SEGUNDA PARTE. ALZIRA, PRIMAVERA DE 1932

1

Mientras miraba el jardín invadido por la maleza desde la ventana de la habitación que durante todos los veranos de su infancia había sido su dormitorio, Juan Faura cayó de pronto en la cuenta de que aquel día cumplía treinta y tres años. La edad de Cristo, la plenitud de la vida, todas esas pamplinas que se decían quienes no tenían nada más interesante que decirse. Pero él, por desgracia, sí lo tenía. La víspera había enterrado a su madre, y aquel soleado mediodía de junio regresaba a la antigua casa de vacaciones, donde sólo el polvo le aguardaba, para tomar posesión de ella como nuevo y efímero propietario.

El reparto de la herencia se había decidido pocas horas después del entierro y sin grandes dificultades, porque tampoco él había complicado el negocio más allá de lo que dictaba la naturaleza de las cosas. Sus dos hermanos seguían viviendo en Valencia: Jaime, al frente del despacho que en otro tiempo había sido de su padre; Carmen, con su marido y sus hijos, en el piso familiar. Lo que les había propuesto había sido que ellos se quedaran con lo que ya ocupaban, una con el piso y el otro con el despacho, postulándose él mismo como adjudicatario de la destartalada casa de Alzira, por la que nadie iba desde hacía siglos. Su hermano y su cuñado, oída la propuesta, habían cruzado una mirada dubitativa, pero no porque necesitaran evaluar si el lote que ofrecía para cada uno era ventajoso, sino preguntándose, al revés, por qué el primogénito aceptaba quedarse con la que ostensiblemente era la peor porción. Suponía Juan que al final habrían acabado por notar que lo que reclamaba era aquello de lo que con más facilidad podía desprenderse, y que el menoscabo que asumía le parecía un buen precio por hacerse con una propiedad despejada y liquidable. Lo que no habían debido de imaginar siquiera, aunque los dos lo considerasen un tarado de conducta imprevisible, era que de haberse planteado la más mínima discusión sobre la partición de la herencia él habría renunciado a todo, se habría cogido el tren de regreso y habría dejado que se pelearan entre ellos cuanto gustaran. Muerta su madre, ya no tenía nada allí y nada quería tener. Se había hecho a vivir con lo imprescindible y en cualquier sitio, y no sentía ninguna necesidad de que ellos lo entendieran. No le caía del todo mal su hermano, aunque empezara a atisbar en él algunos dejes que le recordaban la parte más deplorable y menos inteligente de su padre; ni su hermana, que era una buena chica ejemplarmente entregada al cuidado de sus hijos; ni siquiera su cuñado, a quien sólo podía reprochar una monótona y fastidiosa obsesión por la posibilidad de que un día los obreros, aprovechándose del desgobierno que había traído la República, despojaran a su familia de la fábrica de calzado que poseía. Pero para él todos ellos eran unos extraños, una especie de marcianos con los que no tenía nada que ver ni de que hablar. Tampoco se trataba de ellos particularmente. Le sucedía con toda la gente a la que conocía, perteneciera o no a su familia. Le pasaba, incluso, con la mujer con la que se había casado, y que lo esperaba en Santander. Tal vez debiera formularlo a la inversa, para ser más ecuánime: el marciano era él, el estrafalario superviviente Juan Faura.

Ahora que estaba en la vieja casa, no lamentaba del todo habérsela quedado. Aunque hacía más de once años que no iba por allí, los recuerdos ligados a aquel lugar acudían a su memoria en bandada y con una conmovedora nitidez. Inevitablemente, de quien más se acordaba era de su madre. La veía llevándoles la merienda al jardín, durmiendo la siesta en la hamaca, bañándolos en aquel balde enorme cuando eran más pequeños. Veía sus brazos remangados, sus manos tan suaves como las de ninguna mujer que le hubiera tocado después, su sonrisa siempre con un pellizco de amargura, pero tan resistente a los avatares de la vida. Y sobre todo, añoraba el hombre huérfano la mirada, aquellos ojos marrones y tranquilos que eran

los únicos en los que se había sentido alguna vez comprendido totalmente. De repente, como esas oquedades suelen revelarse, se percató de todo lo que acababa de perder, aunque apenas fuera a visitarla de año en año y cada vez la viera más vencida por una vejez que le había caído encima antes de tiempo y que, bien que le pesaba, tanto había ayudado él a precipitar.

Razonó sin el menor dramatismo, con la naturalidad con que según había aprendido debían aceptarse los asuntos cruciales de la existencia, que de no haber estado ella tal vez no habría tenido adónde regresar cuando había vuelto de allí, de la nada y de la muerte. De no haberla tenido para acogerle, sin preguntarle jamás lo que había visto y hecho y no quería contar, de no haberle sostenido ella, con su escueta pero firme presencia, el mundo derecho, probablemente habría acabado como muchos otros, resbalando hacia alguna forma onerosa de demencia o aniquilación. No estaba muy seguro de su cordura, ni tampoco de conservar muchas facultades vitales sin degradar, pero en pie seguía, al menos. Podía dar ante otros una cierta apariencia de reconstrucción, e incluso, si se desafiaba a ello, de solidez. Y ahora que se había ido, descubría hasta qué punto se lo debía a ella. No por lo que todos pensaban, por haber persuadido a su padre de que volviera a acoger al hijo pródigo en el redil familiar, ni tampoco por haberle convencido a él de terminar la carrera y prepararse las oposiciones que le habían proporcionado el puesto oficial (no de la máxima categoría, pero lo bastante respetable) que ahora desempeñaba y que le permitía enfrentar el futuro con alguna holgura. Todo aquello era accesorio y, en sí mismo, incapaz de enderezar nada de lo torcido. Lo que ella le había dado, y nadie, aparte de ellos dos, sabía, había sido la fe y el calor que ya no juzgaba merecer y que de ninguna persona esperaba recibir. De África había vuelto un hombre amputado, desvalido hasta extremos que la pétrea dureza que traía acorazándole el semblante hacia inimaginables a los demás, a todos aquellos a quienes no podía explicarles nada. En cambio a ella, a su madre, pudo hacérselo entender sin que mediara una sola palabra entre ambos, y ella, sin una sola palabra tampoco, hizo lo que había que hacer. Ofrecerle orden, sentido, refugio.

Pero él, como fatalmente sucede con todos los hijos, no le había correspondido con la suficiente gratitud. Durante un tiempo sí, durante el año siguiente a su retorno, una vez cumplido el compromiso que había firmado con el Tercio, se esforzó algo por compensarla de los tres años de ausencia, de las más de mil noches de insomnio y angustia y del tormento de no entender por qué un mal día su niño había decidido emprender un camino que sólo seguían los aventureros más desesperados y los peores criminales. Nunca le facilitó ese porqué, que ella tampoco le reclamó jamás/ pero trató de hacerle sentir que ella no tenía ninguna responsabilidad sobre su desbarro y se afanó por demostrarle su cariño y su agradecimiento. Sin embargo, llegó el día en que la vida de nuevo lo puso en marcha y lo envió lejos de su tierra, para hacerse cargo de la plaza que le había tocado en suerte tras ganar la oposición. Y la madre, aunque esta vez no debiera vivir con el temor de que a su hijo lo pudiera derribar en cualquier momento una bala, quedó otra vez atrás y hubo de resignarse a volver a perderlo de vista.

Los primeros meses en Santander le había escrito con regularidad. En parte, aquel ritual postal era para Faura una manera de sobrellevar mejor la soledad en una ciudad desconocida. Luego, habían venido las primeras amistades, que, aunque superficiales, le distraían lo bastante como para empezar a descuidar las cartas a casa. Y por último había conocido a Matilde y se había ido enredando en la madeja de algo que ahora dudaba en considerar como un episodio amoroso, pero que en todo caso demandaba su atención y estaba naturalmente predestinado a reducir el espacio de su madre en su vida y sus afectos.

Recordaba bien la reacción de su madre al conocer la existencia de Matilde. La alegría sincera, generosa, renunciando a dejarle intuir siquiera la tristeza de la pérdida que debía de calcular para sí misma (una chica de Santander, ochocientos kilómetros, el hijo que sin duda sería absorbido por esa otra familia, en tierra lejana). Todo lo postergaba gustosa ante la ferviente esperanza de que su primogénito, después de tanto extravío y tanta mutilación, pudiera formarse lo que ella juzgaba una vida entera y debida. No conservaba aquella carta, como ninguna de las otras (desidia que le hizo sentir culpable), y por tanto no podría rescatar ya las palabras exactas. Pero guardaba en la memoria el aire de conformidad, de alivio, y a la vez de despedida que transmitían aquellas líneas. Ahora que ya no estaba, Juan Faura hubo de concluir que en su madre había tenido a la persona más sabía y consciente que la vida le había permitido tropezarse; cuando menos, la más sabia y consciente en relación con lo que él era, la que más le había conocido y la que mejor (salvo el episodio de su alistamiento, que por eso tanto la atormentaba) había sabido predecirle. Muerta ella, podía ir ya por el mundo sin que nadie supiera lo que estaba pensando. Incluso podía (y éste era, advirtió, el modo más radical de estar solo) jugar a ser otra persona sin que nadie fuera capaz de desvelar su impostura.

Su madre había sido también, aunque se hubiera esforzado por ocultarlo, la primera que había sabido que lo de Matilde no iba a salir bien. Podía verla en la boda, aquella tarde gris de Santander, vestida para la ocasión y desempeñando con orgullo y entrega el papel que le correspondía en la ceremonia, del brazo de su vástago. Puso en ello toda su alma, quiso mostrarse radiante todo el tiempo, pero de cuando en cuando miraba a la novia y a su hijo y por su frente cruzaba una sombra que no conseguía aventar con la deseada rapidez. Aunque en algún momento pareció que es taba a punto de decirle algo, dejó que todo se cumpliera y a la salida de la iglesia ya no le quedó más que abrazar a Matilde y llamarla hija. Antes de despedirse aquella tarde le pidió a Juan algo que ahora adquiría un sentido que no había tenido entonces, algo que a primera impresión sonaba escaso y trivial, pero que con la perspectiva de los años y las cosas que había habido en medio no podía sino resultarle tan sustancioso como profético: Quiérela ti deja que ella te quiera; de lo demás, nada importa. Otro consejo materno que no había atendido, o mejor dicho, que había aplicado al revés.

Por eso su madre no cometió el error en el que caían todos, incluida la propia Matilde. Ella sabía que el hecho de que no hubieran podido tener hijos no era, como creía la gente, la causa de la infelicidad del matrimonio. Quizá hubiera esperado en algún momento que eso, la llegada de los niños, sirviera para enmendar la falla de origen, pero más por forzarse a ser optimista y por sus buenos deseos que porque creyera en tal clase de arreglo. Desde mucho antes de que se revelara la esterilidad de la pareja, su madre había descubierto lo que realmente había: que él estaba incapacitado para querer durante mucho tiempo a aquella muchacha, y que ella carecía de las artes y la personalidad necesarias para retenerle. Incluso era posible que su madre, aunque se negara a admitirlo, hubiera llegado a sospechar que el hombre que había devuelto la guerra estaba impedido para querer no ya a aquélla, sino a cualquier mujer. Porque le había visto rehacerse, le había visto intentar honradamente convertirse de nuevo en una persona normal, y hasta aquella boda, en la que no dejaba de poner ilusiones, era una prueba de cómo se afanaba en ello, pero lo que no veía era que acabara de tenerse confianza. Sin conocerla, ella presentía a la fiera destructiva que estaba ahí, dentro de él, acechando siempre. Y no se le escapaba que cuando la fiera llamara y reclamase su tributo, si lo hacía, todo lo que con tanto esfuerzo había levantado se vendría abajo. Por eso, cuando él se quedaba absorto, y a la mirada le asomaba el rastro de lo que había visto y trataba de olvidar, en el rostro atento de su madre se dibujaban los contornos del miedo. Porque como madre, y como mujer que había vivido, sabia que podía intentar protegerle de todo, salvo de aquello que había pasado a formar parte de él.

Le dolía pensar que su madre había debido de morir preocupada aún por lo que fuera a hacerse de su hijo. Le avergonzaba tener aquel poder para enajenarle la vida y los pensamientos, para que en el trance de su propia partida no fuera su suerte, sino la de él, la que hubiera de torturarla. Estaba claro que le había fallado, que a la postre había sido un mal hijo y que eso ya no había forma de corregirlo. Volvía a verla, joven y esperanzada, corriendo tras ellos por el jardín, gritándoles a veces, dándoseles siempre. No había sido feliz, ni sus hijos ni el hombre que había tenido por esposo le habían traído la luz que había buscado y merecido, pero Juan sentía que aquella mujer, su madre, había llevado una existencia llena y acertada. Porque había sabido vivirla y morirla para algo, para alguien. No para nada, ni para sí.

Le tocaba, en todo caso, despedirse de ella. Volvió a las consideraciones prácticas de las que se había evadido mientras se abandonaba al reflujo de los recuerdos. Tendría que revisar el estado de la edificación, enterarse de si podía interesarle a alguien comprarla, hacer una estimación del precio que podría pedir por la propiedad. Resolvió entonces quedarse un par de días, y le pareció que debía disponer de un alojamiento mínimamente habitable. Escogió aquel mismo dormitorio.

En la despensa todavía había útiles de limpieza. Las tres horas siguientes las dedicó a desempolvar, barrer y fregar. Lo hizo con meticulosidad y sin la menor pesadumbre. Le había cogido el gusto a esas faenas durante su época de soldado, porque entre el esfuerzo físico que exigían y su objetivo nimio y concreto, siempre constituían un recurso para preservar a la mente de perderse en abstracciones nocivas.

Por la tarde salió a dar una vuelta por el pueblo. Dejó que el rumbo se lo fueran marcando las piernas, y éstas se le revelaron ansiosas de hacer camino. Cuando quiso percatarse, se vio en las afueras, yendo hacia un lugar que acaso fuera el último al que debía dirigirse. Le había empujado el inconsciente, o la inercia de escarbar en la memoria. Por un momento sopesó si dar media vuelta. Pero había sido legionario -se recordó, cáustico-, y un legionario siempre acude al fuego.

2

El paraje nunca dejaba de resultar extraño, incluso para él, que tantas razones tenía para considerarlo familiar, porque lo conocía desde la infancia y en él había vivido no pocos momentos memorables. Sorprendía encontrarse de pronto en un sitio tan aislado y recóndito como aquel valle entre las montañas de las sierras de Corbera y la Murta. Mientras uno caminaba por la pista abandonada, envuelto por el verdor del bosque y sacudido de trecho en trecho por los insólitos silbidos de los pájaros que en él anidaban, se sentía como si le hubieran arrancado de cuajo de la realidad que había dejado atrás apenas hacía unos minutos. Pese a las muchas veces que había estado allí, y pese a los años que le habían convertido en un hombre poco propenso a creer en magia alguna, aspirar aquel aire balsámico y pasear la mirada por las frondosas laderas seguía provocándole un irresistible encantamiento. Había percibido en otras ocasiones algo semejante, la misteriosa potencia de un paisaje, en escenarios tan dispares como la llanura desértica del Guerruao, en el Rif, o algún horizonte cantábrico próximo a donde ahora vivía. Aquel sitio, sin embargo, poseía algo que no había hallado en ningún otro. Una huella difusa, pero patente, de los seres que allí habían vivido, y que aun después de ser barridos por el tiempo se aferraban al escenario de sus afanes, sus dichas y sus desazones.

Contaban que aquél había sido siempre lugar de ermitaños. Al principio moraban repartidos por las cuevas colgadas sobre el valle, hasta que allá por el siglo xiv decidieron reunirse en un monasterio. Contaban también que el monasterio, de la orden de los jerónimos, había vivido momentos de alguna pujanza, e incluso que en cierta ocasión había ido allí a retirarse el rey Felipe II, cuyo nombre llevaba el puente que salvaba la abrupta garganta junto a la que habían erigido el edificio. Pero cien años atrás, cuando la desamortización, había llegado la hora del expolio y las tierras habían pasado a manos particulares. Los nuevos dueños habían dejado que se viniera abajo gran parte de los muros, y ahora el monasterio era una ruina fantasmal en medio del bosque, que sólo conservaba entera una altiva torre almenada.

Por eso mismo, por su abandono, por la insolente silueta de la torre herida pero irreductible, y por el aura legendaria de su pasado y de aquellos eremitas que huían de la compañía de sus semejantes, aquel sitio siempre le había fascinado a Juan. Desde que le llevó su padre por primera vez, cuando apenas levantaba unos pocos palmos del suelo, hasta que andando los años, y porque así lo quiso el azar o el destino, allí tuvo su principio la historia que le correspondería llevar para siempre a cuestas.

No pudo evitarlo. Cuando a la vuelta de un recodo apareció ante sus ojos la solitaria torre, un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza y todo el vello de su cuerpo se erizó. Hacía mucho tiempo que no la miraba, pero de pronto fue como si todos aquellos años hubieran sido abolidos y regresara a la piel, el corazón y el turbado espíritu del muchacho que allí había tocado el cielo y encontrado la boca del infierno.

All this the world well knows, yet none knows well to shun the heaven that leads men to this hell. Recordó las palabras una por una, comprobando que ni su pobre noción del idioma inglés, ni la década transcurrida desde que se las aprendiera, representaban el menor obstáculo para rescatarlas. Si debía creer a Henderson, el londinense chiflado que se las había enseñado y traducido (y hasta aquel momento lo había creído, porque Henderson no tenía ninguna razón para engañarle), aquellos dos endecasílabos los había escrito William Shakespeare, y significaban algo así como: Todo esto es de sobra sabido, pero nadie alcanza a saber cómo rehuir el cielo que lleva a los hombres a este infierno, Aquel legionario pelirrojo y borracho se decía hijo de un lord y doctorado por Oxford, y juraba estar en el Tercio por un desaire amoroso, por un error que esos versos, según él, resumían como ninguno. Se acordaba de Henderson, recitando durante las largas noches del blocao, y no era lo más extravagante que había visto: ahí estaba Mazzoni cantando el «Adiós a la vida» de Tosca en el fondo de una trinchera. Se acordaba también del pobre Henderson muriéndose a chorros en el hospital Dockers de Melilla. Y de Mazzoni, con el pecho acribillado en el llano de Drítis.

