismo, y al fin el primero de ellos señaló negando con la cabeza:

— ¡Me da la impresión de que tú las leyes te las inventas…! — Lanzó un resoplido —. O al menos que tan sólo te acuerdas de aquellas que te convienen.

— No me las invento… — le aclaró su amigo —. Pero en cierta ocasión Hiro Tavaeárii me hizo comprender que las leyes las han creado los hombres y tan sólo se conservan en la memoria de los hombres…

— ¿Y eso qué significa…?

— Que de igual modo, los hombres pueden crear otras nuevas u olvidar las que ya existen — fue la respuesta —. Las leyes no son como el sol, la luna o las estrellas, que siempre han estado ahí, nunca han cambiado y nunca cambiarán. Las leyes tienen que adaptarse a los tiempos, pues no debe interpretarse de igual modo una orden bajo el reinado del bondadoso Pamáu, que bajo el reinado de la cruel Anuanúa si es que llega a gobernar.

Vetea Pitó, que había escuchado en completo silencio, se volvió al gigantón al tiempo que señalaba a Tapú Tetuanúi.

— Deberíamos dedicarnos a estudiar leyes para cambiarlas luego a nuestro antojo — dijo con desconcertante seriedad —. Este desvergonzado está consiguiendo todo lo que se propone sin que nadie se atreva a contradecirle… — Lanzó un sonoro bufido —. Menos mal que sólo sueña con convertirse en «Navegante Mayor», porque con lo que enreda podría llegar a regente.

— Yo no «enredo» — replicó Tapú Tetuanúi con idéntica seriedad —. Me limito a pensar, porque he tenido dos maestros que me han enseñado que pensar es lo único que nos permite enfrentarnos a aquellos que son más fuertes que nosotros. Si «Miti Matái» no supiera pensar como lo hace, es muy probable que hoy mismo acabáramos por ser aniquilados por esos salvajes… — Por último añadió —: «La Gran Dama Solitaria» está a punto de desaparecer… Pronto amanecerá.

— ¡Las mujeres a los remos! ¡Los hombres a las armas!

La seca orden del «Navegante Mayor» puso a todos en movimiento, porque tal como acababa de señalar Tapú Tetuanúi, el alba anunciaba su presencia, y en cuanto una levísima claridad lechosa comenzó a adueñarse del cielo y la silueta de la isla surgió de las tinieblas, pudieron advertir cómo dos grandes catamaranes abandonaban la laguna, una por poniente y otra por levante, para avanzar con rapidez en un claro intento de atraparles entre ambas.

No había viento, ni cabía abrigar la esperanza de que soplara ese día, por lo que la única posibilidad de salvación se centraba en una veloz huida.

Pese a todos los esfuerzos de las muchachas, los «Te-Onó» ganaban terreno a ojos vista, pero podría asegurarse que aquello no era algo que preocupara en exceso a «Miti Matái». Tenía plena conciencia de que sus enemigos debían encontrarse muy fatigados tras esforzarse durante casi dos horas arrastrando sobre la arena unas pesadísimas embarcaciones, y que la velocidad que estaban imprimiendo a sus paladas acabaría por reventarles pronto o tarde.

De momento el capitán del Marara estaba consiguiendo lo que en un principio se había propuesto: alejarse lo más posible de la costa para adentrarse cada vez más en el océano.

Animados por la facilidad con que se aproximaban a sus víctimas, y por los gritos de Octar, que aparecía encaramado en la proa de babor del primer barco, los «Te-Onó» redoblaron sus esfuerzos, sudando y resoplando, convencidos de que muy pronto abordarían la nave enemiga para pasar a cuchillo a sus hombres y violar a sus mujeres.

La victoria final estaba cerca.

Menos de trescientos metros separaban a Octar de la popa del Marara, cuando «Miti Matái» señaló con absoluta calma:

— ¡Fuera las mujeres! ¡Los hombres a los remos!

El cambio llevó unos segundos y mientras las agotadas muchachas se derrumbaban sobre cubierta, hasta el último hombre se apoderó de una «pagaya», consiguiendo así que el «Pez Volador» diera un brusco salto para poner de nuevo distancia entre él y sus perseguidores.

Octar lanzó un rugido de ira.

