El vigésimo cuarto día de enero
El joven emperador salió de la sala isíaca y entró en el criptopórtico.
La luz de los candelabros de bronce era mortecina y la solemne galería estaba desierta. Con sorpresa que enseguida se tornó inquietud, el emperador se percató de que se encontraba solo. Buscó con los ojos a Calixto, aquel griego nacido en Alejandría que hasta apenas un momento antes había permanecido servilmente a su lado, miró hacia atrás y vio aparecer al fondo la imponente figura de Casio Quereas, el fiel comandante de las cohortes pretorianas, que lo seguía.
Se tranquilizó y continuó andando. Lamentó no haber dejado que Milonia lo acompañara; y no sabía que ese pensamiento era el último que dedicaba a su vida normal. Se volvió de nuevo un instante. Detrás de él, Quereas también estaba solo. Alarmado, ahora sí, el emperador se preguntó: «¿Dónde se han metido los demás?». A su espalda, Quereas se acercaba rápidamente. El emperador percibió demasiado apresuramiento en el paso; y de pronto intuyó que, después de tantas conjuras afortunadamente frustradas, la muerte había anidado en su casa. No tuvo tiempo de volverse otra vez: un golpe en la espalda, una penetración glacial, pérdida del equilibrio, falta de aire. Un súbito recuerdo lo asaltó: «La hoja de un cuchillo en los pulmones es eso: un impacto, una sensación de frío, ningún dolor…», había dicho en Siria, años antes, su padre.
Y así era, en efecto. El emperador se volvió; y el fiel Quereas estaba allí. Pero desde lo alto de su mole estaba alzando de nuevo el brazo como quien golpea sin remordimientos, y empuñaba un cuchillo. Quereas era muy fuerte y el emperador lo sabía: por esa célebre fuerza física lo había puesto al frente de las cohortes. Quereas bajó el brazo con violencia, pero el joven emperador lo esquivó precipitadamente. Y, para su sorpresa, no lograba gritar. Quereas levantó de nuevo el brazo para asestar otro golpe, el emperador retrocedió, intentó decirle: «¿Qué haces?», pero no se dio cuenta de si había conseguido decirlo. Pensó que Quereas era un animal pesado y él era joven; simplemente tenía que salir corriendo del criptopórtico, llegar al atrio.
Gritó, constató que no tenía voz: había temido la traición de cualquiera menos de Quereas. Lo empujó con fuerza, consiguió estrellarlo contra la pared mientras por segunda vez clavaba el cuchillo en el vacío. El cuchillo cortó el aire. El emperador se abalanzó hacia la salida; y finalmente, desde el atrio, un oficial se dirigió hacia él. No, no acudía en su ayuda, se disponía a atacarlo. Iba armado, levantaba el puñal. Y él estaba indefenso; miró a los dos agresores en el reducidísimo espacio que le quedaba. De nuevo como un rayo: «No te fíes de quien te ve todos los días -había dicho su padre mientras agonizaba-. No sabes cuántas veces, pese a apreciarlos, has despertado su odio».
Los dos se le acercaron a la vez, y él estaba en medio. Se movieron con prudencia, o quizá era la brutal certeza de tenerlo atrapado; así se actuaba con los osos en el bosque de Teutoburgo. En ese momento, el hielo que tenía en la espalda explotó y se tornó abrasador, y se extendió por los pulmones y hacia arriba, hasta la garganta, y la garganta se llenó de sangre. Quereas sabía dónde había que golpear, no había hecho otra cosa en su vida: la sangre subía, era fuego y dolor, devoraba el aire. El joven emperador reconoció aquello: la sangre que cierra el paso al aire, la muerte.
Vio de cara al segundo agresor, el despiadado julio Lupo, empuñando su arma, sonriente; así debían de ver el oso y el jabalí el rostro del hombre que los estaba matando. ¡Qué sonrisa! Todos los dientes desordenados en la ancha boca, y los ojos que decían: «Estás acabado».
El sabor ardiente de la sangre ascendía, el emperador movió los brazos para abrirse paso: la luz al fondo, nadie más, ninguna voz. Consiguió salir al atrio y el cuchillo de julio Lupo entró horizontal, a traición, no como en la guerra sino como en las peleas, a la altura del estómago, y él se tambaleó, e inmediatamente se convirtió en una hoguera… Y detrás de él, Quereas, con quien bromeaba todos los días, le asestó otro golpe que lo alcanzó con una fuerza bestial, porque sus rodillas cedieron; y él, Cayo César, el, tercer emperador de Roma, cayó de rodillas y, mientras caía, escupió sangre.
Se dio de bruces contra los espléndidos mosaicos del suelo. Al chocar con el mármol, se rompió el anillo sigillarius que llevaba grabado el ojo de Horus y que había pertenecido a un antiguo faraón. De manera inconsciente, por un misterioso mecanismo mental, recordó un consejo de su padre: «Como última defensa, finge estar muerto». Así que se quedó inmóvil, pero estaba muriéndose de verdad. No lo tocaron más.
De repente, un borbollón de sangre le inundó la boca y se extendió por el suelo. Se ahogaba y no oía nada. La boca volvía a llenarse lentamente de sangre y luego, en vez de respirar, se vaciaba de golpe, una gran masa caliente con un ligero golpe de tos.
Entretanto, mientras las profundidades de su cerebro iban apagándose, afloró un solo pensamiento: «Me quedaban por hacer muchas cosas».
Los asesinos lo miraban, implacables. Quereas sentenció profesionalmente, en voz baja:
– Está muerto, vayámonos.
Aún no había aparecido nadie.
– ¡Te quiero! -gritó Milonia, y su voz desesperadamente alta resonó en el atrio.
Corría precipitadamente: se abalanzó sobre el caído, lo abrazó, vio la sangre, le estrechó la cabeza entre las manos.
– Escúchame: yo siempre te he amado, incluso cuando tú ni siquiera me veías… Voy contigo…
Le acariciaba el cabello, intentaba verle la cara. Y, en cierto modo, esa parte de él que sobrevivía en el suelo lo percibía.
Quereas se detuvo para mirar, atónito, la aparición; luego ordenó a julio Lupo que matara inmediatamente a la que para él era simplemente la aterrorizada mujer del emperador asesinado. Le clavaron el cuchillo en la espalda, pero ella no se dio cuenta. De rodillas, continuaba hablándole, acariciándolo con manos que se manchaban de sangre.
– Te amo, seguiré amándote dentro de siete mil años.
Y algo de él todavía era capaz de oírla. Eran las palabras pronunciadas por primera vez en la nave sagrada, fondeada en el pequeño lago. Quereas dijo que estaba loca:
– ¡Hazla callar! -ordenó.
Julio se inclinó sobre ella, introdujo la mano izquierda en la masa enmarañada de cabellos y, apretando con todas sus fuerzas, tiró de la cabeza hacia atrás hasta dejar el cuello al descubierto. Y mientras desde el fondo de este último suspiro ella seguía gimiendo: «Te quiero…», él clavó hasta la empuñadura la sita, el puñal corto de los asesinos de arma blanca, bajo la oreja izquierda y acto seguido, sin vacilar, desplazó la afiladísima hoja hacia la derecha. La voz se desmenuzó en un borboteo, la sangre manó atropelladamente, el puñal golpeó el hueso de la mandíbula debajo de la otra oreja; y Julio lo extrajo con soltura, casi con elegancia, chorreante, mientras su fortísima mano izquierda arrojaba al suelo el cadáver.
Miraron los últimos movimientos convulsos de las manos, los labios semiabiertos, los ojos poniéndose en blanco tras la hendidura de los párpados, la sangre extendiéndose a raudales sobre el brillante mármol.
– Vamos, vamos -dijo Quereas-. Viene gente, vayámonos.
Salieron corriendo. En el suelo había ya tanta sangre que las manos del emperador agonizante quedaban sumergidas. Luego, mientras yacía así, boca abajo, sus pupilas registraron por un instante una última imagen: llegaba una multitud corriendo atropelladamente, y él reconoció, a la altura de su rostro, el pesado calzado de sus fuertes e incorruptibles guardias germánicos. «Habéis llegado tarde», pensó. Por primera vez en sus veintinueve años de vida supo que ya no tenía nada. No vio nada más, las sensaciones del cuerpo se desvanecieron.
A orillas del Rin
El río
La plaza fuerte de las legiones en el límite extremo del imperio -los castra stativa en el profundo septentrión del mundo conocido- era una inhóspita ciudad artificial construida para la guerra. Los ingenieros militares la habían rodeado con una sólida muralla, armado con balistas y catapultas en las explanadas, aislado con un foso exterior y fortificado con torres de vigilancia.
Aquel sombrío día de invierno bajo el imperio de Tiberio, el niño llamado Cayo César trepó por las largas escalas de madera hasta la torre cuadrada que dominaba el ángulo occidental. Al otro lado del foso discurrían con tranquila fuerza las aguas ferrugientas de un larguísimo río. A lo lejos, en la otra orilla, se extendía una interminable superficie boscosa.
«Una visión imperial», había dicho su padre. Su padre era el joven pero temible dux Germánico y dirigía la concentración de hombres armados más poderosa que, desde Britania hasta el Éufrates, vigilaba las fronteras del imperio, una arrolladora máquina de conquista en la que se agrupaban ocho expertas legiones. Sin embargo, en el grandioso praetorium situado en el centro del castrum, que según la filosofía imperial representaba visiblemente el poder de Roma, el joven dux tenía a su lado, en un sorprendente contraste, a su bellísima mujer y a aquel inquieto chiquillo.
Y ahora el pequeño, trenado por el parapeto de la torre como por una prisión, miraba desilusionado. Al sur, a través de las nubes bajas, se filtraba un débil reflejo solar. Y se entreveía el lejanísimo perfil de Augusta Treverorum, la capital de la Galia Bélgica, la ciudad fundada por Roma que siglos después se llamaría Tréveris. Aunque quizá aquellos imprecisos hilos de humo ni siquiera eran la ciudad; lo único que se veía desde el infinito aislamiento del castrum era una mansio, una etapa en la interminable ruta militar. Y en el septentrión, más allá del río, tan solo existía una inmensa extensión de bosques.
– Mira -le dijo el anciano decurión, el suboficial que lo seguía jadeando, obedeciendo como podía la despiadada orden de no dejarlo solo-, puedes vagar días y días por esos bosques y no encontrarás ni una sola ciudad. Ni foros, ni templos, ni termas ni calles adoquinadas; solo pueblos. Y nos temen porque nosotros, en cambio, sabemos construir una fortificación como esta.
El niño preguntó cómo eran de grandes las tierras de la otra orilla del río; y el decurión, que se había pasado la vida en los límites del imperio, al modesto mando de diez hombres, respondió como si citara una ley:
– No lo sabe nadie.
Interminables llanuras cubiertas de nieve durante meses y en la época del deshielo hundidas en el fango; en verano, las noches eran más cortas que en Roma; en invierno, en cambio, el sol tardaba en salir y se ponía entre la niebla.
– Los caballos empantanados en las ciénagas, las asechanzas en los bosques…
El chiquillo miraba. A lo largo de todo el horizonte solo se movía, en efecto, la compacta y poderosa masa del río que los geógrafos latinos habían llamado Rhenus, el Rin.
– Esas aguas caminan hacia Occidente a lo largo de cientos de millas -dijo el decurión-, y también nosotros caminamos no sé cuántas semanas antes de llegar a su desembocadura. Sabíamos que teníamos que contar, una tras otra, más de cincuenta fortalezas, los cincuenta castella que protegen la frontera. Y al final ves que el río desagua en un amar permanentemente tormentoso, en medio de vientos helados.
Pero en esa orilla las legiones nunca se habían impuesto. Y el decurión concluyó, con la sabiduría fruto de tanta guerra:
– Los dioses trazaron la frontera en esta orilla. El limes Germanicus está aquí. -El hombre se apoyó en el parapeto y añadió, pensativo-: Dentro de ese río se esconde el espíritu de un dios.
Pero, según dijo, era el dios de la gente indomable que vivía en la otra orilla.
– Jamás me he enfrentado a combatientes tan fuertes. No se parecen en nada a los griegos o a los sirios, que después del primer ataque te abren las puertas esparciendo flores.
El niño miraba la gélida fuerza del agua y, volviéndose, preguntó:
– ¿De dónde viene?
– Para ir hasta las fuentes -contestó el decurión con la angustia del recuerdo-, hacen falta las mismas semanas que para llegar a la desembocadura, y todavía son más extenuantes.
El río nacía en los altísimos y siempre nevados montes de la Rhetia interior.
– Cumbres a las que no se aventuran a ir ni siquiera los osos; solo hay águilas en el cielo y gamuzas en los picos, y los chillidos de las marmotas que excavan madrigueras en la tierra helada.. -¿Qué quieres decir cuando dices que un río nace? -preguntó el niño.
Muchos años antes, las legiones también habían llevado la guerra entre aquellos montes, contra pueblos llamados réticos y vindelicios.
– Donde nace ese río, el hielo no se funde nunca; son rocas hechas de hielo. Pero bajo el hielo corren venas de agua azul que, al juntarse, forman un arroyo. Luego bajan otras aguas de los costados del glaciar y el arroyo crece. Y ese es el nacimiento del dios Rin.
– ¿Tú lo has visto?
– Lo he visto y lo he salvado de un salto.
Allí, el dios Rin era delgado como un adolescente; pero corría entre los cantos rodados con voz cada vez más fuerte, se transformaba en un torrente, caía fragorosamente entre bosques y barran cos, recogía otras aguas. Y al poco era imposible vadearlo: el dios adulto se había convertido en un río. En su fluir, el dios Rin había excavado un canal entre los montes. Y los hombres imprudentes habían abierto a su lado, entre aquellas rocas, un estrechísimo sendero.
– El único que conduce de la Rhetia interior al sur de los Alpes.
El río se precipitaba por el canal y los viajeros sabían que, con la lluvia o el deshielo, podía desbordarse en un momento e inundar el camino.
En una ocasión, después de que hubieran caído abundantes lluvias, un escuadrón a caballo se había adentrado en columna en el sendero; y habían visto que el Rin golpeaba las rocas a una altura cada vez mayor. De pronto, alguien gritó que el agua estaba llenando el canal e inundando el camino a su espalda. Lanzaron los caballos cuesta arriba, pero el Rin, cada vez más crecido, devoraba la tierra bajo los cascos, absorbía la retaguardia.
– Y cuando llegamos arriba, veíamos allá abajo hombres y caballos uno detrás de otro, con el agua hasta el pecho y tambaleándose, engullidos por los remolinos. Solo nos salvamos tres, agarrados a unas rocas durante dos días y dos noches.
Luego, el río se había calmado y los ahogados, hombres y caballos, destrozados por las piedras, habían emergido aguas abajo.
Después de ese relato, el niño siguió en silencio a su custodio hasta el praetorium. Eran días invernales de tranquila inactividad, los hombres se ocupaban de las armas y de los caballos, se adiestraban. La persistente rebelión germánica parecía ya reprimida. El indomable Arminio, derrotado, para no ser reconocido por sus perseguidores se había embadurnado la cara con la sangre de sus heridas. Muchos de los suyos lo dejaban, otros lo habían traicionado. Su joven esposa había caído en manos romanas. Estaba embarazada, pero no se había abandonado a las lágrimas. Había permanecido en silencio, orgullosamente en pie, con los brazos cruzados, sin preguntar ni responder. Tenía un bonito nombre: Tusnelda. Los desertores habían dicho que Arminio se había vuelto loco de desesperación al pensar que su mujer estaba prisionera en (toma. Y la noticia había turbado profundamente al poderoso dux Germánico. «No sé qué habría hecho yo -había confesado a sus amigos-, si me hubiera tocado una suerte semejante.» Pero el emperador Tiberio había dado la cruel orden de conducir a la mujer de Arminio muy lejos de al í, a fin de quitar a este cualquier esperanza deliberarla. Germánico había confesado imprudentemente a cuantos le rodeaban que aquello le producía náuseas, sin saber que la noticia llegaría a oídos de Tiberio.
Y la suerte quiso que el decurión y el niño llegaran en el momento en que, de un caballo enfangado hasta el pecho, desmontaba exhausto -dejando tras de sí una escolta en las mismas condiciones- un correo extraordinario, un tabellarius stator de la lejana Roma.
Con la pesada lacerna impermeabilizada chorreando, el hombre puso pie a tierra y, mientras sus manos entumecidas entregaban las riendas a un mozo de cuadra, se hizo anunciar de inmediato al dux Germánico. El inesperado correo fue introducido en el acto, todavía sucio de barro; y, desde el umbral, el niño lo entrevió mientras entregaba a su famoso padre el pliego oficial sellado y después sacaba de una bolsa interior otro mensaje.
El famoso padre dejó el pliego oficial y abrió, con impaciencia o quizá inquietud, el segundo, verdadero pero secreto objetivo de un viaje hecho a galope tendido y sin descansar, en las cortísimas jornadas de diciembre, de una mansio a otra de las vías imperiales. El niño vio que, tras leer un par de líneas, su padre levantaba ligeramente los ojos e interrogaba al correo en voz baja, y este respondía en el mismo tono, de espaldas a la entrada. Pero entonces el oficial de guardia cerró con decisión la puerta.
El chiquillo tuvo la sensación de que aquel correo permanecía demasiado tiempo en la estancia de su padre. Cuando apareció, todavía llevaba la capa empapada de agua, pero aquello no parecía preocupar a nadie. Al salir, susurró al oficial de guardia:
– ¿Te acuerdas de Sempronio Graco, desterrado a la isla de Kerkennah, en el mar de Africa?
– Sí, claro -asintió de inmediato el oficial.
– También lo han matado a él -anunció el correo.
El pequeño oyó la palabra «matado» y, pese a que en el castrum la muerte cercana o lejana era el cruel pan nuestro de cada día, vio al oficial reaccionar con indignación:
– ¡No podemos seguir aguantando! Aquí no perdonarán a nadie. ¿Cómo ha muerto?
– Como un animal -repuso el correo. Echó un vistazo alrededor y continuó en voz baja, con ira-: Y también han dejado morir a Julia, allá, en Reggio, como una mendiga.
La lacerna mojada goteaba en el suelo.
El oficial también miró a su espalda y, mientras acompañaba al correo a la salida, preguntó soliviantado:
– Pero ¿qué dicen en Roma?
– Nada -dijo sin más el correo alejándose asqueado al recordar semejante vileza colectiva.
El pequeño comprendió que en aquel islote perdido en el mar de Africa y en aquella ciudad lejana debía de haber ocurrido algo más grave que cuando una banda de germanos -angrivarios o queruscos- atacaban la frontera. Los nombres de aquellas dos víctimas, sin embargo, a él no le dijeron nada.
El oficial de guardia volvió atrás y no se percató de que -quizá por la fatal voluntad de esos dioses citados con frecuencia por los escritores antiguos- la puerta del Comando estaba entornada. Por eso, el pequeño entrevió a su joven y bellísima madre salir corriendo de un aposento interior, llegar hasta donde estaba el dux Germánico de espaldas, coger el mensaje y leer precipitadamente unas líneas antes de que él la interrumpiera.
Entonces vio por primera vez a su madre llorar y se quedó inmóvil: ella se apretaba con fuerza la cara entre las manos y trataba de reprimir los sollozos hasta ahogarse. El oficial de guardia, en contra de todas las normas, también se había quedado clavado delante del resquicio. Pero la mujer lloró poquísimo, y cuando levantó su hermoso rostro, en él no se veía dolor sino rabia, desesperación, odio.
– La ha matado ella, la maldita vieja, la Noverca -dijo-. Juro que…
Germánico detuvo de inmediato su ímpetu. Solo tenía un modo de detenerla: estrecharla con fuerza, en un abrazo silencioso. Ella se rebelaba, se debatía, hasta que poco a poco iba cediendo, abandonándose, y acababa en un abrazo de amor. Esta vez él también la estrechó, pero ella no cedía. El pequeño oyó la voz susurrante de su padre en el oído de ella, casi como un beso:
– Ten paciencia, sustine, aguanta. Tendremos tiempo…
Ella empezaba a calmarse.
– Sécate los ojos -decía él, y con los dedos le limpió las mejillas de lágrimas-. Que nadie pueda decir que lloras.
– Me han prohibido verla desde los diecisiete años -repuso ella con voz ronca-. Ha muerto sola.
Se liberó del abrazo y se arregló el pelo. El pequeño entró y preguntó con ansiedad qué había sucedido. Pero su padre le respondió que no había sucedido nada y que Zaleucos, el preceptor griego -aquel cultísimo y paciente esclavo que trataba de instruirlo, para lo cual se pasaba todo el día siguiéndolo hasta acabar agotado-, estaba esperando. Pese a su bondad, nadie en todo el ejército podía discutirle una orden al dux Germánico. El pequeño salió sin decir nada y el oficial cerró la puerta.
Pero el pequeño despistó al pobre Zaleucos y, confusamente inquieto, se fue solo a la plaza. Vio al correo allí, en un corro de oficiales. Y se acercó a tiempo de oír: «Un asesinato después de otro…». Los oficiales, al reparar en la presencia del hijo del dux, se callaron, y él prosiguió su camino disimulando; pero aquellas palabras habían caído como piedras sobre su ánimo. Buscando consuelo, se dirigió hacia las cuadras de sus queridos caballos. Su veloz Incitatus, un ligero mannulus de raza gálica, de pelaje color miel y estructura fina, adecuada para su corta edad, lo reconoció desde Tejos y relinchó. El animal resoplaba, impaciente por que lo soltaran, pero los caballerizos lo mantuvieron a cubierto porque decían due se acercaba lluvia otra vez, y el pequeño lo abrazó, escondió la frente en su crin. El tremendo secreto existía, y todos estaban de acuerdo para no hablar de ello. El caballo percibía en cierto modo esa inexperta inquietud, porque largos estremecimientos lo recorrían bajo el brillante pelaje.
Tal como habían previsto, lloviznaba. Tras un breve revuelo provocado por la llegada del correo, las calles que se cruzaban entre los barracones iban vaciándose: fuese por la lluvia o quién sabe por qué, parecía que todos los hombres se hubieran congregado dentro. El pequeño llegó al convencimiento de que se avecinaba un peligro, como cuando los queruscos se acercan arrastrándose para atacar a los centinelas aprovechando la oscuridad.
Se dirigió a la esquina meridional del castrum, desde donde llegaba el martilleo rítmico de los herreros sobre las cuchillas ardientes. Se coló en la forja, atento a las conversaciones, y de ese modo se enteró de que aquella tal Julia, que había muerto «como una mendiga» en la lejana Reggio y por la que tanto había sufrido en vano su madre, «habría merecido honores imperiales».
Se lo oyó decir con rabia al tribuno militar Cayo Silio, al mando de su legión aquellos días, el cual, sentado junto al maestro de armas, estaba revisando la empuñadura de su espléndida espada de gala, la ensis de dos filos.
– Tan solo un senador, de seiscientos, se alzó y dijo que habían matado a la única hija de Augusto a fuerza de privaciones, que la habían dejado consumirse lentamente, desterrada, vituperada, despreciada por todos. Los otros quinientos noventa y nueve guardaron silencio.
Mientras decía esto, el tribuno vio acercarse al hijo del dux Germánico, pero no bajó la voz.
– Honores imperiales… -repitió intencionadamente para que se le entendiera bien. El maestro movía el arma sobre la llama, le daba martillazos precisos, la sumergía en agua fría, volvía a calentarla. Y guardaba silencio. El tribuno Silio insistió, provocativo-: Y en cambio, silencio aquí también, porque aquí también se obedece a Tiberio.
– ¿Obedecer sobre qué? -irrumpió la voz del pequeño entre el eco de los martillazos.
– Ven aquí -lo invitó con decisión Silio-, ya es hora de ponerte al corriente -añadió, como si el pequeño, por ignorar quién sabe qué, fuese víctima de una injusticia. Este esperó conteniendo la respiración, y el maestro de armas dejó lentamente la espada-. ¿Sabes quién era esa Julia que ha muerto de ese modo? -dijo Silio-. La madre de tu madre.
El chiquillo se quedó callado. Nunca se había hablado delante de él de los abuelos, y él se había formado la vaga idea de que todos estaban muertos desde hacía mucho tiempo. El tribuno había hecho una pausa a fin de que se entendiera bien la historia y concluyó con rudeza:
– ¿Y sabes por qué merecía honores imperiales? Porque era la única hija del divino Augusto. Y en cambio, la desterraron y al final Tiberio la ha dejado morir.
La mente del pequeño trabajaba a toda velocidad. Asustado, oyó de nuevo la voz ronca de su madre: «Diecisiete años…». De repente, tan asustado que le temblaban las rodillas, se sentó al lado del oficial y susurró:
– He visto llorar a mi madre… No se lo digas a nadie -suplicó, agarrando a Silio del brazo.
Silio, el tribuno, meneó la cabeza con rabia.
– Tu madre, Agripina, tiene muchas razones para llorar. ¿Sabes que tu madre tenía tres hermanos?
El pequeño se puso en pie de un salto.
– No es verdad, nunca me han hablado de ellos, no hay ninguno… ¿Has dicho «tenía»? ¿Cómo que tenía?
El maestro de armas, en silencio hasta ese momento, mientras la espada se calentaba en el fuego, intervino:
– Los tres hermanos de tu madre eran los únicos herederos de Augusto, la esperanza del imperio. Ellos, no Tiberio.
Al fondo, los herreros y los trabajadores de la fragua habían oído y se quedaron mirando.
– No os burléis de mí -sollozó el pequeño.
Sentía el peso de una amenaza. Era realmente demasiado pronto para soportar aquella historia, sobre todo de esa manera tan brutal; con buen criterio, su padre había pedido silencio. Y Silio, alarmado, lo condujo dentro de la fragua y, para distraerlo, le enseñó un elegante puñal, la corta sita de las asechanzas imprevistas.
– Mira, se empuña así.
Se la tendió, le hizo cogerla, y el pequeño la asió con una fuerza consciente, una inopinada sensación de seguridad. El tribuno se la quitó de las manos, llamó a un mílite y simuló un ataque.
– Y tú te mueves así, a su espalda, ¿ves?, con el brazo izquierdo sobre la boca lo inmovilizas, y con la mano derecha clavas la hoja aquí, en el cuello, donde late la vena.
El mílite fingió estar herido, se dejó caer al suelo, pataleó cómicamente, y el pequeño se echó a reír y olvidó las lágrimas. Luego el mílite se hizo el muerto y el tribuno explicó:
– Si quieres asegurarte de que el enemigo está de verdad muerto, lo tocas aquí. -Le hizo presionar la yugular del caído-. ¿Notas cómo late? Cuando se detiene es que la vida se ha ido. Ahora voy a enseñarte otro golpe seguro, de espaldas también. -El mílite se levantó-. Mira. Desde detrás, con la izquierda, lo agarras. Él, para liberarse, estirará los brazos, y tú clavas la hoja hasta el fondo, ¡pero enseguida!, bajo la axila, así.
El pequeño observaba fascinado. El tribuno Cayo Silio se puso serio y dijo bruscamente:
– Has visto cómo se usa la sita, o sea, que eres lo bastante mayor para saber que la muerte de los tres hermanos de tu madre le dieron el imperio a Tiberio.
El pequeño escuchaba mirándolo fijamente. Todas sus lágrimas se habían secado; su infancia había acabado.
– Tú tampoco digas esto -advirtió el tribuno.
Él no habló. Pensó que no debía volver a preguntar a nadie por qué lloraba su madre.
El «gladius» y la «caliga»
Al día siguiente, el maestro de armas anunció que fabricaría para el niño, a la medida de su brazo, un pequeño gladius, el arma ligera que, en los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, hería con la punta y con el filo; y le enseñaron los ataques, los regates y las defensas.
Parecía un juego. Pero aún no se le podía decir al niño que, detrás de aquellos juegos, se escondían planes de guerra real, y no contra enemigos extranjeros. Porque desde hacía dos siglos Roma estaba dividida entre el partido de la aristocracia económica y latifundista -los optimates-, que apoyaba: Tiberio, y el partido de las clases débiles, los agricultores, los artesanos, las plebes de las ciudades -los populares-, en el que se hundían las raíces culturales y familiares de su padre, el demasiado querido dux Germánico, hombres que, en tiempos lejanos y recientes, habían luchado contra el latifundismo, los elevados tributos, las restricciones al derecho de voto activo y pasivo, la imposibilidad para los que nacían plebeyos de ser elegidos cónsules y la expoliación brutal de los países conquistados. Los nombres eran muchos: los Graco, Cayo Mario, Publio Sexto, el vehemente e infortunado Marco Antonio y los tres jóvenes hijos de Julia. Y casi todos habían encontrado la muerte.
No se le podía decir aún al niño que el poder y quizá la propia vida de su padre se hallaban amenazados por un creciente peligro. Pero Rufo -el hombre más fuerte de todas las legiones del Rin, aquel que, si lanzaba un pilum, el venablo de punta mortal, contra un gran árbol, no había fuerza humana que lograse extraerlo y era preciso cortar el tronco centenario- enseñó al chiquillo a manejar aquella arma, y la torsión del brazo, el impulso del pie, de la rodilla, de la cadera, la enorme energía descargada sobre el hombro y sobre los músculos del brazo, todo para que el dardo saliera recto, silbando, y se clavara, sin desviarse ni un dedo, justo en el punto que los ojos habían mirado.
– El pilum que se clava en el punto exacto te libra de tu primer enemigo. Es como ganar en el primer lanzamiento de dados -explicó rápidamente Rufo, escupiéndose en la palma de la mano antes de repetir el lanzamiento.
– Ahora fíjate -apremiaban los oficiales, que se apasionaban mirando-, todo te será más fácil.
Seguían ataques, regates, paradas, pero con lenta elegancia, y los ojos del chiquillo asimilaban los movimientos del brazo, del hombro, el estiramiento de la muñeca, el juego de la rodilla y del pie, las enganchadas, las maneras de librarse de la presión del adversario, la fulminante estocada final. Todo joven aristocrático estaba destinado a adquirir experiencia en las legiones, un duro servicio militar; y luego, poco a poco, a dirigir las guarniciones en las larguísimas fronteras y, máximo orgullo, a capitanear una legión en acciones de guerra. Pero en este caso el objetivo del adiestramiento era distinto.
Junto a la forja se alineaban las cuadras. El niño se colaba entre los caballos, de donde era difícil sacarlo. Pero ese día lo encontraron enseguida. El oficial que estaba al mando de la caballería ligera, poniendo el brazo derecho doblado a modo de escalón para que él llegase a la altura necesaria, le enseñó cómo dar un salto estando parado y caer justo sobre la grupa, e inmediatamente, antes de tocar las riendas, con la mano y los talones lanzar el caballo al galope, como hacían los bárbaros escitas, los mejores jinetes del mundo.
– Conquistar tu caballo en un instante, arrollarlo todo antes de que te hayan visto -dijo.
El jefe de taller de los armeros le tomó las medidas y le hizo una ligerísima lorica, una coraza con un repujado que había diseñado el maestro de armas, el artista del castrum, y que representaba la historia emblemática del niño salvado por el delfín. El maestro de armas era un esteta de la guerra al que le gustaba la elegancia de los golpes, el esplendor de las armas de gala, repujadas y damasquinadas, los brillantes arreos de los caballos, las águilas de oro sostenidas en alto por el aquilifer, el abanderado, el fragor impetuoso de las cataphracti, la caballería pesada, el sonido del lituus, el toque de la bucina y de la tuba. Modeló también para el chiquillo un casco de combate, una cassis de lámina ligera. Y el herrero, que estaba en la forja y soldaba y unía las piezas, le explicó que ningún otro ejército había diseñado nunca una protección tan racionalmente segura: redondo y forrado de piel, el casco romano envolvía completamente el cráneo, sin dejar peligrosas zonas muertas donde los golpes del enemigo podían multiplicarse; cubría la frente hasta rozar las cejas; dos anchas tiras protegían las sienes y las mandíbulas y se unían bajo la barbilla, pero dejaban libres las orejas; un blindaje, articulado para no entorpecer los movimientos, ceñía la nuca. En resumen, un prodigio de anatomía y de técnica que había salvado infinidad de vidas.
Y para ser más claro, el herrero dijo que los peores enemigos no estaban al otro lado del Rin.
– A esos los ves venir desde lejos. Los golpes a traición vienen de las calles de Roma.
Con su macizo puño izquierdo metido en el pequeño casco y empuñando el gladius con la mano derecha, el herrero hacía como si golpeara la cabeza, las sienes, la frente, la nuca: la hoja resonaba contra el hierro, pero la mano, protegida por el casco, parecía invulnerable. El niño vivía todo eso como una hazaña secreta, ignorando el silencioso e inopinado consentimiento de su padre. Solo años después, haciendo memoria, comprendería las despiadadas razones por las que se habían inventado aquellos juegos.
– Has nacido aquí, cachorro de león -le decían los hombres de las legiones.
«Infans in castris genitus», escribiría un gran historiador. Porque aquel niño, destinado a conquistar una clamorosa y corrupta fama, había nacido en el castrum, bajo el signo de Virgo, el último día de agosto, y había sido educado entre las legiones, «in contubernio legionum eductus».
Por último, el sutor, el zapatero, tomó las medidas de sus pequeños pies con un cordel. Y al cabo de tres días de pruebas y ajustes secretos, el chiquillo salió del taller llevando atadas alrededor de las pantorrillas las famosas, racionales y espartanas caligae de los legionarios romanos.
El sutor había escogido el cuero más suave, lo había escarificado y untado de grasa, pero las sandalias estaban durísimas. El sutor aseguró que al día siguiente estarían mejor. El chiquillo se desplazó de un lado a otro; el cuero crujía. Pero los clavos que llevaba en la suela se agarraban al terreno y él notó que, después de dar un salto, se detenía en seco, sin resbalar, como los legionarios cuando saltaban las murallas enemigas.
Se dirigió al Cardo, la vía central del castrum; los legionarios se agolpaban, riendo, mientras el sutor lo seguía a distancia y él caminaba renqueando hacia el praetorium. Al llegar a la puerta salió su padre, el joven dux, y puesto que -como había dicho aquel poeta citado por el preceptor griego, que tenía la cabeza llena de escritores antiguos- todo hombre se ahueve entre los hilos invisibles que el destino le ha tendido, aquel juego de militares aburridos sería interpretado por los historiadores como el inicio de una fatal sucesión de acontecimientos.
Lo cierto es que el padre, rodeado de sus hombres, rió, levantó a su hijo para que lo vieran desde lejos, tocó las sandalias para observar el trabajo y declaró que, para los legionarios que luchaban contra el germano Arminio, el sutor nunca había hecho unas. caligae comparables a esas.
– Merece un castigo -dijo en broma-, porque ha demostrado que sabe trabajar bastante mejor de como lo hace habitualmente.
El chiquillo también reía, moviendo las piernas en el aire, y aunque se llamaba Cayo César -histórico nombre de familia que había llevado el vencedor de galos y germanos, julio César-, entre el estruendo destacó claramente la voz de un mílite que decía:
– Ya ha ingresado en la legión. Propongo que lo llamemos Calígula.
La joven rética
Desde el día que se convirtió para el ejército en Calígula -es decir, «zapatito»-, legionarios y oficiales empezaron a ocuparse, cada uno a su manera, de su peculiarísima educación.
Así descubrió, pasado el rincón más apartado del castrum, un barrio de barracas. Estaba lleno de mujeres, pero no eran como las esclavas y las libertas de su madre, que solo se movían en el recinto del praetorium, con los cabellos recogidos y las manos blancas. Esas mujeres entraban y salían de las barracas medio desnudas, con el pelo suelto, descalzas, reían fuerte, se lavaban al aire libre y parecía que todos los militares las conocían, porque acudían en tropel y se metían allí dentro con ellas.
Él miraba entre las grietas de la empalizada, hasta que una de aquellas mujeres, una campesina rubia, lo descubrió, lo cogió de la mano y dijo, riendo:
– ¿Qué mirabas? -Hablaba toscamente, y añadió con su acento aspirado y duro-: Por lo que veo, no tardará en llegar tu momento.
Los legionarios reían. Ella dejó deslizar la túnica sobre un hombro y mostró un pecho. No se parecía en nada a los pequeños senos firmes y distantes de las diosas de mármol, ni a lo que se podía entrever en la severa corte de su madre. Era una masa blanca y sólida, con finas venillas azuladas y un oscuro y gran pezón. Ella le cogió la mano y se la acercó al pecho.
Y fue algo que él no olvidaría. Su pequeña mano no lograba estrecharlo, ni siquiera cubrirlo, así que lo rozó, y luego lo recorrió acariciándolo: era suavísimo e inmenso. La joven, que reía, dejó de reír y se inclinó hacia él. El niño prosiguió la caricia mientras ella lo miraba con los labios entreabiertos: el pezón se endureció, presionó la pequeña mano; entonces él se detuvo, y le faltaba la respiración.
Ella se apartó bruscamente y se cubrió, mirándolo con sus ojos claros. Él se marchó, turbado, de las barracas, y cuando estuvo lo suficientemente lejos, preguntó de dónde venían aquellas muchachas.
– Es el mejor motivo para hacer una guerra -contestó con brutal alegría un suboficial.
Venían de la Galia Bélgica, de la Germanía inferior, de Rhetia, todo tierras conquistadas. Algunas eran esclavas, otras salían de sus pueblos para vagar por los lugares adonde los legionarios iban a buscar leña.
– Yeguas salvajes que hay que domar -le explicó el suboficial. El hombre lo miró, dudando de hasta dónde podía llegar con el hijo del dux. Finalmente consideró que había llegado el momento y dijo-: Son como los caballos de estas tierras, ¿los has visto?, esos que enganchamos a los carros pesados. Si se lanzan al galope, te tiran al suelo.
Y él volvió en cuanto pudo despistar a Zaleucos, su pobre preceptor griego. La joven rética lo vio desde lejos y dijo:
– ¿Ya estás aquí otra vez? Eres curioso, ¿eh?
El no supo qué contestar y ella rió y lo invitó a entrar.
– ¿Quieres ver una cosa que, pese a ser el hijo de nuestro aguerrido comandante, no has visto nunca? -preguntó.
Era atractiva, bromista, no daba miedo, retrocedía hacia el interior de la barraca sonriendo, era inmensa y grandiosa. El chiquillo avanzó dos pasos; ella echó la cortina a su espalda y lo precedió. Mientras caminaba, dejó que la ligera túnica se deslizara desde los hombros hacia la espalda y las anchas y blancas caderas. La tela cayó al suelo. Ella pasó por encima, desnuda, se volvió en la penumbra y tendió los brazos hacia él, riendo.
La Noverca
En aquellos días, el niño oyó decir a los oficiales que, en una lejanísima ciudad bárbara que se llamaba Tomis, un hombre, un poeta que en años pasados debía de haber sido famoso, había muerto «después de ocho años de destierro inmisericorde». Un oficial joven declaró con nostalgia:
– Ha escrito las poesías de amor más bellas jamás oídas.
– ¿Dónde está Tomis? -preguntó el niño.
– En la provincia más lejana, peligrosa y maldita del imperio, en el Ponto Euxino -respondió el joven oficial, conmovido-, el mar de las aguas negras. Desde allí escribía todos los años a Tiberio y le suplicaba, llorando, que lo dejara volver a Roma. -Y añadió con imprudencia-: Era amigo de tu padre.
Debía de ser una conversación inquietante, porque no intervino nadie. Pero el niño, en cuanto pudo, preguntó al pobre Zaleucos, que se lo esperaba, por qué no le había hablado nunca de ese poeta y por qué, si era tan grande, había muerto solo y lejos, y también le preguntó cómo se llamaba.
– Ovidio -respondió Zaleucos, e inmediatamente añadió que no sabía nada más de él.
Al día siguiente, día de lluvia invernal, el chiquillo, que vagaba por el castrum cuando el cielo estaba despejado, descubrió que los legionarios no tenían ganas de jugar. Parloteaban en corros, le lanzaban miradas, pero ninguno lo llamaba «¡Calígula!» y corría a esconderse detrás de una barraca para que él, enfadándose en broma y pateando el suelo con sus sandalias, gritara: «¡No pienso contestarte, ese no es mi nombre!». Esperó que una voz lo provocase para perseguirla, atrapar al legionario que fingiría que él lo derribaba, se tiraría al suelo y rodaría con él sobre la hierba.
Pero no lo llamó nadie. El niño, decepcionado, se dirigió hacia las cuadras. Y el caballerizo, que había terminado de cepillar a su queridísimo Incitatus, se volvió y dijo de pronto con dureza:
– ¿Has visto? Ha vuelto a ganar la Noverca.
Hablaba de algo que él no sabía, pero lo sobresaltó: la Nover ca, la madrastra, era la misteriosa mujer que había hecho llorar de rabia a su madre. Y el herrador, que estaba protegiendo una pata del nervioso caballo, levantó la cabeza:
– Va a hacer cincuenta años que está agazapada ahí, y consigue que su hijo haga lo que ella quiere.
– ¿Quién es su hijo? -preguntó el chiquillo.
Lo miraron, desconcertados y estupefactos, antes de que el herrador murmurase cautamente, como si se tratara de un asunto sucio, el nombre del hombre más temido del mundo: Tiberio, el emperador. Los demás guardaron silencio. El niño se sintió humillado por ser el único que no lo sabía en el castrum. No preguntó nada más. Un mozo de cuadra dijo, como para consolarlo, que la No verca era muy vieja.
– Debe de tener noventa años. Mi padre ya la llamaba Noverca.
De pronto apareció Zaleucos, se llevó de allí al niño y enseguida se puso a hablarle en su fascinante griego ático, que no entendía nadie en el castrum:
– No está bien que tú, el hijo del dux, vayas a escuchar a los caballerizos mientras hablan de tu familia.
El esclavo al que habían llamado Zaleucos debía de haber vivido, bajo otros cielos, días menos duros; todas las mañanas miraba con melancolía las nubes densas y la lluvia fina que, silenciosamente, empapaba la tierra y los bosques, y las precoces noches de invierno. Desde lo alto de su refinada cultura, se horrorizaba al ver repetir al niño con gran facilidad y fluidez las frases jergales de los legionarios. Pero había visto que con la misma facilidad había aprendido griego; había empezado a leerlo a los cuatro años y medio. «El pequeño ha recibido dotes especiales de los dioses -decía con orgullo apasionado-. Te hace preguntas que no corresponden a su edad. Si no lo convences, insiste. Busca la compañía de los adultos. Lee más deprisa que yo. Todos los días dice palabras nuevas, en latín y en griego. No comete errores con los verbos. Tiene muchísima memoria, y la tiene ordenada. No para de hacer planes…»
Pero ahora el niño, con el cabello castaño revuelto, preguntó, mientras lo seguía de mala gana, por qué había interrumpido aquella conversación sobre la anciana Noverca.
El melancólico esclavo griego se vio perdido y respondió:
– Tu padre y tu madre no quieren estropear tu felicidad con esas viejas historias. -Acto seguido citó confusamente a un filósofo ateniense de tres siglos antes-: «El precio de la paz es el silencio». Te lo ruego, prométeme que no volverás a preguntar.
Aquel discurso inconexo y temeroso era peor que el silencio, y el chiquillo se apresuró a asegurar.
– No preguntaré a nadie.
Pero la inquietud iba en aumento.
– ¿Y por qué han nombrado al emperador?
Zaleucos sabía que era imposible eliminar de aquella mente el estímulo de una pregunta; sin embargo, obligado a un inquebrantable silencio de esclavo, no respondió y apretó el paso, porque veía que en las calles del castrum se congregaban desordenadamente grupos de legionarios y parecía que la disciplina ya no le importaba a nadie. Y se sabía que en esas poderosas legiones podía prender la rebelión tan deprisa como si se arrojara una antorcha a un pajar. Ya había sucedido, bajo Augusto y especialmente bajo Tiberio, odiado como general y todavía más como emperador.
Pero el obstinado chiquillo preguntó por qué Tiberio había tomado el poder en lugar de los hermanos de su madre.
– Si no quieres que vaya a que me lo cuenten los mozos de cuadra, dímelo tú.
El cultísimo esclavo -cuya historia nadie conocía exactamente, así como tampoco las desgracias que lo habían precipitado a su condición actual- tomó una calleja secundaria y empezó a contar con prudencia, mientras el niño lo seguía:
– Un día, el divino Augusto conoció a la mujer que has oído a esos mozos de cuadra llamar Noverca. Pero se llama Livia.
– ¿Cuándo fue eso?
– Deben de haber transcurrido sesenta años.
Una distancia abismal para el niño, que calló, desconfiado. El griego continuó apresuradamente para evitar preguntas:
– Cuando Augusto la conoció, ella tenía diecisiete años, estaba casada con otro y tenía un hijo. Ese niño era Tiberio.
– Explícame por qué la llaman Noverca -pidió el chiquillo, exasperado.
Se habían detenido en una esquina; Zaleucos miraba aquellos inquietantes movimientos de militares a lo largo del Cardo.
– La llaman Noverca, madrastra, porque Augusto también tenía una hija, Julia -dijo. Y sin darse cuenta precisó-: La única de su sangre.
De modo que el chiquillo preguntó inmediatamente:
– ¿Esa a la que abandonaron en Reggio y que ha muerto como una mendiga?
Desesperado por el interrogatorio, el preceptor cedió:
– Sí, ella, la madre de tu madre. -Y, como para mejorar la situación, añadió-: Pero no estuvo siempre allí; antes estaba en Pandataria.
Al chiquillo le alarmó aquel nombre que nunca había oído y preguntó qué era Pandataria.
– Una isla… -empezó a explicar Zaleucos, pero se interrumpió porque alrededor del praetorium empezaban a oírse voces demasiado fuertes y furiosas. Trató de echar a andar de nuevo.
El niño se detuvo.
– Quiero saber si los tres hermanos de mi madre ya habían muerto cuando Tiberio se convirtió en emperador.
El preceptor respondió con dificultad, como agotado por haber sido sometido a tortura:
– Sí, los dos mayores, sí. El tercero era muy joven todavía, casi como tú.
Reanudó la marcha.
– ¿De qué murieron?
– Estaban lejos de Roma; eran años de guerra -dijo Zaleucos. Le resultaba difícil inventar respuestas. Omitió toda la historia y concluyó-: Cuando Augusto murió también, los senadores eligieron a Tiberio.
– ¿Dónde estaba mi padre?
– Aquí, combatiendo contra estos bárbaros que se sublevan constantemente. -Aprovechó la circunstancia para ejercer de maestro-: Tenía razón Posidonio de Apamea: barban immanes.
De las calles llegaron voces más altas y agitadas.
– No me has dicho qué le pasó al último hermano de mi madre.
– No lo sé -mintió, balbuceando, Zaleucos-, vivía lejos.
El chiquillo lo dejó plantado y se dirigió a la plaza. Vio que, en contra de lo habitual, bullía de militares que formaban corros sin ningún orden y se metió en medio. Pero el oficial que estaba al mando de la cohorte pretoriana, la guardia de corps, lo interceptó y lo llevó de vuelta con el excesivamente permisivo preceptor, haciendo a este un gesto de reproche.
– El dux Germánico se ha encerrado en los aposentos interiores con los comandantes de legión -explicó en voz baja.
Otros oficiales llegaban de todos los rincones del castrum y se congregaban con agitación.
– Le hacen volver a Roma -dijo alguien. Y el chiquillo preguntó de inmediato: -¿A quién hacen volver a Roma?
No le contestaron, pero su instinto le dijo que había motivos de alarma. En realidad, a través de otro inesperado correo de Roma, había llegado la noticia de que el victorioso y querido Germánico había perdido el mando. Entre los mílites, los oficiales y los tribunos se estaba fraguando la revuelta. Pero de pronto salió el tribuno Cayo Silio y los oficiales congregados en la plaza interrumpieron las conversaciones, pues su llegada siempre anunciaba la de Germánico. El chiquillo también lo sabía, y efectivamente, el joven dux apareció enseguida rodeado de los demás tribunos, vio la aglomeración desordenada y no dijo nada. La sonrisa había desaparecido de su rostro.
Germánico vivía en sintonía con sus hombres, fuera cual fuese el grado o la posición humilde, la cultura refinada o la rudeza de cada uno; su humanidad era desbordante, inmediata. «Civile ingenium mira comitas», escribiría sintéticamente, pero con añoranza, un historiador poco inclinado a los elogios como Cornelio Tácito. Pero para otros, en Roma, estas cualidades eran motivo de alarma y de inextinguible odio.
Cuando él apareció, pues, se alzó un coro de voces furiosas: «Tiberio tiene miedo de ti», «Te odia porque has vencido donde él fracasó», «Quiere arrebatarte las legiones»… El gentío era enorme e iba en aumento: eran las voces y las miradas que habían asustado a muchos en el pasado, la fuerza colectiva de esas potentes máquinas de guerra conscientes de sí mismas. Más atrás, a lo largo del Cardo, todos los mílites habían salido de los barracones, hasta los herradores y los vivanderos, hasta los calones, los esclavos que se ocupaban del bagaje, y se apiñaban en la calle. Los durísimos decuriones y centuriones no intervenían. Y no hacía falta más para expresar su peligroso acuerdo.
Germánico guardaba silencio porque los gritos apasionados de aquellos hombres decían la verdad. «Tú diriges las legiones más poderosas del imperio -vociferaban-, no puedes dejar que te las arrebaten así…» Allí estaban en primera fila los tribunos de la temible Trigésima, la Vigésimo segunda, la Undécima. «Hemos hecho arrodillar a miles de germanos. ¿No vamos a ser capaces de atemorizar a seiscientos viejos senadores?» La voz durísima de un tribuno destacó sobre las demás:
– Al emperador lo eligen los hombres que se juegan la vida para defender las fronteras, no los senadores tumbados en las termas.
La palabra emperador pasó como un relámpago entre los negros nubarrones y los gritos sonaron más fuerte. En realidad, en un siglo de guerras civiles ya se había visto a esas legiones tomar en sentido contrario las vías que Roma había construido para conquistar las tierras nórdicas y bajar con una rapidez aterradora hacia el sur para imponer en el gobierno al hombre escogido por ellos. Desde el fondo, una voz gritó:
– Nosotros te acompañaremos a Roma, como hicimos con Julio César. El Rubico sigue estando ahí.
Ese famoso río que pasa por el sur de Ravena, y que nosotros llamamos Rubicón, era el límite que las leyes prohibían cruzar con las legiones armadas en dirección a Roma. Atravesarlo así significaba sublevación contra la República. Pero julio César lo había hecho y había conquistado el poder.
El chiquillo, Cayo, se había metido entre la multitud y se escabullía entre los codos de los oficiales. El preceptor intentaba sacarlo, pero un tribuno protestó:
– ¡Déjalo! ¡Deja que aprenda!
«Recuerda que Tiberio tomó el poder de manos de la Nover ca», estaban gritando. Un coro de voces soltó en ese momento varios insultos que Cayo había aprendido de las conversaciones de los mílites, pero que entonces, referidas a la madre del emperador, impresionaban.
De hecho, eran palabras de insurrección; y el chiquillo se estremeció de emoción cuando un viejo tribuno, con el peso de las medallas de diez campañas en la coraza, dijo a Germánico:
– Cuando Tiberio te robó el imperio, tú estabas aquí y no pudiste evitarlo…
En efecto, tras feroces luchas entre los populares, que querían elegir a Germánico, y los optimates, que apostaban por Tiberio, el Senado finalmente se había plegado a los deseos de estos últimos.
– ¡Pero hoy, ahora, ha llegado tu momento!
En ese instante, Cayo vio a su padre levantar el brazo derecho con la palma hacia fuera, en un gesto que no olvidaría nunca: el gesto que era desde siempre el del dux que ha decidido hablar, es decir, impartir órdenes, porque el dux no hablaba para nada más. Todos, desde los tribunos de más alta graduación hasta los simples mílites que estaban al fondo, en un movimiento colectivo, con un murmullo decreciente, se quedaron inmóviles para escuchar.
Y el chiquillo oyó la querida voz de su padre caer sobre la espera de los hombres con una frialdad irreconocible.
– En aquella época… -dijo, e hizo una pausa-, en aquella época Roma estaba sin gobierno, lo sabéis perfectamente. -Hizo otra pausa a fin de que todas sus palabras, una tras otra, entraran en el cerebro de sus hombres-. Hoy, en cambio, gobierna Tiberio, elegido por el Senado. -Los hombres callaron. El chiquillo vio cómo cambiaba la expresión de las caras. Y ya no se movía nadie-. Hasta el último minuto de mi mandato aquí, no permitiré a nadie repetir cosas como esas. Nosotros nunca nos dirigiremos a Roma empuñando las armas.
El silencio no se rompió. El poder del valiente, sincero y justo Germánico sobre sus hombres era casi hipnótico. El chiquillo solo oyó al tribuno que lo había retenido a su lado mascullar entre dientes una maldición.
Los historiadores escribirían que los comandantes de las ocho legiones renanas habían propuesto, todos juntos, marchar sobre Roma. Y quién sabe qué dios enemigo había inducido malignamente a Germánico a rechazar la propuesta. Porque ese día Germánico, sin saberlo, había decidido que su vida sería breve. Ninguno de los legionarios comprendió la razón de esa total, suicida obediencia a Tiberio. Ninguno imaginó que al fuerte dux Germánico la guerra le produjese entonces unas náuseas insoportables.
Dos vasijas de plata
Las nieves comenzaron a fundirse sobre los valles alpinos e inexorablemente llegó el momento de partir para Roma. Cayo fue a vagar con melancolía por las cuadras y dio las últimas caricias en la crin a Incitatus. Luego vio, delante de la forja de los herreros, a Cayo Silio, el tribuno que le había enseñado a manejar la sita, el puñal de las emboscadas, y se acercó a él.
Pero esta vez Silio no sostenía un arma, sino que hacía girar entre los dedos una espléndida vasija de plata.
– Mira -dijo, tendiéndosela a Cayo. La plata estaba repujada, con ligeros dorados-. Es un trabajo griego -dijo, Silio-, una historia de la Ilíada.
Dicho por él, parecía una broma. Sin embargo, en la vasija aparecía de verdad la historia del rey Príamo, que besa de rodillas la mano de Aquiles, el hombre que ha matado a su hijo, para recuperar el cuerpo de este. Y se veía la antigua pero clara firma del autor.
– Quirisopos epoiese -leyó rápidamente Cayo.
Pero el artesano del castrum había grabado en el borde el nombre del tribuno: Silio, y estaba trabajando en otra vasija.
– Tu padre no quiere que en estas tierras estallen más guerras -dijo Silio-. Estas vasijas están destinadas a un amigo mío que está muy lejos, mucho más allá del limes, a orillas del Gran Mar Septentrional. Beberá mi vino y recordará mi nombre.
– Nos vamos mañana -dijo Cayo. Y con confianza suplicante, puesto que Silio era uno de los hombres más próximos a su padre y su mujer, Sosia, que vivía en el praetorium, era amiga íntima de su madre, susurró-: Por favor…, tengo que preguntarte una cosa.
El tribuno, experto y despiadado guerrero, se sorprendió a sí mismo mirándolo con un cúmulo de sentimientos inusitados. La mirada del niño era dulce y ansiosa, la voz desarmaba; poseía uno de los más exquisitos dones de los dioses: la capacidad de atraer simpatías inmediatas e irracionales. El tribuno despidió a los mílites haciendo un ademán.
– Mi madre ha llorado -dijo Cayo-, y tú sabes que se esconde para que nadie la vea. ¿Por qué mi padre solo le dice: «Ten paciencia, aguanta»? ¿Y por qué nadie quiere hablar de eso conmigo, como si yo no pudiera entenderlo?
Era verdad: tampoco conversando, expresando emociones, cometía errores de sintaxis, ni en los tiempos y los modos verbales. Levantó la cabeza, con el casquete de cabellos castaños graciosamente ondulados sobre la frente, tal como los llevaría toda la vida:
– Nadie sabrá que hemos hablado de esto -prometió, y se quedó esperando.
El tribuno respiró, como hacía un instante antes de ordenar un ataque, y dijo:
– Te vas a Roma. Y ahora yo debo contarte una historia de la que hasta el momento nadie estaba autorizado a hablarte. Ya sabes que Julia, la única hija del divino Augusto, la madre de tu madre, tuvo también de Marco Agripa, el gran general, tres hijos varones.
– Lo sé porque tú me lo dijiste -contestó Cayo, mirándolo de frente. Había crecido mucho en las últimas semanas-. Nadie más ha querido hablarme de eso.
– Los dos mayores eran fuertes y valientes, y todos teníamos depositadas grandes esperanzas en ellos -comenzó bruscamente el tribuno-. Pero los dos fueron enviados a provincias muy alejadas de Roma. Y de los dos, a Roma solo volvieron las cenizas.
– ¿Quién decidió enviarlos tan lejos? -preguntó Cayo con calma de adulto.
Silio no dijo que Livia, la Noverca, ya tenía sometido al viejo Augusto («Nam senem Augustum devinxerat adeo…», escribiría Cornelio Tácito con histórico desprecio, y concluiría fulminantemente: «Novercae dolus abstulit», es decir, «lo mató la insidia de la Noverca»).
– A Lucio lo mandaron junto a las legiones de la Hispania Tarraconense -dijo Silio-. Pero apenas llegó a la desembocadura del Ródano; lo esperaban allí para hacerlo morir. Hablaron de una extraña enfermedad que ningún médico lograba explicar.
– ¿Cuántos años tenía? -lo interrumpió Cayo.
– Aún no había cumplido los diecinueve. Poco después, al otro hermano…, Cayo se llamaba, igual que tú lo mandaron a Armenia, tierra de revueltas. Allí lo hirieron en una emboscada. Es indudable que él se había dado cuenta de que querían matarlo, porque había escrito a Augusto diciéndole que deseaba abandonarlo todo y retirarse a una ciudad cualquiera de Siria. Quizá confiaba en la piedad de la Noverca. Pero su carta llegó después de que hubiera muerto. Él tenía veintitrés años. En sus exequias, todo el pueblo de Roma y todos los hombres de las legiones denunciaron el asesinato, proclamaron que la Noverca había apartado los dos primeros obstáculos del camino imperial de su hijo Tiberio. Y decían la verdad: tres meses después, Augusto adoptó a Tiberio y de ese modo le abrió de par en par las puertas del imperio.
Cayo no hizo ningún comentario. Se limitó a preguntar:
– ¿Y mi madre?
– En aquella época era una chiquilla. Le quedaba el tercer hermano, el último varón de la estirpe de Augusto, que no tenía aún dieciséis años. Pero lo acusaron de ser impetuoso, agresivo, de presumir de su fuerza. Y la Noverca consiguió que lo desterraran a la isla de Planasia, como si fuera un peligro para el imperio, cuando en realidad habría sido un excelente guerrero.
– ¿Dónde está Planasia? -preguntó Cayo.
– En el Tirreno. Es una isla pequeña.
– Zaleucos también me ha ocultado esto -musitó Cayo.
– No lo culpes. No podía decirte más: es un esclavo. Pero yo puedo y debo decirte otra cosa. Cuando Augusto vivía sus últimos días, un hombre que había sido procónsul en Asia, Fabio, de la estirpe de los Máximos, un hombre férreo, tuvo el valor de desenmascarar ante él aquella intriga criminal. Entonces Augusto escapó del control de la Noverca y desembarcó con Fabio en Planasia, donde estaba confinado aquel pobre muchacho. Era apuesto y vigoroso, y el viejo Augusto creyó verse a sí mismo cuando tenía veinte años. El muchacho estaba desesperado por aquella injusta soledad…
Abuelo y nieto se habían abrazado y habían llorado juntos, dijeron los historiadores (aunque no sabemos qué hizo llorar de común acuerdo al autor de la condena y al condenado).
– Hasta Fabio, que había participado en innumerables guerras -dijo Silio-, se conmovió y se lo contó a su mujer. Pero su mujer era amiga de la Noverca, que la tenía dominada con sus artes sibilinas, y no fue capaz de callar. Dos días después, agredieron a Fabio en un callejón y resultó muerto. Según me dijeron, fue un ataque realizado por una mano experta, uno de esos ataques que tú estás aprendiendo. Me enteré de que la viuda estaba desesperada delante de la pira en llamas, gritaba que lo había matado ella y contaba cosas que no debería haber dicho. Debes saber también que Fabio era un gran amigo de tu padre y que no lo vengó nadie.
Cayo permaneció en silencio. La idea de la violencia impune entraba por primera vez en su vida.
– ¿Y Augusto? -preguntó con frialdad, como si estuviera indagando.
El tribuno Cayo Silio se quedó desconcertado por la dureza de la pregunta.
– Entonces ya estaba enfermo -dijo-. El pobre muchacho siguió en Planasia.
– Vivo -dijo Cayo.
– Sí, estaba vivo. Pero era el último rival legítimo de Tiberio, y este, en cuanto tomó el poder, mandó a un centurión para que lo asesinara. Lo atacaron a traición; él se defendió, pero eran tres hombres contra un muchacho.
Aquellas palabras sanguinarias anidaron en el cerebro de Cayo. Y Silio no sabía durante cuántas noches los sueños de aquel adolescente se verían interrumpidos por un sobresalto de alarma.
– Cuando llegó la noticia -dijo-, durante tres días aquí nadie vio a tu madre.
– No me acuerdo -susurró Cayo.
– Eras pequeño.
Aquel primer delito del nuevo emperador, al revelar su gélida crueldad y su enorme capacidad de disimulo, había aterrorizado a Roma.
– Pero cuando el centurión anunció a Tiberio que la misión estaba cumplida y, para darse importancia, dijo que no había sido fácil matar al muchacho, Tiberio declaró ante seiscientos senadores que él no había dado ninguna orden. Quizá había sido un mandato secreto de Augusto, dijo, para ser cumplido después de su muerte. Fingió indignarse y ordenó que ejecutaran en el acto a aquel centurión. Mientras hablaba, tenía en la mano el pugio, el puñal símbolo del poder de vida y de muerte, y jugueteaba con él. Cuando aquí nos enteramos de que el imperio había caído en manos de Tiberio, queríamos precipitarnos sobre Roma. Pero también entonces nos detuvo tu padre. -Cayo no dijo nada-. Recuerda -añadió el tribuno, rompiendo el silencio- que la sangre de aquel muchacho corre por tus venas.
– Lo sé -dijo Cayo con una calma que al tribuno Cayo Silio le pareció terriblemente antinatural para su corta edad.
Y le inquietó haber hablado. Pero en ese momento la conversación dio un giro, porque Cayo se volvió hacia las cuadras y dijo al tribuno cambiando de tono:
– Te confío el cuidado de Incitatus. No sé por qué mi padre no me permite llevarlo a Roma.
El queridísimo Incitatus debía de haber comprendido, si no que su joven jinete se marchaba, que estaba sintiendo un intenso dolor. Y no dejaba de seguirlo con la mirada húmeda.
– Incitatus tiene las patas delicadas -dijo Silio-. Un viaje largo no es bueno para él. Te darías cuenta al llegar. En cambio, es un magnífico caballo para desfilar y aquí estará por delante de todos.
– Vendré a saludarlo mañana antes de irme.
– No vuelvas -sugirió Silio-, deja que empiece a olvidarte.
– Los animales no olvidan. Escríbeme, por favor.
El tribuno Silio se lo prometió. Y ninguno de los dos podía imaginar en qué jornada atroz se encontrarían en Roma.
Sin embargo, mientras Cayo se dirigía al praetorium, Silio se volvió de pronto, por puro instinto, como en una emboscada de guerra, y dijo:
– Mañana partes para Roma. Debes aprender a mirar a tu alrededor, cachorro de león.
Provincia de Egipto
Roma
Y finalmente, más allá de bosques y montañas, estaba Roma, que Cayo no había visto nunca. Su mente joven, estimulada por las evocaciones del preceptor griego, había soñado que, después de tanto viajar por montes y llanuras, aparecería ante él, como una nube blanca, una inmensidad de mármoles extendidos sobre siete colinas onduladas en las orillas de un río dorado. Pero, después, su misteriosa familia -de la que él no conocía materialmente a nadie- se había transformado en una maraña de fantasmas y Roma se había convertido en un lugar angustioso sobre el que se cernía, como un cielo de tormenta, el poder imperial.
Sin embargo, en todas las etapas, masas de gente congregada de forma espontánea habían aclamado a su padre, Germánico, el dux injustamente destituido por Tiberio. «Las intrigas de la Nover ca…», protestaban. No obstante, la mayoría exultaba: «¡Has vuelto con nosotros!». En medio del entusiasmo se escapaban palabras que pertenecían más al terreno de la insurrección que al de la alegría. De todas ellas, una en especial entró en los oídos del chiquillo: «¡Defiéndenos!». Y él, con un amor reverencial, veía a su padre como dotado de poderes sobrehumanos.
El oficial que estaba al mando de la escolta se inclinó sobre la silla y le susurró:
– Mira: descender sobre Roma con las legiones habría sido un luego.
Era arrepentimiento, rabia y, en el fondo, inquietud. Cayo escuchaba en silencio. Cabalgaba sin esfuerzo, aunque no había querido ponerle a aquella fuerte montura de cascos pesados el ligero nombre de su lejano mannulus. Pero se había acostumbrado al ritmo regular de aquella grupa ancha. Y había hecho a caballo todo el viaje, como su padre.
Al llegar a la última mansio antes de la capital, descubrieron que había salido a su encuentro una alegre y nutrida multitud de amigos y partidarios, patricios, équites, senadores, familias emparentadas, militares y cientos de desconocidos.
– Si solo una de las legiones que hemos dejado estuviera hoy aquí -susurró el comandante de la escolta-, subiríamos directamente al Palatino. Mira y no lo olvides -añadió dirigiéndose a Cayo-: este era el día que nos habían regalado los dioses.
Pero en ese momento Cayo vio a su bellísima madre, que abrazaba riendo a un montón de personas felices, y se sintió fascinado por sus ojos brillantes, el sonido de su voz y de su risa, pues no la había visto reír desde hacía meses. Y después fue arrollado por los abrazos también él, el Calígula nacido en el castrum del Rin, que montaba a caballo como los bárbaros y hablaba un griego admirable pero se trabucaba en latín. Y mientras todos lo acariciaban y un viejo senador decía con ternura que la sangre de Augusto había vuelto a Roma, un tribuno lo apartó bruscamente de la muchedumbre y le dijo:
– Mira Roma, tú que no la has visto nunca.
Él se volvió de golpe y Roma estaba allí, al otro lado del río dorado, imperial y divina, blanca de mármoles como una nube. -Esta es la ciudad que Tiberio le ha robado a tu padre -añadió el tribuno.
El chiquillo miró con los ojos claros bien abiertos. Un instante después lo abrazaron sus dos hermanos, mayores que él, que habían permanecido aquellos años en Roma «para recibir una educación correcta», como decía Zaleucos. Y no fue capaz ni de hablar, porque el primogénito, un muchacho fuerte, más alto que su padre, se lo echó al hombro, como si fuese un cachorro, y se puso a correr riendo. Para Cayo fue una sensación intensísima, un reconocimiento carnal, a la vez que una alegre y total confianza, una explosión de fuerza. Y se unió a la risa de su hermano mayor y se agarró de su cuello, mientras todos se volvían para mirarlos.
– ¿Has oído cómo se pronuncia en Roma la lengua latina? -le preguntó más tarde Zaleucos, implacable.
El latín que hablaban aquellos patricios cultísimos, magistrados y oradores era, efectivamente, muy distinto de la jerga que se oía en las callejas del castrum; modismos y citas improvisadas de sublimes poetas resultaban incomprensibles para Cayo. En compensación, Zaleucos estaba exultante porque todos se quedaban atónitos ante la espontánea elegancia con la que el chiquillo se expresaba en griego.
– Una diglosia perfecta -observó con interés y simpatía el poderoso y riquísimo senador junio Silano. Nadie imaginaba, sin embargo, qué les depararía el destino en el transcurso de unos años.
En las riberas del Tíber, la multitud avanzó hasta empujar a la escolta y convertirse en cortejo.
– Tanta gente aquí, simplemente porque Germánico vuelve de viaje -comentó con fastidio el senador Anio Viniciano, preeminente entre los optimates. Y llamar «viaje» a aquellos duros años de guerra impuestos a Germánico, esperando que muriera, era tan cínicamente despreciativo que sus seguidores se echaron a reír.
Entretanto, la célebre familia debía abrirse paso entre la muchedumbre con hábil lentitud, saludando sin parar, y proceder así hasta llegar a la fastuosa residencia suburbana del monte Vaticano. Ya propiedad de Augusto, aunque en ningún momento habitada por él, el general Agripa había vuelto a abrirla al casarse con Julia y derrochado en ella sabiduría constructiva, sentido estético y riqueza. Los famosos jardines descendían hasta el río; las salas estaban decoradas con refinados y vivos frescos que representaban las glorias familiares.
Aquel clamoroso recibimiento desagradó mucho al emperador Tiberio. Para informar sobre los ánimos populares, los innumerables espías por los que era temido subieron a su morada, en la cima del monte Palatino, que se había construido -de la misma forma que se coloca una piedra sobre una tumba- justo encima de la devastada casa de Marco Antonio, el hombre de Cleopatra, el impetuoso rebelde derrotado y suicida, la esperanza perdida de los populares. En la soledad de la Domus Tiberiana -tan imponente y sólida que todavía hoy sus estructuras perduran- eran admitidos muy pocos privilegiados. Desde allí, inaccesible en su poder, Tiberio escuchó en silencio -la mirada inescrutable, los labios apretados, como aparece en sus retratos- a aquellos espías ponzoñosamente diligentes. Pero pareció no preocuparse por el aura clamorosamente heroico que rodeaba a Germánico y a su mujer, Agripina, la demasiado querida nieta del divino Augusto. Ni siquiera reaccionó, ni con elogios ni con desagrado, cuando los senadores concedieron unánimemente a Germánico -los populares por entusiasmo, los optimates para calmar a la inquieta ciudad- el triumphus por sus victorias sobre los chatti, los queruscos, los agrivarios y todas las demás poblaciones que habitaban las tierras del otro lado del Rin.
Tras el rudo aislamiento del castrum, Cayo César asistió a la inesperada metamorfosis de su joven padre en la deslumbrante ceremonia que Roma había creado para sus conquistadores: un solemne acto ritual en el que se exteriorizaba todo el explosivo poder del imperio.
El triumphalis vir, el triunfador, lucía la túnica «palmada», con los bordes de oro con hojas de palma; y encima la toga picta, enriquecida con una pictura textilis de pesados recamos; en la cabeza le ponían la corona de oro en la que se entrelazaban hojas de laurel; en la mano, el scipio, el pesado cetro de marfil. Transformado de esta forma, montaba en la cuádriga de oro, con un tiro de cuatro caballos blancos, para el desfile ritual del triumphus, que era un recorrido escenográfico y mágico, un serpenteante dar vueltas en torno al ombligo de Roma. Entre dos ruidosas y compactas alas de gente, la cuadriga -que dos mil años más tarde sería objeto de imprevistas resurrecciones cinematográficas- bordeaba el antiguo recinto de las murallas de Rómulo, corazón de la Roma originaria, y por el Foro Boario, el Velabro y el Circo Máximo se dirigía después hasta la Porta Triumphalis, desde donde subía hasta el Capitolio por la vía Sacra, alfombrada de rosas.
Pero no se trataba de un desfile de gala, sino que era, en imágenes, un feroz relato de la guerra hecho con espíritu pretelevisivo. Aparecían en primer lugar, en carros y palanquines, los despojos, los tesoros, los trofeos, es decir, el lado concretamente utilitario de la guerra. Emergían después, transportadas en alto, grandes tablas pintadas que ilustraban, a modo de carteles, las ciudades conquistadas, las batallas, los asedios, las acciones heroicas, a los pérfidos enemigos: la imagen de la guerra viril y heroica.
Y seguían, cruelmente encadenados, a veces con sarcásticas cadenas de oro y suntuosas vestiduras, los soberanos y los generales derrotados, con sus mujeres e hijos y con su corte: la imagen del poder destruido por Roma. Cuando comparecían estos, la multitud ya era muy consciente de lo que veía y se había cargado de orgullo y de odio. Y esta era también la imagen de la venganza, porque muchos de esos ilustres prisioneros estaban destinados a morir antes de que el triumphus terminara o a pudrirse sin esperanza en una cárcel.
Tiberio había ordenado que, entre los prisioneros y el botín, caminara la mujer del derrotado Arminio, Tusnelda, la que había caído en manos romanas sin que él, desesperado, lograra salvarla. Y ella caminó sin dar muestras de cansancio, con la mirada clara orgullosamente perdida en pensamientos lejanos. Cayo no pudo verla, ni siquiera imaginarla, en el inmenso cortejo que lo precedía. Pero oyó susurrar a su padre, cuando los amigos se felicitaron con él, abrazándolos: «Tiberio me ha puesto veneno en este triumphus». Era repugnante, dijo, desfilar montado en la cuadriga sabiendo que, poco más allá, aquella mujer iba a pie, encadenada, entre los insultos de la muchedumbre.
A continuación avanzaban los sacerdotes con los simulacros divinos, romanos y enemigos, imágenes de la protección ultraterrena que velaba sobre Roma; y avanzaban asimismo los toros blancos, adornados con guirnaldas de flores, que serían sacrificados ante el Júpiter Capitolino, símbolo de esa conexión intrincada y profunda entre religión y política que se transmitiría a lo largo de los siglos a las sucesivas fes.
Y finalmente aparecía el vir triumphalis, el héroe, entre un pandemónium delirante y terrorífico, sus soberbios oficiales y las águilas, las enseñas, la música, los legionarios con las resplandecientes armaduras de gala, la espléndida caballería ligera y los pesados cataphracti, hombres y animales forrados de hierro, y los auxilia, los cuerpos aliados, desde los númidas hasta los partos, los germanos y los iberos. Rodeado de polvo y de gritos, lentísimo, el cortejo ilustraba maravillosamente a Roma ante sí misma. Y la mostraba de un modo espeluznante a sus enemigos.
Sin embargo, ese día participó en el triumphus de Germánico una representación exigua de las legiones concentradas en el Rin. «Tiberio ha tenido miedo de introducirlas en Roma», comentaba la gente. Mezclado con la multitud, un pálido erudito que se llamaba Cremucio Cordo -entonces aún no habían aparecido indicios de las persecuciones que provocarían su muerte- vio aquella jornada con sus ojos de historiador y escribió que, pese a las escasas tropas y a la ausencia de Tiberio, el triumphus de Germánico había sido el más apasionado que Roma había tributado jamás a un vencedor. Con todo, se preguntó:
– ¿Qué aclaman en realidad? ¿Las victorias sobre pueblos lejanos y en gran parte desconocidos, o las esperanzas de un futuro distinto?
Junto a él se encontraba otro amigo de Germánico, el vehemente y comunicativo equite Tacio Sabino, que al oírlo se conmovió profundamente.
– Yo creo que todo puede cambiar de verdad -susurró.
Y casi se le saltaron las lágrimas cuando vio que Germánico había puesto a su hijo menor, Cayo César, sobre el eje de la cuadriga triunfal, con su reluciente lorica y las famosas caligae, estas más grandes que las primeras.
El chiquillo se sintió embriagado por la emoción y desde allí arriba saludó a la multitud, envió besos, rió; y la multitud, impetuosamente, le dio su amor, y un veterano gritó el afectuoso apodo:
– ¡Calígula!
Otros, en cambio, murmuraron con fría rabia que Germánico quería agitar a la plebe, alentar a los populares derrotados, presentar su dinastía a los romanos en una teatral y demagógica operación para hacerse con el poder. «Tiberio no se lo perdonará», decían.
Tiberio continuaba sin reaccionar. Y ese silencio ausente despertó oscuras sospechas en Cremucio Cordo, el historiador:
– Tiberio no puede olvidar que Germánico lleva la sangre de Marco Antonio.
En efecto, el origen de la trágica familia de Germánico era el absurdo e infeliz matrimonio que, años atrás, Augusto había impuesto -por una cruel razón de Estado- entre su dócil hermana Octavia y el renuente Marco Antonio, ya cautivo del amor por Cleopatra. El matrimonio se había roto enseguida y entre los dos solo había quedado la guerra. Y los jóvenes huérfanos.
En la cima del Capitolio, los amigos de Germánico tuvieron tiempo de reparar en un sexagenario corpulento y ceñudo, que llevaba con solemnidad el laticlavius senatorial -adornado con anchas franjas púrpura- y que, desde lejos, entre amigos y clientes, los observaba a su vez sin simpatía. Le dijeron a Cayo que se llamaba Cneo Calpurnio Pisón, y por la manera de pronunciar su nombre transmitieron al chiquillo una confusa alarma, una idea en la que se mezclaban la perfidia y el poder.
Aquel hombre procedía de una familia importante y soberbia hasta la insolencia, una estirpe que, años antes, había influido enormemente en la elección de Tiberio. Ahora, sus partidarios murmuraban con sarcasmo: «El pretendiente ha vuelto a Roma». Él, de forma ostentosa, ni siquiera esbozó un saludo. En lugar de eso, se echó a reír. E incluso desde lejos se notó que era desprecio.
Según las antiguas creencias, ese día los dioses reunieron en el corazón de Roma a todos aquellos que pronto debían enfrentarse en una lucha sin cuartel. Y solo los dioses -que juegan con el destino de los hombres- sabían que pocos saldrían indemnes. Pero los hombres, que no conocen el futuro, a finales de un mayo espléndido esculpieron el recuerdo de aquel triumphus en el Registro marmóreo de las glorias de Roma, los Fasti Capitolini, en el Foro.
La noche siguiente, el historiador Cremucio Cordo se encontró bajo los soportales del Foro de Augusto -la plaza más nueva y luminosa de Roma- con su amigo Tacio Sabino e inmediatamente le dijo:
– Germánico debe guardarse las espaldas. Tiberio no le perdonará haber vencido donde él perdió.
Era el mismo juicio abiertamente manifestado por tribunos y mílites en el Rin. Años atrás, efectivamente, una legión había sido masacrada hasta el último hombre en un bosque que para Roma se convertiría en el símbolo de los desastres más irreparables: Teutoburgo.
– Tiberio -recordó Cremucio Cordo- no fue capaz, no digo de salvarlos, sino ni siquiera de enterrar a los muertos. Y ahora se cuenta por toda Roma cómo Germánico ha aplastado a Arminio y reconquistado Teutoburgo. Se dice que los cadáveres estaban allí desde hacía seis años, insepultos, con las armas y las enseñas por el suelo, y se veía que muchos habían sido degollados a sangre fría. Se dice que el propio Germánico, con sus manos, puso esos pobres restos en la pira. Y ha recogido el honor de Roma del fango en el que Tiberio lo había dejado pudrirse. Llevo desde esta mañana escuchándolos, porque yo debo escribir.
El pálido Cremucio hablaba igual que escribía y la gente se apiñaba en corro a su alrededor. Pero él se alejó con Tacio Sabino y susurró:
– He entendido por qué Tiberio no dice nada. Y tengo miedo.
Veía con implacable claridad, explicó, que Germánico -el dux que con un gesto movilizaba o frenaba a ocho impetuosas legiones, el señor de la guerra y de la paz ante el que los vencidos se arrodillaban- había sido despojado del poder.
– Sin pronunciar una palabra, sin derramar una gota de sangre, Tiberio lo ha apartado de aquellos que en un solo día podían poner en sus manos el imperio.
Hablaba como si ya estuviera escribiendo su libro. A Tacio Sabino, generoso, optimista y, por lo tanto, irreflexivo, le molestó la preocupada palidez de Cremucio.
– Germánico tiene a toda Roma a sus pies. Le basta levantar una mano y…
– Sus manos están desnudas -lo interrumpió Cremucio, compasivo.
Sobre Roma se cernían otras autoridades muy distintas y mucho más complejas: el Senado, los collegia de los sacerdotes, los cónsules y, sobre todo, el inaprensible Tiberio, el emperador. Germánico había pasado a ser un patricio romano más: joven, muy apuesto, amable, célebre y querido, pero al que muchos miraban con recelo y con antiguos rencores. Y sobre todo sin cargos y con las jornadas vacías. Y, para acabar, rodeado por una siniestra escolta de pretorianos, hombres del emperador, los que protegían Roma y la tenían en un puño.
– El pensamiento de Tiberio es como una serpiente que avanza entre la hierba -concluyó Cremucio Cordo-. Tú vas andando y no sabes…
La serpiente entre la hierba
– Los senadores no paran de discutir, pero se diría que Tiberio no los oye -dijo Germánico a los suyos al volver de la Curia. Pero no lo decía para informar, sino para desahogar su inquietud. El rostro del emperador, tan ceñudo e indescifrable como siempre -«tenebroso», escribió alguien-, y sus misteriosos silencios que nadie sabía cómo interpretar desconcertaban incluso a los senadores más expertos en conjuras e intrigas.
– Y cuando habla es peor: es escuetísimo y ambiguo.
Sus familiares no hicieron ningún comentario. El joven Cayo los miraba. Una templada noche romana estaba cayendo sobre el jardín y alargaba la sombra de los árboles.
De hecho, Tiberio percibía físicamente la proximidad de Germánico, y el relato diario de sus movimientos y contactos que le hacían los espías avivaba su intolerancia.
El sexagenario Calpurnio Pisón, que tenía el raro privilegio de hablarle de tú a tú, le dijo:
– En el Rin, con las legiones, Germánico era un peligro lejano; aquí es un rival sentado en la escalera del Palatino.
Muchos, efectivamente, en aquella amarga primavera romana, veían a Germánico como el pretendiente irresistible, destinado a una próxima victoria. Y lo esperaban.
– No olvidemos -dijo Cremucio- que todavía viven los hijos y nietos de aquellos senadores y équites, partidarios del impetuoso Marco Antonio, que fueron degollados en Perusa después de haberse rendido. (Y a cuantos susurraban que quizá se excedía en la purga, Augusto había explicado amablemente: «Es preciso difuminar la sombra de julio César».)
Rencores y rebeliones coincidían ahora, como ríos en el deshielo, en torno a Germánico. Y sus enemigos comenzaron a susurrar ambiguamente: «Germánico trama algo; turba la concordia entre optimates y populares». La llamada concordia de los órdenes -virtuoso concepto creado por Cicerón- era en realidad una momificación forzosa de la terrible condición existente. Después de matanzas, procesos, proscripciones y exilios, el Senado había pasado a ser despiadado dominio de los optimates, antiguos terratenientes y aristócratas; y los populares se resistían en vano -contra los desequilibrios sociales y económicos, las paralizadoras leyes agrarias, los arrendamientos insostenibles, la concentración de las riquezas conseguidas gracias a las recientes victorias- mediante lo que historiadores de épocas posteriores denominarían «revolución pasiva».
En aquellos días, Cayo descubrió que los sobrenombres rudamente afectuosos que le habían puesto en el castrum -Calígula, cachorro de león- se extendían por Roma. Lo llamaba así la gente del pueblo, y por la calle las mujeres intentaban acariciarlo..
– No es un muchacho -observó, preocupado, Zaleucos, al que cada vez le resultaba más difícil controlarlo-, es un símbolo.
Un día de aquella encantadora primavera, Tiberio, que raramente hablaba, explicó de repente a los senadores, reunidos en la Curia, que en las costas orientales del mare nostrum, el Mediterráneo, reinaba una situación peligrosamente agitada.
– La hemos descuidado -declaró. Por un momento dio la impresión de que se disponía a denunciar a los culpables y la sala quedó petrificada en un silencio de terror-. En nuestras provincias -dijo-, en los estados vasallos y en las fronteras con los partos se están incubando amenazas de revueltas y quizá de guerras.
Nombrar al imperio parto, al enemigo nunca domeñado, al Irak actual, evocaba una pesadilla. Pero, entre los optimates, los cerebros más rápidos intuyeron que aquel siniestro exordio ocultaba un proyecto y enseguida reconocieron que era un análisis sutil y desgraciadamente acertado; alguien que nunca se había molestado en pensar en esos países desarrolló una brillante crítica al abandono en el que se los había dejado durante años.
Tiberio, a quien tales palabras resultaban útiles, aprobó paternalmente el celo, pero confesó:
– Me siento demasiado viejo para ir allí.
Pocos en la Curia comprendieron que, con aquella retorcida frase, Tiberio quería decir que la enorme popularidad de Germánico hacía que fuese peligroso retenerlo en Roma. Entonces se levantó el senador Calpurnio Pisón, personalmente muy próximo a Tiberio y, por añadidura, casado con una mujer llamada Plancina, perteneciente a una influyente familia senatorial. «Es de una rara fealdad», decía la gente de esta, aunque toda Roma sabía también que mantenía una amistad de visita diaria con la madre de Tiberio, la Noverca. Calpurnio Pisón declaró estar seguro de expresar el sentimiento de sus colegas:
– Tiberio se encuentra en la plenitud de sus fuerzas y nosotros hacemos ofrendas a los dioses para que lo mantengan así largos años. Sin embargo, su presencia en Roma es necesaria, y temblamos ante la idea de los peligros a los que se hallaría expuesto en Oriente.
A esas alturas, hasta los populares menos atentos entendieron que los discursos estaban dirigidos hacia decisiones ya tomadas y ninguno se atrevió a intervenir. Tiberio dio las gracias a los senadores por su afecto y sugirió:
– El hombre que restablecerá el orden en Oriente es el que ha derrotado a los chatti, los angrivarios y los queruscos: Germánico.
Una sugerencia de Tiberio tenía bastante más valor que un decreto. Y el imperio sobre las provincias orientales -para resolver conflictos y reprimir disturbios, llegar a acuerdos con los pequeños soberanos y etnarcas mal controlados por ambiguos pactos de vasallaje, reforzar los límites neurálgicos en el Éufrates y los desiertos nabateos- parecía un alto reconocimiento, además de que era un gran poder. Sin embargo, era también el anuncio de riesgos elevados. A los ingenuos populares, la idea les pareció positiva para su ídolo, mientras que los optimates, por razones opuestas, la vieron absolutamente liberadora. Y la propuesta de que Germánico partiera de inmediato fue unánimemente aprobada.
La profunda y desazonada sorpresa de Germánico fue aplacada por un alud de felicitaciones. Y él decidió llevar consigo a algunos oficiales, juristas y funcionarios de confianza, expertos en esos países, así como a su querida Agripina y, por primera vez, a sus tres hijos varones. De los tres, el que más impetuosamente mostró su alegría fue el menor, Cayo, que, nacido en los confines septentrionales del imperio, nunca había navegado por mar.
Viaje por mar
Al salir del puerto de Brindisi, los sorprendió una tormenta con fuertes olas de través. Y el viento los empujó a lo largo de las costas impracticables de Macedonia y de Epiro, sembradas de islas, hasta que una tarde, con la flota deteriorada a causa de la durísima navegación, vieron que detrás de un gran promontorio se abría un profundo golfo con las aguas súbitamente en calma. Un marinero le dijo a Cayo que aquel golfo que emergía de la niebla se llamaba Actium: allí, cincuenta años antes, se había librado entre Augusto y Marco Antonio la tremenda batalla fratricida por la conquista del imperio.
– El Hado ha soplado en nuestras velas para traernos a este puerto -susurró alguien.
No se percataron de que el chiquillo se había puesto pálido y se había quedado inmóvil mirando.
Germánico también contempló el golfo.
– Aquí, por una parte o por la otra, llevo sangre enemiga -comentó con amarga ironía, y se echó a reír.
La carcajada sobresaltó a su hijo Cayo, pero, en la fría incomodidad causada por esta, nadie contestó. Germánico rompió el silencio para preguntar al magister navis, el capitán del convoy, que le indicara el lugar exacto de la célebre batalla.
El capitán señaló con pasión el punto más lejano del golfo.
– Marco Antonio había escondido sus naves allí. Había ideado una estrategia desesperadamente arriesgada -dijo con nostalgia-: recoger a los hombres que habían quedado, embarcarlos en sus escasas naves y llevar la guerra a Italia por mar.
No explicó que la decisión había sido tomada tras noches de insomnio y borracheras sin control, y que también influyó la apremiante preocupación de Cleopatra.
– La flota de Augusto le tendió una trampa en la salida del golfo -dijo, en cambio-. Era el segundo día de septiembre. Los marineros de Augusto atacaron con furia porque no recibían la paga desde hacía meses y Augusto había anunciado astutamente que las naves de Cleopatra llevaban un tesoro. Pero Augusto no iba a bordo; combatían sus almirantes por él. Me dijeron que él estaba en aquella colina de allí, donde siglos antes habían construido un pequeño templo dedicado a Apolo.
– ¿Dónde? -preguntó Cayo. En la colina se acumulaba la niebla marina.
– Lo verás -prometió el capitán-. Según me dijeron, Augusto se había envuelto en una capa de lana blanca y estuvo mirando, de pie, hasta que se dispersaron las últimas naves de Marco Antonio. Pero Marco Antonio y Cleopatra escaparon con el tesoro -añadió riendo-, un montón de oro, más de veinte mil talentos, y Augusto se enfureció.
El joven Cayo se dio cuenta de que el capitán también simpatizaba con el derrotado y no con los vencedores.
– Tras la victoria, Augusto sorprendió a todos declarando que, desde aquel pequeño templo de allá arriba, Apolo, quién sabe por qué, lo había ayudado a ganar. Y le construyó un altar, que era en realidad un monumento a sí mismo.
Nada más pronunciar estas palabras, el viento empujó la niebla y dejó ver, sobre la colina, un solemne edificio de terrazas, de mármol blanco.
En la primera terraza estaban encadenados los pesadísimos rostra (espolones de bronce de tres puntas para romper la quilla de las naves enemigas) de las treinta y seis naves rostratae que había perdido Marco Antonio. Estaban abollados y rotos: su devastador poder de embestida no había evitado la derrota. En la segunda terraza estaba esculpida en el mármol una procesión de dioses que sostenía la triunfal estatua de bronce de Augusto. Arriba de todo, coronado por un pórtico, estaba el altar del dios que había dado el imperio a Augusto.
– Augusto sabía que, si añades a tu fuerza la de cualquier dios, duplicas el terror de los enemigos -comentó el capitán.
En la otra orilla del golfo se extendía una planicie cubierta de piedras. El capitán la señaló con un gesto solemne.
– Antes de la batalla, Marco Antonio había acampado allí.
Entretanto, estaban fondeando en el puerto, y el capitán anunció que las naves necesitaban mantenimiento.
– Quiero subir a esa planicie -dijo Germánico, y se dirigió hacia allí de inmediato mientras empezaba a ponerse el sol.
Los dos hijos mayores se habían ido por las callejas que había en las inmediaciones del puerto. Cayo, en cambio, acompañó a su padre, que caminaba con cautela mirando a su alrededor: los restos de aquel tosco campamento -piedras, tablas y troncos- aún se veían esparcidos sobre la hierba.
Germánico debía de haber sufrido mucho en secreto a causa de esa antigua y maldita guerra, pues cuando su hijo Cayo se atrevió a decirle en voz baja que no sabía nada de toda esa parte de la familia, se volvió rápidamente y, en contra de su costumbre, contestó bruscamente:
– Tu familia somos tu madre y yo; el resto pertenece a la historia. Tendrás tiempo de estudiarlo.
Y la puerta de aquella conversación se cerró.
Pero por la noche llegó, vía Brindisi, un despacho del amigo Tacio Sabino en el que, con agitada indignación, informaba a Germánico de que Tiberio había nombrado prefecto de la provincia de Siria a su secuaz Calpurnio Pisón. «Debes llevar cuidado -escribía Sabino-. Tu misión aparentemente triunfal ha sido sometida, empleando una turbia táctica, a la vigilancia de un enemigo indomable.»
El joven Cayo recordó al senador que el día del triumphus los miraba riendo desde lejos. Y su madre, Agripina, se alarmó.
– Es una idea de la Noverca -susurró. El odio endureció su bello rostro-. Calpurnio se llevará a Siria a su mujer, Plancina -presagió.
Estaba imaginando con terror las instrucciones que la Noverca daría a su fiel y desaprensiva cómplice; recordaba a sus hermanos, enviados a Iberia y a Armenia para realizar misiones gloriosas y allí, tan jóvenes todavía, misteriosamente muertos. Los pensamientos de Germánico no habían llegado aún a ese punto, pero ella se levantó impetuosamente, se acercó a él, lo abrazó y susurró, con una lucidez desesperada:
– Es una trampa… La Noverca siempre ha preparado estas cosas lejos de Roma.
El tribuno Cretico, fiel ayudante de Germánico, la miró alarmado. Las conversaciones se congelaron.
Pocos meses más tarde, gran parte de los romanos -y en el futuro muchos historiadores importantes- coincidirían con el juicio de Agripina. Pero aquella noche este parecía solo un grito de miedo irracional.
Cayo, que escuchaba mientras sus dos hermanos mayores bromeaban lejos, preguntó angustiado a su padre:
– ¿Qué están preparando?
Su padre le acarició el cabello -un gesto que a todos les salía de manera espontánea-, finísimo, brillante, ligeramente ondulado. Mientras lo acariciaba, sin embargo, no sabía qué decir, y acabó por responder, mintiéndose a sí mismo:
– No creo que Calpurnio sea un peligro. -No obstante, la inquietud afloraba a su bello rostro bronceado. Y de repente se dirigió a los oficiales en un tono distinto-: Tenemos instrumentos para protegernos: cuatro legiones en las fronteras orientales y tres en Egipto, y dos flotas, la Classis Pontica y la Augusta Alejandrina.
Su ayudante, Cretico, lo miró sonriendo con los labios cerrados; los demás asintieron y Germánico continuó acariciando a su hijo pequeño.
– ¿De qué tienes miedo?
Parecían palabras tranquilizadoras, pero eran durísimas y oscuras, quizá presagios de guerra civil.
Germánico fue a sentarse en el jardín; hizo que sirvieran vino a sus preocupados compañeros mientras del mar llegaba el fresco del crepúsculo.
– El peligro -murmuró- viene de los que consideras amigos, de los que entran en tu casa todos los días.
Cayo seguía mirándolo: el mito infantil de la omnipotencia paterna estaba resquebrajándose. Existían fuerzas terribles contra las que su magnífico padre no podía hacer nada.
– Pero hubo un rey de Oriente -continuó Germánico- al que sus enemigos intentaron matar; al recibir el primer golpe, él se echó al suelo y fingió estar muerto. Los conjurados huyeron, sus guardias acudieron y él se vengó de hasta el último de sus enemigos.
«¿Por qué habla así?», pensó Cayo, y preguntó:
– ¿Cómo se llamaba?
– No me acuerdo -tuvo que responder su padre. Vació la copa y la dejó muy despacio, como quien se ha excedido inútilmente con la bebida para olvidar la infelicidad. Cayo lo miraba mientras permanecía con los ojos fijos en la copa vacía. De pronto, Germánico levantó la cabeza-: A fin de cuentas -añadió-, todo el mundo debería augurar para sí mismo la suerte de julio César. No te la esperas y por lo tanto no te defiendes. El que te ataca es experto en armas y sabe que no debe fallar; por eso te asesta rápidamente el golpe preciso. Es un instante: la hoja que entra, una sensación de frío, ningún dolor… -dijo, riendo.
Su hijo Cayo lo miraba conteniendo la respiración, porque sabía por Zaleucos que julio César había dicho las mismas palabras cenando con su amigo Marco Lépido la noche antes de ser asesinado.
La isla
Cuando, una vez atravesada Grecia por vía terrestre y cumplida la misión hasta el litoral del Hellespónto, comenzaron a descender por el mar Egeo a lo largo de la costa asiática, apareció a la derecha una pequeñísima isla montañosa que los marineros, concentrados en las amuradas, miraron en silencio.
La isla tenía costas impracticables, bosques de espesa vegetación, un único monte, altísimo, que emergía solitario del mar.
– Es Samotracia -anunció el capitán.
Ellos llegaban desde el septentrión, a través de un mar azotado por variables golpes de viento; las olas verdes se orlaban de espuma al chocar contra los escollos.
– Samotracia no cuenta con ejércitos -dijo Zaleucos-, pero nadie se ha atrevido nunca a atacarla.
Allí adoraban, con antiguos y crueles rituales, a los Kabiroi, dioses procedentes de tierras lejanas. En el dialecto de Beocia, Kabiroi significaba «los poderosísimos». Sus nombres sagrados emergían de la noche de los tiempos: Axiocersus, Cadmilus…, nombres desconocidos en las otras islas griegas. Eran dioses que ayudaban en la guerra y salvaban de los naufragios, pero también siniestras potencias y oráculos que veían -y tal vez determinaban- el futuro.
Nubes bajas envolvían la montaña.
– El mar se está encrespando -observó el capitán.
Pese a ello, Germánico ordenó dirigirse hacia la isla.
– Quiero desembarcar antes de que anochezca.
Zaleucos contó que, durante el asedio de Troya, el dios Poseidón observaba enfurecido desde ese monte los ataques de los griegos. Después señaló un punto impreciso en la costa de Asia y dijo:
– Troya está allí.
El capitán se echó a reír.
– Los dioses debían de tener una vista de lo más aguda -dijo con ironía-, porque de joven yo subí a la cima del monte y lo que es seguro es que desde allí arriba ni las águilas verían el duelo de Aquiles contra Héctor.
Pero los marineros se mostraron preocupados porque había reído hablando de los dioses.
Poco a poco se alzaban sobre el agua las negras murallas ciclópeas de la única ciudad de Samotracia y asomaba el pesado edificio del templo. Mientras tanto, el viento arreciaba y llenaba el cielo de nubes. Cayo se preguntó qué buscaría su padre en aquella isla oscura y vio que los pensamientos inquietantes de Roma lo habían acompañado durante todo el viaje.
El capitán repitió que el mar estaba embraveciéndose y que navegar hacia Samotracia era peligroso. «Los Kabiroi no quieren que desembarquemos», susurraban los marineros.
Pero Germánico ordenó de todas formas intentarlo. Quería subir al santuario, ser iniciado mediante ritos secretos de purificación en los misterios de los Poderosísimos, quemar incienso a los pies de la Niké, la célebre estatua sagrada de la Victoria alada que un rey de Oriente, Demetrio Poliorcetes, les había dedicado para darles las gracias por una victoria. En realidad, todo eso era un débil antídoto contra la angustia.
Cayo lo miraba preocupado y pensaba que no podía haber ninguna relación entre aquella isla solitaria en el crepúsculo y la suerte de su padre. Pero el viento -que se había levantado después de las carcajadas del capitán- estaba arrastrándolos inevitablemente a otro lugar, hacia los peligrosos arrecifes, y los marineros no lograban contrarrestarlo. En un momento dado dio la impresión de que había una fuerte corriente bajo la quilla de las naves. Los hombres estaban preocupados por la fama de la isla y porque se acercaba la noche. Alguno repitió que los dioses los rechazaban. No consiguieron poner los pies en Samotracia.
Durante toda esa noche, las naves permanecieron a merced del mar oscuro, el violento mar de Poseidón, y los hombres ignoraban adónde los empujaban en la oscuridad los vientos aquilones. Al amanecer apareció cerca la línea de la costa y después, entre la niebla, un monte cubierto de pinos.
– El monte Ida -anunció Zaleucos.
Los vientos se habían aplacado y ellos avanzaron hacia la orilla sobre el agua que se hinchaba formando las últimas olas largas. Se veía una llanura poblada de encinas, cipreses y tarayes, y un río, y un torrente de guijarros blancos que confluía con él.
– El Simois y el Scamandros -dijo Zaleucos.
Cayo miraba, sin moverse, los lugares cuyos hombres había inventado Homero. Más allá, bajo las nubes bajas, entre breves destellos de sol, aparecía una extensión de murallas desordenadas. Y Zaleucos concluyó, conmovido:
– La que está en la colina es la ciudad que llamaron Troya.
En la llanura desierta, por delante de las murallas de la ciudad que había soportado un asedio de diez años, desfilaba un larguísimo rebaño, los pastores con sus cayados, algunos caballos salvajes.
– Esa fue la última guerra -dijo Zaleucos- en la que los dioses se dejaron implicar hasta combatir entre sí. Pero después de aquellas masacres nos abandonaron a nuestra locura.
Desembarcaron y caminaron hasta la ciudad, donde se alzaba el templo de Atenea, la diosa guerrera y violenta, la única auténtica vencedora. Del tejado, sujeto con dos cadenas, colgaba un escudo pesadísimo y brillante. El mito decía que lo había utilizado Aquiles en su último combate. Los sacerdotes contaron -hablaban un griego cantarín y exótico- que, una vez conquistada Troya, los griegos habían tomado conciencia de que habían sufrido demasiadas bajas. Para engañar a las potencias que perseguían la ciudad con un destino de catástrofes, un oráculo sugirió ponerle un nombre nuevo. La llamaron Ilión y volvieron a consagrarla inmolando víctimas humanas: vírgenes y adolescentes prisioneros.
– Aquella matanza mágica fue inútil. La ciudad fue devastada e incendiada siete veces más, y siempre fue reconstruida.
En Ilión seguía reinando, después de tantos siglos, una atmósfera amarga y funesta: para todos los hombres nacidos allí continuaría siendo un implacable símbolo de guerra. Germánico había bajado pensando -aunque no podía decirlo- que la gloria de las armas era horrible. No respondía a sus hijos, fascinados por el antiguo mito, y embarcó con melancolía, sin volverse.
– Los dioses no te permiten conocer el efecto de tus actos hasta que los has realizado -dijo finalmente. Volvió a sus pensamientos mientras veía desaparecer la ciudad a lo lejos y añadió-: Quizá en las tierras a las que voy podamos actuar sin instigar a las legiones.
Descendieron a lo largo de la accidentada costa de la provincia de Asia y echaron el ancla en el puerto de la famosa Éfeso para hacer un alto. Y todos vieron que el pobre esclavo Zaleucos se movía por allí con seguridad, aunque no parecía conocer a los habitantes. De pronto preguntó a Germánico:
– ¿Quieres recorrer el camino que recorrió Alejandro de Macedonia tras la victoria a orillas del Gránico?
Como Germánico asintió de inmediato, lo guió hasta el gran templo situado en la cima de la colina donde se veneraba a Artemisa, la diosa virgen que lleva una luna creciente sobre la cabeza y aplasta con los pies una serpiente. Mientras subían al lento paso de los caballos, contó que la noche del nacimiento de Alejandro un loco había incendiado aquel templo y el gran sacerdote, el Megabyzus, había profetizado enormes cambios.
– Por eso Alejandro subió aquí con su ejército y dejó mucho oro para restaurar el templo. La diosa se le apareció y le prometió conquistas tan vastas como para fundar trece ciudades que llevaran su nombre: una en el mar de Arabia, y otra en el Éufrates, y en Bactriana, y en Hircania y en la tierra de los partos. La última, aquella en la que lo enterrarían, estaría en el Nilo. Sin embargo, la diosa no dijo que, para fundar esas ciudades y para morir, se le concedían poquísimos años.
El capitán, escéptico hasta la insolencia, rió:
– Cada ciudad griega tiene un dios distinto.
Y Zaleucos, ofendido, preguntó a Cayo:
– ¿Te gustaría ver la cara de Sócrates?
El chiquillo contestó entusiasmado que sí quería. Bajaron por las laderas del collado hasta una armoniosa ciudad que debía de haber gozado de días más elegantes. El propietario, un tosco mercader de tejidos, sorprendido y halagado por el solemne cortejo romano, abrió de par en par las puertas de una antigua biblioteca y ellos vieron que los estantes no estaban llenos de libros sino de piezas de lino teñido, el carísimo lino de Buto. Avergonzado, el mercader apartó la mercancía, dejó al descubierto una pared y allí apareció un fresco que representaba a un hombre sentado.
– Ahí está -dijo Zaleucos.
El hombre del fresco estaba descuidadamente desproporcionado, iba envuelto en una túnica blanca, los brazos, cortos, los llevaba desnudos, tenía la redonda cabeza girada hacia un lado, y los ojos grandes y saltones parecían divertidos por alguna pregunta.
– El que construyó esta casa -dijo Zaleucos- ordenó a un pintor reproducir aquí la estatua que Lisipo había moldeado en bronce del natural: este es Sócrates esperando la muerte mientras conversa con sus discípulos, después de haber tomado el veneno.
Sin embargo, cuando le preguntaron cómo conocía aquel fresco, en una casa particular de una ciudad lejana, respondió que unos viajeros le habían hablado de él.
Luego las naves descendieron hasta las tortuosas orillas del río Meandro y llegaron a Mileto, la única ciudad del mundo conocido que poseía cuatro puertos y donde los dioses concedían refugio con cualquier viento o tempestad marina. La gente de Mileto hablaba griego jónico con un acento muy dulce.
Cayo lo advirtió y Zaleucos le dijo:
– Jonia es la tierra más suave del mundo; cuantos nacen aquí pronuncian las palabras igual que los dioses.
Contó que ocho o nueve siglos antes, cuando en el monte Palatino aún había cabañas de paja, de los cuatro puertos de Mileto partían convoyes hacia Egipto. Y en la costa egipcia había un puerto griego: se llamaba Naucratis. Así pues, Mileto había sido un puente entre la racional y joven especulación greco jónica y el antiguo y místico saber egipcio.
En Mileto, al final de la vía Sacra, un arquitecto griego había ideado el templo más grandioso construido jamás en todo el Mediterráneo, el Didimeo, y lo había levantado alrededor de un bosque de ciento nueve columnas.
– Delante del altar veréis la armadura de un antiguo soberano de Egipto -anunció Zaleucos-. Es toda de oro, con incrustaciones de turquesas y de durísimo jade. La enviaron para cumplir una promesa, después de una gran victoria.
La vía Sacra de Mileto era una larguísima cuesta en medio de dos filas de tumbas y cenotafios; y ellos la recorrieron mientras las sombras se alargaban en la tarde otoñal y las inmensas columnas del Didimeo amenazaban desde la cima. Unas estaban en pie, otras caídas, partidas en el suelo, otras estaban aún pendientes de pulir, inacabadas, porque el gigantesco templo había sido salvajemente devastado durante una guerra antigua y reconstruido solo en parte, y mal: nadie había conseguido terminarlo. Pero el joven Cayo no pudo ver la armadura de oro del antiguo faraón porque la habían robado.
Pese al abandono, en el templo resistía un grupito de sacerdotes y, encerrado en una profunda celda en la que nadie podía entrar, profetizaba un oráculo, un célebre sortilegus.
– Los viajeros vienen a verlo angustiados -dijo Zaleucos- porque desde hace siglos nunca ha sido desmentido.
De repente Germánico decidió hacer en Mileto lo que la tempestad le había impedido hacer en Samotracia: interrogar a la suerte.
– ¿Cómo pueden ver los ojos lo que todavía no existe? -preguntó el joven Cayo a Zaleucos en un susurro.
Zaleucos se volvió, levemente irritado por un instante.
– Tú, que eres un hombre, avanzas por un llano y retorcido camino y ves pocos pasos por delante de ti -dijo-. Los dioses, como si estuvieran en la cima de un monte altísimo, ven de dónde vienes y la meta hacia la que caminas.
Cayo no dijo nada: la respuesta era poética, pero no satisfacía su curiosidad.
Y Germánico, en la tarde declinante, insistió en realizar los largos ritos de súplica mientras sus compañeros se preguntaban qué planes de guerra lo movían; después bajó a la cripta e interrogó a la suerte. El oráculo respondió con palabras ambiguas y oscuras, que la angustiada Agripina y los fieles compañeros se hicieron la ilusión de que profetizaban suerte. Tan solo Cretico permaneció en silencio. Y un historiador, que años más tarde encontró algunos testimonios antiguos de aquel viaje, escribió que a Germánico se le había predicho secretamente la muerte.
Política nueva
A partir de ese momento encontraron vientos favorables y, navegando deprisa, pues el otoño avanzaba, llegaron al puerto de Seleucia de Pieria, en Siria. En Seleucia desembocaba el caudaloso río sirio Orontes, entonces navegable hasta Antioquía, la antigua capital. Allí se dividía en dos brazos que rodeaban la isla de Epidafne, donde los reyes seléucidas habían construido su palacio. En aquellas salas dominaba ahora la autoridad romana. Así pues, Cayo César se vio inmerso de golpe en un mundo inimaginable.
Ante el inmenso poder de su padre, se presentaban personajes con ropas multicolores y exóticas, acompañados de séquitos pintorescos, que hablaban entre sí lenguas incomprensibles. No tenían nada en común con la ruda barbaritas de los enviados o los prisioneros germanos, que hostigaban en los confines septentrionales del imperio. Aquí, el imperio limitaba con ciudades antiquísimas de murallas megalíticas, palmerales infinitos y cedros milenarios, áridas montañas coronadas por fortalezas y pistas que atravesaban interminables desiertos. Sus nombres estaban cargados de historia, una historia de complicadas culturas, atroces asesinatos, conjuras, sometimientos y traiciones, rivalidades dinásticas, furibundas campañas de las legiones, masacres, tomas de rehenes y breves treguas engañosas: Capadocia, Comagene, Cilicia, Armenia, Ponto, Oshroene, Judea, Partia, Arabia Nabatea, Asiria.
Ahora, los hombres llegados de esos mundos subían despacio, con tensión recelosa en los rostros cansados a causa de los larguísimos viajes, las numerosas escaleras del palacio del poder romano. A cada uno de ellos, con su pequeño cortejo, lo acompañaba el.ilusa angustiada, o temerosa, o rebelde, de cientos de miles de seres Humanos. Eran soberanos, príncipes, pequeños señores, generales de ejércitos, enemigos vencidos o todavía en armas, vasallos, aliados inciertos. Y Zaleucos -que, gracias a desconocidas experiencias, conocía bien aquellos países- se esforzaba en encontrar respuestas a las insaciables preguntas de Cayo.
Las salas interiores engullían a aquellos dudosos personajes durante horas. En realidad, tras las puertas de antigua madera de cedro y pesado hierro forjado estaba sucediendo algo que ellos no hubieran esperado obtener, o no habían creído posible. «Es un encuentro con Roma jamás acaecido hasta ahora», comentaban. Por primera vez, el imperio lo personificaba un joven combatiente victorioso y temible que, sin embargo, además de la herencia de Augusto, llevaba la mítica de Marco Antonio, el único romano que había proyectado fundir la fuerza de Roma con las culturas de Oriente.
Fuese la leyenda que crecía en torno al nombre de Germánico, fuese su excepcional capacidad para entablar relaciones humanas o fuese su repugnancia por la guerra, la cuestión es que los visitantes bajaban aquellas escaleras, en los calurosos crepúsculos de Antioquía, con una animación emocionada e incluso feliz. Y Zaleucos, el preceptor esclavo, murmuraba con pasión a Cayo que quizá allí adentro -como había escrito no sé qué filósofo antiguo- la límpida fuerza de las palabras que se dirigían al intelecto estaba dominando la violencia de las armas que herían el cuerpo. A lo largo de los siglos, los hombres intentarían muchas veces hacer realidad sueños similares a ese, utilizando en cada ocasión palabras distintas para definirlo. Casi siempre fracasarían. Pero insistirían.
Por la noche, Germánico y los suyos descansaban en el fresco pórtico situado frente al río y bebían el aromático vino que llegaba, por un largo camino, de las colinas de En-Gedi. Músicos sirios y egipcios tocaban instrumentos de formas y timbres -cuerda, viento, percusión- todavía desconocidos en Roma; de vez en cuando un joven músico o una muchacha cantaba una estrofa de ritmo fluctuante. Cayo aguardaba con pasión aquella hora: estaba naciendo en él el impetuoso amor por la música que lo acompañaría toda la vida.