Aunque nadie le veía, y mucho menos podía nadie leer sus pensamientos, se avergonzó de sí mismo. Por echar mano de Mazzoni, Henderson y la mugre de África, recuerdos que siempre abortaba apenas se insinuaban en su memoria, y que en este caso comprendía que dejaba correr, e incluso se recreaba en ellos, por apartarse de otro recuerdo al que le tenía más aprensión. A Mazzoni y a Henderson, y a todos los demás locos o desgraciados a los que había visto morir, les debía el respeto de no utilizarlos para aquellos cobardes menesteres. Ya que había consentido ir allí, tenía que enfrentarse a lo que allí le aguardaba. Los versos de Shakespeare venían a cuento y era justo recordar a Henderson para agradecérselos, pero no para tratar de escurrirse.

Cruzó el puente, pendiente del pretil de piedra que, como cada rincón de aquel lugar, despertaba en él evocaciones precisas. Se detuvo ante el edificio arruinado y alzó la vista a lo alto de la torre que allí seguía, ajena a los pequeños avatares de aquel hombre que ahora la observaba, como indiferente había sido antes a los de muchos otros. Decidió rodearla e ir a sentarse junto a la alberca, desde donde podía a la vez contemplar el monasterio y las montañas que amparaban su sueño de siglos. Como siempre, el suelo estaba cubierto de una fina capa de hierba, porque allí, gracias a la abundancia de arroyos y aguas subterráneas, era posible lo que no se daba en la mayoría de las tierras circundantes. Veinte años atrás, cuando en su cabeza prevalecían aún los cuentos heroicos, aquellos prados le parecían el escenario de alguno de ellos, y mientras los pisaba imaginaba que podía toparse con el rey Arturo o que de las aguas de la alberca podía emerger en cualquier momento la silueta majestuosa de la Dama del Lago. Ahora sabía que no tendría ningún encuentro fabuloso, que de aquella hierba y aquella agua sólo podía brotar su amarga memoria de la pérdida, y se decía que si hubiera sido sensato no habría recorrido el camino hasta allí. Las heridas habían sido demasiado profundas, y había ahondado demasiado en ellas con su conducta posterior, como para que al pasar los dedos otra vez por ellas no volvieran a sangrar un poco.

Se acomodó sobre el borde de la alberca y casi instintivamente metió la mano en el agua. Estaba fría. Siempre estaba fría, y se acordó de cuando se había zambullido allí, provocado por ella. Era una de sus habilidades: ponerle en situaciones que no podía soportar sin reaccionar como ella buscaba que lo hiciese. No había podido resistir contemplarla, chapoteando desnuda en el agua verdosa, mientras le llamaba y se reía, sin desvestirse a su vez y arrojarse a compartir el imprudente baño. Volvió a ver su cuerpo blanquísimo, a oír su voz de metal casi infantil; a sentir sobre sí el tibio agasajo de su mirada siempre límpida, como si nada, ni dentro ni fuera de ella, pudiera enturbiarla.

En ese momento le sacó de su ensoñación la presencia de una mujer. Venía por el prado, tirando de una bicicleta. Fue doble su desconcierto. Por toparse con alguien allí, a esas horas, y por tener que volver súbitamente a la realidad desde el laberinto de sus añoranzas. La mujer era más o menos de su edad, tenía el cabello castaño y un aire mundano que le impidió tomarla por una campesina. Llevaba un vestido estampado, vistoso, que subrayaba un torso grácil y ayudaba a disimular unas caderas algo anchas y unas piernas de robustos tobillos.

A partir de cierto instante, empezó a tener la sensación de que la ciclista iba hacia él. Al cabo de pocos segundos, se insinuó en su mente el primer amago de reconocimiento. Cuando la mujer se hallaba a unos diez metros, pese a la agudeza visual que él había perdido, y las leves arrugas y el peso que había ganado ella, no pudo quedarle ya ninguna duda, Entonces tuvo la tentación de creer que sufría una alucinación; que en realidad no era su madre, sino él, quien había muerto y ahora habitaba el burdo delirio en que, según parecía, consistía la vida de ultratumba. Como cautela, Juan Faura puso en práctica el aprendizaje adquirido en los barrancos del Rif: cuando uno se da de bruces con lo que menos espera, conviene sobre todo mantener la serenidad.

La mujer terminó de acercársele. Se detuvo apenas a un paso de él. Sonreía. Lo hacía su boca y lo hacían sus ojos, aunque ninguno completamente. Lo estuvo mirando así, quieta, como si lo cotejara con su recuerdo, o como si esperase a que fuera él quien dijera algo.

Cuando debió de entender que no iba a hablar, lo hizo ella.

Carinyet, quant de temps

La voz no le había cambiado nada. Ni el gusto por recurrir al valenciano, aprendido de su madre. Juan, en cambio, no había tenido a nadie que se lo hiciera sentir como SUYO, y por eso, aunque lo comprendía, no lo usaba jamás. Pero qué podía responderle, en la lengua que fuera. Dudó si debía hablar, si importaba que escogiera pronunciar tales o cuales palabras, en aquella coyuntura que nunca había previsto que pudiera producirse. Al final, sin pretensión alguna, dijo:

– Mucho. Once años. Y pico.

El gesto de la mujer se relajó un poco. Lo miraba con verdadero afecto, o fingiéndolo muy bien. Por lo demás, estaba nerviosa. Se lo notaba en la forma en que con la uña del dedo índice rascaba una y otra vez la goma que recubría el extremo del manillar.

– Sigues llevando cuenta de todo.

No era un reproche. Más bien parecía impresionarla.

– No, no de todo -repuso, procurando evitar que sonara desabrido, aunque no aspiraba a reproducir, ni lejanamente, la calidez de ella.

Blanca asintió, meditabunda.

– Te preguntarás cómo es que estoy aquí.

Él meneó la cabeza, -No. Lo que me pregunto es cómo estoy yo. A decir verdad, nunca creí que volvería a poner aquí los pies.

Mare de Deu -exclamó ella, divertida-, no has cambiado nada.

– Sí he cambiado -la desengañó-. Todo cambia. Y algunas cosas más. Algunas cosas cambian tanto que dejan de ser lo que eran.

– Tú no. Tú no has dejado de ser el que eras.

– Vaya. ¿Por qué piensas eso?

– No lo pienso. Lo siento. El que piensa eres tú.

Creyó que era momento de hacer algo más que afectar aquel talante estoico, porque si seguía así todo el tiempo iba a acabar pareciendo un imbécil, y la vergüenza y la vanidad son lo último que se pierde.

– No estoy pensando nada, ahora -replicó-. Y otras muchas veces he tenido que dejar de hacerlo. Hay situaciones en las que, si uno piensa, sólo puede llegar a la conclusión de que ha perdido la cabeza.

Blanca se echó a reír. No porque le hubiera hecho gracia, sino porque le hacía falta para dar salida a su propia tensión.

– Sé lo que te pasa. Yo también he creído que estaba viendo visiones cuando me ha parecido reconocerte, pasando por la plaza. Pero luego he comprendido que no era un espejismo. Que habías vuelto. Que te había visto, realmente. Como ahora tú me estás viendo a mí.

Una simple casualidad. Tortuosa, no cabía duda, pero qué casualidad no lo era, en alguna medida. Él había heredado la casa de sus padres. Ella habría heredado la de los suyos. O no: sus padres no eran muy viejos ni los recordaba con mala salud, simplemente habría ido a visitarles. Una coincidencia, nada más, que hubiera escogido el mismo día que él volvía allí, al cabo de tanto tiempo. No tenía por qué significar nada, en realidad nada significaba nada, la vida sucedía, y a menudo sucedía de forma absurda, a Juan ya le constaba de sobra.

– Debo confesar que te he seguido un trecho -continuó Blanca, bajando los ojos-. Y cuando he adivinado que venías aquí, he ido a casa a coger la bicicleta. ¿Te parece que soy una irresponsable?

– ¿Quién soy yo para juzgarlo. Eso tú lo sabrás.

– Me ha dado un vuelco el corazón cuando he visto que venías hacia aquí. El caso es que tengo que estar de vuelta enseguida, pero no he podido resistir la tentación de espiarte. De ver a qué venías.

– Ya ves, a nada -declaró él, encogiéndose de hombros.

– He pensado en ti muchas veces durante estos años -le espetó ella.

La observó, como para calibrar cuánto de auténtica tenía la frase.

– Yo también pensé en ti. Aquí no puedo negarlo.

– Supe lo de la guerra -y aquí volvió a bajar los ojos-. No imaginas la alegría que me dio cuando me dijeron que habías vuelto.

– Bueno, hubo suerte. A veces la hay.

– Después alguien me dijo que te habías ido a vivir lejos. Que te habías casado. Y luego tu familia dejó de venir por aquí, y ya…

Parecía recriminarse algo. Juzgó que debía exonerarla:

– Ya te esforzaste por saber mucho. Es normal.

– Siento lo de tu padre. A todos nos sorprendió, parecía tan sano, tan enérgico, y era todavía tan joven cuando…

– Cincuenta y seis años. No está mal. Sobre todo, después de haber visto morir a tantos mucho más jóvenes. Al menos no sufrió.

– ¿Y cómo está tu madre? Juan se detuvo a buscar el modo de no decirlo muy bruscamente.

– Mi madre ya no está, tampoco. Murió anteayer. Por eso vine.

Blanca se agarró al manillar. Como gesto, resultaba exagerado: no podían temblarle las piernas por recibir la noticia de la muerte de alguien a quien apenas conocía de vista. Pero sonó de veras afectada:

– No sabes cuánto lo siento.

– Gracias.

La entrada de un muerto en la conversación la encalló un poco. Supuso Juan que le tocaba a él reanudarla, pero no sentía especiales deseos de hacerla fluir. Tampoco le era desagradable, por otro lado.

– ¿Y tus padres, cómo están? -preguntó, por no esforzarse mucho.

Blanca aprovechó al vuelo la invitación para salir del pesar, genuino o fingido, por la difunta madre de su interlocutor.

– Están bien. Más mayores. Y mi madre con sus achaques. Pero bien.

– Me alegro. No le dio recuerdos para ellos, porque nunca había tratado con ninguno de los dos. Había soñado que tenía que hacerlo, tratar con ellos, pero esa parte, la de los planes irrealizados, no contaba a efectos sociales. Blanca, ahora un poco más incómoda por la situación, un poco menos dueña de sí, echó una ojeada al reloj que ceñía su muñeca.

– Se me hace tarde. Mi madre, precisamente.

No tenía que dar excusas por irse, aunque la fugacidad del encuentro lo hiciera más violento y embarazoso. Lo que le asombraba a Juan era más bien que habiendo podido evitarlo hubiera querido verle.

– Me hago cargo. No te preocupes. Ella montó en la bicicleta, algo más torpe de lo que la recordaba.

– Juan -dijo, sin mirarle.

– Qué.

– Me gustaría que habláramos más despacio.

– ¿Estás segura?

– Sí. ¿Qué te parece mañana, aquí? Pero antes, a las cinco.

– No sé. Sinceramente.

– Está bien. Yo vendré. Tú decides. Y echó a pedalear, casi despavorida. Mientras la veía irse, sin estar aún del todo seguro de que aquello fuera la realidad, Juan comprendió hasta qué punto le habría resultado útil aprender a odiarla.

3

Se quedó allí, solo, mientras caía la tarde e intentaba en vano comprender lo que acababa de ocurrirle. En algún momento pasó por su cabeza el pensamiento vulgar de que iba a ser más complicado volver una vez que se hiciera de noche. Pero había tenido que enfrentarse a noches mucho más terribles para ahora temerle a aquélla. No podía intimidarle la oscuridad del cielo, desde que había aprendido a conocer y sobrellevar esa otra oscuridad que se metía en el tuétano de los huesos y en el fondo del alma, y contra la que no valía luz alguna.

Le anocheció al lado del monasterio, mientras le venía a la cabeza otro de los versos que siempre tenía Henderson a mano: Thou who art as black as hell, as dark as night. Tú que eres tan negra como el infierno, tan oscura como la noche. El inglés solía recurrir a esas palabras, invariablemente, durante las guardias nocturnas, y se quedaba extasiado tras recitarlas, como si encerrasen algo de gran profundidad, Alguna vez le había dicho a Henderson, tras oírselas, que tampoco Shakespeare era para tanto, que aquello no pasaba de ser un par de símiles manidos y obvios, lo que al otro le enfurecía y le arrojaba a exabruptos ininteligibles para Faura, porque los soltaba en su idioma y a toda velocidad, pero que debían de referirse a la ignorancia de aquellos desharrapados españoles en cuyas filas el destino le había llevado a servir. Nunca se molestaba en replicarle a tales desahogos, que provocaba sólo por divertirse, porque Henderson era susceptible y le resultaba cómico cuando blasfemaba, en inglés o en español. Quién iba a decirle que al cabo de los años se sorprendería en la soledad de una noche tan distinta, repitiendo una y otra vez aquel dichoso verso y tratando de recordar cómo lo pronunciaban esos labios que se habían comido los gusanos africanos: Thou who art as black as hell, as dark as níght.

Y sin embargo, al principio, todo había sido claro y luminoso. Recordó, rotas todas las prevenciones, la primera vez que había visto a Blanca. En aquel mismo lugar, una calurosa tarde de agosto, doce años atrás. También había bicicletas, dos en este caso: la que ella montaba y la que a él le había servido en aquella ocasión para Regar hasta allí. Esa tarde, él se había acercado al monasterio como hacía otras muchas. Acababa de cumplir veintiún años, estudiaba leyes en la universidad y se iba a incorporar al servicio militar en septiembre. Su padre se lo había arreglado para que lo hiciera en Valencia, mientras terminaba sus estudios. Aquel verano tenía una sensación de tránsito, de estar saliendo de una vida y entrando en otra, y ya fuera por eso o porque sus primos también estaban inmersos en sus propios trayectos vitales, no andaba tanto como antaño con ellos y prefería a menudo ir solo.

Y solo iba cuando la vio. Tumbada al borde de la alberca, boca arriba, dejando que un rayo de sol le diera en los ojos. Respirando pausadamente, con las manos sobre el regazo. La rizada cabellera castaña le caía a un lado, como una cascada de luz de dorados reflejos.

Su primer impulso fue hacerse el distraído, pasar de largo o dar media vuelta, porque allí no había nadie más y no se le ocurría de qué podía hablar con una desconocida, en el supuesto de que ella quisiera hacerlo y no saliera corriendo al verle, o se enfadara por interrumpir su descanso. Después se fijó mejor. La chica le gustó, aunque eso no tenía nada de notable, porque en aquella época le gustaban todas. No era demasiado audaz con las muchachas, pero tampoco carecía de maña ni de éxito con ellas, y si encaraba la situación con un poco de desparpajo, aquélla era de las mejores que podían presentarse para trabar relación con la linda criatura que se ofrecía a sus ojos. Los dos allí en aquel lugar dejado de la mano de Dios. Los dos solos. Los dos probando, al pedalear bajo la canícula para llegar hasta el monasterio, su peculiar afinidad.

Se acercó despacio hacia la alberca, dejando que la superficie mullida del prado silenciara el avance de su máquina. Se detuvo a cinco o seis pasos de la chica y echó pie a tierra. Ella aún dormitaba. Durante un par de voluptuosos minutos estuvo allí, junto al agua, sintiendo la presencia femenina, rehén del placer furtivo de verla de reojo, las costillas subiendo y bajando al ritmo de la respiración, sin que ella se percatase. El escote se le había ahuecado un poco y acertó a atisbar el pálido y suave territorio que se extendía entre sus pechos. En algún momento pensó que sí ella despertaba y lo sorprendía espiándola tenía más probabilidades de irritarla que si le hacía notar su presencia.

– Buenas tardes -dijo.

Era el saludo más formal, el que menos le comprometía. Hasta tal punto que, al oírse, no pudo evitar sentirse un poco ridículo.

– ¿Eh, quién eres? La chica hizo la pregunta al tiempo que daba el respingo, antes de haber podido verle. Habríase dicho que la formulaba aún dormida, y que en vez de dirigirse al ser de carne y hueso que la había saludado hablaba para alguno de los fantasmas del sueño. Al fin lo distinguió y se quedó mirándole, sentada sobre el murete de la alberca.

– Me llamo Juan -murmuró él, apurado.

Nunca, ni así viviera mil años, podría olvidarse Juan Faura de aquella mirada. No daba la impresión de estar escudriñando las facciones de un extraño. Le observaba como si acabase de identificar algo que formaba parte precisa de su memoria y su deseo. Por irracional que resultara, eso fue lo que sintió, que ella lo había elegido así, en el primer golpe de vista. En la noche de doce años después, el hombre que ahora reemplazaba a aquel muchacho reconoció que eso era lo que ella había tenido, lo que después no había encontrado ni esperaba encontrar en ninguna otra. Ella no le había sido ajena ni un instante; había sido suya desde siempre, y con ello le había hecho contraer a él la recíproca obligación de ser suyo y no poder ser ya de nadie más.

Hasta ese momento no había sido capaz de creer que existiera una mujer que fuera la única posible. Desde esa tarde, lo mismo en la euforia que en los peores sumideros de la desesperación, no pudo concebir que hubiera otra.