Sus guerreros advirtieron que, por unos instantes, su ánimo decaía y estuvieron a punto de darse por vencidos, pero los gritos de su rey tuvieron la virtud de reavivar sus fuerzas y continuaron bogando pese a que sus naves se les antojaban cada vez más pesadas.

Pronto dos, luego tres, y por último cuatro hombres tuvieron que limitarse a achicar un agua que inundaba con desconcertante rapidez los cascos de los catamaranes, y que alcanzó en un principio los pies de los remeros, más tarde sus tobillos, y por último sus pantorrillas, momento en el que parecieron comprender que por más que se esforzaran, sus antaño obedientes naves perderían velocidad para acabar por quedar clavadas en mitad del océano.

Ya no trataban de impulsar una piragua; ahora se afanaban en un inútil intento de hacer avanzar toneladas de agua, puesto que el concienzudo trabajo de los guerreros de Roonuí-Roonuí había dado sus frutos.

Octar saltó a cubierta, se aproximó a uno de los cascos y comprendió que había caído en una diabólica trampa.

Ordenó a sus carpinteros que se lanzaran al agua para calibrar desde el exterior la importancia de los daños, y en cuanto el primero de ellos reapareció en la superficie, su diagnóstico fue cruel y conciso:

— ¡Nos hundimos! — gritó.

Octar se volvió para pedir ayuda a la segunda embarcación, y lo que vio le obligó a palidecer: a menos de doscientos metros de distancia aparecía de igual modo clavada en mitad de un océano que amenazaba con alcanzar su línea de flotación.

Apiñados en cubierta, casi medio centenar de sus mejores guerreros le hacían desesperados gestos para que acudieran en su auxilio.

La costa era apenas una desdibujada línea que se diluía en el horizonte.

El Marara se había detenido a su vez, y el consternado rey de los «Te-Onó» pudo advertir cómo giraba lentamente para volver sobre su estela.

Mientras el agua continuaba penetrando a borbotones en los fuertes cascos de unas naves que habían surcado sin problemas todos los mares, el hasta aquel momento invencible Octar se preguntó cómo era posible que aquello hubiera ocurrido.

¿Cuál había sido su error, y en qué momento tuvieron ocasión de sabotear sus piraguas unos enemigos fondeados en mitad de la laguna?

¿Por qué le habían abandonado de una manera tan injusta los dioses de sus antepasados?

El Marara, se aproximaba sin prisas.

La segunda de las naves, la más dañada, escoró peligrosamente sobre su banda de estribor.

Algunos de sus hombres se lanzaron al agua para nadar con desesperación hacia la que aún se mantenía a flote.

Media docena de tiburones merodeaban por las proximidades, aunque ninguno de ellos parecía mostrarse agresivo.

El agua seguía subiendo.

Los tripulantes de la primera nave gritaron a los que se acercaban que no trataran de trepar a bordo.

Algunos de los náufragos comprendieron lo inútil de su intento y girando sobre sí mismos iniciaron la absurda aventura de ganar a nado la costa.

El «Pez Volador» se detuvo a unos trescientos metros de distancia, y sus tripulantes alzaron los remos aclamando a su capitán.

Tapú Tetuanúi y sus dos amigos habían iniciado una cómica danza guerrera en el centro de la cubierta.

«Miti Matái» permanecía impasible.

A proa, la princesa Anuanúa semejaba una esfinge.

La segunda de las piraguas de los «Te-Onó» se anegó por completo y la mayoría de sus pasajeros se vieron obligados a introducirse en el agua limitándose a aferrarse a lo que quedaba a flote, advirtiendo cómo los hasta ese momento pacíficos tiburones se mostraban cada vez más inquietos.

— ¡¡Octar…!!

El desgarrador alarido corrió sobre la superficie del océano para perderse, sin eco, en la distancia.

Electrizado por el aullido de dolor de Anuanúa, Tapú Tetuanúi se detuvo en su desenfrenada danza y observó con atención a aquellos monstruosos seres cubiertos de pies a cabeza de horrendos tatuajes, que se habían convertido de improviso en la más desoladora estampa de la derrota y la desesperación.

Habían tomado conciencia de que se encontraban al borde de una muerte que les rondaba en forma de ahusados cuerpos de insaciables mandíbulas dotadas de afiladísimos dientes, pero podría decirse que lo que en verdad les atormentaba no era la proximidad de esa muerte, sino el hecho de que ocurriera ante los ojos de quienes tan astutamente les habían burlado.

