TAL VEZ en eso estuviera la clave. Si ella le aseguraba el éxito de su seducción con Verónica, no la molestaría más. Y de ese modo no tendría que estar luchando con los turbadores sentimientos que él le despertaba.
Era mejor mantenerlos enterrados, donde no pudieran hacerle daño.
Bien, si para ello tenía que facilitarle las cosas, así lo haría. Pero no se las haría tan fáciles. Le haría rogar para ganar su cooperación en aquella historia. Al fin y al cabo él había dicho que le pagaría su ayuda. Y no con dinero. Estaba segura de que podía pedirle el precio que quisiera.
Aprovechó su ausencia y puso el pie sano en el suelo. Si era capaz de sentarse a la mesa tendría un trozo de madera sólida que los separase. Se apoyó en el reposabrazos del sofá y se levantó. Al bajar el otro pie al suelo, su tobillo se vio resentido.
Le hacía falta un bastón, pero como no ten á ninguno, se valdría de los muebles para moverse. Se apoyó en el escritorio y dio un pequeño salto.
Volvió a sentir dolor. Pero se mordió el labio para no gritar.
Pensó que ya no podría volver a moverse, pero la alternativa era que Nick la viera tambalearse entre el sofá y el escritorio, y que la ayudase a volver al sofá.
Dio un pequeño salto hasta el borde de la encimera.
Otro a lo largo de ésta. Había un espacio vacío hasta la mesa, sin nada a qué agarrarse. Se concentró en el objetivo de una silla, y dio otro saltito. Se quedó allí, en medio, intentando no perder el equilibrio, apoyada en el pie sano. Pero entonces cometió el error de alzar la vista.
Nick, después de haber pagado al repartidor, se tomó su tiempo para volver a la cocina, pensando cómo convencer a Cassie de que lo ayudase.
Porque no había estado bromeando cuando le había dicho que ganar lo era todo para él. Y pura ello, no podía engañarse, necesitaba su ayuda. No obstante, en lo que se había equivocado era en ofrecerse a pagarle.
Era gracioso ver cómo reaccionaba a sus bromas, pero no quería que ella se enfadara. Quería que colaborase. Tal vez hubiera algo que ella necesitase, que él pudiera ofrecerle. Necesitaría un conductor si pensaba llevar a sus sobrinos de campamento. Y alguien que pusiera la tienda de campaña. Él no podía hacerlo, por supuesto. Estaba demasiado ocupado. Pero podía emplear a uno de los hombres que trabajaban para él. Sería un acto de amabilidad…
– ¿Qué diablos…?
Cassie estaba apoyada en un solo pie en medio de la cocina, balanceándose peligrosamente.
Nick soltó la caja que le había dado el repartidor y corrió a sujetarla.
Era increíblemente pequeña, pensó él, al apretarla contra sí. Pequeña, pero con formas, con una cintura realmente a la antigua usanza, como si fuera una invitación a que un brazo la rodeara. Era el tipo de mujer hecha para sentarse en el regazo de un hombre y para apoyarse en su pecho.
Tal vez por ello la había sujetado más tiempo del necesario para que no se cayese. Y de pronto se había visto acunándola en su pecho.
Y tal vez por ello le había parecido una brillante idea besarla.
– ¿Qué diablos estás haciendo? -exclamó Nick, intentando no dejarse llevar por las señales que le daba su cuerpo.
El besar a Cassie parecía una buena idea y en otra circunstancia no se lo habría pensado dos veces. Como le había pasado en la librería. Al fin y al cabo sólo se vivía una vez.
Pero aquella vez algo lo detuvo. Había algo que le decía que Cassie no jugaba a ese tipo de juego.
– ¿Y? -preguntó él-. ¿No te basta con un tobillo torcido. ¿Estás buscando torcerte los dos?
– ¿Qué pasa, Nick? -contestó Cassie con igual energía-. ¿Te preocupa que no esté bien por si no puedo ayudarte en tu cena de seducción?