En la superficie, en las palabras audibles y los gestos legibles por cualquiera, aquel primer encuentro, superado el estupor inicial, fue de lo más intrascendente. Les sirvió para presentarse, para enterarse de los aspectos triviales de la vida del otro, como habría sucedido si se hubieran conocido en cualquier verbena u otra ocasión convencional. Supo, entre otros muchos detalles, que ella tenía diecinueve años, que su sueño era estudiar Bellas Artes, y que casi tenía convencido a su padre, que acababa de tomar posesión de la plaza de notario del pueblo, para enviarla a Madrid y matricularla en la facultad. Supo también que la mayor parte de su vida había transcurrido en Benicarló, donde había estado antes destinado su padre, y que la familia de su madre era de allí. Se acostumbró a lo largo de las dos horas de charla a su acento septentrional, propio de la tierra ya casi limítrofe con Cataluña de la que procedía, y a los modales que la delataban como una chica moderna; demasiado para el entorno en el que vivía ahora, y de cuya angostura también la oyó entonces quejarse por primera vez. Se le manifestó como una muchacha alegre, parlanchina y confiada, aunque también le dejó intuir que en esa actitud había algo de representación. Cuando él hablaba, casi siempre respondiendo a lo que ella daba en indagar acerca de su vida, le escuchaba con aire concentrado y hasta llegaba a arrugar la frente. Hubo un momento, cuando él se atrevió a preguntarle si le gustaba aquel lugar y desde cuándo iba por allí, en el que una tenue melancolía pareció embargarla. La subrayó con su respuesta:

– A veces me siento sola. Y entonces me gusta estar sola. Ya sé que a la mayoría de la gente suele pasarle al revés, que cuando por cualquier razón se siente sola busca a otra gente, pero yo soy un poco rara.

Hizo aquella declaración tan deliciosamente ingenua, yo soy un poco rara, en tono de estarle advirtiendo algo, Una advertencia que en todo caso estaba condenada a ser desoída, y que al cabo de los años Juan no podía sino juzgar superflua y presuntuosa. No era rara. Al revés: era demasiado común, demasiado natural, demasiado juiciosa y considerada, y eso era lo que le iba a hacer atroz enamorarse de ella.

Lo único raro fue que cuando se separaron aquella tarde, en lugar de dejar al azar un próximo encuentro, desenlace al que él ya se resignaba, ella diera en emplazarle en el mismo sitio al día siguiente, inaugurando una costumbre que habría de convertirse en pauta de su relación: siempre pondría ella el día y la hora (incluso había vuelto a hacerlo, doce años después, cuando nada cabía recobrar entre ambos). Pero vista desde la perspectiva de ella, que ya lo había escogido y se había propuesto seducirle, la maniobra resultaba del todo lógica.

Volvieron a encontrarse al día siguiente, y también al otro. Blanca no se dio prisa, más bien se entretuvo a gozar de la sensación de estarlo engatusando, de tener cada vez más en su mano la fruta que se había propuesto morder. Debió de ser a la semana de verse aproximadamente cuando hizo el movimiento decisivo: cuando le puso la prueba que debía superar (pero ella sabía que iba a superarla) para que todo se desencadenara y llegase adonde la muchacha estaba deseando. Fue entonces cuando le contó que tenía novio formal, el hijo de un amigo de su padre al que conocía desde niña, y que las dos familias ya daban por hecho que algún día, no demasiado lejano, emparentarían con su matrimonio. Le dejó encajarlo y rumiarlo, y aún tuvo la sangre fría de esperar a que fuera él quien le preguntara si ella tenía intención de casarse con aquel hombre. Y entonces no le dijo que hubiera desistido de hacerlo, ni siquiera que se lo estuviera cuestionando, aunque de hecho, como después le confiaría, así fuera. Le respondió, enigmática:

– Primero tengo que hacer mi carrera. Luego, ya se verá.

Debió de ser para ella emocionante arriesgarlo todo con aquella jugada, tenerlo enfrente, rendido como un colegial, y de improviso desorientado y sin saber cómo reaccionar ante la espantosa revelación. Pero aún forzó más la mano. Poniéndose en pie de repente, se excusó:

– Perdona. Necesito hacer pipí.

La vio desaparecer tras unos matorrales estupefacto. La tierra le faltaba bajo los pies, su cerebro aún trataba de ordenar y darle un sentido a aquello, no a lo que acababa de descubrir, sino a todo, a aquella semana que le había parecido mientras la vivía un sueño y que ahora dudaba si no habría sido más que una perversa mascarada.

Qué pensó ella durante el tiempo que pasó en los matorrales, si llegó a temer o no que él aprovechara para subirse a la bicicleta y escapar, era algo que no le había preguntado entonces y sobre lo que sólo podía hacer conjeturas ahora. El caso es que cuando reapareció estaba completamente desnuda, y que permitió, caminando tan despacio como hizo falta, que él la viera bien y quedara atónito ante aquel espectáculo: el de sus pechos y su vientre y sus muslos de piel translúcida que tantas veces había soñado y que ahora le desafiaban, impúdicos y orgullosos. Así, sin dejar de mirarle, sin que parecieran tampoco dejar de mirarle sus pezones brevísimos, llegó hasta la alberca y se echó al agua.

Esa tarde, Juan la besó por primera vez y tomó de sus labios el sabor, entre afrutado y metálico, que tanto habría de torturarle después, cuando le faltara. No era la primera vez que besaba a una mujer, pero nadie le había besado antes de aquel modo. Con tanta ansia, con tanta hambre, con aquellos gemidos desesperados que brotaban de la garganta de Blanca mientras le buscaba la lengua y le aspiraba como una ventosa. En todo momento, mientras la besaba, mientras la estrechaba entre sus brazos y acariciaba su piel (sintiendo, como nunca había sentido con nadie, que todo aquello era suyo y le esperaba desde el principio de los tiempos), pesaba en su ánimo la idea de que estaba comprometida con otro, y sonaban en su cabeza las palabras de ella, que no descartaban que alguna vez ese compromiso pudiera hacerse efectivo. Se preguntaba por qué se lo había contado, justo antes de entregársele. Luego, lo interpretaría de muchas formas. La posibilidad más piadosa era deducir que porque le quería no había sido capaz de ocultárselo. Una lectura más malévola le sugería que Blanca había deslizado su secreto como un morboso refinamiento para sazonar lo que iba a seguir. Años después, el hombre que lo recordaba todo calculaba que el propósito de Blanca aquella tarde, si es que podía fijarse verdad alguna sobre las intenciones humanas, se situaba en algún punto intermedio entre los dos extremos, sin dejar de reunir algo de ambos.

Ni esa tarde, ni las muchas que siguieron, volvieron a hablar del prometido de Blanca. Ni siquiera llegó a saber nunca su nombre, porque no se lo preguntó y a é1 dio por decírselo. De forma vaga, nunca demasiado explícita, quedó establecido que la relación entre Blanca hombre era fría y rutinaria, al menos por parte de ella. Se trataba de algo que le había venido dado de fuera, nada más. Pero había perdido toda la fuerza y todo el ardor que, en cambio, estallaban como el latigazo de un relámpago al menor roce entre ellos dos, en las tardes febriles de aquel verano de inagotable lujuria.

Con ella, Juan descubrió que el goce sexual algo más que el encontronazo urgente y ramplón que había conocido con alguna de las muchachas del pueblo. Comparar la sed casi mística de Blanca, por ejemplo, con el desembarazo utilitario de Nuria, la moza liberal que les había hecho las primeras pajas a él y a su primo Adolfo, era como confrontar el aroma del azahar con el olor de una lata de petróleo. Tratar de hallar en la manera en que ella le ofrecía aquellos pechos de porcelana algo que tuviera que ver con cómo se sacaba Nuria las tetas y aplastaba la cara de su galán contra el pezón áspero, era empeño igualmente infructuoso. Por no hablar de cómo se inclinaba Blanca sobre su miembro alzado, cómo lo agasajaba y lengüeteaba sin prisa, haciendo leve presa con los labios mientras en sus ojos flotaba el arrobo de una novicia que estuviera recibiendo la sagrada comunión.

La imagen sacrílega le hizo regresar a su realidad presente. Era ya noche cerrada. Tendría que volver a tientas, pero tampoco importaba mucho. A tientas vivía desde que había perdido el favor de Dios.

4

La noche era tibia y sosegada y no soplaba ni la más mínima brisa. Después de tanto tiempo viviendo en el norte, hecho ya al ímpetu de los vientos del Cantábrico, sentirse reintegrado a la suavidad cálida y pegajosa de la atmósfera levantina era una incitación suplementaria a la nostalgia. La memoria de un hombre siempre tiene su hogar, incluso la de los hombres que acaban viviendo en ninguna parte, y aquella tierra era el suyo. Caminando por ella reparaba en lo lejos que había estado en los últimos años, y en el empeño con que había sostenido esa distancia. Hay hábitos que uno adquiere en situaciones de necesidad, y que después prorroga más allá de lo que era indispensable. Por un momento, dudó si el blindaje que había construido contra su pasado y sus orígenes no sería despilfarro, un alarde histérico y gratuito. A lo mejor lo que tenía que hacer no era buscar un comprador para la Casa de Alzira, sino un maestro albañil que se la restaurase Y alguna mujer del pueblo que se ocupara de mantenerla en condiciones durante su ausencia. A lo mejor podía traerse allí a Matilde los veranos, y probar a ver si la luz mediterránea la sacaba de su abatimiento y a él le enseñaba el camino para darle una pizca de felicidad. Le tenía verdadero afecto a Matilde, no había una sola cosa que pudiera recriminarle.

Pero apenas se insinuó en su cerebro este proyecto, acudieron las objeciones. ¿De veras iba a alegrar a Matilde ir allí, para convivir con sus sobrinos, los hijos de Carmen, y ver correteando por el pueblo a los niños de todas las mujeres que, al revés que ella, habían hecho germinar la semilla de un hombre en su vientre? ¿De veras esperaba de sí mismo poder comportarse allí de una forma diferente de la habitual, poder darle algo más que la. compasión descuidada e intermitente en que se basaba desde hacía ya años su trato hacia su esposa? ¿Y en qué podía esperar que facilitara las cosas la proximidad de Blanca, la mujer con la que sí había conocido la pasión, el delirio, el completo abandono de cualquier control sobre sus actos? La mujer que, recordó entonces, con una sensación de irrealidad, le había citado al día siguiente, en el mismo lugar que antaño los había visto fundir sus cuerpos.

De camino hacia el pueblo rememoró el resto, lo que había habido después de aquella primera semana. Hasta que llegó septiembre, Blanca y él se vieron a diario, sin que el fuego que los arrojaba al uno hacia el otro se consumiera. Más bien se intensificaba con la repetición, y también, no se le ocultaba, con aquella clandestinidad a la que los forzaba el compromiso que Blanca infringía cada vez que lo tocaba y lo bebía con su boca ávida. De ella escuchó, como nunca volvería a escuchar de otros labios femeninos (acaso alguna reprodujo las palabras, pero no la fiebre ni el destello agónico de los ojos al pronunciarlas), los juramentos más desorbitados. Porque ella no se contenía jamás, no ponía tasa a su sentimiento ni bozal a su corazón. La oyó decirle que era suya para siempre, que nunca otro hombre podría tenerla como él la tenía, que hasta besarle y estar en sus brazos no había saboreado el elixir de la vida ni había alcanzado el límite del goce. Blanca era un poco poetastra, y tal vez algo híperbólica, máxime si se tenía en cuenta que en sus juegos sexuales, aunque fueran desenfrenados y constantes, no habían llegado, por una precaución que siempre imponía ella, a la consumación. Pero había tal unción en su mirada cuando él era el objeto, tal apremio en los reencuentros y tal angustia en las separaciones, que a Juan no le cabía duda de que lo que decía lo sentía de verdad. Y que ella fuera y sintiera así, exactamente como él era y sentía respecto de ella, le parecía el colmo de la dicha, hasta el punto de llegar a olvidarse de que estaba prometida a otro y de que, por lo que sabía, aún no le había escrito para anunciarle que debían anularse los planes de boda. Cuando no estaba con ella, aquella sombra llegaba a torturarlo, y no pocas veces la esperó junto a las ruinas del monasterio con el corazón en un puño, porque su amada se retrasaba un poco. Pero Blanca siempre aparecía, y en cuanto la veía se evaporaba todo lo demás.

Si tenía que escoger, entre todos los que había vivido, el instante culminante de su existencia, cuando más cerca se había sentido de la condición de los dioses, sin ninguna duda se quedaba con aquella tarde de finales de agosto, que había previsto llena de amargura. Al día siguiente la familia de ella regresaba a Valencia, y apenas una semana después él tenía que incorporarse al cuartel, lo que interrumpía irremisiblemente el sueño de aquel verano para dar paso a un futuro lleno de incertidumbres. Pero fue entonces cuando Blanca, recurriendo a sus poderes de hechicera bondadosa, a aquella magia infalible que le tenía sorbido el sentido, hizo el sortilegio supremo y lo convirtió en el ser más feliz del universo. Porque fue aquella tarde, después del beso jadeante con que lo acogió al pie de la torre, cuando le contó que lo había estado pensando y que iba a decirle a su prometido que ya no podía casarse con él. Se lo anunció muy seria, consciente de la gravedad de aquella decisión, que venía a ser la primera de su existencia adulta, y con la que rompía en mil pedazos el sobado espejito en el que se había hecho a contemplar su imagen y su futuro desde la niñez.

– Le va a hacer mucho daño, porque él me quiere con locura -explicó, con una exquisita piedad-. Y mi padre se pondrá furioso.

Juan la escuchó exponer ambos escollos con una lacerante sensación de impotencia. Le habría gustado poder decirle que la ayudaría, pero ni al prometido ni al padre tenía él nada que decirles, y no vislumbraba cómo podía auxiliarla en aquellos dos enfrentamientos que sólo ella podía asumir. Blanca adivinó al punto sus tribulaciones, y añadió:

– Pero no te preocupes. Tu amor me hace fuerte. Sintió ganas de abrazarla tan estrechamente como nunca, para darle toda la energía que su amor, como ella decía, pudiera transmitirle. Y ya iba a atraerla hacia sí, cuando Blanca le puso la mano en el pecho.

– Pero tengo que pedirte algo -advirtió.

¿Qué tenía que pedirle? Lo que quisiera; era tan suyo que casi no acertaba a imaginar qué podía darle que no le hubiera dado ya. Pero al pensar aquello probaba Juan su inexperiencia y su juventud: la vida siempre reclama aquello que uno menos tiene y más le cuesta.

– Tengo que pedirte un poco de paciencia -dijo ella, como si hubiera meditado detenidamente cada palabra-. No puedo pelearme justo ahora con mi padre. Le conozco y sé que me castigará dejándome sin ir a Madrid a estudiar y arruinándome mi sueño. Tengo que ser lista, ir paso a paso, y tú tienes que apoyarme esperando un poco.

– ¿Cuánto? -preguntó él, con una ansiedad que le delató.

– No sé, unos meses, el tiempo necesario para instalarme, para ganarme a mi tía de Madrid, para poder resistirle desde allí si se empeña en traerme de vuelta cuando le diga lo que hay.

Lo había pensado bien, era evidente. Le dolió haber estado al margen de todas sus cavilaciones, pero no podía hacer otra cosa que aceptar el designio ya hecho y acabado. Y eso fue lo que hizo. Se esforzó por sonreírle, quiso reconocerle el valor que tenía por él y el sacrificio que hacía en su honor. No podía, el mismo que minutos antes temía perderla después de aquella tarde, exigirle ahora que renunciara a la vocación que la ilusionaba desde que era pequeña. Si tenía que esperarla durante meses, la esperaría. Como si tenían que ser años.

La gratitud y la felicidad iluminaron entonces el rostro de Blanca, y fue ella la que inició el abrazo que antes había aplazado y le besó una vez más, pero con una ansiedad hasta entonces desconocida.

Cuando aquella noche se despidieron, Blanca le entregó un obsequio. Era un retrato de ella, dibujado al carboncillo sobre un papelito minúsculo, del tamaño de una tarjeta de visita.

– Nunca había hecho un autorretrato. Me sentía tonta mirándome en el espejo. Pero así me recordarás, como yo a ti. Cada día.

Se separaron en medio de un vendaval de promesas. La de pensar el uno en el otro a todas horas. La de escribirse todos los días, aunque no pudiera Juan mandarle las cartas hasta que no estuviera ella en Madrid, con su tía, ni ella las suyas hasta que él no supiera las señas del cuartel donde tenía que hacer la instrucción. Le juró Blanca que siempre que estuviera sola, en Madrid, se asomaría para mirar la misma luna que él estaría mirando, si le tocaba hacer servicio de centinela. Se hicieron los votos más disparatados, dispuestos a cumplirlos durante los tres meses que les separaban de las Navidades, cuando esperaban reunirse otra vez. Que él lo hizo, le constaba. Que ella hiciera otro tanto le parecía fuera de cuestión, le cartas inflamadas y llenas de deseo. Sin embargo, meses después habría de comprobar que su idolatrada había permitido un solo pero fatídico fallo.

Nada le hizo recelar, pese a todo, cuando volvieron a verse. La muchacha que le estaba esperando aquel soleado mediodía de diciembre junto a las ruinas del monasterio, como siempre con su bicicleta, era aún más hermosa y radiante que la que había conocido en el verano, y se mostró, sí cabía, más arrebatadamente cariñosa hacia él. No tenían casi nada de lo que ponerse al corriente, después de todo lo que se habían dicho en las decenas de cartas que se habían cruzado. Y el clemente invierno mediterráneo dio cobijo al juego de sus cuerpos, como lo había el calor estival. Al cabo de un par de tardes refrescó y fueron a refugiarse en una de las cuevas próximas. de sus habituales caricias, ella se detuvo y mirando.

– Ya no me importa nada -le dijo-. Quiero sentirte dentro.

No necesitaba que le repitiera la petición. Aquella tarde, temblando al hacerlo como nunca volvió a temblar sobre una mujer, y sintiéndola a ella sacudirse de arriba a abajo cuando la penetró, con una delicadeza devota y adolescente, poseyó por primera y última vez a Blanca.

Volvieron a separarse dos días después. Se agotaba el permiso de él y tenía que reincorporarse a la disciplina inocua y liviana, pero en aquellas circunstancias, fastidiosa, de su oficina en la Capitanía General. Se repitieron las promesas, y esta vez Blanca fue algo más lejos. Le anunció que antes de Semana Santa habría acabado con el asunto pendiente. Ya tenía su vida organizada en Madrid, y había sondeado a su madre, naturalmente sin dejar que adivinara el motivo, sobre si contaba con su respaldo en el supuesto de que su padre quisiera hacerla volver. La madre le había asegurado que si ella quería hacer esa carrera, esa carrera haría, y que disuadir a su padre de cualquier pensamiento contrario corría de su cuenta. Por aquel entonces, Juan estaba lo bastante al tanto de las intimidades de la familia de Blanca como para saber que el notario no osaría tomar en el terreno doméstico iniciativas que estuvieran en contradicción con el criterio de su señora.