Pero una noche, apenas la última canción hubo terminado en un dulce susurro, Germánico dijo, como pensando en voz alta:
– No quiero seguir estando obligado a ganar guerras.
Era un concepto jamás escuchado en boca de un general romano, y el tono era tal que todos dejaron las copas y lo miraron.
– Augusto escribió que los límites del imperio no deben ampliarse más -dijo él-. Y yo veo que hoy el cuerpo del imperio es ya demasiado vasto para mantenerlo unido mediante las armas.
A su hijo Cayo, aquella imagen se le grabó en el cerebro.
– Yo no quiero que continúe habiendo entre nosotros y las gentes externae una frontera inestable de pueblos sublevados, mantenidos a raya por legiones permanentemente en armas. Quiero una franja de aliados. Quiero vincular su interés al nuestro.
El tribuno Cretico, su colaborador más fiel, lo miraba fascinado: entre las copas de vino abandonadas sobre aquella mesa, estaba naciendo una inesperada filosofía de gobierno.
A la mañana siguiente, el joven Cayo y el fatigado Zaleucos vieron llegar a la entrada del palacio, insolentemente rodeado por una escolta armada y clamorosas enseñas, a un sexagenario alto y orgulloso, a todas luces dotado de poder, que se acercó a la escalera como si fuese a conquistarla y acto seguido, sin jadear pese a su corpulencia y su edad, comenzó a subirla un peldaño tras otro.
Los funcionarios murmuraron, entre alarmados y molestos: «El legado de Siria», y alguno se escabulló para avisar a Germánico. Aquel hombre pasó de largo sin mirar a nadie y Cayo se acordó por segunda vez, con la misma inquietud, del senador que el día del triumphus, en Roma, no había saludado a su padre. De hecho era él, Calpurnio Pisón, el estrecho colaborador de Tiberio, que desde el puerto de Seleucia había subido a Antioquía.
– Recibe correos de Roma todos los días y envía mensajes de respuesta inmediatamente -le contó un oficial a Zaleucos.
En la tranquila Antioquía reaparecieron, como serpientes saliendo de debajo de una piedra, todos los temores que los habían asediado en el castrum.
Sin embargo, de la larga reunión que había mantenido con Calpurnio Pisón a puerta cerrada, Germánico no dijo ni una palabra. El único testigo había sido el fiel Cretico, y cuando salieron estaba pálido. Hasta más tarde no se supo que Calpurnio Pisón había llevado, entre otras cosas, una orden de Tiberio: Cretico era retirado del cargo y debía regresar inmediatamente a Roma. Germánico estaba solo.
Viaje a Egipto
Esa noche, en el palacio de Epidafne, ante el asiento vacío de Cretico, Germánico anunció a sus pocos amigos:
– He decidido ir a Egipto.
Lo escucharon sin entender adónde llevaba aquella afirmación. Eran las palabras más inimaginables que podían esperar de él. Un oficial se aventuró a decir en voz baja:
– Ningún senador o magistrado puede entrar en Egipto sin permiso de Tiberio.
En realidad, Augusto había clasificado las provincias del imperio según sus refinadas y complejas valoraciones estratégicas y, sobre todo, económicas. Tras las últimas conquistas, había inventado la clase de las provincias Augustales, es decir, bajo el control directo del emperador y gobernadas en su nombre por un prefecto omnipotente. Este era elegido, por ley, entre los simples équites; era, pues, un hombre que debía al emperador literalmente todo, y su obediencia era tan servil como absolutos sus poderes.
Los populares habían insinuado en vano: «El cierre de las fronteras transforma Egipto, el más vasto y poderoso reino conocido, en un bien privado imperial». La dominación había sido implacable, con pesados impuestos, confiscaciones y enrolamientos forzados, y el flujo de riquezas vertidas en las arcas imperiales, incalculable. Sobrecargados convoyes de barcos mercantes surcaban el mar, pues los fértiles campos que se extendían a lo largo del Nilo se habían convertido en el granero de Roma.
El primer prefecto, llamado Cornelio Galo, había sido un desinhibido y con frecuencia escandaloso poeta erótico, escogido en el restringido círculo de las amistades intelectuales augustas, amigo incluso de Virgilio. Pero, al encontrar en Egipto tantas riquezas disponibles, había revelado inesperadas aptitudes para ejercer la violencia y la rapiña; y por añadidura había sofocado las revueltas en el valle del Nilo tan sanguinaria e insensatamente que Augusto le había ordenado en secreto regresar a Roma. Y una vez en Roma, para evitar un escándalo que prometía ser clamoroso, había sido cínicamente inducido a suicidarse. Después de él, abusos, arbitrariedades y expoliaciones fueron realizados con más prudencia, encontraron débiles rechazos en el país desangrado y acabaron siendo borrados por la historia.
Entrar en Egipto, por consiguiente, además de estar prohibido era peligrosísimo. Sin embargo, Germánico no contestó a la queda observación de su oficial. Y nadie dijo si la decisión rebelde era exclusivamente fruto de la intolerancia contra el mal gobierno o escondía un plan mucho más grave, es decir, la insurrección del descendiente de aquel Marco Antonio que, por un sueño imperial, se había jugado la vida en Alejandría. No se atrevieron a hablar.
De pronto, Germánico dijo que, en vista de los peligros, Agripina y los dos hijos mayores debían quedarse en Antioquía. Al escucharlo, su mujer se quedó súbitamente pálida, al igual que Cayo, aunque no hizo ninguna objeción: era la primera vez que se separaban, pero hablaba el jefe de una dinastía, y parecían órdenes impartidas para una acción de guerra.
– Viajaremos de incógnito -explicó Germánico-, sin previo aviso y sin escolta, con un séquito reducido.
Cayo, el hijo que aún no había sido nombrado, esperó, conteniendo la respiración, a que la mirada de su padre llegase a él. La mirada llegó.
– Vestiremos como los griegos. Hablaremos en griego. Un mercader con sus ayudantes y su hijo. -Alguien asintió sonriendo-. Un mercader griego no despierta sospechas -confirmó Germánico, que obtuvo la aprobación general-. Llevaremos también a Zaleucos. Él es griego de verdad.
Así descubrió el joven Cayo lo ligeras, llevaderas y elegantes que eran aquellas prendas: fuera el calceus, y en los pies el ligero crepis; el desenfadado pallium en lugar de la toga solemne.
– Olvídate del latín -ordenó su padre-, solo hablaremos en griego. El latín, ni lo conoces.
La pequeña comitiva de falsos mercaderes griegos («estamos interesados en telas, piedras duras, perlas y turquesas») llegó por mar ante al inmenso delta del Nilo, costeó hasta el estrecho de Canope y por fin desembarcó en Egipto. Pero Germánico evitó Alejandría, sede del praefectus Augustalis con dos legiones, a quien no habría podido ocultar su identidad. Lo que hicieron fue remontar, con una barca de fondo plano, el largo brazo del Nilo en el que surgía la célebre ciudad sagrada de Sais. El ligero viento que llegaba desde el mar soplaba en la vela y ayudaba a navegar contra corriente.
En la mente de Cayo, Egipto era una tierra de sueños gigantescos, pese a que la cultura griega de Zaleucos siempre había hablado de ella con cierta superioridad. Sin embargo, lo que vio a lo largo del poderoso río fueron campos destrozados por las correrías, sin sembrar: árboles cortados, diques derrumbados, presas agrietadas. Aquí y allá, pobres aldeas neciamente devastadas, huellas de incendios, ruinas hundidas en la arena, campesinos con pequeños rebaños, una manada. La gran crecida anual del Nilo se aplacaba despacio entre las infinitas ramas del delta; pero en los canales subterráneos avanzaba perezosamente una corriente verdusca, junto a la cual asnos vendados daban vueltas en redondo, atados, para levantar las palas de la noria con el agua fangosa.
– Aquí se ha combatido mucho tiempo -murmuró Germánico.
Se trataba, en realidad, de la rebelión egipcia de la que en Roma se había discutido con distraído y despiadado tedio. A lo largo de infinidad de millas, no se veía otra cosa. Por fin, hacia el crepúsculo, entre la arena y las palmeras emergió una lejanísima estela de piedra, con la cúspide dorada en la que se reflejaba el sol. Luego, de la arena empezó a surgir una descomunal muralla de granito.
– Sais -se limitó a decir el guía, señalándola.
Se refería al templo famoso en todo el Mediterráneo por su biblioteca milenaria y sus leyendas esotéricas. La muralla lo rodeaba como si fuese una fortaleza. Más lejos se entreveían las ruinas de una ciudad que debía de haber sido muy grande y que el desierto estaba invadiendo. A medida que uno se acercaba, la altura del templo aumentaba, cubría todo el campo visual. Una ancha escalinata descendía desde el costado del templo hasta las aguas lentas del río; en los peldaños más altos asomaban los detritos de la última crecida, en las esquinas se habían depositado montones de arena. Alrededor del edificio no se movía nada, ni un animal ni un hombre. Atracaron la barca y comenzaron a subir los escalones.
En el templo solo se podía entrar recorriendo una anchísima vía, entre dos filas de imponentes animales alados, esfinges y leones esculpidos en granito. Dos titánicos machones, construidos con piedras ciclópeas, lisas y perfectamente encajadas, enmarcaban la entrada. Las dimensiones de lo que abarcaban los ojos eran desmesuradas hasta el punto de causar vértigo. En la fachada de los machones había esculpidos miles de signos, alineados con rigor: animales estilizados, desconocidas figuras divinas, dibujos crípticos. Habían sido profundamente grabados en la piedra a fin de que resistieran milenios. Pero su significado era impenetrable.
Germánico apoyó una mano en el hombro de su hijo y le susurró en griego:
– ¿Habías imaginado una cosa así?
– No consigo leer nada -contestó Cayo-. Es humillante.
Miles de hombres expresarían ese pensamiento después que ellos.
En la entrada del templo no vigilaba nadie. Germánico preguntó al guía:
– ¿Es posible encontrar a alguien en este desierto que sepa explicar esos signos?
El guía dudó en responder, como si se tratase de un peligroso secreto, pero acabó diciendo que en las estancias más recónditas del templo -pasados el primero, el segundo y el tercer patio- aún vivía alguien. De hecho, en el enorme y desolado espacio entre los dos machones, vieron a un anciano que andaba despacio, el delgado cuerpo ceñido por una túnica lisa de lino blanco, los hombros desnudos, un pesado collar con pectoral, la cabeza rapada.
– El sacerdote -susurró el guía.
Era el último que quedaba vivo, dijo, y él solo, con un silencioso ayudante, se ocupaba del templo. Y con sincero dolor añadió que «antes de la guerra romana» los adeptos se contaban a cientos.
Entretanto, el sacerdote se acercaba a pequeños pasos mirándolos con tranquilidad, indiferente a su aspecto de extranjeros, como si dispusiera de mucho tiempo.
Germánico lo saludó e inmediatamente le preguntó en griego:
– ¿Puedes explicarme qué dicen estas antiquísimas inscripciones en las piedras?
Su petición había sido demasiado impaciente y directa; el viejo respondió, en un griego fluido, que podía leer esas inscripciones, traducirlas y explicarlas porque, como indicaban sus vestiduras, era un sacerdote. Sin embargo, no leyó ni tradujo nada.
El sol, ya bajo en el desierto, proyectaba sombras en los surcos de la piedra. Cayo recorrió con la mirada los signos, desilusionado, y preguntó a Zaleucos:
– ¿Ni siquiera tú eres capaz de leerlos?
El cultísimo griego permanecía en silencio.
– La lengua sagrada es grande -dijo el sacerdote-. No está compuesta solo de sonidos, como el griego. Tenemos veinticuatro letras, como vosotros. Pero para la lengua sagrada no eran suficientes: a lo largo de miles de años, hemos añadido otras siete. -Por la solemnidad del tono, parecía que supiese que esas siete letras, nacidas del alfabeto demótico, se perpetuarían, siglos y siglos después, en el alfabeto que hoy llamamos copto-. Pero, además de todo eso -dijo-, cada objeto que ves en la tierra, cada acción que realizas, cada idea de tu mente están representados en la lengua sagrada por una imagen. Porque entre el mundo visible y el invisible no hay separación.
Hasta ese momento, Cayo había creído firmemente que la lengua griega -que él dominaba con tanta elegancia- era el modo más elevado de expresarse en la faz de la tierra. Vio que su padre también callaba.
El sacerdote del pueblo derrotado y reducido a la miseria contemplaba su silencio con una sonrisa discreta y cansada que ni siquiera era odio. En su piel de color creta vieja, la cruda luz hacía más profundas todas las arrugas. Dijo que aquel templo había figurado durante milenios entre los más importantes del Alto y el Bajo Egipto.
– Desde donde estás, para llegar al jem, la cámara sagrada, debes contar seiscientos pasos de un andar de hombre resuelto.
Era realmente muy viejo; bajo la piel se entreveía el marfil de los huesos.
– ¿Te preguntas por qué nuestros santuarios están tan destrozados en comparación con las pequeñas cámaras de vuestros templos griegos?
– Sí -respondió impulsivamente Cayo.
– El templo representa el recorrido de tu vida. Mira desde dónde has llegado hasta aquí: tu camino comienza siempre en el septentrión, que es la oscuridad de la ignorancia, pero está flanqueado por esfinges y leones, símbolos de la fuerza divina que te protege porque buscas la luz del conocimiento. Fíjate…, para entrar en el templo solo existe este paso, porque único, y difícil, es el camino del alma. Y desde aquí accedes al jont, el primer patio rodeado de muros, donde tu alma debe separarse del mundo que está fuera. Pero al fondo del jont…, ¿lo ves…?, se abre el segundo paso. Desde allí, cuando estás preparado, entras en la ou-sej ho-tep, la sala de las ofrendas, donde el alma se consagra a sí misma. Y ahí encontrarás el tercer paso, y entrarás en el santuario, el sit ue-rit. Pero allí llegan poquísimos, así que no vale la pena hablar de eso ahora. Al fondo de todo, exactamente en el mediodía, en la luz del conocimiento, se alza el jem de granito, la cámara divina, donde solo puede entrar el phar-haoui, que los griegos -dijo sonriendo- llamáis pharaon.
Desde la abertura enmarcada por los inmensos machones con los cimientos enterrados ya bajo la arena, se veía que el primer patio estaba abandonado, sucio, y que faltaban algunas piedras del suelo; habían empezado a robarlas. Al fondo se abría el paso al segundo patio; lo flanqueaban dos inmensas estatuas de divinidades o soberanos, hieráticamente sentados en tronos de piedra.
– Las estatuas de los dioses de Éfeso no les llegan a las rodillas -susurró Cayo.
Zaleucos miraba sin decir nada.
El segundo patio estaba rodeado por un pórtico y también estaba desierto. Al fondo se entreveía el tercer paso. Y allí descollaba la altísima estela de granito rosa, con la cúspide dorada, que habían visto resplandecer desde lejos.
El sacerdote tendió la mano -su piel morena se adhería a los largos y finos huesos de los dedos-, señaló la estela y preguntó:
– Los griegos la llamáis obeliskos, ¿verdad? O sea, pequeño obilos, si no pronuncio mal, pequeño venablo. -Sonrió con indulgencia, pero esa sonrisa entre las arrugas nacía quizá de un gran desprecio-. A vosotros os gusta bromear. Pero no habéis comprendido. En la lengua sagrada, se llama ta te-hen, tierra y cielo, es decir, la mente del hombre que se eleva buscando la divinidad y se ilumina al encontrarla. -Empleaba vocablos y construcciones sintácticas que recordaban a los escritores antiguos; debía de haber adquirido su conocimiento refinado del griego en los libros-. Si navegáis bastante río arriba, encontraréis un lugar llamado la Mon taña de los Muertos. Veréis dos estatuas de un antiguo phar-haoui. Son enormes, tanto que un hombre puede tumbarse sobre una de sus manos. Son estatuas sagradas; nosotros las llamamos men-nou. Pues bien, los griegos las confundisteis con un personaje de Homero que se llama Memnón. Lo he leído en vuestros escritos: llamáis a esas estatuas los colosos de Memnón. Pero nosotros no conocemos a nadie que lleve ese nombre.
Tanto las palabras como la sonrisa eran humillantes.
– ¿Quién es tu dios? -lo interrumpió Germánico.
– Los nombres de la divinidad son muchísimos. Mira…, están grabados en ese granito siete mil veces. -Ante la inexplicable inmensidad de aquel número, meneó la cabeza-. Los griegos preguntan los nombres de las ciudades y de los dioses extranjeros y luego los escriben mal en sus numerosos libros. Nuestra ciudad sagrada se llama Hait-Qa-Ptah, que significa «palacio del espíritu»; los griegos entendieron Ae-gy-ptus e incluso escribieron que es el nombre de todo nuestro país. Sin embargo, el nombre del país es Ta-nuit, la Tierra Negra, fecundada por nuestro gran río. Aunque también la llamamos Ta-ne-si, Tierra Amada. Los romanos, al contrario que los griegos, no se informan para escribir libros; quieren conocer los dioses de los otros pueblos y congraciarse con ellos a fin de que les den la victoria.
Debía de haber vivido amargamente todos los días de aquella guerra, pero decía la verdad: Roma acogía entre sus innumerables dioses a las divinidades de los pueblos contra los que combatía o a los que derrotaba; y un rito arcaico nacido durante guerras feroces en sus puertas, la evocatio, debía convencerlos, con abundantes ofrendas y sacrificios, de que abandonaran a sus miserables protegidos y se aliaran con las poderosas armas romanas.
– Son ideas infantiles -dijo el sacerdote, meneando la cabeza.
No sabía que la invención había surgido de caudillos desencantados y cínicos para animar a los súbditos atemorizados por los misteriosos ídolos extranjeros. Y durante muchos siglos más, conquistadores de diferentes creencias declararían, en los momentos de máximo riesgo, que la divinidad combatía a su lado y bendecía las matanzas, mientras que sus enemigos afirmaban lo mismo.
– Me has dicho que quieres conocer los signos grabados en estas piedras. En primer lugar debes saber que esos signos dieron a los hombres el poder de transmitirse palabras y números desde distancias enormes, sin verse ni oírse: la escritura. Son el regalo que hizo a la humanidad la Gran Madre Isis.
El chiquillo preguntó quién era esa diosa.
– Tiene un nombre que semeja un soplo de viento -dijo.
El sacerdote no contestó.
– Los griegos también llamáis jerogliphica a nuestra escritura, ¿verdad? -preguntó con amable ironía-. Es decir, escritura sagrada esculpida en la piedra, escritura de los dioses. En aquellos tiempos aún no se había inventado el sagrado papiro, que se nutre del flujo caliente de nuestro río, y mucho menos el impuro pergamino, que se hace con pieles de animales muertos en tierras frías que durante el invierno no ven el sol. Nuestros sacerdotes trazaron en planchas de marfil los caracteres dictados por la Gran Madre Isis; algunas son tan pequeñas como la falange de un pulgar. Después modelaron vasos de arcilla y también ahí grabaron los caracteres sagrados a fin de que no se perdieran. Y lo escondieron todo en los sagrados sótanos de Ab-du, la ciudad madre, que vosotros llamáis Abydos. Esto sucedió en una época tan lejana que casi no puedes concebirla. El sol del día que los romanos llaman solsticio -Germánico notó que pronunciaba con deliberada corrección la palabra latina-, el día más largo del año, ha iluminado el templo de Ab-du cuatro mil doscientas cincuenta veces desde entonces.
Cayo había crecido en los inhóspitos y lejanos bosques del Rin, y en ese instante pensó: «Aquellas tierras nórdicas, allá arriba, y este templo aquí abajo, en el desierto, están oprimidos en el mismo momento entre las manos de Roma». Era un pensamiento casi insoportable para sus pocos años y nunca podría olvidarlo. Preguntó al sacerdote si él había visto esas planchas y esos vasos.
– Quizá yo sea el único que ha podido verlos -respondió de inmediato el viejo, inflamada su débil voz por el orgullo de ese privilegio-. Tenía tus mismos años, y tu curiosidad. Estudiaba en el templo de Ab-du. El sumo sacerdote me apreciaba y bajé con él los escalones de los sótanos, ciento veinte, empinados y fatigosos; y era de noche: no se puede llamar durante el día a la puerta del reino de los muertos. Y vi los vasos y las planchas de marfil amarillento con los signos sagrados.
Germánico, que se sentía asaltado por un mundo irracional, preguntó cómo se podía saber que todo eso tenía realmente cuatro mil años de antigüedad.
– El templo de Ab-du ha sido reconstruido siete veces a lo largo de los milenios -respondió el sacerdote con un leve temblor provocado por la irritación-. Mientras bajaba la escalera vi los siete cimientos, uno debajo de otro, cada vez a más profundidad. Porque debes saber que, de los siete constructores de Ab-du, ninguno destruyó esa escalera; todos edificaron alrededor de ella los nuevos muros y construyeron un nuevo tramo de peldaños. Y grabaron allí el cartucho de su soberano. Cuando, bajando desde el séptimo estrato, el más alto, a través del sexto y del quinto llegué al cuarto, vi grabado el nombre de Keops y comprendí que Ab-du es mucho más antigua que el gran edificio mágico, de cuatro caras y sin aberturas, el más grande construido jamás por los hombres, que los griegos, bromeando como siempre, llamasteis pyramis, es decir, tarta, aunque su nombre sagrado es otro… Bajando más, vi que los cimientos de Keops se apoyan en los de un templo construido por la dinastía tinita, o sea, hace dos mil quinientos años. Y ese es el tercer estrato. Pero bajando todavía más vi que el templo tinita está a su vez sobre el más antiguo aún que levantó Narmer y que constituye el segundo estrato. Para llegar desde entonces hasta hoy debes contar tres mil trescientos años. Al fondo de todo yacen los restos del templo original; allí no se pueden leer nombres porque lo construyeron antes de que la Gran Madre Isis nos regalase la escritura. Las planchas de marfil y los vasos con los signos sagrados están escondidos allá abajo.
Germánico no dijo nada, pero su silencio era fruto de otros pensamientos: se decía que julio César y Marco Antonio debían de haber sido víctimas de un encantamiento igual al que él sentía que estaba atrapándolo.
– Quiero ver Ab-du -declaró, estremeciéndose.
La voz del viejo sacerdote cambió de timbre y lo desilusionó de inmediato.
– Cuando Augusto desembarcó en Canope para traernos la guerra, nuestros sacerdotes tapiaron las puertas y los ciento veinte peldaños de Ab-du. Y todos los que conocían el secreto murieron en la larga matanza de Cornelio Galo. -Escucharlo producía una imprevista vergüenza por la victoria-. Si ahora a mí me fuese concedido -concluyó, como cerrando una puerta- volver a Ab-du, no sería capaz de encontrar nada. Por allí ha pasado la guerra, ha destruido edificios y palmerales, ha hundido los diques de los lagos sagrados; y después, sobre los escombros y los muertos, el viento ha acumulado montañas de arena.
Su memoria, colmada de dolor, convertía cada palabra en una recriminación, y hablaba en el tono irrefrenable de quien ha tenido que callar mucho tiempo. Entretanto, el sol desaparecía detrás de la orilla occidental del gran río.
El sacerdote señaló el interior del templo.
– Ahí dentro -dijo-, por primera vez en la vida de los hombres, fibras de papiro cultivado en el gran río se convirtieron en hojas sobre las que escribir. Ahí reunimos las historias más antiguas. Para leerlas, vinieron también muchos de los vuestros: Pitágoras, Eudoxo, Heródoto de Turios… Ahí dentro, un filósofo muy célebre después, Aristocles Platón, descubrió la historia de la Atlán tida, la isla que en un cataclismo que duró una noche y un día, hace ocho mil años, se hundió en el Gran Mar de Occidente. Algunos dicen que es una leyenda. Pero hasta vuestro Diodoro de Agyrion dice que en el desierto, en Mauritania quizá, existía un enorme lago llamo Tritonio que desapareció, engullido por la arena, cuando la Atlántida se hundió. Todo fue recogido dentro de estos muros, con amor infinito, porque era la memoria viva de todos los hombres anteriores a nosotros -concluyó, pero no invitó a los extranjeros a entrar.
La imaginación de Germánico se emocionó, como le sucedería a la de muchos hombres después de él.
– Dime si el papiro que habla de la Atlántida todavía existe. Dime si es posible verlo.
– Llegas tarde, griego. Los papiros fueron quemados, no sé si debido a la violencia de los legionarios o a la voluntad de Augusto. Pocos pudieron ser escondidos, y no sé dónde. De nuestra historia solo queda lo que logramos esculpir, porque no se puede romper ni quemar. Pero ya no lo entiende nadie.
La noche del desierto descendía deprisa, con una franja purpúrea en el cielo de Occidente. Las sombras de las figuras grabadas en los muros del templo se desvanecían.
– Hazme acceder a su significado un momento -dijo Germánico-, antes de que oscurezca y ya no sea posible leerlas.
– Si tienes tiempo, te diré algo -contestó, vacilante, el sacerdote. No confundas nuestros símbolos animales con dioses, como hacen los griegos. La agudeza del halcón, la crueldad del chacal, la astucia del gato, lo enigmático de la serpiente o el caparazón de un escarabajo representan simplemente fragmentos del poder divino. Porque lo divino se revela a fragmentos. Ha infundido su amor por doquier, desde el buitre que limpia los cadáveres hasta el ruiseñor que canta por la noche. Si contemplas un animal, veneras la mente divina que está detrás de su forma. Veneras la obra maestra del dios. Y nosotros los reproducimos para dar a nuestras débiles mentes la idea del infinito. Y esto vale tanto para los que vivimos aquí como para los que han cruzado a la otra orilla. Porque lo divino está aquí y allí, eternamente. Y su fuerza lo mantiene todo unido.
Germánico sintió en su interior, como algo heredado, la emoción que había arrastrado y perdido a Marco Antonio. Y con dulzura, temiendo una negativa, propuso al sacerdote:
– ¿Vendrías conmigo y con mi hijo para guiarnos por este país? -El impulso que lo empujaba marcaría profundamente los días que le quedaban.
Pero, después de la invasión romana, el sacerdote había vivido en aquel templo larguísimos silencios, soledades absolutas, pensamientos que se desarrollaban sin sonidos de voces, y se tomó un tiempo antes de decir:
– Ta-ne-si es inmensa. ¿Qué te mueve a conocerla? -preguntó a su vez.
Germánico, ya dux de ocho legiones, no estaba acostumbrado a que lo interrogaran. Las únicas preguntas que era posible hacerle estaban relacionadas con una ejecución más exacta de sus órdenes. Por eso, en lugar de responder, declaró:
– Quiero remontar el curso del río. Busco un guía que me explique lo que mis ojos vean diciéndome la verdad. -Involuntariamente, su voz transmitía órdenes.
– Es un largo viaje -dijo el sacerdote para ganar tiempo-. Nuestro río, Jer-o -añadió para tratar de explicarse-, es el más grande que fluye en todas las tierras conocidas. Los griegos habéis escrito, sin fundamento, que se llama Neilos, y los romanos os copian y lo llaman Nilo.
– Diodoro de Agyrion también ha escrito -intervino de pronto el tímido Zaleucos, y eran sus primeras palabras desde que habían desembarcado- que un rey vuestro antiquísimo se llamaba Neileus, y que por eso el río…
– ¿Qué entiendes por antiquísimo? -El sacerdote sonrió-. Desde hace cuatro mil años grabamos los nombres de nuestros phar-haoui en la piedra, y yo nunca he visto el de Neileus-. Buscó una imagen que ilustrase las dimensiones del río y finalmente señaló el agua que fluía por delante de los escalones del templo, perezosa, luminosamente verde, como los tupidos papiros de las orillas; parecía densa y tibia, olía a hierba húmeda-. Esta agua,.lotes de llegar aquí, ha corrido sin parar durante más de siete lunas. ¿Tú hasta dónde quieres llegar? Porque, cuando encuentres la primera gran catarata, descubrirás que Jer-o, nuestro río, está a menos de la mitad de camino. Ahí empieza el reino de Meroe, los soberanos negros, y el río lo atraviesa todo. Y de cuanto existe más allá, hasta los montes de la Luna, nadie sabe nada.
– Quiero una embarcación cubierta, construida aquí, apropiada para el río, con buenos remeros y velas -decidió Germánico, ya absolutamente impaciente.
Se abstuvo de preguntar qué había sido del grandioso thalamegos, la navis cubiculata, de velas doradas y remeros nubios, en el que julio César había remontado el río con la jovencísima Cleopatra y en el que años después, en su lugar y con una Cleopatra de treinta y nueve años, había embarcado Marco Antonio para correr gloriosas y desesperadas juergas durante las últimas semanas de su vida.
El sacerdote advirtió que la pronunciación griega del extranjero se había endurecido; recordaba las voces de los tribunos de Augusto mientras saltaban a tierra en el muelle de Alejandría. Después miró a Cayo, que contenía la respiración, y pensó que, destruidas las bibliotecas de papiros y devastados los templos, la memoria solo podía confiar en los que sobrevivían.
– Si eso es lo que quieres -se decidió a responder-, te acompañaré hasta donde podamos ir.
En un pequeño codex -uno de esos cómodos cuadernos que, según se contaba en la familia, Julio César, el héroe de la dinastía, había inventado un duro invierno pasado en la Galia, en Bibracto, donde había empezado a escribir los siete libros del De bello Gallico, la historia de su larga guerra-, Cayo escribió uno tras otro los nombres de las ciudades y de los templos que daban al gran río; y, como muchos viajeros después de él, intentó dibujarlos ante la mirada irritada del apacible Zaleucos, que apenas hablaba y cuando lo hacía era porque le preguntaban algo. «Iunit Tentor», escribió Cayo, adaptando las palabras egipcias a los caracteres latinos, y en griego: «Denderah». Y luego, refiriéndose a una isla situada mucho más al sur: «Philac», «Philae».
Isis, un nombre que semeja un soplo de viento
Hasta que no llegaron al final del viaje -el regreso, siguiendo la corriente, fue bastante más fácil y rápido-, allí donde el gran río, al acercarse a la desembocadura, se ensanchaba en los innumerables canales de su delta, cuando el sacerdote dijo que al fondo, en el septentrión, se elevaba Alejandría, Germánico no le preguntó:
– ¿Puedes decirme quién es realmente la diosa que tiene, como dice mi hijo, un nombre que semeja un soplo de viento?
– Los pueblos han inventado muchos nombres para la divinidad -dijo el sacerdote-. La Gran Madre Frigia, Palas Ática, Afrodita Chipriota, Proserpina de Sicilia, Diana de Candía, Ceres de Eleusis, Juno, Belona, Hécate… Nosotros no rechazamos ninguno. Si tú has encontrado una manifestación de lo divino y le has puesto un nombre con amor, ¿por qué tendría yo que prohibírtelo? Es una necedad declararnos la guerra solo porque utilizamos palabras distintas.
Pero qué significaba el nombre «que semeja un soplo de viento» que él había pronunciado el primer día, y una sola vez, no lo dijo.
Germánico se mostró contrariado y él declaró con una humildad ambigua:
– Nuestros templos están ahora vacíos. El gran Rito no se repite desde hace muchos años. Solo puede realizarlo el phar-haoui, el faraón, como vosotros lo llamáis, pero Ta-ne-si, la Tierra Ama da, ya no tiene phar-haoui. Para celebrar ese rito, el phar-haoui Skorpio, que reinó antes que todas las dinastías, llevaba un gorro mágico de forma cónica que le ceñía la frente. Estaba hecho de electrón, la aleación de plata y oro que permite percibir el infinito, la que cubre también la cúspide del obeliskos, como decís vosotros. Pero el sacerdote_ que conocía la fórmula ha muerto.
– ¿Qué rito era? -intervino Cayo.
También entonces, al final del viaje, el sacerdote echaba migajas de información entre anchos espacios de oscuridad. Su vejez había perdido todo aquello que le importaba y su odio valeroso era fascinante. Señaló el agua del río, que crecía y fluía más deprisa de hora en hora.
– La noche del gran Rito llega cuando el lago sagrado se llena de agua.
– ¿De dónde viene el agua, en medio de toda esta arena? -preguntó Cayo, que tenía en mente el enorme y frío curso del Rin.
– No de la lluvia del cielo, como en tu país. Emerge de una esquina del lago, de debajo de la tierra, de noche, muy despacio. Y por la mañana ves que, allá al fondo, la arena se ha puesto oscura. El sacerdote se acerca y la toca: está húmeda. Entonces sabes que no debes tener miedo: la crecida del río, el regalo divino del agua, está llegando. La noche siguiente, el agua se filtra e inunda, y ves un aguazal que brilla bajo el sol. Los pájaros también lo ven y empiezan a chillar, y descienden en círculo alrededor del lago que renace. Los extranjeros se quedan sorprendidos al ver nuestros lagos sagrados, que se llenan sin que del cielo caiga una sola gota de agua, en medio de las arenas del desierto. No se ve por dónde entra el agua ni por dónde sale… -El sacerdote hizo una pausa, como si estuviera reflexionando-. Para explicarte el gran Rito -dijo-, primero debo hablarte de la tumba donde duerme el fundador de la primera dinastía, el gran Aha, el que cruzó las puertas de la Ma gia. En torno a él están sepultadas catorce barcas sagradas de más de treinta pasos de longitud, de tablas de cedro bien unidas, cosidas con cuerdas y provistas de toletes para treinta remos.
– ¿Tú las has visto? -preguntó Cayo.
– No las ha visto nunca nadie. -El sacerdote sonrió, y ni siquiera él imaginaba hasta qué punto su respuesta influiría en el futuro-. Están sepultadas bajo un monte de arena. He leído las inscripciones. Esas naves no navegan por los mares. Representan el viaje del hombre desde la orilla de la Materia hasta la orilla del Espíritu. Porque, presta atención, en ti hay tres fuerzas. La primera es la energía que mueve tu cuerpo mientras este vive, el bha. La segunda es la energía de tu mente, el kha, que llega a todas partes, como los rayos solares. La tercera es el anj, el espíritu que nada puede capturar o herir.
Germánico y su hijo ya se habían acostumbrado a aquel griego arcaico y solemne, aprendido en los libros, constelado de palabras raras, que resurgía de siglos remotos. Y, mientras los golpes de los remos acompañaban a la corriente que conducía la embarcación hacia la desembocadura, el sacerdote dijo:
– Tú me has preguntado cómo se desarrolla el gran Rito y yo te respondo que no sucede nada. El gran Rito es un símbolo de lo que los ojos materiales no ven, de lo que solo el anj, el espíritu, puede descubrir algunas veces. El cortejo sale del templo al ponerse el sol y baja al lago. Todos visten blancas y puras túnicas de lino. Los hombres llevan la cabeza afeitada en símbolo de meditación. Las muchachas cubren la calle de flores, llevan espigas y perfumes, porque Isis es la naturaleza que se renueva, el árbol que florece, y por eso el sicomoro de madera incorruptible está consagrado a ella. Las mujeres llevan velos ligeros, sandalias doradas y collares, porque Isis es la inteligencia que descubrió todas las artes. Coros de adolescentes y címbalos, arpas arqueadas, sistros de bronce, de plata y de oro suman las armonías de sus sonidos y las mezclan con los perfumes sagrados, produciendo un potente efecto. Porque Isis es la áurea Señora de la música, como dice la inscripción de Iunit Tentor. Y debes saber que, de los cuarenta y cuatro libros de la Sabi duría, dos están dedicados a las melodías del gran Rito. Por último, el sumo sacerdote lleva una cysta de oro; y ves que una cobra de oro está enrollada sobre la tapa, porque Isis es la sabiduría que doma la astucia. Pero la cysta está vacía, pues contiene la Idea de la divinidad, que no tiene forma, ni rostro ni límites. El cortejo con lámparas y antorchas llega a las naves. Los adeptos suben a la Me-se -ket; en la Ma-ne -djet, la sagrada nave de oro que no lleva ni remos ni velas, sino únicamente un inmenso timón, embarcan el phar-haoui y los sacerdotes. El phar-haoui se hace cargo del timón y dirige la proa hacia la luna llena que aparece por el desierto. Porque Isis es la vida que resurge de la muerte, y por eso lleva sobre la cabeza el disco lunar, que renace todos los meses. Y abre la Puerta Áurea del mundo invisible, donde reposan los muertos que has querido mucho.
– Gracias por este viaje -susurró Cayo a su padre, aunque al decirlo no sabía lo mucho que todo aquello marcaría indeleblemente su futuro.
– Al pie del monte Albano, junto a Roma -contestó Germánico-, hay un pequeño lago redondo. Dicen que es la boca de un volcán dormido. Tampoco allí entra ni sale ningún río, y sin embargo, el nivel de sus aguas no desciende nunca. Se llama lacus Nemorensis, lago del bosque. Iremos -prometió. Después le vino a la memoria la nave dorada que algunos senadores, escandalizados, habían dicho haber visto en el Nilo, en los días tumultuosos de Marco Antonio y Cleopatra, y preguntó con cautela al sacerdote-: ¿Has asistido alguna vez a ese rito?
El sacerdote respondió de inmediato que sí.
– Pero hace mucho tiempo. La última vez que se pudo celebrar fue en Sais.
Germánico advirtió que la respuesta escondía pensamientos no expresados, se dio cuenta de que podía insistir y lo hizo con ansiedad:
– ¿Sabes quién lo celebró la última vez?
– Tú deseas conocer su nombre y yo no tengo motivos para ocultarlo. Él y su mujer fueron los últimos que reinaron. Aquella noche persiste gloriosa en mi memoria, porque los dos han muerto. Tu padre quiere saber un nombre -añadió, volviéndose hacia el niño-. Junto a Cleopatra, reina de Egipto, estaba un romano al que Roma le parecía una prisión: Marco Antonio.
– ¿Lo viste de cerca? -Germánico ya no podía disimular en absoluto su ansiedad.
– Soy ya el único que lleva aquella noche en los ojos. El romano era un hombre fuerte, un hombre que había luchado mucho. Era alto, como tú, y se te parecía un poco, aunque tú dices que eres griego. Pero cuando yo lo vi era mayor, y no era paciente como tú. Yo había tenido el privilegio de subir a la nave de los adeptos, la Me-se -ket, como remero, y estaba muy cerca de él cuando cogió el timón de la nave sagrada, la Ma-ne -djet, que nosotros empujábamos. Vi su mano, una mano muy fuerte, estrechando, junto a la barra del timón, la bellísima mano de la reina, de finos dedos. Recuerdo sus manos unidas como si estuviera viéndolas ahora.
– ¿Hablaste con él?
– No, no habría podido. Era muy joven, casi como tu hijo; tenía aún ante mí todos los peldaños de la iniciación. Oí su voz, la voz fuerte de quien debe hacerse oír por hombres que están combatiendo; pero esa noche no era fuerte. Su guerra ya la tenía perdida; Augusto se acercaba navegando por algún lugar del mar. Nuestros maestros enseñaban a escuchar siempre atentamente las voces: la de Marco Antonio, mientras recitaba la invocación, era la voz de un hombre muy cansado. Pero no había huido por miedo. Como los guerreros realmente fuertes, después de tantos años la guerra le repugnaba. Yo los vi a los dos, a él y a su reina, como ahora estoy viéndoos a ti y a tu hijo, con las manos unidas, la de él sobre la de ella tal como te he dicho, orientar la proa dorada de la nave hacia el punto del horizonte donde se extendía el halo blanco de la luna. Miraban hacia allí arriba de tal modo que nada habría podido distraerlos. Sus cuerpos se rozaban a través de las túnicas sagradas de lino. Y todos nosotros pensamos que ni siquiera la muerte podría separarlos. En realidad, iban juntos hacia la muerte, y ya debían de haberlo decidido… Lo que me duele es que se han dicho muchas mentiras sobre aquellos días. Augusto quería enterarse de todo y envió a sus speculatores por el país. -Pronunció la palabra latina con rencor, pero con absoluta claridad: conocía bien la lengua, luego había tenido ocasión de practicarla-. Muchos hablaron y dijeron a Augusto lo que él deseaba oír. O quizá el mismo manchó el recuerdo de aquellos muertos, dado que no había podido llevárselos a Roma encadenados. Y escribieron que el rito en honor de la Gran Madre era una fiesta licenciosa, una serie de juergas, cuando el rito existe desde hace cuatro mil años y nadie ha osado cambiarlo.
El griego Zaleucos escuchaba con desconfianza, con la misma desconfianza que había vivido todo el viaje, y susurró a Cayo:
– Tal vez él era el mistagogo, el que introducía en sus misterios, como hacía Heródoto. Pero todo eso es peligroso.
No obstante, el chiquillo tomó de nuevo su pequeño codex y le pidió al sacerdote:
– Por favor, repíteme despacio el nombre de las naves sagradas.
El sacerdote se las repitió sílaba por sílaba, mirando la cabeza inclinada del chiquillo mientras este escribía.
– ¿Y qué pasaba después? -preguntó Cayo, con el calamus suspendido en el aire, mientras Zaleucos sujetaba pacientemente el frasquito de la brillante tinta egipcia.
– Se cantaba una larga y consoladora plegaria que nos había sido inspirada miles de años antes. Pero eso no puede ser revelado. -¿Y luego?
El sacerdote contestó que no pasaba nada.
– ¿No se sacrificaban animales en su altar?
– No. Nunca. La luz nocturna de la diosa es símbolo de los hombres que saben vivir en paz.
Cayo había crecido en medio de la guerra, con hombres despiadadamente divididos entre amigos de confianza y enemigos traidores; y había visto cómo mataban y eran matados racionalmente. Los animales no. Los animales recibían la muerte dominados por un puro terror psíquico, sin entender nada. Le había resultado insoportable mirarlos durante los clamorosos sacrificios de los cultos imperiales. De pequeño, su madre le tapaba la cara con el manto porque si no vomitaba.
Los animales notaban el olor de la violencia. «La violencia huele», decía Germánico. El insoportable pero embriagador olor acre de una legión cuando avanzaba, dirigida por los centuriones, contra el enemigo, bajo el sol, sin una voz, solo el aterrador ruido metálico de las placas de las armaduras, el golpeteo de las armas contra los escudos. El horrible, rebelde olor de los prisioneros germanos encadenados a montones por el suelo, que te miraban -a ti, general romano- con un mudo y peligrosísimo odio.
El olor de la violencia, olor de la sangre que sale de las venas y mancha la tierra, aterrorizaba a los animales. Él lo había visto muchas veces de pequeño. Uno de los ejercicios más difíciles de la poderosa caballería romana consistía en acostumbrar a las monturas a soportar, con total impasibilidad, el olor de la sangre, y peor aún, el de la sangre que va descomponiéndose bajo el sol.
Los animales solo percibían eso de la muerte que se acercaba y de sus feroces divinidades de la muerte, los hombres. Te miraban con ojos dóciles. Incluso un tigre lo había mirado con las pupilas inmóviles, desesperadamente dóciles, cuando él, en Augusta Treverorum, se había acercado a su jaula.
Aquel tigre había llegado de Sarmacia y tenía un tupidísimo pelaje casi blanco, muy distinto de los rojizos tigres indios; había viajado semanas en la jaula montada en un carro a través de interminables llanuras, bordeando inmensos ríos, hasta llegar por fin a Augusta Treverorum para los espectaculares y sanguinarios juegos en el anfiteatro.
Cayo, que era pequeño, había metido una mano entre los barrotes sin conseguir tocarlo. El tigre, desde su rincón, había gemido desesperado mirando al cachorro de hombre; él le había susurrado que era precioso y el animal había comenzado a levantar lentamente sobre las patas, cuyas zarpas habían crecido mucho durante la cautividad, su poderoso cuerpo apoltronado. Cayo había esperado ansiosamente que se acercara para acariciarle el hocico, y el tigre estaba aproximándose sin dejar de emitir aquel gemido ronco y doliente. Estaba a punto de tocarlo cuando alguien, sin hacer ruido y sin decir una sola palabra, se le había echado encima y en un abrir y cerrar de ojos lo había apartado de allí levantándolo del suelo. Había sido un tribuno de su padre. Él se había rebelado llorando de rabia y pataleando contra el fortísimo torso del oficial. Lo habían llevado con su madre, que había reído. Y entre las legiones se había extendido la leyenda del niño que jugaba con el tigre. Pero el gran tigre había seguido allí, en su reducida jaula, tambaleándose, humillado, sobre las patas debilitadas, con los ojos dorados clavados en él. Le habían dicho que lo llevarían a los juegos del anfiteatro al día siguiente.
Los palacios sobre el agua
Se acercaban, a través de los laberínticos canales del delta, a la divina Alejandría, la ciudad que con cualquier viento, en el puerto de Oriente o en el de Occidente, separados por una estrecha lengua de tierra, podía ofrecer seguridad a las naves. Pero Germánico, guiado por una inquieta prudencia, dijo que no quería cruzar las murallas aquel primer día. El sacerdote anunció, sonriendo por primera vez:
– Entraremos en el gran puerto de Oriente por el agua.
A través de una maraña de pequeños canales, desembocaron, como modestos mercaderes o pescadores, en la vastísima ensenada del puerto oriental. Y vieron pasar, ininterrumpidamente a lo largo de la interminable orilla, la solemne procesión de murallas, edificios y pórticos con columnas que daban fama a Alejandría en todos los mares. Multiétnica y multirreligiosa -el mayor emporio del mundo, escribirían célebres viajeros-, Alejandría abría dos grandes puertas que podían engullir caravanas enteras: la Puerta Canópica, que miraba hacia Oriente, hacia el fértil delta verde del río, y la Puerta de la Luna, que miraba hacia Occidente, hacia las ardientes, abrasadoras depresiones del desierto Líbico.
Zaleucos, que mentalmente vivía entre sus libros, dijo:
– Según Aristóteles, la ciudad estado perfecta no debía superar los diez mil habitantes. Ni siquiera Atenas ha contado nunca con más de cien mil. Pero a Alejandro, el gran macedonio, se le apareció en sueños Homero, ya anciano, con el cabello blanco, y le recitó estos dos versos de la Odisea : «En el mar agitado de la costa de Egipto emerge una isla que llaman Faros». Después añadió: «Ve a construir allí una ciudad que te recordará por todos los siglos».
En la isla con la que Alejandro había soñado tres siglos antes, surgía ahora una torre altísima. Su inmensa base cuadrada se estrechaba formando escalones que subían hacia el cielo. Arriba de todo estaba permanentemente encendido un fuego, y una cámara forrada de espejos de bronce multiplicaba su luz, según el refinado diseño de Dinócrates de Rodas: en cualquier momento y estación, desde muchas millas mar adentro, los navegantes lo veían. Y en los siglos futuros todas las torres luminosas que señalan la ruta llevarían el nombre de «faro».
– Según el sueño de los dos que se mataron -dijo el sacerdote-, en esta ciudad debía recogerse el espíritu de Atenas, Roma, Jerusalén, Antioquía y Menfís.
Las aguas del puerto de Oriente estaban absolutamente en calma. Junto a la ensenada del antiguo embarcadero real, emergían dos pequeñísimas islas en las que se entreveían edificios que parecían en ruinas y desiertos.
– Después de la noche de Sais -dijo el sacerdote-, nadie volvió a ver al romano. Ese era su palacio -añadió, señalando la primera isla-. Lo llamó Timonium, y se encerró ahí hasta el último día.
El palacio, al que Marco Antonio había puesto el nombre del eremita filósofo Timón, estaba unido a la tierra firme por una lengua de escollos donde habían construido una vía flanqueada por columnas de granito.
– Está prohibido entrar -avisó el sacerdote, con la impalpable ironía de los viejos que han visto muchas cosas-, pero tú no eres romano.
Germánico desembarcó con impaciencia y una emoción que hizo inseguros sus movimientos. Tuvo que dar más de cuatrocientos ansiosos pasos para llegar al final de la vía, ante el palacio.
– Estaba construido para resistir el paso de los siglos -dijo el sacerdote-, pero solo ha quedado lo que Augusto quiso dejar.
El palacio llevaba décadas abandonado, había sido saqueado y presentaba señales de un antiguo incendio. Puertas y ventanas estaban atrancadas. No se veía a nadie y era imposible entrar.
Los ruidos de la inmensa Alejandría se perdían en el agua. Quién sabe qué caminos habían tomado, en aquel silencio irreal de muchos días, los pensamientos angustiados, quizá resignados, quizá por primera vez filosóficos, de Marco Antonio, el hombre que había soñado con el pacífico reino de Egipto pero había perdido y al final solo esperaba que su enemigo, implacable hasta la muerte, decidiera ir en su busca.
– Se mató el primer día de agosto. Me dijeron que junto a su cama encontraron el Libro de los Muertos, que explica el viaje del alma hacia la otra orilla. Había pedido que se lo tradujéramos al griego y lo hicimos. Me dijeron que no consiguió morir enseguida. En la agonía, pidió que lo llevaran con su reina; dejó la vida cutre los brazos de ella.
Sobre las escasas hierbas espinosas, alrededor del palacio abandonado, había escombros desperdigados. Caminaban lentamente, y Germánico miraba el suelo, como en la colina de Actium, porque aquellos mármoles destrozados eran restos de inscripciones y de estatuas. Apareció una pequeña escultura en piedra de Siena del dios Tot, el símbolo del conocimiento. Tal vez le había hecho compañía al dueño del palacio en sus últimos días.
– No toques nada -dijo Germánico a su hijo.
Dejaron a su espalda la estatua del pequeño dios, caminaron por el reducido espacio que rodeaba el palacio y que en su época había sido un jardín. Embarcaron de nuevo. El mar estaba absolutamente límpido. Vieron al fondo, entre los guijarros y la arena, algo que parecía la gigantesca cabeza de una estatua y llevaba el tocado real de los antiguos phar-haoui.
– Debía de ser una estatua grandiosa -dijo el chiquillo.
La cabeza esculpida en granito tenía los ojos ciegos clavados frente a ella, bajo aquel velo de agua. Sin embargo, no tenía los fascinantes párpados alargados ni los labios sinuosos de los antiguos soberanos; una mano reciente le había esculpido una frente ancha, espesos cabellos y barba, una pesada boca sensual, ojos grandes y redondos bajo las tupidas cejas, un marcado aspecto masculino.
– Parece él -susurró Germánico.
Y podía decirlo, porque el único retrato conservado en secreto en Roma estaba en la domus de su madre, Antonia, la hija romana del gran rebelde.
Cayo se inclinó sobre el agua y los remeros empujaron con fuerza los remos en sentido contrario para frenar en aquel punto. ¿De modo que ese había sido el jefe al que tanto querían sus hombres por sus bromas, sus alardes, por comer y beber en abundancia con ellos, siempre comprometido con las mujeres, pródigo, generoso, valiente hasta la inconsciencia? Y podía ser realmente él. Así lo describiría también, cien años después, Plutarco.
– El tocado real -observó Cayo.
– Le correspondía -contestó emotivamente Germánico-. Se había casado con la reina de Egipto. Ninguno de los dos quería que este país se convirtiera en lo que es hoy.
De la grandiosa estatua no quedaba nada más que esa cabeza, separada del resto a mazazos. Debía de llevar todos esos años ahí, entre aquellos escollos.
El sacerdote dirigió la embarcación hacia la pequeña ensenada del antiguo puerto real. En las aguas tranquilas, la quilla de una nave, que debía de haber sido rápida y larga, se pudría semivolcada; entre las algas asomaban elegantísimos toletes, trozos de batayola, el codaste.
– Ahora el agua está turbia, pero cuando las corrientes la aclaran se puede ver, al fondo, una enorme estatua de Isis, la Gran Madre. Créeme, tiene la altura de cinco hombres uno encima de otro; yo la he visto.
No muy lejos estaba la segunda isla, cubierta por un montón de ruinas inidentificables, ahogadas entre una maraña de arbustos y de acacias. Ramas y raíces sobresalían del agua.
– Este era el palacio de ella, de Cleo, nuestra reina -indicó el anciano sacerdote-. Era una gran reina: su voz era fascinante, su conversación, inteligente y fluida. Cuantos la vieron aquellos días, dijeron que incluso un hombre ardiente e inquieto como Marco Antonio quedaba atrapado por ella de por vida. Lo que nos ha quedado de ella son los pocos restos de su biblioteca. Contamos más de setecientos mil rollos de papiro. La reina poseía una mente vasta. Cuando recibía a los embajadores, les hablaba a cada uno en su lengua. Sabía leer y escribir siete. Era joven cuando se reató. Y no quería seducir a Augusto, como han escrito los vencedores. Era la reina de Egipto, quería salvar su tierra del martirio que sufrió.
La isla con el palacio devastado estaba cerca, a unos golpes de remo.
– Como ves -dijo el sacerdote-, Antonio no hubiera podido construir sus estancias lejos de ella.
– Atraquemos, entremos en el palacio -rogó Cayo.
– No se puede -repuso el sacerdote-. Hace más de cinco décadas que no entra nadie. Augusto lo prohibió, bajo pena de muerte. Un día, como se hablaba de no sé qué tesoros guardados ahí dentro, un pescador atracó en el embarcadero y bajó a tierra.
Al cabo de un instante, de las otras barcas lo vieron saltar a la barca precipitadamente, como para liberarse; parecía que llevaba lianas enredadas en las piernas. Saltó hacia atrás en la barca gritando, cayó de espaldas y no volvió a gritar. La corriente empujó la barca hasta la orilla. Trasladaron su cuerpo al templo: vimos las piernas atravesadas por decenas de mordeduras y reconocimos la dentadura de la sagrada cobra real.
Luego sugirió dar una vuelta alrededor de la isla y los marineros bogaron en silencio, pero sin acercarse.
– Dicen que los aposentos de la reina estaban ahí abajo. Habían querido estancias donde nadie hubiera amado antes que ellos, piedras vírgenes de las canteras del desierto. Las decoraron con sus imágenes. Debía ser el monumento a su amor, a lo largo de los siglos… Sin embargo, cuando los dos hubieron muerto, Augusto entró en el estudio de Antonio y, como no se fiaba de nadie, examinó él mismo todos los códices y los rollos, y encontró también su diario. A Antonio le gustaba escribir en finísimas hojas de papiro, y quizá había dejado aquellos escritos confiando en que alguien los salvara. Pero Augusto leía deprisa y, a medida que iba leyendo, ordenaba destruir. Luego mandó destruir todas las estatuas de la reina, inmediatamente, y echar los fragmentos a las aguas del puerto. Yo vi aquello. Vi a riquísimos mercaderes griegos, comandantes de legiones, senadores romanos y navegantes árabes ofrecer sumas enormes por las estatuas de Cleopatra desnuda, los vi suplicar llorando que no las destruyese. Pero Augusto, y solo él, resistió al encantamiento. Me dijeron que atravesó aquellas estancias escoltado por sus sacerdotes, expertos en la magia etrusca. La reina había hecho reproducir su cuerpo en basalto gris y en diorita, en caliza, en granito, de manera que, de una estancia a otra, su desnudez estaba como revestida de una piel distinta. Me dijeron que en aquellas estancias entró también, con Augusto, el general Agripa, el hombre que se había casado con su hija, Julia, y destruido la flota de Marco Antonio.
Al oír aquellos nombres, que evocaban inesperadamente su ascendencia materna, Cayo se sobresaltó. El sacerdote declaró, mirando a Germánico, que Agripa era un hombre de gran valor.
– Pero me dijeron que tropezó en las alfombras de la sala donde vio, en pie sin ningún pudor, como Venus, la estatua en cuarcita rosa, como carne auténtica, de la reina muerta, su boca, sus pechos, su vientre.
El chiquillo miró instintivamente a su padre y vio que no decía nada.
– Quizá -continuó el sacerdote- ese rostro de granito que has podido ver allí, bajo el agua, porque hoy el mar está muy transparente, es cuanto queda de la gran estatua de Marco Antonio. Por lo que dicen, Augusto las hizo despedazar y arrojar al mar. Pero el pedestal quedó junto a la orilla y nadie ha borrado la inscripción. La estatua debía de estar en una estancia privada de la reina, porque la inscripción dice: «Amante incomparable».
– Marco Antonio había escrito a Augusto -susurró Germánico a su hijo-: «Tú te has divertido con todas las putas de Roma y has engañado a todas las mujeres honestas. Yo me he casado con una reina».
– Cuando todo estuvo devastado -dijo el sacerdote-, los romanos celebraron ritos mágicos, amontonaron el mobiliario y lo incendiaron, y sobre las ruinas esparcieron sal. Pero un oráculo ha soñado que una noche de invierno un terremoto sacudirá las rocas que están bajo la ciudad; la gente escapará gritando, una ola de la altura de la terraza de Faros avanzará con el fragor de cien truenos, provocará un desbordamiento en el puerto de Oriente, inundará la isla de Antirhodos y el Timonium, y los palacios, y el puerto real, y los embarcaderos. Finalmente se retirará, formando remolinos, y dejará una explanada de fango. Del mar gris solo emergerán los cimientos de Faros. Esa es la profecía.
– ¿Se ha salvado alguna estatua de la reina, aunque solo sea una en toda Alejandría? -preguntó Germánico-. En Roma no ha quedado nada.
– Me han dicho -respondió el sacerdote- que Augusto se sintió desilusionado por no poder llevar a Cleopatra encadenada ante el pueblo de Roma. Llamó a un célebre pintor de Alejandría, que había conocido la belleza de la reina y el esplendor de su majestad, y le obligó a pintarla apretando contra su pecho desnudo la cobra real. El pintor lo hizo, y me han dicho que, mientras pintaba, no dejaba de llorar. Después enviaron la pintura a Roma.
– Ya no existe -dijo imprudentemente Germánico-. Sé que, después de haberla expuesto durante su triumphus, Augusto la destruyó.
– Yo también he lamentado siempre no haberla visto. Pero los senadores habían decretado la destrucción de todos los recuerdos de ella y Marco Antonio, la damnatio memoriae.
Su pronunciación latina era demasiado clara y noble. El anciano sacerdote lo miraba y él, cansado de disimular, dijo:
– En Roma no quedó un solo mármol, una sola pintura que la representara. Aunque me he enterado de que algunos conservan en secreto sus estatuas, quizá rotas.
– Tú sabes que Augusto se llevó como esclavos a Roma a los tres hijos que Cleopatra le había dado a Marco Antonio -dijo el sacerdote, y Germánico asintió en silencio. Cayo miraba a uno y a otro, perplejo: estaba descubriendo momentos de la historia que siempre se le habían ocultado-. Sabes también -prosiguió sin prudencia-, todo el mundo lo sabe, que siendo muy joven, en la época de la primera invasión romana, la reina había regalado asimismo un hijo a julio César.
Cayo se quedó sin respiración y agarró de un brazo a Zaleucos. -No me lo habías dicho nunca -susurró.
El sacerdote seguía irremediablemente adelante con su discurso:
– Y sabes que lo habían llamado Tolomeo César, un nombre que todo Egipto vio como un pacto de paz entre los dos imperios.
– Lo sé -contestó Germánico.
El episodio, en efecto, había sido de una crueldad horripilante. Aquel único hijo de julio César era una amenaza insoportable para Augusto: podía convertirse en el más peligroso de sus rivales.
– Cuando las legiones estaban a punto de conquistar Alejandría -prosiguió con obstinación el sacerdote-, el muchacho huyó, con unos pocos fieles y muchas riquezas, hacia los puertos orientales. Buscaba, desesperado, una nave que lo llevase a Arabia, pero los espías de Augusto fueron más rápidos.
Cayo, cuya mano seguía aferrada al brazo del indefenso Zaleucos, miraba al sacerdote. Pensó, con rebeldía, que en la familia todos se habían puesto cruelmente de acuerdo para ocultarle el pasado. Y en aquel momento tomó conciencia de que ese conjunto llamado familia era en realidad un monstruoso cuerpo bicéfalo, una hidra mitológica cuyas cabezas se mataban entre sí desde hacía setenta años.
– Eso también lo sabía -dijo Germánico.
En ese momento advirtió la estupefacción del chiquillo, pero el sacerdote le preguntó:
– ¿Estás seguro de que lo sabes todo? El hombre al que la reina moribunda había pedido que protegiera a su hijo se llamaba Rodion. Y lo que hizo este fue venderlo a Augusto. Lo engañó, le anunció que Augusto quería sentarlo en el trono de Egipto. El muchacho tenía miedo; su madre había dicho que la crueldad de Augusto no tenía límite. Pero el traidor le aconsejó que se fiara: «Tú llevas sangre de Cleopatra, sí, pero también eres el único hijo del gran julio César. El gran César no ha dejado hijos en Roma. ¿Y no has pensado que Augusto es tu primo?». El muchacho temblaba y replicó, confundido, que Augusto no había tenido compasión ni siquiera de Marco Antonio, que era romano como él. El traidor repuso con calma: «Marco Antonio empuñó las armas contra Roma; tú no, tú eres inocente. Tu propio nombre une los destinos de Roma y de Egipto, es un nombre inspirado por los dioses. Y Augusto, cansado también de guerra, te espera para la paz». Me contaron que, mientras decía esto, el traidor sujetaba por las riendas el precioso caballo árabe que el muchacho, al huir de Alejandría, se había visto obligado a dejar. El muchacho acarició a su querido caballo, cedió, montó de un salto. Y se dirigieron a Alejandría. Según me han dicho, así vio Augusto por primera vez a aquel joven, que tenía su misma estatura y se parecía peligrosamente a él. Augusto dijo que era la cabeza de la serpiente y ordenó decapitarlo en el acto. Me han dicho que su madre, Cleopatra, en las últimas semanas de vida había querido una cabeza de él esculpida en basalto negro.
Cayo permanecía en silencio; y Germánico evitó su mirada. Pensó que no había sido solo la mujer, la reina, la que había cautivado, uno tras otro, a dos hombres como julio César y Marco Antonio. Sus mentes habían cambiado al poner los pies en aquella nave que ahora se pudría medio hundida allí y empezar a remontar el gran río. En aquellas aguas, los dos guerreros, hasta entonces incorruptibles en su violencia, se habían desprendido de las feroces pulsiones que los habían empujado a conquistar. Sus pensamientos habían tomado nuevos caminos: una alianza, una unión paritaria entre dos imperios. Ambos habían engendrado hijos con la reina de Egipto, el primer paso hacia una dinastía que reinaría en el imperio bicéfalo, Roma y Alejandría. Sueños irreales y seguramente suicidas.
Pero todo eso despertaba en aquellos momentos en el cerebro de Germánico. Por eso, cuando entraron en Alejandría vestidos de mercaderes griegos, hablando en griego, Germánico sintió una súbita y violenta indignación al descubrir que las murallas de la ciudad encerraban un infierno. La población de la famosa y avanzada ciudad estaba extenuada a causa de las expoliaciones fiscales y de una tremenda carestía que había dejado estériles los campos. En un silencio terrible, yacían a cientos bajo los grandiosos pórticos campesinos y habitantes de las urbes, víctimas de la inedia. Refugiados en los rincones de sombra, sin voz, sin fuerza para tender una mano, agonizaban en silencio. Escuadras de vigiles recogían los cadáveres de la noche y los cargaban en los carros. Los legionarios vigilaban las calles; y en el puerto occidental, una flota de naves mercantes cargadas de grano estaba zarpando rumbo a Puteoli, el gran puerto de Roma.
El precio del grano egipcio
De repente, Germánico olvidó por completo la prudencia y, obedeciendo a un impulso fuera de toda lógica, reveló su grado y su nombre. Y se jugó el futuro ordenando a los magistrados de la ciudad que abrieran a la gente de Alejandría los inmensos almacenes de grano. Y su joven hijo fue arrastrado por aquella emoción revolucionaria.
– Mi señor -había dicho el anciano sacerdote-, tú no eres griego…
La población de Alejandría aclamó a Germánico por las calles, las autoridades locales se alinearon a su alrededor con entusiasmo, le regalaron un pesado anillo sigillarius de oro que había pertenecido a un antiguo phar-haoui y llevaba grabado, en una cara del engarce móvil, el escarabajo sagrado, y en la otra, el ojo de Horus.
Sin embargo, al praefectus Augustales, el representante de Tiberio, no le sorprendió en absoluto la llegada inesperada de Germánico; ni siquiera reaccionó ante el clamoroso reparto del grano. Y alguno de los compañeros de Germánico sintió un miedo premonitorio por aquella extraña inercia. Solo mucho tiempo después se sabría que los speculatores, los informadores de Cneo Calpurnio Pisón habían seguido a prudente distancia a Germánico en aquel viaje prohibido. Y la noticia había llegado hasta Tiberio por mar, de Alejandría a las costas de Italia y desde allí, mediante señales ópticas, hasta Roma.
La atenta mente de Livia («Durante toda su vida -se decía en Roma-, no ha hecho otra cosa que sentarse en su pequeño jardín y pensar») vio inmediatamente que el viaje prohibido y el clamoroso reparto del grano eran el pretexto esperado para destruir,ii peligroso rival de Tiberio. «Germánico está preparando un plan (le insurrección -advirtió-. Esto es el comienzo de una guerra.» E instiló en la mente del hijo emperador una idea que no concedía tregua: «Quien ha tomado en sus manos los graneros de Egipto, tiene en su mano Roma».
Los optimates más poderosos estuvieron de acuerdo. «No hacen falta muchas armas para dirigir un ataque contra el imperio que parta de Egipto. Para inmovilizar las naves mercantes en el puerto (le Alejandría, bastan doscientos legionarios.» E Italia, privada del grano egipcio, capitularía sin luchar.
Uno a quien le convenía recordarlo denunció que Germánico llevaba la peligrosa sangre de Marco Antonio. Otro gritó: «¡Está resurgiendo el proyecto de trasladar la capital a Alejandría!». Una acusación que desencadenaba un terremoto, que podía sacar visceralmente a la calle a todo el pueblo de Roma, y que ya le había estado la vida a Julio César.
Tiberio no habló en público. Pero, con su madre, se felicitó por la previsión de haber enviado a tiempo a Antioquía al hombre que podía sostener aquel juego feroz mejor que nadie: Cneo Calpurnio Pisón. Y un implacable mensaje imperial viajó de Roma a Antioquía, adonde Germánico, tras haber embarcado en Pelusio, estaba regresando sin perder tiempo.
Los emperadores de la dinastía Julia Claudia tuvieron la cautela de escribir solo documentos y oraciones oficiales, solemnes autobiografías, obras en cierto modo literarias. El olímpico Octaviano Augusto, por ejemplo, además de las obras políticas, apenas había compuesto algún ejercicio literario y poemillas pornográficos que sus severos descendientes se apresuraron a destruir. Pero la orden de matar a Germánico, secretamente enviada por Tiberio al senador Calpurnio Pisón, fue una clamorosa excepción.
Veneno sin antídotos
Germánico desembarcó en Antioquía con el ánimo lleno de nuevas experiencias y de inmensos proyectos. Pero a la mañana siguiente, al comienzo de una jornada que debía ser apasionante, mientras en el atrio el joven Cayo contaba a sus hermanos mayores el embriagador viaje por tierras egipcias, apareció un tabellarius stator con las insignias imperiales. Las conversaciones y las risas se truncaron de golpe. El correo se hizo anunciar clamorosamente. En ese momento, Germánico salía de sus aposentos, y el correo le entregó con insolente publicidad, en medio del atrio, un pliego.
– Por orden imperial -declaró.
Cayo advirtió que su rigidez militar rayaba en la insolencia y sintió un terror irracional. El correo esperó el acuse de recibo y se marchó.
Germánico se encerró solo en su habitación para abrir el pliego. A Cayo le pareció que el relato de las aventuras del viaje ya no tenía ningún interés. Se quedó en silencio, esperando que la puerta se abriera.
Solo en su habitación, Germánico leía con estupor y creciente inquietud una durísima reconvención oficial por su viaje no autorizado y por aquel arbitrario reparto de grano. Sin embargo, la carta terminaba con unas inesperadas palabras de perdón: «Las palabras más paternales que Tiberio haya dictado jamás», observó Germánico, dejando la hoja. Y la sorpresa degeneró en la más profunda preocupación: «Ese hombre nunca ha perdonado a nadie».
Tiberio había querido demostrarle que nada escapaba a sus informadores; pero, detrás de las frases magnánimas, la ira imperial estaba suspendida como una nube. Germánico mantuvo la carta en secreto y no salió de la estancia, como su hijo esperaba, pues sus oficiales le presentaron una oleada de protestas: durante su ausencia, el legado de Siria, el enemigo Calpurnio Pisón, había ido mucho más allá de lo que le permitían sus poderes, había desbaratado la estrategia de pacificación con los estados vecinos, había revocado o desatendido todas las disposiciones de Germánico, estaba destruyendo brutalmente sus relaciones civilizadas con las poblaciones.
Germánico convocó a Calpurnio Pisón y este se presentó enseguida.
– Esperaba este encuentro desde hace semanas -declaró con insolencia en el atrio.
La puerta se cerró con estrépito a su espalda. Desde las primeras palabras, los dos chocaron irremediablemente: Germánico exigió obediencia a las órdenes; Calpurnio Pisón proclamó con altanería que estaba interpretando los deseos del Senado. Sus voces, altísimas y enemigas, que se interrumpían y se superponían, traspasaron los límites de la estancia cerrada y entre los oficiales se extendió la alarma.
La puerta se abrió bruscamente y Calpurnio Pisón, atravesando el atrio, amenazó:
– En Roma existe todavía un emperador al que recurrir.
A su espalda, alguien cerró la puerta de Germánico. Los oficiales esperaron hablando en voz baja en corros. Al joven Cayo, después de los luminosos y embriagadores días de Egipto, lo dominó de nuevo aquella horrible angustia física que le atenazaba el estómago y le cortaba la respiración. Sin embargo, la inconsciencia de sus dos hermanos mayores desorientaba su miedo: «¿Qué podrían hacerle a nuestro padre? El que manda es él. ¿Quién puede atacarlo aquí, en medio de todos estos hombres armados?».
Zaleucos le sugirió paternalmente:
– Salgamos.
Pero su madre, Agripina -a la que habían encontrado pálida e inquieta, como si el palacio de Epidafne hubiera sido una prisión-, comenzó a vagar por las salas, a seguir obsesivamente a Germánico por la ciudad, a observar sin descanso a cualquiera que se le acercase. Y todo ello en silencio, mordiéndose los labios, retorciéndose las manos cuando creía que no la observaban.
Para Germánico, en aquellos días era dificilísimo demostrar seguridad en sí mismo y tranquila confianza en el ambiente. Pero Agripina consiguió enviar a la residencia de Calpurnio Pisón y de su mujer, Plancina -la siniestra amiga de la Noverca-, a unas mujeres que se hicieron pasar por vendedoras de telas y perfumes. Y estas volvieron alarmadas: «En las estancias de Plancina -dijeron- circula libremente una mujer siria, llamada Martina, a la que hemos reconocido», «Es una experta en maleficios, prepara venenos…», «Todos la temen», «Nunca han conseguido pillarla: venenos indetectables, comidas, brebajes, ungüentos en los objetos, incluso perfumes».
Un día, en el palacio de Epidafne, Germánico miró a su hijo menor y pensó que solo podía hablar con él. Dijo algo que este no olvidaría hasta literalmente el último instante de su vida. Declaró:
– En unas condiciones como estas, el peligro no son los que esperan disimuladamente en la calle, los que te acechan desde lejos. Tenemos miles de legionarios para eso: matarían a un agresor al primer paso. El problema son los que están a tu lado todos los días y entran en tus aposentos. Tú no lo sabes, o no lo recuerdas, pero un día uno de ellos descubrió una razón para odiarte. Y quizá lleva años odiándote y sonriéndote. -El chiquillo lo miraba sin respirar-. ¿Y sabes qué pasa? -dijo su padre-: Un enemigo tuyo, que vive lejos de ti y quiere acabar contigo pero no te tiene al alcance, descubre que uno de esos que están a tu lado y te odian tiene un grave problema económico. Entonces es como si las puertas de tu palacio estuvieran abiertas de par en par y no hubiese nadie de guardia.
El chiquillo respiró con fuerza, una sola vez pero profundamente, un golpe del diafragma.
– Pero ¿cómo podemos reconocerlo si hay alguien aquí, entre nosotros, que te odia? -preguntó.
Su padre, conmovido, frenó sus pensamientos.
– No creo que haya nadie -respondió-. Aquí dentro nadie puede acusarme de haberlo tratado injustamente. Quisiera calmar también a tu madre.
Calpurnio Pisón se marchó; dijo que zarpaba para Roma. Y al día siguiente, en el espléndido palacio de Epidafne, Germánico murmuró, como sorprendido él mismo, que sentía un vago malestar. Los médicos acudieron de inmediato y se quedaron perplejos ante la débil fiebre y los espasmos gástricos que padecía, le miraron las uñas y el interior de los párpados, le olieron el aliento, le palparon el abdomen, le cortaron un mechón de pelo y lo quemaron. Tras lo cual, se consultaron entre sí con la mirada, en silencio.
Y justo en ese momento Agripina se acordó de la hechicera siria que se escondía en casa de Plancina. Pero al día siguiente Germánico mejoró; durante dos o tres días creyeron que estaba a salvo y la noticia se difundió. Luego empeoró de nuevo, y esta vez el misterioso mal no respondió a los tratamientos: tenía una fiebre baja y oscilante, la luz le molestaba, los dolores de cabeza se hicieron insoportables, la orina salía mezclada con sangre. Al cabo de unos días, tenía las manos blancas y esqueléticas, se le marcaban los nudillos y los tendones; en el tórax, alrededor del delgado cuello, sobresalían las clavículas y las costillas. No había cumplido aún treinta y cinco años, y en la agonía susurró conscientemente que se sentía morir envenenado.
Agripina, con profundas ojeras provocadas por el insomnio, por una desesperación ardiente e inerme, dijo apasionadamente:
– Te salvaremos.
Él levantó una mano, le arregló un mechón de los hermosos cabellos mal recogidos y susurró:
– Te he visto siempre tan arreglada, tan guapa…
Ella se retiró el pelo hacia los lados, con las manos abiertas; él consiguió sonreír.
Entretanto, en unas habitaciones alejadas de allí, los médicos confirmaban a los fieles de Germánico la hipótesis más desastrosa: «Un veneno raro, de efecto lentísimo».
Los dos hijos mayores estaban indignados y no acababan de dar crédito a lo que estaba pasando; su ligereza percibía con dificultad la realidad. Cayo, el menor, en cambio, se encerró en su habitación con una angustia lúcida: había descubierto que la vida más segura podía quedar arruinada por acontecimientos irreparables.
Llegó, exhausto a causa de un viaje precipitado, un anciano y célebre médico que vivía en la corte de Abgar de Edesa, visitó al enfermo y, apartándose a un lado con los demás médicos y los amigos, declaró enseguida:
– Ya he visto este veneno, hace años.
Se apiñaron a su alrededor, ansiosos: entonces, era veneno, sin duda alguna veneno. El médico de Edesa, que hablaba la lengua sagrada de Urhai, no dio esperanzas.
– Es un veneno utilizado por homicidas reales -dijo-. Lo vi actuar en un príncipe que buscaba la paz con Roma.
Contó que, en aquella ocasión, habían descubierto y sometido a tortura al envenenador; y habían averiguado que el veneno había llegado a Edesa a través de pistas caravaneras no controladas, desde montes lejanos.
– Es enormemente caro y solo llega a manos seguras. Aquella vez, el envenenador lo había recibido en un lugar al que un hombre con la cara tapada lo había llevado con los ojos vendados. Después lo había acompañado de vuelta millas y millas, del mismo modo.
– ¿Existe un antídoto? ¿Se lo preguntasteis? -preguntaban, cada vez mas ansiosos.
El joven Cayo llegó silenciosamente a la puerta.
– Fue mi primera pregunta -respondió, molesto, el famoso médico edeseno-. Aunque estaba bajo tortura, el envenenador me sonrió. Dijo que, si se hubiera salido del frasco la más pequeña cantidad de aquel líquido, él solo habría podido salvar la vida quemándose inmediata y profundamente la piel de las manos. Pero no me dijo nada más porque, a pesar de la vigilancia, lo encontramos muerto.
Cayo permaneció inmóvil junto a la jamba. Los demás se agolpaban en torno al médico, con un miedo alimentado por una antigua mezcla de medicina y magia, míticos relatos de animales venenosos, piedras de poderes secretos, filtros, hierbas y raíces de forma humana, hongos y flores viscosas que brotaban por la noche. Desde el umbral, Cayo miraba en silencio a su padre, que en aquel momento tenía los ojos cerrados y parecía dormir.
– Lo estoy perdiendo -murmuró. Hablaba consigo mismo, tomaba conciencia de lo que se estaba precipitando sobre su vida, devastándolo todo-. Lo he perdido.
En aquellas últimas horas, cada médico sugirió un nuevo y desesperado remedio. Y mientras Germánico, pese a los más extraños antídotos, agonizaba dolorosamente, entre sus fieles se desencadenó la furia. Buscaron en vano a la envenenadora siria, que había desaparecido; registraron todos los rincones del palacio de Epidafne y su angustiada imaginación encontró por doquier huellas de venenos y de maleficios, amuletos enterrados y rastros oleosos, fétidos, al fondo de las jarras y las ánforas de vino. Y huesos tal vez de animales, tal vez humanos, en los que se habían realizado ritos mágicos, pues tenían grabados signos y surcos misteriosos. Y el nombre de Germánico grabado en planchas de plomo con fórmulas de encantamientos siniestros. Y se sospechó que algún traidor espiase en el palacio la enfermedad para informar al impaciente Calpurnio Pisón, que en realidad se encontraba en la isla de Cos, en las vecinas costas de Caria.
Mientras agonizaba, Germánico encontró fuerzas para hablar en secreto con sus fieles y queridos oficiales, y Cayo los vio salir de aquella habitación sollozando de rabia impotente, apretando con rebeldía las armas inútiles. Después abrazó a sus dos hijos mayores, destrozados y todavía incrédulos, el rostro devastado por las lágrimas no contenidas, pero no tuvo fuerza para dirigir los últimos consejos a su juventud inexperta. Y pasaba cada vez más tiempo sumido en un sopor. «Quién sabe -pensaba Cayo mientras estaba acurrucado allí velándolo- adónde va su espíritu, el anj del que habló el anciano sacerdote de Sais.» Luego emergía de nuevo y, con un hilo de voz, daba una orden, pedía algo. Llamó a Cayo. El chiquillo no lloraba, no había llorado nunca, llevaba allí un día y una noche enteros, entre el ir y venir de unos y otros, callado.
Germánico fue a quitarse el anillo sigillarius de oro que le habían regalado en Alejandría el día que abrió los graneros, pero el anillo salió solo del dedo sin carne. Germánico lo dejó caer haciendo un esfuerzo, como si levantara una piedra, en la mano de su hijo, que lo estrechó. Con los labios abrasados por una sed que nada calmaba, Germánico le susurró:
– Hemos hablado mucho los dos. -Y al verlo todavía tan frágil, preguntó-: ¿Te acordarás?
– Me acuerdo de todo -respondió el chiquillo con una voz sin lágrimas, y besó a su padre intensamente y con entereza, como se besa a alguien que parte para una guerra lejana. En los labios le quedó un rastro de sudor salado.
Por último, Germánico llamó a Agripina. Alguno de los testigos dijo más tarde que le había recomendado frenar su impetuosa y orgullosa sed de justicia.
– Sustine, aguanta. Tendrás tiempo.
Le había susurrado, dijeron, que, mucho más que el veneno, le hacía sufrir la idea de dejarla con los hijos pequeños entre aquellos enemigos.
– También estaba sola, con nuestro hijo, en el puente del Rin. No temas por nosotros -había contestado su mujer, temblando por el esfuerzo que hacía para no llorar.
Era el décimo día de octubre. El cadáver de Germánico fue transportado al Foro de Antioquía, donde habían levantado una pira grandiosa. Antes de la cremación ritual, fue expuesto sin ropa a fin de que todos pudieran ver las señales dejadas por aquel lento veneno sin antídotos.
Una larguísima procesión, que volvía a formarse continuamente, desfiló alrededor de la pira en silencio, con un movimiento unánime ele cabeza, sin apartar los ojos de aquel muerto joven, un fuerte y largo esqueleto apenas envuelto por un velo de carne. El fuego de la pira fue encendido y, desde la plaza, junto con la ira, la piedad y la indignación, se alzó la acusación de envenenamiento contra Calpurnio Pisón.
Encontraron a la envenenadora siria, que no había logrado escapar suficientemente lejos, la encarcelaron, la interrogaron, la sometieron a tortura, pero debía de haber ingerido alguna droga misteriosa, pues parecía insensible y no decía nada. Agripina, los oficiales de Germánico y sus amigos decidieron que el explosivo proceso por envenenamiento debía ser trasladado a Roma.
La gente de Antioquía y después toda la provincia de Siria y las naciones vecinas se dieron cuenta de que el breve tiempo de la paz había acabado. Los nuevos comandantes de legión se ocuparon con dureza del orden público. Un mensajero rápido y de confianza anunció la muerte de Germánico al senador Calpurnio Pisón en la isla de Cos. Y fue tal la alegría de este, y la todavía más clamorosa de su mujer, que celebraron públicos festejos.
Pero después un amigo susurró al iracundo y violento senador que se moderase:
– Quienes más se alegran de esta muerte, como Tiberio, ostentan en público un profundo dolor. Y su madre llora más que él.
Y Agripina, precedida por veloces correos, con toda la violencia de su amor herido, volvió por mar en pleno invierno -los días del mare clausum, la navegación quedaba interrumpida- de Antioquía a Roma.
El desembarco
La costa apuliana apareció en el mar un día de enero, bajo un cielo cargado de vientos y de nubes blancas. Poco después emergió el perfil de Brindisi, el mayor puerto del imperio por las rutas del Mediterráneo oriental. A medida que el muelle y la boca del puerto se aproximaban, las naves fueron plegando velas y prosiguieron aquel amargo retorno con un lento batir de remos.
El convoy había sido avistado desde lejos, en la claridad invernal del aire, y toda la población se había precipitado a la orilla. Y desde el barco descubrieron que el puerto, la playa, el muelle, las murallas, las casas, los tejados estaban cubiertos por una multitud compacta que esperaba inmóvil y en silencio.
– Lo querían -susurró la madre de Cayo sin llorar.
La nave que llevaba a la familia de la víctima entró la primera en el puerto, con un movimiento cada vez más ligero de remos, que apenas cortaban el agua. La maniobra fue completada en aquel gélido silencio: las anclas se sumergieron en el mar, los marineros lanzaron los cabos y otros marineros los recogieron desde tierra. En silencio, con un leve Baianceo, la nave se detuvo del todo y atracó en el muelle; en silencio pusieron la pasarela.
– Ven -dijo a Cayo su madre.
Los dos hermanos mayores, los que, con imprudente confianza juvenil, no habían creído en el peligro, habían sido enviados, por cautela, otro día, en otra nave y a otro puerto.
Agripina y su hijo menor salieron al puente. Ella, en un gesto cuya desesperación amorosa todos percibieron, estrechaba un objeto con los dos brazos, y todos comprendieron que era la urna con las cenizas de Germánico. Entre las cenizas, según decían, había quedado el corazón intacto, no devorado por las llamas de la larguísima hoguera. Y todos habían declarado unánimemente que era la última e indudable marca del veneno.
Mientras daban los primeros pasos, el chiquillo comprendió el clamor que podían desencadenar de golpe en el aire la compasión y la indignación de miles de personas, que ahora habían roto a gritar y a llorar todas juntas hacia ellos. Sin embargo, después de aquel dramático desembarco, Agripina y los compañeros de Germánico se percataron de que no había recibimiento oficial ni en el muelle ni en la ciudad. Las autoridades locales habían desaparecido.
– Es una vergonzosa orden de Tiberio -declararon, indignados, tribunos y centuriones.
Agripina dijo sin emoción en la voz:
– El usurpador espera que la gente se olvide del asesinato.
Pero aquella miserable táctica despertó una incontrolable agitación popular. Mientras el convoy, iniciando su viaje terrestre hacia Roma, avanzaba por la vía Apia escoltado por tan solo dos cohortes, el anuncio de su llegada lo precedía y, de etapa en etapa, multitudes cada vez mayores lo esperaban. Llegaron a Benevento, la ciudad famosa por innumerables leyendas mistéricas, un gélido crepúsculo entre las colinas nevadas. Y bajo un antiquísimo nogal de corteza mágicamente clara, los sacerdotes de un pequeño templo egipcio, erigido en los tiempos de julio César, acogieron las cenizas de Germánico con música de extraños instrumentos y penetrantes perfumes.
– Como en Sais -susurró Cayo a su madre.
A la mañana siguiente, Agripina acarició a su hijo y dijo: -Esta noche, por primera vez he podido dormir. He dormido de verdad, y creo que he soñado; pero no me acuerdo de nada, solo de la luz.
Después de muchas semanas, sus labios esbozaron un movimiento que era casi una sonrisa.
Cayo sintió un violento alivio, como si volvieran los días felices del pasado. «Si algún día puedo -se dijo-, en recuerdo de esta noche, adornaré el templo de Isis como los de los antiguos phar-haoui.»
El lento y doloroso viaje se convirtió en una embriagadora procesión entre dos nutridas alas de gente: los compañeros del joven general muerto, el pueblo que había elogiado al antiaristocrático, los veteranos que recordaban al vencedor de Arminio, los populares y los viejos republicanos que temían la consolidación del poder imperial, los antiguos enemigos de Tiberio y de Livia, todos proclamaban al unísono que Calpurnio Pisón era el asesino y que detrás de él estaba el emperador.
El joven Cayo quedó sumergido en un estado de irrealidad que sofocaba el dolor. La llegada a Roma fue embriagadora y, en cierto sentido, triunfal. Como si en la Domus Tiberiana no viviera Tiberio, como si la ciudad no estuviera plagada de espías y pretorianos, una muchedumbre incomparablemente más nutrida que la que había recibido a Germánico vivo salió a las calles, los rodeó, los siguió durante el lentísimo recorrido hasta el grandioso mausoleo construido por Augusto. Cayo, demasiado joven para un día (orno ese, entreveía las armaduras de los pretorianos que frenaban a la multitud y, detrás de ellas, miles de caras que, al reconocerlo como el hijo menor, lo llamaban y lloraban. Apiñándose hasta impedir el paso del aire, gritaban a Agripina que, en medio de aquel hatajo de asesinos, tan solo ella era el honor de la patria, pedían gritando a los dioses que protegieran su vida y la de sus hijos, recordaban con furia que, antes de acompañar a este muerto, ya había acompañado hasta aquel mausoleo a sus hermanos, imprecaban (contra los envenenadores impunes, exigían venganza. Nadie preveía, excepto algún experto senador, que aquella ardiente manifestación de popularidad sería fatal.
Entretanto, el clamor de aquella enorme multitud indignada, al horde de la sublevación, subía hasta la Domus Tiberiana, sobre el Palatino.
– No sé lo firme que será la fidelidad de los pretorianos -observó siniestramente Tiberio.
De la familia Caesaris, la corte imperial, no apareció nadie. Tiberio y su madre enviaron embajadores para que dijeran que ambos estaban destrozados de dolor.
– Se han encerrado ahí arriba porque tienen miedo de Roma -contestó Agripina con desprecio imprudente. Pero Germánico ya no estaba allí para estrecharla entre sus brazos, para aplacar su ímpetu.
Livia, con astuta hipocresía, incluso impidió a Antonia, la anciana madre de Germánico, que participara en las exequias. Antonia obedeció. «Quieren que la ausencia de la madre desesperada y la de los asesinos parezca causada por el mismo dolor», observó alguien.
Muchos habían pedido apasionadamente a Tiberio gloriosas ceremonias de Estado para las cenizas de Germánico. Él las había negado. «Ha dicho que no. Ninguna ceremonia en el Foro, ninguna conmemoración en los Rostra -reaccionaron, indignados, los populares-. Ni siquiera los honores que se rendirían a cualquier patricio anónimo.»
Alguno señaló al emperador la insólita pobreza de aquellas exequias. Y él -una respuesta que pasaría a los libros de historia- declaró: «No es digno del carácter romano perderse en lamentaciones».
Un solo senador, entre el silencio sepulcral de sus colegas, reaccionó con desprecio: «Roma ya no sabe distinguir el lloriqueo de los cobardes de la celebración de los héroes».
Pero la gente no se había dejado atemorizar. Entre gritos e invocaciones, la solemne formación del inmenso cortejo, las continuas paradas bajo la presión de la multitud y el fatigoso volver a ponerse en marcha ocuparon toda la tarde. El rápido crepúsculo de enero los sorprendió cuando aún no se entreveían las grandes puertas de bronce del mausoleo. Llegaron de noche, azotados por un gélido viento invernal. Y de repente, en toda la plaza, en los jardines y en las orillas del Tíber se encendieron miles de antorchas, llamas altas, avivadas por el viento, que tiñeron de rojo el cielo alrededor del mausoleo.
Augusto, pensando en sí mismo en términos de eternidad cuarenta y dos años antes de su muerte, había construido el mausoleo de su gloria. Había inspirado a los arquitectos un solemne túmulo circular, revestido de mármol y coronado de árboles y plantas sempervirentes, sobre el que resplandecía, a cuarenta metros de altura, su estatua divinizada.
Sin embargo, muchos miembros de su tempestuosa familia, la mayoría víctimas de muerte violenta, habían entrado mucho antes que él y sus trágicas vidas figuraban resumidas en breves inscripciones en la piedra. Y él había tenido que acompañarlos al otro lado del alto portal de bronce. El primero había sido su joven y brillante sobrino Marcelo; después el gran general Agripa, el que había vencido a Marco Antonio; y luego las cenizas de los hijos varones de Julia muertos en circunstancias nunca aclaradas y tan lejos de Roma. Y ya entonces, en aquellos dolorosos cortejos, la muchedumbre había susurrado, y en ciertos momentos gritado, que la Noverca no lloraba. Como quiera que sea, esos muertos, en sus pesadas urnas alineadas dentro del mausoleo, evocarían a lo largo de todos los siglos futuros no solo la gran gloria familiar, sino también sus perversas tragedias.
La última noche de Calpurnio Pisón
Muchos patricios propusieron dedicar a Germánico un clipeus -un soberbio escudo de oro- y levantar arcos triunfales en su honor en Roma, en Siria y en las orillas del Rin. Tiberio también lo impidió, diciendo que la gloria no se construye con piedras. No obstante, en la oleada de emoción que recorrió el imperio, muchas ciudades decidieron por su cuenta.
– Roma no ha hecho nada -dijo Agripina-. En cambio, decenas de pequeñas ciudades le están levantando los monumentos que su corazón les dicta.
Y era verdad.
– Tiberio cree haberlo sofocado todo, pero se equivoca -dijo el fiel Cretico con una rabia que no se apaciguaba-. Me apartó de Germánico cuando quería matarlo; ahora no me hará callar.
En la armoniosa residencia del monte Vaticano, la mente de Agripina y la de los compañeros se pusieron a recoger con tenaz obsesión testimonios y pruebas del terrible envenenamiento. Pruebas y testimonios llegaron a espuertas de Siria, donde las legiones estaban a un paso de la revuelta.
Y una mañana el joven Cayo, cuya adolescencia se estaba consumiendo en esa angustia, entró en la biblioteca, donde durante semanas juristas y senadores amigos habían trabajado apasionadamente, y vio que, ante una mesa cubierta de documentos cuidadosamente ordenados, su madre, pálida como una sombra, sonreía.
– Todo esto -anunció- será presentado hoy a los senadores. Y ninguno podrá cerrar los ojos.
Los documentos fueron entregados al tribunal senatorial y el escándalo estalló. En unas tempestuosas sesiones, en las que entre optimates y populares se rozó el enfrentamiento físico, Tiberio se vio obligado a permitir que se instruyera un proceso contra Calpurnio Pisón y su mujer, Plancina.
– Todavía no hemos vencido -dijo Cretico, unas palabras que quizá constituyeran una premonición.
De hecho, al día siguiente, Nerón, el impulsivo hermano mayor de Cayo, volvió a casa jadeando y anunció que la siria Martina, la presunta envenenadora, finalmente había desembarcado en Brindisi encadenada.
– Pero la han encontrado muerta -añadió-. No sufría ninguna enfermedad ni presentaba señales de violencia. En el cabello llevaba restos de una pasta venenosa.
Lo miraron; todas las conversaciones se habían interrumpido.
– Entonces es verdad -intervino Cayo con voz repentinamente adulta- que nunca descubriremos quién la mandó donde estaba mi padre.
Después llegó de Siria, todavía libre y enfurecido pero bajo una tormenta de acusaciones, el senador Calpurnio Pisón. Dado que Tiberio y Livia conocían muy bien su violenta imprudencia, Tiberio se apresuró a presentarse en la Curia y trazó imperiosamente a los senadores, reunidos en sesión plenaria, las líneas del proceso:
– Debéis averiguar si Calpurnio Pisón se interpuso a la autoridad de Germánico en Siria o si Germánico se mostró intolerante con él; si Calpurnio Pisón alimentó rencor contra Germánico o si Germánico abusó de sus poderes; si existen sospechas concretas sobre el uso de un veneno o si haber expuesto imprudentemente el cuerpo de Germánico en la plaza de Antioquía inflamó peligrosamente a las masas.
Los optimates exultaron en secreto; los populares se quedaron paralizados por el desconcierto y la indignación. En las palabras de Tiberio, los asuntos objeto de la investigación se habían multiplicado y confundido hasta tal punto que un tribunal, o una comisión, habría podido trabajar años y años, quizá sin conclusiones.
El senador Salvidieno, descendiente de aquel otro que había perdido la vida en la antigua revuelta, se rebeló.
– Aquí corremos el peligro de no saber si el culpable es quien ha puesto el veneno o el inocente que, sin saberlo, se lo ha bebido -dijo, y recordó a sus colegas que los senadores constituían un tribunal soberano al que, según las leyes de la República, nadie podía ordenar nada.
El emperador lo miraba. Nadie más intervino y Tiberio salió de la sala, pero no olvidaría, y todos lo sabían. Por el momento, mientras se instruía el proceso, el senador Calpurnio Pisón fue dejado generosamente en libertad bajo fianza.
– Es una señal -comentó, más pálido de lo habitual, el historiador Cremucio Cordo-. Ahora Calpurnio está seguro de que Tiberio hará uso de todo su poder para salvarlo.
Calpurnio Pisón tenía realmente motivos para sentirse protegido, pero los utilizó mal. Deambulaba por los soportales del Senado con orgullosa y chantajeadora imprudencia, llevando en la mano un pequeño codex en cuyo interior había un mensaje. Quienes lo habían entrevisto susurraban que estaba escrito de puño y letra de Tiberio.
El moderado Cremucio Cordo pronosticó con sagacidad de historiador:
– Calpurnio Pisón cree que va a salvarse porque se esconde detrás de un culpable más grande que él, pero se está condenando solo porque Tiberio tendrá que hacerlo callar, y de modo que no hable ni dentro de cien años.
Agripina, acurrucada en un rincón entre almohadones, escuchaba y tiritaba permanentemente de frío.
– Temo que Calpurnio consiga huir -dijo el inquieto Cretico-, quizá al país de algún tirano en los confines con Siria, en la Decápolis o con los partos. Con el dinero que tiene…
– Eso no sucederá -repuso con calma Cremucio-. Tiberio no puede exponerse a que hable. Ya no hay riqueza posible que salve a Calpurnio Pisón.
En efecto, unos discretos enviados imperiales se dirigieron al agitado senador, interrumpieron sus paseos y lo convencieron de que entregara aquel misterioso documento que, dijeron, «disminuye el poder del único que puede ayudarte». Por último, le aseguraron que Tiberio ya había decidido el modo de salvarlo.
Tras dos dramáticas sesiones en el tribunal senatorial -donde se cruzaron acusaciones violentísimas, declaraciones explosivas y defensas igual de furibundas, aunque Tiberio no compareció-, Calpurnio Pisón fue inesperadamente acompañado por una escolta armada a su casa. Y entre aquellos muros, durante la noche, en un total y desconcertante silencio, se suicidó. Lo descubrieron por la mañana -dijeron-, después de derribar la puerta de su habitación.
– Se ha atravesado la garganta -dijo, agitado, Nerón-. Una sola puñalada.
Pero Druso, el segundo hijo, aclaró:
– Cuentan que ha usado una espada.
Nerón se volvió, sin captar el sentido de la frase. El joven Cayo, en cambio, preguntó enseguida:,
– ¿Una espada para atravesarse la garganta? ¿Y cómo la ha empuñado?
– No se sabe -admitió con ironía Druso. -¿Han encontrado la espada? -preguntó Cayo. Druso sonrió.
– Sí, estaba tirada en el suelo, dicen, pero demasiado lejos del cuerpo.
Cayo también sonrió.
– Qué error… Ningún militar podrá creerlo jamás.
– Dicen que un centurión -concluyó Druso-, en cuanto ha visto esa espada allí, la ha empujado con un pie hacia el cuerpo, pero estaba ensangrentada y ha quedado una marca en el suelo.
Agripina miró a sus dos hijos menores, sobre todo al más pequeño, sonriendo de aquel modo mientras el mayor tardaba en comprender.
– ¿Y Plancina? -preguntó Cayo.
Druso rió de rabia.
– Plancina descansaba en otra habitación de la casa y no se ha enterado de nada. El mensaje de Tiberio no se ha encontrado.
En pocas horas, toda Roma coincidió en que aquel generoso suicidio protegía a la persona que había ordenado el envenenamiento. Tiberio sufrió la humillación sin decir una palabra, sin estremecerse siquiera. Pero en uno de sus terribles silencios -podía permanecer callado días, sumiéndose en la angustia que lo asediaba- decidió que cuantos exultaban entonces muy pronto tendrían lacerantes motivos para llorar. Y los rumores dejaron de preocupar, pues el caso se declaró cerrado.
Como no había habido sentencia, el ya inquebrantable silencio del muerto permitió a Livia -popularmente conocida como la Noverca, pero oficialmente llamada, desde hacía años, la Augusta- defender de toda acusación a su amiga viuda Plancina. De hecho, Tiberio, empujado por su madre, llegó a apoyar a Plancina incluso en contra de los atónitos senadores. «Jamás se había vista -dijeron los romanos- a un pariente cercano de la víctima defender con tanto fervor a los asesinos.»
Sin embargo, se encontraron sutiles argumentos y al final la temible Plancina fue absuelta y hasta salvó el patrimonio.
– Ha sido un pacto entre esas dos asesinas sobre el cadáver de Calpurnio Pisón -comentó Druso con odio.
La antigua historia de Julia
En la histórica residencia del monte Vaticano, entre los célebres jardines de la orilla derecha del río -que los poetas de la época llamaban Thybris-, Agripina gritó que era intolerable ver en la gloria imperial, siniestro y taciturno, al asesino de su Germánico, marido, amante y padre querido hasta el delirio. Era intolerable ver a Plancina llorar de alegría entre los maternales brazos de Livia; intolerable ver a la insolente estirpe de los Pisón cruzar Roma en la gloria de una recuperada inocencia.
Desde lejanas estancias, el joven Cayo oía su voz angustiada, sofocada entre las almohadas, entre las piadosas exhortaciones de sus mujeres, y caminaba arriba y abajo en silencio. Era apenas un chiquillo, pero en un momento dado paró de andar y se prometió a sí mismo que llegaría el día en que no perdonaría a nadie de esa familia.
«Sobrevivir», había dicho una vez Germánico. Resistir hasta el día en que la suerte acabara con el poder de los enemigos, vivir una hora más que ellos. Sin embargo, en la residencia de los jardines Vaticanos pasaban los meses y los años y el poder de Tiberio se mantenía omnipresente, inatacable. Agripina se atormentaba con recuerdos desesperados y arrebatos de rebeldía impotente.
– Vuestra madre se consume de angustia cada vez que cruzáis esa verja -dijo el preceptor Zaleucos a sus hijos-. Sois demasiado inquietos.
Pero Cayo no salía mucho. Todas las mañanas daba largos paseos solo por los vastísimos jardines que llegaban hasta el río. Acariciaba las flores y pensaba desesperadamente en su padre. Imaginaba que lo sentía, como un soplo que llegara de muy lejos. Le parecía que ese soplo caminaba junto a él, esperaba que lo tocase, y después todo desaparecía en el vacío. Una mañana, mientras paseaba, vio a su madre recorrer el paseo. Avanzaba despacio, pasándose los dedos por debajo de los ojos. Luego se sentó en un rincón; le temblaban los hombros y se envolvió en el manto de lana.
Cayo se acercó a ella y le dijo:
– Tienes frío.
– No -contestó Agripina, sobresaltada-, aquí llega el sol.
Cayo se sentó a su lado y dijo de un tirón:
– Aunque me tape los oídos con las manos, oigo continuamente a la gente hablar de ti y de tu madre, Julia, y de la maldita Noverca, a la que no he visto nunca ni de lejos. Pero, cuando se percatan de que estoy delante, inmediatamente se callan.
Agripina era muy guapa, como demuestran sus retratos. Poseía la belleza engañosamente serena y dulce de la estirpe Julia, la que también aflora en el rostro de Augusto. Pero ese día Cayo solo vio que sus facciones se ponían rígidas debido a la alarma.
– Después de todo lo que ha pasado -dijo entonces-, no pueden seguir existiendo secretos. Dime por qué Julia, la única hija de Augusto, tu madre, fue desterrada a la isla de Pandataria y después la enviaron a Reggio a morir. Es una crueldad que no puedo comprender.
– Pandataria es una isla preciosa -contestó inesperadamente Agripina, y Cayo se quedó sin palabras-. Tenemos una villa en Pandataria. La construyó mi padre, Agripa. -No dijo, sin embargo, que no podía ir desde hacía años. Su bello rostro estaba demacrado, su cuello delgado, las venas le palpitaban bajo la piel, pero ella insistía en sonreír-. Es una isla pequeña, muy verde porque tiene un manantial. Mi padre era un gran marino, encontró el lugar más protegido para atracar y construyó un pequeño puerto. A mí me gustaba.
Cayo estaba impacientándose, notaba que la conversación se le iba de las manos. Tan solo años después comprendería que su madre había intentado evitarle el dolor.
– La villa está en la cima del promontorio -continuó ella-, al final de una larga escalinata. Tiene la forma de dos alas, hacia levante y hacia poniente; en el centro, mi padre construyó un nymphaeum. Así, ese rincón queda protegido de los vientos invernales y se llena de flores.
»En la parte más alta mi padre construyó una terraza, y desde allí se ve todo el Tirreno y las demás islas, y la costa del Lacio. En levante y en poniente, bajan hasta el mar dos pasos cubiertos; mi padre había previsto poder encontrar aguas tranquilas hiciera el viento que hiciese.
Cayo no podía imaginar la angustiosa importancia que adquiriría muy pronto esa descripción. Agripina lo acarició, le apartó los cabellos ondulados que le caían sobre la frente. Él no lo soportó, se escabulló de las caricias.
– Por favor, dime por qué Julia, tu madre, murió de ese modo.
– El viaje a Egipto, adonde no pude acompañarte… -Agripina respiró y Cayo intuyó el daño que le hacían aquellos últimos meses de la vida de Germánico lejos de ella-. Ese viaje te lo reveló todo sobre la familia de tu padre. Pero por mi parte, de cómo vive en ti la sangre de Augusto, solo sabes lo que han podido y querido decirte personas que no vivieron aquellos días. -Respiró de nuevo, pero el tiempo de callar había terminado-. Para empezar debo decirte que Augusto, para casarse con la Noverca, envió la carta de divorcio a su mujer, Escribonia, el mismo día que esta traía al mundo a Julia, mi pobre madre. Una crueldad que disgustó a toda Roma. Augusto nunca quiso a su única hija, simplemente la convirtió en un instrumento para sus planes. Apenas esta cumplió catorce años, la hizo casarse con su sobrino Marcelo, al que había escogido como heredero. Pero Marcelo murió unos meses más tarde, cuando mi madre no tenía aún quince años. Augusto solo buscaba aliados seguros, pues toda su vida había estado amenazada por conjuras: Aulo Murena, un cultísimo jurista, y Fanio Caepio, descendiente de cónsules; y poco después Cornelio Cina, cuya familia había sido aliada de Cayo Mario; y Valerio Sorano, que era un noble samnita. Todos descubiertos, todos muertos. Augusto dijo que se sentía como un tigre sobre una roca, rodeado por una jauría de perros. Y enseguida casó a Julia con su amigo más seguro, el hombre que lo había ayudado a conquistar el imperio, mi padre.
»El general Marco Vipsanio Agripa tenía más de cuarenta años, otras mujeres y otros hijos en su pasado; y en aquellos días en Roma se dijo brutalmente: "Augusto regala mujeres a sus fieles como se regala un caballo". Sin embargo, aquel gélido matrimonio de conveniencia se transformó, para sorpresa de todos, en una feliz y fértil familia.
»Pero, como sabes, mi padre murió pronto durante una guerra. Augusto dijo, acongojado, que había perdido su brazo derecho, "al hombre que ha dirigido todas mis batallas", gemía. La Noverca, en cambio, no lloraba. Y le sugirió que, en todo el imperio, tan solo un hombre podía sustituir al gran Agripa, y era su hijo Tiberio. Había que convertirlo en el heredero del poder, desanimar a otros aspirantes, casarlo inmediatamente con Julia. Pero cuando murió mi padre, mi madre estaba embarazada; era la sexta vez en nueve años. Nadie había desobedecido nunca a Augusto, pero aquella vez ella se rebeló. Muchos la oyeron gritar que se estaba utilizando sin misericordia su vida, que no podían ligarla, al cabo ele unas semanas de luto y con un niño recién nacido, al taciturno Tiberio, que era, por encima de todo, hijo de la Noverca, la segunda y odiosa mujer de su padre.
Lo que Agripina, tras un tortuoso silencio de años, estaba contándole finalmente a Cayo, en su época había sido el cotilleo más sonado de Roma. Y muchos habían reído abiertamente, pues, de forma inesperada, Tiberio también se había rebelado contra aquella boda. En realidad, ya estaba casado, y para sorpresa general había declarado en público que lo estaba felizmente, con una mujer ele temperamento moderado y severa como él. Y no aceptaba dejarla. Además, esta era, en aquella demencial trama de parentescos, la hija del primer matrimonio del difunto Agripa. Y Tiberio había alzado la voz para pronunciar una frase que dio la vuelta a Roma: «¿Voy a tener que divorciarme de la hija de Agripa para casarme con su viuda?».
Pero, mientras que la capital del imperio seguía divertida aquel insólito debate familiar, Augusto había declarado solemnemente: «Yo pienso en Roma con una perspectiva de siglos, no de los escasos años de nuestras vidas», y semejante frase no admitía réplica. Pocas ceremonias nupciales, desde luego, habían sido tan fúnebres como aquella.
Agripina, que de jovencita se había encontrado como recalcitrante padrastro a Tiberio, concluyó:
– Sé que él obedeció llorando, y cuando casualmente volvió a ver a la mujer que lo habían obligado a dejar, miró para otro lado.
Y en secreto continúa llorando.
La frase entraría, prácticamente con las mismas palabras, en los libros de historia.
Cayo no decía nada. Que un hombre como Tiberio hubiese llorado era inimaginable; pero quizá era verdad. Y el absurdo matrimonio no podía durar. Tiberio acabó por dar un portazo y se marchó a la lejana isla de Rodas. La gente murmuró que Augusto había descubierto ciertas intrigas políticas y comenzó a llamarlo «el exiliado de Rodas». Los populares proclamaron que la triunfal carrera de Tiberio había acabado.
Sin embargo, eran palabras imprudentes, porque en el Palatino seguía estando la Noverca. Solo la contemplación (si puede decirse así) de ese demencial árbol genealógico transmite una idea del infierno que anidaba en el seno de la esplendorosa y riquísima familia imperial. Y por encima de todos sobresalía ella, que era a la vez la mujer de Augusto, la madrastra y después suegra de Julia, la abuelastra de Agripina y de sus hermanos muertos, la bisabuela de joven Cayo y especialmente la madre de Tiberio, y que sorprendería serenamente a todos los demás por llevar, con infatigable lucidez criminal, a su hijo al imperio y mantenerlo en él.
Y, como coincidieron en escribir los historiadores de la época, su mente, «una mente como la de Ulises», desarrollaba con laberíntico cinismo planes a muy largo plazo.
Lex Julia de pudicitia
– Nuestra casa, esta, era la más espléndida de Roma en aquella época -recordó Agripina, aunque era un recuerdo doloroso-. Mi madre, Julia, y mis tres apuestos hermanos, los nietos de Augusto…, tres como vosotros…, eran obstáculos en el camino de Tiberio. Reunían aquí a montones de amigos, familias que tenían antiguos vínculos con la nuestra, recuerdos de luchas comunes. Eran los hijos de aquellos senadores y équites masacrados inermes en Perusa, los partidarios dispersos de Marco Antonio. Estaba Cornelio Escipión, descendiente del conquistador de Cartago, Apio Claudio Pulcro, que había sido adoptado por Marco Antonio, Sempronio Graco, descendiente de tribunos de la plebe, y Quinto Sulpiciano, el cónsul… No olvides estos nombres, escríbelos y escóndelos.
– No los olvidaré -aseguró Cayo con calma-. Aunque no escriba nada, no se me olvida. Me he dado cuenta de que, si repites tres veces en un día, a diferentes horas, una serie de nombres o de fechas, ya no se te olvidan.
– Mientras tanto, la Noverca vertía veneno todos los días en el ánimo de Augusto. Le decía que mi madre y mis hermanos gastaban sumas astronómicas, vivían desordenadamente, conspiraban con sus enemigos. Mi madre no podía defenderse porque ni siquiera sabía de qué se la acusaba. Algunos senadores trataron de intervenir, pero Augusto contestó que su hija y sus nietos eran la desgracia de su vida. Entonces mi madre, en vista de que no lograba hablar con él en persona, le escribió, desesperada, diciendo que la Noverca quería destruir su familia para elevar al poder a Tiberio. No obtuvo respuesta. Se enteró de que aquella carta había caído en manos de la Noverca y de que, mientras Augusto descansaba en su pequeño jardín, esta le había dicho: «En torno a tu hija se ha congregado un nido de víboras, una conjura para destruir a Tiberio, el único hombre que te es fiel de verdad». Augusto había contestado cansadamente que no podía hacer nada: todo el imperio habría sabido que en el corazón de Roma y en su propia familia se había congregado contra él una masa de enemigos. Pero la Noverca había replicado: «Perdona que insista, pero no es necesario acusarlos de complot. Posees un arma potentísima para librarte de ellos en silencio, un arma que tú mismo has construido: la Lex Julia de pudicitia».
Augusto -ante el impasible desentendimiento de la Noverca había cultivado toda su vida intrigas femeninas, como la larga y clamorosa relación con la mujer de su querido amigo Mecenas. Sin embargo, al envejecer -como muchos célebres libertinos, que subliman el avance de la edad en un austero arrepentimiento había decidido sanear las costumbres de los romanos y defender la cohesión económica y social de las familias aristocráticas, valioso vivero ele generales y senadores.
Así pues, había concebido una ley extraordinariamente dura sobre la moralidad privada. Había escrito el borrador él mismo; sus juristas la habían blindado; los senadores la habían votado con el aplauso de los moralistas y el horrorizado pero inevitable consenso de los demás. La habían llamado Lex Julia de pudicitia et de coercendis adulteriis.