Nuevos tiburones hicieron su aparición como si la voz del apetitoso festín se hubiera corrido hasta las mismas entrañas del océano, y los más audaces rozaban las piernas de los náufragos.

Era ya tan sólo cuestión de esperar.

La nave de Octar apenas sobresalía unos centímetros sobre la superficie del océano, hasta el punto de que diminutas olas conseguían penetrar libremente en sus cascos.

Un hombre lanzó un desgarrador alarido en el momento en que un tiburón martillo le arrancó un pie de una feroz dentellada.

Una mancha roja se extendió a su alrededor, y como si aquélla hubiera sido una señal largo tiempo esperada, docenas de escualos se lanzaron al ataque en la más brutal y sanguinaria carnicería que hubiera contemplado jamás ser humano alguno.

El mar se tiñó de rojo y se estremeció como si hirviera a causa de las idas y venidas de docenas de fieras hambrientas cuyo número aumentaba por segundos llegando como terroríficas flechas desde los cuatro puntos cardinales al olor de una sangre que manaba a borbotones por centenares de espantosas heridas.

Tapú Tetuanúi se vio obligado a taparse los oídos incapaz de seguir escuchando los alaridos de quienes agonizaban, o el chasquido de las mandíbulas al cerrarse sobre los cuerpos de cuantos pugnaban por escapar de la masacre.

En su desenfrenado ataque un enorme tiburón-tigre se estrelló contra el costado del Marara, que se estremeció de punta a punta.

— ¡Atrás! ¡Atrás! — gritó de inmediato «Miti Matái» —. ¡Vámonos de aquí o nos destrozarán…!

No exageraba, puesto que en el paroxismo de aquella bestial matanza, los tiburones habían comenzado a devorarse los unos a los otros, como si la abundancia de sangre les hubiera vuelto locos y ya no fueran capaces de distinguir un inerme cuerpo humano de un desprevenido escualo o incluso el casco de una enorme embarcación.

— ¡¡Octar…!!

Octar aún se mantenía junto a media docena de sus hombres sobre una nave que parecía bailotear en mitad de una brutal tormenta, intentando apartar con ayuda de una larga lanza a los más audaces agresores que se alzaban intentando alcanzarle, hasta el punto de que uno de ellos quedó chapoteando sobre cubierta lanzando feroces coletazos y esforzándose por atrapar a quienes se encontraban más próximos.

Era aquélla una agónica y desesperada lucha por la supervivencia pese a que resultara evidente que no existía forma alguna de sobrevivir.

Por último el gigantesco escualo giró sobre sí mismo y al hacerlo provocó que el ya semihundido catamarán se inclinara lanzando al agua a sus últimos ocupantes, y fue en ese instante cuando el gigantesco Octar alargó la mano hacia la princesa para gritar a modo de despedida:

— ¡¡Anuanúa…!! ¡¡Anuanúa…!!

Una bestia gris se lo llevó mar adentro con el brazo aún alzado.

A los pocos instantes ni un solo «Te-Onó» quedaba con vida, mientras algunos pedazos de carne flotaban aquí y allá sirviendo de pasto a quienes habían llegado tarde al festín, y que aún se enfrentaban entre sí a cuatro o cinco metros bajo la superficie de las enrojecidas aguas.

Había sido aquél un macabro y estremecedor espectáculo que Tapú Tetuanúi recordaría hasta el fin de sus días, pero más aún recordaría lo que ocurrió a continuación, puesto que inesperadamente, y cuando todo parecía indicar que poco a poco la paz regresaba al océano, la princesa Anuanúa dio un salto hacia adelante, y aun maniatada como se encontraba, se apoderó de uno de los cuchillos que los guerreros habían abandonado sobre cubierta, para clavárselo a «Miti Matái» en el estómago, al tiempo que aullaba como si se encontrara poseída por todos los demonios del averno:

— ¡¡Maldito!! ¡¡Maldito!! ¡¡Maldito!!

Roonuí-Roonuí y Chimé de Farepíti se precipitaron a detenerla tratando de impedir que continuara acuchillando al «Navegante Mayor», pero infiriéndole una última herida, Anuanúa dio un nuevo salto y se lanzó de cabeza al mar gritando enloquecida:

— ¡¡Octar…!!