Habría debido volver a su destino castrense lleno de júbilo, porque había consumado su amor con Blanca y porque ella había puesto fecha a la eliminación del obstáculo que se interponía en su promisorio futuro. Pero le lastraba el ánimo algo que había surgido como un tumor maligno en el tejido rozagante de su euforia la misma tarde en que había desflorado a Blanca en aquella cueva. Si es que de veras, hubo de dudar, lo había hecho. Porque el caso era que ella no había sangrado nada. Le dio de inmediato una buena explicación, en cuanto advirtió en su rostro la sombra de la suspicacia. Y él escuchó aquella historia de excesos ciclistas, de una tarde de sus catorce años en que había sentido el dolor y había visto la sangre en el sillín y el médico había tranquilizado a su madre diciéndole que a la niña se le había desgarrado la telita, y que era un accidente relativamente común que no tenía mayor importancia. Por supuesto la creyó, qué podía hacer sino creer cualquier cosa que saliera de los labios de Blanca, su luz, su todo, incluso si le daba por intentar convencerle de que la tierra era plana o de que Napoleón aún mandaba sobre los franceses. Pero desde ese momento un miasma anidó en su pecho, una porquería que primero le avergonzó y que más tarde debió aprender a recordar como la primera señal de la catástrofe. Aquella tarde de diciembre de 1920, sin darse cuenta, Juan Faura había empezado a morirse. Y lo peor estaba por venir.

No se sentía con fuerzas para recordar lo demás por punto. Cómo dejaron de llegarle sus cartas suplicó una y mil veces en las suyas que le diera señales de vida, que le explicara qué estaba pasando. Cómo, una mañana de febrero, recibió al fin un sobre con su letra, y en el interior una cuartilla en la que le anunciaba que iba a casarse con su prometido a mediados de ese mismo mes y le pedía por favor que se olvidara de ella. Con una pequeña posdata, que fue la que le partió el pecho por la mitad: Te llevaré siempre en mi corazón.

5

Cuando llegó a su casa, estaba agotado. La caminata había sido considerable, y no menos habían contribuido a su cansancio el inesperado encuentro junto al monasterio y los recuerdos que habían estado ocupándole durante el camino de vuelta. Subió derecho al dormitorio y se quitó los zapatos y la chaqueta. Aún con el pantalón y la camisa, se tendió en la cama. Había abierto antes de hacerlo la ventana y por ella se colaban los ruidos nocturnos del pueblo y un ligero frescor.

Se sentía raro. Estaba reviviendo todo lo que durante Idos se había negado siquiera a aceptar que hubiera ocurrido, y por primera vez notaba en sí mismo una suerte de conformidad, una mínima capacidad de convivir con ello y de reconstruirlo con la objetividad con que pudiera hacerlo alguien a quien le fuera indiferente. No es que dejara de afectarle, al contrario. Tan pronto como la había reconocido hacía unas pocas horas, se había visto forzado a admitir que seguía deseándola con el mismo frenesí y la misma demencia de aquellos lejanos días. Que cualquier ilusión que hubiera podido forjarse de haberla dejado atrás no podía resistir, cara a cara frente a ella, mucho más que una bola de granizo arrojada a las brasas. Pero así como en el pasado se había llegado a persuadir de que debía extirparse el recuerdo para poder seguir adelante y no enloquecer, ahora tenía la sensación opuesta: que debía recordarlo todo, incluso lo más oscuro y sórdido, como un exorcismo o una purga cuya finalidad ignoraba pero se le imponía.

Aquel febrero de 1921 era la raya del antes y el después de su itinerario, la línea que separaba la luz de la tiniebla, la inocencia de la abyección, el orden del caos, las ansias de vida de las ganas de morir. No pudo contentarse con la carta, era demasiado ostensible que no podría, y cuando la abordó a la puerta de la casa de sus padres, la primera vez que la vio salir sola, Blanca parecía esperárselo. No le esquivó, como él había temido. Aun en ese trance arduo y peligroso, ella fue la buena chica que afrontaba sus responsabilidades, que daba prioridad a su obligación y no se permitía caer en el atolondramiento. Se lo llevó a un café cercano, tras arrancarle la promesa de estar tranquilo y escucharla, y acodada en aquella mesa, tragándose las lágrimas pero sin dejar de hacer ni decir nada de lo que había de hacerse y decirse, fue aplastándolo con suaves y precisos martillazos contra la silla.

No le ocultó nada, y quizá fue esa confianza, ese demostrarle que de veras él era el hombre de su vida, a quien no podía someter a la humillación del engaño, lo que más le desgarró. Fue entonces cuando Juan supo que no sólo se casaba con su prometido, sino que estaba embarazada de él. No se ahorró tampoco Blanca precisarle de cuántos meses estaba encinta (casi tres), ni cuándo y cómo había sucedido. Había sido a mediados de noviembre, cuando su prometido había ido a visitarla a Madrid. Y el desencadenante, una audacia por parte de ella. Se había atrevido a anticiparle, aprovechando esa visita, que tenía dudas sobre el futuro de su relación, y que había empezado a considerar que tal vez debían dejar el compromiso en suspenso, si no cancelarlo. Al oír esa palabra demoledora, cancelación, que a Blanca se le escapó, más allá de su intención inicial, por no saber cómo terminar o por un inoportuno rapto de valor, el prometido se había derrumbado. Le había implorado, le había jurado que se mataría, incluso había tenido un amago de desvanecimiento. El desdichado incidente había acabado en el hotel en que él se alojaba, entre las sábanas en las que Blanca había perdido su determinación, su virginidad y, a la postre, a Juan. Pero lo de las navidades no había sido una comedia. No podía soportar la idea de que la hubiera poseído un hombre al que no amaba, y que aquel a quien pertenecía su corazón no lo hubiera hecho. Por eso se le había entregado entonces, y le juró que se había separado de él resuelta a enfrentarse otra vez a su prometido y a no dejarse ablandar esta vez por lloriqueos ni desmayos. Pero antes de llevar a cabo sus propósitos había sabido de su estado, y la inequívoca paternidad de la criatura no le había dejado otra salida que tomar aquella decisión, la más terrible de su existencia, le aseguró, mientras le estrechaba la mano y sin poder evitar que las lágrimas resbalasen por sus mejillas. Aún aturdido y apabullado por tanto horror, Juan improvisó una defensa desesperada. No tenía que casarse con aquel hombre, él daría sus apellidos al niño.

– No puedes ser el padre de quien ya tiene uno -repuso ella.

– Lo que tú digas será lo que crean todos -porfió él.

– No sabes lo que dices. Entiéndelo. Estoy embarazada de otro hombre. No puedes ser el padre de ese niño. No lo soportarías.

– Por ti puedo ser y puedo soportar lo que haga falta.

– No te empeñes en lo que no puede ser. Dios lo ha querido así, aunque a nosotros nos duela, y Él siempre sabe por qué.

– Pues no sabes lo que le voy a hacer a Dios, si me lo cruzo.

– No blasfemes. Acéptalo como lo acepto yo, que sé que estoy renunciando a vivir con el único hombre al que puedo querer.

– No voy a aceptarlo, prefiero morirme antes que eso. -No, tú no vas a morir. Creo que le entiendo, a Dios, a pesar de todo. Sin mí, él no podría vivir. Pero tú si vas a poder. Tú eres más fuerte.

Le avergonzó hasta amargarle, en los días sucesivos, la mansedumbre con que se separó de ella, después de que le hiciera añicos la vida, y el silencio anonadado con que encajó su última petición:

– Es mejor que no trates de verme más. Te lo suplico. Trató de verla, cómo no. La esperó como un perro apostado frente a su portal, volvió a abordarla en la calle tres o cuatro veces, pero ella ya nunca volvió a detenerse, ni a hablarle, hasta la última vez.

– Por favor, Juan, no hagas que deje de quererte -le pidió, con los ojos inundados de lágrimas, y desde ese momento él ya no tuvo fuerzas para continuar asaltando aquella fortaleza inexpugnable y empezó a pensar en la manera, honrosa o no, de asumir su derrota.

Antes de que terminara aquel mes de febrero, Juan había resbalado hasta los últimos abismos de la autodestrucción. Estuvo delante de la iglesia el día de la boda, viéndola salir del brazo de aquel llorón al que envidiaba miserablemente, porque iba a tener día a día lo que a él, segundo a segundo, iba a faltarle más que el aire. Se dejó arrastrar por Bosch, el sargento rumboso y putero a cuyas órdenes servía en Capitanía, y que llevaba tentándole sin éxito desde que se conocían para que fuera con él a un burdel con cuya dueña tenía una gran confianza. Juan nunca se había acostado con una puta, pero en una semana lo hizo con tres, a cuál más sucia y tirada, porque los favores que la madame le hacía a Bosch iban en consonancia con su rango y su nivel de dispendio, y los mejores bocados se reservaban para otros paladares con más galones y billetes para respaldarlos. Fue sobre una de aquellas mujeres, borracho perdido, y deseando morir como nunca lo había deseado durante su fúnebre mocedad, cuando decidió acudir al banderín de enganche del Tercio, del que había tenido noticia hacía algunas semanas. Pero al día siguiente, cuando estampó su firma ligándose por tres años, no sólo estaba sobrio, sino también convencido de que era el único camino que le quedaba a quien había sido despojado de aquella forma tan despiadada.

Ahora que hacía ya más de diez años de todo, podía pararse a diseccionar fríamente el proceso de su derrumbamiento. Incluso habría podido intentar reírse de su obcecación y de su vehemencia juvenil, de no ser por lo que había desencadenado con aquel acto. Lo que en medio de la oscuridad turbia de aquellos días de febrero de 1921 le había embargado, lo recordaba ahora como un rencor ingente y voraz. Un rencor que le ahogaba y en el que se consumía, porque no podía dirigirlo contra ella (Blanca le quería, por él había intentado desmontar la vida que tenía planeada, lo que sucedía era que no lo había conseguido), ni contra su marido (un pobre hombre defendiendo su ilusión, como cualquiera), ni contra las circunstancias (había sido la fatalidad, una sola flaqueza por parte de ella, movida seguramente por la lástima, la que lo había decidido todo). El odio, falto de objeto, se acababa volviendo contra sí mismo, y en los momentos más exasperados no tenía más salida que alzarlo hacia Dios. El Dios que Blanca había invocado, y en el que creía a pies juntillas, pese a su relativa ligereza de costumbres, porque se lo habían insuflado cuando su corazón de niña estaba aún demasiado tierno. El Dios al que ella obedecía y en el que él, tras haberle dado la prueba irrefutable de hundirlo en la desgracia, no tenía más remedio que creer también. Pero resulta complicado ajustar cuentas con Dios, porque el que escupe hacia arriba suele acabar recibiendo su propio lapo. En medio de la ira y la desolación, ahogado por aquella congoja persistente que le quitaba hasta las ganas de respirar, Juan acabó persuadiéndose de que eso, escupir al cielo y ponerse en medio, malbaratar y dilapidar la vida que presuntamente ese Dios le había concedido, era la única manera de despreciarle y saldar la cuenta entre los dos. Había apostado todo lo que era, toda su fe y toda su fuerza de vivir, a la carta de Blanca. Y Dios le había dejado hacerlo, le había dejado enredarse en ella hasta no poder concebir otro modo de estar en el mundo, para después quitársela de un plumazo. Su reacción era extrema, pero extrema era la ofensa. Por otra parte, alistarse en aquel cuerpo de choque, en vez de tirarse al río, era su forma de provocar a Dios. De retarlo a que ahora lo protegiera frente a las balas de los moros, o acabara de una vez la tarea que había empezado al privarle de Blanca. A la vuelta de los años, Juan Faura recordaba aquel ofuscado desafío juvenil con una sensación contradictoria. Si algo de todo aquello tenía algún sentido, si arriba había alguien ocupándose de sus insignificantes asuntos de mono rabioso y desconcertado, el hecho era que lo había protegido. Lo que aún no sabía era por qué.

Su padre intentó protegerle de otra manera. O le insinuó que iba a hacerlo. Aunque Juan era ya legalmente mayor de edad y no podía, como habría podido un año atrás, revocar el consentimiento que había prestado en el banderín de enganche, tenía contactos en la Capitanía General a los que podría recurrir para anularlo de otro modo. Pero a esta amenaza Juan respondió con otra. Si hacía eso, se iría lejos de Valencia, se buscaría otro banderín de enganche y en vez de alistarse por tres años se comprometería por cinco. El padre, exhibiendo una decepcionante estupidez, advirtió que en tal caso le desheredaría. Y Juan le replicó que no hacía falta, ¿o es que no se daba cuenta de que apuntándose al Tercio ya se desheredaba él solo? El abogado Faura no entendía de la misa la media, y fue un pobre placer derrotarlo. Lo curioso era que nunca antes Juan se había enfrentado tan gravemente al autor de sus días, y revolcarlo en el primer asalto, con tanta facilidad, le hizo conocer la nueva y lúgubre fortaleza que le proporcionaba su resolución de abdicar de toda esperanza. Por primera vez, mientras le daba la espalda a su padre, Juan Faura disfrutó de ser un desahuciado.

Antes de partir, quemó todas las cartas de Blanca y aquel autorretrato al carboncillo que hasta entonces había guardado como una reliquia de los días felices. Debía irse desnudo de alma y de corazón y no dejar nada tras de sí. Por primera vez en mucho tiempo, cuando subió al tren sintió una especie de paz. De allí en adelante, alguien se ocuparía de decidir su vida. Ya no tenía que pensar en nada, sólo dejarse arrastrar por la corriente y hacer lo que le mandasen.

Los primeros días bajo el uniforme legionario fueron duros, pero no tanto como había imaginado. Casi todos eran mayores que él, algunos mucho mayores, y aunque había notorios canallas (escoria humana procedente del presidio y de las compañías de voluntarios de los batallones de cazadores, las tropas que hacían el papel de la Legión antes de que ésta se formase), tampoco faltaba gente dispuesta a amparar y dar algo de calor a los novatos, especialmente a los más jóvenes. La comida era abundante y nutritiva, y los oficiales procuraban mantener la disciplina y endurecerlos, pero por otra parte les daban a rachas un trato paternal y protector. La Legión apenas existía desde hacía unos meses y había un empeño por crear un espíritu de cuerpo, lo que aconsejaba que quienes allí acudían sintieran que estaban bajo el manto de una madre acogedora, que si bien les pedía el mayor de los sacrificios, también les proporcionaba la familia que muchos no tenían.

Durante su instrucción como recluta de reemplazo ya se había mostrado diestro con las armas. En el Tercio refinó rápidamente su habilidad, lo que le ayudó a ganarse el respeto de compañeros y superiores. El fundador había dispuesto que todos los legionarios habían de ser buenos tiradores, y los que como él lograban la excelencia estaban llamados a contarse entre los elegidos. Tener metas como aquélla, ser el mejor con el fusil, le ayudaba a olvidar, le empujaba y le devolvía un remedo de alegría. Los blancos que al principio hacía a treinta metros, pronto los hizo a doscientos. Se aplicó en compenetrarse con el máuser de tal modo que al final su límite era el alcance de sus ojos. Lo que ellos veían, se lo comía la bala. Sólo aquello que quedaba más allá estaba libre de recibir el plomo que escupía al dictado de su odio. Averiguó entonces, aunque no, lo compartió con nadie, cuál era el secreto de la infalibilidad del tirador escogido: saber que acertarle al blanco no solucionaba nada y no sentir apenas deseos de hacerlo, ser perfectamente consciente de la inutilidad de aquel acto y desarrollar un despego absoluto hacia lo que de él resultara. Cuando alguna vez fallaba, era porque de pronto le había importado más de la cuenta atinar.

Sintió una inevitable inquietud antes de entrar en combate por primera vez. No era lo mismo la teoría que vivirlo. Y vivirlo quería decir verlo, oírlo, olerlo, sentirlo retumbar en las tripas y en los pulmones. Pero pronto se habituó también a aquello. Todo parece que va a ser difícil hasta que uno lleva dos meses haciéndolo. Lo único que temía era que cuando le dieran resultara demasiado doloroso y perdiera la serenidad. Pero, ¿acaso podía algo dolerle más que ver a la mujer que era suya del brazo de otro? Ese suplicio seguía sufriendo cada vez que la imagen se metía en sus pesadillas. Podría aguantar cualquier otra clase de dolor. Y sobre todo podría desentenderse del dolor ajeno. No se compadece de nadie quien ha aprendido a no apiadarse de sí.

Durante ocho meses, había sido un magnífico soldado.

6

Le despertó el ruido de los pájaros. Hacía tiempo que no amanecía así. En Santander no solía dormir con la ventana abierta, y aunque lo hubiera hecho, los días grises que se sucedían durante la mayor parte del año no animaban a los pájaros a cantar mucho. También era inusual que al abrir los ojos estuviera vestido y tirado de cualquier manera sobre una cama sin sábanas. Por respeto a Matilde, que era pulcra y de vida ordenada, había adquirido la costumbre de irse a la cama a horas fijas y de hacerlo siempre en perfecto estado de revista, como por otra parte lo estaban las sábanas entre las que se deslizaba cada noche. La sensación de suciedad y desidia, sin embargo, no le desagradó. Un hombre que se despierta medio vestido sobre una colcha astrosa, en un chalet abandonado, es un hombre dejado de la mano de Dios, pero también, al menos en ese momento, un hombre libre. Y Juan había aprendido hacía ya algunos años que quien acepta la infelicidad sólo puede aspirar a conquistar la libertad, como estímulo para seguir enfrentando cada nuevo día que comienza. Incluso había ido algo más lejos: en ocasiones llegaba a creer que únicamente aquel que se resignara a ser infeliz podía ser de veras libre. Porque la felicidad siempre engendraba el apego, y el apego, antes o después, la servidumbre.