El principal efecto de la ley -que en teoría debía defender la pudicia e impedir el adulterio- había sido la adopción de una cauta prudencia por parte de los culpables para continuar con sus viejas costumbres y la aparición de una difusa complicidad a fin de silenciar los escándalos y dirimir las controversias entre las paredes de casa. Pero la ley, no en vano fruto de la sutil mente de Augusto, declaraba el adulterio delito de «acción pública». Cualquiera, inmiscuyéndose en los asuntos de los demás, podía denunciarlo, y los tribunales estaban obligados a perseguirlo. La ley se había transformado enseguida en una dúctil arma de chantaje tanto económico como político con consecuencias terribles, ya que sobre los culpables caía una condena de destierro a desagradables lugares lejanos y, en casos escandalosos, incluso la muerte.
Agripina dijo que Augusto no había reaccionado al oír las palabras de la Noverca.
– Pero sabemos que ella se echó a reír. «Todos callan porque Julia es tu hija. Pero tú no puedes permitir en tu familia lo que has prohibido justamente en las familias de los demás. Y los honestos de todo el imperio admirarán tu dolorosa justicia.» Augusto dijo que quería descansar y cerró los ojos. Mi madre no lo creyó cuando se lo contaron, pero de repente Augusto la convocó por escrito: se la acusaba de haber violado aquella tremenda ley. Junto a su nombre figuraban los de importantes familias senatoriales, todos populares, nuestros amigos. Entonces recordamos las palabras de la Noverca en su pequeño jardín y esta casa se llenó de terror. Mi pobre madre comprendió que había comenzado una persecución sin tregua contra ella. La condujeron al Palatino. No volví a verla.
Por primera vez en su joven vida, Cayo experimentó la sensación física, envolvente, de un peligro mortal.
Agripina dijo que, para evitar el riesgo y el escándalo de un proceso público, los juristas imperiales habían lidiado hábilmente con las leyes hasta encontrar una, dictada por lo menos cinco siglos antes y llamada «de patria potestate», que concedía al pater familias, el padre, potestad de vida y de muerte sobre todos sus familiares. Es decir, Augusto podía, muy oportunamente, procesar a su hija en secreto, sin testigos y sin defensores.
– Lo que se dijeron Augusto y mi pobre madre en un juicio tan bárbaro no lo he sabido nunca.
Contra los otros acusados se aplicó, en cambio, una ley que Augusto había ideado para consolidar su poder absoluto y que una mayoría distraída, asustada o cómplice había aprobado apresuradamente: el princeps -es decir, él mismo- podía arrestar, juzgar y condenar a puerta cerrada, sin garantías y sin posibilidad de apelación, a los culpables de delitos contra «la seguridad del imperio», estando obligado únicamente a informar de ello, una vez los hechos consumados, a los senadores. Una ley que suscitaría a lo largo de los siglos cientos de dictatoriales imitaciones.
– Después de ejecutar las sentencias, Augusto arrojó los nombres de los acusados ante todo el imperio. El primero fue Julio Antonio. ¿Sabes quién era?
– No me habéis contado nunca nada -murmuró Cayo.
– Era el hijo primogénito de Marco Antonio. Como era huérfano, había crecido con nosotros. Quería mucho a su padre y ardía de deseos de vengarlo.
– No me extraña -dijo Cayo.
Aquel frío laconismo produjo cierta alarma en Agripina.
Julio Antonio murió al cabo de muy poco. Dijeron que se había suicidado, pero todos murmuraron que lo habían matado. La segunda víctima fue Sempronio Graco. Después de un siglo, su familia todavía espantaba a los optimates.
De hecho, esa familia, queridísima por el pueblo, había intentaado fraccionar las inmensas tierras conquistadas, el ager publicus, en pequeñas propiedades de cultivadores y había sido masacrada en.aquella famosa y sanguinaria revuelta.
– Augusto lo desterró a una isla pedregosa del mar de África. Y allí, diecisiete años más tarde, lo mataron.
Una fuerte presión de la memoria hizo a Cayo recordar al correo llegando al castrum bajo la lluvia, desmontando del caballo enfangado y, sin quitarse la lacerna chorreante, anunciando el asesinato de un prisionero inerme en una isla lejana. Había oído aquel nombre una sola vez, pero se le había grabado en el cerebro. Guardó el recuerdo para sí mismo.
Entretanto, Agripina proseguía aquel atormentado relato con dificultad y, ante la muda y demasiado adulta atención de su hijo, no sabía concluir las frases.
– En aquellos días yo tenía doce años. Y mientras en estas estancias nosotros nos moríamos de angustia y de vergüenza, en Roma muchos reían.
En aquellos días, en toda Roma se comentaba que esos hombres y la hija de Augusto, además de haber cometido infinitas y vergonzosas irregularidades privadas, se habían abandonado a una orgía colectiva en el Foro Romano, junto a los Rostra, la histórica tribuna de los discursos oficiales, e incluso en el sagrado recinto de Marsias. La acusación dejó atónitos a los senadores, pero, mientras que los populares se sentían turbados, los optimates, a quienes convenía mostrar indignación, se indignaron clamorosamente. Un solo senador, anciano y valiente, se puso en pie y dijo: «No lo he entendido». Creyeron que se refería al oído debilitado por la edad, pero él lo aclaró: «No he entendido por qué unos acusados de haber violado la ley De pudicitia con la hija de Augusto y que, por lo tanto, debían haber sido sometidos a un proceso público ante el tribunal senatorial, han sido juzgados y condenados en secreto, aplicando la ley contra los delitos de subversión». No le contestó nadie. En cambio, alguna mente cáustica observó que, para gente acostumbrada a las villas más espléndidas del imperio, la orgía en el recinto de Marsias debía de haber sido una aventura tremendamente incómoda. En aquel sagrado pero reducidísimo espacio, efectivamente, además de la gran estatua se apiñaban tres exuberantes, centenarias, voluminosas e igualmente sagradas plantas: una higuera, una vid y un olivo.
– Me enteré por un oficial de que, cuando fue trasladada a Pandataria, mi madre dijo: «Nunca he olvidado que soy la hija de Augusto. En cambio, mi padre ha olvidado que es Augusto».
Cayo, sin hacer comentarios, preguntó:
– ¿Y en Roma no reaccionó nadie?
La única que había manifestado en público, con desprecio, que aquellas acusaciones falsas ocultaban una terrible lucha por el poder había sido la primera -y ampliamente traicionada- mujer de Augusto, la madre de Julia, Escribonia.
– Después de aquel cruel divorcio, se había mantenido al margen con dolorosa dignidad. Pero cuando se produjeron estos acontecimientos conmovió a toda Roma al declarar que quería acompañar en el destierro a su inocente hija. Y lo hizo, y permaneció a su lado hasta la muerte. Entonces también el hijo de dieciséis años de Sempronio Graco proclamó que su padre era inocente y quiso partir a aquella isla con él. Y la gente dijo que semejantes sacrificios no se hacen por alguien que ha traicionado a la familia. De hecho, el pueblo de Roma salió a la calle, y todos gritaban: «¡Julia libre!», y Augusto mandó a los pretorianos para que los dispersara. Al final se vio obligado a trasladar a mi madre de aquella desesperante soledad de la isla a tierra firme, a Reggio. Pero ella no pudo escribirnos nunca, nunca pudimos verla, solo transmitir algún menaje, de viva voz, a través de algún amigo de confianza… Le hicieron saber que sus tres apuestos hijos varones, los hijos de su amor on Agripa, mis hermanos, habían sido asesinados uno tras otro.
Mientras tanto, Augusto envejecía. En cuanto a Tiberio, había regresado a Roma y se había encerrado en la villa del monte Esquilino que Cilnio Mecenas le había dejado a Augusto, con sus colecciones de arte y sus preciosos jardines. -Se pasaba el tiempo leyendo a filósofos e historiadores griegos. Se decía que su pasión era el estudio de la astrología oriental. Se había traído de Rodas a un astrólogo griego, un tal Trasilo. Sus partidarios susurraban que este le había predicho el imperio. Y los últimos peligros para él eran mi hermana Julia Menor y su marido, Emilio Paulo, que frecuentaban a los hermanos, los hijos y los amigos de aquellos a los que habían matado o se consumían en el exilio. Eran magistrados, senadores, tribunos, e intentaban luchar porque sabían que los destruirían. El más amable de todos era Publio Ovidio, el poeta. Pero un día, de repente, los atacaron con acusaciones escandalosas, iguales a las que habían destruido a mi madre. Ovidio fue exiliado a Tomis en pleno invierno, un viaje devastador por mar y por tierra, y se encargaron de que muriera en el exilio. «Tan solo una terrible mente femenina puede usar semejantes artes», dijo Aurelio Cotta la última vez que lo vimos. Mi hermana también fue cubierta de fango, sufrió la misma tortura que mi madre. Su marido fue ajusticiado. Alguien tuvo el valor de decir con ironía que quizá había cometido adulterio con su mujer. No obstante, ordenaron borrar su nombre de las inscripciones y las lápidas. Y aquel anciano e indomable senador protestó: «La damnatio memoriae solo se aplica en caso de delitos contra la Re pública, no por excesos privados. La verdad de este proceso se nos oculta». Pero entonces ya era de edad muy avanzada; su voz era débil, y nadie le prestó atención. Después nos enteramos de que muchos senadores y magistrados se habían exiliado de la noche a la mañana. Y a los sorprendidos romanos les contaron que se habían ido por iniciativa propia. Toda Roma rió con la historia de los senadores que se infligían el exilio ellos mismos. Pero la mentira se había inventado para que no se supiera cuántos rebeldes había y lo importantes que eran. A mi hermana, a fin de que se dejara de hablar de ella, la desterraron muy lejos, a Trimerum, en el Adriático. Estaba embarazada, y al hijo que dio a luz allí, un varón, un heredero de la sangre de Augusto, se lo quitaron. Luego Tiberio robó el imperio y se vengó brutalmente. Le quitó a mi madre incluso la pequeña renta asignada por Augusto, le prohibió ver a nadie, salir de aquella miserable casa donde estaba relegada. Su odio no se aplacó hasta que la encontraron muerta en el suelo.
Apretó las manos una contra otra; las retorcía hasta que los nudillos de los dedos se ponían blancos.
– A mi hermana no he vuelto a verla; continúa aislada allí… Y no se puede hacer nada. Tiberio ha transformado esas islas en prisiones inaccesibles. Solo puedes desesperarte, ir allí con el pensamiento todas las mañanas. -Se tragó las lágrimas-. Soportar aquellos días fue difícil. Yo era muy joven, y estaba sola. Pero después de todo eso vino tu padre a salvarme. Y no nos separamos nuera. Solo para Hacer ese viaje a Egipto. Ahora ya sabes por qué me viste llorar aquella noche en el castrum. -Se levantó y se ajustó, estremeciéndose, el manto de lana-. No te servía de nada este dolor antes de tiempo, hijo mío.
Cayo también se puso de pie.
– Te agradezco que me lo hayas contado -contestó. Su madre lo miraba-. ¿Cómo podías pensar que era bueno para mí no saber? -preguntó.
Ella meneó la cabeza.
– Todo esto indica claramente -dijo él- que, después de tantos asesinatos, contra Tiberio y sus cómplices solo quedamos nosotros. Y no nos perdonarán.
Ella no decía nada. El chiquillo le dirigió una larga mirada cuya expresión ella no comprendió.
– No sé hasta qué punto son conscientes mis hermanos de este peligro.
El diario de Druso
En el monte Vaticano, Agripina, en su implacable viudedad sin lágrimas, estaba convirtiéndose, junto con sus tres hijos varones, en un símbolo y un mito. «Tres, como sus hermanos muertos -decía la gente-. La estirpe de Augusto y de Germánico está renaciendo.» Aquellos tres varones parecían, en efecto, una espléndida venganza del Hado. Se parecían tanto entre ellos que el mayor se veía en los pequeños a sí mismo años atrás, y los otros dos veían en él su futuro. «Cuando los hermanos se parecen tanto -decía la vieja nodriza- es que el amor del padre y la madre ha sido siempre cálido y profundo como el primer día.» Nunca una pelea, uno de los enfrentamientos corrientes en la adolescencia. En lugar de eso, el aura de peligroso odio que descendía del Palatino los unía en una comunidad psíquica y mental que se manifestaba mediante gestos y miradas. Tres varones fuertes, guapos, del precioso semen de su padre perdido, del seno generoso de su bellísima madre. «La mujer más guapa de Roma, la más fuerte del imperio», le decían, estrechándola los tres a la vez en un abrazo que los asfixiaba. Sus brazos adquirían fuerza de mes en mes, la estatura de Druso y de Cayo aumentaba. Era un arrebato de orgullo: «Los tres, los futuros amos del mundo que nos han robado». Y ella guardaba silencio en el abrazo, que era -multiplicado, envolvente, calidísimo- el que había perdido de Germánico.
Pero, sin que ella se percatase, sus hijos emergían de la muerte del padre irreconociblemente cambiados, hasta el punto de que la vida de sus pequeñas hermanas estaba completamente separada de la suya.
El primogénito, Nerón, con la fama del nombre familiar se había hecho un heterogéneo círculo de amistades, simpatías políticas, muchos ingenuos seguidores, algunos insidiosos arribistas. En torno a él se congregaba el partido perseguido y en gran parte disperso de los populares, a los que muchos llamaban entonces Julianos. A Tiberio aquello le parecía más peligroso de lo que merecía, mientras que a los viejos amigos de Germánico les inspiraba esperanzas infundadas.
El segundo, Druso, se hallaba sumido en una melancólica desconfianza y permanecía horas encerrado en su habitación. Cuando le preguntaron en qué invertía el tiempo, respondió que estudiaba a los grandes juristas de la República y, con mordaz impaciencia, declaró que Roma necesitaba algunos.
A Cayo, en cambio, el dificultoso descubrimiento de la terrible historia familiar, comenzada a fragmentos en el castrum y completada más tarde con las imprecisas confidencias de muchas voces distintas, le había inyectado un furioso impulso de supervivencia y una implacable, aunque confusa, voluntad de futuras venganzas. Si nombraban a la soberbia familia de Calpurnio Pisón, hacía como si no hubiera oído. «Se me escapa -pensaba el preceptor Zaleucos-. Su mente toma caminos que yo no conozco.»
– Cuando andas por el jardín, aprietas los puños -le dijo su madre-. ¿Por qué?
Él se echó a reír, pero se dio cuenta de que era verdad. Al caminar, movía los brazos libremente, pero los puños estaban cerrados y las uñas se clavaban en la carne. Y se percató de que en la palma izquierda le habían quedado las señales.
El único sentimiento que entonces le producía alivio, fantaseando, era la venganza. Pero de eso todavía no se daba cuenta nadie. Su semblante era dulce y amable, sus sonrisas desarmaban a cualquiera, sus silencios parecían melancolía. Sin embargo, su pensamiento esencial y constante era identificar, con todos los rostros y los nombres, a los despiadados protagonistas. Y mientras pasaba los días buscando, indagando, escuchando, reflexionando, descubrió que su hermano Druso escribía en secreto un commentarius, una especie de diario.
– ¿Qué recoges en esos escritos? -preguntó.
– Lo que me ha sucedido el día anterior -respondió su hermano con brusca ironía, antes de coger el codex y guardarlo en su bargueño.
Así que Cayo, en silencio, prestó atención y vio que todas las mañanas Druso pasaba media hora a solas escribiendo. Escribía con lentitud, reflexionando entre frase y frase pero sin arrepentirse de lo que había escrito, pues no tachaba casi nada. Hasta que un día se marchó apresuradamente y dejó el codex abierto sobre la mesa, con la tinta todavía fresca en las últimas líneas.
Cayo se inclinó sobre el codex y, en el silencio de la biblioteca, lo hojeó con delicadeza. Y vio que no contenía los pequeños sucesos personales del día anterior, sino que en él se trazaba, hora a hora, una alucinante historia secreta del imperio de Tiberio. Y su peligrosidad era incalculable. El texto, dividido en párrafos, estaba cargado de fechas anotadas con diligencia y se remontaba a los años en que Cayo vivía en el Rin con su padre, en la protectora segregación del castrum. Druso, entonces adolescente, había comenzado cada relato con la frase: «A fin de que se conserve el recuerdo…».
Cayo leyó un título que parecía el anuncio de un relato, una fabula: «Historia de Apuleya Varilia, nuestra bella prima, que lleva imaginativos peinados, es amante de las joyas y viste prendas de lino bordado en Egipto».
Pero no era una fabula. «La otra noche, delante de muchos amigos, la bella Varilla dijo que, a causa del temeroso silencio de los ancianos, los jóvenes no saben nada sobre la verdadera vida de Livia, la Noverca. Dijo que quería contárnosla, y yo la transcribo aquí. Cuando la ahora octogenaria Noverca, que ha destruido nuestra familia, entró en la vida de Augusto, tenía diecisiete años, otro marido y un hijo pequeño. Se llamaba Tiberio y en esos momentos nadie pronosticaba que dirigiría el imperio. Pero, además de eso, ella estaba embarazada. Y de ese nasciturus nadie se atrevía a aventurar quién era el padre. El escándalo, dijo Varilia, fue mayúsculo, porque el primer marido de la Noverca pertenecía a la histórica gens Claudia y había sido un enemigo declarado de Augusto durante el brutal asedio de Perusa. La amnistía le había permitido volver a Roma, pero los vencedores no le habían dispensado una buena acogida y se había visto relegado a un rincón y sin dinero. En tales condiciones, cuando Augusto intentó quitarle también a la mujer, solo pudo decir, con la tradicional soberbia de la familia Claudia, que se la llevara, porque él no sabía qué hacer con ella. Y según Varilia tenía razón, porque la jovencísima Livia había pasado rápidamente de los débiles brazos del exiliado derrotado a los fuertes del amo de Roma. Y mientras todos reían, Varilia añadió que en aquella época Augusto, afortunadamente para él y para Livia, aún no había escrito la ley contra el adulterio. Es más, había pedido una opinión oficial a las máximas autoridades religiosas: ¿era legítimo el tempestuoso divorcio de una mujer embarazada y su posterior e inmediato matrimonio? Y el niño que iba a nacer, y del que, como he dicho, nadie se atrevía a decir quién era el padre, ¿qué status tendría? Tratándose en cierto modo de un tema teológico, la respuesta de los sabios religiosos había sido cauta y abierta a varias interpretaciones. En cualquier caso, insatisfactoria para todos.»
Cayo leía deprisa e iba descubriendo en su hermano un inimaginable mundo interior, una ironía mordaz e imprudente. En el silencio, se volvió y miró hacia atrás. «Un escrito como este, en esta casa, es motivo de una condena a muerte», pensó. Caminó hasta el fondo de la sala y, en el rincón, continuó leyendo al tiempo que vigilaba desde lejos la entrada.
«Varilia dijo que las leyes no permitían a Augusto reconocer como.suya a aquella criatura, dado que oficialmente había sido concebida en la casa marital. Para alivio de todos, el molesto marido Claudio había muerto poco después.» Y Druso comentaba: «El relato de Varilia nos pareció una antigua intriga libertina, pues desde entonces han pasado sesenta años. Sin embargo, todavía es una historia peligrosa, porque la vieja comúnmente llamada Noverca está viva, goza de buena salud y es la madre del emperador. Y la pobre Varilia no sabía que, entre los que reían escuchando su relato, fingía reír una espía de la Noverca. Se enteró ayer, cuando le abrieron un proceso por ofensa a la majestad imperial». El diario tembló entre las manos de Cayo. «Y puesto que la competencia sobre tales delitos es del Senado en sesión plenaria, todos los presentes en aquella infausta velada fueron presa del terror. Algunos, para que se olviden de ellos, han escapado a sus villas del campo. El proceso se ha abierto con Roma dividida, como de costumbre, entre los que apuestan por la inocencia y los que apuestan por la culpabilidad. Pero, al término de una sesión encendida, Tiberio ha escrito a los senadores -también en nombre de la Augusta, su noble madre- que perdona a Varilia esas habladurías inconsistentes.»
Hasta aquel punto, Cayo había leído ansiosamente, de pie en aquel rincón, con el codex entre las manos. Se sentó despacio… Parecía que el proceso ya no tenía razón de ser. Pero, mientras todos se preparaban para salir, un testigo inesperado y en apariencia desprevenido ha dicho que la incauta adúltera no era la anciana Livia sino la locuaz Varilia, y no hace sesenta años sino ahora, ron un tal Manlio, un joven constructor veliterno, bromista zafio y productor de vinos tintos en las faldas del monte Artemisio. Un escándalo manejado con tanto arte ha indignado a los que apostaban por la culpabilidad y tapado la boca a los otros. El tribunal senatorial se ha declarado en el deber de proceder de oficio, en aplicación de la ley sobre el adulterio. "Tenemos las manos atadas", han dicho los senadores mientras ocupaban de nuevo sus escaños. Tiberio ha comunicado que no estaba en su poder perdonar delitos de ese tipo. Y Varilia, que se había expuesto a ser condenada a muerte por haber hablado de adulterios ajenos, aunque ha negado desesperadamente la acusación, ha sido condenada al destierro por el adulterio propio. Su familia está destrozada por el escándalo. Pero -concluía Druso- creo que su única y verdadera culpa es su parentesco con nosotros.»
Cayo pasó despacio a la página siguiente.
«Quiero escribir hoy, a fin de que se conserve el recuerdo -comenzaba-, el caso de Escribonio Libo, joven de veintidós años. Y para quien me lea dentro de un siglo o dos, añado que es el nieto de Escribonia, la primera mujer de Augusto, la madre de la pobre Julia, la que acompañó a esta en su exilio. Pues bien, el infortunado muchacho fue acusado de complot contra la República. El proceso fue instruido con clamor, pero la acusación era anónima, además de débil y confusa. Estaban a punto de absolverlo, pero entonces han aparecido nuevos testigos que han hablado de ritos mágicos y encantamientos contra el emperador. Un juego fácil, en vista de la cantidad de supersticiones sirias y caldeas que Tiberio ha traído de sus viajes. Parece una acusación estúpida. Sin embargo, es tremenda, porque los ritos mágicos son, evidentemente, operaciones secretas. ¿Cómo puedes encontrar a alguien que garantice que no los has realizado nunca? Ese muchacho perderá la vida», había anunciado Druso.
El diario quedaba interrumpido con un borrón y era reanudado con fecha de siete días más tarde. «El proceso del pobre muchacho ha sido horrible: declaraciones de esclavos arrancadas bajo tortura, delaciones de falsos amigos, aterrorizadas asambleas de senadores. Y Tiberio, con su despiadada presencia en la sala, ha inspirado tal miedo que el acusado, pese a haber suplicado de puerta en puerta entre sus poderosos amigos de antes, no ha encontrado un solo abogado que lo defendiera. Desesperado y aterrado, esta noche, primera de la sentencia, se ha cortado el cuello.»
Cayo dejó el codex. El poder que había matado a su padre y a esos parientes a los que no había conocido era una bestia negra, agazapada en no se sabía qué rincón. Ser joven e inocente, estar indefenso no tenía ningún valor; solo contaba la calidad de la sangre que corría por sus venas. «Yo quiero vivir -pensó con rebeldía-. Vivir a toda costa, vivir. No me tendréis.» Se dio cuenta de que se había clavado las uñas en la palma de la mano. Respiró, cogió el codex y lo guardó en el bargueño. Entonces vio a Druso entrar apresuradamente por la puerta del fondo.
– Si buscas tu diario -dijo-, lo he guardado en su sitio.
Druso no replicó. Por primera vez intercambió con su hermano menor una mirada de adultos.
– Lo único que me da miedo es lo que dirán de nosotros dentro de doscientos o trescientos años -dijo después-. La historia la escriben los vencedores.
Desde aquel día, Cayo pudo acercarse mientras él escribía, colocarse en silencio a su espalda, leer una tras otra las palabras que salían de los movimientos iguales y ordenados del calamus. Un secreto exclusivamente de ellos dos, en la silenciosa biblioteca que había sido el refugio de Germánico.
La cueva de Sperlonga y la carrera de Elio Sejano
En aquellos días el emperador Tiberio descubrió en el bajo Lacio, cerca de Fundi, un tramo de costa impracticable, sembrada de arbustos bajos, que descendía hasta el mar. En la orilla se abría una profunda y escabrosa caverna que los contemporáneos llamaron justamente spelunca y el dialecto local transformó en Sperlonga.
De las rocas de la spelunca brotaban algunas finas venas de agua tría. Invisible desde tierra, al lugar se llegaba por un único camino, bien vigilado, abierto en el precipicio. «Nadie que no quiera morir en el acto puede caminar por esa pendiente», decían los marineros. De hecho, el neurótico recelo de Tiberio se calmó porque sabía que no había ningún paso a su espalda, solo una firme pared de roca. Así pues, allí dentro montó un umbroso y a la vez inaccesible triclinio estival.
Se decía que, mil años antes, por allí había navegado Ulises. Al fondo del golfo, efectivamente, emergía la montaña mágica de Circe, la maga: el monte Circeo.
Tiberio hizo decorar la caverna con gigantescas esculturas del finito de Ulises: luminosos mármoles blancos contra las oscuras y húmedas rocas. Pero los mitos que se habían elegido eran los más siniestros. Al fondo, en un nicho, yacía el inmenso cuerpo de Polifemo durmiendo borracho, y Ulises se acercaba para dejarlo ciego con la estaca ardiente. En la esquina opuesta, el sacerdote Laoconte y sus jóvenes hijos se retorcían entre los anillos de las serpientes marinas. En el centro, el agua que brotaba de la roca alimentaba un fresquísimo estanque circular, pero del agua emergía, en un enorme grupo marmóreo, el monstruo Escila. La escultura, naturalmente escogida por Tiberio, era casi una representación de su cada vez más vivo rechazo de las mujeres: el rostro era dulce y sonriente, pero el bello torso femenino se dilataba, de la cintura para abajo, en una maraña de tentáculos que envolvían a los marineros de Ulises para devorarlos.
En aquella spelunca, la muerte pasó junto a Tiberio mientras le servían la comida. Un temblor arrancó de la bóveda una lluvia de piedras. Todos huyeron, algunos fueron aplastados, y el emperador, al que ya le costaba moverse, tardó en reaccionar. Pero un oficial se precipitó sobre él para protegerlo; lo empujó a un rincón y arqueó los músculos de los brazos y de la espalda, haciendo puente sobre él con su cuerpo.
De modo que a Tiberio, en el momento en que creía que iba a morir, se le grabó en la mente el rostro del tribuno militar Elio Sejano. Y este, en aquel instante de riesgo, se ganó confianza e influencia, escaló puestos en la jerarquía, conquistó un puesto privilegiado junto al emperador. Pero nadie imaginaba que iban a llegar años terroríficos para Roma.
El racimo de uvas
Una tranquila mañana, en la residencia vaticana, el joven Cayo estaba jugando con una nidada de pavos reales en la pajarera -un escape del horrible estado mental en que vivían- cuando Zaleucos le susurró con terror que habían detenido a Clutorio Prisco, escritor de pluma vivaz y antiguo compañero de Germánico, que con motivo del asesinato de este había compuesto a vuelapluma un poema doliente y rabioso que fue pasando de mano en mano.
Tiberio había abolido totalmente en Roma los antiguos comicios, es decir, las libres elecciones de los magistrados, y Clutorio había dicho con sarcasmo a los amigos que paseaban por el Foro:
– Id a ver: al pueblo romano se le ha quitado la voz. En los Saepta Julia, el recinto donde se votaba, ahora se celebran espectáculos.
Por desgracia, había hecho ese comentario cortante junto a un oyente peligroso. Se habían presentado en su casa antes del alba y se lo habían llevado.
Nerón, el hermano mayor, reaccionó con arrogancia.
– Es una acusación ridícula. Lo absolverán.
Cayo, en cambio, se alarmó muchísimo, pues el detenido era amigo íntimo de Nerón, vital e imprudente como él.
Y Agripina, con la angustiosa lucidez que le había hecho prever las desgracias de aquellos años, declaró:
– Este es el primer proceso contra nosotros.
Cayo miró a su madre, que se retorcía las manos como en el palacio de Antioquía, vio a sus hermanos que charlaban, inquietos, se acordó de su padre: «Si no es necesario hablar, calla. Nunca sabes realmente a quién diriges tus palabras».
– Entremos en casa -susurró-. Podrían oíros.
En el tribunal, el poeta Clutorio Prisco se encontró con dos sorpresas. Lo acusaron de haber corrompido a unos funcionarios, lo que era falso; pero también de haber escrito -lo que era verdad- un cáustico libelo titulado In morte dell'imperatore, cuando este estaba todavía vivo. A modo de explosivo elogio fúnebre, el poeta había relacionado no solo los delitos políticos sino también las perversiones secretas, de las que entonces sabían poquísimo, empezando todas las estrofas con un irónico: «Nosotros, con la muerte de Tiberio, lloramos por haber perdido…». Y había recitado la composición en un corro de amigos.
Druso abrió el diario y empezó una página nueva.
«En nuestros tiempos, el delito llamado crimen majestatis -traicion contra la majestad del pueblo romano, es decir, revuelta armada, conspiración, colaboración con el enemigo-, delito que se pagaba con la vida, ha sufrido una venenosa ampliación jurídica. Como primer paso, Augusto ha modificado la ley para protegerse más a sí mismo que proteger al Estado. Y nadie ha reaccionado. Después, los sutiles juristas de Tiberio han definido como delitos castigados con la pena capital no solo los atentados y las conjuras, sino también los escritos y hasta los comentarios referidos del modo que sea a la "Majestad" imperial. Así, esta ley es el instrumento perfecto, y sin riesgos, para destruir a un adversario. Pero no debe usarse sola. Tiberio nos ha dado una gran lección jurídica: para estar seguros de que un acusado no sale indemne, hay que unir, a la acusación de haber violado la ley De majestate, una segunda acusación escandalosa: concusión, adulterio, magia negra. Si se hablara solo de conspiración, Roma se sublevaría. Pero si el imputado es también un ladrón, o un libertino, o un envenenador, nadie se conmueve. Es el teorema de Tiberio.» Al escribir esto, Druso no preveía que a lo largo de los siglos el Teorema encontraría un gran número de desaprensivos, aunque no siempre hábiles, imitadores.
Los senadores se reunieron servilmente para procesar al pobre poeta. Alguien observó que la única ocupación que le quedaba al Senado de Roma -que había deliberado acerca de la guerra contra Cartago, Pirro y Mitrídates- era instruir procesos de ese tipo. «La libertad de palabra ha sido suprimida incluso entre las paredes de casa.» Pero aquel miedo sin rostro ya los envolvía a todos.
Druso escribió: «…Y puesto que todos -salvo el imputado- tenían prisa por acabar, en un solo día escucharon testimonios falsos o inducidos por el terror y pronunciado la sentencia. Antes de la noche se ejecutó al condenado». Sus breves obras -el afectuoso Lamento en memoria de Germánico y el humorístico Libelo sobre Tiberio, aunadas por la misma censura-, fueron quemadas en la plaza, en una pequeña y rápida hoguera. Un ejemplo que también sería muy seguido en el futuro, aun cuando alguien advirtiera que la mejor ayuda que se puede prestar a la difusión de una idea es intentar prohibirla.
Después de aquello, los amigos fueron espaciando poco a poco las visitas a la silenciosa residencia de orillas del río. Muchas salas comenzaron a volverse demasiado grandes, vacías y desprotegidas, y permanecieron cerradas durante semanas porque el pequeño núcleo familiar no se sentía con ánimos de entrar. Pasear por los jardines se convirtió en un continuo escrutar entre los setos, un hablar en voz baja. Las sombras se tornaron insidiosas, las horas de oscuridad, larguísimas. Se hizo insoportable la luz oscilante de las antorchas, el paso de los centinelas de guardia. Pero no existía ningún otro lugar donde Tiberio hubiera permitido a la familia de Germánico encontrar descanso.
Y una mañana el impulsivo Nerón esperó en vano a otro viejo amigo, el fuerte y fiel Cretico que había estado al lado de Germánico en Siria, pero al que Tiberio había apartado fulminantemente de él. «Cuando lo veo llegar -había dicho Cayo a sus hermanos-, instintivamente miro más allá de él, como si esperase que viniera nuestro padre. Siempre lo precedía unos pasos.» Pero Cretico había sido también el durísimo instigador del proceso contra Calpurnio Pisón, el envenenador de Germánico.
– Lo han detenido antes del amanecer -anunció Druso.
Con habilidad policial, la devastadora sorpresa del arresto y del proceso inmediato confundía la mente del acusado, no daba tiempo a testimonios y defensas. Y mientras Nerón maldecía, Cayo se alejó en silencio hacia la biblioteca. Pensó que, después de la detención de Cretico, todas las puertas de su casa estaban abiertas de par en par, sin cerrojos y sin centinelas.
Druso se reunió con él.
– Han aplicado el teorema de Tiberio -anunció-. Desprecio hacia la majestad imperial unido a concusión mientras ocupaba no sé qué cargo. -Cogió su codex y, mientras empezaba a escribir, miró a Cayo-. Concusión, ¿te das cuenta? Un hombre como Cretico… -Luego declaró con decisión-: Mi futuro será la defensa de las leyes. Roma ha construido sus leyes siglo a siglo, leyes para las relaciones entre tú y yo como individuos, para las existentes entre nosotros como individuos y la República, y entre la República y la gente. La fuerza de Roma y su gloria nacen de estas palabras. Porque todos saben que las leyes de Roma son más sólidas que las murallas de Babilonia. Y uno debe respetarlas para que ellas lo respeten a uno. En cambio… -Se inclinó sobre la hoja-. Mientras escribo estas líneas, sé que están conduciendo a Cretico ante los senadores. -Dejó el calamus y se levantó-. Ya verás -dijo-, terminaremos el relato mañana.
Cayo paseó por los jardines hasta el río. El murmullo del agua era igual que el del Orontes, alrededor del palacio de Epidafne. El pobre Zaleucos lo miraba desde lejos; se sentía inútil, cargado de una cultura antigua, derrotada y ya agonizante en aquel mundo feroz. Y ya no se atrevía a acompañar a su querido Calígula si él no lo llamaba.
El proceso contra Cretico duró, efectivamente, un día: debido a su fama como soldado no se atrevieron a matarlo y lo condenaron al destierro. Pero, con despiadada cobardía, escogieron para él una lejana isla del Egeo, árida y casi sin agua, en el archipiélago de las Cícladas: Giaros.
– No volveremos a verlo -dijo Agripina. Cerró los ojos y apretó los párpados, enrojecidos: esa era ahora su forma de llorar-. Nadie ha regresado vivo de esa isla -añadió.
Y Druso escribió: «Te acostumbras al delito, dejas de indignarte, te vuelves prudente. Cada cual teme que le suceda lo mismo que a los demás. Todos nuestros amigos son condenados, uno tras otro; y su terrible culpa es la fidelidad. El viejo y valeroso grupo de los populares es despojado poco a poco de sus hombres, igual que se arrancan los granos de un racimo de uvas».
El hijo de Graco y el nuevo «Castrum Praetorium»
Justo entonces apareció en Roma, y recorrió el Foro de Augusto, un cuadragenario vestido modestamente, con el rostro quemado por un sol ardiente, al que nadie reconocía. Pero antes de que hubiera pasado una mañana los romanos empezaron a señalárselo unos a otros: era el hijo de aquel Sempronio Graco envuelto en el proceso contra Julia, que siendo muy joven había acompañado a su padre al destierro en la isla de Kerkennah.
Agripina dijo, emocionada:
– Cuando se llevaron a mi madre, nosotros, mis hermanos y yo, estábamos aquí, en esta casa, como ahora. Y de pronto llegó el hijo de Graco…, entonces tenía tu edad, Cayo…, y anunció tranquilamente: «He venido a despedirme. Me voy a la isla con mi padre». Y fue tal el clamor en toda Roma que el mismo día una nueva ley prohibió acompañar a un condenado a la relegación o al exilio.
Ahora, caminando por Roma tras una larga y silenciosa ausencia, aquel hombre, irreconocible a primera vista, reavivaba peligrosamente el recuerdo de cómo habían asesinado a su padre.
– He hablado con él -dijo Druso a sus ya poquísimos amigos- y me ha contado cómo murió su padre. De repente desembarcó en la isla un oficial, uno de esos leales ejecutores de delitos, con sus hombres. Graco estaba sentado sobre una roca frente al mar, solo. Su hijo trenzaba cestas de mimbre, como hacía desde los diecisiete años para sobrevivir. El oficial le dijo a Graco que Julia había muerto y que solo quedaba vivo él. Su hijo soltó la cesta en la que estaba trabajando y acudió corriendo; el oficial ya estaba leyendo la sentencia. Graco pidió tiempo para escribir una carta de despedida a su mujer, Aliaria, que durante diecisiete años le había sido fiel. Después abrazó a su hijo, le dio las gracias por todos los días pasados con él y se descubrió el cuello. «Te será fácil asestar el golpe. Se ven bien los huesos», dijo al oficial.
– Yo lo sabía -dijo Cayo-. Lo oí contar en el castrum.
Cremucio Cordo, el historiador, predijo con preocupación:
– El hijo de Graco ha cometido una imprudencia volviendo. Tiberio no soportará que la gente lo vea.
– ¿El culpable es entonces la víctima, no el asesino? -saltó Druso.
Cremucio, que era modesto y de carácter apacible, no se atrevió a decir que, en su obstinado análisis de historiador, a veces sentía que su mente penetraba en los oscuros proyectos de Tiberio y casi se anticipaba a ellos. Humildemente escéptico, pensaba que todo estaba escrito en las historias antiguas y que bastaba leerlas con atención, pues, por más que pasen los siglos, el corazón de los hombres nace siempre igual.
El anciano Zaleucos lo miró y pensó, en cambio, que a esa clarividencia se debían muchos célebres oráculos. Encontró en su memoria una antigua sentencia y la citó:
– Un historiador que lee el pasado, a veces recibe de los dioses el privilegio de ver las sombras sobre el futuro.
Sin embargo, en sus viejos libros no había encontrado la enseñanza de que, a veces, ese privilegio se paga carísimo.
El caso es que un grupito bien organizado de espías no tardó en acusar al hijo de Graco de haber ayudado a las bandas de rebeldes africanos que infestaban la frontera con Numidia. Era una acusación de pena capital; y, puesto que el repugnante efecto de la tiranía era la desaparición del valor civil, los senadores se reunieron para celebrar el juicio, cuyo resultado era previsible.
– Lo perderemos también a él -dijo Agripina envolviéndose en su ya inseparable manto de lana, de la misma manera que tiempo atrás había buscado los brazos de Germánico.
Sin embargo, mientras ella pronunciaba estas palabras, en la sala repleta del Senado irrumpía de forma inesperada precisamente el hombre -procónsul en África- que había derrotado a los rebeldes que amenazaban la frontera con Numidia. Con la autoridad que le conferían sus victorias y la sorpresa psicológica, el procónsul desenmascaró la vergonzosa inconsistencia de las acusaciones contra el hijo de Graco, las desmintió. «El único en esta pobre ciudad que ha conservado el valor», escribió Druso. En Roma se extendió una atmósfera de rebelión y, por una vez, los senadores tuvieron más miedo de la calle que del emperador. El imputado fue claramente absuelto.
Tiberio, silenciosamente furioso, estaba culpando a Elio Sejano, el hombre de la cueva de Sperlonga, por el desastroso desarrollo de aquel proceso, cuando este, con agilidad mental, le ofreció un consejo para dominar de modo implacable la inquietud de la inmensa Roma.
– Los pretorianos tienen dificultades para controlar la ciudad porque están repartidos en las diferentes regiones. Es fácil burlarlos. Debemos reunir a las nueve cohortes en un solo e inexpugnable cuartel.
Concentradas y bajo un único e inmediato mando, las cohortes conquistarían la fuerza operativa y disuasoria de un ejército.
El cuartel fue construido inmediatamente y llamado Castrum Praetorium, una fortaleza dentro de la ciudad. Y se hizo tan siniestramente célebre que el barrio conservaría su nombre durante veinte siglos. Las cohortes de los mílites pretorianos se convirtieron en una formidable defensa contra los movimientos populares y en una temible intimidación contra los senadores disidentes. Como es lógico, Elio Sejano fue nombrado prefecto.
– Ahora que tiene la capital en un puño, se ha convertido en el hombre más poderoso del imperio -susurró con su dolorosa clarividencia Cremucio Cordo, y por el tono de voz se notó que la idea lo aterrorizaba-. Pero creo que todavía no lo ha advertido nadie.
El fin de Cremucio Cordo y de Cayo Silbo
– Nunca hubiera creído que ver amanecer inspirase terror -dijo Druso.
Cualquier voz apenas más alta en el silencio de los jardines provocaba sobresaltos; la hora de las irrupciones, de los arrestos inesperados era, efectivamente, el alba. Y el sol traía las novedades policiales de la noche.
De hecho, apenas era de día cuando se presentó el équite Tario Sabino -el que había llorado de emoción viendo el triumphus ele Germánico- y anunció, desesperado, que estaban instruyendo un proceso contra Cremucio Cordo, su amigo más querido, el apacible historiador con el que había discutido afectuosamente toda la vida, paseando bajo los soportales de los Foros.
Nerón preguntó qué había escrito ese pobre hombre que pudiera ser considerado criminal.
– Dicen que ha osado exaltar el gesto de Bruto cuando mató a Julio César. Ha escrito que Bruto fue el último romano. Sus acusadores han dicho que elogiar un delito significa ser cómplice de él.
El joven Cayo se alejó. «Ninguno de nosotros escapará», pensó con lucidez. Recordó que, durante una cacería en los alrededores de Antioquía, un zorro había escapado de los perros fingiendo estar muerto entre unos arbustos. «La única posibilidad de que no me maten es que crean que no vale la pena hacerlo», se dijo. Su mente ya no formaba pensamientos jóvenes. «No cometeré errores», decidió, antes de volver atrás y preguntar:
– ¿Dónde están los escritos de Cremucio?
– Tiberio ha ordenado a los ediles que los quemen en público -respondió, desesperado, Sabino-. ¡Treinta y cinco años de estudio! Y Cremucio…, ya sabéis lo tímido que es, se ha pasado la vida entre sus libros…, estaba de pie ante Tiberio, y sabía que no tenía esperanzas. No obstante, mientras que todos guardaban un terrible silencio, él ha hablado, y ha dicho: «Todos vosotros sabéis que han transcurrido casi setenta años desde que mataron a Julio César. ¿Cómo podéis considerarme culpable a mí, que aún no había nacido?». Tiberio lo miraba en silencio («truci vultu», escribiría Tácito). Y ninguno de los seiscientos senadores ha replicado. Él se ha visto ante la muerte. «Soy inocente, hasta tal punto que, al no encontrar culpa en mis actos, se me acusa por relatar los actos ajenos», ha dicho. Tiberio ha permanecido callado, sabe que sus silencios pueden matar, y ha aplazado la audiencia, pero sin fijar ninguna fecha. Cremucio ha vuelto a casa solo, y nadie ha tenido valor para hablar con él. Se escabullían para no saludarlo. Ha cerrado la puerta y los postigos.
Permanecieron en silencio mientras un anciano y diligente siervo, que había conocido a Germánico de pequeño, llenaba delicadamente sus copas de vino. Sabían, sin decírselo, que Cremucio estaba dialogando con la muerte.
Dejarse morir rechazando la comida. Una muerte que habían escogido lúcidamente muchos romanos, sin sangre, sin violencia contra sí mismos, sin exponerse a fallar el golpe. Un gesto que no nacía de momentáneos impulsos emotivos, una protesta lúcida, sostenida durante días y días. En el fondo, contaban los que habían visto semejante agonía, solo se sufría realmente los dos o tres primeros días; luego -al menos eso se decía- todo se deslizaba a un limbo de alucinaciones, de cansancio invencible, de trío, de sueños.
– Porque la mente ordena al cuerpo cuándo es el momento de morir -murmuró Zaleucos en griego.
Y el cuerpo se entregaba a la muerte con una limpidez transparente del rostro, un tranquilo abandono de los miembros, un sueño sin sobresaltos.
La madre de Cayo escuchaba con atención; sus ojos destacaban en el delgado rostro.
– Tiberio también sabe, lo que está sucediendo en casa de Cremucio Cordo -dijo-. Por eso ha aplazado el proceso.
Unos días más tarde, Druso pudo escribir en su diario: «Esta mañana lo han encontrado muerto. Ha dejado escrito que estaba seguro de que sus palabras perdurarán aunque hayan quemado su libro, porque los que vienen después de nosotros valoran con arreglo a la verdad. Y ha dicho que se le recordará más precisamente porque lo han condenado».
– ¿Has visto? -dijo, volviéndose hacia Cayo-. Al racimo de nuestros amigos le quedan los últimos granos. Somos nosotros.
Cayo salió al jardín sin decir nada, como siempre. Pensó que algún día haría buscar y publicar de nuevo los libros de aquel muerto. Y mientras pensaba esto, Nerón irrumpió en la sala gritando:
– Han arrestado a Cayo Silio y lo han trasladado a Roma en secreto. Lo procesan hoy.
Se quedaron petrificados.
– ¡Hay que sublevarse inmediatamente! -gritó-. Nos matarán a todos uno tras otro.
Druso se levantó y le puso dos dedos sobre los labios. El grito de Nerón se convirtió en sollozos de rabia.
– Le han hecho pagar la fidelidad a nuestro padre.
El tribuno Cayo Silio, ya comandante de legiones en el Rin, era el hombre que había enseñado a Cayo, cuando este era pequeño, a utilizar el puñal, el primero que le había revelado algo de la historia de su familia, el que le había regalado aquel caballo tan querido, el mannulus llamado Incitatus.
Cayo salió de la residencia sin avisar a nadie, llevando consigo al ya anciano y completamente resignado Zaleucos. En la calle, le anunció que quería ver al acusado en el único momento posible, es decir, mientras lo conducían al tribunal senatorial.
Sin embargo, a lo largo de aquel recorrido el despliegue de fuerzas era impresionante. Cayo, impotente, solo vio el movimiento tumultuoso de los pretorianos y dos murallas de muchedumbre asustada y muda; por un momento distinguió allí en medio al acusado, sin las insignias de la graduación, que, pese a ser el único que llevaba la cabeza descubierta, sobresalía a causa de su estatura y caminaba muy erguido, con orgullo. El cortejo avanzaba despacio, y la mirada del tribuno Silio pasó por encima de las cabezas de la multitud y llegó hasta él. El muchacho esperó fervientemente que lo reconociera. No sucedió nada más.
Cayo volvió sobre sus pasos mirando al suelo. Pensaba en el inmenso poder que había tenido su padre: la capacidad de hacer, con un gesto, que ocho legiones se sublevaran. Y todo se había disuelto como agua: ni siquiera podía atravesar un cordón de pretorianos. ¡Qué irreparable error había sido prestar obediencia a Tiberio! ¡Cómo debían de haber reído, en secreto, el usurpador y su madre! Sus puños se habían apretado, las uñas torturaban la palma de las manos.
Zaleucos lo seguía en silencio; en su memoria ya no quedaban citas de historiadores o filósofos.
– Los días más hermosos que hemos vivido son aquellos inviernos que pasamos en el castrum -murmuró.
Al día siguiente, Druso escribió: «Acusan a Silio de haber dicho que, si sus legiones se mueven, Tiberio pierde el poder. El acusador ha sido el cónsul Marco Varrón, el siervo más vil de Tiberio. Ha sido horrible. Dicen que Silio entró en la sala encadenado. Siempre ha sido hombre de pocas palabras; mientras Varrón lo acusaba, él lo miraba con desprecio y no decía nada. Al final, solo dijo que su intachable carrera militar lo ha cubierto de odio».
Los ojos de Cayo se detuvieron en esa última línea mientras Druso dejaba el calamus. Y en ese momento llegó jadeando el grammaticus Caro, el preceptor de los dos hermanos mayores, para anunciar que el tribuno Silio había escapado de las manos crueles y humillantes del verdugo suicidándose. Un golpe limpio, de precisión mortal. Y no se sabía quién le había dado en secreto aquel puñal mientras estaba encadenado.
Cayo salió al jardín sin hacer ningún comentario. Aquel orgulloso suicida había sido el primero que lo había tratado como un adulto. Lo asaltaban los recuerdos: el golpe preciso de sita, los dedos sobre la yugular («Si ya no late, se ha ido la vida…»), el fuerte tribuno volviéndose de pronto y diciéndole: «Ten cuidado, cachorro de león…». Soportó los recuerdos uno tras otro, tal como su memoria se los enviaba. Después respiró hondo y se dio cuenta de que no podía franquearse con nadie.
En la biblioteca, Druso cogió de nuevo el calamus y añadió unas líneas: «Escribo esto para que se sepa que, en vista de que ya no podían matarlo a él, se han vengado condenando al exilio a su mujer, Sosia, simplemente porque es la amiga más fiel de nuestra madre. Así se sabrá también que el imperio de Tiberio tenía miedo de una mujer».
Los misterios de Capri
Entretanto, el emperador Tiberio -por instinto y también debido a los venenosos consejos de Elio Sejano, que le pintaba los peligros de Roma aumentados- no iba casi nunca a la capital. Pasaba el tiempo en Miseno, Baia o Capri, a capricho, con poquísimos amigos: un senador que era también un célebre jurista, Coceyo Nerva, el équite Curcio Ático, helenista, apasionado como él de las historias antiguas, algunos literatos griegos. O bien escogía lugares de espléndida belleza, pero controlados e inaccesibles, donde hacía edificar residencias a su gusto, seguras como un castrum en tierras bárbaras. «Las madrigueras del usurpador -decía Agripina-, los escondrijos de su miedo.»
En Tiberio no todo eran sospechas y temores. Era misoginia, intolerancia a las voces, las risas y los ruidos, rechazo de las ceremonias de corte, el gentío, la música, las prendas multicolores, la vivaz presencia femenina. Tenía unas cicatrices profundas y secretas, jamás confiadas a nadie. Sus horas privadas eran humillantes y solitarias. Su orgullo se había visto profundamente herido por el ansioso rechazo de Julia. Ver que su silenciosa e insustituible Vipsania rehacía su vida había supuesto una insoportable desilusión para él. Y Druso había escrito: «Asinio Galo, un anciano, rico y tranquilo hombre de bien es culpable de una sola cosa: haber osado casarse con Vipsania, la mujer de la que Tiberio se había cobardemente divorciado para obedecer a la Noverca, su madre, y casarse con Julia. De modo que Tiberio, una vez tomado el poder, vio ante sí, entre los senadores, al hombre que puede jactarse de dormir desde hace unos años, y con recíproca satisfacción, junto a la que fue esposa del emperador. Quién sabe qué confidencias e ironías, y qué secretos…». El sarcasmo de Druso rayaba el insulto: «El pobre hombre debería haberse retirado a una lejana provincia con esa consorte demasiado célebre y no haber vuelto a dejarse ver. En cambio, falto de astucia, saludó a Tiberio con una devoción que quizá era temor, pero que a Tiberio le pareció una burla. Inmediatamente fue objeto de falsas acusaciones: declaraciones sediciosas y conspiración. Montaron un repugnante proceso y destruyeron al pobre hombre. Lo condenaron a un exilio de por vida, la pérdida de la dignidad senatorial, la prohibición de vestir la toga, la confiscación de sus bienes».
Pero la venganza no había aportado consuelo al emperador. A él, los juegos del circo, las juergas que hicieron famosos a otros emperadores, los amores variados y exóticos, los espectáculos de gladiadores o las carreras de caballos no lo aliviaban de las pesadas tareas de gobierno. Él se sumergía en la lectura de un codex o de un libro, a solas con las solemnes y expertas voces de la antigüedad. Su mente era árida: durante el airado exilio de Rodas no había encontrado otra cosa que hacer que iniciarse en los misterios del arte mágico caldeo. Tenía predilección por los mitos de siglos atrás y tierras muy lejanas. Pero le gustaba rodearse -y cuanto menos soportaba a las mujeres, más aumentaba ese gusto- de jovencísimos compañeros escogidos en las provincias de Asia, a los que su posición, su poder y su misteriosa soledad embriagaban fácilmente. No existían mujeres en su corte.
«Elio Sejano ha comprendido -escribió Druso- que, para permitir a Tiberio todo eso con entera libertad, debía garantizarle un aislamiento inquebrantable. Y come tales instrumentos se ha hecho a sí mismo señor de Roma.» Tiberio sentía cada vez más predilección por la rocosa isla de Capri, sublime en su difícil soledad marina. En la cima de la isla se extendía la inmensa construcción de la villa imperial, que fue dedicada al mayor de los dioses y pasaría a la historia como Villa Jovis.
«Semejante aislamiento resultaría insoportable para cualquiera, pero para él es el moderado precio de su seguridad y de sus placeres secretos», escribió Druso.
Desde la cima de la isla divina, Tiberio dirigía con gran lucidez el imperio a través de un puntual y diario ir y venir de correos; una red planetaria de espías, reforzada año tras año por el celo y el dinero de Sejano, le enviaba informaciones sin filtros. Se comunicaba con los senadores mediante mensajes escritos, auténticas órdenes -a menudo entregadas en mano por la persuasiva presencia de Elio Sejano- que eran leídas con diligente terror. «Y los seiscientos padres de la República obedecen, incluso cuando se trata de acusaciones y condenas capitales contra algunos de ellos, porque Roma está físicamente en manos de las cohortes pretorianas.»
Algunos murmuraban que, lejos de Roma, Tiberio había conseguido distanciarse inexorable, total y despiadadamente de su terrible madre, la Noverca. Todos susurraban que, después de su larga complicidad criminal, por alguna misteriosa aunque sin duda horrible razón, sus relaciones se habían vuelto gélidamente agrias. «Es un consuelo saber que también él la odia», escribió Druso. Sin embargo, nadie conocía las verdaderas razones de aquel odio.
– Yo creo -dijo Cayo- que tu diario se leerá dentro de muchísimos años.
Druso sonreía. Pero sus esperanzas eran una ventana abierta en la oscuridad.
La profecía
Cuando Tiberio partió por enésima vez para Capri, alguien pronunció una profecía abstrusa que enseguida se difundió por Roma. Druso escribió: «Ciertos astrólogos orientales han visto en los planetas que Tiberio se ha marchado de Roma para no volver nunca más».
Excitada por esperanzas opuestas, pero igualmente vivaces, la gente preguntaba cuál era el origen de la profecía. Cayo, recordando los relatos mágicos del anciano sacerdote egipcio en el templo de Sais, también lo preguntó.
«Durante todo el verano han escrutado el cielo con instrumentos traídos por astrónomos caldeos -escribió Druso-. Han leído claramente en los astros que Tiberio morirá cuando intente hacer el viaje de regreso.»
Tiberio encarceló y condenó de manera fulminante a todos los propagadores de esa noticia a los que pudo pillar. «Esta mañana han crucificado a otros tres hombres en el monte Esquilino; anunciaban por las tabernas que Tiberio morirá si vuelve a Roma.» Pero el rumor estaba ya en millones de bocas. Y Druso concluyó con escepticismo: «No se podía encontrar en las estrellas una profecía más útil para el poder de Elio Sejano. Ha prohibido al emperador residir en Roma».
Fuera conspiración, superstición o miedo, el hecho es que Tiberio no regresaría a Roma en todos los años que le quedaban de vida. Y no querría ver nunca más a su madre. Como la mayoría de los romanos cultos, no tenía fe en ninguna religión, pero su racionalismo encontraba un curioso complemento en una confusa idea de inaprensibles fuerzas astrales que movían despiadadamente la suerte de los hombres. Se decía que ejercía una enorme influencia en él Trasilo, el astrólogo al que había conocido durante el exilio en Rodas y al que tenía siempre cerca para hacer consultas diarias.
Entretanto, Elio Sejano, ascendido a prefecto de las cohortes pretorianas, había sido irreparablemente seducido por la grandiosidad del poder. Procedía de las pobres colinas de los alrededores de Volsinii, había trabajado duro y con ahínco para destacar, y su mente inculta pero muy astuta comenzó a elaborar inescrupulosos planes en torno al precoz deterioro físico del emperador.
Había constatado hacía tiempo que los ciudadanos romanos, las legiones de Germania y de Oriente y la facción de los populares veían en los hijos de Germánico los siguientes y muy queridos herederos del imperio. Mientras él pensaba en la manera de eliminar ese obstáculo de su camino, alguien advirtió a Agripina.
Ella, con desesperada perspicacia, avisó a sus hijos:
– Llevad cuidado con Sejano, porque nadie lo conoce aún de verdad.
Sin embargo, Druso anotó con desprecio: «Es ridículo que un hombre como Sejano aspire nada menos que al imperio para sí mismo». Nerón, impulsivo, optimista y encantado de arriesgarse, congregaba secretamente a su alrededor a los cabecillas de la oposición senatorial; y viejos militares que habían combatido bajo las órdenes de Germánico describían con impaciencia el declive de Tiberio. Sin embargo, nadie poseía autoridad suficiente para aconsejar cautela al impetuoso Nerón.
En cambio, Sejano le dijo sin rodeos a Tiberio:
– Si Agripina y sus hijos permanecen en Roma, estallará una guerra civil.
Hasta que un día -«acontecimiento imprevisible y que nos ha inquietado a todos muchísimo», anotó Druso- Tiberio invitó a Nerón a Capri con su joven mujer, una invitación que no podía rechazar. No fueron saludos y abrazos felices los de su madre y sus dos hermanos, que lo miraban partir.
Apenas la residencia quedó vacía de la voz sonora y las fuertes carcajadas de Nerón, Druso abrió instintivamente el diario. Y Cayo, al que le gustaba mirar por encima de su hombro, leyó en aquella caligrafía lenta y ordenada, fruto de cautas reflexiones, una ti-ase que no olvidaría: «Hubiera preferido verlo partir a la guerra contra los partos». Miró a Druso dejar el calamus. No dijo nada.
Entretanto, los amigos continuaban distanciándose. Y finalmente quedó claro que la llamada a Capri no había sido la invitación a una audiencia. El permiso para volver a Roma no llegaba; Nerón estaba inmovilizado en la Villa Jovis. La mente de Agripina poseía la clarividencia del odio, y esa estancia en Capri de su indefenso e imprudente hijo le quitaba la respiración.
«Cazadores al acecho -escribió Druso, contagiado por aquella angustia-. En cuanto el jabalí se pone al descubierto, le echan encima los perros.»
Todas las mañanas, la familia esperaba noticias en vano. Una noche Cayo -su sueño era cada vez más breve y se veía interrumpido cada vez más a menudo- se dijo que quizá su alto y fuerte hermano mayor no volvería nunca a casa. Y Druso, introvertido, demasiado pesimista para su corta edad, le confió que, pasara lo que pasase, en aquel diario permanecería encerrada su voz.
– Es necesario salvarlo a toda costa, recuérdalo.
Mientras tanto, en Capri, Sejano, como en una cacería de jabalíes, había rodeado a Nerón de espías; y había conseguido introducirle la traición en casa, porque las imprudentes conversaciones con su atolondrada y joven esposa llegaron a oídos de Tiberio. La vida en la villa imperial se hallaba reducida a una total dependencia del emperador, una maniática observancia de horarios, de recorridos, de largas esperas inertes, de rituales cortesanos. Tiberio se dirigía unas veces a Nerón con una falsa sonrisa y otras lo rechazaba con desconfianza; y la vida del joven se había convertido en una tortura de incertidumbres.
Entretanto, en la mente de Tiberio las sospechas iban en aumento, hasta que Sejano le dijo: «Ha llegado el momento de llevar adelante este proceso. Tendremos pruebas, te presentaré testigos».
El último amigo que mantenía fielmente su relación con la familia era Tacio Sabino, el hombre que había asistido con horror al proceso contra el historiador Cremucio Cordo. Sejano ordenó a un senador, ligado a él por abyectas razones, que invitara a Sabino, lo incitara a beber, le hiciera olvidar su desconfianza. El senador obedeció, y en el desván, entre el tejado y el techo decorado de la sala, escondió detrás de una trampilla a tres senadores, que se agazaparon allí arriba, como irreprochables testigos, para transformar aquel diálogo en conjura. Cuando el anfitrión consideró que había corrido suficiente vino, empezó a lamentarse de lo mal que gobernaba Tiberio, elogió al fallecido Germánico, así como a la valerosa Agripina y a sus hijos, ya en edad de seguir el ejemplo del padre. Dijo que la salvación de Roma estaba en esa gran familia, perseguida con injusta crueldad. Para Sabino, hombre llano, fue inevitable pronunciar, en casa de un viejo amigo, palabras imprudentes.
Sejano, pues, pudo informar enseguida a Tiberio: «En Roma se prepara una insurrección».
Desde Capri, Tiberio dispuso el arresto, el proceso y la condena de Tacio Sabino y de «todos sus eventuales cómplices».
Sejano leyó el mensaje en el silencio servil de los senadores, y estos ordenaron inmediatamente la detención de Sabino, que ni siquiera se acordaba de qué habían hablado aquella noche.
Druso escribió: «Tiberio nos ha arrebatado también a este último amigo. La astucia de Sejano, el terror de algunos y el servilismo de muchos han actuado conjuntamente».
En una sola sesión, los senadores escucharon los testimonios, emitieron la sentencia y enviaron a la muerte al condenado antes de que este entendiese qué estaba pasando. Eran las calendas de enero. «Y en este sagrado día de fiesta -escribió Druso- lo han arrastrado por las calles con la cuerda al cuello. Y ese pobre hombre traicionado gritaba: "¡Mirad cómo mata Sejano a sus víctimas inocentes!". La gente, al ver el cortejo y oír los gritos, se alejaba, cerraba puertas y ventanas. Entonces le han envuelto la cabeza con la toga para que no pudiese hablar, y avanzaban así por las calles desiertas. Y su cuerpo ha sido arrojado al río.» Cayo estaba de pie a su lado, en el silencio nocturno de la gran residencia medio vacía. La idea de los traidores apostados dentro de una casa amiga, en el desván, era espantosa.
Esa noche, acurrucado en su habitación a oscuras, el joven Cayo se prometió a sí mismo que nadie, en ningún lugar, oiría una sola palabra imprudente salida de su boca. Pero no previó que nunca más podría leer nada en el diario de Druso.
La madre de Cayo
Al día siguiente -un gélido amanecer de enero cubierto de ligeras nubes blancas, el monte Soratte allá arriba, cargado de nieve-, el dolor impotente por la muerte de un ingenuo y fiel amigo se transformó en acuciante alarma, pues un senador había gritado ron violencia en plena Curia: «Tacio Sabino preparó la conjura inspirado por la soberbia de Agripina y la violencia de su hijo Nerón. Estamos a un paso de la guerra civil».
La terrible acusación se difundió por toda Roma. Y antes de que acabara aquel breve día de invierno, comprendieron que estaban perdidos.
Sin dar ninguna explicación, Agripina envió a Cayo a dar un inverosímil paseo con el preceptor Zaleucos; y nada más salir él, sin vacilaciones y sin despedidas, mandó a sus hijas adolescentes al palacio de la anciana Antonia, la madre de Germánico, y cuando Cayo regresó, ya no las vio. No obstante, se enteró de que Drusila, la predilecta, había intuido algo, pues había preguntado llorando cuándo les permitirían volver. Hasta más tarde Cayo no comprendió que su madre había evitado a todos el tormento de despedidas demasiado conscientes.
Acababa de empezar la nueva mañana, y la invernal luz azul había invadido los jardines, cuando Cayo se topó en el atrio con el antiguo jefe de la guardia, un veterano de Germánico, que había subido corriendo la gran vía.
– ¡Han arrestado a Nerón en Capri, en la villa de Tiberio! ¡Lo traen a Roma encadenado!
Mientras Cayo lo miraba petrificado, Druso, sin avisar, sin saludar, desapareció. Cayo fue corriendo a la biblioteca y vio el bargueño abierto: el estante del diario estaba vacío. Días atrás, Druso había aludido a una villa que tenían en Umbría, junto a las sagradas fuentes del Clitumnus, había hablado de la antigua y poco frecuentada vía Anerina, la más corta desde Roma hasta Umbría, rodeada de bosques y senderos montañosos que descendían hacia el mar Adriático. Y desde allí se podía desembarcar en Iliria.
Cayo volvió atrás y se preguntó, angustiado, cómo iba a decírselo a su madre. La vio en el atrio, de pie, rodeada de los fámulos aterrorizados, pero ya no había nada que decirle, porque frente a ella estaba un oficial con algunos hombres armados y le notificaba, leyéndola en voz alta, una acusación policial de conspiración, unida a una providencia de confinamiento en el domicilio: prohibido frecuentar a extraños, prohibido mostrarse en público en Roma. Agripina no dijo nada. Tendió la mano y cogió aquel terrible escrito. Sus blancos dedos no temblaban. El oficial se marchó tras dirigirle un brusco saludo. En la entrada de la residencia apostaron a un guardia armado. Y empezaron a instruir el proceso con la lentitud y la solemnidad que exigía la importancia de las víctimas.
La noche antes del juicio, la residencia se había vuelto tan grande que daba miedo. Cayo y su madre no tenían noticias de Druso.
– Pero si quieren arrestarlo-dijo Agripina, desesperada- lo encontrarán. -Se le quebró la voz, su angustia de madre resultaba asfixiante-. Nadie ha salido de aquí sin que los espías de Tiberio lo sigan.
– Druso es hábil, y no sabemos adónde ha ido -mintió el muchacho para calmarla, y, mientras decía esto, pensó que se estaba quedando completamente solo. Se acordó de su padre: «Sustine, aguanta. Tendrás tiempo».
El aire de aquella noche de enero romana se había tornado extrañamente suave, o quizá la angustia hacía tan costoso respirar que tenían la habitación abierta. Su madre llevaba los hermosos y finos cabellos recogidos hacia atrás con mano distraída, sin la fina raya ni las dos elegantes ondas a los lados de la cara que a lo largo de los siglos la harían inmediatamente reconocible en las esculturas talladas en mármol. Tenía las mejillas hundidas y una sombra oscura alrededor de los ojos, ya de por sí profundamente metidos en las órbitas, como los de su hijo. Pero no se venía abajo, conservaba el dominio de sí misma en los más pequeños gestos, parecía que no tuviese emociones.
Cualquier ruido, viniera del lugar de la casa que viniera, a él lo hacía sobresaltarse. A ella no. Se mantenía firme, con las manos, muy delgadas ahora, cruzadas sobre las rodillas.
Ira una noche oscura. Ella miraba al chiquillo, miraba un instante hacia el fondo, hacia la sucesión de amplias salas vacías.
– ¿Has visto? -dijo, pero no añadió nada más.
Nadie en toda Roma se había atrevido a infringir la orden de Tiberio, a acercarse esa noche a la casa donde estaban ellos dos solos. Nadie se había movido en toda Roma por la nieta de Augusto, la sangre más noble del imperio, la viuda del queridísimo Germánico, la esperanza del pueblo. De los seiscientos senadores, nadie; nadie tampoco de los poderosos colegios sacerdotales. Ella había alejado a gran parte de los siervos, incluso a los más fieles, que se resistían; los había enviado a una villa suburbana.
Cayo no había visto nunca la casa en aquel estado, vacía, las luces titilando lejanas y de vez en cuando alguna, olvidada, apagándose. Agripina también había escrito un diario, lo había escondido, no había hablado sobre él con nadie. Pero tenía pocas esperanzas de que pudiera sobrevivir a ella. En realidad, no se sabría nada de él. Mientras acariciaba a su hijo -que tenía la cabeza apoyada en sus rodillas, como de pequeño-, le dijo con lucidez que era muy joven y podía escapar de la Noverca y de Tiberio simplemente fingiendo: hacerse el tonto, interesado solo por fútiles juegos, inofensivo. Como el anciano tío Claudio, la imbele leyenda familiar. Solo así lo dejarían vivir, y quizá cómodamente, porque parecería a los ojos de todos una prueba de su clemencia y bondad.
Cayo le preguntó, susurrando -ya hablaban siempre en voz baja, incluso dentro de casa-, si no podía utilizar también ella esa arma.
Su madre respondió que no la creerían y meneó la cabeza con tierna compasión por lo que veía como un rasgo de ingenuidad. A ella solo le quedaba un camino, dijo: aguantar hasta el final su suerte. Valiente e indomable, fiel a su marido y al orgullo de su casa, y a sus derechos pisoteados, hasta más allá de la muerte. Le dijo que en el futuro se hablaría de ella. Y como él lloraba con la cabeza escondida, dijo riendo:
– Nos queda una esperanza. Nadie sabe cuántos días va a concederle la suerte a Tiberio.
Se oía el caudaloso río. Al otro lado de aquellas aguas, en otro palacio medio vacío en el monte Palatino, en las estancias donde Augusto había vivido muchos años atrás, pasaba la noche -una de sus noches de poquísimas horas de sueño- la vieja e implacable Noverca, la mujer que había logrado transformara Augusto, el pacífico, el clemente, en el más injusto enemigo de su sangre.
A través de la oscuridad de Roma, Agripina miró hacia esa colina y declaró que la Noverca no quería morir dejándola a ella, libre y viva, sobre los hombros de Tiberio.
– No llores -concluyó-, pero no te hagas ilusiones. Nos hemos ido todos de aquí, uno tras otro. Pero tú recuerda que, si consigues vivir, tendrás el placer de decidir la manera de vengarme.
Fueron a prender a Agripina cuando aparecieron las primeras luces del alba. Ella se echó sobre los hombros un manto ligero, se volvió, abrazó con naturalidad a su hijo y luego, apartándose sin llorar, le dijo que no olvidara la pequeña nidada de pavos reales ni la pajarera. Él se lo prometió; y se quedó solo en casa, con el preceptor griego, el aterrorizado Zaleucos. Era una mañana gélida, el viento descendía hacia la ciudad desde los Apeninos nevados. Zaleucos bajó hasta la entrada de la villa junto al río y volvió a subir; dijo que la entrada estaba custodiada por los pretorianos.
En Roma se contó en voz baja que se habían presentado muchos testigos contra Agripina y Nerón ante los senadores. Según las acusaciones, ambos habían violado la terrible Lex de majestate. Los declararon culpables juntos: la complicidad transformaba el delito en conjura. Los senadores los consideraron unánimemente «enemigos del pueblo romano». Pero el proceso se había celebrado a puerta cerrada y oficialmente no se informó de nada.
Con sádica reiteración, las queridas residencias familiares se convirtieron en cárceles: Tiberio desterró a Agripina a la isla de Pandataria, donde Augusto había encerrado a Julia, la isla persa del mar Tirreno desde la que, los días claros de invierno, se veían los montes Albanos, los montes Lepini y, hacia el sur, las islas y la costa del golfo Partenopeo. Nerón fue desterrado a la vecina isla de Pontia, actualmente llamada Ponza.
Contaron que Agripina había realizado aquel viaje encadenada, con una gran escolta militar, pero dentro de una litera para que nadie pudiera acercarse a ella. Y en efecto, nadie volvería a verla jamás. Y copio por efecto de una larga censura, las páginas de Cornelio Tácito que relataban objetivamente su suerte final fueron arrancadas y desaparecieron.
De aquel rápido proceso, de las acusaciones, de los testigos, de cómo se defendieron los imputados y si se les permitió hacerlo, al joven Cayo nadie le contó nada. Él no pudo preguntar.
La tutela de la Noverca
Inmediatamente fue a buscarlo un oficial con una escuadra de pretorianos, y él, al verlos al fondo del atrio, pensó que iba a morir. Por un instante casi le pareció fácil. Fue a su encuentro en silencio, dejando atrás, una tras otra, las estancias de la casa. Los fámulos y los libertos que habían ayudado a su padre lo miraban con desesperacion.
Pero el oficial le informó, con respetuoso rigor, de que, dada su minoría de edad, la muerte de su padre, la pérdida de los derechos civiles de su madre y la confiscación de todas las propiedades, los senadores habían decidido que su tutela fuera concedida a Livia, la augusta viuda, la madre de Tiberio. Y anunció que debía conducirlo inmediatamente a casa de esta, en el monte Palatino.
Cayo sintió que su joven cuerpo se paralizaba. Habían otorgado todo poder sobre él a su monstruosa enemiga. Y la llamaban «la tutora», la que hace las veces de padres, una figura materna. Se quedó sin saliva en la boca, no conseguía tragar o hablar, los labios secos se le pegaron a los dientes.
El oficial esperaba su reacción y a Cayo le pareció que lo miraba con excesiva atención. ¿Qué sabía? ¿Cuáles eran las órdenes secretas? Pero si había aprendido algo era a disimular. Sus labios se abrieron y contestó:
– Obedeceré con mucho gusto.
La servidumbre de casa, los familiares, iban congregándose preocupados en el atrio; sabían que su vida estaba destrozada. El oficial, en efecto, anunció a Cayo que sus objetos personales irían con él, mientras que la gente de casa, la familia urbana, los esclavos, los muebles y las propiedades de su madre eran confiscados por el Estado. El chiquillo vio por última vez, y durante toda su vida lo recordaría, a su pobre preceptor Zaleucos. Se había situado junto a la entrada y temblaba ostensiblemente; tenía los ojos muy abiertos.
Cayo, que ya era bastante más alto que él, le puso una mano sobre un hombro y miró sus cabellos grises. Enseguida retiró bruscamente la mano, incapaz de decirle nada. La vejez de un esclavo… Se irguió y se dirigió a todos a la vez:
– Os doy las gracias…
Luego dijo que acataran las órdenes, los saludó dignamente y no se volvió. No volvería a ver a ninguno: dispersados, vendidos lejísimos de Roma.
El oficial continuaba mirando a Cayo.
– Vamos -dijo, y se dirigieron al monte Palatino.
Aquel lugar era ya el símbolo del poder. La leyenda virgiliana decía que sobre aquella espléndida colina, entre el Foro y el Circo Máximo, siglos antes, cuando solo había cabañas de pastores, se había instalado el héroe Palante, el hijo de Evandro.
Augusto había escogido ese punto exacto para construir un templo a Apolo, el dios que, según él aseguraba, le había dado la victoria de Actium sobre Marco Antonio y que, después de tantos estragos, había acabado simbolizando orden, moderación, paz. Para el templo había querido mármol blanco de Luni, rodeado por un pórtico con columnas de mármol amarillo y cincuenta hermas de mármol negro antiguo que representaban el mito de las Danaides. En el interior del templo, detrás de unas pesadas puertas de bronce, dentro del pedestal de la estatua divina, había hecho depositar los antiquísimos Libros Sibilinos, en los que se decía que estaban escritos los destinos de Roma.
Entretanto, a través de agentes, había adquirido poco a poco propiedades colindantes y, utilizando asimismo los terrenos confiscados a Marco Antonio, había edificado alrededor del templo una especie de santuario, el palacio imperial, con terrazas descendentes, jardines, pórticos y atrios, mármoles raros, estucos y frescos en las bóvedas y las paredes. El poeta Ovidio, antes de ser relegado a la lejana Tomis, había cantado la magnificencia de los edificios y cambiado el original palatium por el suntuoso palatia, el plural.
La gente murmuró que en Roma ya se superaba la grandiosidad de los soberanos orientales, y realmente el inmenso palacio -más de doce mil metros cuadrados- se parecía a los célebres palacios de Pérgamo. Pero Augusto tuvo la perspicacia de incluir una grandiosa biblioteca griega y una latina, y declaró que, tanto el palacio como el templo estaban abiertos a los ciudadanos, porque el dueño de todo era el pueblo romano.
Mientras llevaba a cabo esta grandiosa operación inmobiliaria pública, Augusto -sublime artista de la política- ostentaba modestia y discreción para su residencia privada: pocas estancias y pequeñas que habían pertenecido al senador Hortensio, austeros pavimentos de mosaico blanco y negro, sencillos frescos de dibujos geométricos. Esas estancias eran colindantes a la que actualmente los arqueólogos llaman «la casa de Livia» y que en realidad había sido la casa de Claudio, su primer marido, al que abandonó. Allí dentro había permanecido encerrado Augusto durante los días de la guerra familiar: desde allí, sordo a las súplicas, había decidido relegar a su hija Julia y condenar a su último nieto adolescente. Allí, años después, había ido también a buscar consejo Tiberio, salpicado por el escándalo del envenenamiento de Germánico.
Ahora, los pretorianos caminaban ordenadamente a ambos lados del oficial y de Cayo, y aquello podía significar escolta de honor o reclusión. Desde el primer paso dado en el atrio de aquella casa, el olor que percibió Cayo fue nauseabundo; y mientras andaba, los ojos se le empañaban.
«Hasta un hombre como Augusto, que poseía el alma de un dios -había escrito Druso en aquel diario desaparecido con él-, se dejó envenenar por una mujer que de joven había sido una meretricula, una scortum, que sin él no habría sido nada. Jamás ha sido guapa, ni siquiera en su juventud. Con el paso del tiempo, ha acabado odiándola incluso su hijo, cómplice de sus delitos, y está cada vez más lívida y degradada físicamente, porque en la vejez cada cual tiene el rostro que se ha modelado durante la vida.»
El oficial levantó la mano derecha y Cayo vio con alivio, como si lo liberaran, que los pretorianos se detenían. Entraron ellos dos solos en una sala. Las paredes estaban cubiertas de frescos luminosos, flores, pájaros, hiedras, cenefas multicolores de frutas y linones. Parecía que caminaba por un interminable jardín. En la morada ele aquella mujer, resultaba asombroso.
Pero Cayo apenas lograba avanzar hacia el lugar donde ella esperaba; el odio le pegaba los pies al suelo.
– Cachorro de león -murmuró el oficial. Él se sobresaltó-. Combatí a las órdenes de tu padre -dijo el hombre.
Él no contestó, le lanzó una mirada sin volver la cabeza. El oficial también miraba hacia delante y apenas movía los labios. Entraron en un pórtico de estilo antiguo, con pilastras de ladrillo.
– Tu padre te llevaba en su caballo, entre nosotros -dijo el oficial. Cayo volvió la cabeza-. Una vez, en el Rin, te subí a su montura. Apoyaste los pies en esta mano. Te llamábamos Calígula.
Aquellas palabras le llegaron al corazón: se acordaba después de tantos años. El oficial le leyó el pensamiento:
– En las legiones, desde el Rin hasta Egipto, todos te llaman así -se apresuró a decir, ajustándose el cinturón.
Cayo se sintió invadido por una oleada de triunfo: estaba vivo, vivía con ellos. Se detuvo un momento para recuperarse.
– Ella es muy vieja -susurró el oficial-, ya verás. -Él no decía nada, sabía callar-. Te han traído aquí porque temen tu sangre -concluyó el oficial.
Al muchacho lo recorrió un relámpago de orgullo. Se miraron -una intensa mirada de hombres- y entraron en la última sala.
Livia estaba sentada al fondo, rodeada de gente de pie. Llevaba un chal blanco de lana sobre los hombros, una manta de lana blanca le cubría las rodillas y apoyaba los pies en un escabel. Miraba hacia el muchacho. Tenía el rostro muy delgado, de piel vieja y amarillenta; llevaba el cabello, ralo, recogido muy alto sobre la cabeza, como cuarenta años antes.
Cayo se acercó siguiendo al oficial a una distancia de un paso. Todos guardaban silencio. Los ojos de la vieja Livia buscaron los del muchacho, se sumergieron en ellos. Eran unos ojos pequeños, acuosos, pero poseían una fuerza enorme. Pese a la edad, debía de ver con nitidez.
El oficial se detuvo y se hizo a un lado. Cayo también se detuvo, mientras ella, la mujer más poderosa del imperio, «la madre del usurpador», continuaba mirándolo. Tenía el rostro exangüe, sus manos esqueléticas colgaban, con los nudosos dedos, de los bracitos. No hablaba: el silencio de los poderosos. Quizá esperaba ver en el joven señales de miedo. Pero él notó que todos los demás, en cambio, estaban sorprendidos por su belleza adolescente.
– Que los dioses te protejan, Augusta -dijo.
Su voz era viva y espontánea, también se lo habían dicho, y llenó la sala.
Ella, la vieja, apenas levantó la cabeza y movió los labios secos para decir:
– Bienvenido a la casa que fue del divo Octaviano Augusto y mía. -Al joven Cayo le pareció que los presentes estaban atónitos-. Acércate -ordenó a continuación.
Él obedeció. Percibió el olor de aquel cuerpo viejo. Los cabellos ralos, mal peinados, parecían polvorientos. No llevaba ni una sola joya. La lana de su chal era tosca.
– Te mostrarán dónde vas a vivir -dijo, antes de indicar con un gesto que se retirara.
Después de eso, pasó meses sin ver a Livia más que de lejos.
Le llevaron sus sarcinae, su equipaje, que había sido hecho sin ningún orden e inspeccionado por manos enemigas, a una habitación anónima, pequeña, con una sola ventana que daba a un patio interior, como una cárcel, muebles viejos y corrientes, las paredes simplemente encaladas. Sin embargo, del fondo de uno de los fardos salió el pequeño codex del viaje a Egipto, que los inspectores probablemente habían considerado un juego infantil. Luego, en una caja con viejas medallas, apareció el anillo sigillarius de su padre, y él vio que sus manos se habían hecho grandes y fuertes, porque podía ponérselo sin que se le cayese. Faltaban, en cambio, muchas otras cosas. Él no pidió nada.
Se dio cuenta de que era imposible atrancar la puerta de aquella habitación desde el interior. Sin embargo, se veían claramente señales de un cerrojo que había sido arrancado. Para lavarse, le indicaron una serie de miserables instalaciones utilizadas por los funcionarios y los vigilantes de la casa. Le dijeron con ironía que no se preocupara: «Aquí no entran esclavos».
«Cachorro de león atado con una correa y conducido a su nuevo amo.»
Tenía casi diecisiete años. ¿Por qué razón, se preguntaba, de toda la familia lo mantenían vivo solo a él, y aparentemente libre, en aquel lugar? ¿Para que Roma admirase la bondad de Livia y Tiberio? ¿Para aplacar a los populares, fuertes en la capital, en las provincias orientales, en las legiones? ¿Para mostrar la cara clemente de la justicia, que castigaba a los conspiradores rebeldes mientras que el inocente, el niño, el Calígula era tiernamente protegido? ¿Acaso porque, después de tantos delitos, tenían necesidad de limpiar su imagen?
Después se dijo que quizá era simplemente un rehén a merced de Tiberio, «el último de los vuestros está aquí, en mis manos», como los hijos de los reyes extranjeros derrotados, como Darío de Partia, como Herodes Agripa de Judea. Quizá vivía porque era un peón en los tratos con sus senadores enemigos. Quizá garantizaba a Tiberio una sucesión lejana y tranquila, frenando a otros, y más peligrosos, aspirantes; quizá Tiberio decía: «Después de mí, tendréis al heredero de julio César, de Augusto, de Marco Antonio, de Germánico», y hacía saber a sus enemigos: «Ninguno de vosotros podrá desafiar jamás semejante popularidad, semejante suma de memoria histórica». Llegó a la conclusión de que su futuro, su posibilidad de salvarse dependían en gran parte de él, debía defenderse solo.
Pero el recuerdo de su madre llegaba a fogonazos, repentino como un corte en la carne. Entonces la soledad se convertía en ahogo físico. En su mente, la isla de Pandataria se hallaba perdida en un lejano desierto de agua. Desde la casa de Livia no se veía el mar. Su madre había dicho que la villa de Pandataria era muy elegante. Pero para mantenerla hacían falta siervos y dinero. A Agripina le habían confiscado el patrimonio, nadie podía ayudarla, nadie había podido acompañarla allí salvo los carceleros escogidos por Tiberio. Y no sabía dónde, ni en qué condiciones, imaginar a sus hermanos.
– Mira -le dijo una vieja esclava señalando un fresco de la pared. Él miró y vio la mano extendida de una mujer con velo, echando un mechón de pelo a una hoguera-. ¿Sabes qué significa?
– No -respondió él.
– ¿Sabes cómo crepitan los cabellos cuando se queman?
– No, no lo he visto nunca.
– Arden -dijo, riendo, la esclava- igual que arderá la vida de aquel al que se los han cortado mientras dormía. Cayo miró como si fuese un juego y sonrió.
Las bibliotecas imperiales
Una desesperada mañana de invierno descubrió las admirables bibliotecas que Augusto había hecho construir junto al templo del dios que, según los sacerdotes y los poetas, le había dado la victoria. Dos inmensas salas acabadas en ábside, con la estructura de columnas de una basílica y ventanas de fino y claro alabastro, contenían, en dos filas de nichos en las paredes, los armarios de cedro de Líbano inmunes a la carcoma, donde depositaban volumina y códices. Sobre los nichos se alineaban, dentro de redondos marcos de estuco, los retratos de los grandes escritores de cada disciplina, como una teoría de soberanos.
No le prohibieron cruzar aquellas puertas, y para él fue como atracar en una isla. Todo el saber del mundo conocido había sido recogido allí por voluntad de Augusto; unos pocos pasos fuera de su habitación mal enlucida se transformaban en una ilimitada evasión mental. Sus silenciosos controladores observaron, con sorpresa que pronto se convirtió en alivio, su insaciable pasión por la lectura; dijeron que se parecía al célebre tío Claudio, literato, etruscólogo, estudioso de la lengua latina de seis siglos antes y -por sentido común- el inofensivo tonto de la familia.
El bibliotecario latino -se llamaba julio Higinio- había sido escogido por el propio Augusto hacía no sé cuántas décadas: viejísimo, fiel depositario de las decisiones políticas imperiales, de las predilecciones y de las censuras, había consumido la vida y los ojos, verano e invierno, en aquella penumbra; y quizá ya estaba casi ciego, porque se movía con rapidez a lo largo de los nichos, abría sin vacilar la puerta elegida y a continuación, con sus manos delgadas e inseguras, buscaba a tientas, sin leer, la obra buscada y la sacaba.
Toda la biblioteca -los antiguos volumina, es decir, los rollos, y los más actuales códices, o sea, los antepasados de los modernos libros- vivía grandiosamente, en perfecto orden, dentro de su cerebro. No consultaba nunca los indices, escritos con letra clara en la finísima charta augusta. Bastaba pedirle una información, aunque fuese genérica, preguntarle por un personaje, una cita, un suceso, y su memoria caminaba entre los estantes, soberana, hasta encontrar el dato solicitado, como se saluda a una persona que descansa en otra estancia.
Pero al día siguiente, cuando vio de nuevo a Cayo, le dijo de repente, con la volubilidad de los viejos, que se parecía a los nietos de Augusto.
– Los dos hermanos mayores de tu madre, para ser claro. Ellos también venían todos los días, querían conocer deprisa todo el saber del mundo. -Su mano estaba recorriendo un estante y se detuvo-. No tenían muchos más años que tú cuando murieron. Y fue lejos de Roma -dijo pérfidamente, pero Cayo no reaccionó, como si esa historia no tuviese nada que ver con él.
La biblioteca latina era severa y oscura; para Cayo, en el frío de aquel invierno, reservaron una sala pequeña y templada. Lo único que le molestaba, como una cadena sujeta al pie, era que no le permitían estar solo. Dos esclavos, dos hombres de confianza de Livia, permanecían aburridísimos a su lado. Mientras él leía y tomaba notas, ellos estaban sentados en sendos taburetes, callados. Por turno, para romper el aburrimiento, le preguntaban si deseaba más hojas o un calamus, o algo de beber; y enseguida llamaban a alguien que, obsesivamente también, esperaba fuera.
– Tú lees el pasado -dijo un día Julio Higinio riendo-, pero ¿sabes dónde está escondido el futuro? Está guardado dentro del pedestal de la estatua de Apolo, a dos pasos de aquí, en su templo. ¿Has oído hablar alguna vez de los Libros Sibilinos?
– Claro que sí -contestó Cayo.
– Pero no sabes que los originales se habían quemado hacía más de un siglo y que desde entonces, en los momentos de peligro, Roma era invadida por las más confusas profecías que llegaban desde todas partes de la tierra. Al final, el divino Augusto se cansó y ordenó destruirlas todas. Yo mismo conté más de quinientos volumina mientras caían al fuego. Los romanos estaban desesperados: ¿cómo sabremos el futuro? Pero Augusto descubrió que se había salvado una copia de los Libros Sibilinos y la guardó bajo la estatua de Apolo. Quizá -dijo con ambigüedad- aparezcas escrito tú.
Cayo pensó -un pensamiento de fuego- que tal vez su nombre estaba realmente escrito dentro del pedestal de la estatua. Y si estaba escrito, no podía cambiar. ¿Existía un destino? Y si existía, ¿qué era? Pero aquel pensamiento abrasador se desvaneció como humo, y él se dijo que las palabras de Higinio eran una trampa para descubrir sus proyectos y que aquellos libros habían sido una refinadísima invención de Augusto. ¿Quién podía examinarlos, estando encerrados allí adentro? Solo los consultaban los sacerdotes adeptos, de modo que, en resumidas cuentas, leían en ellos lo que se les antojaba. Pero ¿por qué Augusto, tan terriblemente racional, había interrogado tan a menudo al astrólogo Teógenes? ¿Por qué había acuñado en las monedas su constelación, Capricornio? ¿Por qué había publicado su horóscopo triunfal? ¿De verdad creía esas cosas? ¿O quizá, desde lo alto de su talento, quería que las creyesen los demás y pensaran que era inútil luchar contra él?
Aunque pensaba estas cosas, el joven Cayo confesó con voz soñadora:
– A mí me gustaría viajar por mar, ir a Rodas, a las Cícladas, a las Espóradas, al Ponto Euxino… Si pudiera saber que lo haré…
– Lo conoces -replicó el viejo, irritado-. Has estado con tu padre.
– Por eso -explicó Cayo-, me gustaría dirigir una nave e ir de puerto en puerto.
Sonreía, y el viejo se alejó disgustado porque la máxima esperanza de aquel adolescente, nieto de emperadores, era un sueño tan pequeño.
Los autógrafos
En los días grises de febrero el joven Cayo descubrió que en la estantería central, encerrados detrás de una reja corno valiosas reliquias, estaban los escritos autógrafos de Octaviano Augusto. Fue un momento emocionante, como si aquella obra inmensa hubiera entrado en la sala. Había oído hablar de ella con reverencia, orgullo, admiración mítica y, por otra parte, con desesperado, dolorosísimo rencor familiar. Fue como cuando, en el puerto de Alejandría, con su padre, había visto en el agua turbia la cabeza marcada de Marco Antonio en basalto negro.
Corrió a llamar al viejo julio Higinio, quien -dueño y señor de cuanto albergaba la biblioteca-, al oír la petición, permaneció en silencio. Luego le iluminó el rostro un orgullo feliz, casi amor por el joven que pedía. Inmediatamente después se sintió frenado por una desconfiada contención, el sufrimiento del avaro que tiene que abrir un joyero. Al final, el orgullo y la alegría se impusieron a la prudencia y dijo, acariciando la reja:
– El divino Augusto tenía setenta y cinco años cuando me entregó, aquí dentro, estos escritos. Había hecho dos copias, las dos de su puño y letra: una está aquí, la otra en el templo de las vestales, las custodias de lo más sagrado que hay en Roma. Cuando hayas leído esto, ninguna otra lectura, ni griega ni romana, te servirá.
Augusto lo había escrito todo solo, en secreto, en un claro y ordenado latín corrosivo, las líneas absolutamente rectas, los caracteres de una altura y una inclinación constantes. Parecía el trabajo de un hábil amanuense, pero era, en cambio, el producto final de un cerebro que había pensado con lucidez el conjunto, palabra por palabra.
Eran cuatro documentos. En el primero indicaba las espartanas pero solemnes disposiciones para sus exequias. En el segundo describía minuciosamente su rígido y estricto control de la situación militar, administrativa y financiera del imperio, y lo había titulado Breviarium totius imperii. De todo el imperio, a fin de que su sucesor pudiera orientarse rápidamente sin depender de dudosas ayudas. El tercer documento contenía consejos o, mejor dicho, disposiciones de obligado cumplimiento sobre cómo gobernar en el interior y cómo actuar con los vecinos, vasallos, aliados o enemigos. Lo había llamado De administranda Republica. Y Tiberio, dijo Higinio, había recibido inmediatamente las copias de los tres.
Pero el cuarto documento era su historia, y lo había titulado Index rerum a segestarum, «Catálogo de sus empresas». Higinio puso el elegantísimo escrito sobre el atril y conminó a Cayo a no cambiarlo de sitio por ningún motivo.
Del codex salió un ligero polvo mientras Higinio leía, o quizá recitaba de memoria, la apostilla: Augusto había ordenado que aquel escrito fuera esculpido en una inmensa lastra de mármol, en Roma, y grabado en placas de bronce en las capitales de todas las provincias del imperio.
– Desde Iberia hasta Armenia, desde Augusta Treverorum hasta Alejandría, la orden fue cumplida -dijo Higinio antes de abrir con infinito cuidado el codex.
Cayo empezó a leer apasionadamente y desde la primera línea quedó cautivado. La autobiografía destinada al mármol y a la piedra comenzaba de un modo grandioso: «A la edad de diecinueve años, por iniciativa propia y corriendo yo con los gastos, reuní un ejército y liberé al Estado de los que lo oprimían… exercitum privato consilio et prívata impensa comparavi». Diecinueve años y todavía menos palabras. Claras e impecables, decían todo y solo lo que había querido el autor. No había significados confusos o tergiversados, ni confesiones no deseadas, y mucho menos emociones o contradicciones. Eran realmente palabras para esculpir en piedra. La única característica oculta que se podía percibir era un fuerte, sereno y consciente orgullo.
En unas pocas décadas, el poder de Roma se había extendido por un espacio inmenso, decenas de lenguas distintas, miles de miles de fronteras, diferencias abismales entre los súbditos, desde los germánicos hasta los blemios de Nubla. Aquello suscitaba todos los días problemas inesperados, exigía siempre nuevas, dúctiles y rápidas artes de gobierno.
Pero las estructuras de la antigua y libre República habían nacido en un exiguo sector del Mediterráneo; el orgulloso Senado republicano, ya desordenadamente dividido en corrientes, era inadecuado para dirigir la creciente grandeza del imperio. Los senadores se habían visto obligados a reconocer jefes; de vez en cuando, del cuerpo del Senado salía alguien nacido para mandar -un cónsul, un triunviro, un pater patriae- y los senadores delegaban en él parte del poder. O este se lo arrebataba con las armas e inmediatamente los senadores se rebelaban.
Así pues, tras el largo azote de las guerras civiles, Augusto había debilitado suavemente los viejos ordenamientos republicanos. Puesto que era imposible encontrar en el Senado el rápido acuerdo de aquellas mil cabezas en los asuntos cotidianos, un problema cuya solución era impostergable, él había conseguido reducirlas poco a poco a seiscientas expurgando la oposición. Y los supervivientes se habían alegrado porque cada uno de ellos, por separado, había ganado poder.
Había transformado las leyes sin cambiarlas, modificando su aplicación. Se había declarado defensor de una república en la que de república no quedaba nada. Su capacidad para embaucar había sido inmensa. Con buenas maneras había jugado entre los títulos lisonjeros y los poderes reales. Había cedido a las numerosas autoridades del Estado las funciones que no contaban demasiado, pero se había quedado para sí mismo las pocas realmente importantes.
A los senadores les correspondía elaborar las leyes, a él hacerlas cumplir. Con el más formal respeto a prerrogativas y convenciones republicanas, senadores, magistrados y asambleas proseguían su antigua rutina; pero para él había sido inventado el cargo absoluto de princeps civitatis. Había dejado al Senado el placer de elegir los procónsules de las tranquilas provincias interiores, pero las agitadas provincias de conquista reciente, las situadas en las fronteras donde estaban las legiones en armas, eran gobernadas por su mano de hierro. Día tras día, había aumentado la presión, escondiendo la dictadura dentro de estructuras engañosamente dúctiles.
De hecho, los senadores, cansados de conflictos, habían secundado la transformación con un estupor cada vez más sumiso. Solo alguno había escrito, indignado, que, en una decadencia indolora de las grandes familias -los Escipiones, los Valerlos, los Cornelios, los Fabios, los Gracos, gente que había hecho la historia de la República-, el Senado estaba devorándose a sí mismo. Y periódicamente los senadores, aunque estaban reduciéndose poco a poco a una especie de Consejo de Estado monárquico, habían intentado reconquistar su antigua autoridad practicando el obstruccionismo y el boicot.
De vez en cuando se tramaba un complot que acababa fracasando y se transformaba siempre en procesos implacables. Porque, con aquel Senado -que ya había declarado enemigo a julio César y en definitiva lo había asesinado-, el genio de Augusto había logrado, en cambio, mantener un soberano equilibrio sobre el filo de un cuchillo. Ese había sido el sutilísimo y trascendental arte que, con pasos milimétricos, había construido la nueva constitutio romana y en la práctica había puesto su poder personal por encima de todas las leyes.
No era amigo de enfrentamientos directos con los adversarios, ni de clamorosas discusiones públicas, luego era inconcebible que le gustase la guerra. En realidad, no había participado nunca materialmente en un combate, ni por tierra ni por mar, y ni siquiera era un estratega. Sin embargo, quinientos mil ciudadanos romanos habían seguido sus enseñas empuñando las armas. Durante su gobierno, las legiones habían llegado más lejos que nunca, hasta Arabia Felix y Etiopía, y la flota había navegado hasta el extremo mar septentrional, desconocido hasta entonces. Y embajadores de los países más remotos, incluso de las Indias, habían ido a rendirle honores. Había sabido escoger a los que eran capaces de luchar por él y durante toda su vida se había rodeado de magníficos generales: Valerio Máximo, Estatilio, Carvisio, Terencio Varrón. A los dos mejores, Agripa y Tiberio, había tenido el cinismo de casarlos, uno después del otro, con su única hija, Julia. En todo este asunto, los trágicos conflictos familiares habían sido para él un obstáculo irrelevante.
Sus magníficas aptitudes diplomáticas y su experta predilección por los compromisos se veían compensadas -y en cierto sentido protegidas- por la gélida e inmediata crueldad de que era capaz en los momentos límite. El conjunto de todas estas capacidades era muy armonioso y lo había convertido en el personaje más importante del siglo. Y en un espléndido maestro para sus herederos.
Ni pompa, ni condecoraciones, ni fasto. Cuando regresaba a Roma de sus viajes, llegaba de noche para que no se armara alboroto en la ciudad. Pero en el Senado la primera declaración de voto era siempre la suya, y arrastraba indefectiblemente a los demás. Había sido aclamado emperador veintiuna veces y utilizado el título con extrema discreción. Había sido coronado como Augusto, es decir, digno de veneración y de honores, y apenas había sonreído. Con ese título nuevo, que hemos acabado utilizando como nombre propio, pasaría a la historia; y todos sus sucesores, durante cuatrocientos cincuenta años, lo harían suyo. Lo habían reelegido princeps durante cuarenta años consecutivos y lo había aceptado con agrado «hasta hoy que estoy escribiendo», concluía. Y daba la impresión de verlo, solo allí, en su escritorio privado pintado al fresco, a unos pasos de la biblioteca, mientras desgranaba una tras otra las palabras que quería confiar a los siglos futuros.
Cayo permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, al acabar de leer aquellas palabras. Dentro de él vivía la herencia física del hombre que las había escrito hacía decenios y que ahora era cenizas en su mausoleo. Y quizá, pensó, el destino quería que él las hiciese realidad.
Forma Imperii
– Debes conocer esto -ordenó después el viejo Higinio, dejando caer sobre la mesa un volumen altísimo, un rollo que sin duda llevaba años olvidado, pues el golpe levantó grandes e inesperadas nubes de polvo.
El bibliotecario retiró la cubierta y alisó la primera porción con sus viejas y hábiles manos, y Cayo vio, en lugar de un escrito, una serie de líneas sinuosas que recorrían toda la anchura de la hoja. En el borde lateral había pegada otra, y a medida que Higinio desenrollaba y alisaba, se veía que las líneas ondulantes continuaban en las otras hojas pegadas en fila. En algunos puntos había trazados círculos negros dentro de los cuales había nombres escritos.
Higinio señaló con el índice y dijo:
– Las líneas son ríos y vías, los círculos son países y ciudades. ¿No lo sabías? Lo dibujó Agripa, el padre de tu madre.
El muchacho se acordó de pronto: era una leyenda familiar, era el formidable proyecto que Marco Agripa, el gran general, había concebido hacía sesenta años. Era el mapa geográfico de todo el imperio, la Forma Imperii.
En las tierras conocidas de Occidente, antes que él a nadie se le había ocurrido reproducir en un dibujo -con la indicación proporcionada de todas las distancias, calculada por cartógrafos e ingenieros- las dimensiones y la forma de las tierras sometidas a Roma.
– Era el compañero más fiel de Augusto -dijo Higinio con causticidad intencionada, mientras alisaba una arruga del papiro.
El inmenso trabajo había llevado veinte años, y el original había entrado celosamente en la biblioteca imperial y nadie había vuelto a verlo.
De ese documento también se hizo una gran copia en mármol en el corazón de Roma. Y se realizaron miles de copias en papiro o pergamino para los comandantes militares y los funcionarios civiles, enrolladas dentro de prácticos estuches para viaje.
En menos de dos siglos, el imperio se había extendido por tierras tan remotas que muy pocos lograban hacerse una imagen mental de él. Pero en aquel mapa Agripa había dibujado el imperio como el cuerpo de un descomunal gigante tendido, respirador y vivo, con cientos de robustas venas de un extremo a otro: o sea, cincuenta mil millas romanas de vías pavimentadas. Cada cinco millas, una estación intermedia, una mutatio para cambiar de caballos y repostar víveres y bebidas; en cada etapa -recorrido medio de una legión, a pie, según las dificultades del trazado, quince o veinte millas-, una estación, una mansio con hospitia para los viajeros y stabula para los carruajes y los animales. Todas las statio y todas las mansio estaban señaladas en el mapa. A tramos regulares se elevaba una torre para señales visuales.
Agripa había dividido el imperio en veinticuatro regiones: las vías partían de Roma, a lo largo del mar Tirreno, hacia la Ga lia Narbonense y la Hispania Tarraconense y Bética, las ciudades de Narbo, Tarraco, Augusta Emerita, en el extremo occidental; o, atravesando los Alpes, hacia las Galias -Bélgica, Lugdunense, Aquitania- que habían visto las guerras de Julio César, hacia las lejanas ciudades situadas a orillas de los inmensos ríos septentrionales, como Segusium, Lugdunum, Augusta Treverorum, que actualmente son Lyon y Tréveris; y el otro paso, el Summum Planum desde donde se bajaba al corazón de Retia, Nórica, Panonia, hasta la mayor plaza fuerte contra los bárbaros del nordeste: Carnuntum, con su puerto en el Danubio. Y después el Adriático, Dalmacia, Corinto, Atenas, Macedonia, el Egeo, el Bósforo, el Ponto Euxino, Bitinia, Cilicia: el reino de Pérgamo, que fue llamado provincia Asia, Lidia, Caria, jonia, la provincia de Siria, que había sido el riquísimo reino de los seléucidas, Judea. Y por último Alejandría, Egipto; las islas de Sicilia, Cerdeña y Córcega; la costa de África, desde Cirene hasta Cartago; y Mauritania hasta las costas atlánticas.
Por aquellas vías transitaban procónsules, legados y prefectos; viajaban los productos comerciales; marchaban las legiones, circulaban, directamente a las grandes llanuras del este y del septentrión, las veloces oleadas de la caballería ligera y la arrolladora caballería pesada, los cataphracti; avanzaban las potentes máquinas obsidionales, los músculos que demolían ciudades. Era el imperio, y Augusto tenía razón: poseerlo valía la muerte de cualquiera.
Un día, Cayo -que era joven, y tenía sueños agitados, y por la mañana se levantaba cansadísimo de la cama- se quedó dormido, con la cabeza apoyada en los brazos, sobre la mesa donde estaba extendido el famoso y frágil mapa.
Lo despertó el repiqueteo de dos dedos leves pero duros sobre su hombro derecho. El viejo bibliotecario medio ciego, con una risa irónica en los ojos enrojecidos entre los párpados llenos de arrugas, preguntó:
– Es un estudio pesado, ¿verdad?
Él irguió la espalda y respondió que sí, que realmente lo era.
– Piensa que lo que a ti te cuesta leer en este mapa -dijo Higinio con orgulloso desprecio-, el divino Augusto lo conservó toda la vida en su mente, todo. Y me dijo que, para él, pensar en las vías y las ciudades de la Forma Imperil era como pensar en los pórticos y las estancias de su casa. -Se echó a reír-. Si alguien cambiaba de sitio un bronce pequeñísimo como este, enseguida se daba cuenta.
Cayo también rió, con estúpida docilidad, y mientras reía de ese modo sabía que estaba jugando su juego con la muerte. La muerte lo acechaba, taimada, cauta e invisible, igual que los cocodrilos del Nilo espiaban, con los ojos a flor de agua, a las incautas gacelas que se acercaban para beber. Miró los ojos del bibliotecario, opacos a causa de las cataratas, y se puso de nuevo a leer, inmóvil, con la barbilla apoyada en los puños.
Leía durante horas, volvía atrás, reflexionaba, y en el plano de la lógica no sabía por qué. Pero aquella búsqueda venía de las profundidades de su mente, quizá de los impulsos de la psique, o de los recuerdos depositados en su carne por los que lo habían precedido. Su Yo tendía a ese mundo sepultado, «no, no, sepultado no, aprisionado como una semilla en la tierra, como monedas de oro en un cofre». En las hojas de papiro, en los crujientes pergaminos, las mayores mentes del pasado, mientras que su cerebro físico se descomponía en polvo, continuaban moviéndose, inmortales.
Y a él, que había visto siendo tan joven el final de su padre y vivía sin ilusiones la agonía de su madre y de sus hermanos, poseer aquellas elevadísimas palabras -nacidas asimismo del silencio, la soledad, el dolor- le ofrecía una especie de lúcida invulnerabilidad. La gran Conversación a través de la vida, la muerte, los milenios y la distancia lo estaba acogiendo también a él. Y en la siniestra casa de Livia nadie imaginaba lo imparable, inalcanzable y triunfal que era su evasión.
Los guardianes describían a Livia su obtusa y obstinada estupidez. Y él pensaba que Augusto había reinado cincuenta años desmontando decenas de conjuras y había muerto imperialmente en su cama. Y ahora era como si, junto a él, en una misteriosa iniciación, le explicase el despiadado y sublime arte del dominio. Cerraba los ojos, reflexionaba. «No conseguiréis matarme.»
El bibliotecario griego
La biblioteca griega, en cambio, tenía un pórtico que daba a un pequeñísimo jardín interior y los encargados enseguida lo trataron con simpatía. Cogían de las estanterías los rollos más antiguos, los más arriesgados y controvertidos cuadernos recientes. El bibliotecario jefe era un ático listísimo, con una prodigiosa memoria visual, y acariciaba los estuches de piel que contenían los rollos en las estanterías como si fuesen criaturas vivas, el hocico de un bonito perro de caza.
Pero, si extendía un rollo de poesías, ¡qué maravilla oírlo! Le apasionaba leer en voz alta y recitaba decenas y decenas de versos de memoria, estrechando el rollo del poeta en cuestión entre las manos. Como a un actor trágico, le gustaba declamar, y avivaba el sonido de cada palabra sílaba por sílaba, marcaba con etérea elegancia la pronunciación y las pausas en los complejos acentos de los versos. La literatura era para él un mundo sonoro. Se emocionaba, cautivado por los sonidos, hasta el punto de que a veces parecía que se olvidara del significado intelectual.
Cayo se sentaba en el jardín a su lado y cerraba los ojos bajo el sol del invierno romano mientras él leía. Y los dos, el esclavo griego y el nieto del emperador, escapaban juntos con el pensamiento. Cayo levantaba los párpados de vez en cuando, como si despertara, y veía con satisfacción a su escolta, implacable y aburrida, esperando.
Un día, el bibliotecario griego le mostró la obra de Apolodoro de Pérgamo, que le había enseñado la elocuencia a Augusto.
– Mira -dijo-, la filosofía, las matemáticas, la medicina, la música solo hablan griego. -Era verdad, se estaba extendiendo por todo el imperio el fenómeno cultural de la diglosia, lo que significaba que, al conversar, todo el mundo pasaba del latín al griego con facilidad-. Si lo que quieres decir es importante o sublime, debes expresarlo con palabras griegas.
Una tarde que Cayo estaba desganado y melancólico, cayeron en sus manos las obras de Heródoto, el gran viajero e historiógrafo. Y estaba recorriendo superficialmente las líneas cuando destacó con claridad, como si estuviera escrita con una tinta diferente, una palabra: «Sais», el nombre de la ciudad sagrada del Nilo. Dejó el pergamino sobre la mesa, lo estiró y leyó que, hacía cinco siglos, aquel hombre había estado en Egipto, había sido acogido en el templo de Sais y había asistido, en el lago colmado por la crecida del Nilo, al rito de las naves sagradas: la plegaria a la Gran Madre Isis, la diosa cuyo nombre semeja un soplo de viento. Heródoto se refería a ese rito con el nombre de «la Noche de las Lámparas ardientes» y añadía: «Los egipcios llaman a todo esto "misterios". Y aunque he aprendido mucho sobre esas ceremonias, es mi voluntad no escribir nada sobre ellas y guardar el secreto».
El hermano mayor
En todo ese tiempo, nadie le nombró ni a su madre ni a sus hermanos. No tenía ni idea de dónde se había refugiado Druso con su diario; se lo preguntaba mentalmente de noche, dando vueltas en la cama de aquella miserable habitación: «Si está libre, seguirá escribiendo». Pero consiguió no hablar de ellos y no preguntar. No supo nada ni siquiera de la residencia del monte Vaticano, ni de todo lo que había dejado a su espalda. Durante casi un año, nunca fue el primero en dirigir la palabra a los demás. Solo contestaba, educadamente y un poco distraído, a los que le decían algo.
Era sombríamente impotente. Paseaba por el jardín con una especie de método, dando vueltas dentro del horizonte cerrado por aquellos muros. Desde el interior de la domus de Livia no se veía casi nada de Roma. Él no pidió nunca salir de los recintos de los palacios, nadie lo invitó a hacerlo, y estaba seguro de que no se lo habrían permitido.
Durante todos aquellos meses, recordando lo fatal que había sido para su hermano Nerón el atolondramiento de su joven esposa, no se acercó a ninguna de las disponibles, dóciles y jóvenes esclavas que lo acariciaban cuando se cruzaban con él. Sospechaba que habían sido instruidas para despertar su interés. De hecho, durante cincuenta años Livia había introducido en las estancias de
Augusto a jovencísimas y aterradas vírgenes, las presas que él morbosamente prefería, todas de países lejanos, sin saber una sola palabra en latín, destinadas a desaparecer quién sabe dónde al día siguiente.
Pero Cayo reaccionaba día tras día a todos los encuentros insidiosos con una inerte e inexperta indiferencia. Se percató de las sonrisas cáusticas a sus espaldas, oyó comentarios veladamente burlones, y todo eso le produjo alivio, porque si lo consideraban tonto e inofensivo no estaba destinado a morir. Tenía diecisiete años y medio, pero la vida le imponía pensamientos de viejo.
Descubrió que nada desorientaba tanto a los espías de Livia como una contestación que fuese tan insustancial que resultara inesperada. Descubrió que era utilísimo acompañar esas contestaciones con una sonrisa de satisfacción, como si su cerebro hubiera producido lo máximo que podía. «Llegará un día en que no me veréis sonreír», pensaba, recibiendo las miradas de los que lo contemplaban mientras, con atenta minuciosidad, arrancaba las hojas secas de un rosal.