Una densa masa de tiburones se lanzó de inmediato a por ella.



El «Navegante Mayor» de Bora Bora, aquel que había alcanzado el confín del universo llegando hasta el lugar en que las aguas se convertían en blancas montañas; aquel que vislumbró «La Tierra Infinita», y aquel que se aventuró hasta el corazón del «Infinito Mar de las Infinitas Islas», murió en paz consigo mismo y con sus dioses dos días más tarde.

— No culpéis a Anuanúa — fueron sus últimas palabras —. Ella tan sólo hizo lo que Tané le había ordenado que hiciera. — Sonrió con tristeza a su discípulo predilecto —. Y tú no llores — rogó —. Todos sabíamos que nadie regresa por segunda vez del «Quinto Círculo»… Así es la ley.

Se quedó muy quieto, contemplando sin ver un firmamento en el que todos los «Avei'á» le conducían ahora al paraíso, y Tapú Tetuanúi sintió que el corazón se le partía en mil pedazos para ser devorado por el más cruel tiburón blanco que habitara en las aguas profundas, porque el hombre más maravilloso que jamás hubiera existido, su ídolo, su ejemplo y su maestro en el difícil arte de la navegación, le abandonaba para siempre.

No había lágrimas que acallaran un dolor tan profundo, ni se habían inventado palabras que consolaran por tan desorbitada pérdida y, por lo tanto, lo único que pudo hacer fue retirarse al más apartado rincón para que los «Niho-Nuí» de la pena taladrasen su alma como si se tratara del reblandecido casco de una nave.

Nadie acudió a consolarle, puesto que todos estaban necesitados de consuelo.

Nadie pareció comprender que se sentía huérfano, porque todos eran ya huérfanos.

Nadie escuchó sus plegarias, porque todos se concentraban en rezar.

¡«Miti Matái» había muerto!

Con él moría una estirpe, una leyenda, un sueño capaz de conducirles hasta la lejana isla de los «Te-Onó», aniquilarles y devolver la nave a los límites del «Quinto Círculo».

La vida, tal como la habían concebido hasta el presente, parecía haber dejado de tener sentido.

La dulce victoria se había convertido de improviso en amarga derrota.

¡«Miti Matái» había muerto!

Al día siguiente el carpintero construyó una diminuta embarcación con los restos de las piraguas enemigas que aún flotaban a su alrededor.

Colocaron en ella el cuerpo del más amado de los capitanes, la adornaron únicamente con el amarillo cinturón real que «Miti Matái» merecía más que nadie, y a la caída de la tarde dejaron que la improvisada nave se alejara rumbo al sol que se ocultaba, porque aquél era el funeral que merecían los mejores navegantes.

Tané, dios del mar, le conduciría directamente a la presencia de su padre, el Gran Taaroa, Creador de todas las cosas hermosas, al que su otro hijo Oró, dios de la guerra, cantaría las alabanzas de quien había sido el más valiente entre los valientes y el más astuto entre los astutos.

Taaroa escucharía en silencio, sonreiría satisfecho, abrazaría al nuevo «semidiós» que llegaba a su recinto, y le haría entrega de la más hermosa nave que jamás se hubiera construido en los astilleros celestiales.

Cien tortugas la arrastrarían.

Mil delfines la precederían.

Un millón de «Mahi-Mahis» nadarían a su alrededor.

«Miti Matái» surcaría eternamente el tranquilo océano, y cada atardecer acudiría a visitar la isla en la que había nacido y de la que se había convertido en el más legendario de sus héroes.

Cuando el féretro del mayor de los grandes navegantes desapareció en las tinieblas y el firmamento se pobló de millones de estrellas, Tapú Tetuanúi buscó una nueva y más brillante que de allí en adelante se llamaría «Miti Matái», consultó los «Avei'á» dibujados sobre la cubierta del Marara, y abriendo mucho las piernas, tal como recordaba que su maestro solía hacer, ordenó con voz ronca por la emoción pero segura:

— ¡Volvemos a casa! ¡Rumbo sur-sudeste…! ¡Rumbo a Bora Bora!


Bora Bora-Lanzarote

Febrero-agosto de 1993

FIN

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