La rabia, igual que cualquier otra emoción, podía servirle para disimular la ola de deseo que la había embargado al sentir el pecho de Nick. Había sentido la necesidad de abandonarse y dejar que la besara, que la abrazara, que le hiciera el amor. ¿Se estaría volviendo loca? ¿entonces, no había aprendido nada? Nick podría no ser Jonathan, pero también la utilizaría y luego se marcharía sin ningún reparo.
Hacía mucho que ella no sentía ese tipo de añoranza, pero aquellos sentimientos habían vuelto a -aparecer, con claridad y premura, como si fuera la primera vez. Y había vuelto a elegir al hombre equivocado.
Pero no importaba. Evidentemente un hombre como Nick no iba a perderse la oportunidad de besar a alguien, y menos a alguien que se moría porque él la besara.
– ¿Podrías bajarme, Nick? No, en el sofá, no… -pero él no la estaba escuchando. Fue hasta el sofá y la depositó encima de unos cojines, con una velocidad que daba a entender que no veía el momento de quitarse un desagradable peso de encima.
Dem, harto ya de que lo molestasen, arqueó el lomo y sopló furiosamente.
Nick lo miró. Luego se inclinó hasta que su cuerpo estuvo a la altura del cuerpo del animal.
– ¿Qué es lo que te molesta, gato? -le preguntó.
Los ojos dorados de Dem parecieron echar veneno. Pero como Nick no se amedrentó, el gato se sentó súbitamente y comenzó a lamerse el lomo.
Cassie respiró profundamente.
– Lo has molestado -dijo.
– No me extraña. Tiene unos modales horrorosos.
– Es macho, ¿qué esperabas?
Nick se quedó inmóvil, con el ceño fruncido. Luego se puso de pie.
– Quédate ahí. Cassie -le tocó levemente el hombro-. Voy a buscar unos platos y vuelvo.
Cassie pensó decirle que la olvidase, que se marchara y la dejara sola con su gato. Pero como iba a ser totalmente inútil, dijo:
– Están en el armario, al fondo… -pero él ya los había encontrado. Cassie se volvió hacia el gato y le acarició el lomo. Dem le lamió un dedo afectuosamente y se siguió lavando-. Encontrarás los tenedores… -pero también los había encontrado, y estaba ocupado abriendo los paquetes de comida.
– ¿Llevo todo para allí?
– ¿Qué es?
– Pato. ¿Quieres todo en tu pan chino?
– ¿Por qué no?
Ella esperó a que él preparase los panes.
– Ya ni me acuerdo de la última vez que pedí comida a domicilio.
Él se puso cómodo en el sofá al lado de ella.
– No creo que favorezca tu reputación el que te vean comer comida rápida. Tampoco creo que te guste demasiado.
– Al contrario. Está deliciosa. ¿De dónde es?
– De La Flor del Lotus.
– ¿De Lotus? No me extraña que sepa bien. La Flor del Lotus tiene varias medallas, estrellas y recomendaciones en las guías de comidas. Más que otros restaurantes chinos y de otras nacionalidades. No sabía que preparaban comida para llevar.
Nick se encogió de hombros.
– El dueño me debe un favor. Le encontré a su hija un entrenador de tenis. Tiene once años, Cassie, por si te estás preguntando… y es una jugadora de primera.
– No es asunto mío cuántos años tiene. Te vendría bien pedirle que te consiguiera una entrenadora de cocina
– ¿Para qué, si te tengo a ti? ¿Quieres más vino? -el teléfono empezó a sonar-. ¿Lo atiendo? -antes de que ella contestase, él levantó el auricular y dijo-: McIchester 690016, como quien se sabe el número de memoria-. Bueno, está echada en este momento. ¿Es urgente? -Cassie casi se tiró del sofá para arrebatarle el teléfono, pero él lo retiró para quitarlo de su alcance. Luego, sin molestarse en tapar el receptor dijo-: Es alguien llamado Matt. ¿Quieres hablar con él? ¿O quieres que le diga que te llame mañana por la mañana?
– Dame el teléfono -susurró ella enfadada.
El sonrió pícaramente y le dijo-:
– Sólo estaba bromeando.
Ella le arrebató el teléfono y dijo:
– ¿Matt? ¿En qué puedo ayudarte? Su cuñado chasqueó la lengua y dijo:
– Me parece que interrumpo algo, Cassie. Te llamaré cuando no estés tan… mmm… ocupada.
