CAPÍTULO 8

ELLA NO veía la hora de que Nick la dejara sola en la cocina. Pero en el momento en que se marchó, Cassie lo echó de menos. Lo que era una tontería. Ella no le importaba en lo más mínimo. En realidad a él no le importaba nadie, pensó Cassie, mientras colocaba salmón ahumado y gambas en una bandeja. Para decorarlas añadió dos rodajas de limón, y pepino. Pero Nick no le había mentido. Había preparado aquella cena para otra mujer. Una de esas rubias que él encontraba tan atractivas.

Cuando estaba preparando la mayonesa con especias apareció él.

– ¿Está todo bajo control? -preguntó Nick, poniéndole una mano en el hombro. Se inclinó sobre la mezcla y la probó con un dedo-. Le hace falta más mostaza.

Ella, irritada, le pegó en la mano con una cuchara.

– ¿Quién está cocinando?

– Yo. Al menos, en teoría. Y definitivamente le pondría más mostaza -él le ofreció el dedo para que ella lo lamiera. Tenía dedos largos con una yema muy sensible. Ella tragó y le puso otra cucharada de mostaza.

– De acuerdo -dijo ella, mezclando la mayonesa con más fuerza de la necesaria.

La otra mano de Nick seguía apoyada en su hombro y ella se giró levemente para mirar el reloj. Tenía una muñeca gruesa cuyo vello brillaba con el sol. Era la muñeca de un hombre que jugaba al tenis o al golf. Cualquier mujer disfrutaría frotando su mejilla contra ella, pensó Cassie.

Cassie cerró los ojos. ¿Qué diablos le estaba pasando? En cinco años no había sentido la más mínima tentación, y ahora, a partir de un beso de Nick Jefferson, la asaltaban los recuerdos de lo que sentía cuando la abrazaban, cuando la tocaban, qué sentía al ser besada, amada…

– ¿A qué hora va a venir Verónica?

– En cualquier momento.

– Entonces empecemos ahora. Supongo que querrás que ella huela algo en la cocina cuando llegue, si no pensará que sólo lo has calentado en el microondas. Enciende el horno -ella se bajó de la banqueta e hizo un gesto de dolor al apoyar el pie, entonces sacó de la cesta unos panecillos listos para poner en el horno y se los dio a él.

– Normalmente, también hago yo el pan. Pero sinceramente he pensado que eso sería demasiado para ti, y que podría hacerla desconfiar de tanta perfección. Pon éstos en una bandeja y luego los metes al horno. Le dará a la casa olor a hogar, Nick. En el paquete pone a qué temperatura.

Nick no se movió.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella.

– No estoy seguro de que pueda hacer esto -hizo un gesto, señalando todo lo que lo rodeaba-. Voy a tener que decírselo.

¿Después de todas las molestias que se había tomado por él?, pensó Cassie.

– ¡Oh, venga, Nick. No finjas que de pronto te ha asaltado el cargo de conciencia. No vas a impresionarme con eso -sonó el timbre-. ¿No es mejor que vayas a abrir? Puedes preocuparte por tu conciencia… y por el riesgo de chantaje, mañana por la mañana. Estoy segura de que entonces valdrá la pena.

– ¿Chantaje? -él siguió sin moverse.

– Ve -dijo ella-. Sólo estaba bromeando. No le diré nada a nadie. Tengo que pensar en mi reputación, ya sabes. La prensa amarilla tendrían mucho trabajo si se enterasen de esto. Y como no creo que tú tengas conciencia…

– ¿Estás bromeando otra vez? -la interrumpió con una mirada cálida.

Ella lo miró sorprendida de que se ofendiese.

– Supongo que no he podido evitarlo… -dijo ella. Pero no se iba a disculpar por ello-. Ahora, si no te importa, intenta que tu invitada no se acerque a la cocina…

Él la seguía mirando. ¿Estaría tan enfadado?

– Estoy segura de que sabrás c8mo entretenerla -agregó Cassie distraídamente.

– Estoy seguro de que puedo hacerlo -contestó Nick.

Al sonar nuevamente el timbre, Nick se dio la vuelta y salió de la cocina.

Bueno, eso era lo que ella quería, ¿no?

Cassie cerró sus oídos a los ruidos que venían de la entrada y encendió el fuego debajo de la sartén. En media hora se iría de allí, se prometió. Y también se prometió que jamás volvería a hacer algo como aquello.