Hasta que una mañana se encontró casualmente -o al menos eso pareció- con el oficial que lo había llevado allí tras la detención de su madre. El oficial le hizo un saludo militar casi rozándolo y dijo deprisa:
– Siguen todos vivos. -Miró alrededor-. Druso está cerca -susurró.
Cayo cerró un instante los ojos y cuando volvió a abrirlos el oficial ya se había alejado. Él continuó su camino despacio para dar tiempo a que se le pasara la emoción. Si Druso estaba «cerca», eso significaba que lo habían capturado. Y el terrible diario que se había llevado la última noche del bargueño de la biblioteca, ¿dónde estaba? La compasión del oficial le había impedido decirle que Druso, que apenas pasaba de los veinte años, estaba cerquísima, pues estaba encerrado en los sótanos de la Domus Tiberiana, cuyas espeluznantes mazmorras pasarían a la historia como el Carcer Palatinus.
En casa de Livia, el silencio nocturno era terrible. Cayo dormía poco y su sueño era agitado; un soplo de viento en un postigo lo despertaba. Y entonces ponerse a pensar era como tirar del extremo de un ovillo, irremediablemente. En la oscuridad, llegaban imágenes de su madre estremeciéndose entre las almohadas, de Nerón riendo por cualquier cosa y de Druso escribiendo con el entrecejo fruncido. Ya no volvía a conciliar el sueño hasta que entre las cortinas se filtraba la luz perezosa de los amaneceres invernales. Y se decía que quizá la decrépita Livia, la Noverca, por la noche también daba vueltas en la cabeza a pensamientos que no la dejaban en paz. De hecho, en Roma se decía que padecía de insomnio.
Livia apareció inesperadamente por el fondo del jardín y lo atravesó apoyada en dos dóciles esclavas, caminando a pasos cortísimos. Detrás de Cayo, un grupo de libertos murmuró que debía de tener ya ochenta y ocho u ochenta y nueve años, nadie lo sabía exactamente.
– Tiene más -dijo una voz malévola.
¿Cómo pudo un hombre como Augusto -pensaba Cayo- compartir toda su vida con una mujer como esta, momificada, viejísima, envuelta en lana blanca incluso en verano? ¿Cómo era esta mujer hace setenta años? ¿Qué le dio?»
«Un hombre -había dicho Germánico- necesita a una mujer al lado de la cual pueda creer de verdad que duerme tranquilo.» Durante toda la vida, Livia, inteligentísima y fría, después de haber sido el intenso amor de una temporada, se había transformado en la más acorde y fiable ayuda para el poder de Augusto. Livia lo había aceptado impasiblemente todo de él: las traiciones continuas y conocidas en toda la ciudad, los amoríos con las mujeres de los amigos, que eran también amigas suyas, la vida organizada según sus exigencias, el ser su mejor aliada y ya en ningún caso su esposa. Liberarlo en sus relaciones de las mentiras y del pudor. Discutir, sugerir, aconsejar, insistir con la seguridad de una asexualidad que la protegía de las comparaciones, del rechazo y del repudio. Vigilar y gestionar, como una sultana, la calidad y la peligrosidad de las presencias femeninas en sus estancias de intelectual perspicaz, turbio y complicado. Despreciar en secreto sus debilidades masculinas y conocer las palabras de su mente hasta el punto de guiarlas, controlarlas y envenenarlas sin que él fuera consciente. No pedirle nunca nada, hasta el extremo de parecer desprovista de deseos personales, salvo cuando tenía que sugerirle un despiadado asesinato. Y todo ello porque, como había escrito Druso, sin él, Livia no habría sido nada.
Detrás de Cayo alguien susurró que Tiberio, su adorado hijo, la causa visceral de sus crímenes, no iba a verla desde hacía años. A Cayo le sorprendió que hablaran así delante de él, sin ningún recato. Nunca lo habían hecho. Pero no dio muestras de haber oído.
En realidad, después de la desconfianza y las sospechas de los primeros días, todos se estaban tranquilizando. Poco a poco empezaban a pensar que era de mediana inteligencia, abúlico y dócil; más aún, que incluso era tonto, manipulable, el heredero ideal.
Entretanto, Livia se había detenido, se había sentado lentamente, lo había visto y le había indicado que se acercase.
– Este jardincillo le gustaba mucho al divino Augusto -dijo cuando él estuvo al alcance de su debilitada voz-. Venía aquí a descansar de las tareas del imperio.
Dijo, con aquella voz monocorde, que Augusto había gobernado tantos años porque todas sus acciones habían sido meditadas largamente.
– Germánico, en cambio, murió joven.
Dicho por ella, era tremendo. Cayo comprendió que allí había implícita una amenaza criminal; de hecho, Livia sonreía. Añadió que Germánico había intentado imitar el sublime arte del poder que practicaba Augusto; quizá había comprendido que era la única manera de conservarlo y, en última instancia, de sobrevivir.
– Pero se mostró peligrosamente impaciente y murió muy joven.
Cayo no reaccionó. Ya tenía un dominio total de los músculos de la cara, de los movimientos involuntarios de las manos, de la postura de los pies. Germánico había dicho un día que el hombre no habla con las palabras, y a veces ni siquiera con los ojos; habla, como los caballos, como los perros de caza, con los estremecimientos y las tensiones del cuerpo. «Si temes que mienta, mira cómo se contraen sus dedos, cómo se mueven sus pies en los zapatos.»
Cayo había aprendido; y ahora escuchaba, relajado e inerte, mirándola a los ojos con amabilidad. Y cuando ella hubo terminado de hablar de su padre, él dijo, como confundido por no saber contestar:
– No me acordaba. Era muy pequeño…
Vio un imperceptible gesto de rabia: la vieja estaba arrepintiéndose de haber hablado demasiado con alguien que no era capaz de entender. Mientras vivió, no volvió a dirigirle la palabra.
Pero al día siguiente -un comentario oído por casualidad, un fragmento de frase- se enteró de que su hermano Nerón había muerto en la isla de Pontia. Lo asaltó tal angustia que su reacción instintiva de defensa fue decirse, sin parar de caminar, que había entendido mal, que no podía ser cierto. Sin embargo, al cabo de unos pasos se lo oyó repetir a otros, sin compasión, mientras él pasaba. No preguntó, no se volvió. Nadie le dirigió la palabra, nadie le informó de cómo o por qué. Llegó a su habitación y se encerró.
El invierno
Pasó el verano y el otoño. Una mañana, mientras por el cielo sereno del invierno romano se desplazaban nubes blancas, un oficial bastante mayor que ya había dejado la legión y se encargaba de la seguridad de la casa de Livia le dijo de pronto:
– Cayo, yo vi a tu madre cuando era más joven de lo que tú puedes recordarla.
Él se volvió de golpe y buscó en aquellos ojos como si fueran un espejo.
– Era guapísima -dijo el oficial, y Cayo comprendió que guardaba en la memoria el rostro de ella como había sido hacía quince años-. En el gélido invierno, mientras nosotros combatíamos, los queruscos de Arminio atacaron el puente del Rin. Y los nuestros, que defendían el puente, retrocedían, gritaban que el puente estaba perdido, querían incendiarlo. Pero entonces, bajo las flechas de los germanos, llegó tu madre. Yo estaba allí y la vi. Detuvo a los hombres que huían y los incitó a resistir; y ellos se avergonzaron y el puente se salvó.
De hecho, los historiadores romanos, tan parcos en elogios, también transmitieron ese recuerdo. «Femina ingens animi» (mujer de enorme empuje), escribiría brevemente Tácito.
Cayo se sintió imprudentemente tentado de abrazar a aquel oficial, pero se controló, y el oficial, sin esperar respuesta, reanudó su camino.
Cayo continuó paseando. El segundo invierno en casa de Livia estaba tocando a su fin, y había sido un invierno duro, ventoso e insólito, con nieve en el monte Soratte y en los montes Albanos, así como también sobre las rosas del jardín y los papiros que Augusto había traído de Alejandría. Esa mañana, de pronto, vio asomar entre la hierba helada las violetas trasplantadas del volcánico lacus Nemorensis.
Después de muchas semanas, vio capullos de rosa, mirlos saltando sobre la tierra removida; vio surgir de los papiros parduscos y marchitos un brote verde. Se preguntó cómo era posible que un día antes no hubiera visto nada.
Súbitamente, de forma irracional, pensó que quizá la vida le pertenecía. Tenía un aliado, y ni Tiberio, ni Livia, ni Sejano, ni aquellos senadores ataviados con sus odiosas togas y el fúnebre calceus negro podrían conseguir que se pusiera de su parte. Su aliado era el Tiempo, el incorruptible dios que se apoya en la guadaña.
Caminaba, y la mañana le parecía muy agradable. Era el último de su sangre, pero poseía algo que sus viejos enemigos nunca podrían conquistar: el Futuro. Él era un cachorro de león con las zarpas todavía frágiles. Debía esperar, igual que habían esperado los papiros, los mirlos, las violetas y las rosas. Notaba la poderosa respiración del Tiempo en la quietud del jardín. Le daba vueltas en la cabeza a ese pensamiento, y estaba cada vez más claro, sin tropiezos, igual que una piedra trabajada en la muela pierde las rugosidades.
Unos días después, se enteró por las conversaciones entrecortadas de los libertos que Livia Augusta «estaba mal». Mientras lo decían, lo miraban, quizá para observar su reacción. Pero él parecía solo infantilmente perplejo.
Había partido un correo para Capri, dijeron, y toda la familia Augustae esperó con nerviosismo al emperador, que desde hacía años no quería ver a su terrible madre. Un día de aquella larga agonía, un liberto, cerca del rincón donde Cayo se sentaba para leer tranquilamente, dijo en griego con acento sirio, riendo:
– Es inútil limpiar todas las salas. Tiberio no vendrá, porque la última vez que se vieron se produjo un violento enfrentamiento. Ella le enseñó aquellas tremendas cartas de Augusto.
Cayo se puso tenso, pero el liberto no daba muestras de recato ni de temer ser oído; es más, había hablado en voz lo suficientemente alta como para parecer que se dirigía a él.
– ¿Qué cartas? -le preguntaron.
El liberto sirio seguía riendo.
– Cartas de la época en que Tiberio estaba confinado en Rodas. Livia las ha conservado durante cuarenta años, y él se enfadó, intentó romperlas, pero ella no cedió.
Cayo levantó los ojos y se encontró con los del liberto que había hablado. El discurso, pues, iba dirigido a él. En los más antiguos y fieles servidores de Livia anidaban, como en todos los esclavos, abismos de odio inexplorados. Inmediatamente se preguntó dónde estarían escondidas esas cartas de Augusto. Pero no las encontraría nadie. Serían, a lo largo de los siglos, una oscura leyenda susurrada por los historiadores.
El liberto y sus amigos se alejaron. Cayo se dijo que, si ese hombre había dicho aquello deseando ser oído, estaba cambiando el futuro.
Efectivamente, mientras Livia agonizaba en Roma, el emperador fue esperado en vano. Una vieja esclava dijo que, después de sesenta años, Tiberio no había perdonado a su madre que lo hubiera dejado de pequeño en manos de despiadados preceptores, en la época del gran amor de Augusto. Pero quizá, se murmuraba, era algo muy distinto. Desde las salas más lejanas y tranquilas de la casa, leyendo las largas e intrincadas Aventuras de Alejandro, Cayo saboreó el amargo aislamiento de la vieja Noverca. La noticia de que Livia estaba muriendo sola, sin volver a ver a su hijo, fue de boca en boca por toda Roma, y alguien, para disculpar la escandalosa ausencia de Tiberio, se inventó que temían un complot para asesinarlo.
Cayo cerraba a su espalda la puerta de su habitación y allí dentro, solo -aunque con el pestillo roto-, reflexionaba en todas aquellas palabras. Nadie le dijo si Livia había llamado a su hijo, si le había enviado un último mensaje. En cualquier caso, Tiberio no se conmovió y dejó que muriera sola, en sus aposentos caprichosamente pintados al fresco.
Así acabó la larguísima vida de Livia Augusta. Y a Cayo tampoco le fue dado verla, ni él lo pidió. Esperaron, con las últimas y exiguas esperanzas, la llegada de Tiberio para las exequias. Esperaron tanto que el cadáver estaba casi descompuesto -escribió el ácido Suetonio- cuando fue colocado en la pira.
Entonces los magistrados romanos cayeron en la cuenta de que, después de tantas matanzas, el pariente más cercano de la No verca en Roma era el joven Cayo. Y los impúdicos juegos del poder le impusieron, a sus dieciocho años, pronunciar la oración fúnebre. Sería su primera aparición en público, le dijeron con insidiosa deferencia los funcionarios de palacio, y él se preguntó qué órdenes habían recibido y para qué planes. Alguien añadió, con ambigua adulación, que ardían de curiosidad por escucharlo, porque era el hijo del mítico Germánico y de Agripina, la nieta de Augusto. Pero él se dijo que todo eso nacía de la peligrosa mente de Tiberio y se preguntaba las razones.
A los funcionarios imperiales les sorprendió la absoluta calma con que se preparaba, siendo tan joven, para la intervención y acabaron por pensar que era demasiado tonto para valorar la importancia. No sabían -y hasta aquel día no lo sabía ni siquiera él- qué hablar en público le produciría un placer puro, apasionante, fascinante.
Fingió que intentaba preparar la oración; después de aquellas largas lecturas, su mente estaba llena de lapidarias frases latinas, de un límpido y proporcionado estilo en griego. Sin embargo, con prudente disimulo, tras redactar dos estúpidas líneas pidió ayuda a personajes de la familia Caesaris, los cuales intervinieron con la misma actitud prudente y servil. Él vio con satisfacción que habría escrito la falsa conmemoración bastante mejor, pero no añadió casi nada de su cosecha.
Habló de la difunta, de Augusto y de la historia con un pérfido placer: a medida que pronunciaba las palabras, todos aquellos años atroces iban quedando cada vez más atrás en el tiempo, habían acabado, no resurgirían. Mientras él hablaba, la terrible Noverca se disolvía, sus proyectos morían con ella, y él -el cachorro de león- estaba bien vivo. Pero todo eso lo disimulaba con una ingenua dignidad ante senadores, sacerdotes y magistrados, que sin duda sabían mucho más que él de la sanguinaria historia de su familia y que, con su larga y zorruna experiencia, mientras él hablaba escrutaban qué se escondía detrás de su joven e indefensa inocencia. Tendría muchas otras ocasiones para valorar los silencios y las atenciones de los senadores, pero aquel día nadie podía imaginarlas. En cualquier caso, se equivocó una o dos veces al leer, como si de verdad recitara mecánicamente un texto escrito por otros. Si alguien necesitaba tranquilizarse, se tranquilizó.
Finalmente, el humo de la pira cubrió el cadáver y después lo envolvió por completo. Las puertas de bronce del mausoleo de Augusto se abrieron para dejar entrar al cortejo fúnebre que debía depositar la urna sobre su monumento. Y cuando lo que quedaba de Livia fue dejado allí dentro, durante unas horas él esperó, absurda, apasionadamente, que su madre y su hermano Druso se salvaran.
Pero al día siguiente de las exequias llegaron las más inesperadas órdenes de Tiberio. Debía de haberlas escrito nada más enterarse de la muerte de su madre, o quizá las tenía preparadas de antes. Mandaba que cerraran la funesta casa de Livia y que llevaran al joven Cayo a la imperial domus de Antonia, la anciana madre del fallecido Germánico, su abuela.
Antonia había nacido -hacía muchos años- del breve e infeliz matrimonio de la hermana de Augusto, la enamorada Octavia, con el rebelde Marco Antonio. Y ahora todos citaban su gloriosa ascendencia augusta, mientras que nadie se atrevía a nombrar al padre, cuyo nombre ella llevaba con amargo orgullo. Pero se decía que Antonia era la única persona en toda Roma que no temía a Tiberio: «Ningún delator, ningún espía ha podido extender jamás una sombra sobre ella». Solo se había casado una vez (el enésimo, despiadado e intrincado matrimonio impuesto por el poder): con el segundo hijo de la Noverca, el famoso hijo del escándalo al que Augusto no había podido reconocer, el hermanastro de Tiberio, muerto bastante joven. Tras la temprana desaparición de este, Antonia había vivido decenios de viudez intachable y altiva en su domus -donde los tesoros traídos de Egipto estaban colocados con una elegancia inigualable-, rodeada de fieles esclavos, libertos e intendentes, casi todos egipcios y nubios. Un palacio en el que transcurrían días austeramente sencillos, se leía a los grandes escritores de la antigüedad y se recibía a muy pocos, y exclusivamente artistas, historiadores, filósofos, o mercaderes de la otra orilla del mar de Arabia con sedas, marfil y perlas, plantas raras de África y de Asia para su jardín, bálsamos y perfumes.
Escuchar las disposiciones sobre su futuro expuestas con sonriente complicidad por un oficial -era la primera vez que alguien le sonreía sin miedo después de tantos meses-, sumergió al joven Cayo en una alegría absoluta, fue como zambullirse en verano en las aguas de un lago. Porque Antonia era también la que, de adolescente, había vivido la época de Cleopatra, la tragedia de los dos suicidios en Alejandría y el triumphus de Augusto.
La casa de Antonia
La anciana Antonia era una admirable señora sin edad y sin arrugas, que vestía una suave túnica de seda de fascinantes colores y estaba rodeada por una corte elegantísima, comparada con la cual la morada de Livia resultaba desagradablemente gris.
Cuando se quedaron solos, Cayo, abrazándola impetuosamente, dijo, elevando el tono de voz casi hasta gritar:
– Hace casi dos años que no sé nada de mi madre y de mi hermano Druso, dos años que nos los veo, no oigo sus voces, no leo ni una palabra suya. ¡Parece que en Roma nadie sepa nada de ellos!
De pronto Antonia le estrechó la cara entre las manos y los pesados anillos le oprimieron las sienes.
– Pueden oírte -susurró, y lo besó con ternura, besos pequeños, cuatro o cinco veces.
Cayo notó sus cabellos suaves y perfumados, la mejilla lisa; alrededor de sus hombros, al abrazarse, crujió la seda bordada de las largas mangas al estilo griego. Inmediatamente calló.
– Yo tampoco -susurró Antonia. Él permaneció a la espera; la ansiedad era una mano que le atenazaba literalmente el estómago-. Yo tampoco conseguí averiguar más cuando le pregunté a Tiberio. Me contestó que están vivos, pero que no pensaba decirme nada más porque la seguridad del imperio es más importante que las noticias de la familia. -Frenó el gesto rebelde del muchacho y le aconsejó-: Espera. Tendrás tiempo.
Le acarició los labios con los dedos para que guardara silencio. En cuanto a sus hermanas, dijo, Tiberio las había casado, pese a su juventud, con patricios fieles a él que tenían por lo menos veinte años más.
A Cayo lo invadió la angustia y luego una furia impotente. -¡Así la sangre de Germánico quedará diluida por la de sus enemigos!
Antonia meneó la cabeza. Su rostro poseía una maravillosa serenidad, la piel fina y clara se extendía, tersa, sobre los pómulos, las cejas formaban una alta curva en la frente lisa. Parecía que no hubiera sufrido nunca. Dos oportunos collares de oro y perlas cubrían las débiles arrugas del cuello.
– Sé que te resulta difícil -dijo-, pero, te lo ruego, no busques a tus hermanas, no hables con nadie, espera. -Lo acarició y notó que temblaba de odio-. Tienes unos ojos preciosos -le dijo-, deja que los vea bien. -Él abrió los párpados y ella murmuró-: Como tu padre, verde grisáceo, más verdes que grises… -Antonia sintió una intensidad difícilmente sostenible, casi hipnótica-. Tienes una mirada muy fuerte -susurró. El cerró los párpados y sonrió-. Aguanta un poco más: la sangre de Germánico eres tú. -Lo condujo a una sala-. Ven, siéntate aquí. -Le hizo sentarse a su lado, en una banqueta baja, doblegando poco a poco su rebelde impaciencia-. Yo tenía seis años menos que tú cuando cambió toda mi vida. Y fue el día que han llamado grande en la historia de Roma: el tercer día del triumphus de Augusto tras la conquista de Egipto.
La sala, elegantísima, silenciosa, estaba perfumada por grandes jarrones de flores.
– Atados con finas cadenas de oro en el cuello y en las muñecas, vestidos con largas túnicas de seda que rozaban el polvo…, yo no había visto nunca túnicas de seda…, los dos adolescentes prisioneros caminaban inseguros en la cabeza del cortejo. Eran mis hermanos, y era la primera vez que los veía. Eran los hijos de mi padre, que se había suicidado, y de su amiga, muerta con él, Cleopatra, la reina por cuya causa él había repudiado a mi madre. Éramos coetáneos. Mi padre había conseguido dejar rastro de sí mismo en las dos mujeres de su vida casi al mismo tiempo. Mi madre lloró mientras yo nacía. Después nos contaron que la otra, allí, también había llorado mucho.
Cayo, sentado a sus pies, apoyó los codos en las rodillas de ella, como había hecho durante años con su madre. Ella, acariciándolo, le levantó el rostro, lo miró y dijo:
– ¿No crees que para mí todo eso fue insoportable? ¿Quizá tanto como lo que tú estás viviendo ahora?
Cayo se dejó acariciar y no respondió. Ella, con las dos manos, le presionó suavemente las sienes con un movimiento circular para apartar de su mente lo que estaba pensando. Él cerró los ojos.
– Las esclavas egipcias me dijeron que, en los últimos tiempos, Marco Antonio -de vez en cuando se refería a su padre llamándolo por su nombre, como al hablar de un personaje histórico-, cuando la angustia aumentaba, le pedía a su reina que lo acariciara. -Sus dedos intensificaron la leve caricia en las sienes de Cayo-. Así. -Cayo abrió los ojos-. Mi padre tenía treinta años cuando habló por primera vez con la reina Cleopatra -dijo Antonia-, y fue el día que mataron a Julio César.
Cleopatra vivía entonces en Roma los días de su clamoroso amor con Julio César y del hijo de ambos, el pequeño Tolomeo César, el heredero que, por el simple hecho de existir, había aterrorizado políticamente a casi todos los senadores. Así pues, aquella mañana de marzo, Marco Antonio, fiel partidario de julio César, se había presentado en la residencia y había tenido que decirle sin rodeos que su jefe había sido asesinado en plena Curia y que ella también corría un gran peligro. El carácter trágico de aquel momento no había permitido enmascaramientos de tipo psicológico o seductor a ninguno de los dos: se habían conocido como si llevaran tratándose toda una vida. Él la había visto tan bella que daba vértigo, increíblemente valiente, sin lágrimas, de mente rápida; ella había visto en él al único hombre de Roma que se había preocupado de salvarla, de hacerla huir con su hijo, al que toda Roma odiaba.
– Era inevitable que volvieran a encontrarse. Poco después la vio en Oriente y nada pudo separarlos, nada, ni siquiera el matrimonio con mi madre, la hermana de Augusto.
Toda Roma sabía que Marco Antonio había llevado aquel insoportable matrimonio con Octavia como una cadena de esclavo. De hecho, la había dejado en Roma para regresar inmediatamente con su reina. La estrategia de los matrimonios inventada por Augusto había sufrido la más hiriente humillación. Pero los senadores habían recordado que, unos años antes, «aquella egipcia» incluso había logrado nublar el juicio de un hombre experto y duro como julio César, hasta el punto de que matarlo, y en pleno Senado, había parecido el único remedio. Y ahora también Marco Antonio cedía a Cleopatra, en un pacto de alianza, la isla de Chipre y una parte de Siria y de la provincia de África, alrededor de Cirene. Al igual que para Julio César, además de un amor inevitable era un proyecto de imperio a escala planetaria. En Roma se habían enfurecido. «Está regalando ciudades y provincias romanas como si fueran objetos personales», gritaban los senadores.
– Mi madre lo quería. Él lo tenía todo para ser amado por una mujer tan sumisa: celebridad guerrera, inquietud, fama de libertino. Y mi madre esperó hasta el último día que volviese. Pero, a pesar de las intimaciones de Augusto, a pesar de las lágrimas y los convulsos viajes en vano de mi madre, él no aguantó lejos de la egipcia, como la llamaban los senadores más viejos. Algunos incluso fueron a visitarlo allí y volvieron indignados, contaron que estaba irreconocible, que ya no tenía nada de romano. E hicieron llorar mucho a mi madre… Y al final él le mandó aquella carta de repudio para casarse con Cleopatra, una carta tan cruel que mi madre dijo que no podía haberla escrito él. Pero Augusto le ordenó que no llorara. «Esa carta pensada en la ebriedad del vino no hiere a una mujer, insulta a Roma», dijo. Y así empezó la guerra en la que Marco Antonio moriría.
La voz de Antonia estaba cargada de emoción, pues hacía muchos años que no había podido hablar de ese modo con nadie. El joven Cayo apoyaba los brazos en las rodillas de ella con una sensación de paz y seguridad, sin tener que guardarse las espaldas, pero Antonia dejó de acariciarlo.
– Así llegó el día que me aterraba, el día del triumphus de Augusto. Vi el cortejo desde lo alto de la tribuna imperial. Vi los carros y las fercula donde iba expuesto el resplandeciente botín de oro. Era un río de oro: estatuas de dioses, leones, esfinges y esparavanes, candelabros, vasos. La muchedumbre se embriagaba viéndolo. Y de repente, la enorme pintura de la reina de Egipto en su cama, casi desnuda, ofreciendo el pecho a la mordedura de la cobra. Al verla avanzar, los gritos del pueblo se interrumpieron. Pero después de la imagen de la reina muerta llegaron los prisioneros vivos, los hijos de ella y de mi padre. A lo largo de toda la calle, la multitud había gritado sin parar insultos contra aquellos chiquillos, y pese a los guardias algunos intentaban agarrarlos. El varón no veía a nadie; ella, como una gacela, saltaba si la tocaban. Iban con las manos colgando entre las cadenas, pero mantenían la cabeza alta. Los seguía, desorientado, un niño más pequeño, debía de tener siete años, y también lo habían encadenado. Yo miraba desde lo alto de la tribuna, al lado de mi madre, porque, aunque el derrotado era mi padre, era la sobrina del vencedor. Alguien consiguió asir a la niña por el vestido de seda y se lo rasgó a la altura del delgado hombro. Los guardias lo obligaron a retroceder. Vi la piel de ella; era más oscura que la nuestra, de color miel. Le corrían pequeñas lágrimas por las mejillas.
»El cortejo se detuvo bajo nuestra tribuna. Vi los toros blancos destinados al sacrificio, a los músicos, a los lictores. Augusto, desde la cuadriga, levantó el brazo para saludarnos y la multitud lo aclamó. Porque mi madre, abandonada y humillada, era su hermana. Y esa era la venganza. Pero el vencido, la víctima, para mí seguía siendo mi padre. Los niños, los hijos de la otra, también tuvieron que detenerse delante de nosotros, pero no levantaron la vista. Los gritos eran ensordecedores. "¿Y para esto se ha hecho la guerra?", dijo mi madre.
»El cortejo se puso de nuevo en marcha. ¡Qué combinación de nombres grandiosos había puesto Marco Antonio a aquellos preciosos niños, los hijos de la otra, en comparación con el simple y republicano nombre de Antonia que me habían puesto a mi! El, Alejandro Helios, llevaba el nombre del conquistador de Babilonia y el nombre divino del Sol; ella, Cleopatra Selene, el nombre de la reina de Egipto y el de la divinidad lunar. Eran gemelos. Los astrólogos habían encontrado signos maravillosos en su nacimiento, en el semen del padre y en el vientre de la madre, y en todos los astros del zodíaco. Pero resultó que todos eran signos de desgracia. Detrás de ellos iba, encadenado y aterrorizado, el cortejo más deslumbrante que Roma hubiese visto nunca: cientos de artistas, médicos, arquitectos, poetas, sacerdotes, músicos, siervos, cocineros, acróbatas…, la corte entera de la reina de Egipto con sus vestiduras de todos los colores. Augusto los había traído como si fueran animales exóticos, para echarlos como pasto a la gente de Roma. Mi madre miraba, atónita, y en ese momento, me contó más tarde, empezó a comprender por qué su amado Marco Antonio había quedado atrapado por aquella tierra y aquella mujer, hasta el extremo de tener que morir allí. Y empezó a sentir un dolor más leve.
Cayo César escuchaba; después de un año de silencio, estaba acostumbrado.
– ¿Todavía estás cansado?
Estaba cansadísimo, tanto que solo deseaba sentarse, acurrucarse, dormir. Pero la voz y las caricias actuaban como una medicina; eran los primeros, maravillosos momentos de confianza absoluta.
Al mismo tiempo, la anciana Antonia, con los ojos llenos de lágrimas, veía en el muchacho cansado la sombra de su hijo, que había sido envenenado en Siria.
– Yo soy muy vieja -dijo, y una sonrisa iluminó su semblante impecable- y el destino ha querido darme una larga memoria. -Su memoria era un sótano en el que desde hacía decenios no entraba nadie-. Pero no quiero añadir otro odio al tuyo. Augusto había hecho lo que había querido de la vida de mi madre, como con todas las mujeres de la familia, y ella nunca le había pedido nada. Pero, después del espeluznante cortejo de aquel triumphus, le pidió que dejara en sus manos a los tres hijos de Marco Antonio y de la reina de Egipto. Augusto se los entregó de inmediato, con todos sus esclavos; pensó que quería concederse el placer de la venganza. Recuerdo que, cuando estábamos esperándolos, yo temblaba. Y mientras aquellos chiquillos aterrorizados y aquel enjambre de esclavos sin esperanza se acercaban, escoltados por los pretorianos, mi madre me susurró: «Quiero entender». Estábamos en el atrio. Los prisioneros avanzaban despacio, en silencio, seguros de encontrar en el palacio de la mujer traicionada la más cruel de las muertes. Y mi madre me dijo: «Mira cuánto sufren». El primer paso lo dio hacia la niña, mi hermana, desconocida hasta el día anterior, la llamada Cleopatra Selene. Era alta, espigada, permanecía inmóvil, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo, tenía unos grandes ojos oscuros. Mi madre abrió un poco los brazos, puso las manos sobre sus hombros, la atrajo hacia sí. De pronto, al unísono, sin mediar palabra, las dos se abrazaron.
Antonia se interrumpió después de pronunciar esta frase, porque las lágrimas de hacía sesenta años le habían quebrado la voz.
– En ese momento miré a aquellos esclavos que deberían haber muerto -dijo- y vi lo que significa decirle a alguien: puedes vivir. Se precipitaron sobre mí, que era casi una niña, me cubrieron las manos de besos, hombres y mujeres lloraban y besaban el vestido de mi madre, y también yo lloré, más que ellos, y todos sonreíamos, con las mejillas húmedas, hablando distintas lenguas, diciéndonos palabras que no comprendíamos. Después, mi madre hizo el primer gesto autoritario de su vida, llamó al comandante de los pretorianos y le dijo que se fuera. Y Egipto entró en nuestra casa.
La casa de Antonia había sido el único lugar de Roma en el que, durante años, se había afirmado, aunque en voz baja, que a Marco Antonio y Cleopatra no los había perdido el amor, sino un imposible gran proyecto de unión entre las dos orillas del Mediterráneo.
Entretanto, aquellos pequeños huérfanos y prisioneros, llegados con sus sirvientes, músicos y sacerdotes, tocaban sistros y laúdes, invocaban a Isis la Antigua las noches de luna llena, llevaban vestiduras de lino plisado de color ónice, de color Nilo, de color flor de loto, sabían preparar el perfume sagrado, el khfir, describían templos de granito rosa de tres mil años de antigüedad.
Preceptores cultísimos explicaban que en aquel país se había inventado la agricultura y la ciencia hidráulica, vital en una tierra sin lluvia; decían que Alejandría era el mayor centro de intercambios culturales y científicos; afirmaban que en la escuela religiosa y filosófica de Heliópolis había nacido la intuición de lo divino. Arquitectura, música, ciencias especulativas y medicina se habían compenetrado en un edificio humanístico. Mil años antes, el faraón Ramsés III ya había concedido inmensos donativos a ese centro de pensamiento, el mayor del Mediterráneo prehelénico.
– Pero en Roma nadie quería escuchar esas palabras -dijo Antonia-. Aquí, nosotros éramos los únicos supervivientes de la misma tragedia. Y eran recuerdos sin remedio. ¿Comprendes ahora, Cayo, por qué hizo tu padre aquel viaje que le costó la vida y por qué quiso que tú, aunque no sabías nada, lo acompañaras?
El pabellón del otro extremo del jardín
– Sabes que no me está permitido dejarte salir a las calles de Roma -dijo Antonia-. Pero puedes bajar a los jardines. Vamos, ¿a qué esperas? Ve hasta pasado el hipódromo y pregunta por el pabellón antiguo. Allí encontrarás a algunos a los que te gustará ver. A tu padre también le habría agradado.
Cayo bajó al inmenso parque, lo atravesó con cierta inseguridad, dejó atrás el hipódromo y el olor familiar de las caballerizas, llegó a un vasto edificio construido en el antiguo estilo preaugustal, con paredes de ladrillos vistos y tres pisos de altura. Descubrió, alarmado, que había una guarnición de pretorianos.
Se acercó con cautela; nadie le impidió entrar. Dio unos pasos por el atrio y enseguida vio que iban a su encuentro, como si lo esperasen, cinco jóvenes, visiblemente extranjeros. No reconoció a ninguno, pero vio que ellos, en cambio, estaban bien informados sobre él y su historia, porque se apiñaron a su alrededor y lo saludaron con palabras lisonjeras y alegres.
Así se enteró Cayo de que, en aquel misterioso edificio, los cinco jóvenes vivían en una condición irreal de refinada reclusión. Roimetalkes de Tracia, Cotis de Armenia, Polemón del Ponto, Darío de Partia, hijos de príncipes y de reyes extranjeros, en sus pocos años de vida habían tenido crueles experiencias de guerras, revueltas, derrotas, treguas impuestas por las armas de Roma: eran rehenes, es decir, estaban allí como garantía de que sus padres respetarían los pactos de una paz dura. Detrás de sus nombres emergían inconmensurables tierras de Asia, ciudades míticas, desiertos, ríos gigantescos, lejanos mares interiores.
El mayor era Herodes de Judea -nieto de Herodes el Grande, el fundador de Cesarea y reconstructor del templo de Jerusalén-, que enseguida alardeó de la larga amistad de Augusto y su abuelo y declaró:
– No hicieron falta legiones contra él.
Tiberio había considerado que la domus de Antonia, la madre de aquel Germánico tan añorado en Oriente, era el sitio ideal, sometido a un riguroso pero invisible control, para el suntuoso confinamiento de esos jóvenes príncipes. Muchos senadores se habían quedado asombrados. Pero para Tiberio, además de garantía de la paz actual, estos eran un proyecto futuro: educados en Roma, impregnados de su cultura, conscientes de su poder, con el tiempo se convertirían en dóciles y seguros colaboradores.
Las desmesuradas dimensiones de la domus ofrecían a aquella juventud prisionera, en los pabellones, las termas y los laberínticos jardines, las jornadas más agradables y relajantes. Tiberio veía en todo eso una poderosa ayuda. Del gran mercado de esclavos de la isla de Delos, llegaban para los príncipes orientales junto a lebreles, pájaros raros y caballos de ágiles patas, adecuadas para las curvas del hipódromo privado- muchachas de larguísimos y negros cabellos que tocaban, con instrumentos jamás vistos, dulces canciones incomprensibles, salvajes amazonas rubias de Escitia y exquisitas bailarinas que necesitaban todo el tiempo que dura un banquete para dejar caer, uno tras otro, en una enervante tensión, todos los velos que las envolvían, como era costumbre en Petra. Y Herodes contó riendo que, con una danza así, su prima Salomé había hecho enloquecer al viejo Antipas.
Antonia, lejana e inaccesible, nunca se había acercado allí: ignoraba, o se había decidido que aparentase ignorar, sus atrevidas experiencias. Concedía audiencia a los jóvenes príncipes, en grupo, solo en las grandes festividades romanas, y en esas ocasiones se mostraba maternal y auxiliadora. Su complaciente sumisión a los proyectos de Tiberio sorprendía a muchos en Roma. Se decía que era una devota y extrema fidelidad a la memoria del hermanastro de Tiberio, el hijo que Augusto no había podido reconocer y que había muerto muy joven, en resumen, el enésimo lazo de aquella laberíntica parentela.
De todas formas, los espías de Tiberio vigilaban alrededor de la domus de Antonia. El único que lo había entendido bien era Herodes de Judea, y por eso vivía de un modo abiertamente disoluto, decía cosas insustanciales que no inspiraban desconfianza, se emborrachaba, perdía sumas increíbles jugando que Antonia, maternalmente, pagaba.
– Está comprando tu futuro reino paso a paso -le dijo un día Roimetalkes de Tracia.
Herodes, aunque había bebido tanto que parecía completamente borracho, contestó con lucidez:
– Prefiero tener enormes deudas con Antonia que pedirle un pequeño préstamo a Tiberio.
Se sentaban juntos en el jardín, bebían en las mismas copas el mismo vino aromático.
– Tú, Cayo, has sufrido mucho, igual que nosotros -dijo Polemón, el príncipe al que le gustaba escribir breves y elegantes poesías-. Pero yo creo que los dioses siempre piden un pago a cambio de lo que te conceden. Es de noche -declamó-, y tienes miedo porque en la oscuridad no encuentras lo que has perdido. Pero vuélvete: a tu espalda está amaneciendo. Y los dedos de la Aurora son rosa.
Los hijos de aquellos reyes, aunque veían a Cayo casi tan prisionero como ellos, lo percibían prodigiosamente distinto. En sus mentes había surgido con toda claridad la idea que él tenía guardada en las profundidades del cerebro: al usurpador Tiberio no le quedaban muchos años. Y él, el hijo de Agripina y Germánico, era el heredero imperial.
La amistad estaba derivando hacia una atmósfera conspirativa, y un día Roimetalkes dijo que en Tracia, desde la noche de los tiempos, existía un rito secreto para obtener de los dioses un don que estos estarían obligados a conceder.
– Sea el que sea, incluso el dominio sobre toda la tierra.
Herodes preguntó con seriedad cuál era el rito y Roimetalkes respondió, misterioso:
– Los elementos son siete. -Los demás esperaron-. La música más dulce que se pueda oír, el perfume más raro, luces resplandecientes en los candelabros de oro, el vino más viejo de tus bodegas, los más suaves frutos de la tierra, los bailarines más jóvenes de Siria…
– Es fácil -lo interrumpió con entusiasmo Herodes.
Roimetalkes dijo que no era tan sencillo.
– Necesitamos el amor de una virgen para cada uno de nosotros. Una virgen que cada uno escogerá y conducirá a la sala del rito, y acariciará y desnudará lentamente para mostrar su belleza íntima a los dioses, hasta el momento en que ella, desnuda entre tus manos, temblando de deseo, te suplique que le hagas conocer el amor. Un amor que tú le darás porque la fuerza de los dioses habrá descendido hasta ti. Un amor que tendrá que arrastrarnos a todos nosotros, en el mismo instante. Y los dioses, mirando, gozarán.
Herodes pensó un poco y dijo:
– Podemos hacerlo. Lo haremos.
Así, a puerta cerrada, entre la música, las danzas, las libaciones, en el aire saturado de perfumes, en el culmen de una embriagadora exaltación colectiva, los príncipes prisioneros, todavía jadeantes por la violencia del rito, abandonaron a las muchachas sobre los cojines, se levantaron y, todos juntos, empleando la antigua fórmula repetida palabra por palabra por la voz de Roimetalkes, la plegaria que los obligaba a acceder, pidieron a los dioses:
– Cayo César Augusto emperador.
Si aquella comprometedora ceremonia hubiera trascendido, habría hecho que todos perdieran la vida, pero los rudos espías del emperador la llamaron simplemente una orgía y semejantes noticias tranquilizaban a Tiberio y a los senadores. No obstante, la vivacidad de aquella corte no tardó en ser conocida en Roma, junto a las deudas de juego de Herodes y las embriagadoras experiencias de Cayo, porque algunas habladurías llegaron incluso a los austeros escritos de los historiadores.
La estatua de cuarzo rosa
Explorando la real domus de Antonia, Cayo descubrió en una pequeña estancia un templo doméstico, un lararium, como era habitual en Roma en la época republicana, y empujó la puerta.
No era un lararium. En la penumbra, en una especie de tabernaculum, estaba sentada una divinidad desconocida, una madre joven que llevaba en brazos a un niño. Estaba esculpida en un brillante cuarzo rosa, llevaba sobre la cabeza una media luna y apoyaba los pies en una esfera, alrededor de la cual había enroscada una serpiente. En una esquina ardía un perfume intensísimo del que se elevaba con gran lentitud un hilo de humo.
Él se volvió buscando a alguien. Se le acercó un viejo esclavo que apoyó la mano en la puerta y la entornó despacio mientras susurraba en griego:
– Está prohibido.
Cerró la puerta del todo, miró al muchacho con una mezcla de desconfianza y complicidad y finalmente dijo en un susurro:
– Es la Gran Madre, Isis.
En un instante, Cayo retrocedió años, se encontró de nuevo en aquella barca que remontaba el Nilo, y su padre estaba vivo. «La diosa cuyo nombre semeja un soplo de viento.» Tiberio había derruido el pequeño templo romano consagrado a ella, deportado y matado a sus sacerdotes. Tan solo la inviolable domus de Antonia podía permitirse una habitación semejante en tiempos como aquellos.
Cayo, emocionado, preguntó al viejo:
– ¿Tú conociste el templo de Sais?
– Cuando se me llevaron como esclavo -contestó el hombre-, me volví para mirarlo. Tenía diez años. Lo que sé, lo sé por mi padre.
– ¿Quién era tu padre?
El viejo contestó que su padre oficiaba los ritos secretos de la diosa y que, cuando habían hundido las naves sagradas, lo habían matado por intentar salvar los instrumentos de las músicas rituales, el nebi y el seistrum de oro. Y era conmovedor oír a un hombre tan anciano hablar de su padre, muerto hacía no sé cuántos años, con la ternura de un niño.
Cayo vio de nuevo la proa rota y medio hundida de la nave que estaba ante el islote de Antirhodos, en el puerto de Alejandría, y le preguntó qué sabía de aquellos ritos.
– Todo lo que sé, es lo que conservo en la memoria, porque aquí no tengo escritos que consultar ni templos donde leer las oraciones grabadas en la piedra. La diosa es Madre, porque su amor por los hombres es inmenso. Pero Isis es un nombre. Y sus nombres pueden ser miles, todos los que nazcan de nuestra soledad y de nuestro miedo, porque se puede llamar a la Madre con todos los nombres del amor. Yo vivo aquí -dijo- y la llamo todos los días. -Abrió un poco la puerta-. Mira.
En la penumbra, la estatua de cuarzo rosa reflejaba las oscilaciones de la llama perfumada. Pero Cayo, reviviendo la inútil ansiedad sufrida en Samotracia y en el Didimeo, dijo:
– Nunca he visto ni oído a un dios responder a nuestras plegarias, aunque sean desesperadas.
El viejo se sintió herido por aquella violenta amargura.
– No es con la voz como se manifiesta la diosa -repuso con calma-. Entre nosotros vivió un mago llamado Arsenoufis. Había accedido a la heka, la Magia suprema, blanca como la luz…
– ¿Tú sabes qué es la magia? -preguntó el joven, pensando que en toda su vida nunca había visto sucesos mágicos o divinos, sino únicamente hechos feroces producidos por la voluntad de los hombres.
– Arsenoufis podía materializar delante de ti la imagen de tu enemigo y dejarlo inerme. Cleopatra lo consultó dos veces: la primera a los diecisiete años, y él materializó la figura de julio César; la segunda, a los veintitrés, y él materializó la figura de Marco Antonio. Pero cuando lo llamó la tercera vez para que materializara la figura de Augusto, Arsenoufis había muerto de viejo.
El joven Cayo se marchó decepcionado. Pero, al salir de aquel rincón remoto, vio inesperadamente a la anciana Antonia que se alejaba, al fondo de una sucesión de salas. Su vestido de seda, de color cielo nocturno con capullos de loto bordados en los bordes, se deslizaba sobre el mármol. Pero Antonia no se volvió y no lo saludó. No había a su alrededor nadie del cortejo casi ritual que solía seguirla, como a una soberana. En contra de la costumbre, la acompañaba solo una persona, un hombre de mediana edad que parecía llegar de un largo viaje. Las salas estaban desiertas.
Cayo se detuvo. Y como a veces los dioses advierten a los hombres con pequeñas señales, la luz de una ventana rozó la cara de aquel viajero que acompañaba a Antonia. Cayo vio que hablaba deprisa y con cautela, y tan cerca de ella que solo una máxima confianza o un peligro extremo podían permitírselo.
Cayo había pasado toda la adolescencia mirando a su alrededor, y mientras Antonia se alejaba con la cabeza inclinada hacia su extraño compañero, escuchando, percibió que algo sobrecogedor estaba entrando en el palacio.
La carta cifrada
Dos días después, una clara mañana de septiembre, Antonia mandó llamar a Cayo desde sus aposentos privados. El acudió y la vio sentada, sola, en un suntuoso decorado que no había visto nunca. Las paredes estaban totalmente cubiertas de frescos que reproducían, con perspectivas engañosas, luminosos pórticos, escalinatas y fuentes. Antonia estaba escribiendo; vestía una de sus sencillas y preciosas túnicas tejidas en Pelusio, y llevaba en los dedos y en las muñecas las antiguas joyas de su único matrimonio y de su larguísima viudez. Pero, en el borde de las mangas y en el bajo, el vestido estaba bordado con brillantes piedras, perlas e hilo de oro, como en los tiempos de los antiguos phar-haoui.
Cayo observó que, bajo las pesadas joyas, las suaves manos que lo habían acariciado durante sus insomnios estaban envejecidas, la piel seca, las uñas endebles.
Antonia dejó el calamus y anunció, como si fuera una sentencia:
– Estoy escribiendo a Tiberio.
Solo ella, en Roma y en todo el imperio, podía osar escribir al emperador; solo ella podía estar segura de que un escrito suyo, pasando por encima de todos los espías, llegaría a la isla de Capri, a manos de Tiberio.
Durante décadas de viudez incorruptible, la dignidad de Antonia, en medio de las desmesuradas riquezas de su domus, de los espectaculares jardines, de los centenares de esclavos y de libertos, del imperial nivel de vida que se llevaba en ella, había sido solitaria, incluso inhumana. «En esta venenosa Roma -había dicho Tiberio con hosca admiración-, es la única mujer que, después de haber jurado fidelidad a un hombre, ha conseguido de verdad no traicionarlo.»
Sin embargo, en la relación entre Antonia y Tiberio se escondía un secreto más profundo que se mantuvo a lo largo de los siglos. Antonia no había dicho una palabra en público sobre la muerte de su hijo, Germánico, y había llorado en privado. Un senador había comentado: «Es la única que no acusa a Tiberio, y es la que debería gritar más fuerte». Pero en las estancias secretas imperiales había sucedido después algo por lo que, día tras día, la relación entre Tiberio y la Noverca había comenzado a deteriorarse. Poco a poco, la vida de Livia se había transformado en un inútil desierto de soledad. Y en las cruelmente solitarias exequias reservadas a la madre del emperador, el senador Valerio Asiático había dicho ambiguamente: «Todos los días de estos once años en los que Tiberio se ha negado a ver a su madre, Antonia, encerrada en su domus, los ha contado uno por uno».
Antonia, depositaria indiscutible de todos los secretos de política y de cama de la trágica familia Julia-Claudia, la única por encima de toda sospecha en la inquietante Roma de aquellos años, mantenía con el temible emperador una correspondencia continua. Durante años, le había transmitido las traiciones y las infidelidades de los que él consideraba de toda confianza. Solo verdades demostradas e incuestionables, y con ello parecía que más de una vez lo había salvado. Sin embargo, con una impalpable pero corrosiva venganza femenina, sin compasión, lo había dejado más solo y angustiado que a sus propias víctimas.
– Mira esto -le dijo a Cayo-. Solo debes saberlo tú. Saberlo te aliviará.
La escritura era ordenada y clara, pero la mirada de Cayo se topó como contra un muro: era un texto cifrado y, por lo tanto, le resultaba incomprensible.
Ya Julio César había inventado un código para sus mensajes secretos, desplazando la secuencia de las letras del alfabeto de modo que quien no poseyera la clave leía una serie de palabras sin sentido. Augusto también había inventado un código, pero tan sencillo, en contraste con su sagacidad, que toda Roma lo conocía, una especie de juego de sociedad que consistía en sustituir cada letra por la siguiente, es decir, la A por la B y así sucesivamente. Era incluso infantil, se decía. Pero Augusto sonreía al oírlo: aquel modesto código era una broma feroz contra el que se esforzara en descifrarlo, porque de ese modo descubría sobre sí mismo lo que Augusto no le hacía saber oficialmente.
Pero en alguna parte existía y funcionaba la tabla del código verdadero y secreto, el utilizado por Augusto en la época de la guerra contra Marco Antonio y más tarde con Tiberio, cuando lo había asociado al gobierno.
Antonia rozó la hoja con dos dedos y dijo:
– Tiberio descifra este código sin necesidad de ayuda, él solo. Y ahora se enterará por fin de quién es realmente Elio Sejano, el hombre al que sacó de la nada, el hombre que ha destrozado a tu familia. Aquí le presento las pruebas.
Solo ella sabía cuántas noches de tortura le estaba regalando una vez más a Tiberio. Pero no tradujo el texto, no reveló cuáles eran las acusaciones. Contempló la emoción que sus palabras suscitaban en el joven Cayo.
– Es el hombre más peligroso del imperio -murmuró él-. Tiberio ha dejado Roma en sus manos.
Antonia sonrió.
– Ese es el problema al que tendrá que enfrentarse Tiberio -dijo-. Nadie lo hará mejor que él.
Los párpados de Cayo se abrieron sobre sus iris verde grisáceo, como los de Germánico. Antonia vio los sentimientos que estaban desencadenándose en su interior y lo acarició.
– Ahora vete -susurró-. Se preguntarán para qué te he hecho venir aquí.
De aquella carta, que debía cambiar el futuro del imperio, quedó un breve recuerdo en las palabras de los testigos. Durante noches y noches, Cayo no dejó de imaginar a Tiberio abriendo y descifrando sin testigos, en la elevada villa de Capri, aquel escrito secreto, y luego reflexionando largamente, solo en su habitación, lacerado por una enorme desilusión, sofocado por una ira que no podía estallar. Y disponiendo cautos controles, tendiendo sutiles trampas, buscando testimonios inconscientes…
Por segunda vez, Cayo se abandonó a la esperanza de volver a abrazar a su madre y a su hermano superviviente, una idea en la que su fuerza de autocontrol casi desaparecía. Sin embargo, pasaron bastantes días. Tiberio no respondió. Y no sucedía nada.
El hombre de Alba Fucense
Aquel octubre, de noche, Tiberio convocó en secreto en Capri a un oficial al que se había visto raras veces hasta entonces, pues se había pasado la vida dedicado a actividades policiales de cuya inmoralidad y violencia solo habían tenido conocimiento Tiberio y las víctimas. Se llamaba Nevio Sertorio Macro y había nacido en los montes de Alba Fucense, la durísima fortaleza, el arx, corazón estratégico de los Apeninos centrales, a noventa millas de Roma, sede de dos legiones temibles, la Cuarta y la Martia, pero célebre sobre todo como terrible prisión de Estado. En sus sótanos, sepultados durante el invierno en la nieve, después de seis años sin haber visto el sol, había muerto Perseo, rey de Macedonia, y Sífax de Numidia.
Sertorio Marco se expresaba en el tosco latín de aquellos leñadores y pastores. Nunca había tenido ocasión de practicar la compasión y todos sus sentimientos estaban ligados, como un haz de leña seca, por una ardiente ambición. De modo que Tiberio sabía con quién hablaba cuando, sin testigos, en un secreto total, con brusca concisión, lo nombró prefecto de las cohortes pretorianas, el cargo que Sejano creía todavía suyo. Con una dureza impasible, sin dar tiempo a Sertorio Macro a recuperarse de la triunfal sorpresa, en el mismo tono de voz le comunicó una retahíla de órdenes que no admitían réplica y que para cualquier otro habrían sido terribles.
Pero Sertorio Macro estaba a la altura de la empresa: asintió tras escuchar cada una de las órdenes y se las grabó en la cabeza sin pedir explicaciones. Reunió rápidamente una escolta de confianza, se puso en marcha en el acto y, recorriendo a la inversa el camino que acababa de hacer, llegó a Roma al amanecer del decimoséptimo día de octubre. Convocó a los senadores por orden de Tiberio sin informar del motivo e inmediatamente después, mientras ellos acudían a la Curia, se presentó ante Sejano, que aún estaba durmiendo, y se declaró encantado de anunciarle que Tiberio lo había nombrado tribuno consular, la máxima magistratura romana, antesala del imperio.
Contempló con atención policial la alegría ciega que transformaba el rostro de Sejano y le oscurecía el temible cerebro antes de comunicarle:
– Los senadores ya están avisados y te esperan para oficializar el nombramiento.
Mostró con deferencia el decreto que lo designaba a él para sustituirlo en su cargo actual. Miró con rígido respeto militar a Sejano, que, embriagado por la noticia, congregaba a sus oficiales, atónitos, y daba rápidamente instrucciones. Vio cómo aquellos oficiales lo escrutaban a él, el montañés de Alba Fucense al que ninguno conocía, y pensó que tendrían ocasión de ello. Miró a Sejano, que se había despojado él solo, con un gesto, de toda fuerza militar y se dirigía con orgullo a la Curia. Y lo acompañó.
El sol aún no había acabado de salir cuando uno de los ex centuriones que vigilaban en la domus de Antonia se presentó ante ella, que paseaba despacio por el pequeño jardín de sus aposentos privados, donde florecían las rosas otoñales, y se puso a hablarle en voz baja. Cayo no estaba lejos y vio que ella inclinaba la cabeza para escuchar, luego se detenía, levantaba la cabeza de nuevo y miraba al fiel oficial. De pronto, Antonia sonrió. Cayo trató de alejarse; le temblaban las manos. No se volvió. Tras una pausa interminable, oyó la voz de Antonia, alta, llamándolo.
Elio Sejano había entrado triunfal en la Curia y enseguida había constatado que todos los senadores habían llegado antes que él. Pero no había corrillos, ni conversaciones animadas en las gradas, ni retrasados que tramaran tácticas en los soportales. Reinaba un silencio solemne, en realidad, tenso y, para muchos, quizá temeroso, porque a la espalda de Sejano se había entrevisto a los pretorianos -a los que Macro, mientras salía, había impartido las primeras órdenes con su voz tosca y dura- rodear la Curia con una rápida y ordenada maniobra.
Sejano también los vio, al otro lado de la puerta de bronce todavía abierta, y se quedó petrificado a medio camino. En un instante, su ostentoso júbilo se transformó en alarma. No había dicho todavía nada ni se había movido cuando Sertorio Macro, de pie en las gradas de la derecha del asiento vacío de Tiberio, levantó el mensaje imperial sellado con plomo. A continuación cerraron la gran puerta de la sala.
Y cuando Macro hizo verificar la integridad de los sellos y luego, lentamente, los rompió, desplegó el mensaje y, con un acento cerrado, empezó a leer aquel documento que no era un nombramiento, como todos esperaban, sino una implacable y virulenta acusación: «Traición contra el pueblo romano», la sala se paralizó en un terrible silencio. Era una imputación de la que nadie podía salir vivo. Sejano, como si aquellas palabras en latín mal pronunciado tuvieran dificultades para entrar en su cerebro, permaneció inmóvil. Y en medio del silencio Sertorio Macro proseguía:
– Proyecto de apoderarse del poder, de instigar a las cohortes contra la Curia, de asesinar al emperador…
Las frases, escritas por la mano del propio Tiberio, aplastaban, cayendo lentamente en el silencio, todo impulso de reacción. Solo se oía el crujido de las cátedras, la respiración jadeante de alguien y luego, poco a poco, el estremecimiento de emoción liberadora que contagiaba a los senadores, el movimiento de alguna toga, las exclamaciones entrecortadas, hasta que Sertorio Macro, lentísimamente, con una sensación de omnipotencia, dejó la hoja que había terminado de leer.
Y todos a una, los senadores se indignaron y, con violenta unanimidad, sin siquiera consultarse (demasiados odios impotentes había sembrado Sejano en Roma, demasiado impetuoso era el alivio por destruirlo), hicieron suyas las acusaciones de Tiberio gritando. Inmediatamente, los lictores, funesto símbolo de justicia, flanquearon a Sejano; pero él seguía sin reaccionar. Un senador dijo que había que abrir el proceso enseguida, allí, sin demora. Y los demás, gritando, lo aprobaron.
El proceso fue puesto en marcha precipitadamente. Nadie defendió a Sejano; sus numerosos y espantados cómplices se le echaron encima con celo. Él no dijo nada. De común acuerdo, los senadores lo condenaron a muerte por traición a la Majestad del pueblo romano. Una hora más tarde lo habían ejecutado y su cadáver, deshonrado, era arrojado al río.
El relato de Antonia, hecho en voz baja, había sido breve, casi púdico, pero horriblemente preciso. Cayo había escuchado con los ojos clavados en ella, sin interrumpirla, sin decir una sola palabra. Y había notado que en su interior se extendía algo, como si tragara un líquido hirviendo; había descubierto el alud que podía provocar el sentimiento de la venganza satisfecha. Y enseguida lo asaltó otro pensamiento que a duras penas consiguió que no le hiciera gritar: quizá su madre y su hermano Druso estaban de verdad salvados.
Antonia se percató de su emoción y, mientras él la abrazaba impetuosamente, le dijo con gran dulzura:
– Confiemos, pero no nos hagamos ilusiones. Nadie es capaz de entrar en la mente de Tiberio.
Pero quién era el nuevo amo de Roma lo demostró con una fuerza terrorífica la violencia empleada en matar a toda la familia de Sejano, incluidos los hijos menores y la más pequeña, a la que, por ser virgen, según las antiguas leyes no se le podía quitar la vida. Solo tenía nueve años y, al no comprender lo que estaba pasando, prometía que sería más obediente en el futuro. Y el verdugo, para poder matarla legalmente, antes de degollarla la violó. Pero aquel terror no bastaba. Desconfiando de ciertas conversiones repentinas, Tiberio hizo llover sobre Roma decenas de procesos, exilios, ejecuciones y confiscaciones.
En cuanto a Sertorio Macro, el nuevo poder desmesurado, con los consiguientes beneficios, inspiró a su orgullo montañés construir en la ciudad donde había nacido un grandioso anfiteatro, en gran parte excavado en la roca, cuya admirable acústica se aprecia todavía hoy gracias a la cávea desenterrada.
Y en el templo de Hércules, del que Sertorio Macro se había erigido en protector, levantaron una imponente estatua del dios, representado como un fortísimo guerrero, sentado con una copa de vino en la mano. Sus dimensiones y su vulgar vistosidad probablemente fueron dictadas por el nuevo prefecto. Pero ni siquiera él preveía la razón por la que los dioses -que juegan con los actos de los humanos- le habían inspirado esa elección.
Villa Jovis
Y de repente, el emperador dispuso que el último hijo de Germánico fuese conducido inmediatamente a Capri. Inmediatamente, por una orden imperial, significaba salir de la domus de Antonia en el plazo de una hora, igual que había sido sacado de la residencia vaticana para ser encerrado en la casa de Livia.
«Como mi hermano Nerón -pensó Cayo-. Lo invitó, hizo que lo espiaran y lo mató.» Aquel pensamiento lo dejó helado. Luego, de pronto, sintió el impulso de huir, igual que había huido inútilmente Druso, pero se dio cuenta de lo descabellado que era pensarlo: solo era posible sustraerse a la voluntad de Tiberio suicidándose. Sin embargo, su juventud rechazó esa idea. Antonia advirtió los cambios en su semblante, lo abrazó con su ternura envolvente y susurró:
– Presiento que no debes temer nada. A Tiberio solo le quedas tú.
Parecía una frase sin sentido, pero aun así lo tranquilizó. Tenía veinte años. Se dejó abrazar; en el abrazo de Antonia fluían -en una mezcla desgarradora y maravillosa- la sangre de Octavia, la infeliz hermana de Augusto, y la de Marco Antonio, su enemigo más odiado: era la única persona en la que aquellas antiguas y trágicas fuerzas continuaban viviendo.
La anciana notó que el muchacho se abandonaba entre sus brazos y, consciente de la ansiedad que le producía aquel viaje, le repitió, estrechándolo:
– No tengas miedo, aguanta…
En el terrible juego con la muerte, aún debían moverse intereses desconocidos.
– Recuerda que, cuando Tiberio me prohibió participar en las exequias de tu padre, yo contesté que de todas formas no habría tenido fuerzas para hacerlo, le di las gracias y lloré sola.
Cayo se desasió y dijo:
– No tendré miedo. Debo irme ya.
Los jóvenes príncipes rehenes fueron a su encuentro para despedirse. Los embargaba un sincero dolor y, ante los ojos de los pretorianos, lo que pensaban se lo dijeron en silencio. Solo Roimetalkes, que había dirigido unas semanas antes aquel rito orgiástico, dijo sin vacilar, en griego:
– La mirada de los dioses te acompaña, porque los has saciado de placer.
Quería ser un saludo iniciativo o una frase libertina, pero dentro de ellos ardía una alianza secreta, un pacto de revuelta futura.
Cayo se alejó sonriendo. Llegó a la isla de Capri una límpida tarde de finales de octubre. «Los últimos días antes de que el tiempo cambie», había profetizado durante el viaje el gubernator de la veloz biremis. La primera, e inesperada, sensación fue el embriagador, incomparable perfume del aire.
En el muelle, con impecable rigidez militar, lo recibió un tribuno, un oficial de alta graduación, seguido por la suntuosa escolta de la guardia imperial, los augustianos. Lo invitó a montar a caballo, lo observó subir por la cuesta resbaladiza y lo felicitó por su estilo seguro, pero luego añadió:
– En esta isla solo se pueden utilizar monturas tranquilas y de estructura ligera. No puedes permitirles que se lancen al galope.
No sonrió. No dijo nada más en todo el camino.
El mito de una isla inaccesible ya era dominante en la personalidad de Tiberio. Consumido por la desconfianza, había construido Villa Jovis según una idea arquitectónica nunca vista: levantar los edificios en escalones sucesivos, a partir de la ladera y la cima de la peña más inaccesible de la isla, rodeada de precipicios impracticables.
Así pues, al final de una larga subida, donde se abría una inesperada plaza rodeada por un pórtico, el tribuno hizo una señal de alto breve y precisa a la escolta y detuvo el caballo justo delante del inmenso atrio tetrástilo, la célebre y rigurosamente controlada entrada al palacio imperial. Los sirvientes acudieron en un silencio irreal. Cayo puso pie a tierra sin ayuda. El tribuno lo miraba. Entraron.
«Un mar de mármol», decían los privilegiados y emocionados visitantes. Y, realmente, una superficie de espléndidas taraceas se extendía por el suelo y por las paredes hasta el techo, que se apoyaba en cuatro enormes columnas. El espacio se hallaba totalmente vacío, solo estaban los inmóviles augustianos de guardia. Cayo vio que, sin cambiar de postura, lo seguían atentamente con la mirada. Le había sucedido en el pasado, yendo con su padre, y era una sensación gloriosa. Le esperaban, entonces; y todos sabían quién era.
Pero el tribuno se volvió y, señalando la entrada que acababan de cruzar, advirtió:
– Prohibido salir de aquí sin el permiso imperial.
Era, pues, una prisión, como la domus de Livia y la de Antonia. Una reclusión que duraba desde hacía más de tres años.
– Obedeceré -contestó Cayo con voz sumisa.
Al fondo del atrio, entre dos estatuas de los hermanos Dioscuros y sus caballos, comenzaba una majestuosa rampa cubierta, en suave pendiente. El empedrado era tosco, adecuado para las monturas. No se veía adónde llevaba y estaba completamente desierta; tan solo, a tramos regulares, a uno y otro lado vigilaban los augustianos.
– El recorrido imperial -indicó el tribuno-. Prohibido hacerlo solo.
El emperador solo pasaba por allí, a caballo, con los poquísimos invitados a los que concedía ese honor.
En el lado derecho del atrio, en cambio, arrancaba una escalinata cargada de mármoles; también se perdía hacia arriba, en una amplia curva, y no se intuía adónde llevaba. Daba una sensación de inaccesibilidad olímpica que abrumaba al visitante.
Sin embargo, Cayo -que de adolescente había visto los edificios y los templos de los soberanos de Egipto-, solo sintió, como una puñalada, que a él, el hijo de Germánico, le obligaban a subir esa escalera. Apoyó el pie en el primer peldaño. Pensó que su hermano Nerón había hecho el mismo recorrido. Comenzaron a subir; en todas las curvas, en todos los rellanos, se abrían a derecha e izquierda galerías y criptopórticos, y se entreveían salas donde reinaba un silencioso ajetreo de cortesanos. Los niveles de las estancias seguían la inclinación vertiginosa de la peña y estaban enlazados por pórticos y balconadas. Por todas partes, inmóviles augustianos vigilaban con mirada opaca.
El tribuno avanzaba a un ritmo implacablemente preciso.
– Aquí tendrás tus aposentos -dijo en un recodo.
Cayo pensó que, al menos durante un tiempo indeterminado, estaba destinado a vivir. Se detuvo, pero el tribuno siguió andando.
Más escaleras. Se distinguieron al fondo los pabellones termales, que no tenían buena fama en Roma. A medida que subían, disminuía el movimiento de los pisos inferiores; las estancias eran cada vez más vastas y suntuosas, resplandecían de bronces, de inmensos mosaicos, de taraceas policromas, pero el silencio era total; tan solo los augustianos, obsesivamente de guardia. Sobre los interminables pavimentos de mármol pasaban, deprisa y sin hacer ruido, algunos libertos, algún que otro funcionario.
– Aquí se gobierna el imperio -dijo el tribuno.
Se abrió la sala de las audiencias imperiales: un majestuoso hemiciclo al que daban cinco fastuosas estancias. Toda la estructura giraba en torno al fondo de la sala, donde se encontraba la silla imperial. «Jamás he visto nada parecido: como una ciclópea mano abierta, cinco dedos que se juntan en la palma, y al fondo, donde está el pulso, allí se sienta el emperador», había contado un embajador, además de confesar que, pese a que llevaba muy bien preparado su discurso, se había puesto a balbucir.
Fuera de la sala apareció un inesperado camino absolutamente llano, practicado en la roca, con admirables vistas al golfo.
– Prohibido pasar por aquí -dijo el tribuno-. Solo tiene acceso el emperador.
Ya no se oían voces. El último tramo de escaleras estaba totalmente desierto. A trechos regulares, se sucedían espléndidas estatuas sobre sus pedestales, jóvenes semidioses, guerreros, atletas, obras griegas del período áureo en su victoriosa desnudez. No se había visto en toda la villa una sola imagen femenina.
Llegaron a la cima. Allí arriba, en el vértice de todo, había sido construida una sala que, de forma espectacular y sorprendente, abría sus arcos sobre una terraza con columnas, una exedra, donde se reflejaba el impetuoso esplendor del mar. Sobre el mármol claro, la luz resultaba casi insoportable.
El tribuno atravesó la sala, condujo a Cayo hasta el umbral de la exedra y se detuvo. Entonces Cayo vio de cerca por primera vez al hombre con el que su madre había evitado que se encontrara, al hombre que tiempo atrás habían llamado el Exiliado de Rodas, al envenenador imperial. Estaba de pie, bajo el sol del mediodía; tres o cuatros cortesanos estaban junto a él. Su estatura superaba la de los demás, le imprimía una marca de soledad. Por aquel entonces debía de contar setenta y tres años. Tenía un tórax excepcionalmente ancho y sin duda, como decían, había sido muy fuerte en su juventud. Mantenía los labios firmemente apretados y su expresión era torva, tal como aparecía en miles de estatuas y monedas. Pero tenía manchas rojizas en la piel, marcas de alguna infección cutánea recurrente. Y ese repugnante detalle lo hacía humanamente vivo. Detrás de él, las columnas, el mar, las islas, la ('asta lejana y el cielo formaban un paisaje de deslumbradora belleza.
El también observaba al joven Cayo acercarse. La rigidez de su postura recordaba sus años de vida militar, tremendas campañas en Iberia, Armenia, Galia, Panonia, Germania, en todas las fronteras más sangrientas del imperio, combatiendo como un gran soldado, aunque había alternado las victorias con sangrientas derrotas. Tenía las manos anchas, con dedos grandes, tan fuertes, según decían, que podían matar de un apretón. Estaba callado.
Los historiadores dijeron que, en él, desde siempre y muy especialmente después de ser elegido emperador, sentimientos, ambiciones y deseos quedaban ocultos por una insuperable barrera de disimulo. Pero, detrás de aquella recelosa defensa, actuaba una inteligencia poderosa, clara y fría, que penetraba las insidias. Y cuando rencores y venganzas personales callaban, decidía lentamente, tras largas reflexiones solitarias. Su relación con la responsabilidad del imperio era de una dedicación constante, lo que para la administración de las provincias suponía un gobierno duro, atento a los detalles, maniáticamente parsimonioso pero sustancialmente justo y positivo, puesto que no actuaba movido por brillantes intuiciones sino por una aplicación tenaz. Y la previdencia de Augusto le había reconocido estas cualidades. Pero el único objeto vital de sus sentimientos era el poder, y su conquista había sido una durísima batalla de eliminación. Una despreciativa desconfianza en el prójimo era constante y espontánea en él; el recuerdo de las ofensas era indeleble; el odio hacia los enemigos, indestructible; la capacidad para matar, natural y sin remordimientos. Era absolutamente despiadado; aterrorizar a sus enemigos le causaba una satisfacción que rozaba la lujuria, y ningún medio, por atroz que fuese, le parecía excesivo. El hecho de sembrar de este modo odio a su alrededor hacía que le pareciese necesario eliminar cualquier posible riesgo para él. Así había acabado metiéndose psíquicamente en una imparable espiral de matanzas; humanamente solo, también se había aislado físicamente en la isla de Capri. Y estar junto a él era muy peligroso.
Miró al joven Cayo, y a este, que habría querido saludarlo, el odio le secó la voz en la garganta. Por primera vez en su vida, Cayo se inclinó, cogió el borde del manto imperial y, en silencio, con un gesto lento y devoto, lo besó. Percibió, en el viento fresco de la isla, un olor rancio de lana conservada desde hacía mucho tiempo, como en la casa de Livia. Desde lo alto, el emperador, con un ligerísimo sobresalto causado por la sorpresa, miró también en silencio los bonitos cabellos castaños, ondulados en la nuca, del último hijo de Germánico.
Cayo levantó la cabeza. El emperador no dijo nada, lo despidió con un ademán. Y era el mismo ademán con el que lo había despedido la Noverca el primer día. El tribuno lo acompañó a la salida.
La peña de Tiberio
Mientras bajaba en silencio, Cayo no sabía que durante mucho tiempo no le permitirían volver a subir aquellos tres últimos pisos. En una corte restringida, exclusiva, controlada como una cárcel -donde la única alegría eran los vicios secretos de los que se murmuraba en los pasillos-, la preocupación por sobrevivir le hizo aislarse y reducir sus gestos y palabras a lo indispensable. No conocía a nadie; se dijo que no podía preguntar ni contar nada.
Toda la isla era propiedad imperial, como Pandataria y Pontia; ningún extranjero podía desembarcar allí. El mar azotando las rocas impracticables constituía una muralla líquida. Doce edificios rodeaban Villa Jovis, una reducida y absurda capital. Pero Cayo se movía por los soportales de la villa, sin sobrepasar los límites de aquel atrio. Tenía a su servicio dos o tres esclavos aterrorizados a causa de su ambigua condición de invitado prisionero, la trágica herencia de su nombre y el recuerdo del hermano muerto. Él se daba cuenta de que se preguntaban si volverían a verlo vivo al día siguiente. Le preguntaban qué le apetecía, y vieron que escogía principalmente pescado de aquel mar, y fruta y dulces con miel. «Lo que comen los niños», comentaron, conmovidos, en las cocinas. Sin embargo, muchas veces vomitaba después de dar unos bocados.
Después salía de sus aposentos -Tiberio le había concedido un alojamiento no humillante y sórdido como el que le había asignado la Noverca, y él había sentido alivio y casi gratitud- y paseaba mirando, con ojos que no lograban ver, la cambiante belleza de los jardines, de las rocas cortadas a pico, de las ensenadas, desplazándose con ese paso distraído que ya habían observado en él cuando estaba en casa de Livia. Sentía encima los ojos infatigables de los vigilantes, pero, día tras día, empezaba a crear en su mente un archivo de rostros y de comportamientos, a notar si podía sentirse relativamente tranquilo, cuándo y con quién, a conocer los horarios, las costumbres, los controles. No volvió a ver a Tiberio.
Y en un momento en el que, creyendo estar solo, miraba el mar hacia Occidente tratando de descubrir la sombra de Pandataria, la isla donde estaba confinada su madre, se le acercó un liberto imperial. Germánico había dicho un día: «No te fíes de ellos. Eran esclavos que suplicaban a los dioses que los liberara haciéndolos morir. Y ahora que han conseguido el poder, solo viven para satisfacer el odio». El liberto lo invitó con inesperada cordialidad a dar un paseo por un sitio extraordinario y Cayo aceptó con una sonrisa sumisa.
No tardaron en llegar a un saliente de roca sobre el mar. Abajo, en el agua azul, sobresalía la punta de algunos escollos. El liberto lo invitó a mirar y él se asomó.
– Caer desde aquí -dijo el liberto- significa morir.
Cayo se volvió y captó una breve sonrisa, pero no era de alegría, sino de sadismo.
– Los procesos no se celebran solo en Roma -dijo el liberto-. En casos especiales, el emperador exige conocer a los imputados y juzgarlos él mismo, por la seguridad del imperio.
Se quedó callado mirando al muchacho.
Cayo no sabía nada sobre las prisiones secretas y las ejecuciones de Capri; volvió a sentir aquel angustioso nudo en el estómago.
– Comprendo. Roma está lejos -contestó.
Su juventud lo ayudaba, y también la fama de ingenuo que se había ganado en casa de Livia, porque el insidioso liberto se quedó desconcertado. No obstante, dijo con renovada violencia:
– Si alguien sigue vivo después de caer, vienen los marineros de guardia, lo enganchan con los garfios que se usan para saltar al abordaje y lo matan a golpes de remo.
El joven abrió los ojos, pero inmediatamente, como si no hubiese entendido, se inclinó para contemplar el sitio que se haría famoso en las leyendas locales como «la peña de Tiberio» y dijo sonriendo:
– Si miras hacia abajo, da vértigo.
El liberto, que lo miraba a él, contestó, molesto:
– Volvamos, se está levantando viento.
Así pues, los espías que lo seguían refirieron a Tiberio que no había dicho ni preguntado nada sobre su madre y su hermano Druso. No los había nombrado nunca. Quizá, como había escrito Livia, tenía una mente tan reducida que ni siquiera alcanzaba a imaginar su suerte, ni le importaba.
Entretanto, Cayo descubría que en la villa, al igual que en el Palatino, existía una silenciosa biblioteca. Le permitieron acceder a ella enseguida; él lo agradeció, pensando que su fama de apasionado e inocuo lector había sido bien descrita por el espía. Años después, bromeando, diría que había pasado la mitad de su adolescencia materialmente sentado entre libros.
La biblioteca no se hallaba sometida a controles, parecía abandonada. El bibliotecario era un sirio despistado y melancólico, que se presentaba cada dos o tres días para indicar a los esclavos, pasando un dedo por la superficie de las mesas, que era necesario quitar el polvo. Nadie más aparecía por allí. Cayo recorrió los estantes y descubrió, desilusionado, que contenían algunas obras de música y ciencias, además de infinidad de oscuros escritos mágicos y astrológicos, casi todos en griego. Pero después alguien le dijo que el emperador acogía con amor a todos los grandes clásicos griegos, en especial a Tucídides, que le gustaba por la dureza de su temperamento y la severidad de sus juicios, en su biblioteca personal, una pequeña y preciosa estancia repleta de refinadísimos y raros papiros, contigua a su habitación, arriba.
Cayo se preguntó quién, y con qué finalidad, había reunido aquella montaña de escritos que no interesaban a nadie. Luego descubrió un volumen muy viejo, metido en un arcaico estuche de corteza pulida. Lo sacó de la funda y en el sittybos, en la portada, leyó en latín: Libri Pontificum. Aquel seco y crujiente pergamino -del que todos hablaban sin haberlo visto nunca- contenía las bendiciones, las evocaciones, los conjuros, las antiquísimas y secretas fórmulas mágicas que desde hacía siglos sacerdotes y caudillos recitaban para impetrar la victoria, sacrificando a las víctimas antes de las batallas.
«Divi divaeque, quí maria terrasque colitis, vos precor quaesoque…» «Dioses y diosas que habitáis en los mares y en las tierras, os suplico y os pido…» ¿Eran estas las lecturas preferidas del frío Tiberio? Invocaban la victoria, la dispersión y la muerte sin piedad de los enemigos. Las victorias habían sido numerosas en aquellos siglos, y los enemigos habían acabado dispersos o muertos. ¿Había rogado así Tiberio al mandar matar a Germánico? ¿Poseían de verdad aquellas antiquísimas palabras un poder irresistible? ¿Existía en alguna parte Alguien, Algo que fuese posible invocar? Enrolló el pergamino, compadeciéndose de sí mismo y de aquellos pensamientos.
Luego encontró, arrinconado en una pequeña arquimesa, el famoso libro de Veleio Patérculo que (pese a su gran y servil amistad con Augusto) Tiberio había secuestrado y destruido en Roma porque, años atrás, Patérculo había narrado aquella primera revuelta feroz en Germania que Tiberio no había conseguido sofocar. ¿Había sido quizá esa antigua derrota la causa del odio envidioso que despertaban en Tiberio las victorias del joven Germánico? Pero después temió que aquel libro abandonado fuese una trampa para él y, aunque ardía en deseos de leerlo, lo dejó en la arquimesa mal cerrada para dedicarse a la astrología caldea en una chapucera traducción griega. Cuando volvió a la biblioteca, vio con alivio que nadie había registrado la arquimesa.
Durante todo el soleado otoño que siguió a la muerte de Elio Sejano, Cayo pasó las horas leyendo bajo aquel pórtico. Los cortesanos fueron testigos de sus reiterados silencios, de su capacidad para estar solo, de su amor por los libros antiguos y complicados. Vieron con divertida admiración que se había sumergido en los tratados de música escritos por Aristoxeno de Tarento y todavía más en las obras de aquel astrónomo de Samos que tres siglos antes había sido objeto de la irrisión general por haber escrito, con infinidad de cálculos, que la Tierra era redonda y tardaba un año en dar una vuelta alrededor del Sol.
Su extravagante fama literaria, nacida en casa de la Noverca, aquí encontraba visibles confirmaciones y tranquilizaba a todos. Al igual que en el Palatino, empezaron a dejarle momentos de paz cada vez más largos, a no ocuparse de él. Quizá Tiberio ya no lo consideraba digno de morir. Fue un arrebato de felicidad absoluta, pero lo vivió sin gestos y sin palabras, todo encerrado dentro de su cerebro. Porque, recordando a aquellos tres senadores que, escondidos en el desván, habían escuchado las palabras que el vino había incitado a decir al pobre Tacio Sabino, controlaba sus gestos hasta cuando estaba solo, encerrado en sus aposentos.
Empezaron a invitarlo a la mesa de los altos funcionarios; le preguntaban por sus lecturas, y él las explicaba con una confusa minuciosidad que los dejaba atónitos. Las extrañas historias astrológicas les divertían. Lo escuchaban en grupo, y luego él se marchaba tranquilamente y se sentaba bajo el pórtico.
Un día encontró, sorprendentemente dejado sobre una mesa de la ordenadísima biblioteca, un pequeño y elegante codex deliciosamente encuadernado y con cierres de plata dorada. La inscripción del sittybos estaba medio borrada, quizá deliberadamente. Solo se distinguían dos palabras: Publio Ovidio. Levantó la sobrecubierta y se quedó sin respiración. Era una elegía, llevaba por título Pontica, y ese ejemplar había sido dedicado a su padre, Germánico. ¿Qué se ocultaba tras el incomprensible exilio de Ovidio, el delicado poeta, sus inútiles súplicas a Augusto, su desesperada y solitaria muerte en las melancólicas orillas del Ponto? ¿Por qué estaba ese ejemplar del libro en la biblioteca imperial? ¿Qué había sucedido, que ninguno de ellos sabría nunca?
Empezó a hojearlo con nerviosismo y sintió una sombra a su espalda: de ese modo -había escrito un poeta citado por Zaleucos- te roza el destino que pasa de largo deprisa. Pero se trataba de un joven egipcio que la guerra había reducido a la esclavitud y al que, debido a su exquisito aspecto y a la elegancia de sus maneras, se había considerado digno de servir en la corte imperial. Cayo se había fijado en él, porque sus ojos buscaban inconscientemente momentos de descanso. Debía de tener también menos de veinte años. Pero era un esclavo, alguien que no podía decidir nada de su vida. Obedeciendo a un impulso, Cayo le preguntó en griego de dónde era. Y el muchacho respondió en griego, con fluidez, que era de Alejandría y se llamaba Helikon. Tenía los ojos grandes y profundos, con iris de color ónice en una córnea blanquísima, como las pinturas de los templos antiguos. Solo llevaba una túnica corta y ligera y un par de sandalias doradas.
– Yo he visitado Alejandría, y Sais, y Iunit Tentor -dijo Cayo, antes de añadir en un tono confidencial-: Con mi padre.
– Todo Egipto lo recuerda -contestó el esclavo enseguida.
Aquella frase emocionó a Cayo; después pensó que quizá el joven egipcio se la había preparado. No obstante, dijo que le gustaba mucho el desierto.
El esclavo repuso que el desierto era hermoso pero terrible. -Si la vida te obliga a atravesarlo, debes saber dónde encontrar la sombra de una palmera.
Cayo dejó el codex y, al hacerlo, una hoja cayó al suelo. El joven esclavo se agachó rápidamente para recogerla. En la ligera túnica blanca se perfiló su cuerpo grácil. Puso la hoja sobre la mesa con delicadeza.
– Lo había dejado aquí mientras limpiaba. -Tenía las manos finas, de dedos largos y morenos-. Iunit Tentor es un templo grande -dijo, todavía agachado-. Mi padre contaba que un adepto había caído enfermo y, buscando la curación, había pasado la noche allí rezando. Y de pronto vio…, y no era un sueño, porque tenía los ojos bien abiertos…, vio una figura bastante más alta que un hombre, una indescriptible figura divina que se inclinó para examinarlo, con un libro en la mano. Al cabo de un instante, se desvaneció. Y él se estremeció, completamente bañado en sudor pero ya sin fiebre. Y el dolor había desaparecido.
Cayo lo escuchó y, sin querer, sonrió con incredulidad. El joven se levantó, confuso.
– Oí otros relatos como ese en Sais -dijo amigablemente Cayo.
El esclavo dijo que quizá aún existían en las salas subterráneas de Sais los papiros sagrados con los textos para indagar la suerte.
– El tuyo también. Pero yo no sé lo que hay que hacer. Solo recuerdo que debes disponer veintinueve hojas jóvenes de palmera sobre el altar de las ofrendas, la mensa isíaca.
Cayo pensó que, para un esclavo, hablar con el hijo de Germánico era como agarrarse a una tabla para un náufrago.
El joven seguía contando con inocencia:
– Un hombre al que lo atenazaba la angustia por el futuro, pidió a los sacerdotes que lo dejaran bajar a los sótanos, y ellos se compadecieron y accedieron. Y allí abajo el hombre se sumió en un sueño mágico: vio la nave sagrada de la diosa atravesar la bóveda del cielo… y la voz le dijo que liberara su corazón de la angustia, porque grande es el poder de Isis, la Señora de los infinitos nombres, contra los enemigos.
Cayo sintió el impulso de preguntarle si su padre, que le había transmitido esos relatos, vivía y dónde estaba. Pero luego pensó: «Mi padre buscó la suerte en Samotracia y en Mileto, y no le sirvió de nada saber que su vida era breve». Lo asaltó de nuevo una inquieta desconfianza y fingió que se sumergía en la lectura.
El esclavo salió sin hacer ruido.
La simulación
Pero volvió a aparecer. Se acercaba al pórtico caminando ligero y sonriendo desde lejos. Le llevaba en una copa una fruta bañada en vino, o una bebida aromatizada con hierbas de países lejanos. Lo acompañaba a las termas reservadas a los funcionarios imperiales a las horas en que, según los rigurosos mecanismos de los cargos, no iba nadie. Sin embargo, no había transcurrido un mes desde que Cayo había comenzado espontáneamente a sonreír con su único e inocente compañero cuando, mientras estaba sentado bajo el pórtico leyendo, dos funcionarios que pasaban por allí le anunciaron brutalmente, sin siquiera aminorar el paso al decirlo:
– Tu hermano Druso ha muerto en la cárcel.
No esperaron que contestase. Y él, con el cerebro sin una gota de sangre, como alguien que está a punto de desmayarse, miró petrificado sus espaldas mientras se alejaban a paso tranquilo. Después se percató de que no estaba solo: detrás de la puerta de la biblioteca, alguien estaba observándolo a escondidas. Como en la casa de Livia, la cruel escena había sido preparada para descubrir sus sentimientos secretos. En un instante, su cerebro recobró la lucidez y el dominio. Dejó el libro y se quedó mirando el mar, como si reflexionara en la noticia que acaba de oír; a continuación meneó la cabeza, como si la interrupción le hubiese fastidiado, y cogió de nuevo con calma el escrito. Recorrió las líneas con un dedo, como si buscara dónde se había quedado, lo detuvo en un punto y fingió que reanudaba la lectura.
El informador de Tiberio tuvo que decir, perplejo, que el joven había reaccionado ante la muerte de su hermano con bastante más tranquilidad que si se le hubiera muerto un perro.
– O es tan tonto que no acaba de comprender, o no le importa realmente lo más mínimo.
Él continuó allí, solo e inmóvil, hojeando al azar páginas de las que no veía nada. Se metió en la cabeza la idea, como si clavara un clavo, de que su larga simulación era inútil. Los años de vida ganados habían dependido exclusivamente de la prudencia criminal y de las crueles tácticas de Tiberio. Empezó a imaginar su futuro en términos de días y de horas. Se sorprendió pensando que quizá esa noche en el mar de Capri era la última. Una serie de siniestros adioses haciendo callar los impulsos de su joven corazón. Se levantó y volvió a sus aposentos pasando entre los cortesanos. Todos dejaban de hablar cuando él llegaba. Se encerró en su habitación, se sepultó en la oscuridad.
Al día siguiente regresó a la luz del día y le pareció que nada de lo que veía era igual al mundo que había dejado la noche anterior. Vislumbró a Tiberio a lo lejos, dirigiéndose hacia la gran sala de audiencias sin mirar a su alrededor, seguido por los suyos. Reconoció a Coceyo Nerva, el célebre jurista que nunca, según decían, había estampado su firma bajo una ley o una sentencia injusta. Pensó que, a pesar de los cortesanos, si se abalanzaba sobre Tiberio por la espalda empuñando el puñal como le había enseñado el tribuno Silio, tendría tiempo de matarlo. «Es una cobardía dejarlo vivir.» Se concentró en ese plan tan intensamente que sus músculos se contraían, como si ya estuviera agarrando el voluminoso cuerpo y clavando la hoja hasta la empuñadura en la base del cuello, allí donde late la vida.
Y mientras estaba sumido en esos pensamientos, se acercó el joven Helikon y susurró:
– La ejecución de Druso ha causado una conmoción en Roma. El pueblo se agolpaba ante la Curia, tiraba piedras…
Tiberio se había alarmado y, para justificar la ejecución, había escrito una tremenda carta acusatoria contra el joven muerto y había hecho que los senadores la leyeran.
– Pero Sertorio Macro ha tenido que sacar a los pretorianos a la calle. Han matado a mucha gente -dijo Helikon temblando-. Han dejado los cadáveres expuestos, los han arrastrado con ganchos por las calles y finalmente los han arrojado al río. La gente miraba desde lejos aterrada.
– ¿Cómo te has enterado? -preguntó Cayo en un susurro.
Al cabo de un instante despertó en su interior la desconfianza, contuvo la ansiedad, no preguntó nada más.
Pero Helikon respondió con apasionada confianza:
– Calixto.
Cayo lo miró sin comprender; ese nombre no le decía nada.
– Es de origen griego, pero nació en Alejandría -dijo Helikon.
En efecto, había llegado como regalo a Villa Jovis -como un valiente perro de caza o un caballo digno de competir en el hipódromo- un esclavo de unos treinta años, alejandrino pero de estirpe griega, que se llamaba Calixto. Hablaba griego y latín, además de egipcio demótico, arameo y parto. Sus maneras eran refinadas y estaba acostumbrado al trato con los poderosos. Reconocía de forma exquisita los objetos de arte, las pinturas y la música. Cómo se había visto reducido a la esclavitud con un pasado personal y familiar tan brillante, a causa de qué vicisitudes de guerra o de sublevación, ni siquiera los controladores policiales de Sejano habían conseguido averiguarlo. Calixto había descrito países devastados e incendios en el alto valle del Nilo, cerca de la isla de File, gente que había huido más allá de la primera catarata, hacia Meroe, matanzas a las que al parecer no sobrevivieron testigos. De todos los nombres citados por él, no se había encontrado constancia.
Sin embargo, los dirigentes de la familia Caesaris habían continuado hablando de él, en el límite del entusiasmo, como de un joven digno de las mejores ocupaciones, incluso en la secretaría imperial. Tiberio, que no admitía a nadie a su servicio directo sin evaluarlo él mismo, lo había llamado, hecho interrogar por el intendente, había escuchado las respuestas y no había dicho una palabra. Jamás, en toda su vida, había dedicado tanto tiempo a un esclavo. Su instinto le había sugerido que era un regalo envenenado. Se había acordado de un poeta antiguo: «Pequeñísima y brillante es la víbora que se desliza fuera del huevo».
Había dudado entre enviarlo a una propiedad suburbana o cederlo a un patricio, pero el instinto le había sugerido de nuevo que no era un cerebro que conviniera dejar sin vigilancia. Había sentido el impulso de hacerlo matar directamente. Percibía la mente de ese joven, que ante él, el emperador, seguía manteniéndose viva y fría, sin muestras de desaliento. Dada su condición, era casi admirable. Había decidido permitirle vivir, relegado a tareas inferiores y humillantes que permitirían descubrir su verdadera identidad.
El cultísimo esclavo se hallaba perdido en los recovecos de Villa Jovis. Pero -puesto que, como decía Zaleucos, los dioses juegan con el destino de los hombres- su nombre reapareció aquel angustioso día mientras Cayo intentaba obligarse, haciendo un esfuerzo tan grande que le parecía gritar, a no buscar noticias, marcharse de allí, encerrarse en su habitación.
– Calixto dice -susurró Helikon- que Sertorio Macro llegó anoche para informar. Me ha pedido que te lo haga saber todo, y te ruega que te acuerdes de él el día que puedas.
Druso había estado encerrado en aquella prisión más de dos años y nunca había estado solo: espiado, asediado continuamente por carceleros que debían obtener información sobre sus amistades, sus planes y, sobre todo, aquel diario. El diario finalmente lo habían encontrado, o le habían obligado a decir dónde estaba escondido, y había acabado en manos de Tiberio.
– Está aquí, en alguna habitación de la villa.
El diario no aparecería nunca.
En ese momento bajó con lentitud por la escalinata, desde los pisos superiores, el poderoso prefecto de las cohortes pretorianas,
Sertorio Macro, el hombre que en medio día había destruido a Sejano y pocas horas antes atajado la revuelta de los romanos. Era alto, fuerte y vulgar; llevaba el pelo corto, al estilo militar. A medida que él bajaba, los augustianos de guardia se ponían firmes conscientemente, con las mandíbulas apretadas entre los cubremejillas del casco y la mirada fija en el horizonte.
Él andaba sin mirar, pisando firmemente los anchos peldaños de mármol con los pesados zapatos, pero debía de haberle visto desde lejos, porque se acercó a Cayo César aminorando deliberadamente el paso y, mirándolo, le dirigió un largo, inesperado e intencionado saludo. No pasaba nadie por allí; nadie lo vio.
Unos días más tarde, en los pasillos, las estancias y las infinitas escaleras de Villa Jovis corrió la voz entre funcionarios y esclavos de que Tiberio, alarmado al ver que su amigo Coceyo Nerva, el célebre jurista, no hacía acto de presencia, había mandado en su busca. Habían llamado a su puerta preocupados, porque unas noches antes Nerva había dicho al emperador: «Estoy cansado de vivir». La gélida y tremenda frase había sido pronunciada -y no se sabía qué había podido inspirarla-, un tibio y perfumado ocaso en la soberbia exedra de Villa Jovis, por un hombre que gozaba de una excelente salud y del más alto favor imperial.
Habían derribado la puerta y encontrado al docto e incorruptible jurista tendido boca arriba en la cama. Pero las muñecas colgaban inertes por los bordes, con las venas cortadas, y la sangre había formado un enorme charco sobre el mármol. Sobre la mesa había una nota brevísima: «Dejo esta vida, que se me ha vuelto insoportable».
La madre
Cayo cumplió en aquellos días veintiún años, y nadie se acordó. Él pensó que la autobiografía de Augusto empezaba, como una cita: «A los diecinueve años…». Y por la noche, en el silencio de la isla, se sentía encadenado.
Lo que siendo un niño había soportado pacientemente, ahora que era un hombre le resultaba insoportable. Su mente, su voz, hasta los músculos de su cuerpo querían liberarse sin ninguna prudencia, como un toro con la cabeza gacha embistiendo una valla. La blanda insolencia de los funcionarios y de los libertos le suscitaba pensamientos homicidas. Y cada vez era más difícil ocultar todo eso bajo una sonrisa de los labios secos, bajo los párpados entornados.
Unas semanas después, en octubre, todos los habitantes de Capri, desde el último barquero hasta Tiberio, se enteraron en un momento de que Agripina había muerto en su destierro de Pandataria. Pero nadie le dijo nada a Cayo. Él solo advirtió una alarmante agitación de voces susurradas: todos lo miraban, y en cuanto se acercaba, las conversaciones se interrumpían, los presentes se escabullían.
Finalmente pilló una frase al vuelo: «Solo tenía cuarenta y tres años»; y luego otra más cínica: «No pensaban que moriría». Inmediatamente dio media vuelta y, antes de que se lo anunciaran directamente, aterrorizado por la posibilidad de perder el control, trató de alejarse. Mientras caminaba, era como si apretara entre los dedos un hierro candente. La indignación y la furia eran tales que no veía nada. Su único pensamiento voluntario era petrificar la expresión de su semblante, dominar ese terrible impulso de matar, esconderse, esperar que llegara la noche.
Cuando murió Druso, la noche le había servido para llorar. Ahora se apretaba con las manos los músculos de los brazos hasta dejarlos lívidos; su mente construía imágenes de enemigos torturados que gritaban fuerte e inútilmente. Se refugió en la biblioteca, en un rincón donde no había luz suficiente para leer, pero no se dio cuenta. Alargó la mano al azar, cogió un volumen, volvió sobre sus pasos, consiguió llegar al pórtico, se dejó caer sobre el asiento de mármol.
No le quedaba saliva en la boca. Intentó decirse que estaba solo en la faz de la tierra y que ya no debía preocuparse por nadie. Ya no sufría nadie, cárceles e islas estaban vacías. Solo debía pensar en la venganza. Sentado allí, empezaron a temblarle las manos; con movimientos torpes, desató las ligaduras del volumen y desenrolló el primer trozo. No veía nada. No sabía cuál era su contenido.
De los pisos inferiores de la inmensa villa emergió aquel esclavo griego nacido en Alejandría que se llamaba Calixto. Iba vestido modestamente, de siervo encargado de los trabajos pesados, y de hecho estaba transportando un jarrón. Al llegar a la altura de Cayo César, se detuvo, dejó la carga como si tuviese dificultades para transportarla, la cogió de nuevo y, mientras se incorporaba, le dijo en griego, deprisa, con una voz metálica:
– Me he enterado de cómo han matado a tu madre.
Acto seguido atravesó el pórtico y desapareció por la puerta del fondo cargado con aquel inútil jarrón.
Cayo no dijo una palabra, miró a aquel esclavo marcharse y, con la sensación de que alguien más lo espiaba, bajó los ojos como si reanudara la lectura.
En el sittybos solo vio una palabra: «Calístenes». Un filósofo, o un naturalista, que había viajado a Oriente con Alejandro de Macedonia. Calístenes. Sintió náuseas. Dejó el volumen. Nunca más, en toda su vida, podría tener entre las manos una obra de ese autor. Cerró los ojos. Lo único que deseaba era un trago de agua. Siguió con los párpados cerrados. No era ni de día ni de noche, no había ni luz ni oscuridad, ni ruido ni silencio.
No lo buscaron. Más tarde llegó el joven Helikon.
– Estás temblando de frío -susurró. Lo cubrió con un ligero manto de lana.
Él abrió los ojos y le dijo:
– Tienes que buscar a Calixto.
Se quedó esperando hasta que Helikon regresó.
– Calixto dice que la caída de Sejano había dado esperanzas durante algún tiempo incluso a tu madre…, pero después, la muerte de Druso…
«Te han desgarrado el corazón, lo sé -pensó Cayo, mirando el suelo-. ¿Con qué crueldad te han dicho que tus dos hijos estaban muertos, si yo mismo, aquí, me he enterado de este modo?»
– Dicen que se ha dejado morir -susurró Helikon-. Rechazaba la comida.
«Ha escogido la muerte, lo sabía», pensó Cayo. El supremo valor romano, decir a los enemigos, al destino: «No me tendrás. Decido yo». Como aquel tímido escritor, Cremucio Cordo, al que habían encontrado muerto en su casa, silenciosamente, después de una semana.
Helikon echó una mirada hacia atrás y murmuró:
– Oyeron a Tiberio gritar: «No debe morir ahora, inmediatamente después de Druso». Intentaron alimentarla a la fuerza. -Le costaba hablar-. Y el centurión de guardia la hirió en la cara. Cayo levantó la cabeza, abrió sus ojos claros y dijo:
– Intenta averiguar su nombre.
Helikon encontró su mirada y sintió miedo.
– Calixto me ha pedido que te diga -se apresuró a contestar- que ese hombre no se te escapará. Tiberio ha ordenado que lo dejen defendiendo Pandataria porque así no podrá hablar con nadie de esto.
Cayo se levantó y comenzó a andar bajo el pórtico.
– Es mejor que te vayas -le dijo a Helikon.
Del mar occidental llegaba un viento frío. Cayo caminaba arriba y abajo azotado por ese viento, ajustándose la capa. Pensó que debía sobrevivir a toda costa. «Si mi vida acaba, nadie se vengará de todo esto.» Y resurgían las palabras de Druso: «Nadie sabrá nunca lo que ha sucedido realmente». Llegó hasta el fondo del pórtico, giró sobre sus talones, volvió atrás. En su rostro se había formado una sonrisa vacía, sin sentido y sin objeto. Pasó entre los cortesanos y vio que lo miraban con estupor. Se dirigió a su habitación. Llamó a un esclavo y pidió la cena.
«Non damnatione matris, non exilio fratrum rupta voce», escribiría Tácito. «Ni un lamento por la condena de su madre, por la ejecución de sus hermanos.»
Durante unos meses, Tiberio solo apareció ante él fugazmente y de lejos. Recorría todos los días aquel criptopórtico para bajar a las termas, pero parecía que le hubiera leído el pensamiento a Cayo: su escolta era más compacta y cercana, insalvable. Cayo se sentaba al fondo de la galería y esperaba el momento fugaz de esos pocos pasos lejanos. Tiberio caminaba siempre un poco por delante del séquito, sin hablar y sin volverse. Alto, encorvado, manos fuertes. Solo. ¿Qué fuerzas, qué demonios desataba el poder? ¿Qué sentía el que podía manejarlo?
Lo seguía presuroso, para la audiencia de todas las mañanas -menudo, ralos cabellos grises-, el astrólogo Trasilo, que acompañaba a Tiberio desde los años del exilio en Rodas. Iba siempre envuelto, incluso en verano, en un pallium de lana grisácea. «Es por el frío que coge de noche consultando las estrellas», ironizaban algunos. Pero le temían. Él hacía como que no veía a nadie, vivía en una hierática soledad, aunque sin duda era el hombre que conocía todos los secretos del imperio, y antes que cualquier otro. Influía poderosamente en las decisiones imperiales por las vías más irracionales de la psique, pero tan en secreto que nadie podía citar una decisión inspirada por él. Y decían que pasaba horas en su inaccesible estudio, lleno de papiros antiguos, mapas celestes y constelaciones, realizando complicados dibujos, planos y cálculos.
Años atrás, cuando su poder aún no se había consolidado, alguien le había preguntado riendo cómo podían influir los astros en las acciones de los humanos. Y él había respondido: «Eres idiota si crees que, con lo pequeño que eres, no actúan sobre ti las relaciones entre los miles de misteriosos cuerpos celestes que se desplazan sobre tu cabeza, cuando el paso de un solo cuerpo, la luna, mueve con las mareas todo el profundísimo mar, desde aquí hasta las Columnas de Hércules».
Una hora más tarde, Tiberio salía de las termas, subía de nuevo e iba a tumbarse a la exedra, el punto más inaccesible de la villa, sobre un vertiginoso acantilado, el sitio donde, sintiéndose la espalda protegida por el abismo, llegaba incluso a dormirse.
Y eso que contaban que un pobre pescador, de excéntrico temperamento napolitano, había conseguido escalar por la pared de roca hasta allá arriba, escapando a la vigilancia, y saltar a la terraza para ofrecer con orgullo al emperador el más espléndido sparus auratus -es decir, una dorada- que se hubiese pescado jamás en aquel piar. Y Tiberio lo había hecho matar inmediatamente para que no revelase a nadie el camino descubierto.
Años más tarde, Cayo confesó haber cedido al impulso de vengar a los suyos, haber visto por primera vez desierta y sin vigilancia la escalera de servicio, haber llegado increíblemente con un cuchillo, eludiendo a los guardianes, hasta un paso de Tiberio, y haberse detenido absurdamente y bajado el arma ante el viejo dormido.
Había bajado aquella escalera insólitamente vacía y había arrojado el arma a las profundidades por una ventana, con vergüenza y alivio. Y en el último peldaño se había encontrado inesperadamente con Sertorio Macro, que lo había saludado en silencio, sin hacer preguntas.
Dos días después, llegó Helikon y susurró:
– Cuentan que una mujer importante de Roma se ha suicidado. Calixto dice que tú la conoces; se llamaba Plancina. -Pronunció ese nombre con dificultad, con su acento extranjero, pero en los oídos de Cayo sonó como el rugido de una cascada: era la esposa de Calpurnio Pisón, la amiga íntima de la Noverca, la mujer que, en Antioquía, había escondido en su casa a la envenenadora siria.
Cayo permaneció un momento en silencio y luego preguntó: -¿Por qué se ha matado?
La sensación que lo recorrió por dentro al pronunciar aquella palabra era indescriptible.
Helikon miró ingenuamente alrededor.
– Llegó una carta aquí, a las manos del emperador. Nadie pudo leerla, pero lo que había escrito era tremendo. Dicen que el emperador gritó solo, encerrado en su habitación.
Cayo no hizo ningún comentario, sugirió a Helikon que se marchara, fue hasta el fondo del pórtico, miró el mar, en dirección a aquella isla que no era posible ver. En cambio, veía en su mente la pequeña mesa de ébano, marfil y bronce, las manos de Antonia con las pesadas joyas, la hoja de papiro con el texto cifrado. «Nos has vengado tú», dijo en voz baja, como si ella estuviese tan cerca que pudiera oírlo.
Cambio de estrategia
Pasados unos días, Tiberio lo convocó. Una llamada de Tiberio era siempre un momento de irreprimible alarma. Lo guiaron hacia la gran exedra con columnas adonde había subido el día de su llegada. Él acudió, inconsciente de que su cuerpo caminaba, sintiéndose fríamente preparado para la idea de la muerte, casi esperando que fuese sin emociones e inmediata. Pero en el mismo momento el cortesano que lo guiaba le sonrió, y la sonrisa no tenía nada que ver con la idea de la muerte.
Tiberio lo observó acercarse. Cayo buscó su mirada; bajo los párpados hinchados, era inaprensible. En el mismo instante, el emperador tenía casi la misma sensación: el joven que había sobrevivido a la matanza de su familia era indescifrable, o estúpidamente inconsciente, o fuerte y listísimo. Pero, en cualquiera de los dos casos -había pensado durante la noche el emperador-, ese muchacho era el único instrumento posible para su nueva estrategia.
Porque, ahora que Tiberio estaba envejeciendo, una estrategia nueva era indispensable. «Esos seiscientos lobos que se juntan en la Curia», los senadores, se daban cuenta perfectamente de que la respiración del poderoso jefe de la manada se había vuelto jadeante. «Lo sé, intentan darme una dentellada en el cuello», pensaba Tiberio, revolviéndose en su cama solitaria.
Pero de ese resentimiento había surgido, de pronto, una idea sublime, la única que podía unir a todos los populares y a un amplio sector de los optimates en una sumisa y feliz mayoría: casar a la (mica hija del senador más poderoso de los optimates, el riquísimo Junio Silano, con el único hijo vivo del envenenado Germánico.
Cayo se acercó al emperador, se detuvo, se inclinó para coger el borde del manto y rozó la púrpura con los labios, en silencio.
Tiberio, por su parte, observó en silencio la refinada cadencia (le sus gestos. Después dijo:
– El senador Junio Silano tiene una hija. Te casarás con ella.
Y mientras lo decía, sintió el alivio de haber conseguido echar, en medio de aquella manada de lobos, un suculento bocado: un cordero.
Cayo se quedó literalmente petrificado de perplejidad. Enseguida pensó que no se concierta un fastuoso matrimonio para alguien al que se tiene previsto matar. Toda la vida de su cuerpo despertó. Entretanto, Tiberio, con los ojos enrojecidos y semicerrados, lo miraba, atento a su reacción. Sorprender a sus interlocutores en los primeros instantes de indefensión era una vieja habilidad suya.
Y Cayo, mientras trataba de comprender qué escondía aquel plan, se limitó a preguntar:
– ¿Cómo se llama?
El semblante de Tiberio reflejó la desilusión producida por aquella pregunta infantil.
– No lo sé -respondió con despreciativa indiferencia.
Pero después lo asaltó de nuevo su desconfianza patológica; esperó que el joven dijese algo más, y su silencio le parecía amenazador.
Los pensamientos de Cayo desfilaban, confusos, a gran velocidad. Tiberio no había sentido jamás compasión por nadie, y a buen seguro tampoco la sentía por él, pese a que le regalara aquella boda importantísima y misteriosa. Se percató -una mirada furtiva- de que a cierta distancia detrás de Tiberio estaba de pie, como un testigo, el enigmático Sertorio Macro. De pronto intuyó que las feroces luchas entre los senadores y su excelente matrimonio estaban estratégicamente vinculados. Tiberio había dicho una vez que presentarse en la Curia Julia, entre los senadores reunidos, era peor que caminar de noche por el bosque de Teutoburgo, y de hecho hacía años que no iba. Y ahora, después de tantas masacres, de repente él, Cayo César, le era necesario a Tiberio y su vida era intocable.
Sofocando los sentimientos triunfales en un mórbido autocontrol, Cayo dio las gracias al emperador por haber pensado en él como un padre y declaró que estaba encantado de obedecer. El emperador no contestó; sus labios se estiraron: se había tranquilizado.
La adolescente Junia Claudila
Así fue como el veinteañero Cayo César bajó después de muchos meses al puerto de Capri, embarcó y puso pie en tierra firme en Antium. Y al día siguiente, con una gran fiesta, en la villa costera que después se diría que había sido de Nerón -en realidad, la familia imperial poseía en el litoral y en las islas del Tirreno Medio una serie de grandiosas residencias: Antium, Astura, Spelunca, Baia, la isla de Pontia, Miseno, Pausilipo, Capri-, se casó con la adolescente Junia Claudila, hija del gran senador Junio Silano. Y este, nada más verlo, le recordó que, de pequeño, había sorprendido a todos hablando con elegancia en griego el día del triumphus de Germánico.
– El destino estaba escrito -dijo, y parecía paternal.
Aquella boda imprevista levantó un cálido entusiasmo popular. Un cortejo de senadores y matronas se trasladó desde Roma, la gente adornó las calles, todos dijeron que la esposa era una deliciosa joven virgen y el esposo un apuesto muchacho en el que los dioses parecían haber modelado de nuevo la seductora juventud de Germánico. Tiberio, que había permanecido atrincherado en Villa Jovis, celebró secretamente su sagacidad. Después de tanto tiempo, Cayo vio a sus hermanas, convertidas ya en irreconocibles mujeres, con sus odiosos y viejos consortes. Se dio cuenta de que también ellas -salvo la querida Drusila, que se apresuró a abrazarlo- lo miraban casi sin reconocerlo y, temiendo palabras imprudentes, se permitió solo un saludo formal. Y como el júbilo popular había parecido excesivo a algunos cautos optimates, Cayo aplacó temores y sospechas con la tímida e insustancial dulzura de sus silencios, sus sonrisas y sus infantiles respuestas.
En realidad, su matrimonio era fruto de un plan más complicado de lo que parecía, pues mientras que Tiberio creía dominar a los senadores, el senador Junio Silano creía sostener indirectamente el imperio. Los dos sentían, por lo tanto, la prisa acuciante de ver nacer, en el mínimo tiempo indispensable, al heredero imperial. Así pues, se abrió para los esposos la pequeña pero suntuosa villa situada en el lugar actualmente llamado Torre Astura, a unas millas de Antium.
«Encerrarlos allí dentro a los dos solos, sin distracciones», había pensado Tiberio. Y Silano, una vez provista la villa de todas las comodidades posibles, mandó a la experta nodriza de la esposa adolescente para que estuviera atenta a lo que sucedía en aquellos delicados días.
La joven esposa era bastante tonta, no muy guapa y un poco frágil. La nodriza le había dado mil consejos. Y cuando fueron cerradas con la necesaria solemnidad las puertas, muchos se inventaron humoradas sobre la noche de bodas entre aquella inexperta y temerosa adolescente y aquel confuso joven cuya mirada se perdía en los libros.
Sin embargo, tras las puertas cerradas, el joven que se acercaba a su inmadura esposa, conduciéndola al suntuoso lecho preparado por la nodriza, tenía en mente un solo y terrible pensamiento: que estaba destinado a vivir o a morir según lo que sucediera en las siguientes noches. Su supervivencia dependía de los sueños dinásticos de su ambicioso e incontenible suegro. Toda Roma esperaba, de él y de ese cuerpo cuyos banales atractivos iba descubriendo, el heredero del imperio. Y lo esperaba enseguida, antes de que el viejo emperador muriese.