– No estoy ocupada en absoluto -miró a Nick furiosa-. ¿Qué sucede?
– Nada nuevo. Sólo quería advertirte que Lauren sigue intentando escabullirse del viaje a Portugal -la voz de Matt dejó todo rastro de humor-. Creo que va a usar cualquier excusa…
– Entonces no le des ninguna.
– No, no comprendes. Te está utilizando a ti. Sigue diciendo que tú no vas a ser capaz de manejarte con los niños, que yo no debí haber insistido en que tú fueras a Morgan's Landing, ya sabes, lo de siempre…
– ¿Habéis tenido otra discusión?
– Sí. Cualquiera diría que me gusta trabajar catorce horas al día.
– Tal vez para ti sea más fácil que volver a casa pronto en este momento.
– Tengo que ganarme la vida.
– Haces mucho más que eso. Pero cuando hayas ganado el primer millón y puedas vivir lujosamente, ¿valdrá la pena haber perdido un matrimonio y ver a los niños una vez a la semana? -hubo un silencio al otro lado del teléfono-. Vas a tener que valorar tus prioridades. No puedes seguir así. Lauren no va a poder aguantarlo.
– Fue ella quien quiso que la nueva casa fuera grande, un coche para ella sola, colegios privados para los niños…
– Pero no a expensas de tu matrimonio. Habla con ella, Matt. Dile cómo te sientes y lo que piensas -Matt no contestó-. Intenta recordar cómo era todo antes de empezar a darle cosas a Lauren, en lugar de entregarte tú mismo. No soy más que la tía de los niños en esta historia, y mi propio matrimonio no me sirve de ejemplo, fue demasiado corto y tampoco creo que sirva de modelo a nadie, pero sé que hay que luchar por ello.
– ¿Se lo has dicho a ella? -le preguntó Matt.
– Da igual quién dé el primer paso. El caso es que alguien lo dé.
– Deberías de haberte casado nuevamente, Cass. Tú sabes muchas cosas. ¿Quién es el hombre que ha atendido el teléfono? ¿Tiene alguna posibilidad?
– Ninguna. Espero que me traigas a los niños el viernes por la mañana -intervino ella, cambiando de tema- realmente espero que busques una excusa para ser tú mismo quien los traiga.
– ¿Por qué?
– He tenido una especie de accidente. Nada importante. Pero si Lauren me ve cojeando…
– ¿Cojeando? ¡Oh, Dios! Va a ser un desastre. Lo sé.
– Es sólo una torcedura en el tobillo -dijo ella-. Nada que merezca preocupación. Pero, bueno, tú lo has dicho. Es mejor no facilitar más excusas a Lauren.
– ¿Estás segura?
– Por supuesto.
– Gracias, Cass. Es una suerte contar contigo.
– Espero que sirva de algo.
– ¿Tu hermano? -preguntó Nick, cuando ella colgó el receptor.
La estaba mirando con curiosidad. Ella sabía que no se le había escapado el dato de que había estado casada, y de que no llevaba alianza. Ella conocía el significado de aquella mirada. La había visto en muchos hombres que intentaban adivinar si era una viuda alegre o una frívola divorciada, para intentar deducir cuánto tiempo tardarían en llevarla a la cama.
– Mi cuñado -contestó rápidamente ella.
– Y el padre de los tres muchachos que llevas de campamento, ¿me equivoco?
Ella lo miró un poco tensa. Él se dio cuenta de que estaba esperando que le preguntase por su marido, y de que no quería hablar sobre ello. Se preguntó por qué.
– Comprendo por qué te has ofrecido a llevarlos, pero no sé cómo vas a arreglártelas.
– Me las- arreglaré -le aseguró.
– ¿Cómo? -insistió él.
– Ya pensaré en algo.
– No hace falta que te exprimas el cerebro, Cassie. Yo tengo una solución.
– ¿Sí? ¿Por qué te preocupas por mis problemas?
Él se encogió de hombros.
– ¿Y? -insistió ella.
Él se tomó su tiempo para comer su pan con comida china. Luego se chupó los dedos, y bebió un sorbo de vino.