Las incomodidades que hubo de soportar para asearse, y que en circunstancias normales le habrían irritado, porque estaba habituado a mejor vida, aquella mañana, por el contrario, le hicieron bien al cuerpo y al espíritu. Se echó el agua fría por encima sin contemplaciones, y se restregó a fondo con aquel jabón rancio. Sólo le quedaba una camisa limpia, de las cuatro que previsoramente le había metido Matilde en la maleta. La tomó sin dudar. Si tenía que lavar ropa, lo haría también. No iba a ser, por cierto, la primera vez que se ocupara de eso.

Fue a desayunar a la fonda donde había comido el día anterior. Los dueños tenían teléfono, y aprovechó para avisar a Matilde y en su oficina de que era posible que demorase su retorno un par de días, a fin de tratar de dejar encarrilado el asunto de la casa. Matilde lo acató sin rechistar, como acataba todo lo que venía de él. Aunque había muchas cosas que no conocía del hombre con el que se había casado, tampoco dejaba de intuir algunas de sus peculiares condiciones, y eso no contribuía a que se sintiera muy inclinada a contrariarle. Incluso le daba a Juan la sensación de que le tenía miedo, lo que desde luego no le complacía. A veces habría deseado que ella tuviera más carácter, que le recriminara algo, que se le enfrentase incluso; por si eso creaba alguna posibilidad entre ellos, o por lo menos le ahorraba sentirse frente a ella como un lobo acorralando un corderillo. En cuanto a su oficina, no había el menor problema. Su jefe inmediato estaba siempre atendiendo sus negocios particulares y sólo pudo dar cuenta de sus planes a un subordinado, que asintió a todo, como no podía ser menos.

La mañana la ocupó en diversas gestiones. En primer lugar, buscó un maestro albañil, y acabó encontrándolo, aunque no logró que fuera a echarle un vistazo a la casa sobre la marcha, sino sólo comprometerlo vagamente para el día siguiente. Después se acercó al Ayuntamiento, para tratar de averiguar quién podía estar interesado en comprar la casa y cómo podía agilizar la venta. Le recomendaron que se fuera a ver al oficial mayor de la notaría, y eso hizo. El oficial, un hombre de unos cincuenta años, ademanes curiles y mirada penetrante, le pareció un buen elemento. Tampoco le cupo duda de que se las arreglaría con el comprador para complementar bajo la mesa la comisión que a él iba a cobrarle, pero ni era hombre de negocios ni era maximizar la plusvalía lo que le movía por encima de todo. Más bien prefería dejar aquel asunto en manos que le aliviaran de ocuparse de él, y le parecía que no era del todo injusto que quien hiciera el esfuerzo se procurara el mayor beneficio posible. Él, como dueño, tendría que valorar si el precio le convenía o no antes de ejecutar la transacción. Si el oficial se las apañaba para conseguirle un comprador dispuesto a ponerle en la mano una suma satisfactoria, él no tenía nada que objetar al respecto.

Tras la conversación con el oficial, quedó contento de su diligencia. Salvo la cuestión del albañil, que estaba en curso, todo quedaba encajado en una sola mañana. En el vestíbulo de la notaría, se cruzó con un hombre vestido de oscuro y de aspecto más o menos distinguido. El oficial le saludó con un rastrero buenos días, don Serafín que no dejó lugar a dudas. Eran las doce y media de la mañana, y el señor notario se incorporaba a su despacho. El señor notario. El padre de Blanca.

Desde la víspera, no había pensado en la cita que tenía a las cinco de aquella tarde. Después de dejar atrás aquel rostro masculino y adusto, y en el que, sin embargo, había rasgos comunes con el rostro tan netamente femenino de Blanca, no tuvo más remedio que acordarse de que ella le estaría esperando junto a las ruinas del monasterio. Estaba claro, si había de guiarse por su buen juicio, que no debía acudir. No se le ocurría una sola ganancia que pudiera derivarse para él de aquel encuentro, ni tampoco de la conversación a la que la reaparecida Blanca le invitaba. En cambio, y por lo que se le había removido dentro al volver a tenerla delante, podía prever que reuniría algunos motivos para lamentarlo si finalmente consentía en ir a verse con ella. Ahora bien, no estaba menos claro que había sido demasiado grande el cataclismo que le había dejado a aquella mujer causar en su mundo, demasiados los días y demasiadas las noches en que se había mordido el alma recordándola, como para ahora esquivarla sin más. En el fondo, y más allá de toda consideración, no tenía ninguna duda de que a las cinco iría allí, a enfrentarse con su destino. Por eso no había pensado en ello.

Fue caminando, como el día anterior, porque no le pesaba. Casi lo echaba de menos, después de haber servido durante tres años en la andariega infantería española, que imprimía carácter y conformaba las piernas a la marcha. Cuando llegó, a las cinco menos cinco, Blanca ya estaba allí. Llevaba un vestido diferente, esta vez de color azul, liso.

Se había sentado a la orilla de la alberca. Tenía las manos apoyadas en el viejo murete de piedra y no las despegó de ahí, quizá porque no se le ocurrió nada mejor que hacer con ellas. Tampoco sabía Juan qué hacer con las suyas. Optó por dejar caer los brazos a lo largo de los costados, con los puños cerrados sin fuerza, los nudillos al frente.

Ella volvía a estar nerviosa. O lo estaba todavía más, porque esta vez había tenido tiempo para reflexionar, prever, acaso asustarse.

– Sabía que ibas a venir -dijo. No le respondió inmediatamente. Podía haber optado por dejar que a sus labios asomaran sin más las primeras palabras que le pasaran por la cabeza, pero aún creyó que merecía la pena meditarlas. Un síntoma de que no estaba seguro de que aquello fuera del todo inútil.

– No pude convencerme de que le debiera al pobre diablo que fui negarme a hablar contigo -repuso-. Queda demasiado lejos.

Blanca bajó los ojos, y su gesto se entristeció al oírle.

– No para mí -confesó.

Era tal vez el peor comienzo posible. Bien sabía Dios, si andaba en alguna parte, que lo último que había querido era ofenderla. Más bien trataba de preservarse y preservarla, y a la vez ser coherente y respetuoso con los términos en que habían quedado las cosas entre ambos, precisamente porque ella así se lo había exigido en su día.

– Entiéndeme, no he querido…

– Claro que te entiendo, Juan. Y tienes toda la razón. Durante todos estos años recé para que pudieras acabar pensando así. Para que me olvidaras y me consideraras una tontería de juventud que te afectó más de la cuenta. Me alegra por un lado que lo hayas hecho, aunque por otro… En fin, que soy una boba, no hagas caso.

Aunque el discurso había sido atropellado, tenía todo el aspecto de estar preparado con antelación. Lo que le costó adivinar fue con qué objeto. Y entonces se dio cuenta de que no conocía a aquella mujer que tenía delante. Quizá ni siquiera había conocido a la Blanca de doce años atrás, más que superficialmente y con la deformación óptica producida por el cristal fundido de la pasión. La había amado, había estado a punto de romperse la vida por ella (o se la había roto, según se mirase), pero no había llegado a saber quién era. Recordó, por ejemplo, que sólo en una ocasión ella le había hablado de forma algo desabrida. Y mal puede conocerse a aquel cot. no se ha peleado.

– No me has entendido -declaró, cauteloso-. No he dicho que te haya olvidado. No ha habido un solo no pensara en ti.

La afirmación era tan categórica como inconveniente. Pero surtió el efecto que acaso buscaba. A ella se le iluminaron los ojos y las comisuras de sus labios se estiraron hacia arriba. De eso sí se acordaba y podía dar fe, de su coquetería para encajar los cumplidos. Blanca siempre había sido una niña bonita, y se había acostumbrado a que la halagaran, a disfrutarlo y a corresponder a la galantería con donosa actitud.

– Y sin embargo, deberías haberlo hecho. Haberte olvidado.

Por primera vez, desde que se habían visto la tarde anterior, quiso afirmarse ante ella, quizá incluso resultarle interesante.

– Debería, sí. Pero ya tengo edad de haber hecho muchas veces lo que no debía. Y de haber aprendido a pagarlo sin lloriquear.

– Le he estado dando vueltas a lo que hablamos ayer, y es verdad que tienes otro aire -dijo ella, como si pensara en voz alta-. Pero a la vez eres el mismo. No has cambiado nada de aspecto. Sigues tan flaco como entonces. Demasiado flaco, a lo mejor. No como yo, que ya ves…

– Tú estás muy guapa, como siempre. De nuevo fue vulnerable al piropo. No fallaba.

– Pero, por favor, no te quedes ahí de pie -le invitó-. Siéntate a mi lado, y cuéntame qué ha sido de tu vida todos estos años.

Se sentó, ni muy cerca ni muy lejos. Blanca se echó un poco hacia atrás y giró el tronco para poder mirarle menos forzadamente.

– Vamos, cuéntame -insistió ella.

– No hay gran cosa que contar, aparte de lo que ya sabes. Hice lo que me tocaba hacer, lo que hicieron muchos. Ni más ni menos.

– No sé si yo lo describiría así.

– ¿Por qué no?

Blanca titubeó antes de seguir hablando. Le pareció que la intimidaba, y no era su intención, en absoluto. Por relajarla un poco, se aflojó la corbata y se despojó de la chaqueta. La tarde era calurosa.

– Lo pasé muy mal -recordó ella- cuando me enteré de que te habías ido a Marruecos, voluntario. Y encima, en ese sitio. Cada vez que veía en un periódico una noticia sobre ellos, quiero decir, sobre vosotros, y leía esa cosa tan horrible de novios de la muerte, me daba un mareo y me pasaban por la cabeza toda clase de ideas enloquecidas. Incluso llegué a pensar si no debía ir allí y tratar de sacarte, ya que te habías metido en eso por mi culpa. Pero ya no podía, tenía un marido y una…

– No habría servido de nada. Una vez que firmas, tienes que cumplir el compromiso. Y tampoco me fue tan mal, sobreviví. Pasé algún apuro, pero era lo que había, lo que se tuvieron que tragar igual que yo otros muchos que no podían escabullirse. En el fondo no me arrepiento de haber ido. Creo que ahora me avergonzaría haberme podido librar de la guerra por el dinero y por los amigos de mi padre.

– No veo por qué ibas a tener que avergonzarte por aprovechar tu oportunidad, ya que la tenías. Todo el mundo lo hace.

Sostuvo la diáfana mirada de Blanca. Era un noble sentimiento hacia él lo que le llevaba a decir aquello. Y la inconsciencia, consustancial a su educación y a su pertenencia de clase, respecto de lo que había más allá de su mundo privilegiado y protegido, el de los dueños del país. Pero él había vivido fuera de aquel limbo. Y debía hacérselo notar.

– Me avergonzaría porque es injusto, porque reservar la mierda para el que tiene que comérsela por narices es de miserables -le contestó-. Me alegra, aunque sé que fue una tontería lo que hice, no tener que agradecerles ningún favor a quienes representan lo que detesto.

Al rostro de Blanca asomó un sincero espanto.

– ¿No te habrás hecho anarquista?

Juan rió para sus adentros. Quizá estaba forzando el tono, llevándolo a extremos demasiado rudos para la hija del notario. Era curioso. Doce años atrás nunca habría pensado en ella de ese modo. La hija del notario. Doce años atrás, ella era Blanca, la nadadora desnuda, su diosa.

– Durante un tiempo creí que sí -explicó pausadamente-. El anarquismo atrae porque no hace concesiones, porque devuelve golpe por golpe, y eso le tienta a uno de entrada. Pero tuve ocasión de tratar con algunos anarquistas, y me pareció que en el fondo no eran muy diferentes de lo que combatían. Eran como curas, pero sin sotana. Tal vez un poco más pendencieros, aunque eso depende del cura.

– Y entonces, ¿qué eres? ¿Socialista?

Pronunció la palabra como si fuera alguna enfermedad infecciosa.

– No -sonrió él-. No soy nada. Sólo sé que monárquico no soy. Estoy con la República, porque acabó con el rey y eso no podía esperar más. Pero si hay que votar, votaré por Azaña. Es el que tiene más cabeza de todos. Ya he visto demasiadas borriquerías hasta aquí.

– Pues yo sí soy monárquica. Con el rey no había tanto desorden.

– Ya ves -anotó, sombrío-. Así pasa. El tiempo aleja a la gente.

7

El sol declinante revelaba la tenue pelusilla rubia de la mejilla de Blanca y mostraba la primorosa calidad de su vestido, Debía de ser nuevo, la tela se veía impecable. Era sencillo, pero favorecedor: se notaba que lo habían cortado a la medida de su cuerpo, buscando dónde y cómo subrayar aquello que la hacía más atractiva. Seguía siendo presumida, aunque ahora de otra forma. Tenía treinta y un años, calculó Juan, y aunque su cara y su torso eran todavía juveniles, en sus movimientos había ahora una contención, incluso una artificialidad, que no pertenecían a la Blanca que él recordaba. Tampoco de aquella Blanca habría imaginado nunca que pudiera ser algo como monárquica, aunque lo fuera su tradicional familia. La Blanca que él guardaba en la memoria, la que le había trastornado la mente y le había descubierto su cuerpo, era una criatura que volaba a tal altura, que el rey no habría sido digno de abrocharle las sandalias. Era alguien que se sometía sólo al imperio de su belleza y de sus sentidos, que poseía el secreto supremo y podía iluminar y oscurecer el mundo a voluntad.

No quería discutir con ella de política. No le gustaba hacerlo con nadie, porque era consciente de vivir en un país de exaltados en el que el recurso a la razón era mucho más raro que el servicio al propio interés o el desahogo de los odios acumulados, ya fuera por causas más o menos fundadas, o por insignificancias y mezquindades personales que se trataban de ennoblecer convirtiéndolas en soflamas ideológicas. Y él, que había conocido y participado del odio y la irracionalidad hasta el punto en el que un hombre deja de serlo, sentía ahora una especial aversión hacia aquellas actitudes que amenazaban con desbaratar el país del mismo modo que él, dejándose arrastrar por sus irreflexivos ardores juveniles, se había conseguido desbaratar la existencia. Por otra parte, con Blanca deseaba menos aún que con cualquier otra persona enredarse en polémicas sobre la forma de gobierno. Había ido allí a saber quién era ahora, qué quedaba de la que habla sido de aquella a quien él aún amaba. Y era hora de que empezara a averiguarlo.

– Y tú, ¿qué me cuentas? ¿Cuántos niños tienes? Se lo preguntó sin pensarlo mucho, quizá porque le parecía lo más natural y lo menos espinoso, y porque podía hacerle creer, de paso, aquello que no había sucedido: que se había resignado a quedar fuera de su vida y celebrar todo aquello de lo que él no era parte. Pero la respuesta de ella vino a certificar la torpeza de su aproximación:

– Ninguno. Juan Faura sabía bien hasta qué punto podía ser inoportuno hacerle a una mujer recordar que no había tenido hijos. En su propia casa había una lánguida alma en pena que en otro tiempo había sido una mujer risueña y llena de energía. Pero una vez que el error estaba cometido, la sombra se aposentaba y no se la desalojaba así como así.

– Perdona, no podía imaginar que…

– Claro, es lógico -le disculpó ella-. La última vez que tú y yo hablamos con un poco de detenimiento, yo estaba… Y todo lo que hubo en esa conversación, que seguramente ninguno de los dos habríamos querido tener jamás, vino de eso mismo, del niño que yo estaba esperando. Es normal que te quedaras ahí, y que ahora hagas esa pregunta.

Dudó si debía preguntar más o no. Pero se le adelantó ella:

– Lo perdí, en el séptimo mes. Y no sólo eso. También fue entonces cuando me dijeron que no podría tener más hijos.

– Lo siento, de veras. No lo sabía. Blanca alzó la vista al cielo. Cada uno, pensó el hombre que estaba sentado junto a ella, tiene su historia, las historias que le han ido dando forma y esqueleto a su vida. Unos las cuentan, otros no. Pero todos las llevan, tan metidas adentro que acaban transformándolas en otra cosa, en un signo y en una interpretación, y en ese momento dejan de estar constituidas, las historias, por la verdad de los hechos, para convertirse ellas mismas en la forma de expresar la inefable verdad de cada uno. Porque es más fácil contarse que entenderse, o porque contarse es la única forma de entender o de hacer como que uno entiende algo. Supo entonces que Blanca iba a contarle su historia, sin escatimarle nada, o casi nada. Que lo había citado allí aquella tarde justo para eso, para tratar de explicarle o explicarse. Y él no estuvo seguro de querer escucharla, pero ya no podía hacer otra cosa: a partir de cierto momento lo hecho está hecho y hay que sostenerlo y apurarlo hasta el final. Lo que todavía no quiso preguntarse fue qué intenciones abrigaba ella, más allá del relato que iba a hacerle y a lo mejor a cuenta de él.

– Fue horroroso -recordó Blanca-. Nunca como entonces había tenido tantas ganas de morirme. El niño era todo, sólo por él y para él había sido capaz de resistir aquellos meses, sólo por él podía aguantar no tenerte y verme casada con un hombre del que no estaba enamorada y que no me entendía. Vosotros los hombres no podéis saber lo que se siente, lo que es tener una vida dentro, creciendo sin parar. Podrías cruzar un puente en llamas, pasar por encima de un campo lleno de cristales rotos, para acabar teniéndolo en tus brazos. Sueñas con su cara, y el deseo de verla y de besarla te hace olvidarte de todo lo demás. Cuando me podía la angustia de saberte lejos y en peligro, cuando te imaginaba con otras mujeres, cuando te veía olvidándome y a lo mejor no mirándome a la cara si nos volvíamos a tropezar, pensaba en él. Me tocaba el vientre, y lo sentía. Y sabía que tenía una razón para seguir adelante, a pesar de todo. Dios, al prestarme a hacer su voluntad me daba el premio de aquella hermosura que me florecía dentro, y que me ayudaría a superarlo todo, por cuesta arriba que se pusiera.