Y puesto que entre él y aquella adolescente no había habido un solo instante de amor, Cayo recurrió a su imaginación para vencer los descorteses pudores de ella, mientras bajo las ventanas se oía el murmullo del mar y él se inspiraba en las artes de las refinadas esclavas de la domus de Antonia.
A la mañana siguiente, al entrar con decisión en la cámara nupcial, la nodriza vio el feliz desorden de la cama, la perezosa sonrisa de Cayo y la mirada nueva de su pequeña Claudila. Sonrió y mandó disponer lo necesario, y fieles esclavas diligentes y avispadas invadieron la estancia. Todos sonreían: los augustianos de guardia en el muelle y los marineros que se desplazaban con sus pequeñas barcas a lo largo de la costa; la experta nodriza soñaba para sí misma una vida en el Palatino si el heredero imperial se daba prisa en nacer, y contaba las semanas y estaba pendiente del ciclo de la luna. Y apremiada a su vez por el senador Silano, se volvió cada vez más intrigante y ansiosa, mientras Cayo, soportando con sonrisas cómplices su presencia, se dedicaba a su esposa con todos los juegos posibles, y Claudila reía, y su risa llenaba la villa.
Hasta que un día, mientras descansaban en el triclinio, en la roca transformada en una pequeña isla unida por un delicado puente a la villa, en tierra firme, y sede cotidiana de sus juegos ya sin pudor, y el cuerpo menudo de la esposa -que, renuente hasta la grosería el primer día, ahora sonreía con triunfal impudicia- estaba entre sus brazos, y la nodriza preguntaba benévolamente qué deseaban para comer, Claudila dejó de reír, miró perpleja a la nodriza, presionó con la mano entre los pequeños pechos desnudos y murmuró que tenía náuseas. La nodriza se acercó corriendo, cubrió prudentemente con un pañuelo la boca de Claudila y esta tuvo una pequeña arcada, solo una, pero que valía el imperio.
La nodriza dirigió a Cayo una mirada cargada de significado, cogió entre dos dedos un pecho de Claudila y apretó el pezón. Y del pezón salieron unas gotas de líquido lechoso.
– Mira -dijo la nodriza a Cayo-, esto eres tú.
Cayo se incorporó apoyándose en un codo, se inclinó sobre aquel pecho y lo besó con dulzura: fue el único gesto totalmente espontáneo de aquellos días. Le quedó en los labios un sabor lechoso y ácido.
– Te felicito -le dijo solemnemente la nodriza- y te felicita toda Roma.
No sabía con qué alivio eran recibidas sus palabras.
Cayo se puso en pie. La nodriza miró su joven cuerpo desnudo. Siguiendo un impulso, saltó a la orilla. Su esposa contempló con languidez su espalda fuerte, sus caderas estrechas, sus pantorrillas, en cuyos músculos se veía la señal curva de las largas galopadas infantiles. Con el agua a la altura de los tobillos, él se volvió hijo el sol para saludarla y se zambulló en el mar.
La nodriza anunció que la esposa estaba embarazada, lo que Provocó el entusiasmo general. Junio Silano recordó a los senadores que se congratulaban de la noticia que él pertenecía a una antigua, fuerte y fecunda estirpe romana. Tiberio observó con ironía entre sus escasos amigos, que el joven y quizá inconsciente marido procedía también de ruta ramilla en la que, durante una decena de años -como todos recordaban-, Julia y Agripina habían concebido un hijo cada doce o trece meses.
Sin embargo, abandonándose a él en aquella villa tan refinada que parecía irreal, la pobre chiquilla no sabía que entre todos le estaban dejando pocos meses de vida.
«El niño ha intentado nacer antes de tiempo», sentenció el médico. Pero ella, demudada, incapaz de entender lo que estaba ocurriendo, en los intervalos entre los gritos cada vez más débiles y jadeantes, suplicaba a todos, a los médicos impotentes, a las expertas comadronas con las manos inútilmente ensangrentadas, a los sacerdotes que la rociaban con brebajes mágicos murmurando fórmulas escritas por los etruscos seis siglos antes. El último recuerdo de ella fueron sus ojos aterrorizados y su mano, bañada en sudor que se estaba helando, que Cayo estrechó y soltó y que lo atrapó, se le agarró, no se despegaba, hasta que de pronto se abrió, en un enésimo grito, y Cayo huyó al muelle en la noche mientras una parte de él, su primer hijo, moría asfixiado dentro de ella.
– Ya no oigo su corazón -fue a susurrarle desesperado el médico, que con uno de sus instrumentos sobre el vientre hinchado de ella, había escuchado el latido de aquella otra pequeña y egoísta vida que intentaba liberarse.
Ella murió mientras Cayo miraba cómo la noche se alejaba despacio del cielo en el mar occidental; en el mismo momento, la animula de ella, pequeña necia inocente, caía en la oscuridad. ¿Qué dioses, como sugerían los sacerdotes, la recibirían y la cogerían de la mano para hacerla cruzar el terrible río subterráneo hasta la otra orilla? Meneó la cabeza: no había ni ríos ni dioses esperando en aquella oscuridad. Y ella, por culpa de aquellos despiadados planes de poder, no había llegado a los quince años. Sintió náuseas.
El padre de ella, junio Silano, no lloró; no porque fuera un viejo y fuerte senador, sino porque estaba furioso por el poder que había perdido. Había puesto todas sus esperanzas en aquel matrimonio y en el heredero que nacería, había arrastrado en esos planes a la mayoría de los senadores, y ahora ya no era el tutor de Cayo y lo miraba cota odio.
Los médicos, que después de muerta le abrieron el vientre, dijeron que era un precioso varón. Habría podido convertirse, quién sabe cuándo, en emperador. Todos fueron a verlo cuando, lavado y peinado, la pequeña boca entreabierta en busca del aire que no había encontrado, fue depositado junto al cuerpo martirizado de su inútil e inocente madre en la suntuosa pira bañada en perfumes.
– Había pensado llamarlo Antonio César Germánico -dijo bruscamente Cayo, sorprendiendo con esa elección a los que escuchaban.
Se preguntó si podían haberse formado embriones de pensamiento en aquella cabecita. «¿A qué mente se habría parecido la suya? ¿A la impulsiva, sanguinaria, autodestructiva del generoso Marco Antonio? ¿A la límpida, ecuánime, tranquilizadora de Germánico?»
El viejo Tiberio, en Capri, no dijo nada. Quizá ni siquiera se sentía demasiado decepcionado, pues también él, en unos meses, había advertido con fastidio el alcance del celo ambicioso y la injerencia del senador Silano.
El senador, en efecto, miró largo rato en la pira realmente imperial el humo de su poder perdido. No soplaba viento alguno y la hoguera tardó en consumirse un tiempo insoportable. Sertorio Macro también miraba, más ceñudo de lo que correspondía a su papel, pues aquella boda había sido maquinada por él; y aquel niño muerto -sacrificando a la madre, quizá se pudiera salvarlo, había dicho demasiado tarde aquel incauto médico- habría sido, en sus manos y las de Silano, el precioso heredero de Augusto, de Marco Antonio, de Germánico, incluso de julio César, en sucesivos decenios.
La pira se consumió y la apagaron. Las cenizas de lo que había estado allí encima fueron diligentemente guardadas en una urna de bronce, todavía tibias, indisolublemente unidas. Y al día siguiente Tiberio reclamó la presencia de Cayo en Capri. La protección se había desvanecido; el futuro era totalmente imprevisible.
Las estancias secretas
En la teatral y helada grandiosidad de Villa Jovis, Tiberio desaparecía cíclicamente, durante horas o durante días, en refugios inaccesibles. Mensajeros, embajadores, tribunos, prefectos y procónsules esperaban en tierra firme que él enviase la señal para recibirlos.
La villa, en esos períodos, era invadida por murmuraciones y un inquieto nerviosismo. Galerías secretas, decoradas con pinturas claramente pornográficas; refinados códices en los que las invenciones explícitamente eróticas de Elefantis -la escritora más imaginativa y desinhibida de aquellos siglos- estaban asimismo explícitamente ilustradas; y el lecho en el que destacaba el célebre y escandaloso cuadro de Atalanta y Meleagro, que había costado -se exageraba- un millón de sestercios; y pequeñas salas, donde unos pocos privilegiados se reunían para asistir a los juegos eróticos colectivos de jovencísimos esclavos; y una caprichosa piscina excavada en la roca, con la profundidad estrictamente necesaria para que chapotearan los niños. «Está bañándose con sus pececillos», decían, riendo morbosamente, los cortesanos. Y alguien suavizaba con hipocresía los relatos diciendo que lo mismo habían hecho Sócrates, y luego Platón, y Alcibíades, y Alejandro.
Tiberio era ya un viejo y desesperado pederasta, se decía, incapaz de liberarse de otro modo de su retorcido pasado. Su decadencia física avanzaba. En su vicio, se volvía cerebralmente contemplativo; con exasperación que rayaba en la angustia, buscaba visual y mentalmente estímulos que poblaran su inerte soledad. Ordenaba a sus jovencísimos compañeros que representaran ante él los más licenciosos y perversos mitos de la antigüedad. «La cultura siempre sirve para algo», había comentado alguien. Pero el juego resultaba cada vez más pesado y decepcionante, y él no renunciaba porque no le quedaba casi nada más para sentirse vivo.
Aquellos muchachos aparecían de repente, caprichosamente acicalados, con los personajes -griegos o sirios en su mayoría- que controlaban sus idas y venidas, y eran engullidos en esas estancias; e igual de repentinos eran los embarcos de los que se marchaban. «Las sphintriae de Tiberio», comentaban los marineros. Y puesto que unas costumbres escandalosas constituyen una lectura bastante más satisfactoria que una minuciosa genealogía imperial, además de ser una poderosa arma del odio, célebres escritores de siglos sucesivos no encontraron nada mejor que esos comentarios de la Suburra [1] para describir, en sus solemnes libros, las escenas que en realidad nunca habían visto.
La borrachera de Herodes
Uno de aquellos días, mientras Cayo estaba sentado en el pórtico y Helikon le preparaba los códices, pasó deprisa, y de forma totalmente inesperada, el prefecto de las cohortes pretorianas, Sertorio Macro. Había llegado de Roma a Miseno con una de sus veloces galopadas, recorriendo decenas y decenas de millas y deteniéndose solo para cambiar los caballos exhaustos; luego había embarcado en la rápida liburna de los correos imperiales y se había hecho llevar a toda marcha a Capri. Desapareció en los aposentos privados de Tiberio. Y no se vio a nadie más.
En cambio, poco después apareció, bajando de forma inesperada precisamente aquella reservadísima escalera, el esclavo Calixto, aquel al que Tiberio había relegado a las peores tareas. Llevaba ropa nueva y limpia. Pasó por delante de ellos atareado, como si no viese nada, pero había visto que no había nadie más y se detuvo en seco. Susurró que el joven Herodes, príncipe de Judea, rehén desde hacía años en casa de Antonia, había sido encarcelado.
– Estaba borracho, y dijo en público que espera que llegue pronto el día en que tú, Cayo César, ocupes el lugar de Tiberio.
Meneó la cabeza y se marchó.
Cayo, en silencio, devolvió a Helikon el codex que estaba consultando. La noticia era aterradora; y debía de haber llegado hasta Tiberio a través de Sertorio Macro. A lo largo de toda aquella sucesión de salas, nadie asomaba la cabeza. Pasó la tarde. Cayo estaba sentado con los ojos cerrados, sintiendo el sol en los párpados. Helikon ponía los libros en los estantes con silenciosa diligencia.
Cayo revivía la época del pabellón al fondo del jardín de Antonia, de la música, los perfumes, las tenues luces por la noche, los jóvenes cuerpos desnudos que se abandonaban al desenfreno, la voz de Roimetalkes. No había sido un pacto con los improbables dioses de Tracia, como habían contado Polemón y Herodes, ahora encadenados en el horrible Tullianum. «No existen dioses en este cielo que se preocupen de mi futuro.» La estúpida causa de su ruina había sido una salvaje evasión.
No se volvió a ver a Calixto. El sol se puso, el mar se volvió tenebroso, el aire casi frío. Sí apareció, en cambio, bajando pesadamente la escalera, el prefecto Macro. Cayo César abrió bien los ojos; se dio cuenta de que el temible prefecto lo había visto antes de que él reparara en su presencia, mientras estaba desprevenido.
Sin embargo, también en esta ocasión Macro, al pasar por delante de él, cambió su prisa brutal por una ostentosa calma. Lo miró y dijo:
– Cuando vuelva, me gustaría encontrar un poco de tiempo para hablar.
Acto seguido se fue. Cayo pidió a Helikon que cerrara la biblioteca y se refugió en sus aposentos. En el tiempo que el sol había tardado en ponerse, habían sucedido cosas que podían cambiar radicalmente el futuro. Durante días, fingiendo no saber nada de la detención de Herodes, Cayo creyó, cada vez que oía voces en los pasillos o ruidos al otro lado de su puerta, sobre todo por la noche, que iban a prenderlo. Al mismo tiempo, de cada liburna de los servicios imperiales que entraba en el puerto, esperaba que desembarcase el prefecto Macro. Pero no sucedió nada. Al final, empezó a confiar en que Tiberio lo considerase realmente demasiado idiota para participar en cualquier tentativa de conjura.
Lo que había sucedido, en cambio, era que Trasilo, el silencioso astrólogo de Rodas envuelto en el viejo pallium gris, había anunciado misteriosamente -y con un gran sentido de la oportunidad- a Tiberio:
– He leído en los astros que Cayo no será nunca emperador.
– ¿Estás seguro de lo que has visto? -había mascullado Tiberio.
Trasilo, riendo, había respondido con una frase que recogerían los libros de historia:
– Para ese muchacho, es menos probable convertirse en emperador que atravesar a caballo las aguas del golfo, desde el puerto de Puteoli hasta las costas de Baia.
Y de ese modo le había salvado la vida. De todas formas, Cayo aún no lo sabía, ni imaginaba lo mucho que había influido en aquella profecía la llegada precipitada de Sertorio Macro.
La situación debía de haberse calmado también en Roma, porque el joven Herodes continuaba en la cárcel, encadenado pero vivo, y no se anunciaban procesos.
– Lo ha dejado vivir por el momento. Ha dicho que no quiere encender los ánimos en Judea -susurró, evolucionando por la biblioteca, Calixto, que después de años condenado a servicios humillantes estaba ascendiendo con rapidez en la escala jerárquica sin que el ya enfermo Tiberio estuviese al corriente.
De repente, Cayo respiró hondo. «¿Cómo se habrá enterado éste? -se preguntó-. ¿Y por qué viene a decírmelo?» Calixto salió como una sombra, sonriendo.
Al día siguiente, con mensajes secretos y bastante menos secretas intervenciones de Sertorio Macro, Tiberio utilizó su influencia a fin de que los senadores eligieran a Cayo para la altísima magistratura de cónsul. En el antiguo ordenamiento de la República, había dos cónsules, que ocupaban el cargo doce meses. Pero con frecuencia se había reelegido a una persona, y más de una vez, y hasta varios decenios, como en el caso de Augusto. Podía convertirse en un cargo vitalicio.
A Cayo César se lo comunicó, con una cauta y servil sonrisa, un funcionario, y él se quedó sin habla. Trató de desentrañar los pensamientos que habían originado la decisión de Tiberio. «Están tejiendo una trama a mi alrededor. Y yo, encerrado aquí, no me entero de nada.» No obstante, estaba seguro de que su elección calmaba a los ingobernables populares y al mismo tiempo impedía a algún peligroso enemigo ocupar aquel puesto neurálgico. Pero sobre todo significaba que en marzo se marcharía por fin de Capri y, con la gloria de aquel nuevo poder, iría a Roma, adonde durante años no lo habían dejado volver. Obedeciendo a un impulso, preguntó al funcionario si podía dar las gracias al emperador. Este respondió, sin dejar de sonreír, que el emperador estaba cansado y había pedido -no ordenado- que lo dejaran reposar.
En realidad, los cortesanos decían que Tiberio pasaba horas y horas recostado en la exedra o en la sala, inmóvil, con una manta o algún escrito abandonado sobre las rodillas, mirando el mar. Estaba cansadísimo, susurraban, estaba perdido en la soledad. Dormitaba largos ratos. Cada vez se quedaba más a menudo en la cama, en sus aposentos, hasta muy tarde, incluso hasta el atardecer. Como mucho, se levantaba a la hora del crepúsculo, se acercaba a mirar el sol en el horizonte y volvía. Un día, Cayo César, al saludarlo en silencio, encontró una mirada suya demasiado larga; quizá quería un contacto, intentaba hablar. De hecho, aminoró el paso, se detuvo un instante. También Cayo se detuvo.
En realidad, Tiberio, cansado de su vida, estaba pensando que aquel joven había sobrevivido a algo más terrible que atravesar de noche el bosque de Teutoburgo. En su mente nacían exhaustos sueños de paz; los mismos sueños que habían impulsado a Augusto, en la vejez, a desembarcar en la isla de Planasia, donde estaba confinado su joven nieto Agripa Póstumo, para abrazarlo y llorar con él. Tiberio pensaba, con inerme horror retrospectivo, que había necesitado toda la vida para conocer la feroz esterilidad del poder. Miraba a Cayo, pero este no logró ni siquiera despegar los labios. Tiberio prosiguió su camino despacio, arrastrando los pies hinchados.
La última noche de agosto
Capri recibía muchos vientos, que azotaban Villa Jovis. Vientos oscuros que llegaban por la noche del mar y removían el agua alrededor de las escolleras.
Llegó la calurosa noche de su vigésimo cuarto cumpleaños, la última de agosto, y ninguno de los muchos vientos de Capri soplaba alrededor de las rocas de la isla. El mar estaba tan plano y negro que, ni siquiera asomándose, se oía el menor ruido procedente de los escollos.
Cayo se despertó y empezó a conversar mentalmente con su madre, muerta y mal enterrada en aquella otra isla más pequeña donde no le estaba permitido a nadie desembarcar. Su mente giraba en torno al fantasma, al humo en que ya se había disuelto el recuerdo de los ojos, del porte, de la voz de ella. Habían pasado siete años desde que la había visto alejarse entre los pretorianos, después de haberse echado sobre los hombros un manto ligero.
Abrió los ojos; estaba amaneciendo. Helikon entró sigilosamente en la habitación.
– No dormías -constató con dulzura nada más mirarlo-, ni siquiera esta noche.
Él se sentó en la cama sin contestar. Estaba realmente cansado. Helikon llevaba una botella con un líquido oloroso y se puso a masajearle la nuca, las vértebras y los hombros moviendo los dedos con delicadeza.
– Aquel sacerdote de Sais decía que buscar el perfume de las flores que brotaron el verano anterior solo produce dolor -susurró-. Nacen otras flores.
Él se levantó y dijo:
– Quiero ir al mar ahora mismo.
Helikon se asustó.
– Tienes prohibido salir sin la autorización imperial.
Él sonrió.
– Creo que no me detendrá nadie.
– Espera -suplicó Helikon.
Pero él ya había cogido una fina túnica de lino y había salido.
Bajaron al mar por la larga rampa secreta de la villa y nadie los detuvo. Los vigilantes, sin decir palabra, abrieron la verja que durante todos aquellos años había sido imposible traspasar. Ante el minúsculo puerto, el mar del amanecer estaba serenamente liso. El esclavo nubio llevó remando la pequeña barca hasta la angosta entrada de la famosa gruta cuyas aguas estaban bañadas por una inexplicable luz azul. Los poetas escribían que allí, entre los escollos, habían visto divinidades acuáticas de cabellos chorreantes que la fosforescencia revestía de escamas, como la cola de las sirenas.
Se agazaparon en el fondo de la barca porque la marea todavía estaba alta y la entrada se abría casi rozando el agua. Con un experto movimiento de remos, la barca se deslizó bajo la bóveda y penetró en la cueva, dejando atrás el reflejo del sol. Sus ojos se llenaron de luz azul; el silencioso nubio levantó los remos y de las palas cayeron gotas plateadas. La barca detuvo su avance junto a una roca.
Cayo y el joven Helikon saltaron a la roca y se desvistieron. Sus cuerpos se deslizaron desnudos en el agua fosforescente, su piel mojada se volvió fosforescente y azul. Se movían dentro de aquella luz, subían a las rocas con los miembros chorreando, se zambullían de nuevo en el agua, abandonándose sin nadar, se miraban y jugaban evolucionando lenta y sensualmente. Luego subieron a las rocas y se tendieron para mirar la marea que se retiraba despacio, dejando sobre la piel regueros de plata.
Cuando regresaron y llegaron al pórtico de la biblioteca, Cayo vio que Sertorio Macro, el omnipotente prefecto, había vuelto de Roma y estaba sentado solo, sin escolta, a la sombra. «Está esperándome», pensó, y se preguntó quién le habría sugerido a Macro que esperase en aquel lugar. Llegó a su altura, sonrió y se sentó a su lado.
– Ha hecho una noche muy calurosa -dijo.
– Yo nací lejos del mar, en montes donde el hielo resiste muchos meses -dijo Sertorio Macro-. ¿Sabes dónde? -Cayo le dirigió una mirada interrogativa-. En la fortaleza más poderosa que existe desde Sicilia hasta los Alpes: Alba Fucense, el corazón de los Apeninos. Crecí entre los legionarios de la Cuarta y de la Martia, constantemente rodeado de armas. Tú naciste a orillas del Rin; sabes lo grande que es un castrum. Alba Fucense tiene una muralla de cuatro millas de longitud, y en la cima está el arx, que es inexpugnable.
Cayo lo miraba.
– Tú has visto en el Rin y en Asia a los enemigos de Roma -añadió Macro-. Yo he visto en la cárcel de Alba Fucense cómo castiga Roma a sus enemigos.
Cayo le sonrió. Macro miró alrededor y observó que la genial mente de Tiberio había hecho de Villa Jovis un instrumento perfecto de gobierno.
– Controlar Roma y dominar el imperio desde aquí, desde esta roca segura.
Cayo se mostró de acuerdo; y mientras tanto veía que por la curva del pórtico pasaba la figura alta y delgada de Calixto.
Macro dijo que Tiberio había basado la seguridad del poder en las cohortes pretorianas, acuarteladas en el corazón de Roma, junto a las históricas calzadas que conducían al sur.
– Fue una sabia medida.
Mientras hablaba, se preguntaba si el joven comprendía su discurso, porque en algunos momentos parecía asentir por sumisión infantil y en otros, en cambio, parecía que hubiese heredado del abuelo Augusto la capacidad para escuchar ocultando insidiosamente los propios pensamientos.
– Los pretorianos siempre han soportado mal las intrigas de los senadores -dijo-. Y ahora, después de tantas luchas, conjuras y guerras civiles, solo obedecen a sus comandantes.
Y subrayado de ese modo tosco pero claro su poder, Sertorio Macro respiró.
Cayo no dijo nada. Pero, como el vuelo de un halcón, volvió el recuerdo de aquella tarde lluviosa en el castrum del Rin, mientras los tribunos de las ocho legiones de su padre, Germánico, le decían que lo conducirían a Roma con la fuerza de las armas, y su padre callaba.
– ¿Me acompañas a la biblioteca? -le preguntó amigablemente a Macro-. Allí dentro hace un fresco muy agradable.
Macro, que entraba por primera vez en aquella estancia, entornó los ojos en la penumbra.
– Mira -dijo Cayo, pasando los dedos por un estante-, todo esto son obras de astrología. -Macro no mostró ni sorpresa ni reverencia ignorante. Cayo cogió un pequeño codex y, con literario candor, explicó-: ¿Ves esto? Fue Julio César quien lo inventó. Decía que los viejos volumina enrollados resultaban muy incómodos en la guerra.
Se sentó ante el atril habitual después de haberse asegurado de que la biblioteca estaba desierta. Macro también se había dado cuenta y se sentó; y, con impaciencia mal contenida, dijo que él, en cambio, conocía una historia sobre el gran Augusto. Cayo levantó los ojos. No era probable que aquel prefecto de las cohortes hubiera leído alguna vez un libro; si hablaba de historia, significaba algo muy distinto.
– Es un episodio de cuando Augusto tenía veinte años y soñaba con poseer Roma -dijo Macro-. Mis hombres también lo conocen. -Hacía fresco en la penumbra, pero él, en contra de la lógica, sudaba-. A los veinte años -dijo-, Augusto ya había entendido que el odio de muchos senadores le impedía acceder al poder. Por eso, mientras su ejército se dirigía hacia Roma, pensó que el mejor orador que podía mandar al Senado era el centurión Cornelio. -Rió-. Cuando Cornelio, de pie en medio de la Cu ria, vio que los senadores no se decidían a votar, se apartó el sagum hacia atrás, pasándoselo por encima de los hombros. -El sagum, antigua palabra celta, era el tosco y pesado capote de lana que llevaban los legionarios en las campañas, y era de por sí un símbolo de guerra-. Entonces los senadores vieron el gladius que llevaba colgado en la cintura.
Por una ventana entró el sol del último día de agosto. Cayo, todavía frenado por la desconfianza, lo interrumpió:
– ¿Había entrado en la Curia armado?
La pregunta era desconcertante, reducía el famoso golpe de Estado de Cornelio a una cuestión de protocolo.
– Exacto -contestó bruscamente Macro-, y dijo a los senadores que, si ellos no se decidían, las elecciones las haría aquella arma. Los senadores votaron inmediatamente.
– No conocía esos detalles -observó Cayo con tranquila atención de estudioso.
Sertorio Macro buscaba los pensamientos que se escondían detrás de aquella joven y serena rara bien afeitada, con los ojos claros y los cabellos castaños un poco revueltos sobre la frente, y lo asaltó un miedo fugaz. Pero Cayo sonrió.
– Me alegro de que estés aquí. -Los párpados se levantaron, liberaron la sorprendente intensidad de la mirada-. Nunca encuentro a nadie con quien hablar de historia.
– Augusto tenía veinte años en aquella época, cuatro menos que tú -dijo Macro, dejando a un lado la prudencia. La comparación era alentadora, pero también insultante, pese a lo cual Cayo siguió sonriendo. Macro bajó la voz, pero su respiración era agitada-. Tiberio te utiliza como pantalla. Te mantiene vivo para oponerse a los otros pretendientes, pero te odia tanto como odiaba a Agripina.
Cayo se sobresaltó; era la primera vez, desde hacía años, que alguien pronunciaba ese nombre delante de él.
– Cuando Tiberio muera -dijo Macro con brutalidad-, alguien mandará a un centurión para que te mate, como mataron al hermano más pequeño de tu madre a la muerte de Augusto. En cuanto a mí, si consigo vivir, me mandarán a alguna legión en la frontera con los partos o los nabateos.
Se interrumpió. Se preguntaba si el joven era incapaz de comprender o si aquellas funestas previsiones no lo perturbaban porque él también las había hecho.
Y el joven, en efecto, contestó tranquilamente:
– Tienes razón.
Macro lo asió de un brazo.
– Hoy, nosotros dos tenemos algo que no tiene nadie más. Yo tengo las cohortes; si voy a Roma, puedo dominarla. Tú tienes el nombre de tu familia, la gloria de tu padre… Además, eres joven, no das miedo…
Se echó a reír. Cayo también rió, y tuvo que hacer un esfuerzo para mantener una estúpida dulzura en la mirada. «No sabéis qué es el miedo -pensó-. Tendréis tiempo para verlo.»
– ¿Y si no lo logramos? -preguntó.
– Te matarán. Y a mí también me matarán. Pero si nos sale bien…
– Tienes razón -dijo Cayo con calma.
– ¿Estás de acuerdo? -lo apremió Macro, dominado por la impaciencia. Al ver que él asentía, preguntó-: ¿Voy a Roma?
– Ve -ordenó él. Era su primera orden, y trató de eliminar de la voz la enorme emoción que lo invadía por dentro.
Enia
Nevio Sertorio Macro era un jinete fortísimo, insensible al cansancio. Sus hombres decían que, pese a los tría nomina, debía de llevar sangre bárbara. Escogía animales tan resistentes y pesados como él, sin problemas de cascos o de patas y que no se espantaran en la oscuridad nocturna, pues le gustaba cabalgar durante horas de noche, bajo la luna, con una incierta luz de antorchas resinosas, como los bárbaros escitas. De modo que dejó en Villa Jovis a su joven, vistosa y ordinaria mujer, Enia, bajó al puerto de Capri y embarcó en la acostumbrada liburna para desembarcar en Miseno y ponerse en camino hacia Roma.
En cuanto la liburna dobló el muelle del puerto, Enia se sentó al lado de Cayo en el ya célebre pórtico de la biblioteca, miró a su alrededor, le metió los dedos entre el cabello, lo despeinó y le hizo cosquillas detrás de la oreja, riendo.
– Llevaba una semana muriéndome de ganas de hacerlo.
Él levantó los ojos del libro sonriendo y pensó que se parecía a aquellas muchachas réticas de las barracas del castrum.
Sin dejar de reír con chabacanería, ella le pasó dos dedos sobre los labios, los presionó un instante con una uña afilada.
– Tengo ganas de jugar -dijo-. Creo que conozco juegos que tú no imaginas…
El hombro del vestido le caía sobre el brazo, como años antes a aquella pobre muchacha, un día de lluvia, en la orilla del Rin.
Él la miraba con su dulce sonrisa, se apartaba un poco, como intimidado. Estaba pensando de dónde había sacado Sertorio Macro a una mujer como aquella para llevarla allí, a la villa del emperador. Olía a perfumes penetrantes y también parecía sudada. Su cuerpo se movía entre la tela; no debía de llevar nada debajo.
Por un momento, dudó de que Macro estuviera a la altura de la empresa si pensaba que una mujer así podía engatusarlo a él, que en la domus de Antonia había estado con esclavas de piel de seda, esbeltas como juncos, educadas por madres que habían sido sacerdotisas de amor en los templos de Siria; a él, que calmaba las tensiones y se abandonaba al sueño entre las puras caricias amorosas de Helikon.
Enia le puso una mano sobre la rodilla, lo acarició.
Ven-dijo él, poniéndose en pie-, sé dónde podremos jugar.
Hasta el día siguiente no se enteró de que la vulgar Enia, la mujer del prefecto Macro -que no sentía reverencia por las obras astrológicas- era nieta del omnipotente astrólogo Trasilo. Su escéptica desconfianza sobre la capacidad de Sertorio Macro se transformó en admiración.
Tiberio pareció no percatarse de nada, ni siquiera de lo que toda la corte constató rápidamente, es decir, que Nevio Sertorio Macro había empujado a su mujer hacia los brazos del joven Cayo. («Había embaucado al joven mediante su mujer, Enia, fingiendo amor», «… uxorem suam Enniam imitando amorem iuvenem ínlicere…», escribiría decorosamente Tácito.)
– Todos dicen -susurraba Helikon sonriendo con incomodidad- que Enia y tú…
Y Cayo, sonriendo también, replicaba que no existían remedios para el aburrimiento de la isla cuando uno dejaba los libros. Enia estaba disponible y no lo ocultaba.
– Todos dicen que Macro está ciego -insistía Helikon.
Al final, Cayo contestó que Macro simplemente confiaba en él. Helikon no acababa de estar convencido, pues esa respuesta era contraria a todas las evidencias.
– ¿Por qué te ríes? -preguntó Cayo-. La confianza adopta muchas formas. Si te fías de un siervo, dejas en sus manos un tesoro; si, en el circo, estás seguro de un caballo, apuestas el tesoro a que gana.
Una sonrisa nueva, involuntaria, ya no cándida y tonta como había parecido a muchos, se formaba cada vez más a menudo en sus labios bien perfilados. Soledad de años, lágrimas secretas y terror habían hecho que su mente se volviera totalmente escéptica sobre la sinceridad y la misericordia. Largos razonamientos silenciosos le habían enseñado astutas autodefensas.
– No temas -dijo, acariciándole el cabello a Helikon-, ya verás como, con esa mujer, Macro se está atando a mí bastante más de lo que espera que yo me ate a él.
Después del bochorno llegó la lluvia, un violento temporal marino que levantaba pesadas olas espumosas sobre los escollos. Él pasó aquella tarde dibujando. Después abrió un pequeño codex arrugado, lo hojeó y vio un dibujo de líneas inciertas: parecía un edificio junto a un río.
– ¿Qué es? -preguntó Helikon pegándose a él.
Era el Nilo, era Iunit Tentor, eran los días de su adolescencia, cuando, en el borde de la embarcación, él dibujaba y Zaleucos sostenía el frasquito de la tinta.
– ¿Te acuerdas del templo que Marco Antonio y Cleopatra no pudieron acabar? -Cogió el calamus-. Mira…, aquí tenía que haber un gran atrio -dijo, pero se guardó los pensamientos que se abrían paso en su mente.
– Se llama jont -susurró Helikon.
– Sí. Un atrio con columnas. El sacerdote me dijo que Marco Antonio y Cleopatra querían pintar en el techo los ciclos mágicos de las constelaciones.
Mostró otra hoja donde aparecía caprichosamente dibujado el río, pero en el centro emergía una isla cuya forma semejaba una nave.
– ¿La reconoces? Es File. Allí, el templo también estaba inacabado. Ellos querían construir un enorme pórtico, más de treinta columnas por lado… -Sonrió y cerró el codex-. Consérvalo tú. Nadie debe ver estos dibujos infantiles.
El trabajo de Sertorio Macro
Sertorio Macro volvió e informó a Tiberio de lo que consideró oportuno sobre su rápido viaje. Pero Tiberio se encontraba mal y, por primera vez, prestó poca atención al informe.
Macro se encerró en la biblioteca con Cayo.
– En estos momentos no hay nadie en Roma que tenga en sus manos el poder -declaró-. Nadie. Solo mis cohortes, que pasan los días almohazando a los caballos, lustrando las armas y jugando a los dados. ¿Te acuerdas de cuando Elio Sejano tenía aterrorizada Roma? ¿Quién la liberó entre la caída de la noche y el alba del día siguiente? Yo, yo solo. Yo la tomé por las riendas como si domara un caballo. Tiberio estaba aquí, como ahora estás tú. De no ser por lo que yo hice aquella noche, solo habría podido esperar que el verdugo enviado por Sejano viniese aquí para degollarlo. Ahora, las cosas son más fáciles pero también más peligrosas. Los senadores están divididos en dos bandos.
– Creo que tú sabes con quién debes hablar -dijo Cayo en voz baja.
Durante aquellos años, muchos habían llorado en familia la muerte de los suyos. Volvían los nombres oídos con dolor impotente: Cretico, Valerio Mesala, los Gracos, Aurelio Cotta, Cecina Severo, Clutorio Prisco. Y el tribuno Silio. Y los Sosios, los valerosos libreros. Una procesión de fantasmas. «Si los tuviese al lado, vivos -pensó Cayo-, en vez de a este.»
Sertorio Macro dijo que había hablado con quien le había parecido necesario. Y aseguró:
– Roma está contigo, como estaba con tu padre, como estuvo con Marco Antonio y todavía antes con Julio César.
El joven Cayo sintió como si aquellos nombres le golpearan las sienes. Aun así, sonrió.
– Debemos recordar que los tres fueron asesinados -dijo.
Sertorio Macro no se dejó distraer.
– Tiberio está muy enfermo -insistió-. Es preciso que salga de Capri mientras pueda hacerlo. Debemos acercarnos a Roma. Si mañana por la mañana no se despierta, y sus libertos salen gritando de su habitación y la noticia llega en un santiamén a Roma, ¿quién se alzará para proclamar «El imperio es mío»? ¿Habrá una guerra civil? No lo permitiremos. Yo tengo que estar en Roma en ese momento, al amanecer, antes de que los senadores se hayan despertado, corno la otra vez. Los enemigos de tu padre, los optimates, solo cederán si ven lo que vieron cuando cayó Sejano. Y cuando entren en la Curia para oír anunciar que Tiberio ha muerto y decidir cómo actuar, a quién elegir, la elección ya estará decidida. Sé cómo hacerlo yo solo, muchacho. Ya lo he hecho y lo he demostrado. -Vaciló, la mirada fija en los ojos de Cayo-. Si me prometes que cuando llegues arriba…
– Te lo prometo -dijo Cayo César, sosteniendo su mirada. Y ni siquiera un temblor reveló el pensamiento que lo abrasaba por dentro: el imperio era suyo, por derecho y por sangre, suyo y de nadie más, no se lo regalaba nadie. El vulgar, astuto y violento Macro creía ser el inventor de la intriga, imaginaba que se hacía -a sus espaldas- con el poder real; creía que lo dominaría, él con los pretorianos y su mujer con esos penosos juegos prostibularios. Pero en realidad, concluyó para sus adentros con un violentísimo odio, los dos eran simplemente sucios, ciegos, despreciables pero imprescindibles instrumentos suyos. Le sonrió.
Miseno
El invierno tocaba a su fin.
– Mis hombres están alerta -dijo Sertorio Macro, que iba a Roma y volvía a las horas más inesperadas-. En un día y una noche, todas las legiones deben saber que tú llevas las riendas del imperio.
Por todo el imperio, desde Mauritania hasta Arabia, desde Iberia hasta Siria, desde Sicilia hasta Germania, a lo largo de las más de cincuenta mil millas romanas que constituían en aquellos tiempos la red viaria del imperio, se extendía una telaraña de altas torres cuadradas, cercadas por un muro, como la del castrum del Rin donde él había pasado la infancia. Una especie de faros terrestres, en los que sobresalía una galería protegida. Desde allí, señales de humo durante el día y con el ambiente despejado, y señales de fuego por la noche, eran transmitidas con duraciones y repeticiones establecidas a otra torre, otra statio, en posición igualmente elevada y visible, vigilada también sin descanso, y de esta, enviadas inmediatamente a la siguiente.
Si lo que decía el prefecto Macro de verdad estaba ya al alcance de la mano, era fantástico imaginar que, mediante el fuego y el humo de esas señales, en un brevísimo lapso de tiempo, un lapso de tiempo que se computaba nada menos que en horas, toda la inmensa extensión del imperio, con sus grandes ciudades, sus pueblos, sus campos, sus legiones destacadas en las fronteras, los millones de hombres que hablaban no sé cuántas lenguas diferentes, se enteraría de que, muerto por fin el usurpador Tiberio, el joven Cayo César -el hijo del gran Germánico traicionado y envenenado, el bisnieto de Octaviano Augusto y de Marco Antonio, el único superviviente varón de la familia imperial-, con el apoyo armado de los pretorianos, de la flota y de las legiones de Germania, así como con el sumiso consenso del Senado, había conquistado finalmente el imperio.
Un día, de repente, Tiberio decidió abandonar Capri. A pesar de la lectica acolchada, los esclavos, los ayudantes y los médicos, el descenso desde Villa Jovis hasta el puerto fue trabajoso, y peor fueron el embarco y la travesía. Todos recordaron -y los que no lo sabían se lo oyeron, sobrecogidos, a los demás- la siniestra profecía que años atrás había anunciado la muerte de Tiberio cuando intentara regresar a Roma.
Tiberio no se volvió ni un instante para mirar la isla que había sido durante años su inaccesible madriguera. Si echó una ojeada, fue a través de un resquicio de las pesadas cortinas acolchadas, porque sobre el mar soplaba un variable viento de principios de marzo, un viento de levante que bajaba de los montes del Matese y que, según los marineros, anunciaba lluvia.
El emperador desembarcó, encerrado entre las cortinas de la lectica, en la formidable base naval de Miseno, terror y presidio de todo el Mediterráneo occidental. Miles de marineros rindieron los honores, pero el hombre al que estos iban dirigidos no vio nada y no se dejó ver. Los augustianos, que habían obsesionado a todos en la época de Capri, cedieron el paso al prefecto que dirigía la célebre Classis Praetoria Misenatis, la Armada del Mediterráneo oc cidental, y a sus hombres, tradicionalmente escolta imperial en los puertos y durante los viajes por mar.
El cortejo a caballo formó detrás de la lectica del emperador enfermo. Cayo montó dando aquel salto sin apoyos que había aprendido en el castrum y que le atraía la complacida admiración de los militares. El poderoso prefecto lo miró, y él vio que le había dejado el primer puesto a su lado y esperaba. Con calma, Cayo guió al caballo hasta colocarse exactamente donde todos esperaban. Su sangre conocía la dignidad de los gestos y de su ritmo, pero el sentimiento de liberación y de orgullo que se desencadenaba en su interior era casi incontenible. El cortejo se puso en marcha y avanzó al paso, solemnemente, a lo largo del muelle.
De pronto, el prefecto extendió el brazo con un gesto intencionadamente amplio, que todos sus hombres vieron bien, y dijo a Cayo:
– Mira. Todo esto lo construyó el padre de tu madre, Marco Agripa, el marino más grande que ha honrado Roma. Él diseñó la ensenada del puerto occidental, que comunica con el mar abierto, y el puerto oriental, más interior, mira, con los almacenes, los talleres, los astilleros, las soguerías, los cuarteles. A él se le ocurrió unir los dos puertos abriendo aquel canal. Él excavó en la roca una cisterna que recoge toda el agua del Serinum. A la flota no le faltará nunca agua potable, aunque las naves tengan que zarpar todas el mismo día.
La llamarían Piscina Mirabilis: tenía las dimensiones de una catedral, setenta metros de largo por veintiséis de ancho, con fuertes pilastras cinceladas en el banco de roca.
– Gracias a tu abuelo, nadie, en ningún rincón de estos mares, se atreve desde entonces a navegar sin el consentimiento de Roma -declaró el prefecto-. Los hombres de la Classis Praetoria Misenatis lo recuerdan muy bien -concluyó.
Cayo se dio cuenta de que no era una información, sino un pacto explícito, un pronunciamiento.
– Lo recuerdo -contestó-, y también sé cuánto debe el imperio a esos hombres.
En la villa situada sobre el promontorio -que cien años antes había sido de Lúculo, el riquísimo vencedor de Mitrídates-, los médicos interrumpieron aquel último viaje del emperador; y allí Tiberio pasó precipitadamente de los días de la enfermedad a los de la agonía sin esperanza.
– Se resiste a morir -mascullaba Sertorio Macro con crueldad-. Y me da miedo… Si alguien se prepara en Roma…
Dominando la ansiedad, como había hecho Livia cuando Augusto agonizaba en Nola, difundía rumores de una milagrosa recuperación del viejo Tiberio, mientras que este, en cambio, agonizaba entre las almohadas ante la mirada afligida de sus médicos, que iban a perder empleo y dinero.
Pero Sertorio Macro sabía otra cosa que solo le contó, furioso, a Cayo: Tiberio estaba angustiado por las luchas que preveía que se desencadenarían una hora después de su muerte. Por eso había intentado unir, en una paz imposible, al último de la estirpe _Julia, es decir, Cayo, con el último de la familia Claudia, es decir, un sobrino suyo de dieciocho años que se llamaba Tiberio Gemelo. «He dispuesto -le había dicho a Sertorio Macro- que mi patrimonio sea repartido entre ellos a partes iguales.»
Esa herencia significaba la puerta del imperio. «Ha perdido el juicio -había pensado Macro, furioso, mientras Tiberio, casi balbuciendo, le ilustraba aquel confuso testamento-. El hijo de los asesinos con el hijo de los asesinados. Quiere poner a dormir en la misma jaula a una serpiente y a un tigre. Esto va a ser una guerra civil.»
Mientras Tiberio hablaba de este asunto, Macro llevó a su cabecera a un famoso médico romano del que se contaba con sarcasmo que, encerrado con el signator, el notario, en la habitación de un senador que unos parientes habían encontrado ya rígido y frío, había conseguido resucitarlo el tiempo necesario para dictar sus últimas voluntades en materia de dinero. Aquel médico miró al emperador, le oyó balbucir que, una vez él muerto, después de veintitrés años de paz en Roma volvería la guerra, escuchó algunas frases más que le parecieron sin sentido y se marchó con un gesto desolado, prometiendo a Sertorio Macro guardar aquel doloroso secreto.
Entretanto, Cayo César, ahora que las enormes puertas del imperio se estaban abriendo lentamente, miraba el mar gris de aquella primavera lluviosa sin verlo. «Cientos de ciudades, pueblos enteros que tú no conoces -había dicho un día su padre- te necesitan, te aman o te odian, pueden darte algo o debes defenderte de ellos, son tus aliados o te querrían muerto. Imagínalos a todos con la mente fría, sobre todo de noche. La noche está hecha para penetrar en los pensamientos ajenos.»
Con estos recuerdos, Cayo empezó a escribir lo que sabía que sería su primer discurso, la adlocutio a los senadores y a las cohortes pretorianas, o sea, la ocasión de aferrar de verdad el poder. No había tiempo que perder: el futuro podía llegar al cabo de una semana, esa noche, una hora más tarde. Pero no escribió en papiro o en pergamino. Nadie, en todo el imperio, debía sospechar una palabra antes de que llegara el momento de oírlo. Escribió el discurso, frase por frase, dentro de la masa gris de su cerebro, sin posibles testigos, paseando por la terraza blanca mientras los chubascos se alejaban abriendo sobre el mar espacios de cielo despejado. En un momento dado, mirando el mar, rió.
Notaba cómo el discurso se enraizaba en su mente. La larga soledad había producido resultados grandiosos. Pensaba que, en definitiva, el cerebro de un hombre es un puñado de blanda y delicada sustancia gris con circunvoluciones y finas venas; la primera vez que había visto uno tenía seis años: el cerebro de un querusco con la cabeza abierta.
Ahora, en su personal y joven masa gris -heredera de julio César, de Marco Antonio, de Augusto, de Germánico, que habían depositado en él algo sin par en todo el imperio- se desarrollaban ordenadas y lúcidas, pero cargadas de un poder explosivo, las palabras que inventarían la nueva vida del imperio. Solo debía esperar y callar. Durante unos días, quizá unas horas. Mientras tanto, él era el único en el imperio -y se lo decía a sí mismo- que sabía que todo iba a cambiar. Eso era el poder: un águila que vuela alto, sin ser vista, en el cielo cegador.
Pidió que le prepararan un caballo. El oficial encargado de la vigilancia de la villa sonrió por primera vez y aseguró que lo escogería personalmente, y no sería uno de esos caballuchos que jadeaban subiendo las cuestas de Capri. Sería, prometió, un caballo adecuado para ir a galope tendido por amplias llanuras y pendientes accidentadas.
Pero de las caballerizas imperiales salió, con arreos púrpura y oro, un caballo soberbio y nervioso, de estructura armoniosa y potente y pelaje de color miel. El oficial dijo a Cayo que había estado preparado desde hacía tiempo para una improbable galopada de Tiberio. Cayo pensó que el que había abierto esa caballeriza intuía algo sobre el futuro. Acarició al caballo, que lo miró con sus intensos ojos húmedos y olfateó su mano. Impulsivamente, con un placer aéreo, montó de un salto. Sintió el estremecimiento amigo del animal bajo su peso.
Y vio que, con una ágil sincronía, se había congregado a su alrededor no la obsesionante escolta de augustianos, sino un pelotón de las milicias de Marina.
– Este territorio es nuestro -declaró el comandante-. Y mis hombres han reclamado ese honor.
Él había aprendido de su padre a interpretar el humor de los hombres que te saludan: estos, aunque aferrados a una orgullosa disciplina, trataban de mirarlo a los ojos, y sus bocas reprimían un grito colectivo. Instintivamente, él saludó, como hacía su padre. Era la primera vez que su brazo se levantaba, libre, en un gesto así. Y ellos, todos juntos, como antes de un enfrentamiento con las naves enemigas, respondieron a la voz.
– Vamos -dijo Cayo, y salió con ellos de la villa.
Todos los obstáculos estaban cayendo. Nadie dijo nada. Simplemente, lo saludaban con una orgullosa complicidad y lo miraban pasar. «Todo está cambiando -pensó él-. Nadie se da cuenta más rápidamente que ellos, porque su vida depende del poder.» Mientras tanto, respondía a los saludos con esa cortesía espontánea que era uno de sus atractivos, que parecía producto de una juventud inocente y que, en cambio, él había construido en sí mismo a lo largo de años de asfixiante humillación.
Puso el caballo al galope por el golfo, en dirección a Baia, más libremente a medida que se alejaba de la morada de Tiberio. A sus labios acudió el nombre de aquel querido mannulus dejado a orillas del Rin.
– ¡Vamos, Incitatus! -Lo repitió, inclinándose sobre las orejas del caballo-. Incitatus.
El animal respondió con generosidad, con una rítmica tensión de sus fuertes músculos. Junto al compacto adoquinado de la vía que pasaba bajo los cascos del caballo, desaparecía el pasado. La sensación era embriagadora. En los bordes de la vía, todos seguían parándose y saludando.
Sobre el promontorio que se alzaba en el centro del golfo, sola sobre una roca imponente al final de las curvas de una subida, se extendía la villa -una de las muchas moradas imperiales- desde la que todos decían que se contemplaba el panorama más bello jamás diseñado por los dioses en la tierra y en el mar. Llevaba años deshabitada, pero cuando ellos llegaron a la cima, el intendente y los siervos ya estaban sobre aviso. La villa era sencilla y espléndida: un gran salón en cruz griega comunicaba, en los cuatro lados, con cuatro salas más pequeñas donde grandes aberturas enmarcaban cuatro diferentes y fascinantes vistas.
Cayo se encaminó hacia la terraza. Bancos de calina velaban el horizonte. Le pareció distinguir Capri, la prisión alta y rocosa de la que acababa de escapar. Después vio que en el mar, a la derecha, pasado el promontorio de Miseno, se extendía la verde y alargada isla de Prochyta, es decir, Prócida, y más lejos la cima del monte Epomeo, en la isla Aenaria, que siglos más tarde llamaríamos Ischia. Ese monte estaba cubierto de árboles, y mirando sus laderas, suaves y fértiles, nadie imaginaría que era un volcán. Cayo miró más allá, pero la bruma no permitía ver nada, y al final pensó que era inútil buscar aquella otra isla, más lejana, que se llamaba Pandataria.
Bajó los ojos: por todos los vastos campos, entre la espesa vegetación, se veían las bocas de los antiguos volcanes apagados, algunas repletas de arbustos, otras devoradas en parte por el mar y reducidas a pequeños golfos. A sus pies se abría un pequeño lago redondo que había sido un cráter. Lo separaba del mar una estrecha barrera de lava solidificada donde había sido excavado un canal de navegación. Alrededor se apiñaban las villas más bonitas del imperio. Los Campi Phlegraei, los míticos Campos de Fuego, serpenteaban desde la ensenada, abajo, hasta las últimas ramificaciones de Neápolis, arriba. Sin embargo, una última y vastísima boca de volcán se había transformado siniestramente en un lago oscuro e inmóvil que exhalaba bocanadas de niebla. Y sin haberlo visto nunca, Cayo reconoció las pavorosas descripciones de los poetas: «El lago Averno, la selva de Hécate, la Aquerusia subterránea», decían. Allí abajo, según las antiguas mitologías, se abría el reino de los muertos.
– Mira allá abajo, sobre el promontorio -indicó el oficial en voz baja y con precisión, como si señalara un blanco-, la villa que fue de Calpurnio Pisón.
La suntuosa villa de los Pisones, la familia del que había envenenado a Germánico en Siria, se alzaba al final del golfo. Cayo César la miró en silencio y luego dijo al oficial:
– Gracias por habérmela enseñado.
Pensó que en aquella olímpica residencia, entre los grandes árboles, los mármoles, las estatuas griegas y las termas privadas, se estaba deslizando la inquietud. «Ahora les toca a ellos empezar a perder el sueño y darse cuenta de lo larga que es la noche.»
… el poder es un águila que vuela en el cielo de verano.
CAYO CÉSAR AUGUSTO GERMÁNICO
de las Epistulae (perdidas)
La villa de Miseno
El decimosexto lluvioso día de marzo, en la desolada penumbra de la villa de Miseno, un grupo de personas ansiosas -pero no por sentimientos de amor- oyó, anunciado por la voz solemne del arquíatra imperial, que aquella respiración agonizante al otro lado de la puerta entornada había sido el último suspiro de Tiberio después de veintitrés años al frente del imperio.
Cayo estaba en la antesala, de pie, desde que los médicos habían susurrado a Sertorio Macro que el emperador no llegaría a la noche. Había rechazado las inesperadas atenciones de algunos libertos y no se había asomado en ningún momento a la habitación imperial; se había limitado a contemplar la larga espera de Macro en aquel umbral, de pie también él.
Había apartado una cortina para mirar el exterior y había visto que aún era de día: cuchillas de luz atravesaban las hinchadas nubes marinas. Y después había visto, bajo el pórtico vigilado por aquellos pretorianos inesperadamente llegados a Miseno, que esperaba, sujeto por las riendas, el caballo preferido de Sertorio Marro: estaba inquieto, no soportaba el bocado, piafaba de vez en cuando con sus anchos cascos.
Y mientras Cayo miraba el caballo, que, sin saberlo, estaba esperando que muriese el emperador, de aquella habitación surgió una emocionada confusión de lamentos y exclamaciones. Entonces se volvió. Por encima de las numerosas voces, destacó de golpe la ruda y violenta de Sertorio Macro:
– Precinta los aposentos imperiales, monta guardia en la villa, impide la entrada y la salida de cualquiera -ordenaba sin vacilar al praepositus militum.
Con aquel muerto en la habitación, impartía órdenes gritando. Y nadie reaccionaba.
Cayo empezó a acercarse. El planetario poder de Tiberio se había hecho añicos como un cristal que cae al suelo. Macro ordenó al intendente de la familia Caesaris que se ocupara de las cuestiones funerarias.
– Llama a los libertos, viste de púrpura ese cadáver.
El intendente, que en un momento se había visto prisionero con toda la corte, asentía confuso. Cayo continuaba acercándose, y de pronto se percataron de su presencia y, por primera vez, todos le abrieron paso.
Macro también lo vio y se le encendieron los ojos. Lo saludó militarmente, con ostentación, y dijo en un tono de voz muy distinto:
– Si me lo permites, me voy.
Cayo asintió. En ese breve espacio de tiempo, los pretorianos ya se habían apostado en todos los accesos de la villa y habían ocupado la torre de señalización para interceptar los mensajes. Macro salió ruidosamente con sus guardaespaldas, mientras los cortesanos de Tiberio se hacían a un lado.
Cayo volvió la espalda a la habitación donde yacía el emperador muerto y, sin dirigirle una mirada, se alejó. Inmediatamente, otros pretorianos le abrieron paso y lo acompañaron. Tras años de inermes angustias y humillantes cautelas, recuperó la sensación más alta que ofrece el poder: la invulnerabilidad. Escoltado de esta forma, llegó a la terraza a tiempo para ver a Macro montar a caballo con considerable destreza y, flanqueado por los suyos, lanzarse por la pendiente hacia el mando de la base naval.
Allí, el prefecto y los oficiales de la Classis Pretoria Misenatis, adheridos desde hacía tiempo a su proyecto, reunieron en el acto a las tripulaciones.
En dos palabras, Sertorio Macro anunció el suceso:
– Tras un gobierno cuya duración es de todos conocida, Tiberio ha muerto.
Los hombres acogieron la noticia en un silencio sombrío y permanecieron a la espera.
Tomó entonces la palabra el prefecto, quien, inaugurando un procedimiento expeditivo -destinado a ser repetido con frecuencia en las elecciones de los futuros emperadores-, bruscamente y sin dedicar unas palabras al muerto, se declaró seguro de conocer el pensamiento de sus marineros.
– Esperan, desean -gritó- la elección de un hombre que reconozca por fin los méritos y las necesidades de las gloriosas fuerzas navales.
Los hombres respondieron con una ovación. Y él dejó caer impetuosamente el nombre de Cayo César Germánico, nieto del mítico Marco Agripa, el marino más grande que había servido a la República, el hombre sobre cuyas sienes, según el suntuoso latín de Virgilio, resplandecía la corona de los espolones arrancados al enemigo. «Cui tempora navali fulgent rostrata corona.»
La villa imperial, en la cima del promontorio de Miseno, dominaba el inmenso puerto, de modo que el súbito y larguísimo grito de miles de bocas aclamantes llegó a la terraza como un trueno bajo las nubes. Cayo entró lentamente en la sala de las audiencias y esperó.
Macro apareció, triunfal, con el prefecto y el grupo de oficiales entusiastas que se había incorporado por el camino. Invadieron la sala y todos juntos, con entusiasmo, lo aclamaron emperador y le brindaron el saludo que, en todo el imperio, durante veintitrés años solo había recibido Tiberio.
Por recuerdos familiares, por herencia de sangre, Cayo lo reconoció y sintió la emoción más intensa de toda su vida. Ese primer pronunciamiento entusiasta ponía de golpe en sus manos a decenas de miles de hombres armados, le daba las rutas del mar que unían Roma con sus provincias mediterráneas, el vital suministro de grano de Egipto. Era, en suma, el asalto al poder; podía convertirse en triunfo o en cruel derrota.
Pero ni por un instante sintió miedo; en sus veinticinco años, había caminado con frecuencia al lado de la muerte. Y por primera vez, su voz brotó libre.
– Os juro por la memoria de Augusto, de Agripa y de Germánico que daré la vida con tal de que vuestra fidelidad no se vea decepcionada.
Era una frase breve, pronunciada de un tirón, como todas las declaraciones pensadas para que los historiadores futuros las transcriban.
Los oficiales, que estaban jugándose la carrera, respondieron con un entusiasmo instintivo. «Los lobos reconocen el gruñido del jefe de la manada», había dicho decenios atrás Marco Antonio, que conocía bien el dominio físico sobre los hombres de sus legiones. Pero en el semblante de Macro la exultación se mezcló con la sorpresa. Y ninguno de ellos sabía de qué infierno estaba liberándose el que había hablado.
Cayo observó fugazmente los rostros ansiosos, las miradas y los movimientos desorientados de los antiguos cortesanos que, indiferentes, insolentes o sádicos hasta entonces, ahora temblaban visiblemente ante aquella repentina irrupción de fuerza militar.
E inmediatamente, en aquella atmósfera de golpe de Estado, Sertorio Macro anunció por segunda vez:
– Me voy.
Cayo César salió de nuevo a la terraza. Adondequiera que se dirigiese, en la ciudad vigilada como un castrum en tierra bárbara, todos los ojos estaban constantemente encima de él. Si daba un paso, el movimiento se propagaba como una onda entre la escolta, los funcionarios, los libertos, los esclavos. Bajo las nubes cargadas de lluvia, miró a Macro ponerse en marcha con su escuadra de excelentes jinetes de toda confianza y devorar millas, pues al final de aquel trayecto se apoderaría del imperio.
La elección
Macro llegó a la ciudad en plena noche, tomó una copa de vino y arrancó precipitadamente del sueño a las cohortes pretorianas, tal como había hecho para liquidar a Sejano. Todavía estaba oscuro cuando despertó a los cónsules, los puso sobre aviso y llegó a un acuerdo con ellos antes de que la noticia de la muerte agitase la ciudad. Luego se dirigió a la Curia, adonde los senadores, despertados con sobresalto, acudían jadeando, topándose en todas las esquinas y delante de todos los edificios públicos con inesperados manípulos de pretorianos.
Muchos senadores estaban todavía en la puerta cuando Macro, antes de que nadie hablase, anunció que «tras una larga lucha con la enfermedad, el emperador Tiberio ha expirado ante mis ojos». Y presentó el testamento «que ha sido depositado en mis manos en la habitación imperial».
Verificaron los sellos, abrieron la plica y la leyeron solemnemente. Y nadie salía de su asombro al enterarse de que el emperador muerto declaraba herederos conjuntos de su inmenso patrimonio a Cayo César, el hijo del asesinado Germánico, y a un sobrino suyo adolescente llamado Tiberio Gemelo. Y todos, optimates y populares, comprendieron que era una indicación expresa.
«Un duumviratus de transición», susurraron los optimates, disimulando su entusiasmo: un gobierno débil y dividido, es decir, sometido al peso de su mayoría. Pero entre los populares, que eran minoría, se extendió en cambio una ira impotente. «Roma no soportará a un segundo Tiberio.» Todos sabían que a aquel patrimonio, incalculable de tan vasto, habían ido a parar poco a poco las grandiosas riquezas de Augusto, las pingües propiedades confiscadas a Marco Antonio y a sus partidarios derrotados, las inagotables rentas de la provincia de Egipto. «Pero también han sido vergonzosamente absorbidas las propiedades de Julia, muerta en la miseria en Reggio, y las de sus amigos -gritaron-. Y han sido incluidos los bienes de los condenados por la ley De majestate, las confiscaciones sufridas por Agripina y por sus hijos ejecutados, o sea, incluso el patrimonio de Germánico.» Y el escarnio quizá dolía más que el expolio económico.
Mientras en la Curia bullían los comentarios y los líderes, rodeados por sus seguidores, intentaban preparar sus estrategias, un senador -que no se había sorprendido porque hablaba todos los días con Sertorio Macro- declaró, pensativo:
– Tiberio ha estado mucho tiempo enfermo. Es preciso saber en qué condiciones ha sido redactado ese testamento.
Todos comprendieron que esa duda era como una piedra arrojada contra un avispero.
– El último que ha visto vivo al emperador es el prefecto Macro -añadió el senador.
Sertorio Macro -con sus hombres armados al otro lado de la puerta «como protección y defensa de los senadores»- declaró bajo juramento:
– He estado a su lado día y noche. Este testamento ha sido redactado en condiciones de incapacidad.
Hablaba un latín tosco y plagado de incorrecciones, pero aquellas palabras, sugeridas por un fino jurista, eran exactas y estaban cargadas de consecuencias. En la Curia se extendió una alarmada agitación, y Macro vio que era el momento de presentar a aquel célebre y cotizado médico que había escuchado las balbuceantes palabras de Tiberio en Capri.
– Desde hacía tiempo -declaró este, con la autoridad que le otorgaba la ciencia-, en la gran mente del emperador se habían producido daños irreparables.
Ninguno de los presentes estaba en condiciones de rebatir la afirmación, pues no veían a Tiberio desde hacía años, y un senador intervino para pedir que ese testamento fuera declarado inválido.
Los senadores, desconcertados, discutieron brevemente el asunto, pero al final, lanzando miradas a los movimientos de las cohortes pretorianas y a la multitud que, de todas las regiones de la ciudad, estaba acudiendo al Foro, confirmaron que el testamento era totalmente inválido. El inmenso patrimonio del sobrio e intransigente Tiberio pasó a formar parte de los bienes imperiales y, por lo tanto, destinado en su totalidad a pasar a manos del futuro emperador. El sobrino adolescente no heredaba nada y la escena política quedaba vacía.
A continuación, los seiscientos senadores, supremos guardianes de la República, debían elegir al que -como había sido el caso de Augusto y Tiberio- tendría en sus manos gran parte del delicado poder de gobierno: el princeps civitatis, el emperador. Pero la asamblea estaba desgarrada sin esperanza por los antiguos odios y las facciones contrapuestas: optimates y populares. Se había convertido en una trinchera que continuaría dividiendo durante mucho tiempo, y más o menos del mismo modo, todas las asambleas políticas del planeta.
– Seiscientos lobos -masculló entre dientes Sertorio Macro, mientras se retiraba para dejar que la asamblea celebrara la votación secreta. Aquella manada de lobos, como había dicho con acierto Tiberio «antes de que su mente se oscureciese», estaba agazapada en los escaños, y parecía la ceremonia de una solemne elección-. Pero en realidad es una trampa para arrancarse uno a otro la presa de entre los dientes, como los lobos marsos. -Y esperó al otro lado de la puerta, haciendo formar a sus cohortes.
Mientras tanto, una multitud cada vez más nutrida presionaba alrededor de la Curia, protestando. Tal como Macro había previsto, los senadores oían gritar el nombre del asesinado Germánico y el de su único hijo superviviente, el joven Cayo César.
– Y los pretorianos no intervienen -susurró uno con inquietud.
La preocupación se extendía.
– Se está preparando una revuelta.
Por situaciones similares, en el pasado habían estallado guerras civiles en las que las facciones se habían enfrentado durante años.
Entonces alguien comentó en voz baja que la historia del testamento declarado inválido basándose en el testimonio de Macro -«testimonio armado», puntualizó- demostraba peligrosamente que las cohortes pretorianas, férreas, violentas dueñas de Roma, apoyaban a Cayo. Era el momento propicio para hacer correr de escaño en escaño la noticia de que:
– Mientras nosotros creíamos, por obra del zafio pero temible Sertorio Macro, que Tiberio seguía vivo, ese joven, Cayo, silenciosamente inmóvil en Miseno, ya controlaba la armada del Mediterráneo occidental, la poderosa Classis Praetoria Misenatis.
Y otros añadieron que, con el prestigio de tanta historia familiar, «ese joven» conseguiría fácilmente que las legiones se sublevaran en su favor.
– Es el único hombre en todo el imperio en el que viven juntas la sangre de Augusto y la de Marco Antonio.
La pesadilla de las antiguas matanzas, con los procesos y las listas de proscripciones que las habían seguido, todavía estaba viva, y la experiencia había hecho a los nietos menos sanguinarios que los abuelos. Por eso, en uno y otro partido, cuantos estaban deseosos de volver pacíficamente a casa buscaron un rápido acuerdo.
Desde el exterior, Sertorio Macro oyó que las voces se aplacaban y sonrió para sus adentros, con su cruel experiencia montañesa: así se apagaba el aullido de los lobos cansados cuando la presa escapaba. De hecho, en la Curia estaban diciendo, razonablemente, que la juventud prestigiosa pero inexperta, dócil y, según la opinión generalizada, un poco necia de Cayo César podía convenir a todos. Y, tras algunas inquietas reflexiones, todos se pusieron de acuerdo.
Un solo senador, Lucio Arruntio, perteneciente a una antigua y obstinada familia cremonesa, se levantó y, en el denso silencio de la sala, declaró:
– A vuestro candidato le falta edad para ese enorme poder. Sé que soy el único que tiene valor para decirlo -dijo, mirando alrededor.
Normalmente, sus intervenciones, calculadas y temibles, pillaban a todos por sorpresa. Su voz era un amasijo de sonidos cortantes, siempre grave, con frecuencia irónica. Pero ahora amigos y enemigos lo escuchaban en medio de un silencio irritado, porque, aunque con muchos esfuerzos, por fin se habían puesto de acuerdo.
– La juventud de Cayo César, frente a nosotros, viejos senadores, es un privilegio. Significa que, con el gran nombre que lleva, tendrá muchas oportunidades en un futuro que me parece todavía lejano. Pero hoy por hoy pienso que todos estáis de acuerdo conmigo en que no ha podido adquirir una experiencia adecuada al lado de Tiberio, al que ahora muchos de los presentes declaran detestar tan profundamente. ¿0 acaso queremos -preguntó- un gobierno del estilo del que por fin ha terminado?
Los senadores lo miraban en silencio y él añadió que no quería decir que el joven no estuviera suficientemente capacitado.
– No lo conozco bastante -confesó con ironía-porque en la práctica hasta ahora no ha hecho nada. Pero el imperio -concluyó- no es un terreno para realizar semejantes experimentos. -Y con la misma voz sin matices, manifestó su voto firmemente contrario.
Sin embargo, en el lado opuesto se levantó otro senador, que declaró oportunamente con desprecio:
– Este discurso sobre la edad ofende la sagrada memoria de Augusto, que fue elegido a los diecinueve años.
Todos los demás se sumaron a su indignación. Así pues, cuarenta y ocho horas después de la muerte de Tiberio, el 18 de marzo, como sabemos por los Acta Fratrum Arvalium, los senadores eligieron a Cayo César Germánico princeps civitatis, el primero de los senadores. Es decir -excelsa invención de Augusto-, el primero que manifestaba su intención de voto; en la práctica, la máxima influencia sobre la asamblea.
Era casi de noche en la villa de Miseno cuando Cayo se enteró. Lo informó la potente voz de un oficial que había descifrado en la oscuridad las señales luminosas de la torre de la mansio más cercana. Y antes de que en la base naval esa voz se convirtiera en un frenético fragor de gritos, toques de corneta, muchedumbre en las calles, aclamaciones, él, en su último instante de soledad, pensó que el mensaje se estaba difundiendo con la misma arrolladora progresión por todas las provincias del imperio.
Al cabo de un momento irrumpió en la sala el prefecto de la Classis Praetoria Misenatis con todos sus oficiales exultantes, y se cuadraron ante él con el saludo que esta vez le correspondía de verdad. Él respondió al saludo y al anuncio del prefecto con el rigor oficial, pero inmediatamente después, obedeciendo a un impetuoso impulso juvenil, lo abrazó. Y vio -máxima señal de absoluto dominio- que los ojos de aquellos combatientes implacables y decididos brillaban. Luego, la escolta imperial se congregó a su alrededor y lo separó del resto de los hombres.
Un lento y solemne cortejo se puso en camino hacia Roma con las cenizas de Tiberio, a quien los astros habían anunciado que no regresaría vivo a Roma. Cayo César, el princeps recién elegido, rodeado de los atléticos augustianos con sus corazas plateadas, lo escoltó, al igual que veintitrés años antes Tiberio había acompañado los restos de Augusto. Pero ahora, en las ciudades por las que pasaban, la población miraba como una señal de los dioses al único superviviente de la familia asesinada acompañar en su último viaje al asesino. Y la acogida del pueblo no fue la sombría y severa reservada a un difunto -en el que nadie pensaba-, sino el triunfo del joven vivo que lo seguía. En un rito austero, sin boato, la urna de Tiberio fue introducida en el mausoleo de Augusto mientras todos miraban en un riguroso silencio. «Un puñado de cenizas -pensaban-, y ya no atemoriza a nadie.» Era el vigésimo día de marzo.
Inmediatamente después, los senadores se reunieron en la Cu ria para determinar los títulos y los poderes del nuevo princeps. La lúcida sagacidad de Augusto había modificado y creado año tras año, mediante intrincadísimas leyes, una serie de antiguos y nuevos cargos para consolidar su poder personal, pero lo había enmascarado bajo el sutil engaño de frecuentes elecciones por parte de los senadores. Y muy pronto eso se había transformado, para él y para Tiberio, en una especie de monarquía.
Aquel día, las dos feroces facciones senatoriales -a espaldas la una de la otra- planearon la misma estrategia: conceder grandes poderes formales al «dócil e ingenuo» Cayo César, a fin de que, hábilmente manipulado, fuera posible conseguir que adoptara disposiciones que, de tener que ser discutidas entre los senadores, encontrarían una oposición insuperable.
Pese a su juventud, lo eligieron pater patriae y augustus, es decir, persona sagradamente protegida por las leyes; y pontifex maximus, jefe de la religión de Estado; y -lo más importante de todo imperator, supremo comandante del ejército. O sea, le concedieron, con sorprendente concordia, el ius arbitriumque omnium rerum, la más alta autoridad prevista por las leyes, con la secreta certeza de conservarla en sus manos.
En un ambiente cargado de estas nobles esperanzas, el joven emperador entró por primera vez en la Curia. El amasijo de emociones, recuerdos, venganza y orgullo lo abrasaba, pero a los senadores que lo escrutaban les pareció tímida e inexperta vacilación. Él escuchó, inmóvil, la proclamación oficial, oyó conscientemente las palabras que dejaban caer sobre sus hombros, como un manto, el mayor poder del mundo conocido. Otros, en el futuro, en momentos similares sentirían que las piernas les fallaban. Él respiró hondo; a los senadores, su expresión les pareció pura, absorta, casi perpleja. Luego le tocó a él responder, y la temible y experta asamblea se concentró en escucharlo, pues los primeros rasgos de su yo comenzarían a revelarse.
Así, tras las ya lejanas exequias de la Noverca, oyeron su voz. Y descubrieron que no se parecía en nada a la adolescente y temerosa voz de entonces, y que se difundía con claridad. Comenzó, como era debido, dedicando unas palabras en honor de Tiberio, pero fueron palabras prudentes y bastante breves, de modo que gustaron a todos, pues nadie lloraba a aquel muerto. Aquellos cultos patricios advirtieron que la pronunciación latina era clásica, elegante. Conmovido, uno de los más viejos observó:
– Me recuerda a Augusto.
Y en efecto, inmediatamente después la hermosa y joven voz evocó a los grandes de su sangre, la mítica familia Julia: Julio César, Augusto, Agripa, Germánico. Populares y optimates constataron con alivio que no había nombrado a Marco Antonio ni para reprobarlo ni para compadecerlo, poniéndose gentilmente por encima de las partes.
– Frases construidas en el estilo ático, sencillo y sobrio -comentó en un susurro otro, que se acordaba de las lecciones ciceronianas-, ni rastro de asianismo… Pero ¿quién se las habrá escrito?
Mientras, después de aquel arrebato de orgullo dinástico, el joven emperador daba las gracias a los senadores por los numerosos títulos. Pero inmediatamente después añadió, con reposada elegancia, que no haría uso de ellos.
– Es mi deseo y mi intención -declaró- gobernar solo de acuerdo con la voluntad de los senadores, aquí donde se reúnen, por edad, experiencia y sabiduría, los grandes de la República.
Dicho esto, concluyó rápidamente. Todos se alegraron de haber acertado.
La bien calculada modestia de esa decisión fue confirmada por la primera moneda del nuevo imperio, en la que él no quiso que, junto a la fecha de su elección, figuraran aquellos soberbios títulos.
Adlocutio cohortium
Rodeado por los entusiasmados senadores -todos lo acariciaban con la mirada como el logrado, magnífico producto de sus alquimias políticas-, el nuevo emperador se dirigió a la tribuna que se alzaba en medio del Foro Romano, por donde desfilarían las cohortes pretorianas y donde él pronunciaría su primer discurso oficial, es decir, las palabras secretamente pensadas en Miseno, en la terraza azotada por el viento. En la barandilla de la tribuna destacaban los espolones de bronce, los rostra, de una batalla naval ganada tres siglos antes. Por consiguiente, era el lugar sagrado de los discursos más históricos: Julio César y Augusto la habían convertido en símbolo de la gloria de Roma.
Mientras subía, el joven emperador recordó, por un extraño juego de la memoria, que a la pobre Julia, la hija de Augusto, la habían acusado de haber protagonizado un escándalo público, con sus alegres compañeros, en aquel improbable lugar. Pero la acusación había mezclado tan hábilmente libertinaje privado y profanación del sitio sagrado que media Roma se había indignado sin percatarse de lo ridícula que era. El pensamiento formó en los labios del joven emperador una sonrisa sarcástica que todos, al ignorar lo que pensaba, interpretaron como emoción juvenil.
Entretanto, evolucionando con una sincronía perfecta -en esa disciplina se notaba la mano dura de Sertorio Macro-, las cohortes pretorianas cerraban filas ante los Rostra. Y cuando el emperador recién elegido tomó la palabra, saludándolos como defensa y seguridad de la República, militares y magistrados se prepararon para la consabida retórica de los discursos conmemorativos, mientras que los senadores, tras la experiencia de su intervención en la Curia, se mostraban un poco menos distraídos. Sin embargo, todos se fijaron en que no leía y no tenía ningún escrito en las manos. Y todos se sobresaltaron cuando, inopinadamente, él prosiguió recordando que el testamento de Tiberio había sido declarado inválido; y, a aquellos hombres armados e inmóviles que se sentían dueños de Roma, les anunció con voz serena que, al ser inválido el testamento, se perdían los legados en dinero que Tiberio había establecido para pretorianos y legionarios. Acto seguido anunció con inocencia las cifras de las donaciones perdidas: doscientos cincuenta y treinta denarios per cápita respectivamente.
Mientras hablaba, vio que un estremecimiento recorría sus filas, vio a Macro ponerse rígido. El silencio alarmado pasó entre los senadores, que, solemnes con sus togas, miraban petrificados porque, concentrados en sus intrigas, ninguno había pensado en ese peligrosísimo aspecto del testamento anulado.
Sin embargo, tras una angustiosa pausa, la joven voz declaró:
– Si bien, debido a esta última y cruel enfermedad, la voluntad testamentaria de Tiberio es legalmente inválida, su bien conocido amor por los pretorianos, su reconocimiento de sus largos esfuerzos no puede ser anulado.
Y, con un formidable golpe de efecto, añadió que, por voluntad propia, no solo iba a satisfacer ese deseo sino a doblar el importe.
Además, quiso dejar testimonio de ese sorprendente discurso con una moneda de un valor de quinientos denarios, que fue debidamente acuñada y que, para que la posteridad entendiese de qué se trataba, llevó la inscripción: «Adlocutio cohortium…», «discurso a las cohortes pretorianas».
La enorme cifra, pesada como si fuera ya una moneda de plaga, descendió en medio del silencio nervioso de los pretorianos y lo transtormó en un trueno ele entusiasmo. Pero el emperador re cién elegido levantó la mano derecha y todos los hombres armados callaron. Y él declaró afectuosamente que, del patrimonio impperial, concedía a cada legionario de todas las legiones del imperio no treinta sino setenta y cinco denarios. Después ordenó que esa donación fuese grabada también en una refinada moneda.
– Y, además, ciento veinticinco denarios por cabeza a los vigiles de Roma y a los hombres de las cohortes urbanas, de los que desgraciadamente el testamento de Tiberio se olvidó.
Cada anuncio despertaba aquí y allá breves y anhelantes ovapciones. Él hacía una pausa, levantaba la mano y proseguía. La realmente imperial herencia de Tiberio permitía eso y mucho más. Para terminar, a la querida y fiel plebe romana le anunció gratificaciones por valor de once millones doscientos cincuenta mil denarios. Nadie sabía que las confidencias de Macro sobre el testamento de Tiberio y las solitarias meditaciones en la terraza de Miseno habían permitido al joven emperador planificar bien sus costes.
Al final, el entusiasmo de la plaza fue arrollador, ingobernable. Entonces el emperador anunció que haría uso por primera vez de sus poderes: ordenó suspender las condenas a muerte, a prisión y al exilio dictadas bajo el mandato de Tiberio y revisar las sentencias. Aquello produjo en toda Roma una conmoción inesperada.
– Que se informe inmediatamente a los condenados -ordepnó-. Que nadie tenga que pasar otra noche de angustia.
Y vio que en un día -«y con menos esfuerzos que Augusto», pensó- había conquistado Roma.
Mientras las ovaciones se desplazaban como olas bajo la tribuna, tuvo tiempo de advertir el desorientado silencio de los senadores, de ver una ira contenida y estupefacta en el rostro vulgar de Sertorio Macro: en unos segundos, todos habían intuido que el poder real se les había escapado de las manos. Cientos de miles de hombres armados en todo el imperio estaban encontrando a su ídolo en el joven de veinticinco años Cayo César, hijo de una dinastía militar que, en tierra con Germánico y en mar con Agripa, hapbía escrito la epopeya del imperio. Le bastaría un gesto para hacer lo que quisiera.
El senador Valerio Asiático, originario de Vienne y poderoso líder de los populares, también recordó a Augusto.
– ¿Os acordáis de que a los diecinueve años reclamó la herencia de su tío Julio César? -preguntó a los que estaban a su lado-. ¿Os acordáis de que la invirtió inmediatamente en armar a su ejército personal? Pues bien, este ha armado a un ejército pronunciando un discurso.
Alguien, pensativo, se mostró de acuerdo:
– La historia se repite -dijo.
A lo largo de los siglos, este concepto acudiría a la mente de muchos, incluso sin venir al caso. De hecho, Valerio Asiático le contestó que no había entendido nada y que el desarrollo de la historia estaba por ver.
La isla de Pandataria
Mientras senadores y magistrados, saliendo de su estupefacción, se agolpaban a su alrededor para elogiarlo y felicitarse con instinptiva cobardía, el joven emperador dio su segunda orden, que fue totalmente inesperada.
Mandó que preparasen para zarpar la gran trirreme imperial, ele proa rostrada. En el cielo de Roma se acumulaban nubes; en aquellos días pasaba sobre el mar el mal tiempo del equinoccio. El viento era fuerte y frío, el cauro que barre el Tirreno desde Occidente. Pero él partió sin vacilar, navegando a boga arrancada o a vela, según lo que permitía el viento, escoltado por una flotilla. Y el destino inesperado, y aterrador para muchos, fue la isla de Pandataria.
El mar agitado por el cauro golpeaba de costado y viraron hacia la costa de levante, donde encontraron una ensenada de aguas en calma frente al elegante puerto privado que la sabiduría maripnera de Agripa había construido para su esposa Julia. El joven emperador desembarcaba allí por primera vez, y era el único de la familia destruida que no lo había visto. Sin embargo, el relato de su madre había sido tan vivo que tuvo la sensación de que lo conocía.
Había prohibido enviar señales a lo largo del viaje, pero desde la isla habían visto la grandiosa trirreme con la vela color púrpura y las enseñas imperiales. Así pues, en el puerto encontró a un desordenado grupo de militares bajo el mando de un centurión desquiciado. Tras la cruel muerte de Agripina, Tiberio había prohibido fondear en la isla y dejado allí -prisión más segura que cualquier otra- a la guarnición que había sido su carcelera.
El primero en bajar a tierra fue el tribuno militar que dirigía desde hacía unas horas la escolta imperial, y echó a su alrededor una mirada de desagrado: el agua del puerto estaba repleta de restos y de basura, el muelle estaba sucio a causa de las tormentas invernales.
Luego desembarcó el joven emperador. Lo invadió, como si fuera un frío físico, la imagen de su madre desembarcando encadenada en ese mismo punto. El centurión que estaba al mando de aquella miserable guarnición intentó saludar torpemente. Él no lo miró, pero oyó una voz de bárbaras cadencias dialectales, entrevió un rostro que le pareció bestial, sintió un estremecimiento de terror retrospectivo. Le llevaron el caballo. Había ordenado que embarcasen a Incitatus, el caballo de pelaje color miel que lo había acompañado desde Miseno. Montó de un salto, sin apoyarse; la ansiedad lo ahogaba.
Subió hasta la planicie donde se alzaba la villa que él no había visto nunca. Los demás, excepto los principales del séquito, se pusieron en marcha a pie. Pero, al llegar a la cuesta que conducía al promontorio, reconoció la entrada de la villa -la imagen que había permanecido viva en las palabras de su madre- y desmontó de inmediato.
Continuó subiendo a pie. Durante todo el tiempo que su madre había estado recluida, había evocado, con la apasionada rabia de haber olvidado muchas cosas, la descripción hecha por ella. Y le había servido para mitigar el suplicio de la separación, para ilusionarse con la imagen de ella en el delicado jardín, entre los muros que protegían de los vientos, las pequeñas estancias caprichosas, las escaleras cubiertas que descendían hasta el mar, las ternas rodeadas por una columnata, la terraza que miraba el cielo nocturno.
Esos sueños habían sido tranquilizadores, pero lo habían engañado. Lo que vio fue un jardín seco, el pórtico de las termas atestado de inmundicias, las piscinas vacías y sucias, los mosaicos medio arrancados. Algunas estatuas habían caído de los pedestales, o quizá las habían derribado. En las innumerables fuentes y cascadas no corría una sola gota de agua. El tribuno caminaba un paso detrás de él, el séquito se dispersaba, la pequeña guarnición avanzaba aterrorizada.
Entró en el edificio. Pasaba de una habitación a otra sin decir nada y mirando a su alrededor. Vio cerraduras forzadas, puertas colgando de los goznes, basura acumulada. No había un solo mueble de los que habría podido imaginar. Solo bancos, mesas desvencijadas, montones de paja, viejas cortinas amontonadas. Entrevió al apacible Helikon, que había conseguido embarcar con el séquito, inclinarse sobre un montón de andrajos y sacar, con sus finos dedos, un jirón de seda teñida.
¿Qué había sucedido allí dentro durante seis años, con la inhumana guarnición vigilando a una sola prisionera indefensa? No quedaba ni una bagatela, ni un adorno, ni una copa, ni un vaso, nada. En el arranque de la escalera que descendía hacia el mar, se pudría una vieja barrera de madera que había servido para impedir a la prisionera bajar. Otras barreras cerraban escrupulosamente todos los accesos a los jardines, a los pórticos, a las terrazas. Él caminaba en un silencio total; sus pasos quedaban marcados en el polvo.
¿Qué le habían hecho, qué había pensado, dónde había llorado, dónde había buscado un púdico escondrijo, dónde había intentado conciliar el sueño? ¿Qué rincón había escogido para morir? Nada le ofrecía un indicio, salvo el hecho de que gran parte de las habitaciones estaban cerradas o condenadas. La prisionera no había visto ni el cielo ni el mar desde allí arriba. Había estado sepultada esperando que muriese. Él caminaba, ordenaba por señas que le abrieran las puertas, que apartaran los montones de madera podrida y de muebles rotos. Y seguía adelante.
Los antiguos verdugos se apresuraban a despejar el paso, limpiaban con las manos el espacio que el nuevo emperador iba a pisar, y de vez en cuando él, al caminar, rozaba con los zapatos la cara de aquellos miserables arrodillados. Y nadie reaccionaba.
Él no había pedido, y seguía sin pedir, información. Hubiera querido golpear las paredes con los puños para que las piedras hablasen. Su silencio incrementaba el terror de ellos. En una pequeña estancia, debía de ser una alcoba, vio unas manchas marrones, alargadas, en una pared; parecían salpicaduras, podía ser sangre.
Hubiera querido gritar, pero siguió andando como si no hubiera visto nada. Nadie se atrevía a acercarse, ni siquiera el dulce Helikon, que permanecía a distancia. Él, de habitación en habitación, estaba hablando con su madre como se habla con los muertos: lamentos sin remedio, preguntas que no obtienen respuesta. «¿Conseguiste de algún modo saber que yo estaba vivo? ¿Sabías que tus otros dos hijos varones estaban uno en Pontia y el otro sepultado en la cárcel del Palatino? ¿Te acuerdas de lo desesperado que estaba tu Germánico, nuestro padre, por abandonarnos, mientras el veneno que lo quemaba por dentro le dejaba íntegra la mente?
¿Es posible que os encontrarais de algún modo aquí, donde si hay algo no son sino sombras? ¿Percibes, sabes, ves de algún modo que yo estoy aquí ahora, que mi primer pensamiento imperial, con todo el orbe a mis pies, ha sido este?»
Con una furia completamente interior, impasible, se decía a sí mismo lo infantilmente que se había ilusionado todas las mañanas mirando la inalcanzable isla. ¿Había imaginado ella que él estaba mirándola? Había llegado demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde. Llegó al fondo de la última sala, se detuvo y se volvió. Los guardianes, aterrorizados, se quedaron lejos de él.
– ¿Dónde la enterrasteis? -preguntó.
Ellos creyeron, con alivio, darle una respuesta que lo calmaría, porque se oyó un coro de voces confusas diciendo que, por iniciativa propia, habían erigido una pira y encendido la hoguera fúnebre, y recogido diligentemente las cenizas y los huesos pensando que un día… Balbucían buscando su mirada, y casi sonreían, esperando signos de conformidad. Y el centurión que había torturado a su madre -él no conseguía mirarlo a la cara, solo vio que tenía unas manos recias, grandes y sucias- lo guió hasta un cuartito donde, en un nicho vacío, había una urna tosca, de barro, como las de los cementerios pobres. Debía de estar allí, abandonada, desde hacía años.
Él recogió la urna en silencio y notó que era muy ligera. La estrechó entre los brazos y, en medio de aquel silencio, esquivando con gestos a los que querían ayudarlo, bajó a pie al puerto. Detrás de él, un militar llevaba de las riendas al dócil caballo. Entrevió a Helikon, que seguía sujetando aquel jirón de seda: era de varios colores y estaba tejida con hilos de oro.
Subió a bordo con la urna en las manos, rechazando con un gesto las ayudas, y la depositó suavemente, en medio del mismo silencio, mientras los hombres de la escolta presentaban los honores militares y los marineros callaban, alineados a lo largo de las amuradas. Luego llamó al tribuno, que lo había seguido hasta aquel momento, y le ordenó en voz baja que hiciera vigilar la isla: ninguno de los hombres que la ocupaban debía salir de ella, nada de lo que había debía ser tocado. Las órdenes sobre lo que había que hacer después llegarían al día siguiente.
El tribuno, un férreo septentrional que había combatido bajo las órdenes de Germánico en el Rin, lo miró con sus serenos ojos de hielo y asintió en silencio. Sus pensamientos eran exactamente iguales. A aquellos carceleros que permanecían aterrorizados en el muelle, ya estaban esperándolos las prisiones subterráneas del terrible Tullianum. Hablarían, contarían aquella agonía día a día, palabra por palabra, se acusarían desesperadamente unos a otros y al final suplicarían morir de inmediato.
El emperador ordenó levar anclas. Decidió que en aquel muelle del que se alejaba construiría un cenotafio, un monumento a la reclusión de su madre. Mandó poner proa a la isla de Pontia, donde el general Agripa, a quien le gustaban las islas, los promontorios y las grutas en el mar, había construido otra pequeña y refinada residencia. El no la había visto nunca, ni siquiera tenía imágenes mentales de ella. Solo sabía que allí había estado desterrado y se había quitado la vida Nerón, su hermano mayor.
En la devastada villa de Pontia vivía también la guarnición de guardia. Al igual que en Pandataria, allí recuperó, guardadas en una urna desvencijada, las cenizas de Nerón. Aquel peso de nada era su fortísimo y alegre hermano mayor, más alto que su padre; el que, cuando se habían visto por primera vez, lo había levantado del suelo con ímpetu y, riendo sonoramente, se lo había echado sobre el hombro como si fuese un cachorro.
Todos estaban sorprendidos de que, al ver todo aquello, no dijera nada. Solo hablaba, en susurros, con el tribuno encargado de su seguridad; y este, silenciosamente también, como en Pandataria, asentía.
Remontó el Tíber, el río de Roma, navegando despacio para que se difundiera la noticia. Desembarcó sosteniendo la tosca urna de barro con las cenizas de su madre bajo la púrpura imperial, como Agripina había hecho con las cenizas de Germánico. Una inmensa multitud, emocionada e indignada, esperaba en silencio en las orillas, y al igual que había sucedido en el caso de Germánico, lo saludó con un súbito y apasionado grito coral. Después formó un espontáneo e interminable cortejo, iluminando por miles de antorchas, y caminó con él hasta el mausoleo de Augusto.
Las cenizas de Nerón también fueron colocadas allí dentro. La doliente austeridad de la ceremonia se transformó, para la gente de Roma, en una firme acusación contra el bando senatorial que había apoyado a Tiberio. Del otro hermano, Druso, que había muerto en la cárcel subterránea del Palatino, no quedaba nada que enterrar.
«Nunca sabré -pensaba él, inmóvil durante el rito, sintiendo encima los ojos de todos hasta el punto de que le faltaba aire- cómo era su rostro en los últimos días. Mis recuerdos son de años antes, ellos todavía no habían sufrido todo ese dolor.» No quedaba nada para hacer un retrato, ni siquiera aquellas macabras imagines, las máscaras de cera que hacían a los muertos y a las que debemos la dramática, realista y despiadada viveza de muchos bustos romanos, tan distinta de la aséptica, mitológica escultura griega. El rostro de sus hermanos y de su madre solo sobrevivía en la memoria amorosa de quienes los habían conocido. Y decidió, angustiado, que convocaría inmediatamente a los mejores escultores, al día siguiente, antes de que los recuerdos se disolvieran, como todas las cosas humanas.
Finalmente, gracias a esas tardías exequias imperiales, toda Roma se enteraba de cómo habían vivido aquellos condenados su muerte secreta, con largas agonías entre la desesperación y la soledad.
Mientras tanto, los veloces correos imperiales, las mucho más veloces señales ópticas e incluso las palomas mensajeras, que recorrían cientos de millas en un día, habían llevado hasta los últimos confines la noticia de la elección, suscitando el entusiasmo. Rápidamente, todas las ciudades, desde Assos, en la Tróade, hasta Aritium, en Lusitania, juraron fidelidad; aparecieron entusiastas placas conmemorativas desde la pequeña Sestino, en Umbría, hasta Akraiguia, en la apartada Beocia, o Argos, capital de la histórica Liga Panhelénica; se celebraron fiestas populares en Acaya, Fócida, Lócrida, Eubea; se esculpieron estatuas en Olimpia, Delfos, Mileto, Corinto, Alejandría, en Egipto, y en Tarraco, en Iberia. Las legiones destacadas en las largas fronteras del Rin, del Danubio y del Éufrates recuperaron confidencialmente el antiguo nombre, Calígula, como cuando, de pequeño, acompañaba a su padre.
En las provincias orientales y en los estados colindantes, que después de la benévola sensatez de Germánico habían sufrido el opresivo dominio de Tiberio, despertaron esperanzas de tiempos distintos. Embajadores de todas las provincias, de todas las ciudades, de todos los estados sometidos o aliados, de Tracia, Ponto, Armenia y Cilicia le recordaron que lo habían visto de pequeño con su maravilloso padre. «Una oleada de festejos como jamás se había visto en el imperio», se escribió. Pero nadie imaginaba que era también un presagio de tragedia, porque en Roma, en cambio, muchos empezaron a estar molestos.
Mensis Julius
Una nube de siervos, guardeses e intendentes corrió al monte Palatino y se afinó en preparar los palacios abandonados para recibirlo. Lo escoltaron, como primera etapa, a la Domus Tiberiana, que él no había pisado nunca. Abrieron la gran puerta de bronce, y le pareció que en el interior todo estaba oscuro. Distinguió dos confusas filas de columnas, sombras de estatuas, una especie de escalinata. Tuvo la sensación de que lo envolvía un olor horrible, tóxico, que se agarraba a la garganta. Nada más dar un paso, lo asaltó la idea de que abajo, en algún punto, se abría la cárcel donde había muerto su hermano Druso y con un gesto se negó a continuar. Los cortesanos pensaron que lo paralizaba el odio; pero no era eso, sino el terror de revivir la experiencia de Pandataria.
A pocos pasos de allí, su mirada encontró la sepulcral residencia de Livia, la Noverca, donde había estado recluido un año.
– Cerrad todas esas puertas -ordenó, y pasó de largo.
Luego le abrieron los legendarios y modestos aposentos privados de Augusto. Él los recorrió con la mezcla de orgullosa familiaridad y de doliente rencor que ese recuerdo llevaba aparejado. Sintió alivio al salir.
– Hay que conservar estas estancias intactas para la historia -dijo.
Por fin entró gloriosamente en el soberbio palacio imperial, sede oficial del poder en la época de Augusto. Caminar por la espléndida inmensidad de las salas, que él no había visto nunca, producía una triunfal sensación de posesión, como entrar en una ciudad conquistada. Sin embargo, al mismo tiempo le caía encima aquel silencio vacío de décadas. Y el peso de los recuerdos se filtraba por las paredes como si fuese agua.
De pronto, todos los ojos se clavaron ansiosamente en él, y quien no podía acercarse preguntaba a los demás. Viejos y expertos funcionarios imperiales -todo el ordenadísimo aparato construido por Augusto y reforzado por la vigilante dureza de Tiberio- dijeron que enseguida había intentado conocer lo máximo. posible de la eficiente máquina que mantenía unido el imperio. Había escuchado, preguntado, leído, reflexionado; y sonreído. Y todos profetizaron de consuno que su gobierno sería tranquilo y maleable.
El día que bajó del Palatino y se dirigió a la Curia para el primer acto público fundamental, el discurso programatico, el bochorno estaba estancado sobre las colinas de Roma y el viento del mar no llegaba a lamerlo. Era el primer día de julio, el implacable mensís Julius. En los sencillos tiempos de la República, como el año empezaba en marzo, lo habían llamado simplemente Quintilis, quinto mes. «Pero con julio César -había escrito cáusticamente alguien- la divinidad de la estirpe Julia se extendió también sobre los meses.» (Y pasados los siglos se sigue llamando julio, luglio, juillet, July.)
Entre los senadores que llegaban a la Curia en pequeños grupos despreocupados, conversando, de golpe cundió un inesperado miedo. En la escalera de la sala, un temeroso funcionario susurraba a algunos influyentes optimates que el joven emperador había preguntado por las actas de los procesos incoados por Augusto contra Julia y sus amigos, y por Tiberio contra la familia de Germánico y sus partidarios. Esos procesos habían sido un siniestro asunto secreto y solo se habían publicado -y no siempre- las sentencias.
– Pero hemos encontrado muy pocos documentos -balbucía aquel hombre-, y desordenados.
La noticia paralizó a los que la oían en mitad de la escalera, y con angustiada esperanza se preguntaron unos a otros si esas actas habrían sido destruidas por una providencial orden de Tiberio. Sin embargo, los que habían conocido al anterior emperador de cerca replicaron que este no había destruido nunca nada.
– Decía que, para matar a un hombre, son más útiles tres líneas que un puñal.
Subían despacio, cambiando impresiones. Y surgían las sospechas.
– ¿Quién se ha movido por estos palacios, por los archivos del Capitolio, desde el alba en que se tuvo conocimiento de la muerte ele Tiberio hasta el momento en que elegimos a Cayo César? ¿En manos de quién han acabado los documentos del tremendo proceso contra Agripina y su hijo Nerón? ¿Y los del proceso contra Druso, contra el tribuno Silio, y contra Tacio Sabino, y contra…?
Entre los jueces y los testigos de aquellos crueles procesos figuraban prestigiosos y respetados senadores que ahora, mientras tomaban solemnemente asiento en los escaños, se descubrían peligrosamente inermes. «Estamos expuestos al chantaje de hábiles adversarios desconocidos», pensaban. Y algún otro profetizaba:
– El que tenga esos documentos, los pondrá sobre la mesa cuando le convenga.
Trataban de tranquilizarse con el cuento del muchacho tonto, perdido en una polvorienta cultura libresca, que nunca se había ocupado de los asuntos familiares. Pero alguien advirtió:
– Recordemos que su primer viaje fue a Pandataria.
Así pues, los senadores tenían buenas razones para concentrar toda su atención en el joven emperador cuando este llegó al asiento que había sido de Tiberio, que habían visto vacío durante once años y cuyos paños y cojines nuevos llevaban ahora los gloriosos colores de la soberbia familia Julia. Y, mientras él posaba las manos en los apoyabrazos, se preguntaban quién, dada su juventud, falta de madurez e inexperiencia, había escrito el programa fundamental de gobierno. Pero, como nadie podía responder, todos desconfiaban de los demás.
El primer y sobrecogedor anuncio del mensaje imperial -después del ritual saludo inicial- fue precisamente que se había descubierto una estructura ramificada de espionaje y había aparecido un inesperado, aunque desordenado, archivo de documentos secretos. La Curia quedó paralizada en un silencio angustioso. Sin embargo, el joven emperador declaró con dulzura:
– No he querido leer ninguno de esos documentos. No quiero saber nada de eso. -Un irrefrenable murmullo corrió entre los senadores-. Esos escritos -prosiguió él- pertenecen al pasado. Serán quemados. Y no necesitamos confidentes, los despediremos.
Mientras él hablaba, una masa de miedos se diluía en alivio. Aplaudieron impetuosamente, callaron. No obstante, alguien se preguntó si aquella magnánima declaración no sería la más siniestra de las insidias. «No ha dicho qué documentos son ni cuántos hay.»
Pero él, cambiando el tono de voz, anunció que muchos eran, en cambio, los problemas en los que era preciso trabajar. Dijo que había descubierto que el gasto público había sido en gran parte un asunto imperial secreto, y declaró que a partir de ese momento se publicaría un riguroso y transparente balance. Dijo que el yugo del poder central sobre las provincias era económicamente pesado y a menudo estaba en manos de funcionarios codiciosos o corruptos, añadió que confiaba en la ayuda de los senadores para suavizarlo y recordó la obra de su padre, Germánico. Dijo que la concesión de «ciudadanía romana» había sido hasta entonces muy limitada y había dividido a las poblaciones del imperio entre una privilegiada y protegida minoría y vastas mayorías indefensas.
– Trabajaremos juntos para extenderla. Necesitamos ciudadanos, no súbditos.
Los anuncios se sucedían, y a los oyentes les faltaba tiempo para reflexionar entre uno y otro. Sin embargo, emergía la promesa de un gobierno en total contraposición con el pasado.
El emperador dijo que la ley dictada tiempo atrás para defender la República, la Lex de majestate -y en cuanto la nombró, un estremecimiento recorrió la Curia-, se había transformado en una cruel arma liberticida.
– Ha llenado las cárceles de imputados y condenados. Es una infamia para Roma. Creo que contaré con vuestro acuerdo para derogarla.
Los senadores estaban ahora callados para no perderse ni una palabra.
El nuevo emperador dijo que la relegación y el destierro habían sido armas fáciles y despiadadas de la tiranía. Muchas víctimas estaban obligadas a vivir lejos de Roma y en la miseria, pues sus bienes habían sido confiscados.
– Los traeremos de vuelta a la patria, los resarciremos. Y los jueces nunca más se verán forzados por leyes inicuas a condenar a un ciudadano romano por lo que piensa, dice o escribe.
Un viejo jurista observó en voz baja:
– Devuelve a la magistratura la independencia que había perdido desde los tiempos de la guerra civil.
Y se preguntaron quién habría inspirado a su joven mente una reforma tan inmediata y fundamental.
Pero él, mientras hablaba, veía el codex desaparecido en el que su hermano Druso escribía todas las mañanas, en la tranquila biblioteca que había sido de Germánico. Dijo que las obras de muchos escritores habían sido prohibidas; algunos incluso habían pagado sus palabras con el destierro, la cárcel o la vida. En medio del silencio sepulcral de los senadores, nombró a Tito Labieno, a Casio Severo, a Cremucio Cordo.
– Estamos en deuda con ellos, con sus esfuerzos y su valor. Trabajaremos para que sus escritos sean recuperados y publicados. La seguridad no se obtiene escondiendo la verdad -dijo, haciendo suya una frase célebre.
El fascinante poder de la juventud, los cabellos castaños ligeramente ondulados, los ojos claros, el cuerpo atléticamente ágil por los años vividos en el castrum daban a su discurso una fuerza arrolladora, más allá de la lógica. Los populares se emocionaron y aplaudieron; a los desencantados optimates, en cambio, lo que decía les pareció en gran parte utópico, fruto de una evidente inexperiencia. Sin embargo, se sabía que el anuncio de medidas suele calmar al pueblo como si se llevaran efectivamente a cabo, y puesto que el sosiego de los romanos era un objetivo urgente y necesario, también ellos aplaudieron sin preocuparse. Así pues, todos aprobaron por aclamación cuando un senador se levantó y dijo solemnemente:
– Propongo que este admirable discurso sea esculpido en mármol y figure en el Capitolio.
Por un momento, aquella maliciosa oleada de apoyos le pareció al joven emperador una sincera emoción colectiva, quizá incluso afecto: era el coronamiento de sus largos proyectos, la venganza de su padre, el alba de la nueva época. Siendo joven, abandonar defensas y recelos fue para él una autoliberación sublime.
– Te quieren -le susurró mientras caminaban por un ambulacrum el joven Helikon, con los ojos de color ónice llenos de lágrimas de alegría.
Él, exhausto a causa de la emoción, le devolvió la mirada en silencio.
No muy lejos, Lucio Arruntio, el senador cremonés que se había declarado contrario a la elección de Cayo, estaba sentado solo y veía a los antiguos fieles -ahora ingratos- pasar por delante sin apenas saludarlo. Aquel día se había comprometido irremediablemente. En cambio, el senador Anio Viniciano, dotado de experiencia histórica y espíritu cáustico, divertía a sus colegas diciendo que la manera más segura de no hacer nunca algo era inscribirlo solemnemente en una placa.
Entretanto, los populares, entusiasmados, señalaban que el joven emperador no había nombrado una sola vez a Tiberio.
– Ni para elogiarlo ni para criticarlo. El único recuerdo que queda de él son los que vuelven del destierro o salen de la cárcel.
De las cárceles romanas salió, entre otros, Quinto Pomponio, escritor trágico y futuro cónsul, que desde hacía siete años esperaba que se celebrase el proceso; y cuando emergió a la luz del día, ninguno de sus ansiosos parientes corrió a abrazarlo porque no lo habían reconocido. Salió el apacible poeta Fedro, encarcelado porque, cuando había escrito la fábula destinada a ser en cierto modo inolvidable para cualquiera que en los siglos futuros estudiase latín, Inferior stabat agnus, superior stabat lupus, todos habían visto en el lobo (que buscaba pretextos para devorar) a Tiberio, y en el cordero aterrorizado a la perseguida familia de Germánico. Salió de la cárcel también aquel joven Herodes de Judea que bajo el mandato de Tiberio había declarado imprudentemente: «Espero ver muy pronto a Cayo César al frente del imperio». El emperador ordenó que lo condujeran a su presencia tal como estaba, encadenado, y cuando lo vio, y las cadenas cayeron ante él, ordenó:
– Vestidlo de acuerdo con su rango. En premio a su fidelidad, un orífice fundirá un collar de oro del mismo peso que estas cadenas de hierro.
El hecho pasó a los libros de historia. Ninguno de los dos imaginaba, sin embargo, de qué dolorosa manera expresaría Herodes su agradecimiento.
Los aniversarios
Llegó el primer día de agosto, las kalendae del Augustus mensis.
– Al amanecer de este mismo día, en Alejandría -le susurró Helikon-, Marco Antonio, tu abuelo, decidió morir.
El recuerdo del hombre que, mientras agonizaba, había hecho que lo llevaran junto a su reina y había caído entre los brazos de ella, regresó con fuerza hiriente. El emperador vio de nuevo aquel solitario palacio en el mar de Alejandría, con las paredes ennegrecidas por el fuego y la gran puerta atrancada, el poderoso rostro masculino esculpido en granito que yacía bajo un velo de agua. Marco Antonio era un nombre que Roma todavía censuraba; los pocos que se atrevían a recordarlo lo pronunciaban en voz baja, porque desde hacía más de setenta años iba acompañado de aquella infamante condena por rebelión y traición.
El emperador acarició a Helikon los cabellos.
– Gracias por recordarlo -dijo-. Llama a un escribano.
Y utilizando los poderes que los senadores le habían concedido, con un breve decreto canceló la condena.
Los senadores se quedaron perplejos. La mayoría consideraron ese gesto un ingenuo, quizá imprudente, homenaje a la estirpe de su padre. Alguno, más perspicaz, dijo, preocupado:
– Ha escogido para anunciarlo el aniversario del suicidio.
Otros, movidos por recuerdos que el odio mantenía vivos, insinuaron:
– Como Julio César rehabilitó, después de muerto, a Cayo Mario, el jefe de los populares de entonces, él rehabilita ahora a Marco Antonio.
Después se acercó septiembre, y en esos días se conmemoraba la batalla naval de Actium, es decir, la definitiva y fatal victoria de Augusto sobre Marco Antonio.
– Roma se está llenando de arcos triunfales, preparan desfiles militares -dijo distraído el apacible Helikon, como si contara un cuento.
Pero el joven emperador convocó a las autoridades ciudadanas. -Esos arcos son inútiles. Mandad a los militares de vuelta a los castrum. Esta fiesta queda suprimida; no la celebraremos nunca más -mandó, con una decisión fría y repentina que dejó atónitos a los que recibían la orden.
En esta ocasión muchos reaccionaron. Los optimates, con rabia: «Es una ofensa a la gloria de Augusto»; los populares, con orgullosa emoción: «Por fin justicia para la memoria de aquellos muertos».
Y él, que tenía presente la tristeza de su padre, Germánico, mientras decía a orillas de aquel mar: «Aquí, por una parte o por la otra, llevo sangre enemiga», zanjó el asunto declarando:
– Fue una batalla de romanos contra romanos. No hay nada que celebrar por el derramamiento de esa sangre.
Después pensó que, muchas décadas atrás, del amor de julio César y Cleopatra había nacido aquel niño llamado Tolomeo César, el niño al que Augusto había matado, un día de otoño, traicionándolo cínicamente en Alejandría y, después de muerto, difamado como a un bastardo sin derechos y llamado con desprecio Cesarión. Declaró que debía ser reconocida la legitimidad de su nombre y respetada su memoria. Ante esto, un grupo de nobles senadores protestó.
– Julio César -repuso él- puso una estatua de Cleopatra, como madre de su único y verdadero hijo, junto a la estatua de la diosa Venus Genitrix, la madre de la estirpe Julia. Supongo que lo recordáis. Toda Roma fue a contemplarla. Me han dicho que era maravillosa, de bronce dorado que centelleaba al sol, desnuda como Venus. Pero fue derribada y fundida. -Mientras hablaba, intentaba analizar el inmenso y misterioso proyecto que había impulsado a julio César a erigir esa estatua de la reina de Egipto en el corazón de Roma-. Egipto, provincia augustal -añadió-, está unida a Roma por ese vínculo de sangre como ninguna otra del imperio.
En los mismos días -recurriendo a algunos finos juristas que fueron también persuasivos embajadores-, liberó mediante rápidos divorcios a sus hermanas de los humillantes matrimonios que les había impuesto Tiberio y se liberó a sí mismo de un parentesco insolente. La opinión pública lo aprobó instintivamente; los cónyuges, apartados de los palacios imperiales, cedieron pero no perdonaron. En este asunto, incluso los senadores más pacíficos percibieron una explosiva señal política. «Está cambiando todo», dijeron los populares con satisfacción y los optimates con alarma.
El que más se inquietó fue el poderoso senador junio Silano, que -pese a que su hija había muerto hacía mucho- aspiraba a ejercer en el joven emperador una especie de majestuosa y obstaculizadora tutela. «Te conozco desde pequeño», le recordaba en tono afectuoso. Pero a sus colegas les pronosticó:
– Nos estamos precipitando por una pendiente. Hay que detenerlo o esto se vendrá abajo.
– Con prudencia -contestaron los otros-, porque en la Cu ria el equilibrio se apoya en el filo de un cuchillo.
Llegaron así los días de las tácticas dilatorias, el obstruccionismo soterrado, las intrigas. El sublime «maestro» de estos juegos fue materializándose de sesión en sesión. Era el gran Valerio Asiático, ingenuamente apreciado entre los populares porque, con su imponente presencia, sus maneras refinadas y su cultura, había frecuentado durante mucho tiempo la domus de Antonia. Sin embargo, sus vastos intereses económicos no tenían nada que ver con las viejas amistades. Derrotó con pocas palabras al ya veneradísimo y a esas alturas rencoroso Lucio Arruntio.
– ¿Temías -le recordó en plena Curia- la inexperiencia de nuestro joven candidato? ¿Te preguntabas quién le había inspirando aquel discurso programático? Jamás habrías podido descubrirlo, porque lo escribió él solo. En resumidas cuentas, nació en su cerebro. No se agotará con las palabras esculpidas en la piedra -advirtió.
Los populares aplaudieron, sin comprender la ambigüedad que escondía aquella intervención, primer elegante ejemplo del ágil descaro con que cambiar de ideas y de bando.
El primer enfrentamiento lo provocó, como siempre, la cuestión de los impuestos. Para hacer frente a los enormes gastos de las guerras civiles, julio César y Augusto habían inventado, en su época, un gravoso sistema de impuestos, entre ellos la centesima rerum venalium -el uno por ciento sobre todo tipo de adquisición-, odiada desde el primer día porque castigaba de manera directa y palpable las pequeñas compras de las clases más pobres. Había estando a punto de producirse una revuelta fiscal, pero al final la gente se había resignado y el impuesto, temporal al principio, había pasado a ser permanente. Es más -destino habitual de los impuestos-, incluso lo habían aumentado. Y a lo largo de los siglos muchos lo recuperarían, y lo incrementarían, con entusiasmo.
Pero el joven emperador había descubierto el enorme poder de su posición y una mañana, al despertar, se dijo: «Actuar sin demasiadas explicaciones», y suprimió ese impuesto. Para celebrar la medida, emitió una moneda especial que debía recordarla en el futuro.