– ¡Nick! -exclamó ella, ansiosa.
– Alguien tiene que hacerlo. Te hago un trato. Te facilito una persona que haga de conductor y que te ponga la tienda de campaña, y que se asegure de que tienes todo lo que necesitas. Luego te irá a buscar cuando quieras.
– ¿Y por qué vas a hacerlo?
– ¿Cargo de conciencia, tal vez? -dijo él, haciendo señas con la cabeza hacia su tobillo-. Hay varios jóvenes en Deportes Jefferson que se mueren por demostrar su iniciativa. Se alegrarán de tener la oportunidad de ayudarte.
– ¿De verdad? -preguntó ella irónicamente-. ¿Estás seguro? A mí me da la impresión de que se van a sentir obligados a ayudarme. Y sigo preguntándome, ¿qué vas a sacar tú de todo esto, Nick? -dijo ella, como si no lo supiera-. No me creo que sea sólo por cargo de conciencia.
– ¿No? -él rió pícaramente-. Entonces…¿qué te parece si se trata de tu ayuda en la cocina?
Él pensó que ella se iba a negar, pero no parecía que fuese a ser así.
– Dejemos las cosas claras, Nick. Tú quieres que yo prepare la comida de una fiesta de seducción y a cambio me ofreces a alguien que me lleve a Gales y que me instale la tienda de campaña
– Me parece un trato justo.
– Pero tú tienes un interés personal. Sinceramente, prefiero pagarle a alguien para que lo haga.
– ¿A un extraño? ¿Y estar con él en un lugar tan aislado del mundo? ¿Y tú caminando a duras penas con un bastón en compañía de tres niños a los que tienes que cuidar?
Dicho de ese modo no parecía buena idea.
– El hombre que envíes tú también será un extraño -apuntó ella.
– Un extraño con garantías, del que yo puedo darte referencias, y que será un hombre diestro en el manejo de tiendas de campaña.
Cassie detestaba el modo en que Nick estaba conspirando. Pero no podía engañarse diciendo que no necesitaba ayuda. Y si cocinando la cena para Verónica, podía probarse a sí misma y a Nick Jefferson que no le importaba el modo en que él se comportaba, no era un mal trato.
Y presumiblemente, Verónica, una vez seducida, lo mantendría ocupado y alejado de ella. No creía que Nick fallase en su propósito.
Nick sonrió al ver que Cassie iba cediendo lentamente.
– Bueno, ¿hacemos el trato? -dijo él, ofreciéndole su copa para brindar.
– Trato hecho -contestó ella, acercando su copa.
– Bien, ahora cuéntame la historia de ese marido tuyo. ¿Se fue corriendo o lo echaste tú?
Cassie suspiró. ¡Qué términos empleaba! ¡Y qué táctica! Primero la hacía entregarse confiada, y luego, ¡zas! le daba el zarpazo.
Entonces ella le dio un empujón que lo hizo tambalear en el sofá. El vino se derramó de su copa, y le manchó la cara y él cuello.
– ¿Te parece una buena respuesta? -le preguntó ella.
– Supongo que sí -dijo él, levantándose la camiseta para limpiarse con el borde. En el movimiento dejó expuesta una parte de su vientre liso.
– Bien. Y ahora vete a casa, Nick -dijo Cassie, irritada.
Nick la recogió a las seis de la tarde del día siguiente y la llevó en coche hasta el pueblo donde él vivía. Cassie había decidido comportarse de forma estrictamente profesional, pero no pudo evitar sentirse impresionada por su casa. Beth le había dicho que era hermosa, y no había exagerado en absoluto.
Era un chalet pintado de blanco y can adornos en roble. Estaba formado por un grupo de antiguos pequeños chalés, convertidos luego en una casa grande en medio de la quietud del campo.
El exterior de la casa era estilo antiguo, pero la parte interior era moderna.
– ¡Dios! -dijo Cassie, de pie en la entrada de la cocina-. Esto es… No me lo esperaba.
– Lo sé. No tiene que ver con la parte de fuera, ¿no?
– Tú lo has dicho ¿Quién perpetró este crimen? -preguntó ella. Luego recordó a la arquitecta con glamour.