– Dios… -se le escapó a él, pero se contuvo antes de decir más.

Blanca se interrumpió y le buscó los ojos.

– Claro, tú serás ateo, ahora -dedujo-. Como ese Azaña tuyo dijo en aquel discurso en las Cortes, que España era ahora atea.

– No. Dijo que había dejado de ser católica -aclaró Juan.

– Viene a ser lo mismo.

– No, no es lo mismo. Hasta diría que Azaña cree en Dios, a su modo.

– ¿Y tú? No me has respondido.

– No sé. Lo eché en falta a veces. Pero a lo mejor estaba a otra cosa.

– Bueno, que conste que me parece que puedes ser lo que quieras, ateo o creyente -concedió Blanca, sin la rigidez con que le había afeado sus blasfemias años atrás; al menos en aquello el tiempo la había vuelto más laxa-. Si te digo la verdad, en aquella época, cuando perdí al niño, yo misma estuve a punto de dejar de creer. Me parecía tan injusto, tan inmerecido, me dolía tanto que mi hijo no pudiera vivir, que yo misma no tuviera lo que ese hijo iba a traerme. Pero al final acabé asumiendo que Dios siempre tiene una razón, aunque no seamos capaces de comprenderla, y que todo lo que pasa, pasa por algo. En fin, eso fue lo que pensé entonces, pero también me pregunté por qué había sucedido aquello. Si había que creer a don Arturo, el cura que me confesaba, era por mis pecados, y aquélla era una prueba que se me ponía para mi santificación por el sacrificio. Pero por las noches, cuando estaba sola en esa cama, aunque la compartiera con mi esposo, y soñaba de pronto contigo, me entraban dudas y se me ocurría que quizá todo había salido mal porque no había escuchado el impulso que seguía llamándome a tu lado. Que todo me pasaba por haber mentido ante Dios, casándome con un hombre con quien no quería compartir mi vida.

Escuchándola, Juan se sumergía de pronto en los tormentos interiores de ella, que no había conocido, y que en vano había intentado imaginar mientras pasaba su propio calvario. Le enternecían aquellas zozobras trufadas de misticismo que Blanca evocaba, le confirmaban que era ella, su amada con quien los besos y los excesos de la carne le habían sabido siempre como una especie de sacramento, porque toda ella estaba traspasada de esa fe desaforada y un poco obsesiva.

– Fue entonces cuando pensé en ir a buscarte -le reveló-. Y no me detuvo el escándalo, ni la ira de mi familia, ni siquiera la vergüenza que a ojos de todos pudiera caer sobre mí. Llegué a discutirlo con don Arturo, y cuanto más me hablaba él de todas esas consecuencias, para disuadirme, más me convencía de que lo que tenía que hacer era pedir la nulidad de mi matrimonio. Le preguntaba cómo podía valer si había engañado a todos, y el primero a mi marido, cuando había dicho sí. Mi confesor me insistía, me decía lo difícil que era conseguir la nulidad, me hablaba del defensor del vínculo y de burocracias eclesiásticas, pero nada de eso me arrugaba, hasta que un día dio con el argumento que me desarmó. Tu marido es un buen hombre, me dijo, y besa el suelo por donde pisas. Ya quisieran muchas de mis feligresas tener un hombre así. Y tú quieres echarlo a un lado como un trasto viejo. ¿Te has parado un momento a pensar en él? Eso me preguntó, y yo no me había parado. Esa noche lo hice. Cuando él se durmió, me incorporé en la cama. Al verle allí, tan indefenso, supe que tenía que quedarme a su lado. Que eso era lo que Dios esperaba de mí. Y me dormí, triste, pero por primera vez en mucho tiempo con una sensación de paz.

Juan trataba de asimilar lo que oía. Que mientras él estaba en Marruecos, buscando con ahínco una bala que lo matase, Blanca se debatía en aquella incertidumbre que había resuelto al final un confesor astuto sirviéndose de su tendencia innata a la compasión. Y qué esperaba que dijera él al respecto. Bien, ésa era la historia. Qué más daba ya.

– Quería que lo supieras -añadió Blanca-. Quería que supieras que no me olvidé de ti, que estuve a punto de tirarlo todo por ti.

Ahora sí que no tenía más remedio que opinar algo. -Está bien -repuso, circunspecto-. Te agradezco que me lo cuentes. Pero hiciste lo que hiciste, y eso es lo que hay. Y yo espero de corazón que a la vuelta de los años creas que mereció la pena.

Quizá había parecido desentenderse más de la cuenta de lo que acababa de escuchar. Al oírle, Blanca bajó los ojos.

– No estoy segura de que mereciese la pena, la verdad -dijo.

No estaba preparado para aquella declaración. O sí. Pero no tenía una frase a punto, y sólo con el silencio pudo responderle.

– No te diré -prosiguió ella- que durante todos estos años haya sido desgraciada. Vivo con un buen hombre, que me quiere y hace por contentarme. Tengo una casa bonita y luminosa, me sobra el dinero y hasta puedo darme caprichos. Pero a medida que va pasando el tiempo, siento que me falta algo más que los hijos que ya nunca tendré. Siento que me falta algo aquí dentro. Y ayer, cuando te vi en el pueblo, comprendí como una especie de fogonazo que ese algo que me falta es lo que tú sabías despertar. Y sí, claro que me dije que hace mucho tiempo, que entonces éramos unos chiquillos, que la vida ha rodado y que ahora yo soy una señora y que tú… Pero hay algo que nunca he hecho, y es mentirme a mí misma. Siempre he sabido lo que tenía en el corazón y lo he reconocido, aunque no siempre haya podido hacerle caso. Y en el corazón, en lo más profundo, te sigo llevando, Juan.

No le impresionó oírlo, como habría debido. Algo dentro de él lo sabía y ella no necesitaba desvelarlo. Pero desde hacía muchos años no era ésa la cuestión. Ni en lo más tenebroso de la noche que había atravesado había dudado de que ella le quería y le iba a seguir queriendo. Si hubiera podido dudarlo, todo habría sido mucho más sencillo. Se habría agarrado a esa duda y sin soltarla habría hecho por olvidarse. Iba a decirle eso, o quizá algo más confuso, cuando ella le preguntó:

– Y tú, te casaste, ¿no? Háblame de ella. ¿Tenéis hijos? ¿En qué trabajas, dónde vives exactamente? Sé que lejos, pero nada más.

Blanca había sonado otra vez nerviosa y aturullada. Debía de darle miedo el punto al que había llevado la conversación, y aquella torpe deriva hacia el chismorreo era su forma de protegerse. No había nada que a él pudiera apetecerle menos en aquel instante que responder a semejante batería de interrogaciones, Así que las enfrentó una por una, con la misma meticulosidad y oculta desgana con que tramitaba los impresos y los oficios que llegaban a la mesa de su despacho.

– Vivimos en Santander -dijo-, que es donde ella nació y también donde tengo la plaza. Ingresé en el cuerpo de Aduanas. Trabajo en el puerto, me ocupo de que las mercancías que llegan paguen los aranceles que deben. No es muy emocionante, pero nos da un pasar, no podemos quejarnos de cómo vivimos. Hijos no tenemos, todavía.

– ¿Aduanas? -se interesó ella-. Bueno, qué frío lo dices, algo tendrá. ¿No tratas de vez en cuando con contrabandistas o algo así?

– A veces. Procuras pararlos, aunque para eso están los carabineros. Tratan de sobornarte, eso sí. Incluso te amenazan a veces.

– Lo cuentas como si nada.

– Y es que no es nada. Tienen sobornados a otros. Mi jefe, entre ellos. No tienen que matarme. Sólo esperar a que esté otro de servicio.

– ¿No te da miedo el peligro? -Eso no es peligro. El peligro es otra cosa. A alguno se lo he tenido que decir para que dejara de fastidiarme. Que a quien ha vivido con los tiros pasándole por encima no se le intimida con fanfarronadas.

Se arrepintió de la frase que acababa de pronunciar, como en su día se había arrepentido de soltársela a aquel sinvergüenza. Era exhibir algo que no debía. Pero Blanca tenía la mente en otra parte.

– No me has dicho nada de ella. ¿La quieres? Si trataba de ponerle a prueba, se había equivocado. Juan Faura, después de haber visto tantas indignidades, después de haber cometido algunas, tenía un vivo sentido de lo que no se podía hacer.

– La quiero. Y no voy a decirte más de ella. Se quedó clavada. La sintió desarmada, muerta de vergüenza, perdida de pronto. Pero no iba a apiadarse de ella. Él no era compasivo.

– Perdóname. Ha sido de mal gusto preguntarte eso.

– No. Sería de mal gusto que yo te contestara de otra manera.

Blanca quedó en silencio. Dejó vagar la mirada sobre el agua de la alberca. Metió la mano en ella y la agitó. El sol arrancaba destellos de las ondas que avanzaban sin prisa hacia el centro. Juan se abstrajo en aquellos dedos blancos, en aquel antebrazo con la piel erizada al contacto del agua fría. No tenía más que alargar la mano. Y no mucho.

– Por qué ha tenido que ser todo tan difícil -dijo ella, sin mirarle-. Me muero por que me beses, y ya ves, ni siquiera me atrevo a pedírtelo.

8

La boca de Blanca seguía sabiendo a metales dulces y frutas silvestres, su lengua seguía hurgando con impulsiva codicia, y como entonces, como cuando era la muchacha impredecible e insatisfecha que había descubierto junto a las ruinas del monasterio, gemía agónicamente al besar, y se le restregaba, y con la mano le cogía la nuca y apretaba hacía si como si quisiera aplastarle el cráneo contra el suyo.

No fue un acto de irreflexión, ni por parte de ella ni por parte de él. Podría haberlo sido si todo hubiera acabado allí, sobre la hierba del prado. Pero entonces ella le confió que sus padres no la esperaban hasta el día siguiente. Había inventado una historia para poder pasar la noche con él, si quería. Y él, en lugar de decirle que no, ya que le daba la ocasión de recapacitar y el margen necesario para echarse atrás, se limitó a asentir. Porque sabía que aquello era un error, una maniobra descabellada y a destiempo, pero había renunciado demasiado para negarse a tomarla, a beber por una vez del agua que era suya.

Regresaron al pueblo, los dos embargados a lo largo del camino por la excitación ante lo que les aguardaba, los ojos nublados de deseo y la mente vacía de todo lo que no fuera el otro. Era tan infinitamente placentero rendirse, aflojar, saborear ahora sí y a conciencia el pecado.

Con la fortuna que asiste al delincuente decidido, se las arreglaron para que Blanca se deslizara en el interior de la casa sin que lo advirtiera nadie que después pudiera alimentar murmuraciones. Y sin mediar entre ellos nada más que las miradas y la presión de la mano del uno en la del otro, subieron al dormitorio. La mujer lo observaba todo fascinada, como si hubiera entrado en la cueva de un monstruo o en el templo de una civilización primitiva; en el lugar donde él había llevado una existencia a la que ella no había podido pertenecer. Debía de imaginar que en aquel momento la vieja casa abandonada era para Juan, ante todo, la añoranza de su madre recién desaparecida. Pero nada dijo sobre el particular, porque la urgencia del amante es egoísta y sólo busca su desahogo y porque los dos habían acordado ya dar prioridad absoluta a su sed y no hacía falta fingir ni mostrarse correcto.

Hubo un momento de vacilación al entrar en la habitación y ver la cama. Pero lo resolvió ella enseguida empujándole hacia el lecho y obligándolo a sentarse, mientras una sonrisa maliciosa le asomaba al rostro. Luego, se separó unos pasos y se plantó frente a él.

– Quiero que sientas que no te queda nada de mí por disfrutar -dijo-. Quiero que me hagas todo lo que se te pase por la cabeza.

Comenzó a desabrocharse el vestido. Se cerraba por delante, con una larga fila de botones. Juan pensó entonces que ella lo había elegido pensando en la posibilidad de hacer lo que ahora estaba haciendo. Fue soltando un botón detrás de otro, sin apresurarse, hasta que llegó al último. Entonces se abrió la prenda, encogió un poco los hombros hacia atrás y la dejó caer a sus pies. Llevaba una combinación blanca de finos tirantes. Primero retiró uno, después el otro, y dejó que la tela se sostuviera sólo en sus pechos. Seguían siendo lo bastante firmes como para retenerla. Se llevó las manos a las costillas y fue subiéndolas palmo a palmo hasta el filo del tejido, en el que enredó sus pulgares, mientras el resto de los dedos los apretaba contra su cuerpo. Retiró la combinación como si fuera la membrana de una crisálida, y de debajo saltaron sus pezones de niña, que a Juan siempre le habían parecido tan extraños y tan turbadores en aquellos pechos airosos y rotundos. Blanca le miraba fijamente, disfrutando del ansia que le veía asomar a los ojos, orgullosa de su belleza, que era frágil como un brote de hierba frente a la inexorable reja de arado del tiempo, pero que en aquel segundo de esplendor, ante el hombre que la deseaba, era a la vez tan inmensa e indiscutible como el arco de una órbita planetaria.

Tuvo que ayudarse para que la combinación pasara de las caderas. En ellas, y en el vientre y los muslos amplios, llevaba Blanca escrito que ya no era una muchacha, y es posible que al comprobarlo Juan sintiera desfallecer su ardor, pero sólo porque rompía la ilusión de regresar a aquella época en la que aún no se había malogrado todo, obligándole a recordar lo que ahora los separaba; no, en modo alguno, porque la mujer que se le ofrecía le pareciera menos apetecible. Blanca seguía siendo un sueno, y tenerla tan cerca, saberla otra vez suya, le conmovía al borde de las lágrimas. Hacía mucho tiempo que no lloraba, ni siquiera lo había hecho al enterrar a su madre. Sólo son capaces de llorar los que sienten la belleza del mundo, y únicamente cuando el sentimiento es insoportable, como ocurre en la pérdida, pero también puede suceder en la posesión. Aquella tarde, Juan iba a poseerla y a la vez a comprobar hasta qué punto la había perdido. Y al verla allí, desnuda al fin, tuvo que esforzarse para no derrumbarse a sus pies.

– Todo es tuyo. Lo que quieras. Tienes carta blanca. Pudo ser porque ella eligiera decir aquellas dos palabras últimas, que por fuerza debían traerle feroces recuerdos. Aquella tarde, en la habitación que había cobijado tantas noches sus sueños infantiles, fálló a Blanca con un ímpetu salvaje y terminal. Mordió sus pechos, la abrió con los dedos por delante y por detrás, abrevó en su sexo y le hizo devorar el suyo hasta atragantarla. Desde hacía mucho tiempo no recordaba haber alcanzado una erección tan furiosa como la que vio repetirse una y otra vez sin esfuerzo, permitiéndole ensartarla de todas las formas y por todos los sitios imaginables, sin que ella se saciara nunca de recibir la furia de sus embestidas. La oyó gritar cosas que jamás había imaginado que pudiera siquiera pensar Blanca, pedirle que la jodiera como a una perra, que la rompiera por la mitad, que se lo diera todo, que quería llevárselo dentro y que no tenía que cuidarse de nada, ya sabía que su vientre era yermo y no debía temer ninguna consecuencia. Mientras la acometía por detrás, ella le aferraba los antebrazos, clavándole las uñas hasta rasgarle la piel. Y al tiempo que eyaculaba en las entrañas de Blanca, sentía la sangre que ella le hacía brotar y que bebió después fervorosamente, como quiso beber también su semen, resucitando el badajo exhausto y succionándolo hasta que él sintió un trallazo de fuego en los testículos y la oyó gemir y la vio cerrar los ojos extasiada mientras en su garganta se producía un gorgoteo ansioso.

– Es tan sabrosa que me gustaría morderla -jadeó.

– Muérdela.

– ¿En serio?

– Muérdela. Haz lo que te plazca. Y se la mordió, como le mordió y le lamió el pellejo que continuaba y lo que había dentro, y aún siguió más allá.

Pudo sentir la lengua inquieta entrando y saliendo, mientras una mano le agarraba las partes como si fueran un trozo de tasajo inerte y él se acordaba sin remedio de los castrados que había visto en África. El goce se alternaba con el dolor pero al final todo era una sola cosa, una sacudida eléctrica que atestiguaba la terrible coherencia del universo, donde la carne buscaba a la carne para acariciarla o para desgarrarla y en el fondo, en lo uno como en lo otro, obedecía al mismo impulso ciego e inapelable. Sus manos, que ahora estrechaban el cuerpo de Blanca en el fragor de la contienda amorosa, eran las mismas que habían apretado una y otra vez el gatillo para perforar otros cuerpos, para infligir en ellos el negro agujero de entrada y abrirles el haz de piltrafas que dejaba la bala al salir. Las mismas manos que habían clavado la bayoneta en vientres, en ojos, en la carne amorfa de trincheras embarradas de sangre y orines. Las mismas manos que habían aferrado la pierna de un hombre, y absorbido su calor, y sofocado sus espasmos, mientras otro le rebanaba aquello mismo que ahora Blanca le besaba a él. Detrás de todo debía de haber un Dios, como ella creía. Pero un Dios cuyo amor era un insondable misterio de dulzura y horror mezclados en un mismo cáliz, del que todos tenían que beber, aunque unos más que otros.

Y ellos bebieron aquella noche hasta hartarse; hasta que las fuerzas les faltaron y se desplomaron embotados y sudorosos. Se abrazaron el uno al otro y pronto el sopor de los sentidos saturados se convirtió en un sueño plomizo al que se abandonaron juntos. Él soñó con llanos amarillos, mares grises, cuchillos ensangrentados disparos. Ella, con hombres sin rostro que la esperaban en andenes de estación, sosteniendo ramos de flores rojas que le iban tendiendo, marchitas, hasta que llegaba a uno que le ofrecía un clavel y al cogerlo y meterlo golosa en su boca se convertía en una fruta que se fundía sobre su lengua y le inundaba la garganta. El alba los sorprendió como se habían dormido, enlazados, y Juan, mientras se desperezaba, hizo sentir a sus muslos el frío suave de los flancos de Blanca. Ella abrió los ojos y lo miró como si estuviera viendo el único amanecer entero de su vida, el primero que compartían y que ambos sabían, ya, que sería el último. Entonces reparó en un relámpago blanquecino que surcaba la piel del hombro izquierdo del hombre. Pasó despacio el dedo sobre la cicatriz, palpando su relieve, la trama anómala de la carne nudosa pero agradable.