– ¡No tenías que habérselo permitido! -gritó junio Silano dirigiéndose, delante de algunos desconcertados senadores, al preocupado Sertorio Macro, que en la época de la elección había garantizado, con apasionada imprudencia, la inocuidad del joven emperador-. Es una decisión incontrolada -se desfogó-, abre la puerta a las reformas visionarias que los populares proponen de vez en cuando. Ya veréis los desastres que provoca.
Entre las togas que revoloteaban en medio de la indignación se abrió paso Valerio Asiático, quien, en su bello latín, sugirió más o menos algo así:
– Si de vez en cuando dejáis pasar algo, a nosotros también nos será más difícil atacaros en relación con otros problemas.
Lo miraron. Y los optimates más avisados se dieron cuenta de que con él se podía contar.
Pero para llevar a cabo los proyectos del joven emperador faltaban colaboradores fuertes, los «consejeros del príncipe». Mientras tomaba en solitario sus decisiones, este comenzaba a percibir a su alrededor los puestos vacíos de aquellos a los que Tiberio había reatado. Habían parecido los procesos demenciales de un tirano, pero había sido la decapitación precisa de un bando político. Tiberio, «de la misma forma que se echan trozos de carne a un mastín para desvalijarle la casa», se había ganado su seguridad dando eomo pasto a los optimates, una tras otra, las cabezas del partido adversario. La lenta depuración había sido realizada con tal arte y tan a fondo que el partido de los populares no se recuperaría jamás. Y ni siquiera habría historiadores que hablaran con honradez de ella.
Y ahora era imposible evitar las trampas que la astucia de los optimates tendía a lo largo del recorrido del joven emperador. Todos mucho mayores que él, y mucho más cómodos en los laberintos del poder, habían visto y combatido días de los que a él solo le habían hablado. Les precedían familias antiguas, batallas famosas, negocios, procesos, estudios legales, largas y secretas discusiones. Hombres orgullosos, tradicionalistas e independientes, con una elevada conciencia de sí mismos. Y que incluso se odiaban entre sí.
En su época, Tiberio había declarado con cinismo que las rebeliones de los senadores eran como las patadas al aire que da un mulo si se cae mientras camina. «Peligrosísimas si vas a su lado. Pero, si tú no te mueves, ese mulo no volverá a levantarse.» Dicho esto, se había retirado a Capri.
El joven emperador, en cambio, estaba en Roma; y los escuchaba cuando intervenían, proponían modificaciones, supresiones, sutiles ajustes. Descubrió, decepcionado, que intereses de grupo o luchas personales suscitaban continuamente conflictos sin fundamento.
– Tantis discriminíbus objectus -dijo, y esa frase llegó a los libros de historia, aunque más adelante pocos se fijarían en ella.
Sin embargo, fueron las últimas palabras nacidas de un dolor casi ingenuo. Aquel sentimiento muy pronto se transformó en ira. «Tengo un proyecto inmenso, para todo el imperio, lo he pagado, día tras día, durante toda mi juventud -pensaba-, y vosotros no me detendréis.» Se despertaba a media noche y no volvía a conciliar el sueño hasta el amanecer. Una noche se dijo: «Julio César también tomó medidas similares, y después de ser asesinado las anularon todas». Se sentía como atado físicamente con cuerdas. Pero poco a poco se iba haciendo más experto en aquellos vastos poderes que el Senado le había otorgado en el entusiasmo inicial, y los utilizó cada vez más a menudo, por sorpresa y en serio.
Muchos senadores se asustaron:
– Le hemos concedido un poder demasiado amplio.
Desde los tiempos más antiguos, los magistrados eran elegidos en los comicios, en los que participaban todos los ciudadanos. Pero, en medio de las turbulencias de las guerras civiles, los senadores habían descubierto el peligro de aquellas votaciones libres y, dando un golpe de mano, las habían restringido en gran parte a ellos mismos. Más tarde, Tiberio las había abolido.
El joven emperador pensó en Clutorio Prisco, que había perdido la vida por decir: «En los comicios, en lugar de votaciones se hacen espectáculos», y sin andarse con rodeos anunció a Sertorio Macro:
– Es justo restituir el derecho de voto a los romanos, y he decidido hacerlo.
No dijo que, con esa medida, quitaba a los senadores una de sus armas más sutiles: el control total sobre los mecanismos que administraban Roma.
– Esas ideas no gustarán -repuso Sertorio Macro con una mezcla de miedo y brutalidad militar-. Los senadores creían que no usarías tus poderes de este modo. Y tú -se atrevió a añadir con rabia- no me escuchas. -Hablaba con dureza porque, en los platos de la balanza, el peso mayor parecía el suyo.
El emperador no contestó. «Tiberio creía haber conquistado Roma con ocho cohortes -pensó-, pero la dejó en manos de estos. -Miró a Sertorio Macro, que estaba hablando con sus oficiales-. No debo olvidar que lo eligió Tiberio.»
Entretanto, los optimates no encontraban la manera de encauzar sus decisiones. Y la ley sobre el derecho de voto fue promulgada.
– Es más fácil verter agua que recogerla -dijo el cremonés Lucio Arrutio, el senador que había votado en contra, concediéndose su primer desagravio.
En recuerdo de esa ley, el emperador hizo acuñar una extraña moneda de bronce que en la historia de las revoluciones inspiraría a muchos imitadores, porque en ella estaba grabado el pileus -una especie de gorro frigio, el que llevaba la diosa Diana Libertas, la diosa de los esclavos, en su templo del Aventino- y porque era precisamente el símbolo del esclavo transformado en hombre libre. El pueblo comprendió inmediatamente la imagen y le gustó. Pero a otros les contrarió profundamente.
– Hay gente que se niega a aceptar esa moneda -anunció sombríamente Sertorio Macro-. Y eso es una pésima señal.
Para el tercer emperador de Roma, el hecho de dejar de sí mismo, diseminados por el azar, los casi incorruptibles recuerdos grabados en bronce, plata u oro nacía de un sentimiento de preocupación por el futuro. «En las guerras y en las revueltas se destruyen bibliotecas, placas y estatuas. Luego, los historiadores interpretan, reescriben, censuran los acontecimientos. Pero la gente recoge, conserva y esconde las monedas.»
Libertus imperiale
– En estos palacios están sucediendo cosas nunca vistas -dijo un alto funcionario de la familia Caesaris-. Este joven emperador está más rodeado de antiguos esclavos extranjeros que de nombres de sangre romana, familias que estaban aquí desde los tiempos de Julio César e incluso antes.
Por primera vez se oía abiertamente un tono de rebeldía, y cuantos lo advirtieron fingieron con prudencia no haberlo oído. Pero era como haber rajado un cristal: nada seguiría siendo como antes.
Mientas tanto, entre los miles de integrantes de la familia Caesaris destacaba el esclavo Calixto, aquel griego tolemaico de madre egipcia, de treinta años, que en Capri había facilitado a Cayo las más inesperadas y casi siempre trágicas informaciones. El joven emperador no habría podido olvidarlo; se lo señaló a Sertorio Macro y este propuso enseguida colocarlo, «por sus méritos», en la secretaría imperial.
El emperador vio de nuevo, con un destello de desconfianza, a Sertorio Macro esperando sentado en el pórtico de Villa Jovis y a Calixto pasando rápidamente por allí. «Nadie ha comprobando las aptitudes de Calixto mejor que Macro», se dijo. Luego lo olvidó.
Mientras, Calixto se introducía ágilmente en aquellos reservadísimos despachos, no solo por ser un culto amanuense políglota, sino un sutil y cada vez más experto intérprete de lo que debía transmitir. Cada vez con más frecuencia, el emperador lo quería a él cuando dictaba y se dirigía a él en medio del equipo de rapidísimos escribanos. Y nadie se daba cuenta de que él estaba atento a los engranajes del poder, desde los más elementales hasta los rincones más secretos.
La atención del emperador volvió a sentirse atraída por él un día que, cuando estaba dictando, hizo una pausa para reflexionar y Calixto se atrevió a susurrar el final de la frase. Una audacia jamás vista. Pero las palabras que le habían salido en un susurro, mientras esperaba con el calamus suspendido en el aire, eran exactamente aquellas, calculadas e insidiosas, que el emperador estaba buscando.
A fin de satisfacer la curiosidad del emperador, al igual que habían hecho para Tiberio, los informadores imperiales investigaron la procedencia del enigmático Calixto, y pareció realmente la historia de una familia de terratenientes muy rica, arruinada por las expoliaciones de la conquista, una historia anónima, como tantas otras.
– Por último -dijeron-, lo llevaron al gran mercado de esclavos de la isla de Delos y allí algún senador se fijó en él.
Sin embargo, cuando el emperador le preguntó por su pasado, Calixto respondió con cautela:
– Las desgracias de la insurrección destrozaron también a mi familia.
El emperador le preguntó dónde había sucedido.
– En Hait-ka-ptah, la Ciudad del Espíritu, que los romanos llaman Menfis -dijo concisamente-. Pero ahora los dioses me han resarcido por todo lo que he sufrido -añadió.
El hecho de nombrar Menfis distrajo al emperador y le produje emociones nostálgicas. Las cartas dirigidas a la preciosa provincia de Egipto -en la práctica un inmenso feudo personal desde Alejandría hasta File- empezaron a caer en manos de Calixto; y poco a poco también las misivas que llegaban de allí fueron leídas v cada vez más a menudo interpretadas por él, que esperaba con secreta ansiedad, día tras días, la manumissio, la liberación, la poderosísima posición de liberto imperial.
Sin embargo, Macro dijo que merecía más.
– Incluso para utilizarlo mejor…
Propuso, en consecuencia, darle la libertad con la rara y privilegiada fórmula no de soltar las cadenas sino de romperlas materialmente en el yunque, lo que significaba declarar que para la ley romana nunca había sido esclavo: una cancelación del pasando que permitía acceder a los más altos niveles de la escala social. Y así se hizo.
Los pensamientos del emperador empezaron a apoyarse en la rápida, tortuosa y silenciosa inteligencia de Calixto, porque sobre todos los problemas hacía una observación, un útil comentario que con frecuencia llegaba a modificarlo. Y daba la sensación de haber evitado un peligro. Los cortesanos vieron que cada vez era llamado con más frecuencia a los aposentos del emperador.
– Es el consejero del príncipe.
A nadie le gustaba. Muy pronto, hasta Sertorio Macro, que lo había utilizado como espía de toda confianza en los años de Capri, comenzó a odiarlo.
Pero el gran argumento de Calixto para acallar la desconfianza era: «Tiberio me hubiera querido muerto; únicamente la astrología de Trasilo me salvó la vida».
Un día, el emperador les dijo a él y a Macro:
– Nuestros senadores llevan en el alma cien años de odio. Es imposible gobernar.
Lo cierto era que, en la práctica, los escaños senatoriales pasaban de padres a hijos, todos pertenecientes a familias ricas y poderosas de por sí, divididas en antiguas facciones, lo que no daba esperanzas de cambios.
– Curia popularibus clausa est, el Senado está cerrado para los populares, dice la gente. Es necesario introducir, inyectar -subrayó- sangre distinta, hacer que sean elegidos hombres nuevos que vengan de provincias lejanas. El imperio es inmenso, tiene miles de voces, y en Roma deben hablar todas. Julio César también se dio cuenta de que era necesaria una reforma y la hizo.
Ellos estaban sentados frente a él. Macro lo miraba con obtuso estupor; el sagaz Calixto, en cambio, callaba con alarmado recelo. Y el joven emperador, que no tenía a nadie más a quien pedir consejo, se sintió decepcionado. Pero, de pronto, Sertorio Macro perdió el control:
– Es muy arriesgado -dijo-. Seiscientos senadores se rebelarían contra ti. De un día para otro, tendrías seiscientos enemigos.
– No todos -repuso el emperador, obligándose a utilizar un tono de voz sereno-. Los que hoy son minoría, mañana serán el número mayor. Julio César introdujo en poco tiempo a doscientos hombres nuevos. No tendremos nunca paz si millones de hombres se sienten súbditos, no iguales que nosotros.
El frío Calixto pensó, con una especie de miedo, que la mente del emperador, pese a su agudeza, estaba indefensa frente a los sueños. Pero Sertorio Macro reaccionó violentamente:
– Si salgo de aquí y me encuentro con jumo Silano, el hombre que te dio a su hija, que mantiene a su grupo fiel a ti a pesar de que aquella infeliz está muerta, que se siente responsable de guiarte, y le digo que quieres hacer pedazos la mayoría con esa idea…
El joven emperador había abierto los ojos con expresión de asombro, sus iris claros miraban fijamente al prefecto de sus cohortes. Sertorio Macro vaciló, lo invadió una sensación destructora, pero la mirada del emperador se dulcificó.
– Quizá tengas razón -dijo. Meneó la cabeza, como reconviniéndose a sí mismo, y sonrió-. Olvidémoslo.
Pero en el cerebro le había entrado la imprudente palabra de Macro: «guiarte». Durante todo aquel tiempo, Calixto no había dicho nada.
El emperador, sin embargo, no abandonó la idea. Solo después de muchos siglos -cuando sueños de grandes comunidades de pueblos, iguales entre sí, empezarían a asomar en el corazón de los hombres- se vería, gracias a un estudio minucioso de los nombres, que esa odiada introducción de «hombres nuevos» había empezado a realizarse. Pero el joven emperador pagaría un precio carísimo por su proyecto inconcluso.
La elegancia
– Parece que hayan vuelto los tiempos de julio César y Cleopatra -mascullaban los viejos senadores.
En la época de aquel clamoroso amor, la rutilante elegancia de la corte faraónica había caído como una granizada sobre la todavía rústica sociedad romana, donde en dos siglos la única variación que se había producido en el vestido era el paso de la simple toga restricta de la era republicana -en la que todos los personajes vestidos con toga eran representados en la misma postura, con un brazo doblado a la altura del codo- a la amplia toga fusa, drapeada en complicados pliegues, de la era imperial. Sin embargo, aunque la toga no era, en conclusión, sino una pieza de tela, colocarla era complicadísimo y exigía la mano experta de un esclavo experto para obtener el efecto solemne que admiramos en los mármoles romanos de la época imperial.
Pero a los bienpensantes incluso esos discretos acicalamientos les habían parecido atrevidos. De hecho, Terencio Varrón -que, además de combatir en varias guerras, había encontrado tiempo para escribir una Enciclopedia de las ciencias y muchos más libros, hasta un total, según sus biógrafos, de seiscientos- ya había lamentado el exceso de elegancia. «Durante siglos -había escrito-, hombres y mujeres habían vestido la toga restricta, nada más que la toga, de la mañana a la noche…» Así pues, tras la derrota de Cleopatra y Marco Antonio, muchos habían aprobado las severas leyes suntuarias de Augusto, que prohibían los carísimos tejidos de ultramar. De hecho, Augusto, que era friolero y sufría toses y resfriados crónicos, en invierno se ponía ropa interior de lana y, encima, tres o cuatro toscas túnicas confeccionadas en casa por las mujeres de la familia, antes de envolverse en la púrpura imperial y desplazarse por los espacios marmóreos del palacio.
Hilar la modesta lana blanca había sido una ocupación casera y absolutamente artesanal, además de indispensable, durante siglos. «Se quedó en casa e hiló la lana»: para los antiguos, ese había sido -interesadamente- el mayor elogio. Como máximo, en lugar de la tosca lana del Lacio, se escogía la de más calidad que llegaba de Canosa di Puglia. Más tarde había aparecido la suavísima lana de Mileto, de jonia, el cachemir de la época, a unos precios escandalosos.
Pero el joven emperador había saboreado los refinamientos helénicos, sirios y egipcios. Y luego, en casa de la Noverca y en la villa de Capri, había sufrido una amarga y mezquina dependencia económica hasta en los más mínimos gastos de vestuario. De modo que en los palacios imperiales muy pronto apareció y se extendió, acogida con entusiasmo por los jóvenes, la clamorosa elegancia oriental, los peinados, los plisados, las transparencias, los collares y las pulseras, los finos cinturones, las pelucas. En los suntuosos vestidos, túnicas, clámides y palios, en las cortinas y en los cojines, y en las sandalias, resplandecieron los cientos de colores de las tintorerías de Pelusio y de Buto.
Los senadores descubrieron, estupefactos y alarmados, que, en privado, el emperador llevaba túnicas «de estilo griego», largas y sueltas, con amplias mangas que llegaban hasta las muñecas, cuando en Roma, quién sabe por qué, tales comodidades se consideraban, incluso en invierno, impropias. Y todavía fue peor en verano, cuando vieron escandalizados que se vestía con lino egipcio, cuyos hábiles pliegues, marcados con un hierro muy caliente, impedían que la tela se pegara a la piel. Y toda la mejor juventud romana lo imitaba apasionadamente: era una venganza liberadora, la explosión de una identidad propia.
El senador Lucio Arruntio refirió, indignado, que su hijo le había dicho: «No puedo vestir como tú». Y él, buscando una sensatez imposible, había preguntado: «¿Quién te lo impide?». «Mis ideas -había contestado el hijo-. La tierra habitada por los hombres es más grande y variada de lo que vosotros podéis imaginar.»
Los ancianos se asustaron de verdad cuando se enteraron de que al emperador le gustaba nada menos que la seda, cara, impalpable, brillante. ¿Era el hilado de una planta, como el algodón?
¿Era el pelo de un animal desconocido? ¿Era una especie de baba, de telaraña? La seda llegaba, a través de vaya usted a saber qué vías, a los puertos egipcios del mar Rojo; y en Egipto era teñida, como el lino, en los más maravillosos colores. El emperador llevaba espectaculares mantos de seda púrpura, tejidos en las más refinadas textrinae por artesanos de manos delicadísimas. Las noches de verano llevaba túnicas de seda, una prenda sencilla y agradable en comparación con los exasperantes drapeados de la toga, como lo sería hoy una camisa de seda cortada por un experto camisero en lugar de una deslucida chaqueta de un tejido sintético.
Muchas veces se adornaba la suave seda con cenefas y cuadrados, preciosos bordados pacientemente realizados o inigualables ornamentos en hilo de oro, cuyos artesanos se perfeccionaban en escuelas especiales en Canope: ramas, capullos, flores brillantes que al tacto parecían auténticas, y plantas acuáticas, y pájaros, pavos reales, cocodrilos, y amorcillos, y escenas eróticas, y toda la mitología del Nilo. Y las mujeres conquistaban una belleza exótica y sensual, un alma nueva.
«Vamos a comprar la ropa al fin del mundo», protestaban los padres de familia al ver salir de casa a sus hijos e hijas vestidos de ese modo. Y tenían razón, porque en Occidente nadie sabía reproducir ese maravilloso hilado.
La moda se extendía a una velocidad imparable, se convertía en una especie de cambio social, un distintivo ideológico, papel que asumiría muchas veces en los siglos futuros.
Alguien dijo en plena Curia que el joven emperador estaba corrompiendo las costumbres. Lo atacaron hasta por el calzado: después de haber llevado la caliga -durísima y claveteada, con las tirillas de tosco cuero que magullaba dedos y tobillos-, no se conformaba con el calzado romano normal, el calceus senatorios, siempre negro, o el igualmente tétrico calzado imperial. Cuando le apetecía, llevaba ligeras sandalias de estilo griego, y algunas veces incluso los engañosos coturnos, con la suela de corcho.
Un día se puso para una ceremonia una ligera coraza de gala -y llamó tanto la atención que dos siglos más tarde la describirían-, maravillosa obra de orfebrería realizada quién sabe cuándo por un desconocido joyero heleno o sirio, que decían que había pertenecido a Alejandro de Macedonia. Consciente de la fascinación militar que producía, prendió en la espalda de esta coraza damasquinada en oro y plata una clámide de seda purpúrea, adornada asimismo con oro y piedras procedentes de la India.
En cierto modo, el joven emperador anticipaba la que sería la moda en la época del imperio de Constantinopla: entonces nadie, ni siquiera los monjes, habría osado criticar los fastuosos trajes bordados, multicolores y adornados con gemas que el sin embargo tosco y cristiano Justiniano, hijo de campesinos bárbaros, se ponía para los ritos en Santa Sofía y los banquetes en el crisotriclinio.
Pero el joven Cayo César se adelantaba demasiado a su tiempo, y unía a refinadas excentricidades en el vestir una política agresiva. Habría podido ser, con justicia, un Rey Sol o un George Brummel; en cambio, sus invenciones le hicieron ganarse, entre los historiadores adversos, fama de disoluto.
La tribuna imperial del Circo Máximo
Mientras tanto, en las curvas del grandioso Circo Máximo corrían desenfrenadamente los más hermosos caballos del imperio, pues el joven emperador compartía vivamente con el pueblo romano su antigua y fogosa pasión: las carreras de caballos. Dos equipos se enfrentaban en una reñidísima competición urbana, entre el delirio de los respectivos animadores, el ondear de los colores, la incitación frenética, las apuestas, las trifulcas, las risas; y hasta dos siglos más tarde no suscitaría otro deporte en Roma, el fútbol, tormentas emocionales comparables a aquellas. La demanda de espectáculo era tal que muy pronto a los dos equipos se añadió otra pareja; se llamaban Albata, Russata, Veneta (es decir, Azul) y Prasina, que vestía de verde. Enseguida se hizo famoso el jinete Eutico, jefe del casi siempre victorioso equipo Verde, apoyado por el emperador, que en esto se parecía mucho al presidente de un idolatrado equipo de fútbol actual.
El emperador apareció arriba, en la entrada al concurridísimo atrio de la tribuna imperial. Bajaba despacio, sin la sombría y rígida oficialidad de Tiberio, pasaba de un grupo a otro, saludando y conversando con esa espontaneidad inmediata que sorprendía a los visitantes. Y mientras bajaba, sus ojos encontraron la orilla opuesta del río, el monte Vaticano, donde se alzaba la residencia que había sido de su madre. La visión lo penetró físicamente, como una flecha lanzada desde lejos. «Casi la había olvidado», se dijo. Los recuerdos se apoderaron de él, acompañados de un invasor dolor físico. Echó a andar con él dentro, sin dejar de sonreír. «En memoria de todo lo que sucedió, edificaré allí el monumento más alto de Roma -decidió. El dolor cedió poco a poco, se retiró, se diluyó-. En los jardines donde mi madre pasó la última noche conmigo, plantaré el obelisco, el ta-te-hen más alto y poderoso que se pueda traer de los bancos de granito de todo Egipto. Su cúspide de electro refulgirá al sol, será un imperial recuerdo de ella. Dentro de muchos siglos, los hombres lo verán y dirán: "El ta-te-hen erigido por el emperador para su madre, que aquella terrible noche tuvo fuerzas para no llorar".»
Mientras esos pensamientos discurrían por su mente, sonreía y miraba a su alrededor. Entre los privilegiados que se acercaban más a él, estaba Manlio, aquel constructor nacido en Velitrae, que había pagado con un desastroso exilio su amistad juvenil con la alegre Apuleya Varilia. Afortunadamente había vuelto, y su antigua desgracia había despertado la compasiva atención del emperador.
En la época de su vida de reclusión, de total dependencia de las insultantes donaciones de los libertos de Livia y Tiberio, el adolescente Cayo César había intentado consolarse de las mediocres habitaciones a las que se veía relegado manteniéndolas en un orden maníaco, desplazando continuamente objetos y muebles, y solo ese pobre equilibrio estético había mitigado, a ratos, su lacerante soledad afectiva. Al obtener con el imperio una ampliación a escala planetaria de los espacios y de la autoridad, había estallado en él el sentido de la omnipotencia estética, el genio del constructor de ciudades. «Trabajar conmigo os resultará difícil -dijo a sus arquitectos-, pero os divertiréis.» Su sensibilidad estética era, en realidad, tierna, creativa, crítica, impaciente e intolerante, muy dulce.
En Manlio había encontrado una inmediata correspondencia a sus sueños, y lo había nombrado su faber aedium, al frente del proyecto para la Nueva Roma. Manlio trabajaba incansablemente para él: había percibido su fantasía cambiante y el placer que le producía presentarse de improviso en las obras; lo seguía, fascinado y feliz, y ya era riquísimo. Un senador había dicho de él: «Se ha hecho de oro transformando en piedra lo que el emperador sueña por las noches».
– Manlio -dijo el emperador-, mira cuánta gente. -Y, de la misma forma que hoy se construye en una metrópoli un segundo campo de fútbol, anunció-: Tendremos que construir otro circo. He pensado que se alzará al pie del monte Vaticano, en los jardines de mi madre. ¿Sabes que mi madre montaba muy bien?
En los felices días del Rin, ella reía orgullosa al ver a su pequeño montar en el caballo de un salto, «como los bárbaros escitas».
– Haré traer de Heliópolis, en una chalana enorme, un obelisco de altura nunca vista. Lo colocarás como espina del circo, para que las cuadrigas corran a su alrededor. Y después tenderás sobre el río un puente nuevo, con cuatro arcadas, que llegue desde las vísceras de Roma hasta el pie del monte Vaticano.
Desde el fondo de la tribuna avanzaba despacio -y se le reconoció desde lejos porque vestía ostentosamente la antigua toga restricta y el calceus de piel negra, incluso en verano- un conocido filósofo procedente de la Iberia más lejana, la Bética, junto a las Columnas de Hércules. Se llamaba Lucio Anneo y pertenecía a la gran familia de los Séneca. Era un día bastante caluroso y el emperador llevaba una túnica de seda suntuosamente suave. Y era uno de los primeros ejemplos de jefe de Estado que recibía informalmente a sus invitados.
Séneca lanzó una mirada a aquella corte, cada día más joven y alegre, y señalando a los que se agolpaban en la tribuna vestidos con fantasiosa elegancia declaró:
– Tiberio tuvo la sensatez de prohibir sin compasión todas esas rarezas.
Hacía mucho que nadie nombraba a Tiberio, de modo que aquello atrajo la atención de los vecinos.
– Nadie piensa que todos esos tejidos y perfumes mandan naves llenas de dinero a gentes extranjeras y enemigas -añadió.
Un grupito de senadores se congregó en torno a él porque sus comentarios, siempre trágicos, eran la sal de los chismorreos. Pero el joven hijo de un severo senador le contestó con un entusiasmo incontrolado, alarmando a los amigos de su padre:
– ¡Y por fin Roma vive! Durante todos los años de Tiberio, fue una capital sin emperador.
– Quien tiene hoy menos de treinta años -añadió con ingenuidad un joven funcionario-, la última vez que vio un emperador en Roma era un niño.
Era verdad. Ahora, la ciudad estaba invadida por una vida joven y burbujeante; embajadores, delegaciones de todas las provincias; espléndidas mujeres y, en consecuencia, riquísimos mercaderes; excéntricos artistas en busca de fortuna; poetas que inventaban nuevos lenguajes para fascinantes nuevas historias de teatro; músicas de todos los países interpretadas con instrumentos jamás oídos. Y la diferencia entre los comportamientos de la vieja y la nueva generación era tal que parecía no existir parentesco entre ellas.
– Por culpa de ese derroche -sentenció Séneca, contrariado-, el desequilibrio entre mercancías importadas y mercancías exportadas es catastrófico: milies sestertium -dijo en su preciso latín ciceroniano-, cien millones de sestercios al año.
Lo miraron en silencio, porque no era fácil encontrar una réplica.
– La seda que se consume en Roma en un año -intervino el pálido Calixto con pérfida frivolidad- cuesta menos que armar una trirreme, y pacificando a los vecinos de Oriente en el fondo se ahorra.
Muchos rieron, y Séneca se indignó porque un antiguo esclavo se atrevía a dirigirle la palabra.
– La cara de Roma está cambiando -proclamó sombríamente, sin contestarle.
Ya no se veía, dijo, a la gente estable, nativa, de los años de la República, que hablaba su latín conciso y vestía a la antigua. Todas las razas, las lenguas y las modas se arremolinaban por las calles, sin control.
– Además -dijo con aviesa intención-, a Roma afluye una incesante marea de esclavos de las tierras conquistadas: germanos, ibéricos, tracios, bárbaros mauritanos.
Y dado que en la capital seguían desembarcando solo hombres jóvenes seleccionados por su presencia y su cultura, y muchachas bellísimas, muchos de ellos habían encontrado un destino previsible. Gracias a la generosidad de las grandes familias, a legados testamentarios de señores dadivosos, habían conquistado la libertad. Eran ya cientos de miles los que habían echado raíces en Roma. Y Roma ya no era de los romanos.
– Ahora -prosiguió, mirando a su alrededor con rencor-, la invasión egipcia es la más poderosa y peligrosa de todas. La corrupción nos arrollará -pronosticó-, y el primer síntoma del contagio es la atención exagerada que los hombres prestan a su cuerpo, al cabello, al vestido.
Horas arrancadas a los pensamientos profundos, deterioro de esa energía viril que había hecho a Roma terrible contra todos los enemigos.
– Son muchos ya -añadió, y, como una amenaza, prometió escribirlo- los que prefieren ver desorden en los asuntos del Estado que en los rizos de su cabello.
Solo el cabello, aclaró, porque, según el estilo griego, nadie llevaba ya barba como los viejos senadores.
El emperador pasó por allí al lado y, mientras el grupo se abría, oyó la última frase. Sonrió. Había ascendido al durísimo Séneca al cargo de cuestor y no imaginaba que este, en vez de estar agradecido, no se lo perdonaría.
A su espalda, el senador Sextio Saturnino -perteneciente a una familia austeramente republicana, gente que en aquellas luchas se había jugado más de una vez la vida- murmuró con rebeldía:
– Nunca se habían visto en estos palacios, desde los tiempos en que Augusto los construyó, los extravíos que se ven ahora.
En realidad, durante años y años, en el Palatino, vacío y oscuro, no se había visto a nadie. Tiberio había sido una presencia metafisica, cuya lejana vida material, en Capri, estaba sepultada en el secreto. Cayo César, en cambio, joven, absolutamente visible, aclamado con pasión por el pueblo en todas sus apariciones, alteraba triunfalmente el imaginario colectivo.
A dos pasos de allí, en medio de un pequeño séquito de nuevos amigos, todos optimates, Valerio Asiático dirigió una mirada despiadada al alegre movimiento de la corte y dijo con suavidad:
– El tiempo que pierden en esos juegos nos lo regalan a nosotros.
Saturnino, el viejo republicano, lo miró y pronunció una frase fatal:
– Debemos reaccionar.
Valerio Asiático le devolvió la mirada y recordó que, años atrás, un pariente de Saturnino había sido precipitado del Capitolio por haber escrito un libelo contra Tiberio. «La imprudencia es un rasgo de familia», pensó. Pero personas así podían ser necesarias de nuevo. Por eso sonrió a Saturnino y dijo:
– Tu intención es noble. Cosa rara en estos tiempos…
No muy lejos, el emperador reía con una risa juvenil. Los durísimos y peligrosos días de la adolescencia lo habían convertido en un solitario con breves momentos de socialización. Las persecuciones y los espías lo habían hecho capaz de fingir y soportar cualquier cosa. Su necesidad de afecto no desbordaba el dique de la desconfianza y, por lo tanto, se limitaba a gestos materiales. Y sus sentimientos no iban dirigidos a seres vivos sino a una galería de recuerdos. Los amores nuevos le daban miedo. Tenía facilidad para comunicarse con la gente sencilla; el pueblo lo quería y, con las manifestaciones clamorosas de ese amor colectivo, le regalaba una emoción liberadora. Pero su alma solo se abría, a través de resquicios, en conversaciones claras y simples, como con el poeta Fedro o el infantil Helikon. Buscaba espacios para él solo -casi como si temiera un contagio físico- donde estudiar, escribir, leer, pensar y decidir; un diminuto despacho, rincones secretos de jardines. Quería con ternura a los animales, incapaces de traicionar. De vez en cuando, en las situaciones más insospechadas, experimentaba arrebatos de ternura, una necesidad de abrazar que sorprendía y con más frecuencia producía una inesperada turbación a los que estaban a su lado, como el soberbio prefecto de la Classis Praeto ria -el general de Miseno- que jamás olvidaría el momento en que el emperador lo estrechó entre sus brazos.
Dormía siempre solo. Los siervos contaban que nunca había permitido intimidades dentro de esa especie de isla que eran las silenciosas estancias escogidas para pasar la noche en el Palatino. Su cama -con la cabecera de oro y marfil regalada por la Liga de las ciudades sirias- estaba ordenada y vacía, guardias y siervos permanecían al otro lado de la puerta cerrada, era inaccesible. Su sueño era ligero e irregular. Las ventanas estaban orientadas al este, hacia la primera luz del alba. Cuando se despertaba, enseguida veía qué momento de la noche era. Y muy pronto sus insomnios, la búsqueda de silencio, el levantarse a oscuras alejando a siervos y guardaespaldas con un gesto, los paseos, solo, por la galería de los palacios imperiales, esperando que Roma emergiera de la noche, se convirtieron en la pesadilla del pequeño ejército que formaba la familia Caesaris.
Pero la inmensa riqueza del poder no ponía límites a las fantasías sofocadas y la represión sufrida durante años iba disolviéndose, con un control cada vez más débil. En medio de la corte, su soledad estaba al mismo tiempo garantizada y desprotegida: nadie podía llegar a él sin pasar una infinidad de filtros, y sin embargo, cientos de personas conocían en un instante todos sus gestos. Y un batallón de cortesanos y de bellísimas ambiciosas se ofrecía con ansiedad para distraerlo en sus horas privadas. Conteniendo la respiración, esperaban que escogiese, para una noche o para una hora.
En Roma se empezó a murmurar que ciertas villas secretas de amigos, ciertas extravagantes residencias de la costa tirrena eran lugares de juego y de excesos desenfrenados. «Ha aprendido en la escuela de Tiberio, el viejo corruptor, en Capri…», se decía. Y gente que no sabía nada de aquellos años espantosos añadía: «Y ahora todos los vicios de Egipto se extienden por Roma».
Él desconocía por completo todos estos rumores. No así Calixto, que respondía a las alusiones insidiosas con sonrisas evasivas en las que se podía leer compasión, cautela o quizá una muda desaprobación. Pero, en aquel marasmo de ofrecimientos, el joven emperador no tardó en descubrir codicia e intereses secretos; y sentía conatos de rechazo, o gélidos paréntesis de impotencia psíquica. Entonces pensaba que, en todas aquellas salas, con los únicos que mantenía una intimidad humana era con su cariñosa hermana Drusila y con Helikon, el joven esclavo que la suerte había llevado al universo de los palacios imperiales, por donde él se movía confiado, con su piel morena, su cuello fino, su ternura agradecida y sensual, como un animal liberado de una trampa. Con nadie más.
En ese momento, mientras se encaminaba entre dos alas de senadores y patricios al palco imperial, notó que una voz de mujer le rozaba el oído. De los tiempos de la infancia en el Rin, había conservado el instinto de prestar atención a los sonidos. Por eso, al pasar entre los cortesanos, captó una voz femenina que susurraba con inquietante dulzura:
– Qué joven es… Y nos ha cambiado la vida…
Aminoró el paso, se detuvo a hablar con otros, luego se volvió a medias: la voz había salido de donde estaba, junto a la maciza mole del tribuno Domicio Corbulo, una mujer de cabellos oscuros. Él saludó a otros senadores, siguió charlando, retrocedió unos pasos.
Domicio Corbulo, con confianza militar, dijo:
– Augusto, por favor… -Rió-. Mi hermana Milonia se moría de ganas de estar aquí.
La mujer se inclinó con evidente emoción. El joven emperador vio una masa de cabellos oscuros recogidos a la manera que se estilaba en Frigia, sin estirar. La voz que había hablado venía de lejos. Ella levantó la cabeza; él no vio si era guapa o no, si era muy joven o no, solo vio sus ojos oscuros y grandes, realzados por una sombra, profundos en el reflejo dorado de los pesados pendientes.
Tendió la mano hacia ella; y ella instintivamente, con devoción oriental, la cogió entre las suyas, la estrechó afectuosamente y la besó. Él se la dejó estrechar, vio que tenía las muñecas finas y tibias, unas suaves y hermosas manos.
La «domus» de Cayo
Desde la inmensa obra que Manlio había comenzado junto al monte Palatino, Helikon miró apesadumbrado hacia los Foros y murmuró:
– Me han dicho que en el Foro Boario hay una tumba de piedra… En no sé qué guerra, para pedir ayuda a los dioses, enterraron vivos a un hombre y una mujer. La tumba no ha sido abierta, así que los esqueletos todavía están ahí y nosotros andamos por encima.
Los hombres que estaban trabajando reían porque sabían cómo asustar a aquel tímido egipcio. Manlio el Veliterno -el campesino de Velitrae, como lo llamaban con suficiencia los refinados arquitectos romanos- estaba parado en medio de los nuevos cimientos con sus planos en la mano. Recluido en Capri, el joven emperador había soñado durante horas con los edificios diseñados por Vitruvio en De architectura y sus fascinantes, esotéricos dictados sobre la acústica. «Construir una estancia de modo que la voz pueda correr ligera por ella», había escrito Vitruvio. Y en la ladera del Palatino que dominaba el poderoso conjunto de los Foros estaba naciendo una sala de una forma nunca vista, dedicada a la música, a la mímica, a la danza. Y toda Roma hablaba de esa misteriosa sala.
Aunque dirigir aquella fantástica obra exigía toda su atención, Manlio oyó las bromas de sus hombres.
– No les hagas caso -dijo bruscamente a Helikon-. En aquellos tiempos combatíamos contra Cartago; era terrible. Además -concluyó, irritado-, esos dos que están enterrados ahí abajo era de estirpe gala, no eran romanos.
Lanzó una mirada a sus hombres, que aprobaron riendo. Helikon no se atrevió a decir nada. Él también había ascendido de golpe a la espléndida vida de liberto imperial, pero no había buscado ni obtenido poder; había seguido siendo un silencioso, y ahora olvidado, guardián en la soledad del joven emperador, en sus insomnios recurrentes. Lo seguía a donde podía, siempre en silencio, perdido si el emperador estaba lejos. Lo llamaban el catulus, el catellus, el cachorrillo egipcio.
– He visto con mis ojos que rociáis las estatuas de vuestros dioses con la sangre todavía caliente de los ajusticiados. ¿Por qué? -Porque se la beben.
Los hombres rieron. Pero la conversación quedó interrumpida porque el emperador apareció inesperadamente con una pequeña escolta, atravesando a su paso rápido los desordenados jardines que aún cubrían la cima del Palatino. Y al verlo, los hombres se volvieron y lo saludaron con entusiasmo, cosa que no sucedía desde los tiempos de la juventud de Augusto. Él, rompiendo el protocolo, respondió, y rió, e hizo bromas a los que estaban más cerca. Siempre era así, en todas partes, y cuanto más lo detestaban los senadores, más, y más apasionadamente, lo quería la gente. De pronto, interrumpió el juego y se dirigió a Manlio:
– No comprendo por qué Augusto dio la espalda al corazón de Roma al construir su palacio. ¿Lo haría para no ver la ciudad o para no ser visto? Luego, la única idea de Tiberio fue poner sus piedras sobre la casa de Marco Antonio. Pero ven aquí, mira.
Llegaron al borde del precipicio, al norte, y de repente, entre los arbustos, aparecieron a sus pies el Capitolio, la vía Sacra, la espléndida extensión de los Foros, las columnatas, las basílicas, los templos. «Desde su exilio, Ovidio dijo que el Palatino es la cumbre del mundus immensus. Es verdad. Pero esos versos desesperados no le sirvieron para despertar compasión», pensó el emperador. Sus ojos recorrieron en círculo el horizonte claro de la mañana. A la izquierda de todo se alzaba el sagrado Capitolio, revestido de mármol. Después asomaban los tejados del monte Quirinal; y después otra colina, el monte Esquilino, y un pequeño valle. Y como la ladera oriental del Palatino estaba cubierta de verde -no existían aún los inmensos edificios de las dinastías Flavia y Severiana-, se veía todo el monte Celio. Luego, en una leve hondonada, se dibujaba la estela de la vía Apia, la vía del sur, la reina de todas las rutas. A su derecha, cerquísima, el misterioso monte Aventino, y después el solemne monte Janículo. Y al fondo, al otro lado del río soñoliento por la sequedad estival, emergía el monte Vaticano. «Mi Roma -pensó el emperador-, mi Roma, que vivirá a través de los siglos con mi nombre ligado a ella. Haré surgir monumentos nunca vistos de sus vísceras de piedra.»
Era como un abrazo de amor, la divina ciudad, nube blanca de mármol que había visto cuando llegó del Rin, la ciudad femeninamente tendida sobre las siete colinas.
– Manlio -dijo-, nosotros no estamos construyendo edificios. Estamos rediseñando Roma. La dotaremos de nuevos espacios: un puente nuevo pasará sobre el río para llevarnos al monte Vaticano, donde estarán el circo y el obelisco. Después construiremos en el corazón de Roma algo que superará Alejandría, Pérgamo y Atenas. Y aquí arriba situarás los nuevos palacios imperiales, mi nueva domus, que mirará hacia los Foros, por donde sale el sol. Les construirás un acceso grandioso, un recorrido aéreo que partirá de allá abajo, de los Foros de julio César y de Augusto, y conducirá gloriosamente hasta aquí. Y aquí, justo donde estamos hablando, erigirás el atrio, la entrada al nuevo rostro del imperio. Cuatro poderosas columnas sostendrán la bóveda…
– Lo haré -dijo Manlio, pensando en cuántos centenares de hombres tendría que llevar a aquella pendiente para transformar en piedra las líneas que la mano del emperador trazaba en el aire-. Lo haré -repitió con orgullo-. En Roma nunca se ha edificado nada parecido.
Testigos de la época escribirían que aquella sala tetrástila se había construido según unas normas de construcción desconocidas hasta entonces en Roma.
– Manlio -dijo el emperador-, debes estudiar aquellos edificios abandonados que están junto al Panteón, los jardines que fueron de Marco Antonio.
Aunque Manlio siempre ejecutaba inmediatamente las órdenes imperiales, en esta ocasión se sintió dominado por la sorpresa v por cierto miedo confuso.
– Augusto, ¿te refieres a ese viejo templo egipcio que demolió Tiberio?
– Exacto.
El emperador sonrió.
– A la gente no le gusta pasar por allí -se atrevió a decir Manlio-. Se habla de hechizos, de ruidos que se oyen por la noche…
Aquel pequeño templo isíaco había sido abandonado y reabierto cuatro veces, siguiendo la suerte del poder. Luego, durante la guerra en Egipto, el pueblo ingenuo, los desencantados senadores y los despiadados tribunos militares -por una vez todos de acuerdo- habían dicho que Marco Antonio había perdido el juicio el día que había regalado sus terrenos a los dioses egipcios, cuando Cleopatra estaba protegida por expertos en magia y provocadores de fuerzas ocultas que la hacían invencible.
Augusto, para acallar rápidamente esas habladurías y animar a los ciudadanos a participar en la guerra, había cerrado el templo y recuperado un rito mágico antiquísimo, largo y complicado, celebrado por veinte sacerdotes, los fetiales, heraldos espirituales de la guerra. Augusto había asegurado con resuelto cinismo que de ese modo neutralizaría los maleficios egipcios, y el cabeza de los fetiales había declarado: «Los hechizos de Cleopatra están disolviéndose como la niebla». Por suerte para Augusto y para los sacerdotes, los acontecimientos les habían dado la razón. Unos años más tarde, Tiberio, para más seguridad, había hecho quemar los muebles que se apolillaban en el templo vacío, y una hermosísima estatua de la diosa había sido arrojada al río desde la orilla más próxima.
Recordando esos errores, Manlio masculló:
– No le hará gracia a casi nadie que nos pongamos a remover esas ruinas.
En realidad, ni siquiera a él le hacía gracia. El emperador sonrió.
– Nosotros no construiremos un templo para visitar a los dioses, suponiendo que exista un lugar donde visitarlos. -No se acordaba de qué filósofo antiguo era el autor de esas palabras; apenas recordaba que se las había oído pronunciar al pobre Zaleucos. Pero quizá la errática técnica de enseñanza aplicada en los tiempos del castrum había producido resultados más útiles que muchos ampulosos métodos didácticos posteriores-. Nosotros, Manlio, traeremos a Roma tres mil años de un mundo que Roma no conoce.
«Solo mi padre comprendió ese mundo -pensó-, porque no lo miró con los ojos ardientes de la guerra.» Trató de explicar a
Manlio que Iunit Tentor, y Sais, y Ab-du no eran solo lugares de incomprensibles y tal vez maléficos ritos; durante milenios, entre sus muros infranqueables se había refugiado la obra más frágil de la humanidad: la cultura. Música, matemáticas, medicina, astronomía, arquitectura, todo había nacido allí dentro.
– Tendrás que proyectar grandes espacios, pórticos y salas -dijo. Pensó, pero era pronto para decirlo, que reuniría allí dentro todo cuanto fuera posible encontrar en materia de obras concebidas y escritas en los cuatro mil años anteriores a ellos, que ahora se desintegraban entre la arena del desierto-. Construiremos el centro del pensamiento nuevo -declaró.
Manlio, que pese a ser rico vivía en las obras, como el último de sus peones, compartiendo con ellos sopa de farro, carne de oveja y vino aguado, se dio cuenta por aquellas palabras de que el edificio debía ser inmenso. Sus dudas desaparecieron. Lo único que sabía de Egipto era que estaba al otro lado del peligroso mar Tirreno, por el que él no había navegado, pero tantos años de guerra le sugerían la idea de tremendas masas de piedra, y eso le atrajo apasionadamente. Se preguntó qué querría decir el emperador cuando hablaba de depositar allí dentro «el pensamiento nuevo», pero llegó a la conclusión de que el problema lo resolverían otros.
– Mañana por la mañana iré a mirar bien esas ruinas -prometió-. Luego…
El emperador sonrió.
– Escucharás los consejos del arquitecto Imhotep; acaba de llegar de Alejandría. Traerán de Egipto las estatuas de los animales sagrados, esfinges y leones de diorita, granito rojo y basalto negro. Haré esculpir los símbolos de los ríos sagrados, el Nilo y el Tíber, hermanos. Tendremos un paseo flanqueado por obeliscos, tendremos el jem, con la estatua de la diosa en mármol blanco. Y la mensa de las ofrendas, sin víctimas y sin sangre.
En ese momento apareció Trifiodoro, el joven y caprichoso decorador de Alejandría. Iba con la cabeza afeitada, y en la sien derecha se veía una fina cicatriz en forma de tau, signo de la iniciación isíaca. Llevaba el rollo de los dibujos bajo el brazo, y dijo al emperador:
– Mira, Augusto, he trabajado toda la noche para hacer lo que querías. Me ordenaste que, sobre la sagrada mensa del templo, en la que todos los días serán depositados perfumes, flores y luces ante la estatua divina, tenía que representar el significado de ese rito, porque muchos no lo entienden.
Manlio abrió los ojos con asombro. Como de costumbre, el emperador, sin decírselo a nadie, había llevado su proyecto mucho más allá de lo que los demás creían.
– Me ordenaste que representara el rito de forma que nada pueda destruirlo a lo largo del tiempo -dijo Trifiodoro-. Creo haberte obedecido, Augusto.
Extendió el rollo de papiro, lo estiró con los dedos nerviosamente. El rollo se convirtió en un gran rectángulo. Pacientes y limpias líneas trazadas con tinta de colores formaban una compleja composición de imágenes misteriosas distribuidas en recuadros. El emperador se inclinó para mirarla.
– He pensado -dijo Trifiodoro- que la mensa isíaca no será ni de piedra ni de mármol. Será de pesado bronce. Y no describiremos los ritos con palabras. Los grabaremos en imágenes damasquinadas en oro y plata, indestructibles. Reproduciremos, para la eternidad, el aspecto visible del rito y su significado secreto, lo que los ojos humanos no pueden ver. -Miró al emperador y le sonrió con juvenil complicidad-. Solo los iniciados comprenderán.
El «limes» oriental
Pero el Hado, que mueve los destinos de los hombres, inspiró al joven emperador construir un suntuoso criptopórtico, una larga y vasta galería revestida de mármol, para unir la nueva domus y la misteriosa sala de la Música con los antiguos palacios augustales. Y él enseguida adquirió la costumbre de pasear por allí los días de lluvia, mientras mantenía conversaciones de gobierno confidenciales. En una pared hizo esculpir en la piedra una copia de la Forma Imperii , el grandioso mapa de Marco Agripa, junto a cuyo frágil original en papiro se había dormido de pequeño cuando vivía en casa de Livia. En el mapa trazado en piedra -gracias a la precisión de los surcos y a la refinada aplicación del color-, las tierras y los mares, las ciudades, las vías, los confines del imperio destacaban con fuerza. Los ojos del emperador recorrían el extenso y neurálgico limes oriental, la frontera que desde el Ponto Euxino, el mar Negro, rozando el enemigo e indoblegable imperio parto, a través de Siria, Judea y Arabia Nabatea, llegaba hasta Egipto. «Las tierras que le costaron la vida a mi padre.»
Augusto, en la soledad de su vejez, casi justificando ante sí mismo las interminables matanzas, había escrito: «Las armas romanas, venciendo, han causado la paz por doquier» («Per totum imperium, Romanorum parta víctoriis pax»). Un concepto espléndido hasta el absurdo, que los conquistadores futuros más desaprensivos le copiarían con entusiasmo. Pero, para terminar, Augusto había escrito: «Es necesario frenar la codicia de seguir ampliando el imperio», la «cupido proferendi imperii».
Así pues, el joven emperador dijo finalmente a Sertorio Macro, que caminaba a su lado:
– Hemos luchado en cientos de exasperantes guerrillas.
Y pensaba: «En Oriente todos se acuerdan de los días de Germánico. Saben cómo y por qué lo mataron. Se preguntan qué piensa su hijo». Veía mentalmente el palacio de Epidafne, a los enviados extranjeros subiendo la escalera.
Sin embargo, abandonar las armas, constante y sanguinariamente necesarias para un régimen de ocupación militar, remodelar las recientes conquistas en una corona de Estados federados, internamente autónomos pero vinculados por lucrativos acuerdos comerciales y fuertes alianzas militares -una red que incluyera todas las tierras del Oriente civilizado- parecía a muchos una juvenil, imposible y bastante peligrosa utopía. En realidad, era una idea insosteniblemente avanzada para su tiempo: una especie de Unión Mediterránea, lo contrario del poder romanocéntrico construido por Augusto y Tiberio. Una idea elevada y-quizá inalcanzable, copio las nubes del cielo. «Una idea semejante -se dijo el emperador- solo puede nacer en un corazón muy sabio, que esté cansado de sufrir inútilmente, o en una mente joven, que crea posible cambiar el mundo.» Y los dioses, que sabían el número de días concedidos a sus sueños, sonrieron. Él, en cambio, dado que la juventud le inspiraba la idea de un tiempo interminable, pensaba con júbilo que solo tenía veintiséis años; se precipitaba hacia proyectos lejanos, «el larguísimo gobierno del nieto de Augusto», el admirable, ordenado, pacífico imperio en el mare nostrum de los siglos futuros. Se le había quedado grabado en el cerebro el irónico e insultante comentario de Sertorio Macro para animarlo: «Ya tienes cuatro años más que Augusto cuando tomó el poder». Quizá Macro también empezaba a recordarlo.
Se acercó al mapa y tropezó ligeramente en el pulido y brillante suelo de mármol y mosaico. Él mismo se sorprendió: no había nada con lo que su pie hubiera podido topar. Pero «los dioses anuncian el destino con pequeñísimas señales», había dicho un día Zaleucos.
El emperador declaró:
– En lugar de seguir armando legiones, mandar embajadores y hablar… -Sertorio Macro se sobresaltó-. Devolver gobierno autónomo al antiguo estado de Cilicia, donde mataron a todos los familiares de Artavasde… Liberar al hijo prisionero del derrotado Antíoco, rey de Comagene, que fue injustamente depuesto por Tiberio. Volver a dar autonomía a su territorio, indemnizarlo por las riquezas que los ávidos procuradores expropiaron a su padre.
– ¡No puedes hacer eso! -lo interrumpió, espantado, Sertorio Macro-. Los senadores dirán que quieres arrebatarle oro a Roma para repartirlo entre los bárbaros.
Sin contestarle, el emperador alargó la mano y señaló otro punto del mapa.
– En Iturea, dar libertad y poder al tetrarca Soemo, que gobernaba su pueblo con sabiduría. Dejar los montes de Armenia Menor, infestados de bandidos, en manos de Cotis, un jinete incansable -dijo.
Y pensó: «Dejar el Ponto y el Bósforo en manos de Polemón, el príncipe poeta que escribía epigramas y me los daba en una fina hoja de pergamino. "Eros, te lo ruego: acaba con el amor que llevo en mí o concédeme ser amado. El deseo no puede vivir solo…" Dejar el gobierno de Tracia en manos de Roimetalkes, que en casa de Antonia, por juego y porque abrigaba una secreta esperanza, celebró aquel rito desenfrenado…».
Todos eran jóvenes. Todos, como él, hijos inermes de la guerra. Todos con el alma llena de recuerdos amargos y de cosas perdidas. Empleaban instintivamente las mismas palabras.
– Dejar la ingobernable Galilea en manos de Herodes Agripa, que estuvo en la cárcel por decir que confiaba en que yo gobernase. Dejarle también Judea y Samaria, donde Augusto impuso procuradores romanos, y las provincias colindantes de Abilene y Celesiria.
– ¡No puedes quitar a un procurador que fue instituido por Augusto para poner a tu Herodes! -protestó Sertorio Macro. Se había detenido también delante del mapa y golpeaba con su pesada mano la piedra-. Ha pasado un año desde tu elección, y hoy muchos ya no te elegirían.
No sabía que diciendo eso era el primero en enunciar un concepto que, siglos más tarde, muchos gobernantes democráticamente elegidos escucharían con fastidio: el primer año de gobierno, el año de gracia, ha terminado.
– Los enfrentamientos entre los judíos y los árabes -dijo el emperador- dieron a Pompeyo la excusa para mandar a las legiones. Nosotros debemos pacificar esas tierras. Junto a Herodes, daremos libertad y gobierno a Aretas, el depuesto rey de Nabatea…
– Aretas y sus salteadores del desierto… -Macro rió con sarcasmo-. Todas las mañanas veo a procónsules, procuradores y prefectos que gobernaban grandes provincias y ahora pasan el tiempo paseando por el Foro o sentados en las termas, sin cargos, sin dinero… Junio Silano dice que algunos senadores amigos suyos, mejor dicho, parientes suyos, allí, en Galilea, en Judea -buscaba aquellos lugares en el mapa, lo presionaba con el índice-, poseen inmensas tierras cultivadas con grano, viñas, olivos, cosechas que llenan decenas de naves. Y ahora será como si ya no fuesen suyas. Los senadores no están tranquilos. Lo que yo les había prometido no era esto.
El emperador miraba el mapa. Más allá de aquellas inquietas fronteras se extendía el imperio de los partos, antiguo y jamás vencido adversario de Roma.
– Debemos liberar al joven príncipe Darío, que lleva años retenido como rehén. Debemos buscar un acuerdo. -A pesar de las guerras, para él Darío ya era un amigo-. Los ejércitos no volverán a cruzar el Éufrates -dijo-. Pasarán los embajadores.
Macro lo acorralaba, furioso.
– Las legiones han vivido durante cien años de guerras, están para eso. Recuerda que el poder, para durar, debe ser terror -insistía sin recato-. ¡No te seguirá nadie por ese camino!
«No es verdad -pensó el emperador-. Los hombres se lamentan a menudo de los pequeños esfuerzos materiales, pero para hacer realidad un sueño nuevo, sobre todo si parece inalcanzable, son capaces de ir hasta el fin del mundo.»
Macro se dio cuenta de que el emperador no escuchaba y amenazó desesperadamente:
– Si seguimos así, nos matarán. ¿Sabes qué ha dicho el senador Asiático saliendo de la Curia?
El emperador se volvió para mirarlo y pensó que si el ignorante Sertorio Macro hablaba sin ningún control era porque tenía una opinión verdaderamente elevada de sí mismo. No contestó; la única señal externa de sus pensamientos fue la mirada, los iris verdegrisáceos entre los párpados abiertos. Pero el senador Asiático -después de que sus colegas, con una mayoría oficial arrolladora y murmullos de rebelión secreta, hubieran aprobado aquellos proyectos imperiales- había dicho: «No puede seguir así. Estamos descuartizando el imperio como si fuese un cordero para asarlo sobre las brasas».
La oposición alarmada y sorda de los optimates estaba aumentando en serio. «Marco Antonio también regalaba provincias imperiales a trocitos -decía con sorna Asiático-, pero al menos era recibido en la cama de una cortesana faraónica. De haber estado en su lugar, quizá yo tampoco me habría resistido. -Su séquito de fieles lo seguía riendo, y él preguntaba-: ¿Podríais decirme qué recibe ese muchacho a cambio? Dice que recibe a cambio la paz. ¿Podríais decirme qué es la paz? ¿Habéis visto alguna vez la paz? -seguía preguntando, irónico-. Hasta le hemos construido un templo. Un templo a la nada.»
El «lacus» Nemorensis
Una lluviosa mañana de aquel invierno, volvió a la memoria del emperador su padre, Germánico, que ante la cuenca seca del lago sagrado de Sais, en Egipto, había evocado un misterioso lago al sur del Roma: «Los montes están cubiertos de bosques y forman un círculo cerrado; en el centro se abre un abismo. El lago está ahí abajo. No se sabe de dónde llegan las aguas ni de dónde brotan. Iremos», había prometido. Cuando decía esto, no sabía que unas semanas más tarde sus enemigos lo matarían con un veneno sin antídotos.
«Quiero ver ese lago», pensó el joven emperador. Quizá el monumento a su padre asesinado podía erigirse allí donde él había deseado en vano volver. Era una idea profunda, pero todavía sin madurar. Se puso a reflexionar en ella, la idea creció, se convirtió en proyecto. Necesitaba a Imhotep, el arquitecto egipcio que llevaba el nombre de un antiquísimo creador de pirámides y había diseñado el Iseum de Roma. Necesitaba a Manlio, el constructor que había nacido en Velitrae y conocía bien el territorio. Hacía falta Eutimio, el ingeniero naval que dirigía los astilleros de Miseno; y Trifiodoro, el caprichoso decorador alejandrino que conocía como nadie los secretos de tejidos, maderas, mosaicos, pinturas, bronces y oros, y había modelado la esotérica mensa isíaca; y Claudio, el poeta que sabía traducir al latín las antiguas oraciones esculpidas en los templos; y la música, las estatuas… Su mente volaba, con la imprudente e insaciable libertad de inventiva que se alimenta del poder.
Una vez reunida esta gente, una mañana tomó al amanecer la vía Apia, al sur de Roma, con una pequeña escolta sin enseñas ni galones. Le divertía que, viajando así, muy pocos lo reconocieran. Condujo por la subida a su hermoso caballo. No se había separado de él desde que, en Miseno, había respondido inmediatamente al nombre -Incitatus, el Desenfrenado, el Veloz- del mannulus que de pequeño había tenido que dejar en el Rin. Pero este era fuerte, muy resistente, tranquilo y orgulloso, aunque capaz al mismo tiempo de lanzarse a galope tendido. Los arreos de oro relucían sobre la seda del pelaje.
La carretera subía por las dorsales de las colinas. El comandante de la escolta contó:
– Dicen que en la villa de los Quintilio, aquella de allí, hay escondida una estatua de la reina de Egipto. Estaba completamente desnuda, pero regia, y en la cabeza llevaba la corona. La escondieron tan bien que no son capaces de encontrarla.
Bajo el sol de enero, a la derecha se extendían la llanura y el mar Tirreno; a la izquierda, los escarpados relieves albergaban las ciudades del Latium Vetus, más antiguas que Roma. Los montes estaban cubiertos de robles, hayas, encinas, laureles y, más arriba, castaños, cuyos frutos le gustaban, según Virgilio, a la gentil pastora Amarilis. Pero pastores y leñadores contaban: «El monte más alto es un antiguo volcán; por suerte para nosotros, duerme desde hace siglos». Los antiguos y devastadores aludes de lava se habían endurecido hasta las puertas de Roma. Ahora, en la cumbre resplandecía el templo de Júpiter Lacial. De noche, el fuego de su altar se veía desde el monte de Tarracina, donde estaba el santuario megalítico de Anxur, y desde Lavinium, en la orilla donde, según Virgilio, había desembarcado Eneas y se alzaba el esotérico santuario de las Doce Aras. Sacerdotes y poetas afirmaban que el triángulo que formaban esos templos se hallaba unido por fuerzas mágicas, pues debajo de ellos, en las profundidades, había un inmenso lago de lava, aguas sulfúreas y vapores.
Subieron hasta más allá de Aricia y en el bosque se adentraron en la vía Virbia, donde, en un paraje que se consideraba admirable y digno de los dioses, julio César, en la época de Cleopatra, se había construido una villa. Sin embargo, toda Roma sabía que, después de su asesinato, ni Augusto ni Tiberio habían cruzado jamás aquella puerta; en aquel edificio, e incluso en el terreno, todo había quedado impregnado de siniestros hechizos egipcios.
El emperador no había anunciado su llegada -costumbre que se había convertido ya en una leyenda inquietante- y se echó a reír:
– Estos vigilantes no reciben una visita desde hace setenta años.
Efectivamente, entre los árboles aparecieron viejos muros, tejas oscurecidas por el tiempo, la esquina de un pórtico: a primera vista, un edificio en ruinas. El emperador puso el caballo al paso y trató en vano de vislumbrar el lago a través del parque asilvestrado. Aparecieron, en cambio, el intendente, los guardas y los esclavos corriendo por el camino.
El emperador desmontó de un salto antes de que un mílite consiguiera sujetar con la derecha las riendas, dejó a Incitatus en manos de la escolta, entró en la villa y enseguida se sintió decepcionado, pues el mítico Julio César -el que, en la gloria de su madurez, había amado a la jovencísima Cleopatra- se había construido una residencia mediocre, rígidamente anticuada y nada imaginativa. ¿A qué habitación podía pensar llevar a una mujer como aquella? En realidad, la villa ni siquiera le había gustado a julio César, y a lo largo de los años había sido desvalijada por muchas manos. El húmedo olor de moho, las desagradables estancias en penumbra estaban empujando al emperador a volver a Roma, cuando vio que, al fondo del atrio, los guardas se esforzaban en abrir para él una solemne puerta cerrada desde hacía años. En el hueco apareció una terraza, una balaustrada y, más allá, el vacío.
Salió al exterior, se acercó a la balaustrada. Entre los árboles vio de pronto un abismo, y allí abajo, sereno, oscuro, en medio de un círculo de orillas escarpadas, apareció el lago. Alrededor, el bosque -el frondoso nemus- cubría los montes y las ramas se entrecruzaban hasta curvarse sobre las orillas.
El emperador se quedó paralizado ante el inmóvil silencio del agua: estaba lisa como una plancha de metal.
– Los viejos cuentan que el volcán tenía doce bocas -dijo Manlio a media voz- y que esta era la más profunda.
De hecho, las orillas estaban modeladas por la lava, y quizá, bajo tierra, el volcán aún bullía, propagando repentinas sacudidas y enturbiando el agua.
– Pero no se ve de dónde vienen estas aguas -explicó Manlio, disimulando su tosco acento veliterno-, no se ve de dónde salen.
Tal vez era reverencia, tal vez miedo ancestral. En realidad, al lago solo afluían los arroyuelos de un manantial sagrado, pero de vez en cuando la masa de agua inundaba misteriosa e impetuosamente las orillas, y la gente del lugar había excavado una larga galería en la roca para dar salida al flujo hacia el mar.
En la empinada cuesta septentrional se abría un claro, y allí surgía un solo y sombrío edificio de piedra gris, lava solidificada de antiguas erupciones.
– Ese es el templo de la diosa -indicó Claudio. Instintivamente, todos se habían quedado inmóviles. -¿Ese del que habla Vitruvio? -preguntó el emperador. -Exacto, Augusto -respondió Claudio-. No hay luz igual -añadió, como si recitara un poema- a la de la luna cuando surge pura en el cielo y se refleja en estas aguas.
– Diana Libertas -dijo Manlio sonriendo, pues Diana era la diosa de los esclavos.
El emperador le dirigió una mirada. Desde los albores de la historia de Roma, desde la época de Menenio Agripa, el templo de Diana Libertas en Roma, en el monte Aventino, donde el 13 de agosto se celebraba la fiesta de los esclavos, había sido el punto de encuentro de la plebe, así como del partido político antiaristocrático, los populares, al que había estado vinculado Germánico.
El emperador miraba y sentía crecer en su mente un proyecto inmenso: aquel lugar sagradamente incontaminado se convertiría en los siglos futuros en el monumento en memoria de su padre. La idea se convirtió en un estremecimiento físico que le recorrió el cuerpo. Y su imaginación se inflamó, el poder imperial no percibió obstáculos. Además de una muestra de amor, era un arrebato de venganza, un lenitivo para los antiguos sufrimientos humillantes, un arranque de orgullo incontrolado. Llamó a Imhotep, el silencioso arquitecto egipcio, y dijo:
– He tomado una decisión. Edificarás aquí -ordenó inmediatamente- el monumento a mi padre, Germánico, y al sueño de paz por el que perdió la vida. Y lo uniremos a la memoria de mi madre y de mis hermanos muertos.
Imhotep levantó su rostro enjuto, en el que los vientos del desierto habían marcado muchas arrugas, contempló la peña escarpada detrás del lago y murmuró:
– Estoy pensando, Augusto, en un monumento similar al que el gran Senmut construyó en el valle occidental en honor de la reina Hatsepsut. Si te gusta, en esa peña apoyaré fortísimos arcos que sostendrán tres terrazas sucesivas con grandes escalinatas: la mayor abajo, que representa el bha, el mundo material, luego la segunda, donde reside el kha, el mundo de la inteligencia, y arriba la tercera, que refleja el ankh, el mundo del espíritu. En la cima excavaré el speos, la cámara de la diosa, la Gran Madre Isis, que acoge a las almas… Pero no derribaremos el viejo templo, lo restauraremos, porque, la llamen como la llamen los hombres, la divinidad es una sola.
– Has captado mi pensamiento -dijo impulsivamente el emperador-. Empezarás enseguida.
Mientras transmitía esas órdenes, ni él ni los hombres que estaban a su alrededor imaginaban que ese proyecto originaría un oscuro enigma arqueológico. Porque en ningún texto de historia antigua que haya llegado hasta nosotros, absolutamente en ninguno, aparece una sola línea escrita sobre lo que el joven emperador decidió construir en el lacus Nemorensis aquel lejano día de enero.
Dieciocho siglos después, junto al lago se encontraría un templo de enormes dimensiones, enterrado entre las zarzas; pero no era el templo de Diana que el gran -y preciso- Vitruvio había descrito en la época de Augusto. ¿Quién lo había construido y por qué? En el templo se mezclaban diferentes estilos, y la cámara estaba arriba, en una terraza situada hacia la mitad de la ladera, sepultada bajo escombros y matorrales. Pero la construcción parecía haber sido interrumpida de repente. Entre las ruinas yacían bronces, placas, dedicatorias, exvotos dedicados a la lejana diosa egipcia Isis, la Gran Madre. Y una magnífica estatua de Germánico, el envenenado de Antioquía, rota en cientos de pedazos. Y una capilla votiva, erigida nada menos que por un príncipe de Partia. Pero nadie perdería el tiempo estudiando el significado de aquel extraño botín: lo malvenderían, anónimamente, a los museos y los palacios de media Europa.
El emperador ordenó a Manlio, el infatigable constructor:
– Mira allí, a la izquierda del templo. Allí harás un pequeño teatro cubierto, elegantísimo, como el de Pausilipo. Cuidarás todos los detalles para que se difunda bien la voz. Pero no celebraremos espectáculos. Hombres de todos los países se reunirán aquí para hablar, aunque lo hagan en lenguas diferentes, porque las armas no bastan para mantener unido el cuerpo del imperio. Y nosotros esculpiremos, como un voto de paz, armas, corazas, escudos y trofeos de las guerras pasadas, de la misma forma que en el templo de Ilión vi colgadas las armas de los guerreros cansados de matanzas. Prepararás un espacio donde yo pueda escribir con mi mano la finalidad de este proyecto y a quién está dedicado. Porque este era el proyecto de mi padre, y vosotros sabéis que por eso perdió la vida.
– Empezaré a trabajar mañana -prometió Manlio, con la voz quebrada por la emoción.
Después de muchos siglos, junto al templo se descubriría un pequeño y refinado teatro. Parecía absurdo en una zona que era sagrada, como lo es hoy el espacio que queda delante de San Pedro. Sin embargo, en lugar de los consabidos adornos de máscaras teatrales, había dedicatorias votivas y emblemas militares, y algunos apenas estaban esbozados, como si las obras hubieran sido interrumpidas. Apareció también un extraño fresco: un codex abierto, en cuya página vacía estaban escritas -a mano, no pintadas- unas líneas en latín cursivo. Pero no se trataba de algo que hubiera garabateado un intruso. Se había representado el codex abierto y vacío a fin de que alguien pudiera escribir realmente algo, quizá una dedicatoria. Se descifraron solo fragmentos, pero la palabra «manes» aparecía al menos cuatro veces, y los manes eran los venerados espíritus familiares de los muertos. ¿De quién era aquella letra clara, de consonantes altas y angulosas? ¿A qué manes se dirigía? El pequeño teatro volvería a ser cubierto con tierra y actualmente continúa sepultado. Después, junto a la orilla, se descubriría una gran cueva, un odeíon excavado en la roca, con impresionantes esculturas. Allí las obras también estaban inacabadas. Y sobre las orillas repletas de árboles yacían grandes bloques de piedra cuadrados que habían formado una majestuosa carretera alrededor del lago.
Aquella lejana mañana de enero, el emperador también le había dicho a Manlio:
– Mira a la izquierda, junto a la orilla. Ahí excavarás una gran gruta, un odeion, y en sus paredes esculpirás estatuas, como si salieran de las vísceras del monte. Pero no serán monstruos, como los que Tiberio puso en su spelunca. Serán los Genios de la paz. Porque he pensado que todos los años se celebrará aquí un rito igual que el de Sais, en memoria del gran sueño que mató a mi padre. En el odeion sonarán los instrumentos más admirables, cantarán las voces más dulces de Oriente, como las que escuchábamos todas las noches en el palacio de Epidafne, en el Orontes, mientras mi padre, igual que se vierte gota a gota un vino exquisito, a todos esos países, uno tras otro, les regalaba la paz. Y la gente vendrá aquí de todas partes, porque por un sueño nuevo, sobre todo si es muy difícil, los hombres son capaces de ir hasta el fin del mundo.
Manlio, el constructor, intervino con sentido práctico:
– Las orillas del lago están cubiertas de broza y de carrizos…
Mientras él decía esto, el emperador miraba el agua inmóvil y de las profundidades de su mente volvía, superponiéndose, la imagen de aquella proa dorada que se pudría en el puerto de Alejandría.
– Manlio -dijo por tercera vez, me construirás una ancha vía alrededor del lago…
Manlio se sobresaltó, pues ya conocía bien la voz del emperador cuando se transformaba de ese modo, haciendo pausas casi hipnóticas, una voz que no ordenaba, describía lo que estaba viendo en otro lugar.
– ¿Alrededor del lago? -preguntó, dividido entre la sorpresa y el respeto.
– Y la pavimentarás de mármol, porque en el lago…
El emperador se interrumpió, como si los pensamientos le llegaran desde lejos.
Las naves del emperador
– Y ahora escucha tú, Eutimio: sobre estas aguas pondremos las naves del gran rito isíaco, como la nave en la que subieron Marco Antonio, mi abuelo, y la reina de Egipto. La nave que yo vi pudrirse, hundida, en el puerto de Alejandría.
– La nave que tú viste pudrirse en Alejandría, Augusto -dijo Imhotep, emocionándose mientras hablaba-, es la nave de oro, la Ma-ne -yet, la nave sagrada…, un maravilloso templo sobre el agua. La construyó Cleopatra.
– Si pudo construirla la reina de Egipto -contestó el emperador-, podrá reconstruirla Roma. Y construiremos también la nave de los adeptos, donde se encontrarán todos aquellos que, desde todos los lugares de la tierra, quieren seguir el sueño de mi padre. Tenía remos largos y ligeros, según me dijo el sacerdote de Sais.
– Se llamaba Me-se-ket, Augusto -dijo Imhotep-, y yo he conocido a algunos que lloraron al verla arder. Sus remos eran tan largos y finos que cuando se alzaban sobre el agua parecían alas de gaviota.
El partenopeo Eutimio, el extravagante ingeniero naval bronceado por el sol de Miseno, se había quedado contemplando el lago y las colinas que lo cercaban. En ese momento dijo:
– Un templo sobre el agua… -Jugueteaba con su pequeño codex, la libreta de papiro, y miró al emperador-: En mi mente, Augusto, está naciendo la idea de que no haré un templo de madera. Me parece que sobre estas aguas construiré un templo de mármol.
Rió. El joven emperador se estremeció. -Explícate, por favor.
El joven y fiel ayudante de Eutimio, que sabía cuándo darle, para realizar los cálculos complicados o los floridos dibujos, el calamus más o menos afilado, el portaplumas, los instrumentos para trazar curvas o ángulos, el papiro de diferentes espesores, se precipitó de inmediato hacia él. Sacó del estuche de cedro perfumado un calamus que, según la inclinación, trazaba líneas intensas o finísimas y se lo tendió.
Eutimio estaba mirando el agua y dejó el codex sobre la balaustrada que dominaba el lago.
– Por primera vez en la historia de los hombres, este año, el primero de tu imperio, Augusto, en este lago… -Cogió el calamus, lo mojó-. Mira, Augusto, mira… -Trazó una línea fuerte, larga y recta, y otra curva debajo que se unía en los dos extremos con la primera: el casco. Después, inclinando el calamus, completó aquella línea con otros trazos y en la hoja nació la altísima proa.
– Mira: esto es el casco, de madera, pero tendrá que sostener el templo, que será de mármol, piedra caliza, ladrillos… -Rió. Seguía trazando líneas, cada vez más deprisa. Y entre un trazo y otro reía, entusiasmado-. En el pasado se han construido grandes naves reales, grandísimas, pero todas eran exclusivamente de madera.
– Es lógico -confirmó el emperador.
– Pero yo he visto tus ojos cuando te he dicho que sobre esas aguas flotará un templo de mármol, Augusto.
El emperador lo miró. Eran coetáneos, y de pronto se echaron a reír los dos. Eutimio continuó dibujando con fluidez.
– Mira, Augusto, esto no se ha hecho nunca: una estructura naval de madera, que se adapta dócilmente al movimiento del agua, tendrá que sostener rígidas estructuras de obra, que no admiten oscilaciones porque se agrietarían, como cuando hay un terremoto. -Todos lo miraban, miraban su codex, miraban el lago-. Parece absurdo, ¿verdad?
Los demás se apiñaron para ver el dibujo. Eran los primeros del mundo que veían nacer aquella invención. Él trazó en la sección del casco unas líneas verticales; parecían conductos. Y efectivamente, instalaría un genial y desconocido sistema de tubos de arcilla, encajado, para reducir el apoyo de las estructuras de piedra, rígidas, en los flexibles cascos de madera.
– En los cascos…, ¿ves…?, pondré un sistema flexible que absorberá las oscilaciones y el templo de Imhotep no se hundirá. El agua del lago duerme casi siempre, pero si llega un torbellino… Tendré que realizar un trabajo muy preciso, con muchos cálculos, porque los cascos, con la carga que aguantarán, no podrán ser varados para proceder a su mantenimiento. Forraremos la tablazón con planchas de plomo finas y bien soldadas. Tendremos que estudiar los ensamblados de las maderas, las aleaciones de los metales, la protección de todos y cada uno de los clavos…
En su latín se advertían acentos de la Magna Grecia, ecos de antiguos dialectos itálicos, era una lengua solar y alegre; su fantasía napolitana evocó un recuerdo de su tierra.
– La nave de oro tendrá la forma del templo de Isis en Pompeya -dijo-, el único templo donde no se mancha el suelo con la sangre de los sacrificios animales.
– Revestiré el interior del jem con mosaicos auténticos -dijo el arquitecto Imhotep-. Le daré a Isis Panthea los colores sagrados: el blanco lunar del espíritu, el verde de la vida y el rojo de los reinos infernales.
– En ningún templo se habrá visto jamás la decoración que veremos en el de este lago, te lo prometo -intervino con entusiasmo Trifiodoro, el imaginativo decorador alejandrino-. Tallaré puertas y marcos en las maderas más raras. Los mármoles serán iguales que los que Cleopatra eligió para su palacio de Alejandría. Los bronces, las tapicerías, los cortinajes serán iguales que los que el padre de mi padre hizo para ella. Bisagras, tiradores, bocallaves, hasta las tejas y los remaches de la carena llevarán un baño de oro. Será una nave de oro. En los costados colocaré una serie de magníficas esculturas de bronce, cabezas de lobo, panteras, monstruos, los símbolos infernales de la mística isíaca. En el jem, el santuario, pondré una magnífica cabeza de Medusa en bronce dorado: astrológicamente, la guardiana del fascinante signo de Virgo, bajo el que tú naciste, Augusto.
– En Mendes -dijo Imhotep-, junto al aqenu, el lago sagrado, en una estela de piedra están esculpidas las reglas del rito, a fin de que no se pierda su memoria: el phar-haoui sube a la nave, maneja el gran timón y dirige la Ma-ne -yet hacia la luz. Pero esa no tiene ni remos ni velas. Los sesenta remeros de la Me-se -ket la empujan: son la voluntad del hombre que busca el Absoluto.
– Por lo que veo, deberá tener una estructura resistente -intervino Eutimio-, vigas muy gruesas. Mira, a lo largo de los costados colocaremos un pórtico y una preciosa barandilla. -Mientras hablaba, iba dibujando-. Y aquí abajo estarán los remeros. Y cuando, empujadas o arrastradas, las dos naves unidas se muevan por el lago, parecerá un enorme edificio de más de ciento noventa pasos. Porque en la segunda nave también pondré columnas de piedra y de madera, corintias y salomónicas, y tejas de arcilla, protegidas por otras de cobre dorado. Y una balconada, y una elegante balaustrada de bronce, y enormes vigas que asomen, repujadas, por los costados, y escalmos para los numerosos remeros.
– Para acompañar el rito -anunció Claudio, el poeta que se había iniciado en el esoterismo egipcio-, traeremos de Egipto instrumentos musicales que aquí no se han escuchado nunca: las arpas en forma de luna, el te-bu-ni, el laúd, la na-bla, la flauta recta sencilla y doble, el me-me y la flauta travesera, el se-bi. Sus sonidos se deslizan, mezclándose y respondiéndose, a través de tus oídos, dentro de tu cuerpo físico, el bha, antes de llegar a tu mente, el kha. Y en ese momento, con todas las lámparas encendidas, de los vasos rituales, las situlae doradas de tronco cónico, se servirá en las copas con el simpulum de larga asa en forma de cabeza de serpiente el vino especiado, y mientras los perfumes arden en los incensarios, en el aire se alzará el sonido de los sistros de bronce y de plata, y en la mano del phar-haoui el seistron de oro, el purísimo instrumento isíaco. Y todos juntos envolverán finalmente tu anj, tu espíritu, porque el espíritu que va más allá de la muerte se nutre de perfumes, de sonidos, de oraciones y de luz. Y no quiere sangre, ni sacrificios de animales. Y entonces, cuando la luna llena asome por encima de la colina, como en Sais, la gran estatua de la diosa Isis, madre de la paz, en su trono de piedra, saldrá lentamente del jem y aparecerá en la proa vacía, como hace tres mil años en el Jer-o, el Río Grande, que aquí llaman Nilo.
– ¿Una estatua en un trono de piedra? -preguntó bruscamente Manlio, el constructor-. ¿Y cómo la moverán?
– Eso no lo sé. Todos lo que lo sabían han muerto en Ta-ne-si, la Tierra Amada, que vosotros llamáis Egipto.
– No te preocupes -intervino Eutimio-, tú dime solo el peso de la estatua y sus medidas.
– Daos prisa -ordenó el emperador-. Por favor -añadió con la suave voz de su juventud.
Sintió que estaba ligando su nombre a algo que no se había visto nunca. Otros soberanos habían construido mausoleos, jardines colgantes, colosos, arcos triunfales; y los grandiosos monumentos casi siempre habían salido de las riquezas obtenidas gracias a una guerra. En ese lago, en cambio, las naves de mármol que flotaban en el agua sugerirían a los hombres de todos los países que incluso el sueño más difícil de alcanzar -el de una paz duradera- podría hacerse realidad.
– Trabajaremos juntos -aseguró Manlio. No se atrevió a decir que, como constructor, la idea de una nave de mármol le había entusiasmado-. Cuando los cascos estén a punto, Eutimio, al día siguiente yo estaré para poner los cimientos. Y las columnas, las tejas y los mármoles ya estarán apilados en la orilla. Pero tú, Imhotep, tienes que darme enseguida los planos, las medidas. Y tú, Trifiodoro, las indicaciones para los elementos decorativos, los mosaicos, las puertas… Todo formará parte de un proyecto único. Y tendré que controlarlo todo yo; nadie podrá decirme que me he equivocado y debo rectificar. Dentro de un año, Augusto, o quizá menos, tus naves navegarán por este lago y continuarán haciéndolo durante siglos.
Pero no le fue concedido ese tiempo. Y nadie dejó escrito qué fue lo que pasó. Pero, durante siglos, campesinos y pastores de aquellos montes contaron que en el fondo del lago yacían una o quizá dos inmensas y maravillosas naves, porque las redes de los pescadores se enganchaban, se rompían y arrastraban hasta la superficie del agua extraños y preciosos fragmentos.
No se vio que tenían razón hasta que, en 1928, empezaron a reducir, mediante aventuradas y complejas técnicas, el nivel de las aguas bombeándolas en la antigua galería emisora, porque poco a poco salió del fango el enorme, esquelético, saqueado pero solidísimo casco de madera -más de setenta metros- de la que fue llamada la «primera nave»; y se descubrió con estupor que sostenía las ruinas de un edificio de obra. Después, a poca distancia, emergió el casco de la «segunda», igual de grande e igual de devastada. Pero se constató que era una construcción increíblemente cuidada, basada en tecnologías tan avanzadas que sorprendieron a los expertos en historia de la marinería y los ingenieros navales. Se desató un gran interés en torno a aquel misterioso pero evolucionadísimo sistema de construcción de barcos. Luego se descubrió que la primera nave tenía dos enormes timones, pero no poseía ni reinos ni velas. La segunda, en cambio, llevaba, en aquel pequeño lago, escalmos para sesenta remos. ¿Qué significaba eso? ¿Quién había construido aquellas naves allí? ¿Quién las había hundido? Un enigma arqueológico y un absoluto, e injusto, silencio de la historia.
Un día, entre los restos se encontraron unos trozos de plomo. Una vez retirado el limo, sobre el blando metal apareció, nítidamente grabado, completamente legible, intacto, el sello del constructor, y era una marca imperial. Ponía: «Gajus Caesaris Aug Germanic…».
De repente, la leyenda del lago quedó unida al joven emperador. Sin embargo, una historiografía enemiga y una literatura novelescamente morbosa habían construido en torno a «Calígula» una imagen despreciativa hasta límites absurdos. Así pues, nadie tuvo la honesta y, en resumidas cuentas, simple idea de estudiar seriamente la personalidad y los objetivos del hombre que había querido dos naves tan singulares, espléndidas y únicas en nuestra civilización. Es más, se llegó a decir que las naves eran para uso militar o, si no, estaban destinadas a desenfrenadas orgías. Como si los datos arqueológicos pudieran adaptarse, indiferentemente, a dos usos tan distintos.
Pero aquel lejano día de enero, Claudio, el poeta místico, había dicho:
– La nave sagrada, la Ma-ne -yet que se desplaza con lentitud, siguiendo la luna en el cielo, representa el gran viaje del alma. ¿Conoces la oración? Tunc minor es, cum plena venís; tune plena resurgís, cum minores; crescis semper, cum deficis orbe… La divinidad que, como el lento y siempre igual ciclo lunar en el cielo, aparentemente se aleja y desaparece, pero que siempre, ante la súplica de los hombres, se presenta de nuevo resplandeciente. El nombre con el que llamas a la divinidad es indiferente. Isis, Luna, Ceres, Juno celeste, Cibebe, Diana, Diva Jana, Diviana, Lucifera, diosa de la luz, Artemisa. Los antiguos dorios la llamaban Limnatis, diosa de los lagos; la llamaban Delia porque había nacido en Delos, Ilitia, Urania, Astarté en Fenicia, Milita en Babilonia, Selene en Grecia, Aliat en el desierto árabe, Isis reina del cielo en Egipto… Es lícito invocarla con cualquier nombre, con cualquier rito, con cualquier aspecto… Y ella responde a todos: «Aquí estoy. Yo, rostro único de todos los dioses y las diosas. Con aspectos multiformes, con ritos diversos, con todos los nombres posibles, toda la humanidad venera a la divina Unidad».
Cien años más tarde -en la época del emperador orientalista Adriano, cuando el culto isíaco había sido liberado del ostracismo político-, Lucio Apuleyo, nacido en Madaura, junto a Cartago, tierra de polemistas, filósofos y teólogos, inventó para esta oración un latín áureo y poético. El adepto decía: «Regina caeli, sive Tu Ceres… seu Tu caelestis Venus… seu Phoebi soror… quo quo nomine, quoquo rito, quaqua facie Tejas est invocare». Y la diosa contestaba: «En adsum, deorum dearumque facies uniformas. Cuius numen unicum multiforme specie, ritu vario, nomine multijugo totus veneratur orbis».
Pero en aquel momento el joven emperador escuchaba las palabras del poeta y se preguntaba: «¿Qué son las religiones? ¿Tentativas de acercarnos a lo que nunca comprenderemos?».
Pero ¿cuál era, dónde estaba el origen de todo eso? ¿Era un dios? ¿Era acaso divino todo lo que lo rodeaba? ¿Y qué significaba «divino»? ¡Ah, los filósofos griegos! ¿Qué fuerza o poder había decidido que él viviese su dura y maravillosa vida? Y si había decidido todo eso, ¿hasta qué punto cuidaba de él? ¿Existía una vía de escape racional de aquellas angustias? ¿Podía esperar algo que pareciese justicia? ¿O él también formaba parte de la injusticia y de la violencia, ciegas como el viento y el fuego? ¿Qué importancia tenía en el conjunto el dolor de uno solo? ¿Servía para algo? Y en caso afirmativo, ¿para qué servía?
«¿O todo lo que saben los hombres es simplemente la máscara puesta por el miedo sobre el rostro de lo desconocido? No sabemos. Pero deseamos saber. Deseamos sobre todo que nuestra vida sea menos terrible.» Aquel sacerdote de Sais decía que la vida es energía pura. Dar la vida, o quitarla, es como transvasar el agua que está dentro de una copa a otra copa de otro color: el agua es la misma. «Tú no desapareces -decía-. Tú vas y vuelves.» Y su padre, al que le quedaban tan pocos meses de vida y que parecía que lo supiese, preguntaba al sacerdote: «Pero ¿adónde?».
En cambio, Zaleucos, el viejo preceptor desaparecido quién sabe cómo, que tenía la mente llena de las doctrinas de los antiguos filósofos, un día había dicho: «La idea de lo divino no se capta con razonamientos. La comprensión de su esencia relampaguea en el alma como un rayo». Y también lo escribiría Plutarco, cien años más tarde.
«En realidad -pensó el emperador-, no sabemos ni de dónde viene la muerte ni de dónde viene la vida. Nadie puede decir que lo sabe, ni tampoco afirmar que es el único que lo sabe.»
– ¿Crees que lo que nosotros llamamos religión -preguntó bruscamente a Imhotep- podrá hacernos ver un día lo que hoy desconocemos?
Imhotep se quedó sorprendido.
– Nuestro anj debe realizar el viaje -dijo, vacilante-. Es un viaje marcado por la oscuridad y la confusión, pero nos lleva a la otra orilla… Eso significa la nave de la diosa. Pero quizá la idea es más elevada de lo que podemos representarla con nuestras palabras.
– Gracias -dijo el joven emperador con melancolía-. Si todo eso es verdad, para mí sería muy reconfortante.
En ese momento, Eutimio dijo, riendo:
– A mis hombres les va a encantar un proyecto como este. Ya veréis cuando mañana vaya a Miseno y les diga: «Muchachos, vamos a ir a un lago a construir dos naves de mármol».
…el poder es un tigre…
Las fiebres
– No arriesgué la vida, delante de las narices de Tiberio, para pedir audiencia a ese muchacho a través de los esclavos egipcios -dijo Sertorio Macro, furioso, a sus hombres más fieles.
Había soñado con un poder mayor que el arrebatado a Elio Sejano, pero ahora su influencia sobre el emperador disminuía a ojos vista y la capacidad de chantaje de las cohortes pretorianas era cada vez más superflua. Y su mujer, Enia, no paraba de lamentarse:
– Después de todo lo que hemos hecho, ya no cuento nada…
– ¡El emperador necesita una emperatriz, no una puta! -acabó por replicar. Y añadió que ni siquiera había sido capaz de hacer bien eso, pues el emperador pasaba por delante de ella como por delante de una pared.
Todavía más irritado, y de forma harto visible, estaba el ya muy influyente senador junio Silano, suegro imperial durante apenas dieciocho meses, que se sentía transformado de día en día en un intruso y asediado por el escarnio de los adversarios. Cada vez con más frecuencia -él que solo era ya el impotente portavoz de los preocupados optimates-, sus consejos eran desoídos por el emperador. «He tenido que tomar otra decisión», le decía, sonriendo. El emperador, por su parte, lo veía como un antiguo siervo de Tiberio, quizá un cómplice, e instintivamente lo odiaba.
También vivía días inquietantes la soberbia estirpe de los Pisones, los herederos de Cneo Calpurnio Pisón. «Los expertos en venenos», susurraba la gente al verlos pasar. Y si el pueblo no lo olvidaba, todavía había menos esperanzas de que lo olvidase el emperador.
De modo que cuando, a finales de aquel primer prodigioso año, Cayo César cayó repentinamente enfermo -y era la primera vez en su vida- de unas «fiebres» que los médicos no conseguían identificar, todos estos estuvieron pendientes de su enfermedad, porque, si él moría, el juego del poder volvía a abrirse.
Pero él se recuperó de la fiebre y al abrir los ojos vio a su lado, pálida por la preocupación, a su queridísima hermana Drusila, que, liberada del odioso matrimonio con Casio Longino, se había casado por amor con un descendiente de los Lépidos, familia de triunviros. Drusila era frágil, no tenía aún veinte años.
– He soñado -le dijo él- que eras reina de Egipto conmigo, como era costumbre entre los phar-haoui. Te había dado el uraeus imperial.
Los médicos oyeron las confusas palabras y después alguno las repitió fuera de la habitación. Él dijo que tenía sed, bebió y se durmió. Los médicos dijeron que sus medicamentos lo habían salvado y los fratres arvales dieron gracias a los dioses. Pero las palabras susurradas por el emperador se difundieron entre los optimates, quienes se apresuraron a recordar las escandalosas costumbres nupciales de aquellos antiguos soberanos.
– Se cree un faraón. Cleopatra también estaba casada con su hermanastro Tolomeo, que tenía doce años, ¿os acordáis?
Al día siguiente, mientras el pueblo de Roma celebraba la curación y el grupo de los conspiradores se encerraba en una amarga desilusión, Calixto se acercó al lecho del emperador y le preguntó en voz baja si estaba lo bastante fuerte para escuchar.
Él, aunque sorprendido, respondió que sí, y Calixto le dijo, con despiadada rapidez, que junio Silano, «tu inconsolable ex suegro», junto al nieto y heredero de Calpurnio Pisón, «que lleva el mismo nombre execrable que el asesino de tu padre y ha heredado su escaño senatorial y sus riquezas», se habían informado todos los días sobre sus fiebres, «pero sin esperar que te curases». El emperador guardaba silencio, sus ojos claros destacaban en el delgado rostro. Mientras los médicos, inquietos, urgían a Calixto a salir desde el otro lado de la puerta, este murmuró:
– Perdóname por hablarte así en estos momentos, pero es preciso que estés al corriente. Estos días…
El emperador se preguntó cuántos días habían sido, porque él no lo recordaba y todavía no se lo había dicho nadie.
– Pisón y Silano -anunció Calixto- se han reunido en secreto con Sertorio Macro.
Hizo una pausa para ver si lo había entendido bien.
Con la cabeza hundida en las almohadas, el emperador escuchó en silencio. Parecía un chismorreo, pero la asociación de aquellos tres nombres lo atravesó como una cuchillada. «Calixto nunca me ha dado una noticia que me haya hecho feliz -pensó. La alarma se extendía por su interior, era un silbido cada vez más intenso-. Pero tiene razón. Sertorio Macro es experto en intrigas.» Después se dijo que eran sospechas absurdas. El silbido se apaciguó, aunque no del todo. Se guardó esos pensamientos para sí y murmuró que quería descansar. El arquíatra imperial abrió la puerta e intimó a Calixto a salir.
Con los ojos entornados, muy débil todavía, el emperador miró a Calixto alejarse: si aquel antiguo esclavo podía ahora recorrer los palacios de Augusto y entrar en la habitación del emperador, era precisamente gracias a Sertorio Macro. «¿Por qué lo acusa?» ¿Qué había sucedido durante los días negros de su fiebre? Para calmarse, se dijo que las enormes ambiciones de Calixto no admitían rivales. No obstante, la alarma aumentaba: Macro era el hombre en cuyas manos estaba literalmente su vida. Eran pensamientos insoportables y el emperador los apartó de su mente. Mientras se sumía en la somnolencia, tuvo tiempo de decirse que había espías e informadores para enterarse de la verdad. Y él tomaría medidas. La breve frase de Calixto cayó en un rincón de la memoria. Calixto no volvió a hablar del asunto.
El emperador se recuperó con la rapidez de la juventud. Unos días después, examinando los despachos de Alejandría, Calixto dijo:
– Mira, Augusto.
Era una grave denuncia contra Arvilio Flaco, el hombre al que Tiberio había regalado el lucrativo cargo de prefecto en Egipto. El emperador no lo había destituido porque junio Silano había sugerido no deshacerse demasiado deprisa de los hombres de Tiberio, darles alguna ambigua esperanza para mantenerlos tranquilos. «Todo el que sea apartado -había dicho- será un nuevo enemigo que pensará día y noche en perjudicarnos.»
Arvilio vivía días suntuosos en la ciudad que había sido de Cleopatra; los amaneceres y los crepúsculos de enero eran luminosos y templados como solo pueden serlo en Egipto. Pero desde hacía meses él ya sabía que en Roma muy pronto alguien pediría audiencia al joven emperador.
– Arvilio ha cometido malversaciones escandalosas, ha provocado desórdenes y los ha sofocado con una crueldad tan estúpida que ha acabado por convertirlos en rebelión -dijo deprisa Calixto-. Mira, tu fiel Herodes, de Judea -añadió, cogiendo otro escrito-, lo confirma todo.
Esperó la respuesta del emperador ardiendo de impaciencia; su habitual palidez se había acentuado.
El emperador se preguntó qué ocultaba Calixto de su desconocido pasado, qué odios, qué venganzas juradas en secreto. Luego recordó las devastaciones de Sais, los campesinos sin trabajo arrastrándose por las calles de Alejandría.
Calixto pronunció entonces una de sus breves frases largamente pensadas:
– En Capri oí decir que el gobierno de Egipto le fue regalado a Arvilio después de que condenaran a tu madre.
El emperador no reaccionó. Había aprendido a guardarse los pensamientos, y se guardó también aquel todo el día. Por la noche se dijo: «Todavía no he hecho uso de todos los poderes que el Senado me dio». Augusto había dictado para sí mismo -y utilizado con despiadada prudencia, aunque casi siempre en secreto- esa durísima ley que «por la seguridad del imperio» le permitía detener, juzgar, modificar las sentencias de otros, condenar a muerte. Tiberio había administrado esos poderes con creciente crueldad y
Roma los había padecido con odio. El joven emperador se dijo con cierto abatimiento: «Empuñar el arma de esa ley es adentrarse en un camino sin retorno». Pero al final se decidió: «Es necesario». Ordenó en secreto que Arvilio Flaco fuese conducido a Roma. Y esperó.
Arvilio Flaco llegó, destrozado por el larguísimo viaje realizado por mar y tierra como prisionero, al igual que Agripina y Nerón habían viajado a las islas donde los habían relegado. Los viejos recuerdos despertaron en los senadores, como un terremoto en el sueño. Al igual que en los tiempos de Tiberio, se vieron de una hora para otra convocados en supremo tribunal. Y mientras que los populares comentaban con odio: «¡Por fin!», la alarma dejó helados a los optimates: en aquel joven emperador de ojos verdes, cabello bien peinado y hermosa voz, además de la inocua fascinación de la juventud se movía algo más.
En cuanto al emperador, la noche antes del proceso volvió a tener insomnio: caer profundamente dormido, despertarse esperando que sea de día, descubrir irremediablemente que todavía es noche profunda. Comprendió que solo esperaba ver cara a cara a uno de los responsables de la muerte de su madre.
Arvilio entró en aquella Curia solemne, brillante de mármoles y repleta de senadores inmóviles, que intimidaba hasta hacer balbucir a los embajadores amigos y acobardaba a los otros. Al ver al emperador, vaciló. Este, por su parte, después de haber pasado la noche sin dormir, veía a un sexagenario medio calvo, de piel malsana y rugosa y mirada huidiza. «Desconfía de quien, cuando te habla, mira hacia un lado», había dicho su padre. Los senadores estaban sentados y guardaban un silencio tenso; era el primer proceso después de la muerte de Tiberio. No era una siniestra persecución política, sino un juicio por acusaciones de mala administración y violencia; y sin embargo, la sala se llenaba de horribles recuerdos.
Desde el comienzo del interrogatorio, el emperador vio que el despiadado Arvilio era vil, implorante y mentiroso. «Un hombre así -pensó con furor- tuvo en sus manos la vida de una mujer como aquella.» A buen seguro, de aquel proceso sabía bastante más que él.
Pensamientos de venganza cundían entre los populares; entre los optimates, en cambio, se extendía el miedo de que Arvilio hablara del pasado. Por eso, todos de consuno y con la máxima rapidez que permitían los procedimientos, lo declararon culpable. Algunos fueron a consultar con el emperador el alcance de la pena, y él impetuosamente declaró:
– No quiero muertos.
Los senadores, recordando la inhumana frialdad de Tiberio, se sorprendieron, pero, bien por compasión por el condenado o bien por secreta connivencia, obedecieron y condenaron a Arvilio a que le fueran confiscados sus bienes y a ser relegado a una isla de las Cícladas, en el Egeo, la siniestramente célebre Giaros.
– ¡Vaya! -dijo Calixto-. Tenemos la suerte de capturar a una serpiente y, en vez de aplastarle la cabeza, la dejamos en libertad al fondo del jardín.
Pero Arvilio, al oír la condena, se desesperó y lloró indecorosamente en público. Entonces, Marco Emilio Lépido -el hombre con el que Drusila, enamorada, había querido casarse, el nieto de aquel Marco Lépido en cuya casa julio César había cenado la noche antes de que lo mataran- rogó de improviso al emperador, recordando precisamente la dureza de la relegación, que enviara al condenado a un lugar menos aislado y salvaje.
«¿Por qué lo protege Lépido?», pensó el emperador con una momentánea desconfianza. Sin embargo, se acordó de cuando había visto partir para Giaros, a morir allí, al tribuno Cretico, fiel compañero de su padre en Siria, y ordenó que la remota Giaros fuese cambiada por la mucho más clemente isla de Andros. Los senadores ensalzaron su clemencia y le obedecieron.
«Cede fácilmente a la piedad», reflexionó alguien. Y para el senador junio Silano, para los Pisón, para Sertorio Macro, que -aterrorizados al ver emerger su embrionario complot- habían seguido el proceso como se mira un río en plena crecida, temiendo que rompa los diques, aquel resquicio de docilidad, aquel sentimental retorno a las decisiones racionales, muy distinto de la siniestra inexorabilidad de Tiberio, fue como haber descubierto una grieta en una pared.
En cuanto al emperador, se guardó sus pensamientos para sí. Le dijo a Calixto una sola palabra, plenamente consciente de lo que desencadenaría en aquel pálido griego:
– Vigílalos.
Después aparentó haberlo olvidado todo, pues Eutimio, el constructor de naves, y el arquitecto egipcio Imhotep le anunciaron que en una piscina de los jardines imperiales flotaban los modelos, a escala, de la Ma-ne -yet y la Me-se -ket, las dos misteriosas naves egipcias, y que si él daba su aprobación al día siguiente comenzarían a trabajar a orillas del lacus Nemorensis.
– Quiero verlas inmediatamente -contestó él, y bajó a su paso veloz de muchacho mientras los otros dos se apresuraban a seguirlo, el anciano Imhotep emocionado y ansioso, y Eutimio, bronceado por el mar de Miseno, con una sonrisa pícara, como si estuviera preparando una broma. Al fondo del camino, entre las plantas, el sol iluminaba algo que le respondía con reflejos de oro. Mientras el emperador se acercaba, el resplandor era por momentos cegador, pues Eutimio había estudiado bien la colocación y la hora.
Ante el estanque de las flores acuáticas que Augusto había traído de Egipto, Eutimio dijo con un gesto triunfal, como si señalara una ciudad conquistada:
– Augusto, mira: dos naves con casco de madera, sobre cuyo puente se alzan edificios de mármol y que flotan ligeras. Mira. -Con un dedo, movió el gran timón situado en la popa de la nave sin remos y sin velas; la proa se volvió lentamente hacia el emperador-. Me faltan los remeros -añadió, riendo-. Tengo que hacerlo yo. -Y con la palma de la mano, empujó la segunda nave hasta que la proa tocó la popa de la primera. Las dos embarcaciones se convirtieron en un solo edificio que flotaba y resplandecía.
– Nunca se había concebido nada semejante -dijo el emperador. Y el corazón le sugirió que, más allá del poder y de la gloria, una empresa así bastaba para dar fama a un hombre-. Gracias.
Antes del anochecer, toda Roma hablaba de las naves de oro de los jardines imperiales. Sin embargo, la poderosa casta de los sacerdotes públicos, los Quattuor Amplissima Collegia, el preeminen te Collegium Pontificum, los augures que predecían el futuro basándose en el vuelo y el canto de los pájaros, los Quindecemviri Sacris Faciundis, que consultaban los antiquísimos Libros Sibilinos en los momentos desesperados -todos los cuales ya habían visto con malos ojos el enigmático y competidor templo isíaco en el Campo de Marte- dijeron que en Roma estaban sucediendo cosas extrañas: «Una magia egipcia mantiene a flote sobre el agua naves de mármol».
La alarma era todavía mayor porque el joven emperador no se interesaba mucho por los ritos religiosos romanos, a los que Augusto, en cambio, había contribuido con grandiosas ceremonias y generosas donaciones.
– El emperador se parece a Julio César, que no ofrecía ni mandaba ofrecer sacrificios a los dioses -dijo con reprobación un viejo sacerdote-. También él, cuando volvió de Egipto después de aquella historia con Cleopatra, dio muestras de que su mente había sufrido un siniestro cambio.
Después se supo que en las colinas del otro lado de Aricia, a orillas de aquel lago que descansaba peligrosamente sobre un volcán dormido, había comenzado una misteriosa y magna obra de construcción. Llegaban maestros de hacha de las montañas del interior, y carpinteros de Miseno, de Tarento, incluso de Alejandría; descargaban vigas centenarias, enormes fustes de columna, montañas de tejas. Y no se permitía a nadie bajar al lago. Sin embargo, subiendo a la ladera del monte, escondiéndose entre los troncos para no ser visto por los centinelas, se veía el nutrido campamento de aquella gente extranjera. Trabajaban duro desde el alba hasta la noche, con grandes hogueras. Habían levantado dos gigantescas estructuras de madera en la orilla, y continuaban trabajando.
Hasta que, una mañana, los pastores de Aricia y de Lanuvio bajaron anunciando a gritos que las dos gigantescas estructuras estaban en el agua y flotaban, y que eran dos naves. Y que aquel partenopeo llamado Eutimio, que molestaba a todas las muchachas, había ido a las cantinas a comprar vino para su gente.
Invitación al Palatino
Poco después, el senador Calpurnio Pisón, «el nieto del envenenador», decidió a sus cincuenta años volver a casarse con una mujer joven, célebre por sus admirables formas («un cuerpo que para muchos no tiene secretos», susurró con pérfida sensualidad Calixto) y que, por su parte, salía de un apresurado divorcio.
El grandioso patrimonio de los Pisones en los tiempos del antiguo proceso había sido salvado por la Noverca, como toda Roma repetía. Por eso se anunciaron fastuosos festejos a los que asistirían todos los optimates, cosa que a los populares les pareció un insolente desafío político. Un informador reveló a Calixto dónde continuaba reuniéndose Calpurnio Pisón, demasiado a menudo, con el senador Junio Silano y el airado prefecto Sertorio Macro para mantener insidiosas conversaciones.
«Es intolerable tener que saludar como Augusto a un muchacho de veintiséis años», había dicho Calpurnio con altanería. Y otros habían insinuado que el «muchacho» no era muy prudente: «Se mueve con una pequeña escolta, le gusta cabalgar por el campo…».
El emperador recordó el palacio de Antioquía el día que se oyó salir la voz de su padre de las habitaciones interiores, mientras el senador demasiado amigo de Tiberio subía pesadamente la escalera. La vieja, horrible historia se repetía. La única persona en toda Roma con la que habría podido hablar sobre esa peligrosa intriga era la anciana Antonia. Pero Antonia se había marchado. Una noche había dicho: «La suerte ha sido benigna conmigo. Preferiría que todo terminase ahora. No quisiera alargar la vida al precio del dolor». Por la mañana la habían encontrado durmiendo apaciblemente en su impecable cama, con una sonrisa, y no se habían decidido a llamarla. Luego, una de sus fieles esclavas le había tocado una mano y había susurrado, perpleja: «Está helada…».
El emperador experimentaba ahora una angustia desproporcionada, una desazonadora sensación de soledad, un deseo de venganza absolutamente incontrolable. Sin embargo, pasó por alto el venenoso relato de Calixto, reflexionó y finalmente, maravillando por igual a populares y optimates, invitó a Calpurnio Pisón y a su es posa al Palatino. La nobleza, el poder y el peligro potencial de aquella siniestra familia eran tales que la invitación pareció una señal de paz tras la antigua tragedia, o quizá un indicio de temores secretos.
La deseable esposa se llamaba Livia Orestila, y en cuanto apareció en el umbral del triclinio imperial, deslumbrante con sus joyas sobre la sedosa piel, las miradas de todos los hombres más importantes de Roma -con gran variedad de fantasías secretas- recayeron sobre ella. Entró el emperador, avanzó entre los invitados, que le abrían paso, se acercó a la mujer y le habló en voz baja. Le dijo que su belleza merecería elevarla al imperio.
En una república de patricios como era Roma, aquella mujer, casada con un descendiente de los Pisones, estaba vinculada por su parte con la estirpe de los Cornelios, con la antigua, austera y célebre matrona que, invitada a mostrar sus joyas, había señalado a su numerosa prole. Sin embargo, pese a sus severos recuerdos atávicos, la mente de Orestila fue atrapada por las halagadoras palabras imperiales. El contempló su espléndido escote y, jugando con el excesivamente noble recuerdo de la antepasada, añadió que sobre ella las joyas sobraban: se limitaban a cubrir lo que todo hombre deseaba ver. Ella rió, y el sonido se oyó en toda la sala. También rieron los más próximos, pero Calpurnio Pisón no reaccionó, como si no viera nada.
El emperador invitó a la mujer a sentarse a su lado y los invitados enseguida se dieron cuenta de que estaba sucediendo algo irremediable. «Ha corrido demasiado vino», murmuraron. Había que distraer al emperador. Pero el emperador no parecía haber bebido; siempre bebía poco. En cambio, se hubiera dicho que estaba obstinadamente atrapado por la belleza de la mujer, y ella, ante los ojos de su esposo y de los invitados, no intentaba ni mucho menos evitarlo.
Mientras Calpurnio Pisón, tendido en silencio entre un grupo de amigos, clavaba una mirada inexpresiva en ellos, Calixto («ese griego tan pálido», decían muchos, exasperados) se acercó a ellos riendo y, ofreciéndoles de beber, comentó que aquella mujer le gustaba mucho al emperador.
– Todos rebosan vino -susurró alguien.
Calpurnio Pisón no decía nada, miraba al emperador de lejos, con una expresión de duda y de cobardía en los ojos: quizá por un momento lo había considerado un depravado, atraído sin control por su sensual esposa. Sin embargo, otros estaban recordando que en el pasado del joven emperador -que, mientras tanto, rozaba en público con dos dedos, muy despacio, el desbordante escote de Orestila- pesaba una espeluznante serie de muertos jóvenes, despiadadamente asesinados. Y veían a Calixto -un liberto imperial y en consecuencia muy poderoso, pero aun así alguien que había sido esclavo- hablar con insolencia burlona, aunque en un griego exquisito, a un hombre que pertenecía a una de las principales familias de la República. Y este escuchaba y callaba.
– ¿Te acuerdas -preguntó Calixto- de cuando el divino Augusto puso los ojos en la legítima y noble esposa del senador Claudio, la divina Livia, y se la llevó a casa ya embarazada? -Instintivamente, sus vecinos fingían no oír, pues desde hacía años, y hasta la desaparición de Tiberio, pronunciar palabras de ese tenor habría significado la muerte-. Augusto incluso consultó a los sacerdotes acerca de aquel apresurado enlace, y ellos no encontraron nada que objetar, ¿te acuerdas? -Jugueteaba con la copa de vino. Su risa estaba envenenada por el odio y, consciente de su impunidad, se convertía en desprecio-. Así que se pusieron de acuerdo los tres, Augusto, Livia y el senador Claudio, que también fue invitado a la boda…
Alguien, como desahogo o por estupidez, soltó una carcajada.
Pero inmediatamente después aquellos nombres, pronunciados en un discurso vulgar, incrementaron la angustia: no era el vino lo que hacía hablar a Calixto. En el fondo de la sala, el tímido Helikon estaba muerto de miedo. Entretanto, el emperador, rodeado de la servil distracción de los cortesanos, había entablado con la mujer una conversación persuasivamente licenciosa tan cerca de su escote que notaba su respiración, mientras ella reía sin recato. Pero, al mismo tiempo, más allá de los cabellos bien peinados y perfumados de ella, el emperador veía a Calpurnio Pisón, el heredero de una estirpe que había soñado con sostener al imperio, el cual per manecía realmente demasiado inmóvil ante las insultantes palabras del antiguo esclavo: desde una distancia de veinte años, a su mente también había acudido el recuerdo de aquel envenenamiento en Siria.
Y el pensamiento se extendía por la sala, se transmitía de un cerebro a otro, interrumpía las conversaciones, hacía abandonar las copas de vino y, lo más alarmante de todo, hacía inmovilizarse a los augustianos que, con sus ligeras armaduras de gala, estaban de servicio al fondo de la sala. Era el comienzo de una partida mortal, y todos se dieron cuenta.