– Una decoradora de interiores que conocía.
– ¿Una decoradora rubia y alta?
– Tenía que practicar en algún sitio. Este sitio era un desastre cuando lo compré. Y como yo no entendía nada de decoración, lo dejé en sus manos.
– Supongo que debe de haber sido muy agradecida.
– Digamos que fue una relación donde ambos estuvimos recompensados, y que siguió su curso natural.
Cassie entró en el salón. Estaba decorado en negro, gris y cromado.
– Beth pensó que tú habías comprado la casa con la idea de que fuera una residencia permanente -dijo ella, mirando alrededor.
– ¿Si? En realidad tenía que dejar mi piso alquilado. Se cumplía el contrato, y era un buen momento para comprar. Me gustó este sitio. ¿Quieres ver el resto?
Ella intentó imaginarse el dormitorio.
– No; gracias.
Él sonrió.
– Tienes razón. Tengo que conseguir alguna mujer que sepa qué hacer con esto -le puso la mano en el codo-. Ven. Es mejor que no apoyes el peso sobre ese pie-. Luego me irás dando indicaciones.
– Pensé que venía a hacer la comida -dijo ella.
– Tú estás aquí para controlar que no cometa ningún error. Quiero mirar a Verónica a la cara y decirle que he cocinado esto.
– De acuerdo.
Era agradable estar en la cocina en compañía de Cassie, pensó Nick, a pesar de la fría eficiencia de la decoradora. Cassie había traído consigo su propia calidez. Se había sentado en una banqueta en el mostrador central y le había contado cosas acerca de su programa de televisión, los desastres y aciertos mientras él troceaba y rallaba los ingredientes siguiendo sus instrucciones. Se dio cuenta de que evitaba hablar de su vida personal.
– No dejes nada de la parte blanca de la cáscara en la rodaja de limón -le advirtió ella, al verlo dispuesto a rallarlo con la parte gruesa del rallador-. Le dará gusto amargo al plato.
– Pero no pasa nada si uso la parte fina -protestó él.
– Con la ralladura y un poquito de entusiasmo, ocurre el milagro. Ahora exprime el zumo y está todo listo.
– ¿Qué pasa con el caldo?
– He traído un poco del mío.
– ¿De verdad? Pero, ¿no es…?
– ¿Qué?
– ¿Trampa? -terminó de decir él.
– Probablemente, pero no se lo diré a nadie.
Él se encogió de hombros.
– Bueno, espero que sea un buen caldo.
Ella lo miró.
– Está en mi cesta. Dámela, ¿quieres?
Nick alzó la pequeña cesta pasada de moda y la puso en la encimera. Ella sacó una jarra con un tapón de corcho y pasó el líquido a una jarra para medir.
– Y ahora, ¿no sería mejor que te fueras a poner la mesa?
– Sí, señora.
– Y no te olvides de poner flores en la mesa -le gritó cuando él se alejó.
– ¿Flores?
– Se te ha olvidado. Arranca unas pocas del jardín. Tienes una rosa roja trepando por el viejo manzano que tienes al fondo. Con eso bastará.
– Las rosas rojas son un poco… -él se interrumpió, e hizo un gesto de sentirse perdido.
– ¿Evidentes? -dijo ella.
– Sí.
– ¿Y no quieres darle a entender a esa pobre mujer que te importa de verdad? Tienes razón. El amarillo irá mejor con todo ese gris -y en el lenguaje de las flores significaba falta de sinceridad, pero no se lo dijo-. ¿Quieres que te prepare alguna cosa de entrada mientras haces eso?
Él miró su reloj.
– ¿Te importaría? Ando mal de tiempo, y me gustaría darme una ducha… -se interrumpió y dijo-: ¿Quieres dejar de mirarme de ese modo?
– ¿De qué modo?
– Como si quisieras reírte, pero no lo haces por educación.
– ¡Oh! Lo siento. Intentaré tomármelo seriamente. Dame una mano, ¿quieres?
Nick atravesó la cocina y le puso la mano en la cintura, ignorando la mano que ella había extendido para que la ayudase. La levantó de la banqueta, y la puso suavemente en el suelo.