– Una bala -explicó él, antes de que ella le preguntara-. La única que me tocó, en tres años. Pero fue buena conmigo, sólo me rozó. Al principio ni la sentí. La carne no siente enseguida el fuego de la bala, tarda unos segundos, porque la bala es más rápida que nuestras sensaciones.

El tiro me vino en ángulo, desde el lado derecho, mientras corría. Si hubiera corrido un poco más deprisa, ahora no podría contártelo.

– Virgen santa -dijo ella-. Ahora veo que tenía razones para asustarme cuando pensaba que estabas allí, enfrente de los moros.

– Bueno, era cuestión de suerte. Lo malo es que nunca sabes de antemano de qué va a depender, la suerte, y que a veces uno la tiene de la manera más peregrina. Allí, por ejemplo, era una suerte ser bajo, porque a los altos resultaba más fácil darles, sobre todo si no tenían cuidado de agacharse todo el tiempo para no sobresalir del parapeto.

– Tú no eres bajo.

– No, tuvo que ser otra cosa. Uno de los moros que estaban con nosotros me dijo, cuando vio el tiro, que tenía lo que ellos llaman baraka.

Baraka. ¿Qué significa?

– Suerte, pero también algo más. La baraka es una especie de distinción, una fuerza especial que Alá pone en uno, y que no necesariamente trae fortuna. A menudo la baraka tiene un reverso, porque Dios a los que favorece también les exige más que a los otros.

– ¿Eso crees?

– Eso me dijo él. Yo no soy musulmán. No lo sé.

– No te rías de mí -protestó-. Te preguntaba en serio.

Se había ofendido. Como si notara que él le escondía algo y no pudiera aceptar esa reserva. Juan trató de rectificar, en lo que podía.

– Nadie sabe nada de estas cosas -se disculpó-. Puede que sí, que el que sobrevive sea un elegido, pero que eso no siempre sea una suerte. Los moros son sabios, a su manera. Hay una historia que leí de niño, y que después de volver de África busqué para releerla, porque no la recordaba bien. Había olvidado cómo terminaba, los nombres de los personajes, en fin, detalles importantes. Es la historia de Bálder y Freya, una leyenda nórdica. ¿Has oído hablar de ella alguna vez?

– No.

– Bálder, hijo de Odín y de Freya, era el más amable y el más amado de los dioses. Pero desde niño vivía angustiado por pesadillas que le anunciaban que su muerte estaba cerca. Para curarlo de la inquietud en que vivía, Freya pidió a toda la creación gracia para su hijo. El agua y el fuego, los metales y la tierra, la madera y las piedras, los animales y las enfermedades le juraron a Freya no dañar nunca a Bálder. Al hacerse invulnerable, los demás jugaban a arrojarle toda clase de venablos, que él aguardaba impasible, porque sabía que al llegar a él se desviarían. Y así fue, durante mucho tiempo. Hasta que un día, el pérfido Loki se las arregló para encontrar una rama de muérdago que no había hecho el pacto con Freya. De ella sacó una azagaya y se la dio al ciego Hodur, hermano de Bálder. El ciego, como hacían todos, jugó a tirársela. Y el muérdago se clavó en el pecho de Bálder y lo mató.

Blanca quedó pensativa, arrebujada bajo la colcha.

– Qué historia más triste -juzgó-. ¿Qué me quieres decir con ella?

– Nada -respondió él-. Sólo es un ejemplo de lo que te contaba. A Bálder le perdió el don que había recibido, que le atrajo la envidia de Loki y le expuso al lanzazo del ciego. Freya le hizo un mal favor.

Entonces ella intuyó algo. Acaso supo, pero sólo borrosamente.

– Dios, Juan -exclamó-. ¿Qué te ha pasado?

9

Qué me ha pasado.

Blanca, mi amor, mi vida, mi perdición. Qué no me ha pasado, desde que te esfumaste una tarde a las puertas de una iglesia. Por dónde empezar a contarte mi descenso, mi miseria, mi ruina. Qué parte de ella escoger para que me entiendas, para que sepas, lo que nunca podrás, ni debes, saber o entender. Puedo hablarte de la soledad infinita de estar a punto de morir en medio de la noche. Puedo hablarte de la muerte consumada y repetida de saber que has arrebatado una vida ajena, que tu mano ha sido el instrumento de los dioses más siniestros de alguien y que has desempeñado bien ese papel. Puedo hablarte de otra clase de indignidad, la de estar durante días delirando entre fiebres y echando las tripas en chorros malolientes y salpicados de sangre, por culpa del agua podrida. Y de cómo todavía hoy, a la menor, el estómago que las tifoídeas estropearon para siempre se me rebela y convierte en vómito o diarrea los manjares más exquisitos que puedas imaginar. Puedo hablarte de levantarme días y días ciego y muerto como un trozo de madera; o aterrorizado como una niña ante su primera menstruación; o yerto y sin esperanza como una madre que ha matado a sus hijos y no encuentra perdón en la tierra ni en el cielo.

Puedo contarte toda clase de historias lúgubres, sórdidas o terribles, pero no puedo explicarte nada porque después de los años y de las caídas y de los intentos de volver a ponerme en pie, nada consigo explicarme. Sólo sé que un día, cuando el mundo era nuevo y yo todavía estaba limpio, decidí, lleno de amor y de la nobleza y la generosidad que nunca había tenido antes, tomar una senda, tu senda. Que supe que ese acto mío quebrantaba algunas leyes, las de la moral y la religión que habían intentado inculcarme, las de tu compromiso todavía no deshecho, y acaso las que hasta aquel día me habían abocado a ser un muchacho descontento y un poco funerario. Pero juro que no me sentí malo, que creí que todas las infracciones, todos los perjuicios, eran nimios al lado del torrente de belleza y bondad que me envolvía en tu presencia. Y sin embargo, ese día dejé abierta la ruta por la que iba a despeñarme hasta los peores confines del error. Tantas veces he pensado en la crueldad que representa esto, que los errores sólo podamos calibrarlos debidamente cuando nos están pasando la factura, y que yo hubiera de cometer el error máximo, el más definitivo e insuperable, con poco más de veinte años, sin apenas recursos para luchar contra él y contra sus consecuencias. Pero si algo he aprendido en este áspero y degradante camino es que de nada sirve lamentarse y de menos aún implorar clemencia, retroactiva o futura. Que uno debe aprender a vivir en la postración, en la infamia, en la indigencia; a pelear sabiéndose solo, vejado, estafado; a alzar la mirada y sostenérsela al lobo aún mucho después de que haya quedado establecido sin lugar para la incertidumbre que el lobo ha vencido y sólo espera a terminar de devorar la pieza cobrada. Si tú supieras, Blanca, qué sucio, qué débil, qué vil he sido, y con qué firmeza, aun entonces, he sujetado mis armas, negándome a entregarlas, mostrándole a las claras al enemigo que para quitármelas no tendría más remedio que cortarme los brazos.

Pero no puedo tampoco decirte esto, no puedo arriesgarme a que lo malinterpretes y puedas llegar a considerarme en algo encomiable. La única verdad que puedo demostrar cumplidamente, ante ti o ante quien sea, es que he sido ruin y pernicioso, y que por tanto lo sigo siendo (como debo de ser aún angélico por haber besado un día tus labios adolescentes, aunque por desgracia lo uno pesa más que lo otro). Cada día, al irme a dormir, en ese momento en que nada me distrae de mi esencia más profunda, siento principalmente desagrado por el hombre que yace en mí, conmigo. A veces le tengo lástima, pero la mayor parte de las noches le observo, sin más, como el alguacil que observa a un asesino confeso caminando hacia la silla en que han de agarrotarle. Es siempre deplorable cosa ver morir a un hombre, eso puedo decírtelo con conocimiento de causa, pero hay veces en que al lado de eso, del hombre que muere, o quizá por encima, uno tiene otros pensamientos que vuelven irrelevante el pesar por el que cae. Muchas noches no me da pena mí castigo, porque sé que lo he merecido bien, y porque aceptar la penitencia nos proporciona a los dos, al criminal que soy y al juez con cuya severidad me sentencio, una especie de paz que ya no podemos alcanzar, ni uno ni otro, en la piedad o el olvido.

Todos los días me acuerdo, Blanca, todos los días. Todos los días varias veces, a todas horas. Por la mañana, cada día que comienza lo estreno con alivio y con una ilusión ingenua de que el mundo es nuevo y yo también puedo serlo. De que haré cosas, hablaré con gente, ciudadanos ejemplares o truhanes, tanto me da, que me permitirán entretenerme, dispersarme en sus historias interesantes o anodinas, eso tampoco importa. Pero cada día, a medida que las horas avanzan, el empeño se va revelando inviable. Porque me acuerdo, primero a ráfagas, luego deforma casi continua, hasta que cuando viene la noche, una vez más, como siempre, estoy hundido en el fango hasta el pescuezo.

Veo sus caras, Blanca. Las de todos. Las de unos mejor que las de otros, es cierto, como también es cierto que a algunos apenas puedo distinguirlos, los vi caer tan lejos… Pero están ahí, siempre van a estar ahí, conmigo, y hay momentos en los que me gustaría saber sus nombres, para poder llamarlos por ellos, para poder sentarnos y charlar, o pedirles perdón las noches que me veo peor, cuando las fuerzas me fallan y la cabeza empieza a darme vueltas y en el remolino se me pasa que están muertos y que nunca van a perdonarme.

He probado a hacer lo que hacen otros. No creas que no soy hombre de recursos, que carezco de la inteligencia necesaria para ingeniar salidas o paliativos. He probado a decirme que era demasiado joven, que estaba a merced de fuerzas muy superiores a mí, así es la guerra y demás monsergas al uso. Pero tengo un problema que vuelve inútiles todos esos expedientes de autoindulgencia. Cuando veo a otro aplicárselos, lo desprecio. Y no puedo utilizar para mí lo que me parece risible en otros. Porque no me he perdido el respeto hasta ese punto, y sobre todo, porque yo, me consta, soy peor que el peor de ellos. Yo tomé libremente el camino del horror, y perseveré en él aun cuando ya conocía sus perfiles, sus asperezas y sus placeres abominables; y es verdad que conmigo iban otras fieras tan execrables y repulsivas como yo, pero yo hube de superarlas la noche en que compartí su saña y me negué, en cambio, a participar de su desprendimiento suicida. Como ellos, yo maté y tuve que morir, pero ellos saldaron su cuenta, y yo seguí viviendo. Por eso mí crimen no puede compararse al de nadie, y nadie ni nada pueden absolvérmelo.

La cara que más recuerdo es la de ella, la de la mujer a la que no maté. Qué pensarías, mi tierna Blanca, si te dijera que es posible que allá abajo, en la tierra amarilla y roja del Rif, viva ahora un chiquillo o una chiquilla con mi sangre y la suma del odio de los suyos y los míos, una criatura que sembré a la fuerza en el vientre de su madre, mezclando mi basura seminal con las de otros chacales entre las que a lo peor acertó a prevalecer. Cuando uno está perdido, cuando uno ya no puede redimirse, tiene tendencia a consolarse con las ideas más estúpidas. La esterilidad de mí matrimonio, que sólo te he dejado entrever, me ofreció durante un tiempo la esperanza de que ese niño o esa niña nunca llegara a existir, o fuera de otro de los dos que iban conmigo esa noche, del sargento Bermejo o del cabo Klemper, que ya tenían pagado el crimen. No saber si Matilde no podía concebir hijos por infecundidad de su vientre o porque mi semilla era anémica, me inclinaba a creer que la causa era la segunda y que ese fantasma, el del andrajoso infante sin rostro, no tenía por qué regresar a mis pesadillas. Pero ahora ya he dejado de pensar en eso. No sé si el estéril soy yo o si es ella, y no sé si algún día lo sabré. Sin embargo, el morillo con mi cara (suele ser un chico, Dios sabe por qué) me sigue mirando y seguirá haciéndolo mientras viva, porque no ha nacido de un poco de fluido corporal, sino del reflujo de mi alma marcada para siempre por aquella cópula de la que gocé bestialmente. Cómo puedo decirte, Blanca, amada mía, que nadie me obligó a violarla, que lo hice por mí, a conciencia y con deseo, que algunas noches vuelvo a soñar que la penetro y que ella grita mi nombre y yo muerdo sus pechos como no lo hice entonces, y que a la mañana siguiente una polución me acredita la bajeza de mi ser. Cómo puedo contarte que recuerdo su cara, su espalda, el tacto de su piel, la tibieza de su sexo recién usado por otro, el estremecimiento que la sacudió mientras me desahogaba en ella, o que en algunas de mis noches más demenciales he llegado a pensar en abandonarlo todo e ir a buscarla, y averiguar si se llamaba Jalima o Zamimunt o Hadduma o cualquiera de esos otros nombres hermosos y desconcertantes que tienen las bereberes, y averiguar también si tuvo al fin un niño o una niña y enfrentar sus rasgos mestizos para tratar de adivinar si soy yo su padre, o el sargento, o el cabo. Cómo puedo mezclarte a ti en esta pesadilla horrenda. No, sé que no puedo.

Tampoco querrías saber lo que hubo luego: los dos años siguientes, apurando mi compromiso tan necia e inconscientemente manifestado al alistarme. Lo único que puedo alegar en mí descargo es que durante varios meses llegué a acariciar muy en serio la idea de desertar. Que sopesé las posibilidades, medí las consecuencias y hasta busqué la ocasión. Otros lo hacían cuando se cansaban de soportar la disciplina, los insultos y los abusos de los oficiales, la dureza de la campaña que no acababa nunca y que siempre nos ponía delante un nuevo cerro que asaltar o un nuevo blocao que defender. Alguno lo consiguió, o al menos nos cupo la duda, porque no volvimos a saber de él. A otros los pillaron, los nuestros o los otros; si eran los nuestros, se les fusilaba, y si eran los moros, cuando encontrábamos el cadáver tirado en el campo no había que hacer muchas cábalas sobre lo que les había ocurrido. También contaban que había algunos que se habían pasado a ellos, a los moros, pero sabía que de eso yo nunca iba a ser capaz. No me gustaba tirar sobre el enemigo, porque ya había comprendido que ellos eran unos pobres diablos como nosotros y que un hatajo de hijos de puta nos enfrentaba para que nos despedazáramos en su provecho. Pero menos aún me habría gustado tirar sobre los míos, sobre los desgraciados cuyas historias conocía, a los que había visto reír o llorar y que me habían cubierto cuando me disparaban. Así que lo único que me quedaba era tratar de llegar vivo a la zona francesa y perderme allí. Lo malo era que la zona francesa estaba lejos, demasiado lejos. Eran muchos días de marcha solitaria por territorio casi desértico y hostil. Pese a todo, estuve a punto de hacerlo cuando las operaciones nos llevaron a la zona del Guerruao. También fue la vez que estuve más cerca de la zona francesa. Desde la posición contemplaba la llanura pelada, que el viento batía de lo lindo, cuando se ponía a soplar, y pensaba que allí, al fondo, estaba la libertad, la posibilidad de dejar de ser un pedazo de carne de cañón arrojado una y otra vez contra otros pedazos de carne de cañón. La posibilidad, también, de dejar de vivir acorralado entre el miedo y la rabia, porque cada vez que me exponía al fuego tenía pánico a que me hirieran, pero la única forma de evitarlo era apretar los dientes y ser más homicida que ellos. Pude intentarlo, ésa es la verdad. Varias noches me tocó estar de centinela en el puesto que más se prestaba a servir de punto de partida de la escapada. Lo quise hacer, y hasta llegué a alejarme unos pasos del parapeto, calculando el tiempo que tardarían en dar la alarma, dudando si enviarían o no a alguien tras de mí. Pero al final, me pudo el miedo. A la sed, a perderme, a que me cazaran los moros y me degollaran, a conseguirlo y a que los franceses me cogieran y me obligaran a elegir entre alistarme en su propia Legión o ser entregado a los míos para acabar ante el pelotón de fusilamiento. No era una mala muerte, doce balazos bien metidos, ya me encargaría de pedirles a los compañeros que afinaran la puntería para que el asunto fuera rápido. Pero tuve miedo, Blanca. Este desecho humano quería vivir. Quiere vivir, todavía.

Desde ese momento, cuando comprendí que no iba a desertar y que tendría que cumplir los tres años, apliqué mi cerebro en conservarme. Si iba a seguir allí, tenía que buscar la mejor manera de hacerlo, de reducir los riesgos y las penalidades que hubiera de sufrir. Entonces tomé la decisión que menos habría podido imaginarme unos meses atrás: tratar de prosperar en la milicia. No carecía de cualificación para ello. Tenía estudios y era diestro con las armas. Y dentro de lo que había a mi alcance, no me las apañé mal. Llegué a sargento y logré pasar los últimos meses como instructor de tiro de los nuevos reclutas. No me libraba de tener que ir al campo cuando la guerra se complicaba, ni siquiera de tener que correr contra las balas, aunque ahora al mando de mi pelotón. Pero se acabó estar de centinela y jugármela siempre en las descubiertas, y también tenía una compensación de orden moral, de las pocas que a la sazón me eran asequibles. A los nuevos (algunos, pobres muchachos; otros, perfectos hijos de perra, pero todos criaturas humanas rotas, y en general ignorantes de las artes del soldado) les daba al enseñarles a usar el fusil una oportunidad de no morder el polvo en aquel infierno. A la vez estaba contribuyendo a que perecieran otros, los que se les pusieran a tiro, pero la guerra es bárbara, y lo único justo que cabe hacer en ella es equilibrar las opciones de los que se enfrentan. Yo hacía de ellos soldados capaces de medirse con los combatientes curtidos que se iban a encontrar delante. Y el resto era cosa de Dios.