– Verónica, ¡cuánto me alegro de verte! -Nick puso una voz especialmente cálida al hablar, por si Cassie lo oía. Aunque no creía que estuviera escuchando. Había dejado muy claro que él era un ser casi despreciable para ella.

– ¡Oh! No me habría perdido esto por nada del mundo, Nick -dijo Verónica al entrar en el vestíbulo, mirando todo alrededor.

Nick le quitó el chal y la condujo al salón.

– Tienes una casa muy bonita -dijo Verónica.

A él no le parecía tanto. Había demasiada piel y poca comodidad.

– Necesita bastantes arreglos.

No se molestó en contarle que no había elegido él la decoración. En realidad no le importaba nada lo que Verónica pensara de él. De hecho no veía la hora de desembarazarse de ella.

– ¿Quieres una copa?

– Una copa de vino, por favor. Vino blanco o algo seco.

– No hay problema. Ponte cómoda.

Ella se quedó de pie.

– ¿Puedo echar un vistazo?

Nick recordó la advertencia de Cassie de que Verónica podría querer verlo todo.

– Por supuesto. Te traeré una copa y veré cómo van las cosas en la cocina.

Él abrió la puerta, pero la cocina estaba vacía. Sólo se oía el ruido de la carne en la cazuela, que le aseguraba que Cassie estaba en algún sitio.

Él tomó una botella de Chardonnay del frigorífico y le quitó el precinto. Luego miró ansiosamente la cazuela, recordando lo que le había pasado cuando había intentado preparar él solo el plato. Cassie seguramente pensaría que era despreciable, pero no se habría atrevido a marcharse, ¿no?

– ¿Cassie? -la puerta de la despensa se abrió un centímetro, y ella espió por ella. Estaba un poco colorada, y se había despeinado un poco. Al contrario que Verónica, que jamás tenía un pelo fuera de su sitio.

– ¿Qué diablos estás haciendo ahí?

– ¿Tú qué crees? -le preguntó ella en un susurro furioso-. Escondiéndome de tu chica.

– ¿Mi qué?

– Casi me rompí el cuello al entrar aquí. ¿No podrías haberme silbado para avisarme de que venías?

– Supongo que Verónica hubiera sospechado algo si hago eso, ¿no te parece? -él tenía el presentimiento de que Verónica desconfiaba, de todos modos-. Además, estaba solo.

– Yo no sabía eso.

– Puedes mirar a través de los agujeros para ventilación… -él miró hacia la puerta, que tenía tres agujeros pequeños arriba-. Si te subes a una silla -añadió al ver la altura.

– ¿Nick? -era la voz de Verónica por el corredor.

– Estoy en la cocina -contestó Nick. Le sonrió a Cassie. Ella seguía de su parte, aunque lo hiciera de mala gana-. Si no quieres que te descubra vuelve a hacer tu acto de desaparición -le advirtió él.

Cassie lo miró y dijo:

– Pon el limón. Ahora -y se metió nuevamente en la despensa.

Verónica apareció en la puerta de la cocina.

– ¡Dios mío! ¡Qué cocina más grande! -exclamó Verónica al entrar en la cocina-. ¿Puedo hacer algo?

– Si quieres. Encontrarás un par de platos de salmón ahumado en el frigorífico. Puedes llevarlos al comedor mientras abro el vino.

– ¿Salmón ahumado? -Verónica abrió el frigorífico-. Y fresas, también. ¡Qué encantador!

– ¿Y qué fácil?

– No he querido decir eso.

– No, pero lo has pensado -le dijo él, mientras terminaba de abrir el vino y de servirlo en dos copas.

Cassie acercó la cabeza a la puerta.

– ¿Se ha marchado?

– Sí, pero vuelve enseguida.

– Rápido, pon el romero, y remuévelo un poco.

Él hizo lo que ella le indicó.

– ¿Y ahora qué?

– ¿Y ahora qué, qué? -preguntó Verónica.

Nick se dio la vuelta. Verónica estaba apoyada en el mostrador central, bebiendo su copa. Nick tuvo que hacer un gran esfuerzo por no mirar a la despensa nuevamente.

– Mmm… Estaba hablando solo. Acabo de poner el romero, pero no me acuerdo qué tengo que poner luego, ¿el caldo o la nata líquida? -sonrió y luego como si se le acabara de ocurrir dijo-: El caldo -la jarra con la medida de caldo estaba al lado del guiso. Volcó el caldo en él, e improvisando, le dio varias vueltas.