– Gracias -dijo ella.
– De nada.
“¡Maldita sea!”, pensó él. En realidad no quería a Verónica Grant en su mesa. Quería a Cassie. La deseaba tanto que si en ese momento no la dejaba, se apartaba y se iba a dar una ducha, haría algo realmente estúpido. Como decirle que la amaba. Lo que era ridículo. El no podía decir semejante cosa. Apenas la conocía. Lo único que sabía de ella era que había estado casada y que ahora ya no lo estaba. Y que no quería hablar de ello.
– Vete -le dijo Cassie empujándolo suavemente-. Tu rubia va a venir de un momento a otro. No, espera. Mejor enséñame dónde me voy a esconder en caso de que entre en la cocina para controlarte.
Él la miró sorprendido.
– No lo hará, ¿no?
– Es posible que lo haga -le advirtió Cassie
Nick se pasó la mano por el peló nerviosamente. Ella se sintió satisfecha al verlo preocupado. Parecía más tierno. Lo que, sumado a su encanto y a su sonrisa, agravaba la situación.
– Yo lo haría-agregó ella.
– Bueno, hay una despensa. Allí -él abrió la puerta para mostrarle una vieja despensa llena de estantes inutilizados que ella hubiera llenado con jamones y conservas.
– ¿Y adónde da esa puerta? -le preguntó ella, indicándole otra puerta a un lado.
– A un cobertizo, y luego al jardín -dijo él, mostrándoselo.
La decoradora no había llegado hasta allí. Las tejas eran viejas y las paredes estaban pintadas desde hacía mucho tiempo. Había una chaqueta vieja colgada de un gancho, y unas botas de lluvia que parecían sin estrenar.
– Pensé intentar arreglar el jardín. Pero no tengo mucho tiempo -dijo él al ver la expresión de ella.
– Bueno, al menos podré salir sin que me vea tu invitada -dijo Cassie, abriendo una puerta que daba a un aseo. Una segunda puerta daba a unas escaleras-. Será mejor que me vaya de aquí antes de que aparezca tu invitada.
– ¡Cassie!
– ¿Qué?
– Esas son las escaleras de atrás. La escalera principal está… -él se dio cuenta de que ella había estado bromeando y no siguió.
– Son las dependencias del servicio -dijo ella-. Muy apropiado.
El pareció sonrojarse, probablemente por primera vez desde su adolescencia, pensó ella.
– No te preocupes, Nick, en cuanto sirvas la cena me iré de aquí -sabía qué pasaría después de la cena, y no quería ver confirmadas sus sospechas-. ¿Has pedido un taxi para mí?
– Sí. Pero no estaba seguro a qué hora acordar que te recogiera. No tienes más que llamar por teléfono cuando estés lista. Ya está pagado -hizo una pausa y dijo-: No te he agradecido tu ayuda suficientemente, Cassie.
– No te preocupes. Estoy segura de que tu joven empleado lo hará por ti, eficientemente. Y ahora, ¿no te parece que deberías ir a arreglarte antes de que aparezca la chica con la que tienes la cita? -le dijo con dulzura fingida-. Tienes que arreglarte un poco después de haber estado tanto tiempo al lado de un horno caliente. No querrás que Verónica piense que no te has molestado suficientemente, ¿no es verdad?
Verónica no era una chica con la que tenía una cita. Era un desafío. Pero Nick sabía que si lo decía no iba a mejorar la opinión de Cassie sobre él. La verdad era que tampoco él tenía una gran opinión sobre sí mismo. Verónica era una brillante profesional del marketing, y si estropeaba su relación laboral por una estúpida apuesta… Beth tenía razón. Era hora de crecer. Y aquel era un buen momento para empezar.
Verónica se había invitado a cenar. Y la cena era lo único que le iba a dar. En cuanto a Cassie, bueno, tenía que pensar por qué su opinión le importaba tanto.
– ¿Puedo ofrecerte una copa antes de que me vaya?
– Sólo los cocineros varones de la televisión pueden beber mientras trabajan, Nick -respondió ella.
Era una pena. Aunque estaba segura de que una o dos copas no la ayudarían en absoluto en lo que le quedaba de noche.