Pero, para decírtelo todo, tendría que contarte también, Blanca, la nueva ignominia que sumé entonces a todas las que ya llevaba. Porque para poder seguir adelante, para disfrutar de mí nueva suerte y beneficiarme de aquella manera (aunque fuera intermitente) de sustraerme a la cochambre de la primera línea, hube de hacer un nuevo aprendizaje ominoso. Debí convertirme en un artista de la mentira y la simulación, habilidad que después me ha prestado no pocos servicios de importancia. Debí convencer a quienes me impusieron los galones, primero, de que era un fanático y un cómitre a la medida de lo que ellos deseaban; hasta llegué a persuadirles de que creía en todos los dislates que me obligaban a proferir con las venas de¡ cuello a punto de reventar. Debí fingir también ante los que estaban a mis órdenes, sepultando en un sótano al que nunca pudiera llegar su mirada lo que de veras creía acerca de aquella guerra y de quienes en ella medraban y se complacían. Me hice mentiroso, y recibí la recompensa que toca al que miente: me quedé completamente solo.

Bueno, completamente no. Había alguien a quien me unía algo, compartir un secreto que a ambos nos podía destruir si lo descubrían. Fue mi único compañero, el único con el que llegué a mantener una relación duradera de amistad (los otros con los que acaso pude murieron demasiado pronto). No éramos iguales, ni siquiera parecidos. Él no se encontraba mal allí, y en cierto momento decidió que se quedaría mientras no le echasen. Pero, pese a nuestra actitud despareja, nos apoyamos el uno al otro, y nos respetamos siempre. También él se hizo sargento. Cuando se cumplió mi compromiso y recibí la libertad, él no me afeó que decidiera aprovecharla y largarme. Tampoco yo le juzgué mal, a Poveda, por elegir quedarse en el Tercio y seguir haciendo aquella puta guerra. Lo que había entre ambos estaba muy por encima de esas cuestiones.

Y después, qué contarte, Blanca. Regresar a un mundo en el que sabes que ya siempre vas a ser extranjero, donde todos te miran con reparo, conmiseración o repugnancia, hasta que aciertas a hacer olvidar que estuviste allí, y eso te alivia algo, porque nunca has aspirado a que te entienda nadie, y sólo deseas su ignorancia para que sustituyan el recelo por la indiferencia. Pero tú sigues recordando, día a día y noche a noche, y sabes que tendrás que mentir ahora y siempre y que cada vez vas a estar más irremisiblemente solo.

Cuesta aceptarlo. He trabajado para perfeccionar mi mentira, para hacerla confortable. Mi carrera terminada. Mis oposiciones. Mi puesto de funcionario. Mi matrimonio. Pero no te engaño. Quisiera dejar de estar solo. Me arrodillaría llorando a los pies de quien pudiera librarme de esta condena.

Todo esto te diría, Blanca, si pudiera contarte lo que no puedo. Porque si hay alguna remota esperanza para nosotros, así la estaría asesinando.

10

No me pasó nada -dijo, tras aquel silencio-. Nada de lo que pueda presumir ahora como víctima, nada por lo que debieras tenerme pena. Nunca he querido que nadie me la tuviera. Y menos tú.

Blanca trataba de ver más allá de sus palabras. Eligió lo más obvio:

– Debió de ser terrible aquello. Por eso lo callas.

– No siempre. La mayor parte del tiempo nos aburríamos mucho. Y también bromeábamos. Como San Lorenzo mientras lo asaban.

Se rió, pero ella no lo acompañó en aquella risa. Le rogó, solemne:

– Dime cómo fue. Me gustaría que me lo contaras. No debes tener miedo de impresionarme, o de que piense mal de ti. Todo lo que has vivido quisiera vivirlo yo, aunque sólo sea escuchándolo. Y nada tuyo puedo dejar de aceptarlo, sea lo que sea.

– Fue a tiro limpio, Blanca, qué más quieres saber. Ellos nos mataban y nosotros los matábamos, y tanto ellos como nosotros nos acostumbramos al juego, porque los que no se acostumbraban se quedaban allí, y nadie quiere terminar tumbado panza arriba antes de tiempo. No hay más literatura que hacer. Todo el que te lo cuente con más adornos te estará mintiendo, o te estará utilizando para hacerse su propia mentira. Y yo no voy a utilizarte para eso ni para ninguna otra cosa.

Fue la mejor manera que se le ocurrió de mentirle, ocultar su verdad detrás de otra menos concreta. A ella no podía despacharla como a los demás, a quienes ni siquiera les decía aquello. Blanca, aunque viviera del otro lado, estaba demasiado cerca del tabique, y tenía la inteligencia suficiente como para no tragarse cualquier evasiva. Ella no se quedó conforme, pero entendió que no iba a sacarle de eso y no insistió más. Alzó la mirada al techo y la dejó allí. Durante un rato permanecieron así los dos, sin decir palabra, mientras afuera se abría paso el día con su impetuoso coro de pájaros. Pero esta vez el día que comenzaba no le traía a Juan un presagio de novedades, así fuera endeble y finalmente desmentido por el transcurso de las horas. Más bien al revés. Tras lo que había tenido aquella noche, el día sólo podía significar despojarse y retroceder al páramo de su transcurrir habitual.

Miró de reojo a Blanca. Se la veía cansada y también un poco vencida. Por primera vez desde que la conocía, le ofreció ella una imagen de rutina, de ser normal y corriente expuesto a las decepciones y deterioros de la existencia. Por primera vez, después de haber sido éxtasis y tragedia, devoción y locura, le daba la impresión de que eran rutina ellos mismos. Pensó que si todo hubiera ocurrido de otra forma, si no fuera una extraña quien yacía con él aquella mañana, sino una compañera de fatigas sobradamente conocida en sus manías y sus flaquezas, podrían estar ahora bostezando de tedio y soportándose por simple cortesía o utilidad. Comprendió también que nada era posible, y que no tenía ningún sentido rebelarse contra ello, porque si ella había sido alguna vez la solución, ahora ya no podía serlo en absoluto.

Fue precisamente entonces, ratificando ante sí mismo su desvalimiento, y dejándoselo entrever a ella, cuando le pidió:

– Cásate conmigo, Blanca.

Ella abrió mucho los ojos. No se volvió inmediatamente hacia él. Cuando lo hizo, su rostro había recobrado la compostura habitual.

– Eso no puede ser, Juan. Tú lo sabes.

– Sí puede ser. Ahora hay divorcio. Aunque lo haya traído la República, los monárquicos también podéis beneficiaros.

– ¿Lo estás diciendo en serio?

– Por qué no. Podemos hacerlo. Recobrar lo que es nuestro. Lo que hemos perdido durante tantos años. Sin avergonzarnos ante nadie. Sin tener que escondernos, bendecidos por la ley.

Ella meneó la cabeza, despacio. -No puede ser. Tu República podrá separar a otros, pero yo estoy casada ante Dios. Y a Él no pueden mandarle con sus leyes.

– Eso no es verdad. No puedes creer en ese vínculo por el hecho de que un cura estuviera delante. Si hay un Dios, no puede sentirse ligado por eso. Si hay un Dios, sabe que tú con quien estás casada es conmigo. Tú eres mi esposa ante él, y yo tu esposo. Lo otro es una farsa. _No -repitió ella-. Tienes razón en una parte, pero te confundes al final. Es verdad que nunca podré ser de nadie como he sido tuya. Pero me casé con otro hombre, y tú te casaste con otra mujer. Podemos desearnos, podemos pecar como lo hemos hecho, y no me arrepiento, para eso somos libres y fue además Dios el que nos hizo así. Pero no podemos dejar de estar casados con quienes estamos. No ante Dios.

– No podré creer nunca en ese Dios tuyo.

– Pero yo sí creo, Juan. Y me gustaría dejar de hacerlo para contentarte, pero no puedo. Tampoco puedo abandonar a mi marido. Aunque no hubiera Dios. Ni sería Justo por mi parte, ni él sería capaz de soportarlo, ni yo podría estar bien nunca sabiendo que él no lo está.

– Ya recuerdo. Ya oí eso mismo. Hace once años.

– Algunas cosas no cambian. Y yo soy la primera que lo lamenta. Te juro que me duele tener que repetírtelo.

– ¿Y qué te hace pensar que yo sí lo soportaré? Blanca no respondió enseguida. Se incorporó, lo volvió a mirar amorosamente, le acarició despacio la mejilla.

– Siempre sentí que tú eras más fuerte. Ahora no me cabe ninguna duda. Tú mismo me has ayudado a confirmarlo. La vida es así, como te decían los moros. Unos tienen el don, y pueden sobrevivir al fuego y vivir sin ser felices. A veces pienso que yo lo tengo un poco, pero quien lo tiene seguro eres tú. Y quien no lo tiene seguro es él. A él lo habrían matado en África; gracias a Dios su familia pagó la cuota para librarle. No te diré que todo esté claro, pero esto sí lo está para mí. Si tengo que elegir a quien hiero, sí es verdad que la decisión la pone el destino en mis manos, no tengo duda de que debo herirte a ti. Aunque te quiera más que a mi alma y aunque vaya a echarte siempre de menos.

Una vez más, pero ésta era la definitiva, admitió que ella tenía razón. No necesariamente por los motivos que alegaba. Si se miraba con detenimiento, le costaba reconocerse en la imagen que ella parecía tener de él; en aquel instante preciso se sentía, al contrario, el más menesteroso de los hombres. Tampoco podía creer en los vericuetos por los que según ella se expresaba y comprometía la voluntad divina, y que su razón le llevaba a desechar como supersticiones. Pero por detrás o por encima de su discurso, Blanca estaba en lo cierto. Su historia había sido escrita ya, por alguien o por la obtusa inercia de la materia, eso era lo de menos; y su historia era que no iban a vivir juntos. Los dos iban a estar solos, siempre, pero él mucho más que ella. Llegado a este punto, no le quedaba otra cosa que conformarse, y mostrar en eso, en la conformidad, la gallardía que perdería si seguía implorándole.

– Entiendo -dijo-. Gracias por burlar esta vez el mandato de tu Dios. Será un bello recuerdo.

La sentencia, con la que empezaba a hacer pasado aquel instante que todavía duraba, hizo zozobrar momentáneamente a la mujer.

– ¿Hasta cuándo estarás por aquí? -preguntó.

– Me iré hoy mismo. A mediodía -calculó, pensando que si el maestro albañil no venía antes, prescindiría de su asesoramiento y dejaría la casa como estaba-. Ya he hecho lo que tenía que hacer aquí.

Sintió que con eso le hacía daño, y aun así no se lo ahorró. No conseguía odiarla, sabía que nunca iba a conseguirlo, pero en aquel trance ella le había dado derecho a no andarse con miramientos.

– Tampoco yo creo que sea buena idea llevar esto más lejos -dijo ella, dando a sus palabras el sentido extremo que acaso él no había querido darles; formulando ya, irreversiblemente, la renuncia que su corazón, como el del hombre, se resistía a suscribir-. Es mejor así, una sola vez. No tenemos que echarlo a perder todo en un adulterio vulgar.

Y sí, eso era cuanto les quedaba por delante, después de haber sido los dueños del universo. Un adulterio vulgar. Juan estuvo de acuerdo con ella. Era mejor preservar el recuerdo del paraíso perdido. El hombre que llora ante sus manos vacías siempre es mejor que el que desdeña lo que está sujetando con ellas. Pero por donde ahora resbalaban las lágrimas no era por su rostro, sino por el de Blanca.

Se las enjugó, minucioso, en su penúltimo acto de amor hacia ella.

– No llores -dijo-. Si lloras no podré creerte.

– En cambio, si tú llorases, te creería más -repuso ella-. Me da que en el fondo no quieres lo que dices querer, eso que me has pedido. No sé qué te pasó por el camino, y ya veo que no vas a contármelo. Pero tengo la sensación de haberte perdido más aún de lo que suponía.

– No sé llorar, eso es todo. Tuve que olvidar cómo se hace.

Blanca hizo por tragarse aquel llanto.

– A veces creo que hemos sido unos idiotas -le espetó de pronto-. Tú y yo, porque en lugar de usar el sentido común, dejamos que nos dominaran los sentimientos. Y con eso, al final, no le hemos traído bien a nadie y sólo nos hemos hecho daño el uno al otro. No hemos construido nada, sólo hemos roto lo que podríamos haber sido. No sé si no hemos hecho otra cosa que engañarnos. Y ya me escuece decir que a eso, a un engaño, le he dedicado todas las fuerzas de mi alma.

Juan la miró con arrobo. Estaba tan bella, en su desorientación.

– No lo sé, Blanca. No sé nada. Sólo que voy a añorarte siempre.

– Quiero que me lo jures.

– Te lo juro.

– No, así no.

– ¿Tengo que ponerme la mano en el pecho o traer una Biblia?

– Quiero algo más. Algo que te obligue de verdad. Que te haga sentir mal si no lo cumples.

Por un momento, volvía a ser ella, la muchacha un poco vesánica que se bañaba sin importarle la inmundicia de los estanques. Ahora que había constatado que esa muchacha sólo había existido en su mirada retorcida o simplemente bisoña, que Blanca era distinta e incluso opuesta, fue más hermoso que nunca sucumbir a la ilusión.

– ¿Qué es lo que quieres? -Quiero que me jures que te acordarás de mí cuando te mueras.

Se lo pidió así, directa, imperiosa, sin titubear. Poniendo al revelar su deseo absurdo el mismo gesto que debía de poner cuando pedía una barra de pan, como si se tratara de algo igualmente necesario. Y él, antes de responderle nada, ya supo que no hacía falta que se lo jurase. Podía, si quería, negarle en ese acto el capricho y afanarse en lo sucesivo en olvidarlo. Pero aun así iba a hacer lo que acababa de pedirle. Con aquella maniobra, aquellas pocas palabras que a muchos podían sonar pueriles o incluso estúpidas, lo había atrapado sin remedio.

– ¿Y de qué va a servirte eso? -remoloneó aún.

– Me sirve. Porque cuando yo me muera, me voy a acordar de ti.

A Juan, de repente, le pareció que aquello no dejaba de tener un negro humorismo. Los que no podían entregarse mutuamente la vida, prometiéndose la muerte. Le vino a la memoria el mutilado que había fundado el culto a la parca, a cuya cofradía había pertenecido durante una época. Aquel hombre, con condiciones para ser notable, le había acabado pareciendo un esperpento, y su carnavalada macabra la más lamentable de las fantasías. De la muerte, bien le constaba, uno no podía ocuparse más que para evitarla, y para encajarla a regañadientes cuando golpeaba alrededor. No cabía en ella gloria ni reivindicación alguna. Lo que le proponía Blanca era tan huero como las fanfarrias con que se exaltaba el martirio de los héroes. Morir era hacerse estiércol, y todo lo que se quisiera poner encima, tonta vanidad.

Pero él era vanidoso y tonto, como todos. Y asintió con la calma que le daba saber que no podría dejar de honrar la palabra empeñada.

– Te lo juro.

No sólo la confortó a ella consintiendo en satisfacerla. También a él, inexplicablemente, se le hizo más sencillo después de jurarle aquello, sobrellevar la desangelada liturgia de la separación. Verla vestirse, súbitamente pudorosa, inerme y hasta avejentada. Vestirse él mismo, con el mismo sentimiento de capitulación que le era forzoso experimentar al volver a cubrir su cuerpo después de haberlo ungido con el aceite embriagador de la desnudez compartida. Acompañarla por la sucia y desvencijada escalera casa que se volvía más que nunca un almacén de sueños frustrados, imágenes amarillentas y flores marchitas. La maldición bíblica, la que amenazaba con obligar a transportar un costrón de salitre a quienes miraban indebidamente atrás, bajaba con ellos por los viejos escalones inseguros, y sin embargo, Juan Faura no lo vivió con angustia. Un misterioso y leve fulgor se desprendía de la sonrisa que Blanca porfiaba en mantener.

Fue ella quien sugirió que se despidieran bulo y no la acompañara más allá. Y a él, como todo lo demás, le pareció bien.

– Cuando salga cierras la puerta -le exigió-, No me mires irme. No quiero que te quedes con la imagen espalda.

– Como quieras.

– Quién sabe. A lo mejor volvemos a vernos alguna vez, a la vuelta de los años. Cuando ya estemos viejos y achacosos.

– No vendré mucho por aquí, ahora que no está mi madre.

Si nos vemos, miénteme como ahora. Dime que sigo siendo bonita.

– Sigues siendo bonita.

– Supongo que se puede mentir mejor, pero nadie lo podrá hacer nunca con esa sonrisa. Guárdala siempre. Adeu, vida meua.

– Adiós.

Le besó fuerte y rápido, en los labios. Luego abrió la puerta, retrocedió de espaldas, sin volverse, y le ayudó a cerrarla. Lo último que vio de ella fue el rostro; los ojos brillantes, la sonrisa testaruda.

Un par de horas después, vino el maestro albañil. Le habló de filtraciones, vigas carcomidas, bajantes obstruidos. Pero él sólo oía aquellas dos palabras: vida meua. Cuando el maestro albañil acabó el inventario de desperfectos, le pidió que le dijera qué anticipo necesitaba para poner manos a la obra. El maestro dio una cifra. Juan le entregó entonces la llave y le preguntó a qué dirección podía mandarle el giro.


* *

A la vuelta de aquel verano, Juan Faura decidió divorciarse de su mujer. Maduró la resolución durante semanas, pensó meticulosamente cómo podía suavizarle el trago. No ignoraba que a Matilde le costaría mucho rehacer su vida con otro hombre, como él deseaba, pero quiso confiar en que el tiempo la ayudaría, o fue la manera en que acertó a disfrazar de altruismo lo que a la postre era una ruptura dictada por la necesidad de liberarse de sus propios grilletes. Lo cierto era que no lo hacia con ningún cálculo futuro. Si rompía aquel matrimonio, no volvería a casarse. Sin embargo, nunca pudo llevar a efecto sus propósitos. La tarde de viernes en que se había resuelto al fin a decírselo, se encontró a Matilde postrada en cama Y delirando de fiebre. La enterró una semana después. Una vez más, le tocaba la vergüenza de sobrevivir.

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