Los parientes del esposo, un grupo de senadores, tras haber dudado entre reaccionar o no de algún modo, guardaban un cauto silencio. Sus semblantes decían que había sido una catástrofe dejar el imperio en manos del hijo de Germánico, una locura haber creído que el joven iba a ser un maleable e inexperto ejecutor de la política senatorial, «porque, después de todo, cuando mataron a su padre no era más que un niño», había dicho irreflexivamente alguien.
La fiesta se enfriaba; poco a poco callaron los instrumentos, los bailarines se marcharon sin hacer ruido. Sertorio Macro se levantó pesadamente, se deslizó junto a la pared, habló con algunos de sus oficiales.
Tan solo, necia e impúdica, la bellísima esposa miraba al emperador, lo invitaba, loca de felicidad. Él le preguntó, en un susurro que muchos oyeron, qué podía esperarse de la cama de un viejo como Calpurnio Pisón. Necesitaba un vigoroso muchacho, dijo riendo.
– Lenguaje cuartelario -murmuró un senador de antigua familia-. Se nota que creció entre legionarios.
Pero enseguida se calló, al recordar que había sido Calpurnio Pisón quien había llamado irónicamente «muchacho» al emperador.
Mientras tanto, el emperador llevaba el juego hasta el final. Dijo a Orestila que la quería inmediatamente; no dormiría esa noche sin ella. Y quería que se casaran. Calpurnio Pisón se levantó instintivamente, se ajustó despacio el traje y volvió a tenderse sin mirar a nadie. El senador Junio Silano, el ex suegro que había perdido el poder, estaba a su lado y, sin volver la cabeza, le puso una mano sobre el brazo.
En ese momento entró una procesión de sirvientes cargados con bandejas de aves exóticas decoradas con sus plumas, como si estuvieran vivas. Calixto acudió a su encuentro, cogió una larguísima pluma de faisán, fingió olerla y dijo, antes de ordenar que presentaran aquella bandeja a Calpurnio Pisón:
– Aquí no hay veneno.
Calpurnio miró a Calixto y dejó que pusieran la bandeja delante de él sin hacer nada. El emperador se levantó sonriendo y, con un ademán, indicó a los invitados que se quedasen donde estaban. Luego, con la misma sonrisa, cogió a Livia Orestila por la cintura y la invitó a acompañarlo. Ella lo hizo sin dirigir una sola mirada atrás, y juntos salieron de la sala.
Al día siguiente, Calixto encontró la manera de hacer saber a toda Roma que «el emperador se llevó a la mujer que la noble familia de los Pisones se disponía a recibir como esposa igual que un legionario habría escogido una puta del burdel del castrum; y ella, como una auténtica y experta puta -subrayó-, lo siguió y, mientras todavía estaban atravesando las salas donde se celebraba la fiesta, empezó, con triunfal exhibicionismo, a dejar resbalar el vestido por los hombros, y todos vieron el esplendor de sus pechos; hasta que el emperador se la llevó semidesnuda a una habitación, despidió a todos y cerró la puerta».
Pero algunos historiadores escribieron también una ponzoñosa conclusión de la historia: una semana más tarde, el emperador ordenó que la mujer se marchara del palacio, e hizo que le dijeran que se conformara, porque pasaría a la historia no como la viuda del último de los Pisones, sino como la segunda, aunque insatisfactoria, mujer del emperador, con todos los beneficios correspondientes.
La bella Orestila regresó llorando a casa y contó a todos que se había plegado a la brutalidad imperial para salvar la vida de Calpurnio Pisón. El la creyó o, indecorosamente, le pareció beneficioso fingir que la creía, pues de ese modo los dos se convertían en mártires.
Sin embargo, otros historiadores escribieron que el escarnio no escandalizó a nadie en Roma.
– La gente ríe -refirió el frío Calixto sin reír-. Mis siervos han escuchado los comentarios de la calle. Ríen los gladiadores y los militares, pronunciando las frases que puedes imaginar, Augusto. Los hombres te envidian. En los mercados, las mujeres dicen que con una como esa no podías hacer otra cosa.
En realidad, la muerte de Germánico había vuelto a la memoria de todos y, debido al odio generalizado contra los Pisones, la gente había saboreado con crueldad aquella trivial venganza sin sangre.
– Dicen que les gustaría ver si los Pisones se atreven a ir al Foro -añadió Calixto antes de decir a modo de conclusión, sin cambiar de expresión-: Algunos dicen que, llegados a este punto, no podrás dejar que Calpurnio Pisón siga vivo.
De hecho, Calpurnio Pisón y sus cómplices no habían vivido aquellos siete días -los siguientes a la humillante salida del triclinio imperial- solo con rabia. El emperador había demostrado sin tapujos que los recuerdos no estaban muertos y que, tras su bonita sonrisa juvenil, se ocultaban peligrosas aptitudes de proyección y disimulo. Y ellos se dieron cuenta de que sus vidas estaban en juego.
Poco después, Calixto anunció al emperador:
– Tengo que darte una noticia asombrosa, Augusto: Calpurnio Pisón y junio Silano, tu inconsolable ex suegro, junto con Sertorio Macro, han recuperado a aquel estúpido muchacho, Gemelo, aquel al que Tiberio, después de haber perdido el juicio, había incluido en su testamento.
– Ese muchacho es tonto, ¿de qué puede hablar con esos dos? -objetó impulsivamente el emperador.
Y mientras decía esto, pensó que ese muchacho tonto era sobrino de Tiberio. El pensamiento se convirtió de inmediato en una tremenda sensación de alarma. El voto senatorial, que había anulado el testamento de Tiberio, había sido hábilmente dirigido por Sertorio Macro; y ahora Macro hablaba con Gemelo, el desheredado.
– Junio Silano -susurró Calixto, y su voz era idéntica a la
que el emperador le había oído la primera vez, en el pórtico de Capri-, el viejo Silano quiere utilizar a Gemelo como anzuelo para atraer a los optimates, igual que planeó hacer contigo, de acuerdo con Macro, cuando te casaste con su hija.
El emperador se percató de que Calixto había hablado con total frialdad, como si le contase la historia de otro. Sin embargo, se trataba de su vida. «Macro no puede ser fiel a nadie», pensó. La alarma aumentó, se transformó en una sensación de muerte.
En aquellos pocos segundos, en su mente cambió todo, como cuando se produce un desprendimiento en el pico de un monte. No era verdad que el tiempo del terror hubiera terminado: poder moverse, caminar, descansar como cualquier ser humano libre. Su vida era un blanco. Sintió un acceso de furor, pero no por su vida física. «Yo tengo un proyecto que cambiará el imperio; y Macro, en cambio, tiene que pagarse las mujeres, beber sin moderación con los oficiales, cruzar Roma a caballo sabiendo que, al ver su sombra, todo el mundo es presa del terror.»
– Macro está aquí fuera -susurró Calixto-. Quiere que lo recibas. Que yo esté hablando contigo ha despertado sus sospechas.
– Hazlo pasar -ordenó el emperador.
Calixto, que había percibido la dureza cortante de la voz, se dirigió hacia la puerta.
Sertorio Macro entró y, sin preámbulos, anunció con rabia:
– Te lo había dicho: hemos provocado demasiado a los senadores. Calpurnio Pisón, Silano y Gemelo están conspirando.
Mientras la sorpresa hacía palidecer a Calixto, el emperador se preguntó quién habría informado a Sertorio Macro sobre sus pesquisas secretas. Después se dijo que tenía tiempo para averiguarlo. Lo importante en ese momento era que Macro, gritando, acusaba a los otros para presentarse como ajeno al complot. De modo que prestó oídos a su furia fingida, mirándolo; y el desconcierto de sentirse traicionado estaba transformándose en la alegría despiadada de haberlo descubierto.
– Quizá tengas razón -contestó-. Trataremos de calmar a los senadores. En cuanto a esos tres, dame pruebas.
Las pruebas contra aquellos tres llegaron enseguida, llevadas por el servicial Calixto. Las órdenes de arresto fueron cursadas de inmediato.
– Pero Silano, que es viejo, que sea condenado a confinamiento en casa.
Los senadores, obedientes, iniciaron el proceso en una Roma estupefacta y dividida por fuertes emociones. Pero todos -siglos después se diría: desde la derecha hasta la izquierda- pronosticaron que aquellos tres no tenían esperanzas: su crimen era el más grave contemplado por las leyes romanas.
Según los historiadores, el emperador no acudió a la Curia para asistir al proceso. La facción de los populares aprovechó la ocasión y fue despiadada; y los optimates, ante la sorpresa general, se unieron a las acusaciones con el mismo rigor.
El clarividente Calixto comentó:
– Quieren demostrarnos que ninguno de ellos ha sido cómplice. Todavía inspiramos miedo -concluyó con alivio.
El orgulloso junio Silano, en cuanto comprendió que la partida estaba perdida y su poder destruido, no esperó a oír el veredicto; se encerró en su habitación. Lo encontraron unas horas después de que se hubiera quitado la vida, y con sus propias manos, en silencio.
– Dicen que, pese a su edad, ha conseguido hacerlo con un solo gesto -refirió Calixto.
El emperador recordó el día que, siendo un adolescente, había escuchado los elogios de Silano por su refinada pronunciación griega, y era un recuerdo incómodo. Pero quizá Silano había decidido morir demasiado precipitadamente, porque el emperador sintió una profunda e inesperada angustia ante la idea de ratificar por primera vez sentencias capitales.
– El hijo de Germánico nunca pagará con la muerte a los descendientes del asesino de su padre -declaró.
Los senadores, sumisos, condenaron a Calpurnio Pisón al exilio. El único que no atrajo la compasión fue el joven Gemelo: por sus venas corría la sangre de Tiberio, y esa herencia era una promesa segura de otras conspiraciones. La condena a muerte fue, efectivamente, unánime.
– No lo salves, no puedes dejarlo vivo -insistió con más violencia que nadie Sertorio Macro.
Sin embargo, muchos también se preguntaron por qué el muchacho se había defendido tan mal. No sabían que alguien había bajado al calabozo subterráneo en el que se encontraba aterrorizado, desesperado, aterido de frío, para llevarle exquisita fruta y una manta, y al mismo tiempo le había susurrado que estaban trabajando para salvarlo. Y el muchacho había guardado un obstinado silencio hasta que la hoja del verdugo se abatió sobre su cuello.
Al día siguiente, Calixto cerró la puerta a su espalda y dijo al emperador en secreto:
– Mira esto, Augusto.
Al primer golpe de vista, el emperador reconoció la letra torpe y angulosa de Sertorio Macro. Aquel hombre astuto y casi analfabeto había dado absurdamente una orden por escrito a uno de sus oficiales: «Aconseja al muchacho que, por su bien, calle». El oficial había obedecido a Macro y después había entregado el escrito a Calixto.
– ¿Lo ves? -dijo Calixto, inclinándose tan cerca del emperador que este notaba su respiración-. Macro ha hecho enviar a la muerte al joven Gemelo, porque así ese estúpido ya no puede revelar que los pretorianos lo habrían apoyado.
Calixto tenía razón, como siempre. Pero, para él, había sido una operación magistral: el joven sobrino de Tiberio había sido quitado de en medio; el peligroso Macro había dejado pruebas irrefutables en su contra; aquel oficial desconocido se había asegurado el futuro, pero se había atado a Calixto para siempre: se llamaba Casio Quereas.
Y ahora Calixto, mientras el emperador bajaba la vista hacia la hoja y luego la levantaba, controlando el efecto del descubrimiento, se apartó educadamente y declaró:
– Quien ha traicionado una vez, no puede evitar traicionar de nuevo.
Estaba de pie frente al emperador con una especie de hierático respeto, inflexible. Pero pensaba, triunfalmente, que el emperador estaba solo, que a su lado solo había quedado él. Dejó la hoja sobre la mesa.
El emperador dejó pasar unos días sin mencionar el asunto. El mensaje fue guardado en un bargueño. Pero poco después de que el sereno mes de mayo hubiera acabado el emperador hizo llamar al prefecto Macro y le preguntó si le gustaba Egipto. Mientras Macro, que vivía con el alma en vilo, pensaba lo que debía responder, el emperador le explicó con voz afectuosa que quería concederle el lucrativo, envidiado pero merecido cargo de prefecto de esa provincia augustal, con capital en la sublime Alejandría.
– Quiero ponerla en tus manos -dijo-. Debes poner orden allí, después de los desastres y los robos de Arvilio. -Desplegó su bonita sonrisa sin arrugas.
El alarmado Macro temió parecer ávido si aceptaba.
– Quítame esta preocupación -insistió el emperador.
Por la mente de Sertorio Macro pasó el recuerdo de Tiberio, que para destruir a Sejano le había encargado a él que le anunciara aquel falso nombramiento para ocupar el cargo de tribuno consular. Sintió frío en la espalda, pero el joven emperador sonreía. «Es un muchacho», pensó Macro, cegado por la codicia del inmenso poder.
El emperador le anunció que quería repartir el mando de las cohortes entre dos tribunos.
– Si no te tengo a ti -dijo con preocupación-, me parece un riesgo demasiado grande confiar tanta responsabilidad a un hombre solo. He pensado en dos fieles centuriones, Sabino y Casio Quereas, formados los dos en tu escuela. Además, Quereas -añadió sonriendo-, con esa fuerza física, tranquiliza a cualquiera. ¿Es verdad que un día le partió las vértebras a un toro con las manos, sin utilizar arma alguna?
– Sí -contestó enseguida Macro, riendo-. Estaba delante del altar de los sacrificios. El toro se rebeló y embistió al sacerdote. Fue cuestión de un instante: Quereas agarró al toro por los cuernos, le torció la cabeza, y el animal, babeando, cayó sobre las piedras.
El emperador también se echó a reír.
Las dudas desaparecieron de la mente de Macro, que consideraba a Sabino y Quereas totalmente fieles a él. Inmediatamente transmitió las consignas y dejó el mando. La riqueza y el poder a los que estaba a punto de acceder -un cargo, se decía en Roma, que hacía a un hombre semejante a los antiguos phar-haoui de Egipto- no le permitieron ver la mirada gélida del hercúleo Casio Quereas.
El emperador lo dejó disfrutar unas horas de la ilusión de triunfo. Luego, mientras su casa, en la que él ya estaba indefenso, se encontraba llena de amigos que lo felicitaban, ordenó rodearla de hombres armados.
– ¿A él no le perdonas la vida? -preguntó, atento, Calixto.
– Es un militar -explicó despiadadamente el emperador, y su voz sonó distinta de todas las demás veces que lo habían oído hablar-. No es un patricio que se pasa las noches de juerga. Ha quebrantado el juramento. Todas las legiones del imperio lo sabrán: un militar que ha traicionado no puede vivir. Pero le concedo la posibilidad de suicidarse, si lo prefiere.
Entretanto, en la casa de Sertorio Macro, ante el desconcierto de familiares y amigos, el oficial encargado de la ejecución entregaba a Macro la hoja arrugada con su mensaje escrito en líneas torcidas y la condena a muerte.
Macro apenas echó un vistazo a su mensaje, lo imprescindible para reconocerlo, antes de leer lentamente -con la misma lentitud que escribía- su condena.
– Dile a quien te manda que a sus peores enemigos los ha dejado vivos -le dijo al oficial.
Este no contestó. Seguramente lo odiaba, porque le preguntó fríamente si debía esperar, para comprobar que se había quitado la vida, o llamar a los hombres que le pondrían las cadenas.
Macro se sentó con las piernas abiertas, levantó de la mesa todavía puesta una copa de vino y, mientras la sostenía con su fuerte mano sin que le temblara, dijo en tono irónico:
– Dame el tiempo necesario para vaciarla.
Los dioses habían jugado con él años atrás, en Alba Fucense, cuando, al ver la imponente y tosca estatua de Heracles sentado bebiendo, la había mandado colocar en el templo. Sertorio Macro se dijo que no volvería nunca más a la impracticable fortaleza de los Apeninos, a su querida Alba Fucense, al arx donde había soñado construir el más espléndido anfiteatro y había invertido el oro necesario para la magna obra. Pensó que se le recordaría eternamente por aquel impresionante edificio; no era una figurilla que alguien pudiese destrozar a martillazos. Bebió el vino de un trago, se levantó y dijo al oficial que no tendría que esperar mucho.
La «zothecula»
El emperador se había encerrado en el escritorio que había sido de Augusto. El lo llamaba la zothecula: luz tenue, una entrada a la gran sala con columnas, otra que daba al peristilo, la posibilidad de entrar y salir sin ser visto. En las paredes, paneles enmarcados por elegantes estucos, con frescos serenos: cisnes, grifos, flores de loto. Una preciosa mesita, su silla, dos o tres escabeles, un lectulus, una especie de diván para descansar y leer, moda inventada por Marco Tulio Cicerón.
Pero en las cuatro paredes, nichos y ménsulas estaban sobrecargados de pequeños objetos preciosos. Soberanos derrotados, embajadores en busca de paz, notables locales y gobernadores de provincias peligrosas se esforzaban en escoger presentes -objetos de oro, piedras, esmalte, madera, marfil, mármol, cristal, mosaicos, camafeos, pinturas- que satisficieran su ya famoso espíritu coleccionista.
Fiel a las órdenes, el oficial encargado de la ejecución de Macro se hizo anunciar y, de pie en medio de aquellos espléndidos tesoros, relató los hechos: Macro, como militar que era, había escogido el suicidio; y había actuado con rapidez, y sin hacer ruido. Había dejado un mensaje, que el oficial repitió con cínica brevedad: quedaban vivos otros enemigos. Concluyó diciendo que Enia, la mujer de Macro, había escogido morir con él. El emperador lo despidió sin hacer comentarios.
Los pensamientos empezaron a fluir en cuanto la puerta estuvo cerrada. Sobre la mesa descansaba, como pisapapeles, un elegante camafeo -un gran jaspe montado en oro- regalo de Polemón, el príncipe poeta. El emperador le dio varias vueltas entre los dedos. En el jaspe estaban representadas en relieve siete novillas; en el círculo de oro que lo rodeaba, Polemón había hecho grabar unos versos suyos: «Las terneras te miran, como si estuviesen vivas. Quizá huirían. Pero el cerco en el que están encerradas es de oro».
¿Qué quería decir Polemón? ¿Que la prisión debe ser grata para que no te percates de que estás encerrado? ¿O que el oro, el verdadero, lo aprisiona todo?
De hecho, los hombres de Macro, los pretorianos, generosamente pagados, habían mantenido un disciplinado y casi indiferente silencio, igual que en la época de Sejano. La cautela codiciosa de Augusto y la insaciable y lúcida avaricia de Tiberio quizá habían nacido de experiencias similares. «Los senadores están divididos y son incapaces de administrar el poder -había dicho sonriendo Tiberio, una de las raras veces en que se le había visto sonreír; y había añadido-: El dinero es el amo.»
El emperador se levantó, se puso a andar por la habitación; cinco, seis pasos, y giraba sobre sus talones, volvía atrás, acariciaba un objeto, lo cogía, lo recolocaba.
Un pequeño vaso de cristal y pasta de rubíes, de Menfis, intacto después de mil trescientos años; de la dieciocho dinastía, decían. La enorme esmeralda india regalada por Cotis. El rostro del dios Amón, del color del sol porque estaba fundido en un oro sin escoria.
El emperador se dijo que la inercia venal de los pretorianos ante la muerte de Macro había sido muy útil, pero era terrorífica. Su protección era precaria, más aún, inexistente. «Tiberio puso el mar a su alrededor. Yo estoy aquí y debo contar con una guardia incorruptible.»
Caminaba. Balsameras, frasquitos de oro y de cristal en los que mojar varitas de hueso para extender el perfume sobre la piel: Herodes decía que su abuelo se los enviaba a Cleopatra. Una pequeña escultura crisoelefantina, de oro y marfil: el águila de Zeus raptando a Ganímedes. La garras aferran, sin clavarse, el cuerpo del joven, lo levantan del suelo. Mientras las fuertes alas se abren para emprender el vuelo, el joven, consciente de que quien lo rapta es el dios, no se resiste; es más, con un brazo estrecha el cuello del águila. Se dice que es obra de Leocares.
Un pequeño bronce, la cabeza de un sátiro con las orejas puntiagudas. Ríe. Dicen que esa risa eufórica en los labios carnosos la talló con sus propias manos el avaro Lisipo, que cada vez que vendía una figura echaba una moneda dentro de un ánfora, y cuando murió contaron mil quinientas.
Una pequeña diosa de mármol, la delicada Venus de Bitinia, en cuclillas en la orilla del agua, desnuda, que se vuelve para mirarte. Se dice que es la primera idea en la que trabajó el célebre Doidalses. «La belleza no traiciona, no tiende trampas. No piensa, cuando te mira, que tú, a los veintisiete años, deberías morir.»
Cogió una copa de cristal azul de Tiro, con figuras de sátiros danzando, realizadas en relieve negativo: el artista ahuecaba el cristal por el revés, y por el derecho parecía un repujado. «Mi padre también había planeado crear una guardia de corps especial, pero no tuvo tiempo.» Se dio cuenta de que tenía sed. En la más lujosa y exclusiva estancia de los palacios imperiales no había una jarra de agua. Pero se dijo que no podía abrir aquella puerta. Dejó la copa en su sitio. Y de pronto pensó: «¡Germanos! Jinetes germanos, seleccionados entre los auxilia que patrullan en el Rin. Germanos. Desarraigados que sepan que no podrán volver nunca más a su país. Germanos que no comprendan una sola palabra de latín, que no conozcan en toda Roma a alguien a quien dirigir un saludo. Fieles por instinto y por necesidad. Germani Corporis Custodes.» Guardia de Corps Germánica.
Luego, a su mente acudió la voz ronca de Enia en el viento de Capri, sus dedos sin gracia, de nudillos toscos, alborotándole el cabello en aquellos miserables días. Manejada por Sertorio Macro, Enia había luchado con sus pobres fuerzas. «Sus fuerzas eras experiencias de burdel y aquel tío Trasilo que revelaba profecías. Perros débiles, que gruñen porque la cadena los ahoga. Pero Trasilo, al profetizar a Tiberio que yo no reinaría nunca, me salvó la vida.» ¿En qué estancias había tenido lugar aquel diálogo entre el avispado astrólogo y el viejo emperador atormentado por las sospechas, mientras él, sentado en la biblioteca, era ajeno a todo ello?
Al final de todo, Enia había demostrado tener dignidad y valor: más fuerte que las mujeres de muchos senadores.
Aquellas eran las primeras muertes de su imperio, las primeras decididas por él. Piedras caídas en el camino. «Trasilo ya no puede profetizar nada. El imperio ha llegado; aquí está. Es un tigre.»
Drusila
Bastó media hora para que toda Roma se enterase de la caída de Sertorio Macro y de cómo había muerto. La gente de la ciudad, contó Calixto, se había quedado de una pieza. Pero, puesto que en vida Macro solo había inspirado miedo, puesto que, desde la época de Tiberio, estaba vinculado a recuerdos de violencia, los romanos recibieron la noticia de su muerte con alivio. Y una multitud se congregó espontáneamente delante del Palatino para aprobar que se hubiera evitado el peligro y dado muerte al traidor.
Pero no ocurrió lo mismo entre los magistrados, los sacerdotes, los optimates: estos descubrieron con espanto que el joven emperador era totalmente distinto de lo que se habían contado uno a otro hasta el día antes. El joven perdido entre libros, que caminaba inseguro por las escalinatas de Villa Jovis, era un cerebro encerrado en sí mismo, simulador y secreto, fulminante en las decisiones.
Y mientras él sentía aún la turbación producida por aquellas primeras muertes («Ha sucedido algo que nada podrá sanar jamás»), en otro palacio de Roma, Valerio Asiático murmuraba para sí: «Creíamos haber elegido un símbolo y nos hemos regalado un amo». Y estaba secretamente atemorizado, casi hasta la angustia, porque el emperador había descubierto él solo aquellas intrigas y él solo las había desmontado. Pensó que la popularidad del «muchacho» había echado raíces demasiado profundas. «Si los romanos piensan que queremos matarlo de verdad -se dijo-, ninguno de nosotros podrá volver a salir a la calle.» Estuvo reflexionando largamente y decidió: «Tendremos que decir a los romanos que la mente del emperador se inventa miedos sin fundamento, ve por todas partes persecuciones y fantasmas». Y a los colegas aterrorizados que lo apremiaban les dijo: «Esas fiebres le han dañado el cerebro; se está convirtiendo en un peligro para muchos inocentes. Y hay que decírselo a Roma sin dilación, mañana mismo».
Pero al día siguiente el emperador no salió de la zothecula y no permitió entrar a nadie. Era el décimo día de junio del segundo año de su imperio. En la villa de Baia -donde vivía sus días de enamorada con el hombre con quien había querido casarse-, su hermana Drusila, la única persona de su destrozada familia a la que todavía podía querer, había muerto a los veinte años, a causa de una brevísima y estúpida fiebre que los médicos no habían sido capaces de curar y sin que a nadie hubiera considerado necesario informarle. Únicamente después de que hubiera muerto le habían dicho, balbuciendo, que aquella fiebre, con dolores de cabeza atroces que llegaban a hacerle perder el conocimiento, había sido semejante a la que lo había atacado a él, pero de la que los dioses lo habían salvado.
Él había cerrado la puerta. «Es más difícil quedarse solo dentro de estos palacios que para un condenado al que se quiere impedir que se suicide.»
Pero no era verdadera soledad. Al otro lado de aquella puerta a la que no se atrevían a llamar, esperaba un sinfín de senadores, sacerdotes, magistrados y tribunos para calmar su inconmensurable dolor con ritos y palabras. Y su rechazo empezaba a asustarlos.
Tan solo aquella puerta cerrada lo defendía. «Cuando estás solo, no consigues llorar de verdad. Dejas escapar unos sollozos y ya está.» Dio media vuelta, comprobó que la puerta estuviese bien cerrada.
«Cuando abrí los ojos al remitir la fiebre, fue a ella a quien vi. Y ahora, este junio tan claro y templado ella no lo ve. Pero si el emperador demuestra lo que siente, es como abrir la puerta de una ciudad sitiada.»
Unos días antes, en medio del silencio, había oído los pasos de Drusila correr ligeros fuera de aquella puerta. Nadie despegaba del suelo las sandalias de suave piel, forradas de seda, con tanta levedad como ella. Y, con la respiración apenas jadeante, llamaba. Ninguna mujer tenía los pequeños labios sonrientes que tenía ella. Empujaba despacio la puerta. Y él fingía que dormía.
En la última ménsula, allí abajo, descansaba la pequeña y enigmática escultura de madera, extraída de un incorruptible tronco de sicomoro, que aquel sacerdote de Iunit Tentor le había regalado a su padre: «Representa el anj, el espíritu que nada puede matar». Era el cuerpo estilizado de un pájaro con grandes alas, recubiertas de decenas de brillantes turquesas. Pero del denso plumaje emergía un rostro humano, con los labios cerrados, que miraba hacia el frente.
Al lado estaba la pequeña representación en madera de una joven con una coronita de oro en la cabeza. Y sobre ella estaba escrito en demótico: «Ojalá pueda tu alma, Eirene, resurgir junto a la divina señora de Ab-du». ¿Qué irreparable dolor había empujado al esclavo Helikon a llevarlo encima escondido durante años y a pedir al emperador romano, como si fuera un niño, que la guardara en la zothecula, «a buen recaudo»?
Pero de Drusila no existían retratos. Solo una pequeñísima cabeza de mármol. Había que representarla inmediatamente, antes de que el tiempo borrase su recuerdo. Decidió que le encontraría sitio en aquel monumento sagrado que estaban construyendo en la orilla del lacus Nemorensis. Representarla con su sonrisa adolescente, en una actitud espiritual. La parte de ella que no podía morir.
Finalmente, un solo hombre en todo el imperio logró que le abrieran aquella puerta: el antiguo esclavo Fedro, el poeta.
«Majestas ducis», decía para dirigirse al emperador, incluso en la intimidad. Debía de tener cincuenta años en aquella época. Había nacido en Pieria, en la Macedonia meridional, y capturado como esclavo en un momento y de un modo de los que no le gustaba hablar, como el pobre Zaleucos, del que no se había vuelto a saber nada. Había sido llevado a Roma y regalado a Augusto, quien, impresionado por su arte, lo había emancipado. Había aprendido latín de adulto y había adquirido, para escribirlo, un estilo excepcionalmente sencillo, pictórico como una fábula y profundo como una filosofía.
Pero cuando, por la famosa fábula del cordero y el lobo, Elio Sejano lo había encarcelado y había dejado caer sobre él, tan moderado como sus obras, la durísima ley De majestate, Fedro se había defendido mal diciendo que se había limitado a traducir antiguas fábulas griegas, concretamente las de Esopo. Había salvado la vida, pero nunca se había liberado del horripilante recuerdo de la cárcel; tenía los ojos enrojecidos a causa del largo período pasado en la oscuridad.
– Inferior stabat agnus -citó de memoria el emperador. Se dio cuenta de que, tras horas y horas de negro silencio, sus labios se movían; pero también advirtió que los ojos enrojecidos del poeta brillaban, y era peligroso, porque bastaba una insignificancia para hacerle caer también a él. Se sobrepuso y dijo-: Dime la verdad de una vez. Tú escribes demasiado bien, eso no son traducciones.
Fedro declamó entonces de memoria, en un bellísimo griego, el místico episodio en el que Esopo contaba cómo la diosa Isis -que despierta las facultades creativas del alma- había dado voz de nuevo a sus labios.
– En realidad -explicó-, no sabemos cómo nace en nosotros, los poetas, lo que decimos y escribimos. Solo sabemos que tenemos que hacerlo.
El emperador trató de sonreír y contestó que quizá el alma de Esopo se había refugiado dentro de él. Impulsivamente, lo abrazó, y Fedro notó, contra sus delgados huesos, los sollozos que sacudían el pecho del emperador. Pero el emperador se rehízo enseguida y dijo que haría esculpir un herma de dos caras, como la de Jano, el antiquísimo dios itálico del Sol y de la Luna, pero por un lado pondría el rostro bárbaro del tracio Esopo, que vivía en penosa soledad, descuidado, con el pelo enmarañado, también él con experiencia como esclavo.
– … y por el otro, el rostro pensativo, espantado por la experiencia de la cárcel, de mi querido poeta, mi Fedro.
La puerta de la zothecula ya había sido abierta y todos se asomaron. El dolor se había vuelto postración y el emperador recibía a sus visitantes, muy pocos a la vez, los que cabían en aquella estancia diminuta. Se sentaban a su alrededor, sobre escabeles y cojines.
De vez en cuando un copero servía con diligencia, por consejo de los médicos imperiales, un vino tinto añejo que Manlio había sacado de un dolium pluricentenario de sus bodegas, hundidas en las faldas volcánicas del monte Artemisio.
Y mientras los visitantes hablaban, el emperador se dijo que a nadie le importaba realmente que la dulce Drusila -tan joven y en el suave mes de junio- estuviera muerta. Incluso el hombre al que ella había amado, aquel hombre perteneciente a una gran familia, Marco Emilio Lépido -estaba entrando en ese momento- ya había encontrado consuelo. Más aún, parecía que la muerte de Drusila le causara más rabia que sufrimiento; no había perdido un amor, le habían robado algo.
Después llegó Lucio Anneo Séneca, el filósofo, y le leyó en la cara al emperador que los dolores infantiles, las pérdidas familiares incurables, habían vuelto a explotar clamorosamente. Y fue un testigo no partícipe, que juzgaba con desprecio disimulado. Tenía un alma noble pero seca, lúcida y orgullosa, sentía por el mundo de los afectos una compasión intelectual. La condición humana, decía, la condicio rerum humanarum, era mediocre y no había esperanza para ella.
No buscó palabras consoladoras. Dijo que a él los reveses de la vida le habían enseñado la ciencia de la escritura.
– Porque esa es la finalidad del dolor: construir experiencias.
Vio que el emperador estaba mentalmente ausente y se irritó. Dijo con altanería que estaba tomando nota de los acontecimientos y de las conversaciones de los demás para una obra que estaba escribiendo muy despacio, dividida en muchas partes.
El emperador se levantó con una sensación de asfixia y dijo que quería descansar. El médico apostado en el umbral, controlando con fastidio el agobiante ir y venir de visitantes, intervino y rogó a todos que salieran. El emperador, en vez de esperar, salió bruscamente. Mientras se alejaba, se dijo que a aquella estancia atestada de tesoros, donde todos los objetos soportaban el peso de las angustiosas, trágicas, violentas influencias de los que los habían perdido, no volvería nunca más. Y deseó -al igual que Tiberio había querido Capri- que Manlio terminara cuanto antes las ma ravillosas estancias de la nueva domus, desde la que se veían los Foros y que no estaba envenenada por viejos recuerdos.
El lecho imperial
– El lecho imperial está vacío -declaró aquel verano el senador Valerio Asiático. Había escogido para pronunciar esa frase incendiaria un tono de preocupación paternal-. La mitad de los senadores le darían, o le han dado, a sus mujeres y sus hijas, y no han conseguido nada.
Quería decir que era absolutamente necesario, a través del matrimonio, introducir a alguno de los suyos en el secreto de los palatia imperiales.
Calixto, que hablaba con todos -y nadie callaba con él, dada su capacidad para meterse en todas partes, escuchar, aceptar sin comprometerse, invitar a confidencias íntimas sin interrogar-, interpretó las palabras del senador Asiático y aprovechó un momento sin testigos para decir al emperador:
– Los más importantes senadores me suplican que haga que te fijes en sus jóvenes hijas. Roma te pide un heredero.
El emperador pensó, preocupado y molesto, que aquel esclavo libertado hacía demasiados planes por su cuenta. Y mientras Calixto aguardaba, dividido entre la angustia y el miedo, él, con la fuerza que le daba su juventud, preguntó con aparente despreocupación:
– ¿Cuál es la más guapa?
Mientras lo decía, también él pensó que aquel lecho vacío en los aposentos imperiales realmente estimulaba los planes de muchos. Y durante la vejez de Tiberio se había visto lo peligroso que era despertar la codicia de aspirantes a la sucesión.
Pero la respuesta, que Calixto se reservaba, no llegó enseguida. El emperador notó que la proximidad del poder le había alterado el semblante. Delgado, finas arrugas bajo los ojos, decía que él también dormía muy poco; besándole ostentosamente el borde del manto con un gesto de esclavo, repetía que jamás hubiera esperado poder vivir días como aquellos. «Absolutamente maravillosos», murmuraba. Sus palabras eran siempre de una inteligencia a la altura de la situación. Pero enseguida se encerraba en sí mismo, disimulaba. «Me muero por servirte», decía con gélida pasión, y eso era lo máximo que se podía oír de sus labios.
– Te ruego que me escuches, Augusto -dijo con dulzura-. Es necesario para el imperio. -Sabía perfectamente que, de todas las grandes y peligrosas familias, el senador Asiático ya había escogido por su cuenta a cuál introducir para compartir el poder, y él luchaba para impedirlo-. Roma te pide que escojas, entre las familias ilustres, a la muchacha con la que desees casarte.
El emperador, recordando asqueado a la infantil Junia Claudila y los ciegos y egoístas juegos con las esclavas adolescentes de Antonia, declaró bruscamente:
– No quiero tener a mi lado a una niña. La Augusta será una mujer, y desde luego no la elegiré por el nombre de su padre.
Calixto no dijo nada. El emperador se alejó unos pasos mirando, desde la terraza de su nueva domus, la espectacular inmensidad marmórea de los Foros, la Curia, los templos, la antigua vía Sacra, la nueva y grandiosa rampa que subía al Palatino.
Calixto seguía callado. Las mandíbulas del emperador se habían agarrotado, como si padeciera una especie de trismo. Luego, sus manos se apoyaron en el pretil, sostuvieron el peso del cuerpo, el rostro se relajó. Calixto se había quedado un poco atrás. El emperador se volvió hacia él y Calixto vio que sus ojos claros brillaban. Era lo máximo que un emperador se podía permitir, pensó, si tenía ganas de llorar. Pensó que él era el único que lo veía. Pensó que era el momento de destruir las intrigas del senador Asiático y susurró, como si bromeara, que la opinión general era que la más guapa del imperio se llamaba Paulina. Su abuela ya había sido una celebérrima belleza de vida agitada.
El emperador, respondiendo a la broma, preguntó dónde estaba y por qué él no la había visto nunca.
– Conociste a su padre -dijo Calixto-, Marco Lolio Paulino, prefecto de las Galias, que combatió en una terrible campaña en el Rin, amigo de tu padre.
El nombre de esa casa implicaba poderosas y útiles alianzas militares y truncaba los planes del senador Asiático. Calixto anunció que la deslumbrante Paulina estaba camino de Roma. No dijo que era para divorciarse de su marido, un tal Gabinio. Pasando revista a las pretendientes al lecho imperial, Asiático había dicho de ella con desprecio: «¿Acaso podría el emperador escoger a una mujer divorciada?». Sin embargo, por primera vez en su carrera, Calixto le había tapado tranquilamente la boca citando el incensurable ejemplo de Augusto y de la divina Livia.
El emperador guardó silencio. Después de tantos meses en el corazón de aquel inmenso poder, en los que ni siquiera un instante había sido para él solo, de pronto sintió deseos de una compañía tranquilizadora, unida sinceramente a él, con quien hablar sin un implacable autocontrol. De modo que, ese otoño, Lolia Paulina, espléndida veinteañera de origen picentino, descendiente de una familia de tribunos de la plebe odiados por los optimates y firmemente enraizados en el Senado con los populares, hija de un prefecto que había visto a Cayo César de pequeño, se convirtió -de resultas de las estrategias de Calixto y de la soledad del emperador- en su inesperada tercera esposa.
Entre el gentío presente en la boda imperial, el emperador vio al tribuno Domicio Corbulo y, a su lado -fugazmente, como la otra vez en la tribuna del circo-, una masa de cabellos negros en torno a un rostro de piel blanca y lisa, dos grandes ojos, pesados pendientes de oro y turquesas. La reconoció de inmediato y por un instante aminoró el paso, como si una mano lo retuviese. Después pasó de largo y se olvidó.
A su espalda, aquella mujer de cabellos negros, con pendientes de oro y turquesas, lo siguió con la mirada. Pensaba: «Yo lo habría acogido entre mis bazos, lo habría acariciado toda la noche, y finalmente él se habría dormido pegado a mi piel». Pero esos pensamientos, no escuchados por los dioses, caían como hojas mientras él se marchaba.
La habitación condenada
Un día de aquel invierno, el destino despertó. Alguien, por alguna razón, tuvo que hacer obras en la abandonada Domus Tiberiana y, en un escritorio contiguo a la que había sido una estancia privada del viejo emperador, una pared cedió de repente y en el interior se descubrió un hueco.
Se entrevió un armario que quién sabe cuándo había sido cuidadosamente sepultado detrás de la pared, por oficiales expertos y de confianza, como si la neurótica desconfianza de Tiberio hubiera querido esconder un cadáver.
Acercaron una luz, iluminaron el interior. Vieron que todas las paredes estaban forradas de anaqueles, desde el suelo hasta el techo, y en los anaqueles descansaban, en riguroso orden, decenas de códices cerrados con sellos de plomo y cera. Inmediatamente, el que vio aquella masa de documentos en la estancia secreta de Tiberio, a la que este no había ido durante doce años, comprendió que se trataba de algo terrible. El aire olía a rancio y el polvo estaba inmóvil. Apostaron guardias y corrieron a informar al emperador.
Era una agradable mañana romana, que sugería pensamientos de ocio, cuando le llegó la noticia. Sintió un irracional deseo de huir. Sin embargo, ordenó que lo esperasen y que no tocaran nada. Llamó a Helikon para no estar solo y, mientras el muchacho acudía, se levantó; de pronto, después de mucho tiempo, volvió a notar un nudo en el estómago.
Se dirigió a pie, caminando despacio, a la Domus Tiberiana, un recorrido que hasta entonces había evitado. Subió trabajosamente hasta aquellas estancias que no había querido ver. Entrar en ellas significaba penetrar a fondo en la laberíntica mente del viejo emperador. Mientras todos lo miraban pensando más o menos lo mismo que él, llegó a la cámara imperial, vio a los augustianos de guardia, los cascotes en el suelo, el paso apenas abierto. Se detuvo, pidió que ensancharan la abertura. A todos les parecía que estaba muy tranquilo.
Sin embargo, su mente gritaba que habría sido mejor no saber. Entretanto, los hombres retiraban con cuidado los finos ladrillos bien unidos y recogían los cascotes en cubos. Él pensó que Tiberio había estado años fuera de Roma. Eran, pues, documentos antiguos, quizá de la época del envenenamiento de Germánico. Se quedó helado, notó que estaba temblando.
Al acceder al poder, había conquistado una paz falsa diciéndose a sí mismo y diciendo a los demás que no quería saber nada del pasado, y su discurso había despertado el entusiasmo. Pero se había engañado a sí mismo y a los que lo escuchaban. Ordenó que llevaran más luces, despidió a todos, indicó a Helikon que se quedara, entró en el cuarto. Cogió un codex al azar; la funda era de piel oscura, como las que Tiberio había usado toda la vida. Lo acercó a la luz y vio el sello de Tiberio, puesto con su acostumbrado orden maniático. No lo había tocado nadie. Pensó: «¿Se había olvidado Tiberio de todo esto? ¿0 lo conservó igual que se aparta un veneno?».
Salió de allí con aquel códice en la mano, se acercó a una ventana.
– Espera -rogó Helikon.
Poseía la percepción de los perros de caza; de hecho, temblaba igual que algunos perros cuando perciben la presencia de un jabalí entre la maleza. Pero él rompió el sello.
El códice se abrió. Era un fajo de hojas extendidas ordenadamente, de tamaños y con grafías distintas. El emperador lo cerró de nuevo. Pensó que su equilibrio estaba a punto de romperse.
– No mires -suplicó el muchacho-, no tienes necesidad de hacerlo.
Sin contestar, él fue a sentarse donde seguramente se había sentado Tiberio. Con aquel códice en la mano. En unos instantes, el odio le había secado los labios y la garganta. Pidió a Helikon que le llevaran algo de beber, hizo quitar el polvo de la larga mesa. Esperó en silencio a que cumplieran sus órdenes.
Después fue incapaz de moverse de allí hasta la noche. Era la historia contada desde el interior -los confidentes, los delatores, los espías, las denuncias anónimas, los testimonios no registrados, las votaciones secretas, los conciliábulos, las conversaciones privadas con el emperador, las órdenes expedidas a los tribunos y los prefectos- de la larga y programada persecución que había destruido a su familia y a cuantos le eran fieles.
Tiberio, con fría precisión, lo había recopilado personalmente todo. Los culpables desfilaban a decenas, desde los tiempos de la agonía de Julia, y el asesinato de Graco, y los terribles días de Antioquía; nombres y declaraciones de los acusadores, actas de los falsos testimonios firmadas al final de la hoja; listas de los senadores que habían dictado las sentencias. Informes escritos día a día, con brutal minuciosidad, por los carceleros que habían visto a su madre buscar la muerte en la isla de Pandataria para escapar de los malos tratos. Nerón, el mayor de sus hermanos, el que amaba impetuosamente la vida, el que lo levantaba por los aires y se lo echaba sobre los hombros corriendo, inducido a suicidarse al ver los instrumentos de cruel tortura, las tenazas, el flagrum, los hierros candentes que el verdugo enviado por Tiberio le mostraba riendo. Y Druso, que había escrito aquel diario, muerto de hambre en los sótanos de aquel mismo palacio, único prisionero, intentando durante nueve días sobrevivir comiendo la paja del jergón. Durante nueve días había llamado desesperadamente, implorado, maldecido a Tiberio; y el centurión de guardia -se llamaba Attius- había sofocado sus cada vez más débiles protestas a latigazos, mientras los espías de Tiberio anotaban todas y cada una de las palabras, todas y cada una de las invocaciones, todos y cada uno de los confusos susurros de la agonía, en espera de quién sabe qué secretos. Pero Druso no había denunciado a nadie.
Al llegar a ese punto el joven emperador se percató de que, cuando había declarado en su discurso programático: «Todos esos documentos serán quemados», algunos debían de haber reído en silencio. Los documentos oficiales habían sido simplemente el sarcófago, no el horror que estaba sepultado dentro.
Calixto llegó jadeando de las Aquae Albulae, junto a Tibur.
– Me he enterado… -Dirigió una intensa mirada al agujero de la pared y murmuró-: Quién lo hubiera dicho…
El emperador estaba exhausto; el dolor en el estómago estaba acompañado de arcadas. Se puso en pie, respiró delante de la ventana abierta. Vio que era noche cerrada. Los ojos de Calixto, mientras tanto, corrían ávidamente sobre aquellos códices bien encuadernados, que recordaban el inexorable orden de Tiberio y casi su presencia física. Pero no se atrevía a acercarse.
El emperador se volvió, cogió un códice abierto, se lo tendió sin dar ninguna explicación. Era el índice de los testigos «espontáneos» que se habían vuelto contra Nerón y Agripina y en cuyas declaraciones se había basado la instrucción del proceso. Nombres históricos de magistrados, sumos sacerdotes, senadores, cónsules.
– Esto lo cambia todo -murmuró Calixto. Se había quedado blanco como el mármol de las jambas, ese mármol exangüe, casi amarillento, que a Tiberio tanto le gustaba en la decoración de sus estancias-. Y siguen todos vivos -dijo. A través de esos hombres, el poder senatorial y el poder imperial se enfrentaban entonces a diario. La mente de Calixto calculó en un momento que esos enemigos eran muy numerosos.
Fuera, en el viejo atrio de la Domus Tiberiana, se congregaban funcionarios y cortesanos inquietos, pues se había difundido la confusa noticia del descubrimiento de no se sabía qué secretos de la época de Tiberio. Calixto pasó sus delgadas manos sobre las hojas.
– No fue Tiberio quien condenó a mi familia -dijo el emperador-. Fue el voto de los senadores, los optimates, los que, en cuanto estuvo muerto, lo llamaron monstruo y me aclamaron a mí.
Calixto fue a mirar aquel hueco en la pared, se asomó al interior, se volvió.
– Tiberio no estaba aquí cuando murieron tus hermanos, ni siquiera durante el proceso a tu madre. Estaba en Capri, y no volvió. ¿Quién escondió esto aquí dentro?
Tenía razón. Tiberio no había estado en Roma en aquellos días y no había vuelto.
– Recuerdo -reflexionó Calixto- lo que dijo Macro en las horas anteriores a tu elección. No paraba de ir de un lado para otro y de repetir: «Pueden hacer lo que quieran ahí adentro». Lo hicieron, está claro. Y no destruyeron, escondieron. -Se quedó un momento en silencio-. ¿Quién lo haría?… -se preguntó después en un susurro, casi admirado por la sutil inteligencia que había escogido el lugar más improbable de todos, los aposentos abandonados del viejo emperador, adonde sin duda nadie entraría a dormir durante décadas. Quizá, intuyó, había sido una orden a distancia del propio Tiberio. Pensaba en voz baja. Respiró hondo y dijo-: Quien tenía estos documentos, tenía en sus manos a los senadores… -Su fría mente iba cada vez más lejos; su palidez de piedra estaba desapareciendo. Miró al emperador y de pronto dijo-: Estos documentos son una fortuna, Augusto. A partir de hoy, quien tiene a los senadores en sus manos eres tú.
El emperador no contestó. Cerró los ojos; hubiera querido reflexionar solo, tomar él las decisiones, sin intrusos.
– Publica los documentos, denúncialo todo -sugirió Calixto con fría violencia-. Tienes un nido de serpientes dentro de tu casa. No puedes dejar de aplastarlas. Cuentas con los pretorianos, las legiones, todo el pueblo de Roma. Si hablas, los que ahora te crean todos los días un nuevo problema -dijo, estrechando entre los brazos el codex con aquellos nombres- mañana no podrán ni andar por la calle.
Al igual que en las estancias de Pandataria, el emperador hubiera querido gritar. No era el emperador juzgando a alguien, era él, el hombre, sufriendo de un modo insoportable, porque después de todos aquellos años se había enterado, con los más mínimos detalles, de que los últimos días de sus hermanos y de su madre habían sido mucho más crueles de lo que él había sido capaz de imaginar. Trató de salir de aquel embrollo, se preguntó qué habrían hecho Augusto o Tiberio en una situación similar. ¿Acusar a los culpables o vengarse poco a poco sin dejarlo prever?
– Da a conocer estos documentos inmediatamente -insistía impetuosamente Calixto- y luego, cuando hayas destruido a esos ruines ante todo el imperio, declara que los perdonas. No podencos terminar con todos a la vez. Pero, si haces que la historia se conozca, si toda Roma la sabe, su vida pública está acabada.
Y el emperador decidió. Su irreparable decisión fue recogida en los libros de historia con una sola frase de desesperada ingenuidad: «Oderint dum metuant» (Que escuchen y sepan [2], a fin de que tengan miedo).
Reunió a los senadores. Esperó a que todos, después del saludo ritual, estuvieran instalados en sus escaños. Estaban muy inquietos, y se notaba, pues habían corrido de boca en boca las noticias más extrañas. Por fin entró en la Curia un antiguo esclavo, entonces empleado en la cancillería imperial, llamado Protogenes.
– Otro de esos greco-egipcios criados por Cleopatra -susurró alguien, mezclando las fechas.
Protogenes llevaba sobre una especie de bandeja, con los brazos extendidos, como si fuese una ofrenda, un montón de códices. Los senadores se preguntaron de qué se trataba; un anciano notable creyó, sobresaltado, reconocer la piel oscura en la que Tiberio guardaba sus documentos y se lo susurró a sus vecinos.
El emperador levantó la mano para hablar y todas las miradas se clavaron en él.
– Os he reunido -comenzó él, despacio y con voz clara- porque en los aposentos de Tiberio se han encontrado documentos sobre los que no es posible callar. -Las pausas entre una palabra y otra eran largas, la voz no parecía la suya. Prolongó el silencio. La sala entera permaneció muda-. Es conveniente que sean leídos aquí, en público, delante de todos vosotros…, patres. -El refinado apelativo senatorial llegó tras unos instantes de silencio: ¿era respeto, era ironía, o qué era?
Calixto se levantó, cogió el primer códice, lo abrió y empezó a leer con su voz seca y fría. En un momento se materializaron en el inmenso espacio de la Curia las acusaciones, las defensas, los testimonios, las sentencias que casi todos los senadores habían escuchado en su momento. Calixto leía deprisa, pasaba sin incomodidad de un documento a otro, entre las diferentes escrituras. No se equivocó, no vaciló ni una sola vez. Los historiadores escribieron que de la boca de seiscientos senadores no salió una palabra.
El estupor de los populares se convertía en un mudo e indignado triunfo. Pero, en el espacio ocupado por los optimates, aquellos a los que Calixto iba nombrando se ponían en pie, pálidos, sin respiración, sin capacidad de réplica, entre sus silenciosos colegas. Y luego se sentaban temblando, mientras Calixto dejaba un códice y, con la misma solemnidad, cogía otro. Sus vecinos, que sabían acerca de aquellos hechos más de lo que los documentos revelaban, los miraban con el semblante desencajado, esperando su turno, y durante las pausas escrutaban las finas hojas de papiro que Calixto iba dejando a un lado y las muchas que aún tenía en las manos. En medio del silencio, otro nombre caía en la sala, otro senador se sobresaltaba, envolviéndose en la toga, agarrándose a los reposabrazos. Un mar de odio inundaba la Curia.
El emperador notaba la boca reseca y no conseguía tragar. Tenía las manos heladas. Pero aquel antiguo poeta trágico decía la verdad: «No existe placer comparable al de la venganza». Calixto leyó hasta el final sin que le fallase la voz.
Tras la larga y tormentosa lectura, los populares miraron al emperador esperando una señal que indicara lo que había decidido: la prueba era irreparable y tremenda, incluso superior a su odio. Entre los optimates, nadie se atrevió a ser el primero en tomar la palabra. El emperador dejó que transcurriera un rato en silencio; luego se levantó, y para muchos fue un alivio. Dijo que había constatado, y eso lo había decepcionado, que también entre ellos, obsequiosamente acogidos allí, se ocultaban muchos que habían hecho acusaciones sabiendo que eran falsas, y que quizá Tiberio había creído que eran verdaderas; habían declarado sobre hechos que sabían que no habían ocurrido; habían condenado a víctimas que sabían que eran inocentes. Su discurso, frío y lento al principio, con dificultades para encontrar las palabras, se volvía poco a poco apasionadamente acusatorio.
– Todos ellos honraron y sirvieron a Tiberio cuando estaba vivo; fueron instrumentos, cómplices y quizá inspiradores de sus delitos. Y hoy todos vosotros, aquí, reconocéis que fueron realmente delitos. Luego, cuando Tiberio murió, lo celebraron porque había desaparecido un tirano e injuriaron su memoria. ¿De verdad era Tiberio el único culpable? Pero, si era un monstruo, ¿por qué lo honrabais sin rebelaros? ¿Qué crédito puede conceder Roma hoy a vuestras palabras?
Los optimates no se preocupaban de su angustia; solo veían el peligro imprevisto que estaba abatiéndose sobre muchos. El comportamiento del joven emperador había cambiado terriblemente en unas horas. Su franqueza dolorosa e imprudente los aterrorizaba, porque con una sola palabra podía desatar su enorme poder militar, las cohortes pretorianas que estaban en la puerta, las legiones en todas las provincias, y el violento, incontrolable apoyo popular.
Movido por el deseo de supervivencia personal, uno se aventuró a dar vilmente la respuesta más obvia: declaró balbuciendo que no se había enterado de nada. Los populares, indignados, estallaron en una tormenta de gritos y sofocaron aquellas voces atemorizadas. Pero después, impulsivamente, los acusados, como náufragos que se aferran uno a otro, se disculparon, suplicaron, invocaron testimonios recíprocos, se precipitaron en torno al asiento del emperador, desquiciados ante la idea de que la gran puerta de bronce se abriera e irrumpiesen los pretorianos. Entretanto, desde el sector de los populares, que, todos en pie, estaban invadiendo la sala, caía una lluvia de insultos.
Desde su escaño, Valerio Asiático, inmóvil desde el comienzo de la sesión, con todos los solemnes pliegues de la toga en perfecto orden, observaba. Él nunca se había dejado implicar en ninguna de esas repugnantes intrigas, y su mente estaba lo suficientemente despejada como para darse cuenta de que el antiguo, temible y soberbio Senado de Roma jamás volvería a ser lo que había sido durante siglos.
Mientras tanto, el emperador miraba las caras descompuestas, angustiadas hasta resultar irreconocibles, que se agolpaban a su alrededor. Por un instante, su mirada se encontró con la espantosa sonrisa de Calixto. No era verdad que la venganza fuera el más intenso de los placeres. No dijo nada. Se puso en pie, trató de apartar a los que lo rodeaban y lo sujetaban por el borde de la toga, llamó con un ademán a la escolta germánica. En un momento, los germanos lo rodearon, haciendo retroceder desordenadamente a los senadores; él salió, envuelto en una muralla. Se marchó de Roma directamente por la vía Apia y, tras una angustiosa galopada a la luz de las antorchas, sin cambiar de caballos, sin descansar, mientras la noche cubría el campo, se encerró en su querida villa del lago Nemorensis.
Los oradores
Mientras los optimates discutían, presas del pánico, Valerio Asiático no decía nada. Tan solo él encontró en esos momentos la fuerza intelectual para repasar mentalmente, con frialdad, toda aquella tremenda jornada. Imaginó, con un escalofrío retrospectivo, qué habría sucedido si documentos de ese calibre hubieran llegado a manos de hombres como Augusto o Tiberio y concluyó para sus adentros: «No habría visto lo que he podido ver hoy. El emperador está solo. Y tiene torpes o malintencionados consejeros». El pensamiento siguiente fue que, pese a los germanos y a las legiones, el joven emperador era muy vulnerable. Después recordó que había perdonado la vida y suavizado el exilio a un peyrates, un ladrón como Arvilio Flaco, por encima de todo uno de los más crueles jueces de su madre. Sonrió y se acercó al grupo de sus colegas.
– Si me permitís que os recomiende el movimiento que habría que hacer de inmediato… -dijo.
Todos callaron y, al ver su sonrisa, esperaron como en los templos se esperaba el responsum oraculi. Él explicó, pronunciando con indulgencia las palabras:
– Elegid entre vosotros cuatro o cinco que se sientan con ánimos, que hablen con emoción, cuatro o cinco que no tengan nada que ver personalmente con estos procesos, quizá porque ese día estaban enfermos. Y enviadlos inmediatamente a su casa, que se arrojen a sus pies y le imploren misericordia para los demás, que ni siquiera se atreven a presentarse…
Ya estaba amaneciendo después de una noche en la que nadie se había abandonado al sueño y, desde la balconada de la villa sin gracia que julio César había construido para Cleopatra, pero que ahora era magnífica y tenía grandes jardines, el emperador contemplaba, cansado y triste, las maravillosas naves, los templos de mármol inmóviles sobre el agua oscura que Eutimio, Imhotep y Manlio estaban terminando de construir, tal como habían prometido. Todas las columnas estaban en pie. Las tejas doradas estaban amontonadlas en la orilla. Pero lloviznaba; el trabajo se había interrumpido y los hombres se preparaban la comida en las barracas.
A pesar de la lluvia, una delegación de senadores escogidos entre los oradores más persuasivos fue hasta allí, se presentó ante la verja vigilada por la guardia germánica y se enteró con alivio de que el emperador aceptaba recibirlos. En realidad, él había escuchado con un alivio casi igual la noticia de que estaban llegando. Le hablaron del constante terror que había inspirado a todos ellos el dominio de Tiberio, le aseguraron que había sido imposible escapar de él y cuánto agradecían hoy a los dioses vivir bajo su razonable gobierno; en el fondo, concluyó uno con perspicacia, habían sido ellos, por unanimidad, los que lo habían elegido. Le juraron fidelidad absoluta, y para aquellos infelices que esperaban angustiados en Roma, le suplicaron clemencia, porque, como se sabía desde los tiempos de Homero, la clemencia es la virtud más luminosa de las almas fuertes.
En vista de que no decía nada, un senador llegó a citar con voz emocionada algunos admirables versos de la Ilíada sobre el perdón de los enemigos. Quisieron confiar en haberlo convencido; él se comportó como si los hubiera creído y al día siguiente, en la brumosa mañana, regresó lentamente a Roma. El caballo Incitatus percibía su estado de ánimo y se mostraba dócil, sensible a su mano y a sus talones, sin siquiera un estremecimiento en sus fuertes músculos. La soberbia crin, impregnada de aire húmedo, le caía pesadamente a los lados del cuello.
Pero, en Roma, Calixto se apresuró a decir:
– No podemos fiarnos. Y tú debes protegerte.
La única protección realmente segura era la prevista en su época por Tiberio: la siniestra Lex de majestate, el ilimitado instrumento policial que el joven emperador había abolido apasionadamente. Y ahora, al cabo de menos de tres años, era necesario restaurarla para seguir con vida. Y él la restauró.
El anuncio hizo murmurar a los senadores: «La derogó con muchos aspavientos y ahora la recupera, y la aplicará». Y se sintieron aterrorizados como en los tiempos de Tiberio, que se había librado de sus adversarios con un cauto y despiadado rosario de procesos.
Valerio Asiático, por primera vez sin sonreír, dijo:
– Los nombres que hizo leer a ese griego se están filtrando fuera del Senado y corren por Roma. Ayer, Cerialis y Betilenus bajaron al Foro de Augusto y la multitud los obligó a marcharse, a desaparecer. Si, bajo la acusación más absurda, los hace detener, flagelar, crucificar, la gente dirá que tiene razón. Y si alguien reacciona, basta que él dé unas palmadas para que los pretorianos salgan a la calle. ¿Visteis cómo acabó Sertorio Macro?
Se asustaban unos a otros; veían que volverían los libertos encargados de investigaciones secretas, los funcionarios anónimos que vivían indagando sobre cualquier posible hostilidad o complot, y a los que el terror general llamaba a cognitionibus, es decir, recopiladores de información. Resurgirían palabras espeluznantes: delatio, denuncia, delator, denunciante, aquel que lleva a juicio. Pero esta vez la caza no era contra los dispersos populares, jabalíes jadeantes y apartados de la manada, como en los tiempos de Tiberio, sino contra los hombres más poderosos de Roma.
Al final, alguien observó que con Tiberio había sido imposible reaccionar porque se había aislado en la fortaleza de Capri. Ni siquiera con motivo de la muerte de su madre había vuelto a Roma; y había difundido la historia del oráculo que se lo había aconsejado.
– En cambio, este vive en Roma, aparece en público, viaja…
Sin embargo, otros replicaron que una agresión pública, como se había hecho en el caso de julio César, acabaría en una matanza a causa de la poderosa guardia germánica.
– Tiberio escogió una isla y no se movió de allí. Este, en cambio, ha escogido un muro de espadas y va a donde se le antoja.
Alguien sugirió entonces que el camino para llegar hasta él había que buscarlo entre la gente que lo rodeaba, en el tranquilo esplendor de los palacios imperiales.
Milonia
Del apresurado y mal avenido matrimonio con Lolia Paulina no estaban naciendo hijos. Y el emperador notó casi enseguida la carga de aquella mujer que, aunque había comenzado enseguida a descuidarla, oficialmente era íntima compañera suya, como si fuera una parte irrenunciable de sí mismo, señora de Roma, «tan necia como para convencerse de que posee por mérito propio cuanto le he dado yo» y, por añadidura, irritantemente incapaz, en su llamativa belleza, de saber cómo debía moverse, caminar, mirar y, sobre todo, callar una emperatriz, la Augusta.
El emperador había reaccionado una sola vez, al final de un banquete oficial en el que ella había demostrado su incontrolada ineptitud. «Tú no conociste a mi madre, ¿verdad?», le había preguntado. Hubiera sido imposible por razones de edad, pero el recuerdo de Agripina era un mito. Y como ella lo había mirado con cara de asombro, no había añadido nada más.
Uno de aquellos días, su segunda hermana, aquella a la que él había liberado de su violento marido («inmerecidamente llamada Agripina, como su madre», murmuraban en Roma), se sentó a su lado en la tranquilidad de los jardines imperiales y le dijo con una voz tan estúpidamente llena de odio que ni siquiera parecía la suya:
– Me he preguntado muchas veces por qué habías nombrado heredera a Drusila. No sé qué tenía ella que no tenga yo.
Nombrar un heredero era un deber dinástico, y aquello a él le sorprendió desagradablemente. Pero ella hablaba con lentitud, de una manera un poco tonta, de modo que él tuvo tiempo de comprender y contestó con despreocupación, riendo:
– Por motivos de edad.
Ella no dijo nada más. Pero aquella frase había roto los lazos de familia que quedaban y el emperador empezó a construir en su mente laberintos de sospechas.
Entretanto -igual que se extendían las aguas fangosas del río después de las lluvias invernales-, por Roma se había difundido la terrible historia de los documentos encontrados en los aposentos de Tiberio. A partir de ese momento, nada había seguido siendo igual. Para el pueblo, el emperador finalmente había desenmascarado y aplastado a la banda de los senadores. Cuando aparecía en público, lo aplaudían, y también se oía gritar: «¡Mátalos!». «La sabiduría de la gente sencilla», comentaban los populares, que lo hubieran hecho gustosos, pero no tenían valor.
Entre los optimates, en cambio, ya se propagaba como inevitable la idea de que ellos y el emperador no podían sobrevivir juntos en Roma. Y puesto que ellos eran unos cientos y el emperador un hombre solo, el más pedestre cálculo de las probabilidades y las conveniencias comenzó a inducir a algunos de los hombres que el emperador creía afines a distanciarse, a buscarse contactos para cuando las cosas cambiaran. Otra arte que también se iría refinando con el paso del tiempo.
Por ejemplo, el emperador se percató de que Lépido, el viudo reciente de Drusila, iba acompañado con demasiada frecuencia de su segunda y atolondrada hermana. Y esta lo miraba con la misma atención. Una noche -volvía a sufrir insomnio y cuando se hacía de día estaba muerto de cansancio-, el emperador comprendió que aquellos dos estaban planeando en serio formar una nueva pareja imperial. Sintió náuseas. «Eso ha nacido en la mente de Lépido -se dijo-, y lo ha instilado día a día en el pobre cerebro de ella.» De noche, el silencio de su vasto dormitorio y de todos los demás inmensos espacios de la nueva domus era alucinante. Se oía a lo lejos, sobre el mármol, el pesado calzado de los guardias germánicos, que a intervalos regulares se relevaban delante de sus inaccesibles aposentos. Su soledad estaba armada, era inhumana. Se dijo que tenía veintiocho años, y que los verdaderos, sentimentales amores de su vida habían sido la orgullosa belleza de su madre, a la que había visto llorar una sola vez, la dulce Antonia de cabellos blancos, que lo acunaba con caricias aprendidas de las esclavas de Cleopatra, y su hermana Drusila, que lo visitaba en sueños.
A la mañana siguiente, mientras atravesaba con su habitual paso rápido, rodeado de sus germanos, el criptopórtico situado a espaldas de la sala isíaca, distinguió entre los cortesanos a la hermana del tribuno Domicio Corbulo, Milonia. Recordó sus cabellos. Y su silencio. Y sus ojos. Y sus manos.
Aminoró el paso, se detuvo, volvió atrás como aquella primera vez en la tribuna del Circo Máximo. Le sonrió. Y sin pensarlo dos veces le dijo que deseaba mostrarle las naves que había construido en el lago Nemorensis.
Domicio Corbulo lo oyó; lo oyeron los cortesanos; y todos se quedaron sorprendidos.
En ella, el arrobamiento fue tal que pareció incredulidad.
– ¡Oh!… -exclamó, presionándose los labios con una mano. Él sonrió por segunda vez, y sonreír le resultó reconfortante. -Mañana -prometió.
Todos comprendieron que en la vida del emperador estaba sucediendo algo nuevo.
El día siguiente era el vigésimo primer día de marzo. El cielo nocturno, sin viento y sin nubes, se reflejaba luminosamente en el lago, entre las empinadas laderas cubiertas de bosques. El emperador había mandado a los guardias germánicos a la orilla, para que vigilaran formando un anillo silencioso. A su comandante, aquel lago inmóvil, rodeado de espesos bosques, le recordaba los rituales de sus lejanos dioses, más allá de la orilla derecha del Rin. Así pues, transmitió las órdenes a sus hombres como si se tratara de algo sagrado y estos obedecieron, invadidos por la misma emoción misteriosa.
La Ma-ne -yet estaba atracada en el embarcadero, desierta y sin luces. La luna aún no había asomado sobre el borde del cráter, pero iluminaba el cielo. La gran nave de oro recibía su reflejo en las tejas, las barandillas, las metopas ferinas, la superficie lisa de las columnas, los bajorrelieves y las estatuas. Desde el jardín de la villa se la veía perfilarse poco a poco, como si surgiera solemnemente del agua.
– Mira -dijo el emperador a Milonia-, es como si un dios la estuviese creando ahora.
Se hizo conducir al embarcadero, alejó a la escolta con el gesto que reclamaba soledad y finalmente, verdaderamente libre como no lo era desde hacía años, le cogió impulsivamente la mano a ella.
Los dedos que respondían agarrándose le transmitieron una sensación agradable.
– Mañana por la noche habrá luna llena, como en Sais -dijo.
Apretándole posesivamente la mano, atravesó el embarcadero y la condujo a bordo.
Ella caminaba con unas sandalias ligeras sin mirar dónde ponía los pies; había levantado la cara, porque le llegaba por el hombro, y lo miraba solo a él, como una aparición.
La nave de oro estaba inmóvil, como había previsto Eutimio; el imperceptible estremecimiento del agua moría alrededor del casco. Se adentraron en el pórtico, entre las sombras de las columnas.
Él notó el brazo y el costado de ella, sus pequeños pasos presurosos, y pensó que nadie había estado nunca tan dócilmente pendiente de él.
– Ninguna mujer había puesto los pies aquí hasta ahora -le dijo.
Empujó la puerta del jem, coronada por la gran Medusa de bronce dorado, entraron, él se volvió para cerrar la puerta. Se acercó de nuevo a ella, la abrazó, ella tembló entre sus manos. Él le soltó el cinturón y dijo:
– Quiero hacer el amor en la nave de la diosa.
– Yo te amo -susurró finalmente ella en la oscuridad-. Te amo, te amo. Podrías hacerme morir ahora mismo y no me daría cuenta.
Aquellas palabras pronunciadas en voz baja, de un tirón, como si faltase aire, le llegaron al emperador con una intensidad sin defensa. Ella, que había parecido tan tímida, levantó las manos y, con sensual sensibilidad, empezó a acariciarle las mejillas, las cejas, los labios. El pensó que su piel nunca había recibido caricias tan tenues, espirituales y carnales; por primera vez era amor, verdadero amor de una mujer. Los labios de ella se posaron con ansia sobre los suyos; él tiró de la túnica, que cayó deslizándose lentamente sobre sus hombros, y al hacer ese gesto pensó que era un momento irrepetible y que el tiempo debería detenerse.
Le descubrió los pechos y los acarició largamente con un placer leve, casi espiritual, apoyó las manos en su cintura, dejó caer la tela, notó que ella se estremecía y cedía siguiendo sus caricias. Sus manos se movían con suavidad; y sin embargo, no se parecía en nada a las artificiosas seducciones en las que él ya era experto. Sintió la viva tibieza de la piel; de los poros emanaba un perfume de nardo, de miel tibia, femeninamente húmedo, que invitaba con una fuerza irresistible. Los brazos de ella, aquellas muñecas desnudas y finas, ceñidas por las pulseras, que se le habían quedado grabadas en la memoria, lo rodearon de nuevo, lo atrajeron hacia sí. El solo veía los ojos, aspiraba el perfume, sentía los labios.
Desde hacía miles de años, en la celebración de ritos religiosamente mágicos en los templos de Frigia, en Pesinunte, a orillas del río Hyalis, sacerdotisas vestidas únicamente con joyas acariciaban y abrazaban así, ante multitudes fascinadas y orantes, las estatuas imponentes de sus antiquísimos dioses: Papas, Sabazius, Men.
Y ella, como si tocara la estatua de un dios, decía, acariciándolo:
– Te amo. Puedes hacerme lo que quieras; para mí, esta noche es suficiente. Creo que dentro de siete mil años alguien oirá todavía que te he dicho que te amo sobre este lago.
Lo acariciaba como si estuviese implorando, como si adorase, y lo despojaba suavemente de la túnica de estilo griego que tanto había escandalizado a Anneo Séneca, lo mecía con los brazos acercándolo a ella, todo su cuerpo buscaba el de él.
– Te lo ruego -dijo-, ven a vivir en mí. Te lo ruego.
Era una invocación antiquísima, nacida de las religiones más remotas: el dios que se transfunde a la oscura, profunda fecundidad del vientre femenino.
Él estaba cautivado por las caricias que envolvían su cuerpo. Por un instante le pareció un hechizo. Las joyas tintineaban. Ella lo besaba como las sacerdotisas de Frigia besaban las estatuas de los dioses. El emperador cerró los ojos.
El rito isíaco
Pese a la férrea y ciega vigilancia de los germanos, pese a la profunda oscuridad de la noche, en las poderosas camarillas sacerdotales de Roma al día siguiente se esparció el rumor de que en aquella nave de oro, dedicada a una maléfica divinidad extranjera, una sacerdotisa procedente de lejanos países había sometido al emperador a turbios e indescriptibles ritos que lo harían invulnerable.
Y unos días después se supo que la noche del plenilunio de marzo, en la nueva vía de mármol que rodeaba el lago había aparecido -quizá por obra de un encantamiento de esas divinidades sepultadas entre el Nilo y el desierto o por una poderosa invocación de los reinos infernales- un largo y serpenteante cortejo de extranjeros con trajes blancos de lino, que caminaba sobre una alfombra de flores con lámparas y luces, música de extraños instrumentos, coros, incensarios y perfumes. Muy lentamente, aquella multitud había subido a bordo de la nave de oro, que sostenía un templo de mármol y se movía mágicamente sin remos y sin velas. Y la nave de mármol no se había hundido.
Por último había llegado el emperador, con vestiduras relucientes de gemas y filigranas pero tan insólitas que si lo habían reconocido era porque alguien había conseguido verle la cara. Junto a él caminaba esa sacerdotisa extranjera de cabellos del color de la noche, de la que ya hablaba toda Roma. El emperador había puesto la mano sobre aquel enorme timón (ningún marinero, por cierto, había visto nunca uno igual) y la proa de la nave había girado hacia la luna, que estaba saliendo, mientras los remos de la segunda nave apenas golpeaban el agua.
Así pues, el senador Lucio Vitelio, que poseía una grandiosa villa en el vecino monte Albano, se encontró asistiendo, aquel resplandeciente plenilunio de marzo, al primer rito isíaco a bordo de las naves sagradas en el lacus Nemorensis. Y a la noche siguiente se aventuró a preguntar al emperador el significado de aquella ceremonia.
El emperador sonrió.
– Por primera vez se ha celebrado un rito sin víctimas inocentes y sin sangre.
Y como precisamente ese misterio suscitaba en muchos siniestros recelos e inquietudes, Vitelio preguntó:
– ¿Un rito a qué dios?
El emperador se quedó un momento pensativo y respondió:
– Quisiera ponerte un ejemplo. Mira esa luz lunar: no sabemos qué es, pero nos ilumina a todos por igual.
Vitelio miró la luna sin comprender, y su sonrisa obsequiosa se transformó en una mueca irónica.
Mientras tanto, el emperador continuaba:
– Mi padre dijo un día: «Nuestros ojos ven poco, nuestros oídos no oyen, pero nuestra mente va mucho más lejos. Y los hombres no saben que, por más que luchen ferozmente, por más que hablen, discutan, recen con infinidad de palabras distintas, en realidad todos buscan, de la misma forma y en su alma, Aquello que sus ojos no consiguen ver».
El severo Vitelio escuchaba, y como lo movía una tremenda ambición de poder, pensó que el imperio había caído en manos de un extraño filósofo, pero que quizá eso permitiría desembarazarse de él sin desencadenar revueltas populares. A él, la frontera entre filosofía y locura le parecía reducidísima. Seguía sin decir nada.
– Este lago -dijo el emperador- es un monumento al sueño por el que mi padre dio la vida: la difícil paz entre los hombres. Y como ves, hoy tenemos paz en todas nuestras fronteras.
Era verdad. Durante su gobierno, desde el limes del Rin hasta el del Danubio, las orillas del Ponto Euxino, los desiertos nabateos, el sur de Egipto y de Mauritania, no hubo un solo día de guerra. Pero Vitelio se dijo que entre la idea de la gloria y la de la paz había tanta armonía como entre un lobo y una oveja encerrados en el mismo recinto. Y cuando fue a Roma sintetizó sus razonamientos contando que el emperador, vestido de forma extraña, «conversaba con la luna».
El correo caído en un precipicio
– Así ha sido -dijo en Roma Calixto, con su voz metálica, al senador Anio Viniciano- como ha decidido divorciarse. Por carta, como Marco Antonio con la hermana de Augusto: «Tuas res tibi agito», coge tus cosas. Parece increíble que la mujer más bella del imperio haya terminado siendo expulsada del palacio como una sierva. Y por esa otra, que tiene tres años más que él.
El ambicioso senador Viniciano había estado secretamente implicado en la conjura de Sertorio Macro, pero había aconsejado, prevenido, frenado y disuadido sucesivamente a sus cómplices con tal arte que, si ellos vencían, él era el jefe, mientras que si eran descubiertos él salvaba al emperador. Aun así, estaba lógicamente muy preocupado y preguntó, como una mujer en el mercado:
– Pero ¿es algo serio? ¿Es verdad que está embarazada?
No era una pregunta hecha con ánimo de chismorrear, porque él también tenía una hija joven y, pese a todo, habría cambiado con entusiasmo de política si el emperador hubiera puesto los ojos en ella.
– Esos dos no dicen nada. -Calixto sonrió-. Como los campesinos egipcios, temen que el espíritu con cabeza de chacal rapte a su primogénito. Pero, viéndola a ella -concluyó, consciente de que iba a desilusionar irreparablemente al orgulloso senador-, yo creo que no esperaremos mucho.
Viniciano se alejó, pensando con rabia que la odiada familia Julia estaba destinada a continuar.
Pocos días más tarde, al amanecer -la hora en que el emperador, saliendo del insomnio, convocaba a sus colaboradores de más confianza-, un informador, uno de esos speculatores anónimos que estaban quitando la paz a muchos poderosos de Roma, recorrió un discreto pasaje de servicio y, escoltado por dos mudos guardias germánicos, pidió audiencia.
El emperador escuchaba ya a sus informadores personalmente y no quería testigos.
Este entró sin que lo vieran, y se alegró de demostrar que valía el dinero recibido: llevaba, anunció, las fragmentarias pero alarmantes noticias de un complot, un terrible plan de asesinato.
– No son solo rumores, Augusto -dijo-, son dos documentos escritos, pruebas. Ha llegado a nuestras manos una imprudente correspondencia entre un tribuno que está en el Rin, en Maguncia, y alguien de Roma. Vimos partir a un correo de Maguncia con demasiada prisa y de un modo extraño. Lo seguimos a distancia. Se cayó del caballo en un lugar desierto de los Alpes.
El espía sonrió despiadadamente. El emperador lo escuchó, y cada palabra intensificaba su alarma. El hombre que había escrito el mensaje, y lo había confiado a aquel incauto correo, se hallaba peligrosamente en el interior de las legiones, estaba al mando de miles de hombres. El espía desplegó la hoja y la dejó, como si fuera un objeto precioso, sobre la mesa. El emperador leyó: era una promesa clara de entrar en Roma y, en cuanto lo hubieran matado a él, conquistar el voto del Senado con la fuerza de las legiones. Para dar mayor peso a la operación, el autor enumeraba a sus cómplices: otros cinco tribunos. Al final destacaba su firma: «Lentulo Getúlico, dux de las legiones de la frontera renana», el limes del imperio. Su poder militar era teóricamente enorme.
El emperador notó una sacudida física, como si la mesa se hubiera tambaleado. «Un cobarde inútil -pensó, furioso-, una familia que ha vivido de conspiraciones y conjuras desde los tiempos de Catilina. Algún traidor lo ha avisado de que estaba a punto de destituirlo y él planea un golpe de Estado con esas legiones mal dirigidas.» Contempló la firma de aquel hombre, contempló los nombres de los otros cinco, y era como ver sobre la mesa sus cabezas ya cortadas.
El espía esperó a que él valorase lo que había leído y luego continuó:
– No sabemos a quién debía entregar el correo el mensaje en Roma. La dirección solo estaba en su cabeza. Pero hemos tenido suerte. -Sonrió-. Getúlico, quizá para garantizar que era él quien había escrito la carta, mandó de vuelta, junto a su mensaje…, mira, Augusto…, la carta que había recibido de Roma. -Le tendió una fina y elegante hoja de papiro-. No sabemos quién la ha escrito porque no está firmada; solo lleva una inicial. Quizá tú puedas descubrirlo.
El emperador cogió la hoja, pero decidió reservársela para más tarde y la dobló: ese nombre romano debía permanecer más oculto que ningún otro. Elogió con calma la empresa del informador y este lo tranquilizó:
– El correo y su caballo cayeron a un profundo barranco.
El instinto sugirió al emperador recompensarlo él mismo de sus fondos privados. Y experimentó un leve malestar, porque hacía más de tres años que no manejaba dinero.
Después se encerró en la habitación, mientras el irreprochable espía se marchaba sin hacer ruido. Se sentó, cogió aquella arrugada hoja anónima que había llegado a Maguncia procedente de Roma y que volvía a Roma de un modo sin duda no deseado por su autor. Sonrió. «Ahora estás despertándote y esperas qué llegue el correo.»
Mientras sonreía y estiraba la hoja, sus ojos descendieron hasta la inicial de la última línea: una complicada rúbrica en torno a la letra L escrita en cursiva, tan estrambótica que cualquiera que la hubiese visto una vez no podía olvidarla. Y él la había visto al final del contrato de matrimonio entre su difunta hermana Drusila y ese vil patricio al que ella había amado: Emilio Lépido. Sus pensamientos se interrumpieron.
Cerró los ojos y respiró hondo. Su mente recuperó lentamente la lucidez después de aquel suspiro demasiado largo. El nido de la absurda conjura estaba dentro de la familia. El viudo Lépido, para legitimarse, planeaba casarse con la infame hermana de la difunta, la que se llamaba Agripina y se había lamentado por la herencia. Puesto que, pese a todo, esta tenía unas gotas de la sangre de Augusto, el vanidoso Lépido pensaba que encontraría cómplices.
«La escuela de Sertorio Macro: cualquier patricio con un antepasado notable piensa que el imperio es una presa que se puede cazar», se dijo el emperador con un sarcasmo lleno de rabia. Pero sentía arcadas. Luego, sus pensamientos se ordenaron: en Roma, controlada por los pretorianos y los guardias germánicos, no podía moverse nadie; el único riesgo real, la tormenta de una guerra civil solo podía nacer allá arriba, entre aquellos hombres armados que estaban en la frontera.
Aquella mañana no quiso ver a nadie. A través de la puerta cerrada ordenó que le dejaran una comida frugal en la sala contigua. Pero no pudo ni tocarla y volvió a su mesa. Imaginaba con lúcido horror lo que significaría, para todo el imperio, conocer el escándalo de semejante traición familiar. Pensó, en una asociación de ideas totalmente involuntaria, que Augusto debía de haber vivido en soledad momentos similares. Después se dijo: «La empresa no ha sido concebida por esos tres pobres cerebros». Era cosa de inspiradores ocultos, que habían escogido inteligentemente a los ejecutores: acabara como acabase, el golpe a su imagen era brutal. «Hasta su hermana y su cuñado quieren matarlo», habrían dicho sus enemigos.
Caminaba arriba y abajo, de la mesa a la puerta. Recordó las caras y las historias de los tribunos que estaban al mando de aquellas ocho legiones alejadas de Roma. De pronto vio el rostro de Servio Galba como si hubiera entrado en la habitación y fue el primer instante de alivio total en aquellas horas angustiosas. Inmediatamente tomó una decisión. Reunir a los traidores, aplastarlos antes de que se movieran, poner esas legiones en manos de Galba.
Entretanto, Calixto, preocupado, pedía ser recibido. Al emperador, el instinto le dijo que se negara. Pensó, en cambio, con una sensación de sólida confianza, en el tribuno militar Domicio Corbulo -el hermano de Milonia- y lo convocó secretamente en el Palatino en plena noche. Con él, unas palabras fueron suficientes.
– Roma te la controlo yo -prometió.
El emperador le dio un mensaje para la intranquila Milonia, y mientras lo hacía comprendió que la quería de verdad. En cuanto empezó a clarear, antes de que Roma despertase, salió de la habitación, convocó al comandante de los augustianos y anunció que partía inmediatamente hacia las sagradas fuentes del Clitumnus, en Umbría. Le gustaba viajar, lo hacía con frecuencia y de forma improvisada; la villa de Umbría junto a aquel antiguo santuario en el bellísimo manantial rodeado de sauces- era todos los años destino de unas breves vacaciones, de modo que su marcha no alarmó a nadie.
Ordenó a Lépido que partiera con él; hizo decir a su hermana que los siguiera cómodamente con el grueso de la escolta. Ellos, desconcertados pero sin sospechar nada, obedecieron. E inmediatamente salió de Roma con la escolta ligera de sus pomposos augustianos. Pero nadie se percató de que horas antes, en el corazón de la noche, también se había puesto en camino un buen número de sus hercúleos jinetes germanos.
Llevando consigo a Lépido -al principio sorprendido de ver aparecer a su alrededor a aquellos temibles germanos, luego cada vez más exhausto y aterrorizado a medida que se daba cuenta de que no lo llevaban a la dulce Umbría, sino a quién sabe qué lugar del norte, más allá de las imponentes y gélidas montañas, los Alpes infames frigoribus, de que en la práctica era un prisionero, pues se le impedía comunicarse con nadie-, el joven emperador inició una marcha a caballo que solo los guardias germánicos fueron capaces de seguir, mientras que muchos augustianos se quedaban atrás.
Conforme avanzaba, ordenaba en cada torre de señalización que no transmitieran mensajes, con el pretexto de realizar una inspección secreta, y dejaba a un guardia. Se presentó en Maguncia de modo totalmente inesperado. Era mediodía. Getúlico estaba conversando perezosamente con sus tribunos cuando un estruendoso grupo de germanos irrumpió al galope por la puerta meridional del castrum, arrollando a su paso a los indolentes y distraídos centinelas. En unos instantes, apartando a cuantos se interponían en su camino, invadieron la explanada situada ante el praetorium y, casi antes de que el estupefacto Getúlico tuviera tiempo de volverse, la masa de los bárbaros jinetes se abrió en abanico y en medio, entre las enseñas enarboladas por los abanderados, apareció el emperador.
Getúlico se quedó aturdido mirando, como si fuera la aparición de un dios. Sin embargo, lo que vio un instante después lo paralizó de terror. Uno de los jinetes germanos entró en el patio con violencia; con la mano izquierda tiraba por las riendas de otra montura, sobre cuya silla se mantenía a duras penas un hombre vestido con ropas romanas. El germano, dando un fuerte tirón con la derecha, frenó a su caballo, que se encabritó; el caballo que lo se guía se detuvo bruscamente y el romano que lo montaba cayó al suelo e intentó levantarse jadeando. Getúlico vio que tenía las manos atadas y que, enfangado, aterrorizado, con la ropa desordenada, era Lucio Vitelio, su cómplice. El emperador, sin perder tiempo desmontando del caballo, ordenó a los guardias germánicos que arrestaran a Getúlico y a los cinco tribunos citados en la carta.
Los germanos obedecieron en el acto sin rechistar. Con una sensación de triunfo, él vio que ninguno de los oficiales y legionarios manifestaba la menor reacción ante aquella trágica orden; permanecieron inmóviles, perfectamente formados. Tribunos y centuriones lo miraban a los ojos, esperando más órdenes. Y él, inmediatamente, puso las ocho legiones bajo el mando de aquel quincuagenario tribuno militar de toscas y sencillas costumbres que se llamaba Servio Galba y que la noche pasada había acudido a su mente.
El sol, el viento y las dificultades habían trazado profundas arrugas en el rostro de Galba, tal como lo vemos en sus bustos. Bajo los cabellos espartanamente cortos, la forma del cráneo era redonda, arcaica, un signo de tenacidad inconmovible. Y el emperador vio que bastaba la voz de Galba, su primera orden, para que la guarnición se pusiera firme sin vacilar.
Mientras tanto, el incauto y necio Lépido apenas había tenido posibilidad de sorprenderse. Tras un fulminante juicio militar, el tiempo de poner ante sus ojos aquellas dos cartas desastrosas («jamás -dijo Galba, que presidía- se habían visto documentos tan criminales y al mismo tiempo estúpidos»), Lépido, Getúlico y los cinco tribunos fueron condenados por traición a la majestad del pueblo romano. Y al joven emperador, la tremenda ley concebida por Augusto le pareció sabia y preciosa.
– A ninguno de estos traidores se le debe conceder el suicidio -declaró-, porque ninguno de ellos ha luchado nunca por Roma. Además -le dijo a Galba, que permanecía a su lado en silencio-, ninguno de esos cobardes lo ha pedido. -Ordenó, por desprecio, que la ejecución fuese efectuada por sus germanos.
Los guardias germánicos se llevaron uno a uno a los siete, les arrancaron los galones, les descubrieron el cuello y, con las muñecas atadas a la espalda y los tobillos trabados por los cordones que se ceñían a los corvejones de los potros sin domar, los hicieron arrodillarse en fila, a la distancia justa y precisa. Ninguno de ellos -ni ejecutores ni condenados- emitió durante toda aquella lenta operación el sonido de una sola palabra. Llegó el verdugo, que superaba en altura a todos los demás, de fuertes espaldas y largos cabellos rubios que, al juntarse con la barba, formaban un casco alrededor de la cabeza. Miró al emperador, esperó su silencioso asentimiento, caminó lentamente hacia Lépido, el hombre que se había casado con la hermana del emperador y que, de rodillas sobre las piedras del patio, temblaba, llegó a su altura y se detuvo.
A continuación levantó despacio, con las dos manos, su pesada espada barbárica y, con una terrorífica contorsión de todos los músculos del cuerpo, desde los talones hasta los hombros, la abatió con fulminante potencia mientras lanzaba destellos, iluminada por el sol. La cabeza del hombre arrodillado rodó por el suelo; su cuerpo cayó hacia un lado. Y la violencia había sido tal que la sangre no empezó a manar hasta pasados unos instantes.
El verdugo, con la misma calma espeluznante, se puso al lado del siguiente condenado, que era Getúlico. El emperador vio que este había cerrado los ojos. Con él y con los otros cinco, el verdugo repitió exactamente los mismos gestos. En ningún caso fue necesario un segundo golpe. Cuando las siete cabezas estuvieron en el suelo, se volvió, miró al emperador y lo saludó levantando la hoja ensangrentada del arma. Durante todo ese tiempo, entre los miles de hombres presentes no se había oído una voz. Y el emperador se dio cuenta de que ordenar la muerte de alguien ya era simplemente -como lo había sido para Augusto y Tiberio- la fría y omnipotente sensación de un instante.
Musculi, máquinas obsidionales
Por la noche, el emperador se sentó a la mesa en el praetorium. No le pesaba el cansancio del viaje y constató que lo sucedido le producía alivio, sin turbación de ninguna clase.
A su derecha, Servio Galba, el nuevo comandante del frente del Rin, levantó con moderación la copa de vino.
– Tu padre habría actuado igual que tú -declaró escuetamente-. Pero tú quizá seas incluso mejor jinete que él. Nadie más podría haber recorrido tantas millas en tan pocos días.
– Me enseñó a montar el tribuno Cayo Silio -recordó el emperador, y el nombre los emocionó a los dos.
Los historiadores escribieron que, en los pocos años de su reinado, Cayo César había recorrido bastantes más millas que otros emperadores que dirigieron el imperio mucho tiempo. Resistía las fatigas del viaje, cabalgar, navegar en estaciones peligrosas, encontrar en los caminos el sol de Sicilia y el invierno en los bosques del Rin. Viajando así, sin estorbos y sin anunciarse, como le había enseñado Germánico, descubría la realidad de las cosas, fuera del enmascaramiento de la pompa oficial. Su llegada aterrorizaba a algunos y entusiasmaba a muchos. Se preocupaba de que las vías del imperio favorecieran los traslados rápidos. Se enfurecía con los curatores viarum -que eludían más que el resto los controles sobre el dinero gastado- si encontraba polvo y barro. Se las compuso para que a un cuestor holgazán que descuidaba las vías de Roma unos mílites le salpicaran de barro la toga. Y la anécdota había llegado a las legiones, que pisaban más barro que nadie.
Ahora, entre las legiones del Rin, los olores, las voces, los lejanos toques de las bocinas que señalaban el cambio de centinela en las vigiliae nocturnas, una orden transmitida con la tuba en el inmenso castrum, otra con el lituus, volvía un mundo familiar, y sin duda alguna podría dormir.
– Es bueno que estés aquí -dijo Galba-. Este es el lado débil del imperio. Has pacificado la frontera del Éufrates, pero esta frontera no se pacificará nunca. Si un día, dentro de cuatrocientos años, enemigos de los que hoy no imaginamos ni el nombre rompen los limina, las fronteras del imperio marcadas por Augusto, para dirigirse a Roma, no cruzarán el Éufrates o el Danubio, sino el Rin.
El emperador le contó que, en los años que pasó en Capri, había tenido tiempo de leer -y de meditar sobre él- el compendio de ciencia militar del gran Vegetius, Epitome de re militari, que entre otras cosas hacía una relación de durísimos consejos para impedir rebeliones y desfallecimientos entre los legionarios, como esos a los que Getúlico había dejado ir a la deriva.
– Excepto mi legión -replicó sin sonreír Galba, que era famoso por su mano de hierro-. Con todos los demás, empezaremos mañana por la mañana. Centuriones y decuriones aplicarán todos los reglamentos al pie de la letra. Y los castigos. Ordenaremos una serie de maniobras. Es el ejercicio más saludable: hacerlos andar por los bosques con equipo de combate, dormir al raso, cavar fosos. Cuando les digas que paren, te darán las gracias.
Anunció que tenía en mente la lista de los oficiales que a la mañana siguiente, cuando se presentaran en el praesidium, eliminaría de los mandos y despediría en el acto; les daría el tiempo justo de hacer el equipaje. Dijo que sabía a qué hombres ascender para que ocuparan sus puestos. Garantizó que las legiones, una vez enderezadas, limpiarían las orillas del Rin de las incursiones germánicas.
Mientras tanto, la ambiciosa hermana del emperador, que había partido perezosamente en un carruaje cubierto, se había percatado con terror de que no era escoltada con los honores correspondientes a su rango, sino controlada como una prisionera por dos cordones de guardias germánicos que pasaban sin detenerse por las mansiones donde habitualmente se descansaba, se preparaban guisos de carne salada, se lavaban sumariamente en los arroyos, bebían su alcohólica cervisia de cebada y lúpulo, acampaban en los bosques y la obligaban a dormir, con sus mujeres, acurrucada dentro del carruaje.
Ella intentó protestar, informarse, suplicar. Pero, tal como había previsto el emperador, los germanos no entendían ni una palabra de lo que decían ella y sus mujeres, y le traía sin cuidado. Llegó desfallecida, días después de que hubieran tenido lugar el proceso y las ejecuciones.
El emperador apenas le dirigió una mirada: estaba sucia, despeinada, casi irreconocible por el miedo.
– No hay tiempo para llorar -dijo.
Y ella, que había soñado con el imperio después del asesinato de él, se echó a temblar ante la idea de tener que morir. Sin embargo, él, con una decisión que nacía del yo profundo, hizo que le entregaran las cenizas de Lépido en una urna y, con ese equipaje, la mandó inmediatamente de vuelta bajo vigilancia, en un viaje extenuante.
– No te enviaré lejos -dijo sin mirarla-. Te bastará una isla, como a nuestra madre.
Pero no permanecería mucho tiempo lejos del imperio. Puesto que se llamaba Agripina, como su difunta madre, los historiadores la llamarían Agripina Menor. Era tremendamente ambiciosa y cínica; el destino la había hecho madre, con su violento primer marido, de un niño no deseado y no amado. Ese pequeño se convertiría en emperador y llevaría el nombre de Nerón.
Por la noche, Galba dijo al emperador:
– Mis speculatores me sugieren vigilar a los britanos; sus bandas armadas están moviéndose.
Britania era una isla indómita que, como Germania, nunca llegaría a estar totalmente bajo control romano. A las legiones («estos son hombres de tierra; no es la classis de Miseno») no les gustaba dejar las provincias seguras de la civilitas para trasladarse a esa isla desconocida en medio del Gran Mar Septentrional, azotado por vientos gélidos y lleno de monstruos en sus aguas profundas.
– Pero aun así tendremos que llevarlas -declaró Galba con frialdad de técnico.
– No quisiera perder a estos hombres en medio de ese mar. Ya sucedió una vez con mi padre y fue trágico.
No dijo que la idea de que su nombre quedara vinculado a una guerra le producía un rechazo angustioso; conseguir no declarar guerras era la última isla no sumergida de sus innumerables sueños.
– Quizá sea suficiente con mostrar nuestra fuerza a los britanos -dijo-. Se han olvidado de nosotros porque hace demasiado tiempo que no nos ven.
A orillas del océano Británico, en el punto más estrecho de lo que hoy llaman el Canal, el emperador reunió a tres legiones, como si preparase una invasión, con las máquinas de guerra y de asedio llamadas, ya desde los tiempos de julio César, musculi. En la isla se corrió el rumor de que estaban preparando un desembarco: las legiones ya habían acampado en la playa. Despertaron temores que llevaron días más tranquilos. No estalló ninguna guerra. El sueño -o la utopía- del emperador no se rompió. Pero era una pausa breve; años después, cuando Roma hizo nuevos planes de expansión imperial, la guerra volvería.
Mientras tanto, en Roma, patrullada por los pretorianos como en los tiempos de Tiberio y controlada por Domicio Corbulo, nadie sabía realmente adónde había ido el emperador. Y las noticias de la conjura fulminantemente abortada llegaron como un huracán. Que la intervención del emperador había sido aterradoramente rápida lo confirman los poquísimos días transcurridos entre su partida de Roma y los solemnes ritos celebrados por los fratres arvales en agradecimiento a los dioses, que habían protegido su vida.
– Se ha protegido solo -puntualizó el frío Calixto, por primera vez sorprendido, y preocupado, de haber permanecido ajeno a todo. No obstante, públicamente participó en el rito con ostentosa emoción.
El senador Valerio Asiático, que con sabiduría había conseguido ya controlar cientos de votos en el Senado, paseando por los soportales de la Curia comentó entre los suyos:
– Los necios son siempre responsables de su propia perdición. ¿Cómo podían pensar que los legionarios arriesgarían sus vidas para seguir a individuos como Lépido o Getúlico…? Algunas fieras -añadió con sarcástico odio- son cazadas a campo abierto, con flechas y perros. Pero hay otras -dijo meneando la cabeza- que para cazarlas debes llenar de humo la entrada de la madriguera.
Milonia también se había enterado de todo. Estaba embaraza da y los Alpes estaban cubiertos de nieve, pero ella le había dicho a su hermano que, si no lograba reunirse enseguida con el emperador, prefería morir. Y Domicio Corbulo solo pudo anunciar a este que Milonia estaba llegando a Lugdunum. Así pues, el emperador la vio aparecer en la pesada raeda, el carruaje de origen gálico, y poner pie a tierra con movimientos cautos y un poco inseguros. Y él, rodeado como estaba de tribunos y magistrados, corrió a su encuentro y la abrazó, movido por la misma ternura que había visto de pequeño entre su padre y su madre. Le dijo que no conseguía librarse de ella, como tampoco Germánico había conseguido librarse de Agripina.
– Quería que estuviéramos a tu lado -dijo ella, hablando ya en plural. Y él se quedó sin respiración.
Al día siguiente, al amanecer, contempló con una sensación nueva a Milonia, que, cansada del viaje, dormía con la cabeza hundida en las almohadas. No la acarició para no despertarla; solo le rozó con dos dedos un mechón de sus oscuros cabellos. Pero ella se despertó casi enseguida.
– Tienes que levantarte -le dijo él-, porque hoy nos casamos.
La noticia de que la cuarta esposa del emperador, la madre del heredero imperial, era hermana del glorioso tribuno militar Domicio Corbulo, de extracción plebeya, y no hija de un poderoso pero odiado senador, entusiasmó a las veinticinco legiones del imperio.
De modo que la primera hija del emperador, la que había sido concebida, como en el rito de religiones lejanas, sobre las aguas del lago sagrado, nació en la Galia, en Lugdunum, que más tarde llamaríamos Lyon. Le puso el nombre de Julia Drusila, como su hermana fallecida. Había temblado mientras la pequeña nacía, se había ido lejos a esperar, había hecho promesas como un supersticioso campesino egipcio, no había logrado apartar de su mente lo sucedido en Antium. Esta vez, sin embargo, la felicidad había llegado fácilmente, enseguida. Y él, siguiendo un impulso irracional, decidió enviar al templo del lago Nemorensis ofrendas preciosas para Isis, la Diosa Madre, y para su pequeña, la diosa niña Bastet, representada por una sinuosa gatita.
La nieve había cubierto montes y llanuras del septentrión; era imposible viajar. El emperador, Milonia y la niña pasaron un agradable invierno -tranquilos y caldeados sueños por la noche, el sol sobre la nieve por la mañana- en Lugdunum. El emperador comprendió -aunque no podía decírselo a nadie- por qué Tiberio había considerado Roma un lugar atroz para vivir, hasta el punto de no volver en doce años.
Pero, en su caso, los dioses querían que volviese. Y eso fue lo que hizo cuando, finalizado el invierno, la nieve desapareció de los Alpes. Al llegar a Roma, todos se percataron de que el número de los guardias germánicos que lo acompañaban se había duplicado.
Desde la primera noche, sobre la cabecera de oro y marfil de su cama volvió a agazaparse el dios pálido del insomnio.
– He decidido llamar a Manlio para que venga enseguida -le dijo a Milonia cuando se hizo de día-. Quiero una residencia privada por donde no circule nadie a quien no me guste ver, donde tú puedas ir a cualquier parte del jardín, donde Julia Drusila corra con libertad como todos los niños…
– Oh, sí -contestó Milonia abrazándolo.
Y él la estrechó contra sí.
– Quiero disponer de tiempo para mí, como en Lugdunum.
– Allí ha sido maravilloso -dijo ella con un hilo de voz, porque el corazón le sugirió que días como aquellos no volverían.
– Pensaba en la villa que Mecenas le regaló a Augusto. Manlio la pondrá en condiciones enseguida. Mecenas era un coleccionista, así que hay grandes espacios, y yo quiero salas con la luz adecuada, en cuyas paredes colocar las pinturas que me gustan. Y pasear contemplándolas.
El filósofo judío Filón de Alejandría, que deseaba ver al emperador, fue conducido allí y se quedó atónito al ver que revisaba personalmente los trabajos de decoración. Los artesanos estaban montando ventanas cuadriculadas que Filón no había visto nunca; no llevaban protecciones de tela o alabastro, sino finas placas de «cristal transparente», es decir, rarísimos cristales que venían de los hornos de Tiro, y el día entraba en las salas, con el cielo, el sol, los jardines. Luego el emperador se trasladó rápidamente a un pabellón contiguo, donde estaba montando una galería de pinturas. Porque, para el joven emperador que coleccionaba toda forma de arte, llegaban de todas las ciudades del imperio y de los reinos aliados espléndidos regalos encaminados a satisfacer sus gustos.
A esas alturas ya había demasiados senadores que vivían con el corazón en un puño. Temían a las legiones de Domicio Corbulo y a los pretorianos, que, con lo bien pagados que estaban, podían rodear la Curia en un momento. Aun así, algunos insistieron en que julio César había sido agredido precisamente en la antigua Curia de Pompeyo, atacado por la espalda mientras estaba de pie, rodeado de dignatarios que habían fingido pedir clemencia para un exiliado, y ninguno de los suyos había conseguido salvarlo. Sin embargo, otros senadores replicaron que Augusto había vengado implacablemente aquel asesinato, destruyendo no solo a sus autores sino incluso la memoria del lugar donde había sido perpetrado. La vieja Curia había sido cerrada y al lado, a modo de insulto, Augusto había construido las mayores letrinas públicas de Roma.
El recuerdo de la muerte de julio César había anidado también en la mente de Tiberio; por eso había querido en la nueva Curia un asiento aislado y alto. Cayo César se dio cuenta de que era necesario imitarlo, y como a los senadores les aterrorizaban sus formidables e incorruptibles germanos, los Corporis Custodes, con los que era imposible comunicarse, empezó a rodearse de ellos también durante las sesiones.
– ¿Os dais cuenta? -dijo el senador Valerio Asiático, saliendo con ostentoso disgusto de la Curia sometida a vigilancia-. En Roma ya no se sabe si los enemigos son los bárbaros o los senadores.
Mientras decía esto, estaba atravesando el grandioso Foro Romano seguido de su cohorte de partidarios y clientes, y parecía no percatarse de la actitud hostil de la multitud que cedía el paso a sus siervos despacio, casi rozándolos con una negligencia renuente, apartándose en el último momento y solo porque debía hacerlo. Pero sus atentísimos ojos percibían, en aquel peligroso silencio, que habría bastado una incitación, un grito para que -ante la tremenda indiferencia de las cohortes pretorianas y la impasible inmovilidad de los germanos- ninguno de los que, como él, llevaban en la toga la franja de la púrpura senatorial consiguiese llegar vivo al otro lado de la plaza.
La noche en los Jardines Vaticanos
El emperador ya no podía renunciar a los speculatores, los espías. Creía que eran una protección, pero descubrió que eran la más ciega autotortura que podía infligirse. Había muchísimos, desocupados de los tiempos de Tiberio, felices de presentar una scida, un documento, de susurrarle al oído noticias que le harían ponerse lívido. Y sobre su mesa cayó una concreta y grave delación: el senador Papinio y un joven de familia noble que se llamaba Anicio Cerialis habían urdido otro complot.
«La Curia senatorial es un campo de ortigas -había dicho Tiberio-. Puedes arrancarlas hasta destrozarte las manos, pero entre la paja se esconden más.»
Al igual que la paja alimentaba las ortigas de Tiberio, el miedo físico, la pérdida de los privilegios y la ambición alimentaban las intrigas. Y el emperador -con tres años más que cuando había accedido al poder-, con la fría seguridad de la experiencia, hizo arrestar en secreto a esos dos acusados mientras estaban lejos de Roma. Los interrogadores amenazaron con la tortura y ellos -sobre todo el joven Cerialis-, antes de que lo tocaran, cedieron.
– Es verdad -confesó sollozando este último-, se está buscando la manera de asesinar al emperador.
Sin dejar de llorar, declaró que se había visto estúpidamente atrapado por malas compañías.
– Yo quería escapar -dijo-, pero me amenazaron de muerte. Protegedme -suplicó.
Tras hacer estas declaraciones, el joven descubrió que se había convertido para los interrogadores en alguien invulnerable y valioso. De hecho, le prometieron impunidad; y él escogió el camino que, a lo largo del tiempo, muchos otros seguirían con el mismo celo rentable: se arrepintió. Y respondió a las preguntas más allá de toda expectativa, anticipándose incluso a ellas.
– El joven Cerialis -informó el jefe de los interrogadores nos ha enumerado de memoria a sesenta y seis personas. Asombroso; a los escribanos les costaba seguirlo.
Pero resultaba difícil -como resultaría en el futuro- separar las informaciones verdaderas de las invenciones apetecibles. Cerialis pasaría a la historia como uno de los más desastrosos delatores, entre otras cosas porque, entre los acusados, incluyó hasta a su padre, célebre senador contra el que sentía un secreto odio a causa de matrimonios obstaculizados y herencias no compartidas.
– Esto no es una conjura, es un sodalitium -dijo Domicio Corbulo, el único en quien confiaba el emperador.
– Yo creo -contestó instintivamente este- que muchos de esos solo han hablado demasiado y después de haber bebido.
Enseguida fue evidente que el joven Cerialis, con siniestra astucia, los había nombrado a fin de que su inocencia manifiesta suscitara dudas sobre la culpabilidad de los otros.
Entonces, mientras los interrogadores naufragaban, los speculatores, ofendidos en su profesionalidad, demostraron que sabían trabajar y presentaron pruebas que no pudieron ser desmontadas contra cuatro o cinco de aquellos personajes, entre ellos el padre del joven arrepentido y un magistrado de muy alto grado, un cuestor.
– Este es el verdadero núcleo de toda la historia -dijo Domicio Corbulo contemplando aquellos nombres-. El resto era humo. No es tonto, el joven Cerialis.
El emperador no dijo nada. Notó que no se sentía turbado; su alma había envejecido. Pensó, en cambio, que solo tenía que hacer un gesto para aplastar a aquellos cinco.
– La compasión, la sensatez, el buscar el acuerdo, la tolerancia no sirven de nada. Gracias -dijo a los interrogadores, que lo miraban en espera de su decisión-. Es conveniente reflexionar unas horas -añadió con calma.
Mientras ellos salían, vagamente decepcionados, a él le volvió a la mente una frase antigua. ¿Quién la había escrito? «Si tienes el poder, debes defenderlo solo.» Luego, irracionalmente, pensó en Milonia y en la niña, sintió que deseaba furiosamente vivir. En secreto, encerrado en sí mismo, de noche, decidió ejercer aquel derecho absoluto de vida y de muerte que en Capri -cuando aquel sádico liberto le había mostrado las rocas al fondo del acantilado, donde Tiberio empujaba a estrellarse a los condenados- le había producido arcadas.
Ordenó arrestar a aquellos cinco en el corazón de la noche, llevarlos tal como se encontraban, medio vestidos, al otro lado del río, a los jardines del nuevo Circo Vaticano, allí donde años antes había sido arrestada su madre. La elección de ese lugar, inapropiado como pocos para un proceso, a muchos les pareció un cruel homenaje a la difunta. Reunió con furia a un grupo de senadores, los cuales, en cuanto sus cerebros arrancados al sueño se despejaron, vieron la cruel oportunidad de saldar odios antiguos y, todos de acuerdo, constituyeron una especie de confuso tribunal.
– Interrogadlos -dijo el emperador- y juzgadlos según las leyes de Roma.
Se alejó por los jardines, y los senadores dejaron a los conjurados en manos de los inexorables germanos, los interrogaron inmediatamente, antes de que se recuperaran de la sorpresa del arresto. Hicieron careos entre los detenidos y los acusadores; el enfrentamiento más dramático de todos fue el del padre y el hijo, a quien el primero creía todavía en Sicilia y que se odiaban desde hacía años. Ordenaron torturarlos y azotarlos, más violentamente que al resto al que los cómplices señalaban como el jefe.
– Es el cuestor Betileno Baso -dijeron satisfechos al emperador.
Mientras sucedía todo esto en plena noche, el emperador caminaba solo por los senderos del parque que tiempo atrás le había sido muy querido. Buscaba la oscuridad; pero sabía que en esa oscuridad vigilaban, distribuidos en un orden invisible, decenas de infatigables germanos. Se sentía envuelto en una agobiante seguridad y a la vez sentía que no podía esconder la cara. Llegó a la exedra y, a la débil luz de las antorchas, paseó entre los asientos vacíos.
De pequeño, mientras veía morir a su padre, aquel sufrimiento le había parecido tan cínicamente despiadado que se había dicho: «Los asesinos no imaginan la masa de sufrimiento humano que sus acciones provocan». Su alma se había llenado de sueños luminosos y pacíficos, un deseo espiritual de disolver el dolor ajeno. Pero ahora, haciendo balance de aquellos primeros años de gobierno, estaba seguro de que el dolor ajeno no le importaba a nadie. Quien actuaba movido por el demonio del poder era lúcida y orgullosa mente ciego al sufrimiento, bien se tratara de una sola víctima indefensa o bien de cientos de miles de condenados a perecer de hambre en un asedio. Precipicios de crueldad inimaginable. «El poder es un tigre.»
En ese momento le pareció oír voces demasiado altas. En realidad, eran gritos en la muda noche de Roma, gritos proferidos a intervalos, adheridos a los remolinos del río cargado de lluvia.
Un hombre gritaba, y al principio dio la sensación de que era con voluntad de ser oído.
– Todos te odian, a ti y a los tuyos desde hace tres generaciones, malditos…
Pero después fueron bramidos, y entre los bramidos pareció que sonaban nombres. El emperador se alejó. Allí, los interrogadores exigían:
– ¡Habla!
El interrogado gritó a causa del dolor insoportable y al emperador le pareció que decía:
– Calixto…
El emperador se detuvo: ese nombre, en medio de un interrogatorio. Pero no se oyó nada más, aparte de gemidos.
Los interrogadores, como si no hubieran oído, continuaban insistiendo:
– Los nombres, todos los nombres.
El hombre sollozaba, amenazaba, suplicaba:
– Ayudadme…
¿Suplicaba o acusaba? Los interrogadores acosaban, indiferentes al torturador que apretaba; eran verdaderas tenazas, tanacula, aplicadas en los músculos de las piernas. El hombre gritaba, lloraba, vomitaba.
– Los nombres, repite todos los nombres -insistían.
– ¡Ayúdame! -gritó, retorciéndose-. Sácame de aquí… Hablábamos todos los días y ahora no te veo…
El emperador se preguntó, sintiendo que se quedaba helado, si los interrogadores fingían no comprender. Oyó la orden clara y firme de un senador:
– ¡Otra vez!
El grito del hombre fue interminable, y cuando se quedó sin aliento, escupió:
– Mátame…
– No saben nada más -declaró el experto torturador, aunque diciéndolo no sabía a quién estaba salvando.
– A muerte -sentenciaron los jueces.
Se dirigieron al fondo de la oscura exedra donde aguardaba el emperador.
Él preguntó, sin distinguir sus caras:
– ¿Los habéis juzgado?
Sus voces respondieron que sí. Un guardia germánico levantó una antorcha. Estaban blancos; un senador llevaba la toga salpicada de sangre. El emperador pensó que en momentos como ese Tiberio debía de atrincherarse en sus aposentos de Villa Jovis y quizá no veía nada. Allá abajo los gritos no se oían. Aquel senador ordenó:
– Ejecutad inmediatamente la sentencia.
Desde el fondo, una voz gritó:
– ¡Te acordarás de nosotros cuando llegue tu hora!
– Y nada de entregar los cuerpos a los parientes -ordenó el senador-. Arrojadlos al río aquí abajo.
Pareció que el emperador no había oído; los demás fingieron con él. Pero él notaba que la violencia estallaba en su alma como un dique agrietado. Séneca lo había dicho: «El hombre no sabe qué encierra realmente en su interior hasta que no llega la ocasión».
Nadie supo decir dónde y cómo había pasado aquella noche el ambiguo Calixto. Con el tiempo se sabría que aquellos conjurados destinados a morir estaban más cerca de él de lo que se pensaba. Pero antes del amanecer los habían decapitado a todos. Sus cuerpos torturados habían acabado ignominiosamente en el río, allá abajo, donde un remolino lo engullía todo en el acto. El agua corría, alguno quedaría brevemente enganchado en un cañizar, atascado bajo un puente, pero después la caudalosa corriente lo arrastraba todo, lo llevaba lejos, hacia la desembocadura -turbia y arenosa en el Tirreno. Y pasó el peligro de que alguien hablase.
Un mílite llevó al emperador su corcel, Incitatus, nervioso en la oscuridad; y él sintió alivio al pasarle la mano por el cuello, al per cibir su emoción fiel. Inmediatamente, los germanos se apiñaron a su alrededor montados en aquellos caballos altos, de grupa ancha y cascos pesados, una muralla, que venían de las llanuras de la otra orilla del Danubio. Entre ellos, el emperador cruzó el río por el novísimo puente que se extendía sobre cuatro grandes arcos, uniendo el corazón de Roma con el grandioso Circo Vaticano, y pensó con amarga ironía que, después de la inauguración, lo recorría de nuevo precisamente una noche como aquella.
El cielo empezaba a clarear detrás de las negras siluetas de los pinos de Roma. Los hombres que lo acompañaban permanecían impasibles, rostros que venían de tierras lejanas, pero que no podían volver a los países donde habían nacido porque habían escogido combatir contra los de su sangre. Más despiadados que nadie, fieles y fuertes, habían tenido otras aspiraciones; y ahora, aunque no habían entendido una sola palabra latina, estaban orgullosos de cómo había terminado la noche.
Subieron la cuesta del monte Palatino y el emperador pensó que era terrible rodearse de soldados extranjeros en medio de la gente de uno. ¿Era eso el poder?
Atravesó las salas donde esperaban libertos y esclavos, funcionarios y augustianos, exhaustos tras pasar la noche en vela y atemorizados. No miró ni siquiera a Helikon, petrificado en una esquina del atrio. Entró en su habitación y despidió a todos; por primera vez, Milonia lo siguió sin ser llamada y se encerró dentro con él.
La cámara revestida de oro
El emperador dejó caer todas las vestiduras como si estuvieran sucias, pero era de sí mismo de lo que quería despojarse. Se echó en la cama, se volvió boca abajo, escondió los ojos de la luz. Milonia se tendió a su lado; en silencio, le acariciaba la espalda y la nuca. Él esperó que no se diera cuenta de que estaba a punto de llorar.
Entretanto, en la habitación se encendía la luz de un amanecer precioso y en la ciudad el episodio se difundía con todos sus detalles de atroces crueldades. En algunas prestigiosas residencias, las puertas eran cerradas precipitadamente debido a un luto ignominioso y sin funerales; la noticia del tremendo proceso nocturno corría de boca en boca; los demás senadores, despertados con sobresalto, se reunían en corros atemorizados junto a los amigos más cercanos. Pero la Curia estaba vacía y cerrada, desierto el inmenso, triunfal espacio de los Foros, con los pórticos todavía llenos de sombras. En las calles despejadas, entre los palacios cerrados, resonaba el paso regular de las cohortes de Quereas y Sabino que patrullaban la ciudad. Los que ya habían salido de casa se refugiaban en los portales y caminaban deprisa, como en los tiempos de Tiberio. Los Germani Corporis Custodes montaban guardia en todas las entradas del Palatino, insensibles e inmóviles, encerrados en su silencio extranjero.
El emperador notaba entrar por las ventanas el insoportable silencio de Roma. Acariciándolo, las manos de Milonia intentaban desprender de su piel las tremendas sensaciones de la noche; la tibieza de su suave cuerpo se adhería a su costado. «Las mujeres -pensó él- no saben lo importantes que son sus manos para un hombre.» Hubiera querido decírselo, casi como una súplica, pero se calló. Y sentía el recorrido de las caricias, una tras otra, la única relación físicamente humana que le quedaba.
De repente pensó que haber leído en público los documentos secretos de Tiberio había sido un error irreparable. El pensamiento le invadió el cerebro con una claridad absoluta. «Debía haberlos escondido, cogido a los culpables de uno en uno, en silencio. El arte con el que Tiberio destruyó a los populares.» Pero al cabo de un momento se dijo que no habría podido, porque los senadores habían aprobado aquellos asesinatos legales con mayorías arrolladoras. «¿A quién hubiera tenido que matar y a quién no?»
Las caricias se transformaron en molestia. Casi enseguida notó que las manos de ella se apartaban y le extendían sobre el cuerpo una manta ligera. No se movió. En cualquier caso, el error era irreparable. Todos los que aquel día oyeron su nombre no se tranquilizarían jamás. «Un error mayúsculo, fruto de la juventud. Creía que mi dolor, mi necesidad de justicia, mi estúpido perdón arrastrarían a los senadores. Pero los dolores ajenos solo producen mie do de la venganza o fastidio por tener que intervenir.» Errores que llevaban a quién sabe dónde, como las olas del mar avanzan al azar. Después de aquel torpe complot en la Galia, Galba había dicho: «Los estúpidos se eliminan solos». Sin embargo, mientras él reía, los supervivientes habían sustituido en silencio a los caídos. Era el mito de la hidra: las cabezas volvían a nacer más deprisa de lo que era posible cortarlas. El Senado era el cuerpo blando, temeroso, traidor y letárgico de un animal indefinible que todas las mañanas iba a agazaparse a la Curia y de vez en cuando, insatisfecho, atacaba a muerte.
También el sagaz Calixto había caído en ese error. «Pero, en su caso, ¿fue de verdad un error?» En realidad, desde aquel momento Calixto se había convertido en el intermediario omnipotente -el único en todo el imperio- entre los culpables, aterrorizados y suplicantes, y la ira del emperador.
«¿Cómo gestionaron el poder los hombres que estuvieron aquí antes que yo, julio César, Augusto, Marco. Antonio, Tiberio, y aquella única mujer, una leona entre todos aquellos tigres, Cleopatra?»
Augusto había conseguido mantener apaciguada a la hidra de seiscientas cabezas durante más de cuarenta años. Había construido a su alrededor una fortaleza invisible: leyes, ordenamientos, concesiones, prohibiciones, alianzas, garantías, controles. Todo eso se convertiría, durante siglos, en la más alta escuela de gobierno. Y en toda la historia nadie personificaría la trascendente y espiritual inexorabilidad del poder como sus serenos retratos, en los que desde ningún punto se consigue encontrar realmente su mirada. ¿A quién había buscado como consejeros? A esos pocos amigos personales y sin poder que Roma llamaba «el grupo de los veinte». Pero en toda su vida, al final, solo a dos: Marco Agripa y la terrible Livia.
Julio César, en cambio, no había tenido a nadie; y lo habían matado, en público y en medio de la Curia. ¿Durante cuánto tiempo había llevado dentro la idea de la muerte que despertaba todas las mañanas con él? Y sin embargo, el destino le había enviado advertencias: un día, había encontrado sospechoso el semblante pálido y ceñudo de Casio.
«Creías que te querían, pero no te quieren. La relación entre tú, que tienes el poder, y todos los demás no es una relación entre seres humanos.» ¿Quién era aquel antiguo tirano que iba disfrazado por callejas y tabernas para saber qué pensaba de verdad la gente de él? Hundió la cara en la almohada. «El poder es un tigre -se dijo con desesperación-, pero está agazapado sobre una roca, solo, mientras una jauría de perros ladra a su alrededor.»
Con los ojos cerrados, comenzó a buscar la lejanísima oscuridad en la que había desaparecido la sombra de su padre. Hablaba con él, o se ilusionaba con la idea de que sus pensamientos encontraran algo al otro lado de la muerte. «¿Durante cuánto tiempo tuviste tú también ese presentimiento? ¿Era esto lo que querías decir cuando me hablabas y me cogías de la mano?»
«En el templo de Ab-du, en el centro de la inmensa necrópolis -decía el sacerdote de Sais-, hay una cámara subterránea al final de no sé cuántos peldaños, porque el templo por el que nosotros caminamos está construido sobre los cimientos de seis templos más antiguos, uno encima de otro. La escalera baja hasta el fondo, hasta el templo original, construido cuando los hombres no conocían aún la escritura. La pequeña cámara, allá abajo, está totalmente forrada de oro, como el sarcófago de un phar-haoui, pero sin inscripciones, porque los muertos ya no pueden leer. Allí debes encender tu débil candil, y de pronto la cámara resplandece: el suelo, las paredes, encima de tu cabeza. Entonces dejas caer sobre el candil, de uno en uno, para que ardan, los granos de khfir, el perfume cuya fórmula solo conoce el phar-haoui, y los muertos a los que amas acuden -prometía el sacerdote-, estén donde estén, acuden atravesando las paredes, porque les gusta la luz y desean intensamente ese perfume. Pero tú jamás podrás verlos; solo puedes oír su respiración, alrededor de ti, mientras se embriagan de luz e inhalan con pasión el perfume. Entonces puedes hacerles preguntas, pero cortas y en voz muy baja, porque vienen de lejos y están cansados. Y no oirás nunca su voz. Sus respuestas son soplos amorosos que te rozan la oreja y de repente se desarrollan en tu mente, como si fueran pensamientos tuyos. Pero no te dejes atrapar por este encantamiento, porque si, por desgracia, los retuvieses allí cuando se acerca el día, se abismarían, desesperados, y no tendrías nunca más la posibilidad de convocar a ninguno. En un momento dado, sabrás que debes despedirte de ellos aunque te parta el corazón. Dejarás que se consuma el último grano de perfume y luego cogerás el candil y, soplando suavemente, lo apagarás. Después, a oscuras, con el candil apagado enfriándose en tu mano, buscarás a tientas la puerta y saldrás, y subirás los ciento veinte peldaños de la escalera antes de que la aurora ilumine la arena.» Pero ¿de verdad había dicho todo eso el anciano sacerdote? ¿O los recuerdos se habían mezclado con sus angustiosos sueños?
El emperador se volvió hacia un lado de la cama creyendo que estaba solo. Y el sol ya estaba alto. Y Milonia estaba en cuclillas mirándolo.
Él se emocionó y empezó a decir:
– Nosotros dos…
Pero se interrumpió porque ella, impulsivamente, lo abrazó, se abandonó sobre su pecho pegando la cara a su piel, haciéndose pequeña, con tanta ternura que él le acarició el cabello y la estrechó contra sí. Era realmente pequeña, pensó, la única persona que lo amaba de verdad y tanto.
Ella alzó los ojos desde debajo de la pesada masa de cabellos todavía despeinados y, en el silencio absoluto que dominaba los palacios imperiales cuando se pensaba que el emperador había conseguido dormirse, murmuró:
– Has dicho nosotros…, tú y yo…
Él la miraba con ternura y no alcanzaba a comprender que para ella aquel pronombre era vertiginoso, era la seguridad de que, entregándosele de modo tan incandescente y total, había entrado en él y echado raíces.
Pero Milonia no hablaba nunca; hablaban sus ojos, sus cabellos y sus manos. Él la rodeó entre sus brazos, la estrechó muy fuerte, y ella exhaló un suspiro, como si se asfixiara. Él repitió, en el silencio del amanecer:
– Tú y yo, nosotros dos, iremos a Egipto. -Oh… -dijo Milonia.
– Lo he pensado ahora. No dormía; este silencio que creáis a mi alrededor es inútil.
No confesó que la idea se le había ocurrido igual que, en la cárcel, un preso descubre una vía de evasión. «Lejos de Roma», pensó, pero lo que dijo fue:
– Egipto se acuerda de mi padre y de lo que hizo, y de cómo perdió la vida. Iremos a donde fueron Marco Antonio y Cleopatra -prometió-. Iremos a Iunit Tentor.
No le dijo a la mujer que temblaba levemente entre sus brazos cuáles habían sido sus largos y melancólicos pensamientos. Se había preguntado qué quedaría del flujo de ideas nacidas en aquellos años. Se había dicho que era un continuo echar piedras al enorme plato de una balanza; pero él estaba solo, y el plato de la balanza, inmóvil.
Al final de su primer año de gobierno, cuando había descubierto que el poder necesitaba garras, se había dicho: «Debería escribir. Pero los escritos son frágiles; basta un gesto para arrojarlos al fuego». Era primavera, cuando el ruiseñor canta en las últimas horas de la noche. Lo había escuchado con los ojos cerrados, hasta que se había callado. Había pensado que quizá Augusto había grabado su historia en bronce y en mármol después de pensamientos como esos. «Escribiré sobre las piedras de los templos, como los antiguos phar-haoui», se había prometido a sí mismo. Su gran proyecto egipcio había nacido aquella noche. Y, tal como él había intuido, ningún historiador hablaría nunca de él; solo las piedras.
Acarició los cabellos de la mujer y dijo:
– Vi el templo de Iunit Tentor con mi padre.
Germánico había murmurado: «Es una biblioteca de piedra». Toda la historia, la ciencia y la mística egipcias estaban esculpidas y pintadas sobre las inmensas superficies de granito: las paredes, las columnas, los techos, los capiteles hatóricos, las hojas y los cantos de las puertas, un vertiginoso acoso de imágenes, sin un palmo de espacio libre.
– Vi, alrededor del jem -dijo el emperador-, las cámaras que habían contenido los instrumentos de los ritos: el oro, el electrón, los perfumes, los instrumentos musicales, las vestiduras sagradas. Pero estaban derribadas y vacías; solo quedaba el recuerdo, las inscripciones esculpidas en las paredes. Los sacerdotes levantaron las trampillas de piedra para que bajáramos a los sótanos; y allí, las inscripciones tenían mil quinientos años de antigüedad. Nos dijeron que dentro de los inmensos machones hay excavadas pequeñas criptas, cubiertas de otras inscripciones secretas, algunas tan antiguas que llevan el nombre del phar-haoui Meriri. Durante la invasión de Augusto las tapiaron y ahora nadie es capaz de encontrarlas. Pero están allí. Los sacerdotes decían que las descubrirán dentro de no sé cuántos siglos.
Un solo pensamiento ocupaba la mente de Milonia mientras escuchaba: «Marcharse de Roma con él, lejos de estos palacios con mil puertas. Fuera de aquí, donde a cada paso encuentras a senadores que cuchichean y a sus mujeres que lanzan miradas de odio».
El emperador recordó que el sacerdote de Iunit Tentor había sugerido a Germánico: «Quédate aquí». No había quedado claro, sin embargo, si era una invitación o una premonición. Se guardó el recuerdo para sí y le dijo a Milonia:
– Hice construir en Iunit Tentor un monumento a mi padre: una gran sala, cuyo techo reposa sobre veinticuatro altísimas columnas. Y ordené que grabaran el episodio de julio César y Cleopatra, y de su hijo, al que Augusto mató a traición. Y ahora nosotros dos volveremos.
Milonia temblaba levemente y el emperador estrechó todo su cuerpo contra sí. Le preguntó si tenía frío. Ella negó con la cabeza y no dijo que, si lo que sentía dentro era auténtico, el segundo hijo del emperador romano quizá nacería en Iunit Tentor.
– Remontaremos el Nilo -planeó el emperador, y al decirlo tenía en mente a julio César preguntando a Cleopatra qué fuente alimentaba aquel río y dónde nacía, desde el principio de los tiempos, el flujo infinito de sus aguas, porque nada había excitado nunca tanto su apasionado deseo de saber-. Desembarcaremos en la isla de Phi-lac -prometió-. El templo de Isis parece una nave de piedra en medio del río, bajo el cielo espléndido. Y alrededor, dos orillas de granito y el desierto, que tiene el color del pelaje del león. Pero el pórtico, donde pondrás el pie cuando desembarques, no estaba acabado y he mandado que lo terminen. Y he mandado también que graben mi nombre.
… el poder es un tigre agazapado sobre una roca, solo…
El dúctil arte de la desinformación
«¡Cómo nos equivocamos aquel día de marzo! -pensaba el senador Valerio Asiático viendo discutir a sus acalorados amigos-Creíamos, confiando en la palabra de un borrachín zafio como Sertorio Macro, que manejar al "muchacho" era un juego. Por suponer eso, Macro perdió la vida, y si las cosas continúan así también la perderemos nosotros.»
Estaba sentado a cierta distancia y, con la lucidez del odio, examinaba mentalmente, como habría hecho un historiador, las acciones del emperador, los campos en los que había actuado, la variedad de sus intereses. «El viaje a la Galia para machacar a Getúlico… Los Germani Corporis Custodes, una fortaleza andante… Los malditos documentos de Tiberio publicados de aquel modo: nos odian tanto que algunos de nosotros vienen a la Curia escondidos dentro de la lectica, tras cortinas tupidas, porque no se atreven a aparecer en los Foros; otros se han enterrado en el campo. Y él va a caballo como un bárbaro; ha viajado más él en cuatro años que otros en veinte. Ha recorrido a caballo toda la costa, desde Roma hasta Reggio. Está aterrorizando a los funcionarios más que Tiberio. Ha enviado embajadores a todas las fronteras, y presume de que no estemos en guerra en ninguna de ellas, ni siquiera en una, desde el Rin Basta el Éufrates… En cuatro arios, solo cuatro arios… Su mente no para de maquinar. Ha puesto en marcha todas las insidiosas reformas que los populares pedían desde hace veinte años. Y ese gorro frigio estampado en las monedas… Ha embriagado a los romanos mandándolos a votar… Cuando un senador muere, y son todos viejos, en su lugar entra un rostro bárbaro que a duras penas habla latín. Dos o tres inviernos más, y estaremos en minoría. Ha cambiado la manera de vestir. Ha vuelto loca a la juventud; están todos con él. -Cada constatación era como una profunda punzada-. Solo tiene veintinueve años… Si el imperio va a ser como él quiere -concluyó, con silencioso espanto-, del que tenemos hoy no quedará nada.» Sin embargo, su lúcido cerebro consideraba que atacar al joven emperador todavía conllevaba riesgos inasumibles.
Se levantó y se incorporó al grupo.
– Estamos perdiendo el tiempo -declaró, dejando caer la voz, como un hachazo, sobre los confusos y veleidosos discursos de sus colegas-. Los romanos lo quieren; los amores estúpidos y peligrosos de la gente ignorante. -Con sadismo, dejó a sus oyentes en un silencio abatido-. Prestadme atención, por favor -dijo después-. Su verdadera protección no son los germanos, es la gente de Roma.
Lo miraron porque sabían que era una gran verdad y les daba miedo. Pero él sonrió, y sus desmoralizados fieles comprendieron que se anunciaban estrategias desconocidas.
Asiático, efectivamente, dijo:
– Debemos hacer descubrir a los romanos que no es el hombre que ingenuamente imaginan. Os pondré un ejemplo: la sesión de ayer. -Miró a su alrededor como un maestro con discípulos poco aventajados-. La discusión sobre aquella ley para el control del gasto público. Yo no estaba presente, pero vosotros salisteis furiosos de la Curia. ¿Qué dijo exactamente?
Cada día más desconfiado y consumido por la tensión, el emperador había declarado que, si hubiera nombrado senador a su caballo Incitatus, este habría demostrado ser más capaz de calibrar los problemas que algunos nobles patres. Una ocurrencia que el pueblo había acogido con carcajadas. Los senadores, en cambio, estaban indignados porque algunos caballerizos, para burlarse, habían puesto sobre la grupa del caballo las insignias senatoriales.
– Así que dijo que su caballo… Bien. Explicaremos a los romanos que hicieron mal en reír. Es más, diremos que no hay ningún motivo para reír: Roma está en peligro. El «muchacho» tiene accesos de locura: quiere nombrar senador de verdad a su caballo.
Lo miraron con profunda sorpresa y él, tan paternal como siempre, sugirió:
– Intentadlo, intentadlo…
En efecto, cuando uno de ellos salió a los soportales de los Foros a contar, con fingida alarma, que después de aquellas famosas fiebres la mente del emperador se había trastocado progresivamente y se encontraba ya en un punto peligroso, puesto que quería nombrar senador a un caballo, encontró a muchos que, estupefactos, escuchaban. Porque, como bien sabía Asiático, las invenciones inverosímiles gozan del constante privilegio de ser inmediatamente creídas. Pero entonces nadie -ni siquiera Asiático, su inventor- imaginaba que la frase incluso sería recogida en los libros de historia.
El éxito del relato espoleó la imaginación.
– Ridiculizar al enemigo es un arte antiguo -decía pacientemente Asiático-. En vez de lamentaros, releed a Aristófanes, id al teatro a ver sus atellanae.
Era verdad: ese arte tendría, a lo largo de los siglos, legiones de imitadores.
Algunos recordaron que el emperador se había casado con Milonia, en Lugdunum, cuando el embarazo de ella estaba avanzado. En el momento del nacimiento, había declarado sentirse feliz y, como difícilmente renunciaba a hacer comentarios jocosos, había respondido a las felicitaciones diciendo que había hecho a aquella deliciosa niña en tres meses.
– Ahí está la prueba -dijo Asiático, riendo, en el corrillo de fieles-. Tiene la mente trastornada, pretende obrar prodigios, se cree casi un dios.
Y dado que Roma era -y quizá seguiría siéndolo durante algún tiempo- una ciudad de súbditos, donde se preferían los chismorreos inútiles a las discusiones constructivas, la ocurrencia corrió de boca en boca.
– Y esa mujer que tiene…
El hecho de que Milonia fuese hermana del tribuno Domicio Corbulo, parentesco incorruptible y peligroso para muchos, se soportaba con dificultad.
– No es muy guapa, eso salta a la vista, y tiene tres años más que él. Lo ha deslumbrado, le hace beber pociones mágicas, drogas.
Después de esos comentarios se esparció el pavoroso rumor -empleando una famosa definición ciceroniana- de que en los palatia vivía una saga, o sea, una poderosísima bruja.
Sextio Saturnino, que tenía amistades femeninas en la residencia imperial, anunció que quizá la saga estaba de nuevo embarazada. Los demás prestaron una apasionada atención, pues eso significaba que aquella maldita estirpe estaba produciendo un heredero para el imperio.
– Pero no es seguro. Las mujeres dicen que la saga todavía no se lo ha anunciado ni siquiera a él.
Así pues, teniendo en cuenta que, si la operación era un éxito, de aquella odiada familia no debían sobrevivir herederos, en las termas y en otros lugares empezaron a contarse cosas de la niña:
– ¡Se parece a él! Tiene el mismo carácter agresivo. Las esclavas dicen que, cuando juega con otros niños, los araña, los hiere en los ojos.
Pero la niña -a la que estamparían la cabeza contra una pared- había nacido el invierno del año 39, según nuestro calendario, así que cuando la mataron, en enero del año 41, tenía como máximo trece meses. Cabría preguntarse a quién y con qué fuerzas podía herir. Y sin embargo, la leyenda, inventada para matar la compasión del pueblo y recuperada por Suetonio, echó raíces.
Anio Viniciano, el gran rival de Asiático, cuya reciente supremacía entre los optimates desaprobaba con envidia, sugirió:
– Hablemos de cosas serias, por favor. Los romanos cruzan el nuevo puente de cuatro arcos que ha construido él, van a ver las carreras en el nuevo Circo Vaticano que él ha querido, se quedan embobados delante del obelisco erigido por él, pasean bajo los soportales del Iseum diseñado por él, los estudiosos se meten en esas bibliotecas, dicen que las calles nunca han estado tan limpias y bien adoquinadas, se enorgullecen subiendo la nueva rampa que lleva de los Foros al Palatino. Dicen que en Roma se ha construido más en estos tres años que en los veintitrés de Tiberio. -Y, puesto que las nobles obras realizadas por el enemigo suscitan un odio mayor que el despertado por las matanzas, Viniciano concluyó con rabia-: ¿Qué les contestas?
Asiático, que escuchaba a Viniciano con la paciencia de una larga enemistad, suspiró.
– Les dices que, para hacer todas esas alegres locuras, ha vaciado las arcas del erario, y ahora falta dinero hasta para importar grano. -Todos aprobaron, y él continuó-: ¿Os acordáis de lo del puente del golfo de Puteoli, el verano pasado?
En vista de que el importantísimo puerto comercial de Puteoli estaba enarenándose, los ingenieros imperiales habían construido un muelle nuevo de una forma nunca vista: tras sumergir en el mar encofrados y cascos de naves viejas llenos de harena y pulvis puteolana (una mezcla que en el agua se solidificaba rápidamente), habían plantado grandes pilares que rompían las olas, mientras que los espacios libres permitirían el retroceso de la arena. Sobre los pilares habían colocado un sólido entarimado que se había convertido en un larguísimo puente.
– El «muchacho» lo inauguró recorriéndolo a caballo. La gente miraba con la boca abierta, y él bromeaba sobre la profecía de Trasilo. ¿Os acordáis? Trasilo había dicho a Tiberio que para ese «muchacho» sería más fácil cruzar a caballo el golfo de Puteoli a Baia que convertirse en emperador. Nosotros explicaremos que hizo construir un puente de naves, destruyendo media flota, para demostrar que la profecía era falsa. Y recordad también la campaña en Britania -prosiguió Asiático-. El «muchacho» condujo tres legiones hasta el mar Septentrional y les hizo dar marcha atrás sin entablar una batalla. Jamás había caído semejante vergüenza sobre las legiones tie Roma.
Lo miraron perplejos, pues, tras las sanguinarias e infructuosas campañas de Julio César, Augusto y Tiberio, aquella paz en la peligrosa isla habitada por los britanos había sido acogida con un profundo alivio. Por eso uno de los conjurados murmuró:
– Más vale dejarlo correr.
Pero Asiático afirmó:
– Esta paz ha nacido de nuestra cobardía. Ha sido el producto de una mente trastornada y la gente debe saberlo. El «muchacho» dijo que dispuso en la playa los musculi, nuestras más potentes máquinas de asedio, las que en tres días destruyen una ciudad, como si se preparase para invadir Britania, ¿verdad? Pero no olvidéis que, en nuestra gloriosa habla latina, también llamamos musculi a las conchas.
Se echó a reír. Los demás lo escuchaban desorientados, pero lo que decía era verdad. Musculi -término preciso utilizado por escritores militares como Vegetius, Gelio e incluso julio César en el brillante latín de su De bello Gallico- se empleaba también para denominar unos sabrosos moluscos con valvas.
Asiático seguía riendo.
– Decid a la gente que entendió mal, que el «muchacho» llevó a las legiones a recoger conchas a la playa. -Fingió ponerse serio de golpe-. Está perdiendo el juicio.
Todos rieron.
Las noches del último invierno
Era invierno. La oscuridad descendía rápidamente desde un cielo tenebroso sobre los tejados de la inquieta ciudad. Al emperador le parecía que todos los ojos de Roma apuntaban hacia las ventanas y las galerías de su queridísima pero ahora insoportable domus, pendientes de las luces, preguntándose qué estaba sucediendo allí. Desde todas las colinas de alrededor, el monte Palatino era una referencia, y para muchos ya un objeto preciso de odio.
– En invierno la noche es demasiado larga-murmuraba Helikon añorando los cielos egipcios, y contaba los vieses que separaban Roma de las claras y perfumadas noches de la primavera.
Pero el emperador, pese a las tisanas y los misteriosos licores de sus médicos, estaba cada noche más angustiado por la certeza de no ser capaz de dormir. La oscuridad abría un espantoso diálogo interior; como animales hacinados en un recinto, se agitaban los excesivos muertos de aquellos últimos meses, sus escurridizos enemigos, la ansiedad por el futuro. Como un maleficio, la maldita casa de la Noverca estaba allí, a pocos pasos. Se insultó a sí mismo por no haberla destruido.
Los aposentos imperiales privados eran cada vez más una isla de siniestra soledad. Entre estos y los germanos y los pretorianos de Quereas había otras salas. Él llegaba al extremo de atrancar la puerta antes de intentar conciliar el sueño. Esperaba el amanecer, los cada vez más perezosos amaneceres invernales, tendido en su cama, solo. Pero a veces, en el corazón de la noche, se levantaba y se dirigía por sorpresa, despertando sobresaltadamente a los vigilantes y las esclavas, a los aposentos de Milonia, que nunca se había atrevido a. violar su soledad y había entrado en las estancias imperiales una sola vez: la terrible noche de los jardines Vaticanos.
El emperador llegaba al dormitorio de ella, cuya puerta estaba siempre entornada y donde un débil candil se consumía en un rincón, se tumbaba en la cama y la abrazaba como había abrazado a su madre. Y mientras estaba así, notaba que las mejillas de ella se cubrían de lágrimas. Entonces la acariciaba, la estrechaba, con todo su cuerpo pegado al de ella, le susurraba: «Dame mi pequeño emperador», y ella se ofrecía con un complaciente candor de virgen. Sin embargo, otras noches de aquel largo invierno se echaba una capa sobre los hombros y salía a caminar en la oscuridad de la galería. Sabía que Helikon dormía acurrucado en cualquier rincón detrás de su puerta y lo entreveía: la noche de un perro fiel junto a su amo. Lo miraba, con cuidado de no interrumpir aquel profundo sueño juvenil, y volvía a tumbarse sin esperanza en su lecho vacío.
La noche siguiente, cuando siervos silenciosos empezaban a trajinar en sus maravillosas salas encendiendo candelabros, lámparas y candiles, él se preguntaba, angustiado, qué haría durante las horas de oscuridad. Y con una sonrisa desesperadamente ambigua, preguntaba: «¿Qué habéis pensado para esta noche?». Sabía que decenas de individuos, varones, hembras, ambiguos bellísimos y viciosos estaban deseando proponerle espectáculos y juegos nuevos, desenfrenados e impúdicos. La siniestra anestesia funcionaba unas horas; y él se abandonaba a ella, igual que los esclavos de la Subura se emborrachaban en la fiesta de Diana.
Luego, como una liberación, llegaba un atisbo de luz desde las ventanas y, pese al frío, él ordenaba abrirlas y apagar las lámparas, y respiraba contemplando el amanecer, mientras las mujeres y los muchachos semidesnudos entre los cojines tiritaban riendo. Y mientras que, desde el interior de la sala humosa, él miraba la consoladora luz de la mañana, sus expertos compañeros, en cambio, lo observaban a él, observaban sus párpados hinchados, la vacilación entre irse y quedarse, el no responder cuando le hablaban…
Veía el alba como un preso al que le abren la puerta. La luz traía las horas constructivas, los encuentros vitales con los funcionarios fieles, los mensajeros entusiastas de las provincias, los embajadores amigos, los hombres que con él -seducidos por sus sueños juveniles- construían un mundo futuro. Sus amigos llegaban de tierras lejanas, lo veían como al dios benéfico de sus esperanzas: el aire del río de Roma no los había emponzoñado. Es más, pecaban de ingenuidad respecto a la terrible Roma, estaban indefensos. No se percataban de la turba de senadores que se congregaba en torno a la Curia. Extasiados, veían el poder solo en él.
Pero él ya sabía que estaba vacío por dentro, como las estatuas de bronce de Tiberio. Percibía el asedio de aquellos seiscientos cerebros, sabía que podía contar con pocos. Presentía que alguno de sus encarnizados enemigos había logrado introducir hombres en la intimidad de los palatia.
Pero el día que, con desesperación, se decidió a hablar de ello con Calixto, este, sin inmutarse, dijo:
– Eso ha pasado siempre. Es el precio de la celebridad. -No estaba claro si lo hacía por rabia o por diversión, o quién sabe por qué antigua venganza-. Mira Egipto, Augusto. Cleo, nuestra reina más grande, para Roma fue una mujerzuela. Nuestro místico Helikon dice…, yo no entiendo de eso…, que el Halcón, Horus, y la Esfinge, y la Serpiente, el Ourohorus, son símbolos (le ideas espirituales tan elevadas que las palabras resultan insuficientes. Sin embargo, filósofos griegos y senadores romanos han dicho que Egipto adora a los animales y es una tierra bárbara. ¿Y por qué lo han dicho? Porque para Roma habría sido vergonzoso destruir la civilización más antigua de la tierra. Ahora los blancos somos nosotros, tú, Augusto. La otra noche, bromeando, besaste a aquella bellísima Nymphidia en el cuello y le dijiste: «Y pensar que sería posible cortártelo…». Contaron que amenazaste con hacerlo, que aterrorizaste a los invitados.
El emperador no contestó y Calixto, consciente de cuánto lo había herido, se dirigió a Helikon:
– No existe acción que las palabras no puedan tergiversar. Es un juego. Si el enemigo dice que es de noche, tú debes decir inmediatamente lo contrario. Pero alguien observa que es de noche de verdad. Entonces tú contestas que el enemigo lo ha dicho demasiado pronto o demasiado tarde, o demasiado fuerte y te ha asustado, o en voz baja y no se le entendía. Si ni siquiera eso es creíble, siempre podrás sostener que el enemigo lo ha dicho con una finalidad secreta, para dar una cita a una mujer, o para recordar a un sicario que debe matar a alguien aprovechando la oscuridad. Sea como sea, al final, tu enemigo habrá cometido un error y parecerá un monstruo. Y como decir que es de noche es algo banal, mientras que revelar que con esa palabra se quería asesinar a un senador impresiona a todos, jueces e historiadores se quedarán con esa frase y no con la primera.
Calixto siguió riendo mientras se alejaba. El emperador no había reaccionado. Se había acordado de aquel día, en la terraza de Capri, en que Calixto, ahora demasiado poderoso, había pasado por delante de él, con modesta ropa de esclavo, transportando un jarrón. Se dio cuenta de que estaba cansadísimo. El poder estaba escapándosele de las manos, como si fuera agua.
Helikon, que estaba cada día más atemorizado y confundido, le susurró:
– Me aterra pensar qué escribirán dentro de trescientos años sobre nosotros.
Eran las mismas palabras que había pronunciado Druso una de las últimas noches, mientras recogía aquel diario. ¿Había sido el pobre Zaleucos el que había dicho, citando a no sé qué filósofo, que cuando la mente se llena de recuerdos es señal de que la muerte está cerca?
Entretanto, Helikon hablaba infantilmente de otra cosa. ¿Qué escribirían, dijo, de las cremas que convertían en seda la piel de las mujeres o en suaves ondas de luz sus cabellos, cuando nunca habían tenido mujeres o muchachos así en sus cubículos? ¿Qué escribirían sobre las complicadísimas salsas del gran Apicio, que hacían la glotonería insaciable, cuando se negaban a probarlas? ¿O de las pocas gotas de nieve fundida que animan la copa de vino añejo en la somnolencia del verano? ¿O del muelle placer de los lechos de estilo sirio? ¿Cómo describirían la sabia elegancia de la ropa? El emperador había escuchado sonriendo, diciéndose que para Helikon todas las maravillas de la vida estaban encerradas en esos pequeños ejemplos; era un niño, Helikon.
Pero al final Helikon preguntó:
– ¿Qué escribirán de tu proyecto de paz?
Al emperador se le contagió la ansiedad: su nuevo mundo era frágil, podía disgregarse, igual que la sangre mana, sin dolor, de una vena cortada. Ellos, y su recuerdo, estaban en manos de personas desconocidas que quizá aún no habían nacido.
– Temo a los escritores -dijo Helikon, como si le quitara los pensamientos-. Escuchan a los testigos de los hechos, pero después los cuentan a su gusto: a uno lo hacen callar, a otro lo hacen hablar demasiado. Luego llegan otros escritores, leen lo que han contado los primeros, lo interpretan también a su manera y lo reescriben. Y así una y otra vez. Los griegos y los romanos han escrito mucho sobre Egipto, pero yo he visto que lo han transformado en lo que no había sido nunca.
– Tienes razón -contestó el emperador-. Mira esto.
Sobre una ménsula conservaba -ligeros rollos de papiro protegidos por sus estuches- las primeras copias de las famosas obras de Salustio: Iugurtha, Catilina, las Historiae…
Salustio, nacido en Amiterno, había poseído en Roma una residencia suntuosa, un auténtico museo de rarísimas esculturas rodeado de jardines, los llamados Horti Sallustiani. Todos decían que había conseguido semejante belleza porque había ejercido con codicia y sin prejuicios el cargo de gobernador en la provincia de África. Pero había sido también un escritor casi inigualable y gran amigo de Augusto. Para celebrar la conquista de Egipto, había construido -a fin de que Augusto se asomase- una balaustrada de originales mármoles de Oriente, con esfinges egipcias y volutas de hojas de acanto, anticipándose dieciocho siglos al napoleónico estilo retour d'Egypte.
– Y sin embargo -dijo el emperador-, en todos sus bellísimos escritos no puedes encontrar nada, absolutamente nada, sobre las destrucciones llevadas a cabo a lo largo del Nilo, sobre las muchedumbres hambrientas que vi agonizar, con mi padre, bajo los soportales de Alejandría.
¿Dónde estaba, entonces, la verdad en un historiador? ¿Cuántas cosas consciente o inconscientemente falsas caían sin control, como gotas de tinta sobre la hoja de papiro, en las palabras que iba eligiendo?
Damnatio memoriae
Eran los últimos, fríos días de noviembre. Valerio Asiático pensaba, con una ansiedad cada vez mayor: «No tiene ni treinta años… ¿Cuánto tiempo tendremos que soportarlo? No es un viejo, como era Tiberio; y todas las mañanas nosotros esperábamos oír que había muerto. Este adquiere experiencia de día en día, su mente funciona. Dentro de unos años, de unos meses, nadie podrá destruirlo; y del Senado, de las antiguas familias ya no quedará nada». Estas angustias eran alternativamente agudizadas o aplacadas por las noticias de ciertas noches imperiales disolutas. «Lo que está pasando es increíble, si es cierto…», pensaba Asiático, pero las informaciones eran confusas, fantásticas, imprecisas. Y decidió: «Ha llegado el momento. Ahora o nunca».
Con gran cautela, reunió a unos pocos fieles en una villa suburbana de su propiedad anunciando una comida a base de exquisita raza. Pero en la villa, apenas amueblada, solo había algunos viejos y leales esclavos de familia un poco sordos, dirigidos por la incorruptible nodriza del senador. Así que, cuando apareció un sencillo plato de perdices en salsa, el acostumbrado vino de Minturno, pan caliente, las primeras olivas y quesos caseros de pastor, y las puertas del triclinio estuvieron cerradas, y los invitados constataron que debían servirse solos, todos comprendieron, con un profundo estremecimiento físico, que lo que habían previsto al recibir aquella invitación se estaba materializando: una inexorable cita con la muerte.
Sin embargo, la cuestión era tan grave y peligrosa que por unos instantes nadie se atrevió a mencionarla y, lanzándose miradas, se susurraron uno a otro trivialidades mientras empezaban a trocear las grandes perdices traídas de las colinas de Corfinio. Y pensaban en aquel joven, solo allá arriba, en los palatia imperiales, a cuyo alrededor ya estaba dando vueltas la muerte, como un perro al que han soltado de noche en un jardín.
Hasta que por fin Valerio Asiático declaró, pillándolos a todos por sorpresa:
– El momento más importante será inmediatamente después. Os he llamado por eso. -La voz baja, sin miedo y durísima, entró como un cuchillazo en sus pensamientos. El los miró mientras, con la boca llena, masticaban y dijo-: No nos engañemos: no tendremos tiempo para celebrarlo. -Todos levantaron la cabeza del plato y se apresuraron a tragar-. En esas primeras horas, los populares estarán aturdidos por el golpe -profetizó-. No habrá ningún poder por encima de nosotros; nadie podrá impedirnos hacer nada. Nos reuniremos inmediatamente. E inmediatamente pronunciaremos la sentencia de damnatio, mientras su cuerpo está todavía caliente.
La damnatio memoriae -condenar, borrar el recuerdo de un hombre y de sus obras de la historia de todos los siglos futuros- era para el Senado romano, después de la muerte física, la más vengativa e irreparable, casi mágica, arma política.
Las perdices quedaron abandonadas en los platos.
– Inmediatamente, en toda Roma deberá desencadenarse la furia -ordenó Asiático-. Vuestros siervos, los clientes, la gentuza de la Subura saldrán a la calle, derribarán las estatuas, romperán las lápidas. Nada, absolutamente nada de él deberá permanecer en pie. Hay que actuar enseguida, antes de que la gente comprenda, antes de que alguien les diga: «Dejadlo».
Todos se mostraron de acuerdo.
– No daremos tiempo a nadie -aseguró con violencia Saturnino-. Roma deberá olvidar que un hombre solo, con los senadores arrodillados vergonzosamente a sus pies, pudo hacer lo que él ha hecho. Eliminaremos su nombre, las inscripciones, las estatuas. Será como si no hubiese nacido.
Saturnino echó un vistazo a un pequeño codex en el que había tomado notas y, como había empezado a beber, gritó:
– Empezaremos por su domus. La sala de sus malditas músicas, semillero de encantamientos: hay que cerrarla, condenarla, enterrarla, construir encima cualquier otra cosa.
Los conjurados lo miraron, indecisos. En realidad, incluso ellos lo consideraban un exaltado y peligroso extremista. No obstante, Asiático pensó que no era conveniente frenarlo. En situaciones como la que estaba naciendo, la violencia ciega era más convincente que los discursos.
– El criptopórtico con ese mapa del imperio cambiado a su manera, hay que llenarlo de escombros, de desechos -continuaba enumerando Saturnino-. Y ese obelisco plantado en el Circo Vaticano, derribadlo, abatidlo con cuerdas…
Los romanos habían comentado con estupor el larguísimo viaje que el enorme e indescifrable monumento había realizado, bajando el Nilo, atravesando el Mediterráneo y remontando el Tíber hasta el pie del monte Vaticano. Después se habían congregado a miles, conteniendo la respiración, mientras las cuerdas mojadas levantaban lentamente hacia el cielo la enorme estela con la cúspide recubierta de electrón.
– ¿Por qué el obelisco? -preguntó Cluvio Rufo, el escritor, que había presenciado con admiración y nerviosismo el espectacular alzamiento.
– ¡Quiero saber por qué lo preguntas! -replicó el otro, rebosante ya de vino, agitando el codex-. ¿A quién defiendes? ¿Quiénes son tus amigos secretos?
Sus vecinos vieron que, además de los monumentos, en aquel librito había una lista de nombres: no se trataba solo de destruir el pasado, sino también de depurar. Sintieron miedo, y nadie se atrevio a oponerse.
– El obelisco no -intervino inesperadamente Asiático-. El obelisco debe seguir en pie. Es una muestra de nuestra conquista del Egipto rebelde. También Augusto, acordaos, erigió uno. Y es más pequeño…
Saturnino se quedó desconcertado por la dureza de Asiático, pero enseguida encontró otro blanco:
– El barco que transportó ese obelisco desde Egipto no puede permanecer en el mar de Roma. Es un maleficio. Hay que llenarlo de piedras, hundirlo.
Igual que se echa un hueso a un perro, Asiático cedió. -Lo haremos.
Pero accedió tan deprisa porque se le había ocurrido que el larguísimo casco de esa nave podía servir para algo en lo que, por el momento, nadie pensaba.
De hecho, lo remolcarían hasta el nuevo puerto de Ostia -el futuro puerto Claudio- y allí lo hundirían para reforzar el muelle. En esa zona, Asiático poseía terrenos que, gracias al nuevo puerto, se revalorizarían.
Saturnino continuó atacando, codex en mano.
– Ese templo egipcio, ese veneno en el corazón de Roma que me da escalofríos cuando paso por delante… Lo arrojaremos todo al río… ¿Os acordáis del terror que se había extendido por Roma con el viejo templo isíaco en la época de Julio César? ¿Os acordáis de que el cónsul Emilio Paulo tuvo que subirse él mismo al tejado y romperlo a hachazos con sus propias manos, mientras abajo todos gritaban que los magos egipcios harían caer un rayo? -Dio un trago y gritó-: ¡El tejado del templo fue lo que cayó! Pero este -ninguno de ellos nombraba nunca al emperador-, este lo ha hecho cinco veces más grande. Pero nosotros lo derribaremos hasta la última piedra. Cuando los romanos se despierten, ya no encontrarán nada de lo que habían visto el día anterior.
Su furia destructiva era arrolladora. Asiático previó que la devastación del templo isíaco en el corazón de Roma induciría a la plebe romana a dejarse arrastrar por un remolino de antiguas intolerancias y supersticiones, lo cual era algo muy útil. Y se declaró de acuerdo con una beatífica sonrisa.
De hecho, quemarían los antiguos papiros, devastarían las estancias, volcarían las estatuas, las arrojarían al río junto con los instrumentos del culto y los cadáveres de los sacerdotes.
– El altar donde los sacerdotes egipcios queman sus venenosos perfumes -dijo Saturnino-, esa mesa de bronce y oro cubierta de signos abstrusos, es un terrible instrumento de magia. Debemos cogerlo inmediatamente, destrozarlo, fundirlo en un horno antes de que alguien lo esconda…
Saturnino bebía y consultaba sus notas.
– Aquel infausto discurso de su primer día, aquel que hasta todos vosotros aplaudisteis, aquel que grabamos estúpidamente en el Capitolio…
Asiático lo tranquilizó:
– Mandaremos a cuatro peones con mazas de hierro y tirarán abajo esa placa en un santiamén.
Entonces intervino el intrigante Anio Viniciano, que, desde el fracaso de la conjura urdida torpemente en la Galia, estaba dominado por el rencor y la desilusión:
– Sobre todo, estemos atentos a los escritos, los diarios, los libros. Hay que sacarlos de las bibliotecas, retirarlos de los comercios, como el que está junto al Templo de la Paz. Hay que quemarlo todo.
– Eso es más importante que derribar las paredes -aprobó Asiático con convicción. Luego buscó con la mirada al escritor Cluvio Rufo y dijo sin exaltarse-: Y tú, Cluvio, que gustas de escribir y tienes tiempo de hacerlo, por favor, escribe. Dentro de unos años no quedará nadie que cuente los abusos y las brutalidades que este ha cometido contra nosotros. En cambio, si, como dice Séneca, en alguna biblioteca encuentran tu relato, los historiadores futuros dirán: «Este es un testigo auténtico, alguien que estaba allí en aquella época». Y se sabrá cómo hemos salvado Roma.
Entonces Saturnino levantó los ojos de su escrito y dijo a voz en cuello, trabándosele la lengua a causa del vino:
– ¡Esas enormes naves del lago Nemorensis, esas cuevas de maleficios que se mueven sin velas y sin remos, el monumento a la ruina del imperio…!
– Sí, mandaremos una guarnición -convino duramente Asiático-. Nadie podrá acercarse. Hay que deshacerse de todo enseguida…, estatuas, instrumentos…, ahogar a los sacerdotes, llenar de piedras los cascos de las naves, abrir brechas en las tablazones, dejar que se pudran en el fondo.
El senador Asiático era hombre de pocas palabras, muy dado a pronunciar frases lapidarias, y todos advirtieron que esa vez, en cambio, entraba rabiosamente en detalles.
– Ese arquitecto será expulsado en el acto de Miseno. Después ya veremos qué hacemos con él -añadió.
Asiático estaba pensando, con clarividencia, que esas naves flotando en el agua no eran solo un monumento, sino que además alimentaban un sueño. Pero, mientras hablaba, veía frente a él al senador Marco Vanicio, que abrigaba proyectos iguales que el suyo; astuto aliado ahora en la persecución del poder, violento adversario en el momento de compartirlo.
Vanicio, efectivamente, intervino con suficiencia:
– Estás hablando de cómo limpiar la casa, pero nos olvidamos de cerrar las puertas.
Sus partidarios rieron y el senador Asiático pensó que eran unos incautos, pues de ese modo se habían descubierto. Pero esos problemas quedaban para días futuros.
– La frontera oriental del imperio está hecha trizas -prosiguió Marco Vanicio- y no nos ocupamos de ella.
– Mi consejo -repuso Asiático con calma- es que, aprovechando que estamos reunidos, decidamos ahora a quién mandaremos a poner orden allí. Yo propongo a Lucio Marso. He hablado largamente con él. Es un hombre de hierro, sangre de montañés de la Marsica, veinticinco años en las legiones. Propongo que parta inmediatamente, en secreto. Cuando llegue el momento, todos descubrirán que él ya está en Antioquía.
Lo escuchaban apiñándose y aprobaron la propuesta en el acto. Pensaban en los cargos que asumirían, en las tierras que volverían a sus manos, en el inmenso e incontrolado poder que estaba aflorando de nuevo.
– Esto es lo que haremos -dijo Asiático-: a ese Polemón, ese literato al que ahora llaman el rey del Ponto, le dejaremos elegir adónde quiere ir tranquilamente a exiliarse y escribir poesías.
Rieron. Uno tras otro, volvieron a tumbarse en el triclinio, se pusieron de nuevo a comer perdices y olivas, se sirvieron vino. Pero no eran charlas de sobremesa; eran implacables decisiones estratégicas.
En realidad, Polemón, el rey poeta, sería expulsado fuera de las fronteras. Dejaría, no obstante, un epigrama escondido entre las páginas de la Antología Palatina : «Mira: esta calavera fue el más alto baluarte del alma, el envoltorio de la mente occisa. Y te invita: bebe, regocíjate, corónate de flores. Porque muy pronto tú también serás una cavidad vacía».
Valerio Asiático levantó la copa.
– Ese príncipe árabe de los nabateos…, todos los reyes de ese país se llaman Aretas, uno tras otro… -dijo, riendo-, bastará presionar en la frontera, obligarlo a retroceder cada vez más hacia el desierto. Tienen mucho espacio, en el desierto.
Todos rieron. Y las legiones no tardarían en ocupar Petra, la maravillosa ciudad excavada entre rocas de pórfido y arenisca, harían retroceder al último rey a los desiertos del norte. La tierra nabatea se convertiría en la provincia de Arabia.
Cada proyecto traía otro consigo.
– ¿Y todos esos pequeños príncipes…, de Comagene, Armenia, Emesa, Calcis, Edesa…?
– Tranquilo, les ajustaremos las cuentas uno a uno -prometió Asiático con calma-. Será fácil. No tienen fuerza militar, se limitarán a protestar.
En efecto, los pequeños príncipes inermes se reunirían en Tiberias para decidir qué hacer. Pero el legado de Siria -que será precisamente Lucio Marso-, los mandaría de vuelta a casa declarando que Roma no podía perder el tiempo con ese conciliábulo de dinastas.
Pero, después, el propio Asiático sugirió:
– A Herodes Agripa, de Judea, no le toquéis por el momento. -Ante las protestas del soberbio Marco Vanicio, sonrió-. Sus súbditos son muy celosos de su independencia. Y a nosotros ahora no nos conviene provocar una guerra allí. Además, me han dicho que está enfermo…
Herodes Agripa, como movido por un presagio, fortificaría Jerusalén construyendo la tercera fila de muralla. Pero no la acabaría, porque Asiático estaba bien informado sobre su salud. La muerte lo sorprendería en el teatro de Cesarea durante la visita del nuevo emperador. Judea sería reducida inmediatamente a provincia romana. Veinticinco años después llegarían el terrible asedio de Jerusalén y las matanzas de Tito. Pero eso era un futuro demasiado lejano: los conjurados veían el poder acercándose a sus manos después de tantas ansias, tanta codicia y tanto terror, como una caravana exhausta por la travesía por el desierto ve, entre la arena, el perfil verde de una palmera.
– El único frente que permanece abierto, y que no se cerrará nunca, es el de las orillas del Éufrates, el de los partos. No nos hagamos ilusiones solo porque su rey ha cruzado el río para intercambiar saludos con nuestros embajadores. Allí únicamente hablarán las legiones.
Se declararon de acuerdo. Entonces Marco Vanicio se levantó y dijo, con dureza imperial:
– El que suba al Palatino llegará porque así lo hayamos querido nosotros. Y tendrá que recordarlo. Tendrá que derogar todas esas leyes demenciales: los impuestos, los comicios electorales, la ciudadanía romana, los ordenamientos agrarios. Tendrá que derogarlas todas el primer día, todas a la vez. No dará tiempo de hablar a nadie.
Su tono era prepotente y amenazador. Asiático pensó que era un aliado peligroso. Y mientras se levantaban y se arreglaban los solemnes pliegues de las togas, dijo con voz serena que habían hablado de todo excepto de cómo quitarle la vida al hombre por cuya causa, mientras continuara respirando, sus discursos seguirían siendo sueños.
La riqueza de Calixto
Aquel invierno Calixto ya se sentía con poder por sí solo, gracias a su viva inteligencia. Después de haber estado expuesto en el famoso mercado de esclavos de la isla de Delos, donde lo habían comprado como si fuera un caballo, había llegado a dar órdenes, e infundir miedo, a hombres cuyos antepasados habían destruido Cartago.
En pocos años, protegido por la confianza imperial, había logrado enriquecerse desmesuradamente. Una riqueza turbia, fruto de concusiones administrativas sin control, de sentencias compradas, de exacciones sobre los equipamientos militares y las obras públicas, el mantenimiento de las vías, los acueductos, incluso la reconstrucción de ciudades devastadas por terremotos o inundaciones. Pero ese prolongado saqueo empezaba a salir a la luz; su escandalosa riqueza estaba cercada por la codicia de los otros cortesanos. Y mientras su poder se volvía cada vez más frágil, él seguía sin darse cuenta de que cualquiera podía destruirlo fácilmente.
Una mañana de principios de septiembre, bajo un tibio sol, el senador Valerio Asiático, sentado en la elegante quietud de su peristilo, junto a la fuente de precioso fondo azulado, dijo:
– Ese griego se cree invulnerable porque está forrado de oro.
Frente a él estaba sentado, en un nivel más bajo, como un siervo, el historiador Cluvio Rufo, a quien le había recomendado describir los acontecimientos de aquellos días. Asiático arrancó una hoja, la dejó caer en la fuente y añadió:
– El griego no ha entendido que, si echas al agua una hoja, esta flota, ¿ves? Pero, si echas una moneda de oro -y la echó-, se hunde. -La moneda de oro yacía en el fondo de la fuente, entre las perezosas evoluciones de los peces-. Quizá deberías hablar con él, Cluvio, empezar a decirle que estás preocupado por él, que has oído rumores…
El poderoso Calixto escuchó al modesto escritor Cluvio Rufo y el inundo se le cayó encina. Tras una noche de tortuosos o torturantes pensamientos, vio claro que aquel mensaje no le había sido transmitido por amistad fraterna. Comprendió que debía buscar inmediatamente protectores nuevos y poderosos, dispuestos a pasar por alto su pasado si, a cambio, él conseguía darles lo que pedían.
Mientras tanto, Asiático se enteraba a través del turbado Rufo de que Calixto se había quedado impertérrito. Y eso era señal de que el hombre más cercano al emperador era también el más sensible al chantaje.
– Es peligroso no haber nacido rico o, al menos, no estar acostumbrado a la riqueza -comentó Asiático, con un destello de aquella risa odiada incluso por sus colegas de más confianza-. El ansia de oro ciega.
Cluvio Rufo volvió a visitar a Calixto y le insinuó con afecto que algún enemigo suyo estaba buscando pruebas sobre ciertos traspasos de dinero poco claros. Calixto se quedó pálido, su semblante adquirió el mismo color de mármol amarillento que cuando había descubierto los documentos de Tiberio. No obstante, preguntó con calma:
– ¿Por qué me lo dices?
Cluvio se quedó desconcertado y no supo qué contestar.
– El verdugo que torturó a Betileno Baso -dijo entonces Calixto- me contó que Betileno había gritado muchos nombres aquella noche en los jardines Vaticanos. Él no sabía quiénes eran, y los demás testigos quizá no los entendieron.
Cluvio Rufo le contó a Asiático la, según él, extraña respuesta de Calixto. Asiático, en cambio -que había elegido a ese inexperto embajador a fin de que su buena fe resultara convincente-, captó todo el veneno que encerraba. Sabía, en efecto, que aquella noche había habido muchos testigos en los jardines Vaticanos y que un día u otro recuperarían la memoria.
– Aconseja a ese griego -susurró, furioso- que es peligroso vivir con el peso de ciertos secretos. Y dile también -añadió, pensando en las grandes cantidades de dinero que Calixto había enviado lejos de Roma- que el oro puede esconderse bajo tierra, pero él no.
Entonces, Calixto -el ya mísero esclavo que, al imaginar que podían arrebatarle sus recientes riquezas, sentía un terror más lacerante que ante la idea de perder la vida- contestó que agradecía al senador su protección. Y, con las mismas palabras que unos años antes había transmitido al joven Cayo César en Capri, añadió:
– Ruégale que se acuerde de mí cuando llegue el momento.
Calixto y Valerio Asiático vieron, pues, que estaban encadenados el uno al otro de manera inquebrantable. Cada uno sabía de su aliado un secreto que podía llevarlo a la muerte, y a una muerte horrible, como la de Betileno Baso. Pero, como ambos habían guardado la información que tenían en escondrijos seguros, ya nada podía separarlos. Y lo que salvaría sus vidas era la muerte del emperador.
A partir de ese momento, Calixto -que, todavía joven e indefenso, había inspirado con razón a Tiberio un miedo clarividente: «Una víbora recién salida del huevo»- empezó a buscar cómplices dentro de la familia Caesaris, es decir, personas unidas por relaciones cotidianas en el interior de los palacios imperiales. Buscó, en resumidas cuentas, en los lugares y entre los hombres que hacían bajar las defensas al emperador.
Puesto que tiempo atrás había colaborado con Sertorio Macro en la elección de Cayo César, había aprendido bien los mecanismos y sondeó con cautela a uno de los dos prefectos de las cohortes pretorianas, Cornelio Sabino, un ex gladiador escogido personalmente por el emperador. Y, pese a la enorme deuda de agradecimiento contraída con este, el prefecto no se asustó ni escandalizó al intuir la enésima conjura. Todos veían ya que los enemigos del emperador eran muchos y estaban muy decididos; tenían, pues, todas las probabilidades de obtener la victoria final.
Sabino manifestó su interés prácticamente con las mismas palabras que las empleadas por Sertorio Macro en los tiempos de Tiberio:
– Si faltase el emperador, lo mejor que podría pasarme es ser enviado a una legión cualquiera en la frontera con los partos, si me dejan vivo.
Pero Calixto era mucho más astuto que él y Sabino, delatado por su propia declaración, se encontró irremediablemente atado a él. Calixto, indulgentemente, le prometió el agradecimiento del hombre de confianza para el que conquistaría el imperio.
Calixto encontró a ese hombre de confianza y agradecido en el anciano Claudio, el tío del emperador, el latinista y etruscólogo que llevaba toda la vida metido en la biblioteca. Ligeramente cojo, tenía fama también de padecer un leve retraso mental. Había inventado tres nuevas letras para el alfabeto latino que a todos les parecían superfluas. Había escrito sobre Etruria, sobre Cartago, sobre la Roma de los primeros siglos. Estaba catastróficamente indefenso ante el encanto de una mujer. Había tenido dos o tres bellas e inquietas mujeres, y todos reían de la torpeza con que importunaba por igual a las jóvenes esclavas extranjeras y las atónitas consortes de sus más queridos amigos. Un hombre que -esta vez de verdad- no causaría problemas a los senadores y, como símbolo inútil y fácilmente manejable, dejaría el poder en manos de las dos irreductibles facciones en que el Senado estaba dividido desde hacía casi cien años.
El futuro daría la razón a los cálculos de Calixto. Pero Calixto había hecho que el anciano Claudio quedara indisolublemente unido a él el día que le susurró, como si se tratara de una afectuosa confidencia:
– Tu sobrino Cayo César ya sospecha de todo el mundo. Incluso de ti. Está pensando en envenenarte.
Dejó que el anciano se sumiera en la consternación y después, como por arte de magia, trocó esta en esperanza diciéndole que, «si alguna vez alguien lograra liberar a Roma de aquel monstruo», la única persona digna de ser elevada al imperio era él, Claudio, el descendiente noble y sin tacha de la terrible pero gloriosa familia.
– Pero prométeme que, de todo esto, no se te escapará ni un suspiro. Si hablas, perderemos todos la vida en un momento.
El viejo prometió. Y Calixto logró mantener aquel pacto absolutamente en secreto, convirtiéndolo en un as guardado en la manga.
Sin embargo, el punto más espinoso y violento del plan -el que debía no solo ser un éxito sino ser preparado sin despertar sospechas y ejecutado con inexorable rapidez- era la acción material de matar al emperador. Era terrible, efectivamente, imaginar qué les sucedería a todos si el emperador saliera indemne o lo socorrieran a tiempo sus fieles y despiadados germanos.
– El riesgo es enorme -dijo fríamente Valerio Asiático a sus colegas-. Recordad que una espera demasiado larga pone en peligro el secreto, como se vio con el episodio de Betileno.
Decidieron febrilmente apresurarse, y Calixto encontró al inesperado ejecutor precisamente en el primer prefecto de las cohortes pretorianas, el mayor y el de más confianza, el oficial que se encargaba de las operaciones de seguridad más delicadas y, por lo tanto, podía desmontarlas mejor que cualquier otro: se llamaba Casio Quereas, es decir, el hombre que tres años antes había entregado a Calixto la fatal nota escrita por Sertorio Macro.
Quereas era un hombre franco y chapado a la antigua, valiente, físicamente fortísimo y rudo, que no soportaba, y probablemente no entendía, los chismorreos y las bromas de corte. El refinado Calixto lo humilló con un pesado juego de palabras y, como él se ofendió, le dijo que no se enfadara porque ese apodo insultante se lo había inventado el emperador. El hombre, que había sentido por el emperador la fidelidad visceral de un perro, se sintió traicionado en su honor y cayó ciegamente en la trampa. Calixto se rió para sus adentros de la inútil precaución del emperador, que había repartido entre dos personas el gran peso y el decisivo poder de aquel cargo.
El sacerdote del templo isíaco de Iunit Tentor
En aquellos días de enero, y pese al mar invernal, desembarcó en el puerto de Ostia un hombre enviado secreta y urgentemente hasta allí desde el templo de Iunit Tentor, donde el joven emperador había hecho pintar las inmensas tablas de astronomía mágica. Se llamaba Apolonio y era sacerdote. Pero Calixto intuyó que debía interceptar la precipitada visita, de modo que fue precisamente a él -el hombre que todo el imperio sabía que estaba continuamente al lado del emperador- a quien el sacerdote Apolonio informó que llevaba una profecía alarmante, nacida de la lectura de las estrellas.
– La muerte está caminando muy cerca del emperador -declaró con preocupación y seguridad-. Debe protegerse de un hombre llamado Casio.
Pero su agitación era tal que otros oídos oyeron, y Calixto no consiguió impedir que la información llegase a la ya maldita mesa privada del emperador. El emperador la leyó en la incipiente noche de enero, mientras Calixto, de pie ante él, permanecía en silencio. En las salas de los palatia, los conjurados se echaron a temblar. Si otros podían creer en premoniciones o vaticinios, todos ellos, en cambio, estuvieron seguros de que había un espía.
En una atmósfera de incontrolable terror, Valerio Asiático decidió:
– No podemos seguir esperando.
Les salvó la vida Calixto, que vio la silenciosa y violenta irrupción de sospechas en la mente del emperador y se interpuso:
– Tengo una idea… -dijo. El emperador levantó los ojos y él sostuvo la mirada de aquellos clarísimos iris entre los párpados abiertos-. Tengo una idea acerca de quién es ese traidor.
El emperador lo miraba, y él, profundo conocedor de todos los engranajes del imperio, haciendo alarde de imaginación, dijo que el objeto de la profecía era un hombre que ostentaba el prestigioso cargo de legado en Asia.
– Es Cayo Casio -acusó-. Por sus venas corre la sangre de aquel Casio Longino que apuñaló a Julio César. En su familia hay una tradición de conspiraciones, una feroz aversión hacia la dinastía. -Hablaba con una violencia tremenda, en un tono glacial, con aquella palidez amarillenta en el semblante-. Debíamos haberlo destituido. Hay que mandar que lo arresten y lo traigan a Roma encadenado.
La orden de arrestar a aquel inocente ajeno a la intriga partió de inmediato, en la gélida noche de enero, a la fulminante velocidad de los mensajes imperiales.
Anio Viniciano susurró con ironía cruel:
– Por mucho que corran los caballos y soplen vientos favorables para las naves, la distancia es grande. Los dioses nos dan tiempo suficiente para llevar a cabo la empresa.
Asiático, con su característica sonrisa, pronosticó:
– El hombre más feliz del mundo cuando se entere de que el «muchacho» ha muerto será Casio al desembarcar en Roma encadenado.
Entretanto, nadie dio muestras de acordarse de que en el restringido círculo de los palacios imperiales operaba el primer prefecto de los pretorianos, para quien todas las puertas estaban abiertas día y noche y que llevaba el nombre de Casio Quereas. Y los dioses protegieron también la memoria del emperador.
Eran momentos de fiesta: en los palacios imperiales se celebraban los ludi Palatini, y en la sala que llamaríamos isíaca se presentaban, para la corte y los amigos del emperador, elegantes espectáculos de danzas y mimos. En los palatia reinaba una feliz confusión.
Los conjurados se congregaron en un pequeño grupo inquieto.
– Los palatia están llenos de gente, podremos movernos con facilidad -dijo Saturnino, y todos, de consuno, decidieron actuar allí dentro-. En la ciudad nadie sabrá nada hasta que lo digamos nosotros…, y si hubiera que rechazar a la muchedumbre, es el sitio más defendible.
Pero hasta entonces no se había presentado la ocasión propicia, y los ludí terminaban al día siguiente, vigésimo cuarto día de enero.
Aquella tarde, el emperador, consumido por el insomnio, estaba descansando en sus aposentos cuando llegó, palidísimo bajo el aceitunado color de las mejillas, el joven Helikon.
Apoyó una rodilla en el suelo, le besó la mano y susurró:
– No me habías dicho nada, Augusto… -El emperador notó los labios moviéndose sobre su piel-. Pero he oído que ese hombre ha venido de Iunit Tentor, y en Iunit Tentor hablan los dioses. -Alzó los ojos-. No te angusties demasiado, Augusto. No ha anunciado que vayas a morir. Solo ha dicho que la muerte camina cerca de ti. Camina, ¿comprendes?, o sea, ha anunciado que podemos detenerla…
Seguía con una rodilla apoyada en el suelo, le estrechaba la mano con ansiedad.
– Lo sé -dijo el emperador, sin saber por qué le contestaba así-. He alertado a mis germanos y a Quereas. -Se levantó, apartó la mano de la del muchacho-. En cuanto terminen estas fiestas, revisaremos todo.
Se volvió rápidamente y Helikon, todavía con una rodilla en el suelo, lo vio alejarse a grandes pasos, inmediatamente rodeado por la ya constante y absolutamente infranqueable escolta de germanos. Pensó que estaba bien defendido, intentó tranquilizarse.
Casi en el mismo momento, un joven sobrino del senador Valerio Asiático apareció de repente en medio de los conjurados, que discutían agitadamente, y con los ojos brillantes anunció, triunfal, que el tribuno Domicio Corbulo, «el hermano de Milonia la saga, la maldita bruja, el amo de Roma por méritos de cama», había tenido que partir inesperadamente para Miseno. Al igual que Germánico en Antioquía, el emperador estaba solo.
Una mañana de enero
Se despertó cuando todavía estaba oscuro -por la noche, dejaba un pequeño resquicio en un postigo, una cortina no totalmente corrida-, solo en su dormitorio, en un dulcísimo, total, aterrador silencio. No llamó a nadie, no hizo ningún ruido. Permaneció un rato con los ojos cerrados. El silencio continuaba; los abrió de nuevo.
Empezaba a clarear. Se levantó solo, sin llamar a los siervos, encontró a Helikon acurrucado sobre un fino colchón extendido al otro lado de su puerta. El muchacho se despertó e hizo ademán de levantarse. El emperador le acarició los cortos y brillantes cabellos.
Helikon le cogió la mano, se la apoyó en la mejilla, la besó con amor.
– Ese hombre de Iunit Tentor… -susurró-. He sentido miedo.
El emperador le sonrió.
– Ven esta tarde con esos proyectos para Egipto -dijo-. Los comentaremos.
Mientras bajaba, de repente decidió desviarse hacia los aposentos de Milonia y de la pequeña Drusila, su hija. Los aposentos de su nueva familia, después de aquella otra arrancada hoja a hoja hasta la soledad total y alucinante de Capri. Una familia, su isla de privacidad absoluta, de libre afectividad humana; ningún freno, ninguna alarma, ningún fingimiento: un cerrado, maravilloso jardín. Y muy pronto, en la villa nueva, ese jardín existiría de verdad. Pardes, decían los persas. Y nosotros diríamos «paraíso».
La niña lo reconocía, reía, se echaba en sus brazos. Esa era otra clase de amor absoluto. Mientras jugaba con ella, Milonia llegó por su espalda, sorprendida y feliz de verlo, pues llevaba dos días sin buscarla.
– Me han dicho que será varón -murmuró, abrazándolo-, está escrito en los astros… Nacerá bajo el signo de Virgo, como tú.
Él se había vuelto de golpe y la miraba conteniendo la respiración, pues aún no sabía nada. Pero a ella le pareció que ya había hablado mucho y se interrumpió. Él pensó que esa era la máxima felicidad que podía llegarle en aquel momento de todo el imperio. Una felicidad, un poder que no habían conocido ni Augusto ni Tiberio: el heredero imperial.
Después de aquel silencio, mientras él la abrazaba impetuosamente, ella susurró:
– Te ruego que pienses en su nombre, porque me han dicho que han buscado largamente en los astros pero no han conseguido leerlo.
Él deshizo el abrazo con una sensación de helor.
– Te lo diré esta noche -prometió.
Salió de aquellas estancias, llamó a Calixto y le dijo:
– Quiero ver enseguida a ese sacerdote que ha venido de Iunit Tentor.
Pero Calixto, sin perder el aplomo, le sugirió que no turbara la serenidad de los festejos por hacer un interrogatorio, que no hiciera correr por Roma quién sabe qué habladurías.
Él, tras vacilar unos instantes, decidió:
– Hablaré mañana con él.
No vio que una mínima sonrisa había movido imperceptiblemente la piel de las pálidas mejillas de Calixto.
Sala isíaca
– ¡Ah! -exclamó con delirante felicidad el jovencísimo mimo Mnester, el más célebre, fascinante y aclamado aquellos días, mientras ensayaba en la nueva sala isíaca un sensual paso de danza, arqueando y después haciendo saltar su fino cuerpo como se tensa un flexible arco para disparar una flecha-. Este es el lugar que los dioses pensaban para hacerme bailar.
Los pesados candelabros, a lo largo de los muros, y las lámparas de bronce que colgaban del techo con decenas de velas iluminaban con un suave esplendor dorado las paredes, el ábside y la bóveda de la magnífica sala que nosotros, al descubrirla dos mil años más tarde, llamaríamos isíaca.
Dedicada con exigente sabiduría arquitectónica a la música y a la danza, la sala estaba totalmente pintada al fresco en colores que se sucedían y se fundían de forma armoniosa, con suavidad, como los acordes de un arpa: verde brote de melocotonero, rosa aurora, azul aciano, gris perla, amarillo genista. Ni una sola pincelada que desentonara con colores chillones, que habría sido como oír un portazo mientras suena la música. En la bóveda, ni una línea recta: los frisos tenían la forma de larguísimas cintas que se entrelazaban con gracia helenística: colores y formas que el estilo barroco recuperaría diecisiete siglos más tarde. En las paredes, divididas en cuadrados, había pintados paisajes abiertos que se perdían en el horizonte, bajo una luz suavísima, donde mitos y símbolos del rito isíaco emergían, junto con pequeñas y tenues figuras, como el tintineo del sistro de oro sobre el sonido de las flautas.
No había nada más en la sala, aparte de los asientos para los invitados y el escenario elevado contra el ábside, al fondo, que había sido concebido para abrazar los sonidos y restituirlos mezclados a los oyentes, con un toque suavemente vibrante. Así pues, las dimensiones equilibradas del espacio, la fusión de los colores, las vibraciones armónicas de los instrumentos y de las voces, los cuerpos de los bailarines, los perfumes y las luces conducían a la psique a un feliz estado onírico, el que había hecho exclamar al senador Saturnino: «Ahí dentro se hacen encantamientos».
Los vigilantes, nerviosos, advirtieron a Mnester que se había anunciado la llegada del emperador con el séquito. Inmediatamente, él, profiriendo un grito sofocado y echándose una capa sobre los hombros desnudos, salió a toda prisa por la puerta del fondo.
Aquel día de enero, el emperador había escogido para empezar Laureolus, del célebre mimógrafo Valerio Cátulo. Actuaban mimos famosos, con músicas silvestres y onomatopéyicas, disfraces de bandidos, de príncipes, de animales salvajes, para contar la historia de un temible bandido, ávido de riquezas, que acababa su vida ad bestias, dado como pasto a las fieras. Un juego medio infantil, medio horripilante, con los mimos disfrazados de osos, panteras y tigres, fingiendo morder y arañar mientras danzaban alrededor del cuerpo desnudo, indefenso y palpitante del condenado.
Al emperador le gustaba la fantasía alusiva de los espectáculos de mimo, que expresaban toda posible emoción mediante la pura gestualidad del cuerpo; y a todos les pareció de buen humor, sin pensamientos siniestros, pese a que la historia de aquel mensajero de Iunit Tentor se había difundido por los palacios. En el intermedio se levantó, saludó a los amigos, regaló -sus presentes siempre eran refinadamente insólitos, ideados por la inconsciente necesidad de suscitar amor- aves raras de las provincias de Asia, metidas en pequeñas jaulas de mimbre trenzado con finas varillas de oro. Luego ofreció zumos de frutas exóticas, recién llegadas por mar de la provincia de África, aromatizados con vino.
– Ha vuelto el fiel Herodes de Judea -susurró Asiático en tono insultante-. Parece que tenga el reino en Roma y no en su país.
Mientras, Herodes se acercaba al emperador con una copa en la mano. Todos creyeron que iba a hacer un brindis, pero, en cambio, susurró:
– Sobre ese mensaje de Iunit Tentor, ¿qué has averiguado?
Llevaba en el cuello, ostentosamente, la célebre cadena de oro.
El emperador miró a los invitados que había alrededor y sonrió.
– Te dije, y tú también lo sabes, que el poder es un tigre…
– El poder eres tú -lo interrumpió Herodes con apasionamiento.
– Un tigre agazapado sobre una roca, solo -dijo el emperador, y miró de nuevo a los invitados, que le devolvían la sonrisa-, mientras una jauría de perros ladra a su alrededor. -Bebió un sorbo-. Y a lo lejos, a caballo -continuó mientras veía aparecer el miedo en el semblante de Herodes-, están los cazadores. -Le dio la copa a un siervo-. Vayamos a sentarnos -dijo. Acarició con la mirada a su hija, que reía en brazos de la nodriza.
En el segundo espectáculo, por el fondo del escenario apareció Mnester, solo, descalzo, apenas cubierto con un exiguo taparrabos de tela dorada. Su belleza sensual e impúdica turbaba a las más incorruptibles matronas; cortaba la respiración, por deseo o por envidia, a senadores y magistrados. Roma estaba llena de historias turbias, festines en los que esas danzas habían ido más allá de toda fantasía, amores carísimos y caprichosos, abandonos, desesperaciones y furores.
Mnester llegó al centro del escenario y se detuvo. Las luces resbalaban como agua sobre su piel, su torso palpitaba de emoción, el ajustadísimo taparrabos parecía descender por sus lisas caderas. Mientras todos miraban, de repente, el emperador se volvió hacia atrás, como si lo hubieran llamado a su espalda. Sin embargo, lo habían llamado dentro de su mente, pero resulta difícil oír las advertencias de los dioses. Encontró la mirada de Calixto, y Calixto se sobresaltó al sentirse mirado. El emperador vio lo pálido que estaba, igual que julio César había visto a Bruto, pero no pensó en nada. Los ojos de su mente no vieron.
Mnester bailaba. Sus ágiles tobillos morenos, sus talones golpeaban la tarima como una llamada. Sus manos se deslizaban con los dedos abiertos sobre la piel, acariciaban su cuerpo sin pudor. Conteniendo la respiración, senadores, magistrados y oficiales miraban los dedos inquietos que se enredaban entre los cordones del taparrabos. Y él, sin ver a nadie, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, vivía el demonio solipsista de su delirio. Sacudía la cabeza; los negros cabellos, larguísimos y brillantes, se habían soltado de la cinta y saltaban sobre sus hombros.
A ambos lados de él, en la penumbra, se movían bailarines que, con los cabellos y los brazos teñidos en tonos verdes, el ondear de los cuerpos y los velos de los trajes, evocaban una selva azotada por el viento; y detrás de ellos estaban los músicos, procedentes del Asia interior. Los sonidos, los movimientos colectivos, las angustiosas y desesperadamente sensuales sacudidas del cuerpo de Mnester representaban el hechizo del deseo, del que el bailarín no lograba liberarse, y creaban entre el público una atmósfera hipnótica.
La música aumentaba de velocidad y de intensidad, eran vibraciones cada vez más apremiantes y explícitas, y el cuerpo de Mnester se retorcía en un solitario, tormentoso placer. Por fin, mientras sus bellísimas y nerviosas manos asían el taparrabos, cayó boca abajo sobre la alfombra, estremeciéndose. Y el ligero telón de seda, con figuras de ninfas pintadas, se alzó, según la costumbre de la época, delante de él y pareció que hubieran sido las manos de las ninfas las que lo habían levantado.
Los espectadores permanecieron inmóviles en sus sitios; solo fueron capaces de aplaudir tras una pausa.
Pero, en el descanso que siguió, el emperador fue presa de su recurrente dolor de estómago.
– La mezcla de fruta y vino… -masculló.
El dolor se agudizó. El emperador se levantó e indicó con un gesto a sus amigos que no se movieran; no obstante, Milonia hizo ademán de levantarse. Él le susurró que se quedara para no alarmar a los invitados; ella obedeció en silencio, como una niña, pero se sentía contrariada. Él vio sus ojos oscuros siguiéndolo mientras se alejaba.,,Pensó que le había hablado con demasiada dureza. Durante unos instantes le dio pena. Ella pensó: «No puedo hacer nada. Pero, si es así, creo que preferiría morir».
El emperador atravesó su querida sala e inmediatamente fue rodeado, como de costumbre, por los guardias germánicos. Mientras andaba, miró alrededor y pensó: «En esta sala he conseguido aprisionar la luz. Siglos después de mí, continuarán viéndola». Calixto también se había levantado y él se dio cuenta de que se había situado a su lado. «No tenía que haber bebido -le dijo en voz baja-. Debo sumergirme en un baño caliente y comer algo.» Eso era, efectivamente, lo que le aconsejaban sus médicos. Vio que Calixto lo miraba ron ansiedad, escuchaba y no decía nada. Pero los dolores eran fuertes; levantó la mano como lo hacía cuando quería despedir al séquito y continuó, rodeado por los guardias. Calixto se quedó atrás.
Al observar estos movimientos, hubo quien sintió pánico. Pensaron que el emperador había decidido ver inmediatamente al tal Apolonio de Iunit Tentor. En la sala, los dos prefectos que estaban al mando de las cohortes pretorianas -Casio Quereas y Cornelio Sabino- se movieron uno tras otro para salir de la sala. A nadie le sorprendió, ya que su función era vigilar. Uno a uno se alejaron también por la salida del fondo, despacio, algunos dignatarios, équites y senadores.
En ese momento, el emperador se acordó de que, en el espectáculo en el que no iba a estar presente, debían actuar en un ballet unos muchachos venidos de la lejana Bitinia. «Nuestro Oriente pacificado -se dijo-. Merecen que al menos los salude.» Y, por primera vez, ordenó a la escolta germánica que lo esperase fuera. Luego se desvió, solo, hacia el largo criptopórtico -la elegante galería construida por Manlio donde se hallaba expuesto el mapa en piedra del imperio- para reunirse con aquellos jóvenes artistas.
Casio Quereas y Sabino habían seguido sus movimientos a distancia. Vieron que había echado a andar por el criptopórtico y que la luz era débil. Constataron, sorprendidos, que los guardias germánicos no lo acompañaban. El emperador estaba completamente solo. Y aquel era el último día para los conjurados.
– Ahora -susurró Quereas-. Es el momento. ¡Ahora!
Sin embargo, se quedaron un momento dudando, casi paralizados por lo que estaban a punto de hacer. Entretanto, empezaban a asomarse al atrio los dignatarios que habían salido sin llamar la atención, y uno preguntó en voz baja:
– ¿Dónde está Calixto?
Hasta hacía un instante, Calixto había caminado al lado del emperador, y ahora había desaparecido: temieron que quisiera traicionarlos. En un arranque de decisión irreversible, Casio Quereas se adentró en el criptopórtico.
Los demás vieron que el emperador, sin detenerse, se había vuelto y había echado un vistazo a su espalda. Contuvieron la respiración. El emperador reconoció a Quereas y continuó andando tranquilamente. Quereas lo seguía, pero estaba todavía demasiado lejos.
Con un sobresalto de ansiedad, alguien preguntó:
– ¿Dónde están los germanos?
– Los ha mandado él fuera -le respondieron en un susurro.
Mientras, Quereas seguía al emperador con paso cada vez más apresurado. A los conjurados les pareció que sus zapatos hacían muchísimo ruido. El emperador también caminaba deprisa, como siempre, y no había vuelto a mirar atrás. La respiración de los que espiaban se interrumpió. La imponente sombra de Quereas dio un salto, silenciosa como una fiera, con el brazo levantado, detrás del emperador y le clavó el cuchillo en la espalda hasta el mango. El emperador perdió el equilibrio, se tambaleó ostensiblemente. Al instante, a los cerebros de los conjurados llegó el pensamiento: «¡Le ha dado! ¡Que lo mate enseguida!».
Pero el emperador seguía en pie y se volvió. La sombra de Casio Quereas, sin pronunciar una sola palabra, levantó de nuevo el cuchillo y, desde lo alto de su mole, bajó el brazo con violencia, pero el joven emperador lo esquivó precipitadamente. Intentó gritar. Retrocedió, se oyó su voz entrecortada:
– ¿Qué haces?
Quereas sabía atacar, no había hecho otra cosa en su vida, pero era un animal pesado; y el emperador era joven, simplemente tenía que llegar al fondo del criptopórtico.
– Mátalo, mátalo ya -dijo, jadeando, Asiático.
Inesperadamente, el emperador empujó a Quereas con fuerza, consiguió estrellarlo contra la pared mientras por segunda vez clavaba el cuchillo en el vacío. La hoja cortó el aire.
– Ha fallado -dijo otro con un gemido-. Vayámonos.
Vieron al emperador huir dando un salto hacia la salida del criptopórtico. Vieron que, desde allí, un militar corría hacia él. Se quedaron petrificados de terror. Luego, como un relámpago, vieron que aquel militar no corría para acudir en ayuda del emperador, corría para agredirlo: su cuchillo apuntaba contra él. Y el emperador no llevaba armas, y ahora estaba atrapado en aquel reducido espacio.
Finalmente, los dos agresores se le acercaron a la vez, y él estaba en medio.
– No puede escapar -anunció Asiático entre dientes.
Los dos hombres se movían ahora con prudencia, orgullosamente seguros de tenerlo acorralado; así se actuaba también con los osos y los jabalíes.
Un destello de luz iluminó el rostro del segundo agresor: era el despiadado julio Lupo, con su arma, sonriente; así era la cara del hombre que estaba matando a un oso o un jabalí. El emperador movió los brazos para abrirse paso hacia el atrio, pero no tenía esperanzas, no se veía a nadie más. El cuchillo de julio Lupo entró horizontal, a traición, no como en la guerra sino como en las peleas, a la altura del estómago, y el emperador se inclinó; detrás de él, Quereas le asestó otro golpe que lo alcanzó con una fuerza bestial, porque sus rodillas cedieron. Y él, Cayo César, el tercer emperador de Roma, cayó de rodillas y se dio de bruces contra el pavimento.
No lo tocaron más. Sus manos se deslizaron sobre el suelo. Al caer, el anillo sigillarius chocó con el mármol y el engaste móvil con el ojo de Horus se rompió. De repente, un borbollón de sangre salió de su boca y se extendió por el suelo. Los dos se quedaron mirándolo.
Quereas sentenció profesionalmente, en voz baja: -Está muerto.
En el atrio, Valerio Asiático ordenó en un susurro, pero con tremenda dureza:
– Fuera de aquí todos.
Obedecieron en silencio, se dispersaron. No se oían otras voces. Seguía sin aparecer nadie.
– ¡Te quiero! -gritó Milonia, y su voz desesperadamente alta resonó entre las paredes.
Corría precipitadamente: se abalanzó sobre el caído, lo abrazó, vio la sangre, le estrechó la cabeza entre las manos.
– Escúchame: yo siempre te he amado, incluso cuando tú ni siquiera me veías… Voy contigo…
Le acariciaba el cabello, intentaba verle la cara.
Quereas se detuvo para mirar, atónito, la aparición y ordenó a Julio Lupo que matara inmediatamente a la saga, la hechicera, la peligrosísima mujer del emperador asesinado. Le clavaron el cuchillo en la espalda, pero ella no se dio cuenta. De rodillas, continuaba hablándole solo a él, acariciándolo con manos que se manchaban de sangre.
– Te amo, seguiré amándote dentro de siete mil años.
Quereas dijo que estaba loca.
– ¡Hazla callar! -ordenó.
Julio se inclinó sobre ella, introdujo la mano izquierda en la masa enmarañada de cabellos y, apretando con todas sus fuerzas, tiró de la cabeza hacia atrás hasta dejar el cuello al descubierto. Y mientras desde el fondo de este último suspiro ella seguía gimiendo: «Te quiero…», él clavó hasta la empuñadura la sica, el puñal corto de los asesinos de arma blanca, bajo la oreja izquierda y acto seguido, sin vacilar, desplazó la afiladísima hoja hacia la derecha. La voz se desmenuzó en un borboteo, la sangre manó atropelladamente, el puñal golpeó el hueso de la mandíbula debajo déla otra oreja; y Julio lo extrajo con soltura, casi con elegancia, chorreante, mientras su fortísima mano izquierda arrojaba al suelo el cadáver.
Miraron los últimos movimientos convulsos de las manos, los labios entreabiertos, los ojos poniéndose en blanco tras la hendidura de los párpados, la sangre extendiéndose a raudales sobre el brillante mármol.
– Ha quedado la pequeña bastarda -dijo de pronto Quereas, como si se hubiese olvidado de lo esencial.
Julio Lupo limpió la hoja por los dos lados con la seda de un escaño y guardó el arma en la vaina.
– Ya he mandado a alguien -contestó a Quereas sin mirarlo, con la calma insolente del subordinado que ha demostrado ser más eficiente que el jefe.
Al cabo de un momento, efectivamente, llegó el ejecutor.
– Le hemos estampado la cabeza contra la pared -informó-. Una rana…, se ha partido como un huevo. Todo el cerebro sobre la pared…
Quereas lo interrumpió:
– ¡Vamos! Está muerto. Viene gente, vayámonos.
Mientras se volvía, vio al joven Helikon corriendo como un loco hacia ellos, con los brazos extendidos.
– El cachorro egipcio -masculló entre dientes-, el catulus.
Había visto a otros acercarse a él así y, si tenía el cuchillo en la mano, caminaban hacia una muerte segura. Esperó que Helikon se abalanzase, pero Helikon no lo miraba a él, solo veía las vestiduras imperiales en el suelo y el cuerpo boca abajo que las llevaba, y el charco rojo oscuro de sangre sobre el mármol. Así que Quereas no tuvo más que colocar firmemente el cuchillo en su camino: el muchacho se clavó toda la hoja, con los brazos abiertos, sin proferir un grito.
Quereas sacó la hoja tirando con violencia hacia arriba y agrandó el corte. El cuerpo del muchacho rodó sobre el mármol. Julio Lupo se había detenido para mirar.
– Ahora sí, vayámonos -dijo Quereas. El atrio se quedó vacío.
Pero del exterior llegaba una multitud corriendo atropelladamente: eran los guardias germánicos, los Germani Corporis Custodes. Encontraron al emperador muerto en el suelo, sobre un charco de sangre. Se precipitaron en busca de los asesinos y mataron a todos los que encontraban, salvajemente, porque los conjurados ya habían huido a alejadas estancias del palacio. Consiguieron matar a tres senadores implicados en el complot; luego llegó la orden de detenerse y ellos, disciplinadamente, obedecieron todos a una. No sabían que, pese a su obediencia, los llevarían a lejanos mercados de esclavos, los echarían a combatir en la arena. El hombre que dio aquella orden era el prefecto Cornelio Sabino, el ex gladiador, el hombre en quien Cayo César había confiado hasta el último día de su vida. Y cuando vio a los germanos firmes, mandó a los hombres de las cohortes pretorianas:
– Limpiadme el palacio de esos bastardos egipcios. Que no quede ni uno.
Anio Viniciano gritó:
– ¡El caballo! ¡El caballo!
Tres o cuatro pretorianos se precipitaron a las cuadras y derribaron las puertas.
– ¿Qué hacéis? -dijeron los mozos que estaban cepillando diligentemente el brillante y sedoso pelaje.
Los pretorianos se abrieron paso dando manotazos a ciegas y apartaron a los mozos. El primer golpe hirió a Incitatus en el corvejón izquierdo; el orgulloso animal cayó sobre las patas posteriores, se irguió tomando impulso con la grupa y las fuertes patas anteriores, con las narices dilatadas, levantó la cabeza sacudiendo la crin y cayó de nuevo hacia atrás sobre las patas posteriores profiriendo un estridente relincho de dolor. Se volvió para mirar al que lo había herido y, mientras sus ojos extraviados miraban, el hombre lo atravesó entre las costillas, a la altura del corazón. Un gran chorro de sangre salió de las narices y salpicó el pesebre de marfil. Incitatus cayó hacia un lado con las patas estiradas, menos la que tenía el corvejón cortado.
El arte de poner orden
El grito «¡Han matado al emperador!» recorrió Roma como el estallido de un relámpago en el cielo del mediodía. La gente se quedó paralizada, pero al cabo de un instante, arrastrada por una desesperada rebeldía, un conato de auténtica revuelta, se precipitó impulsivamente por las calles desde todos los barrios de la ciudad, llamándose unos a otros. El grito «¡Lo han asesinado!» hacía salir a otros de las tabernas, las casas, los talleres, los mercados, y todos corrían instintivamente, como manadas ingobernables, hacia el Foro, la Curia, la domus del emperador. Se formó un caos: carromatos abandonados en la calle, bancos volcados… Los vigiles fueron arrollados por la marea aullante que subía; las cohortes pretorianas, pilladas por sorpresa, no pudieron mantener enteras sus filas. En unos minutos, la muchedumbre enfurecida llenó el Foro, rodeó y sitió la Curia.
Los pretorianos formaban desesperadamente una barrera. Asiático intentaba transmitir la orden de no reaccionar con violencia, pues en un momento la furia podía transformarse en insurrección: «Que no se vea sangre, que no haya muertos…». Algunos ya arrojaban piedras o empuñaban armas improvisadas: palos, varas de hierro, lo que encontraban.
La caballería de Sabino no pudo abrirse paso en medio de aquel desorden, los caballos se encabritaron, tuvo que retroceder. Mientras tanto, en el Foro la muchedumbre se incrementaba con los que afluían de todas las calles y desbordaba escalinatas, balaustradas, columnas, estatuas. En la historia de Roma jamás volvería a estallar una indignación popular semejante tras la muerte violenta de un emperador. Y eso debería haber sugerido a los historiadores alguna reflexión.
Cónsules y senadores, que habían esperado bullendo de júbilo, se echaron a temblar. El anciano Claudio -al que Calixto había metido en el complot- se escondió, aterrorizado, en un trastero del palacio, no se sintió seguro ni siquiera allí y fue a acurrucarse en un rincón del desván.
Los senadores huyeron tumultuosamente para congregarse en el sagrado Capitolio, más fácil de defender que la Curia Julia, en el Foro, y nunca la gloriosa pero empinada vía Sacra había sido subida tan deprisa. Sin embargo, no se salvaron gracias a su indecorosa retirada, sino a los pactos secretos del previsor Calixto, porque cuatro cohortes acudieron rápidamente para proteger el nuevo poder y rodearon el Capitolio con una consigna que, en lo sucesivo, en casi todos los derrocamientos de régimen se encontraría productivo utilizar: «Libertas».
Entonces Asiático declaró que había que enfrentarse a la multitud, hablar. En medio de la desesperación, dos o tres animosos senadores se ofrecieron y, protegidos por los pretorianos, aparecieron en lo alto de la escalinata del templo. Entre ellos brilló la elocuente demagogia del senador Saturnino y la potencia de su voz, que se superponía a los insultos.
– Roma está al borde del hambre -anunció, dejando petrificadas a las aullantes primeras filas-. Las reservas de grano se han acabado -dijo a voz en cuello- porque ese «muchacho», con sus despilfarros sin tino, ha dejado depósitos y almacenes vacíos.
La multitud se sintió confundida, dudó, pues los repartos gratuitos de grano a la plebe romana eran desde hacía años una feliz costumbre. Saturnino anunció potentemente que los senadores estaban interviniendo: un convoy de naves procedente de Egipto estaba a punto de llegar; montañas de grano iban a ser repartidas. Y añadió -mendaz escapatoria de numerosos futuros gobiernos en desesperadas dificultades- que también bajarían los impuestos.
La multitud se bamboleaba. Unos escuadrones de caballería irrumpieron en la plaza y se abrieron paso entre la gente, que retrocedía huyendo de los cascos de los caballos. Detrás de la caballería aparecieron las cohortes pretorianas que habían quedado bloqueadas. Desde lo alto del Capitolio, los senadores asediados vieron que la gente, con un movimiento de marea, refluía, se alejaba corriendo por las callejas. La caballería la persiguió y la empujó hacia la Subura.
– Nos hemos salido con la nuestra -dijo Valerio Asiático, olvidando su refinado latín.
En efecto, en poco tiempo el corazón imperial de Roma estuvo totalmente patrullado por los pretorianos y los vigiles, y de la revuelta solo quedaron montones de desechos y de piedras.
– Dejemos pasar la noche -sugirió Valerio Asiático a sus colegas, y propuso que, por prudencia, ninguno bajara del Capitolio para ir a su casa.
Entretanto, los cuerpos de los asesinados se habían quedado en el suelo, en el atrio de la domus imperial, y nadie se había ocupado de ellos.
Al llegar la noche, un solo hombre en toda Roma, un amigo que había asistido a la tragedia porque se encontraba en la sala isíaca, Herodes Agripa, el etnarca de Judea que llevaba al cuello la cadena de oro del mismo peso que sus antiguas cadenas de hierro, encontró el valor necesario para subir al Capitolio y, exponiéndose al frío viento de enero que barría la colina, solicitó ver a los senadores reunidos. Estos accedieron. Y él, invocando la antiquísima ley de la República, pidió los cuerpos de los fallecidos para darles sepultura. Le contestaron que fuera a cogerlos. Fue con sus siervos, escoltado por silenciosos pretorianos. Vio que los cadáveres habían sido claramente registrados; el del emperador presentaba una salvaje serie de heridas, la mayoría de ellas hechas bastante después de la muerte, pues eran laceraciones abiertas y sin sangre. Del dedo anular derecho le había sido arrancado el anillo sigillarius.
– No eran necesarias treinta y dos puñaladas para matarte -murmuró Herodes-. Quien, estando tú vivo, no se atrevía siquiera a hablarte, ha descubierto que poseía un gran valor después de que estuvieras muerto.
Se apartó para llorar donde no lo viera nadie. No sabía que algunas de esas puñaladas, las más chapuceras, las había asestado un sicario de los Pisones. Sus hombres recogieron el cuerpo de Milonia con la ropa desordenada, vieron el vientre turgente y lo cubrieron.
– Estaba embarazada -dijo Herodes.
Después recogieron a la niña con los cabellos ensangrentados, como un animal aplastado. Nadie pensó en ese momento en los otros cinco o seis muertos como consecuencia de la furia de los germanos, esparcidos por el atrio, ni en el cadáver de Helikon, el catulus egipcio; los esclavos de los palatia los retirarían al día siguiente y echarían cubos de agua sobre el mármol manchado.
Herodes apoyó la frente en la pared del criptopórtico donde estaba el ya inútil mapa del imperio. Como tenía el corazón delicado, sus hombres pensaron que le había dado un colapso por lo que había visto. Se acercaron, pero él sacudió la cabeza y no contestó. Le hablaba al que los suyos habían recogido del suelo con unas parihuelas y cubierto con un paño.
– En la época en que éramos jóvenes… -susurró. Sus labios rozaban el dibujo del mapa grabado, que tantas veces había señalado el índice del emperador-. Solo de joven es posible inventar sueños como este.
Presionaba la piedra con la frente. Sabía perfectamente que de esos sueños no quedaba nada. En ese momento él solo lo percibía; millones de hombres aún no lo sabían. De repente notó como si unos dedos le agarraran con fuerza el corazón y sintió un intenso dolor. Un hormigueo le corrió por el brazo izquierdo. Se quedó sin respiración. El dolor disminuyó.
– Vámonos -dijo sin volverse.
Así pues, el hombre que bajo Tiberio había acabado en la cárcel por haber manifestado la esperanza de ver a Cayo César reinar, el hombre que había sido considerado un borracho, un jugador irresponsable, un holgón, en esos momentos no temió mostrarse públicamente como el único amigo del emperador caído. Transportó los cuerpos en la oscuridad de los Jardines Vaticanos hasta el altísimo obelisco, ante el cual hizo levantar para los tres juntos la pira fúnebre, y veló en silencio la hoguera en la ventosa noche de enero. «El poder es un tigre, solo sobre una roca…», pensó, mirando el fuego. La hoguera ardía deprisa con aquel viento; trozos de leña chamuscada se esparcían alrededor.
En la oscuridad de la misma noche, las cohortes despejaron y vigilaron la Curia, y en cuanto salió el sol de la nueva mañana los senadores tomaron asiento y las dos antiguas facciones se enfrentaron por enésima vez.
El senador Saturnino exaltó a Casio Quereas como el nuevo Bruto y sus aliados lo declararon inmediatamente «restaurador de la libertad». Mientras Quereas vivía imprudentemente su hora de gloria, Saturnino propuso recuperar el antiguo poder senatorial, refundar la República y dar muerte a todos los supervivientes de la familia Julia Claudia.
– ¡Su recuerdo debe desaparecer incluso de las piedras! -afirmó.
Nada más ser pronunciado este grito, que en el futuro muchos imitarían, algunos voluntariosos empezaron a derribar estatuas o saquear templos y edificios. Pero, para sorpresa de los demás conjurados, Marco Vanicio y sobre todo el poderoso Valerio Asiático, en lugar de hacer un elogio de la libertad, proclamaron de repente que esta, sin un guía fuerte, era anarquía y guerra civil.
Asiático evocó todos los antiguos desastres:
– Acordaos de Pompeyo, de Marco Antonio, de sus hombres armados por las calles de Roma…
Y, con impúdica impaciencia, Marco Vanicio presentó su propia candidatura al imperio.
Los populares estaban aterrorizados y destrozados. No obstante, tras una angustiosa consulta encontraron el nombre de un noble candidato: el viejo soldado Servio Sulpicio Galba, que esos días se encontraba en Roma.
Cuando, meses antes, el joven emperador y él se habían encontrado a orillas del Rin, nadie habría podido leer en un horóscopo celeste, ni oír del oráculo de un templo, que muy pronto matarían el emperador y que los senadores, para granjearse la simpatía de las.legiones, ofrecerían el imperio a Servio Galba.
Pero Galba rechazó una conquista tan vil del imperio.
– Roma no se gobierna asesinando -contestó.
Era, en efecto, insoportablemente honrado y rudo para los tiempos que se avecinaban. Le ofrecerían el imperio por segunda vez durante la anarquía que siguió a la muerte de Nerón y entonces, fatalmente, aceptaría. Unos meses más tarde también lo asesinarían a él, por su espartana dureza, en una calle de Roma.
Los seiscientos senadores -como muchas asambleas de los siglos futuros- estuvieron dos días sin conseguir ponerse de acuerdo. Entonces, según los acuerdos secretos con Calixto, los pretorianos reaccionaron. Sus oficiales, dispuestos ya a dar un golpe de Estado militar, declararon que jamás aceptarían un emperador impuesto por otros. Querían elegirlo ellos, «puesto que, para defender el imperio, nos jugamos la vida».
Y cuando todos estuvieron suficientemente alarmados por aquella intervención («Roma está en sus manos», susurraban los senadores con la misma inquietud que la que había seguido a la muerte de Tiberio), el liberto Calixto, en un brillante movimiento táctico, puso sobre la mesa el nombre de Claudio, aquel pariente viejo y atemorizado que llevaba el nombre de la familia imperial pero no poseía el carácter de sus predecesores y, por lo tanto, podía, con su demostrada mediocridad, poner a todos de acuerdo.
Valerio Asiático, cuando vio con rabia aquel último y ya irreparable lanzamiento de dados, pronunció esta frase lapidaria: «Calmamos a los populares con un descendiente histórico y contentamos a los optimates con un imbécil». Lo dijo en el sentido ciceroniano: un personaje moralmente miserable y sin energía, eso era lo que de verdad hacía falta.
Mientras hablaba así, no sabía que, poquísimos años después, otro -e igualmente despreciable- complot lo condenaría a muerte a él. Le dejarían la posibilidad de suicidarse, y mientras parientes y amigos le sugerían, llorando, la indolora extenuación de la muerte por hambre, él, con su acostumbrada lucidez, «puesto que en Roma no existen dioses invisibles que prohíban a los hombres disponer, si no de su propia vida, al menos de su propia muerte», escogería cortarse las venas. Y con tal serena arrogancia que, antes de ese último gesto, saldría al jardín para examinar su pira funeraria y mandaría desplazarla, a fin de que el humo no dañara aquellos preciosos árboles.
Entretanto, una delegación mixta mayoría-oposición había ido a ver a Claudio; pero el anciano se había escondido muy bien y, en vista de que el tiempo corría peligrosamente y la asamblea podía incluso cambiar de idea, el preocupado Calixto lanzó a las cohortes pretorianas en su busca por todos los salones, los criptopórticos, las habitaciones, las termas y los sótanos de los palatia imperiales. Los pretorianos se precipitaron porque sabían lo que perderían si no lo encontraban. Y la suerte del imperio romano se decidió porque un mílite que registraba maldiciendo el pabellón de servicio de las terrazas de la antigua Domus Tiberiana, vio asomar un par de zapatos por debajo de una cortina.
El viejo, que estaba escondido detrás, creía que habían ido para matarlo y suplicaba, tartamudeando, que le perdonaran la vida, mientras su descubridor se esforzaba en explicarle que, por el contrario, lo esperaba el imperio. Acudieron sus conmilitones y lo sacaron de allí; y todos los pretorianos, debidamente dirigidos, lo aclamaron emperador.
Claudio, aconsejado con prontitud por Calixto, se los ganó definitivamente regalando a cada uno de ellos una elevada suma de las arcas imperiales, que según Saturnino había vaciado Cayo César. El Senado se plegó y eligió dócilmente a Claudio sobre los escudos de los pretorianos.
– Con este regateo se ha puesto fin a una guerra -dijo con resignación un senador.
– Mejor así que con las armas -se consolaron otros.
Alguien, más reflexivo, opinó:
– Hemos perdido todos.
De hecho, desde los tiempos de julio César, aquella guerra entre poder senatorial y poder imperial había durado casi un siglo. Y en medio de delitos, revueltas, represiones y conspiraciones, había transformado Roma de una rígida república a una magnífica monarquía imperial. Pero el imperio se había convertido en una herencia militar; el Senado había quedado reducido a un órgano consultivo, una academia cuyos miembros exaltaban, impotentes, los antiguos orgullos patricios.
– Yo he mantenido mis promesas -declaró Calixto en el tono de quien reclama el pago de un préstamo.
De hecho, durante todo el reinado de Claudio conservó e incrementó con tranquilidad riquezas e influencia. Nadie tuvo interés en recordarle su antigua camaradería con el difunto Cayo César, e incluso logró no figurar en la historia, porque los historiadores omitieron su indigna biografía: se mirara como se mirase, era vergonzoso que un emperador romano debiera su imperio a un ex esclavo.
Pero el Poder, que se había servido violentamente de hábiles ejecutores materiales, decidió con prudente cinismo que dejar vivir a los regicidas significaba construir un pésimo ejemplo para el futuro. Y puesto que -pese a las numerosas matanzas de la historia romana- hasta entonces nunca se había visto que, en los sagrados palatia de Augusto y con la connivencia del noble Senado, se degollase a una mujer embarazada y se matara a una niña de trece meses, Casio Quereas, julio Lupo «y otros», exaltados el día antes como restauradores de la libertad, fueron condenados con toda la dureza del ius romano contra los regicidas: flagelación y muerte en la cruz.
Mientras sus cómplices estaban conmocionados por la atroz sentencia y la increíble agonía que comportaba, Quereas no manifestó reacción alguna, como tampoco la había manifestado las decenas de veces que se le había ordenado matar, y pidió bruscamente al exactor supplicii, el oficial encargado de las ejecuciones -quien con ojo técnico ya sopesaba la dificultad de levantar aquel pesado cuerpo con las muñecas clavadas al patibulum-, que se diera prisa.
– Sin lamentaciones -dijo-. Me disgusta vivir a las órdenes de estos nuevos patrones.
El exactor lo complació en la medida de lo posible en tan espeluznante tipo de muerte. Y él murió sin que le arrancasen un gemido.
Claudio, en un acceso de dignidad, prohibió que aquel sanguinario vigésimo cuarto día de enero fuese considerado día festivo. En cuanto a lo demás, se sometió por completo a los optimates y, sin alterarse, ordenó destruir cuanto podía turbar el nuevo régimen y recordar desagradablemente el antiguo.
– De Egipto me encargo yo -anunció despiadadamente Sextio Saturnino, tras lo cual enumeró las obras que había que abandonar en las arenas del desierto.
En vano habían visto siete años antes los sacerdotes egipcios renacer de las cenizas, después de cinco siglos, al mítico Fénix.
Mucho polvo cubrió también en Roma las nuevas ruinas. Delante del pórtico del templo isíaco, furiosamente incendiado entre el griterío de una muchedumbre supersticiosa, con sus ornamentos de turquesas y de marfil, sus estatuas de cuarzo, granito y diorita y sus frágiles papiros, Valerio Asiático observó con cáustico fastidio;
– Destruir los monumentos del enemigo debe de ser un placer más intenso que comprarse una virgen de Bitinia, pero yo soy demasiado viejo para atreverme a comparar.
En el primer año de su imperio, el joven Cayo César se había arriesgado a decir: «Los hombres se lamentan de los pequeños esfuerzos materiales, pero para hacer realidad un sueño nuevo, sobre todo si parece inalcanzable, son capaces de ir hasta el fin del mundo». Los vencedores se acordaron y, sobre las serenas aguas del lacus Nemorensis, las naves de mármol que flotaban ligeras fueron asaltadas de improviso por dos cohortes pretorianas con inesperadas herramientas de trabajo.
– Daos prisa -gritó desde lo alto de su caballo el tribuno que dirigía la operación-. Antes de que oscurezca no debe quedar nada.
Con violencia profesional, los pretorianos saltaron a bordo de las naves. La escasa gente de los campos circundantes que había visto bajar al lago a aquellos fragorosos jinetes se quedó aterrorizada mirando. Los pretorianos arremetieron contra los atónitos sacerdotes, que, dudando entre suplicar o intentar defenderse, se habían refugiado en el jem, los arrastraron por el puente, los acuchillaron, los arrojaron al agua agonizando o muertos y, mientras los cuerpos flotaban con sus blancas vestiduras, empezaron a tirar al lago, sin orden ni concierto, vasos, arpas, sistros y estatuas que el agua engulló de inmediato.
La gente que miraba huyó y se dispersó por los bosques, preguntándose el porqué de aquella devastación.
– ¡Han matado al emperador! -anunció alguien.
Los pretorianos cortaron las amarras de las anclas; tirando de los cabos, acercaron las naves a la orilla y cogieron todo lo que podían llevarse, hasta las tejas de bronce.
Con violencia jadeante, en la que se mezclaban miedos supersticiosos, el tribuno gritó:
– ¡Ahora hundid esas carcasas embrujadas hasta el fondo! ¡Que no quede nada flotando! ¡Es una orden imperial!
Los hombres tenían más prisa que él; furiosamente, jadeando a causa del tremendo esfuerzo y de los pensamientos siniestros que los atormentaban, volcaron en las sentinas carretadas de piedras y de arena, rajaron y desfondaron las quillas a hachazos. Por último, echaron al agua las herramientas contaminadas por el maleficio y saltaron a tierra con alivio.
Agazapados entre los arbustos de las colinas que rodeaban el lago, campesinos y pastores, que conservarían el recuerdo durante generaciones, miraban en silencio. A pesar de las brechas, el agua tardó muchas horas en inundar totalmente los sólidos cascos diseñados por el imaginativo Eutimio, y estos no empezaron a hundirse con elegante lentitud hasta el anochecer, mientras se llevaban de Miseno a Eutimio, encadenado, ante los ojos atónitos de sus hombres.
La Me-se -ket, con sus fuertes baos y sus larguísimos reinos, se sumergió sin volcarse, y se la vio descender con un leve regolfo, corno una sombra cada vez más oscura en el agua.
La Ma-ne -yet, la nave de oro, en cambio, mientras el agua comenzaba a correr sobre su puente sin remos ni velas, tembló y, al tiempo que el jem, con las puertas derribadas, se venía abajo entre una masa de escombros, se hundió por la proa.
La ola producida por el naufragio rompió contra la orilla. Luego, las aguas silenciosas y el fango sin corrientes se cerraron sobre las naves del emperador durante mil novecientos años.