– ¿Qué es? -preguntó Verónica inclinándose sobre el guiso-. ¡Oh! Pollo. Huele muy bien.

– Esperemos que sepa bien -dijo él, irguiéndose y tomando la copa.

– ¿No lo sabes? -le preguntó Verónica, mirándolo como si fuera un gato mirando su presa. Nick recordó haberse sentido del mismo modo hacía unos días, en la sala de reuniones.

– No, en realidad, no. Es la primera vez… eh… que hago este plato.

– Y pan casero también -dijo ella.

– ¿Pan? -Nick recordó los panecillos de repente-. ¡Oh! Sí. Pero no es casero. No he llegado a tanto -dejó su copa y sacó los panes del horno, echándolos rápidamente en una cesta que había aparecido mágicamente-. Éstos son sólo panes para hornear -continuó, maravillándose de que Cassie estuviera en todos los detalles. Era una profesional-. Pero dame tiempo, y verás.

Detrás de Verónica, alrededor de la puerta de la despensa vio la mano de Cassie moverse frenéticamente, haciéndole señas de que se fuera de la cocina.

– Le daré la vuelta a esto y podremos irnos y empezar a comer, si tienes hambre.

– Bueno. Había pensado pararme a comer una hamburguesa por el camino, por si acaso. Realmente no pensé que fueras capaz de hacer esto -miró alrededor, como si todavía no pudiera convencerse.

– ¿No? -la invitó a ir al comedor-. Espera, y verás.

No has visto nada aún -y con esas palabras, miró hacia la despensa y guiñó el ojo.

Cassie tenía ganas de gritar, pero como no podía hacerlo, simplemente volvió a la cocina con el pulso acelerado.

Puso el arroz lavado en un plato, listo para meterlo en el microondas y resistió la tentación de acomodar todo y limpiar mientras esperaba que la tetera hirviera. Ella era la cocinera, no la friegaplatos. Además, pondría a Nick en un aprieto si tenía que explicarle a Verónica cómo se había colocado todo solo.

Desde la despensa había podido echar una buena ojeada a la rubia de Nick. No parecía el tipo de mujer dispuesta a creer en cuentos de hadas.

Cassie pinchó el pollo para ver si estaba tierno. Le faltaba muy poco. Le debería haber recordado a Nick que volviera pronto a la cocina mientras su invitada estuviera ocupada con el salmón ahumado.

Si Verónica sospechaba algo, lo seguiría a la cocina constantemente. Y se daría cuenta de que el pollo había desaparecido mágicamente del fuego. La tetera comenzó a silbar muy fuerte. Se alegró de ello, porque haría acudir a Nick.

– No, tú no te molestes, Verónica. Come tranquilamente. No tardaré nada -oyó a Nick.

– ¿Qué diablos es eso? -preguntó al llegar a la cocina.

– La tetera. La has puesto antes. ¿No te acuerdas? Es el momento de poner el arroz -dijo ella mientras volcaba el agua hirviendo y ponía el microondas-. Haz algo. Nick. Quita el pollo del fuego y ponlo en un plato. Nick pinchó la carne y la puso en un plato.

– ¡Maldita sea! -exclamó al mancharse la camisa con la salsa.

Cassie le dio un trapo de cocina sin decir nada.

– No te preocupes. Te dará credibilidad -dijo ella con la mejor de las sonrisas.

– ¿Estás seguro de que no puedo ayudarte en nada, Nick? -gritó Verónica.

– No. Simplemente relájate. Enseguida estoy contigo -gritó él, evitando mirar a Cassie-. ¡Oh! ¡Dios! Esto es una pesadilla. Parezco mi madre en la Nochebuena.

– Mientras no te dé por cantar villancicos… -dijo Cassie subiendo el fuego de la salsa-. Vete. Llevas demasiado tiempo aquí. ¿Quieres que venga a buscarte?

Tal vez quisiera que fuera así. Tal vez fuera posible que sintiera cargo de conciencia.

– No quiero que me encuentre, Nick.

Él recogió la botella de vino de la encimera. Luego se inclinó y le dio un beso a Cassie en la mejilla.

– Gracias, Cassie.

Ella se quedó perpleja y se volvió hacia él. Se quedaron mirándose un momento. Entonces él la besó nuevamente, pero esta vez en la boca.

Ella se quedó sin palabras, demasiado impresionada para poder decirle algo. Él desapareció por la puerta de la cocina.

¿Cómo se atrevía a besarla cuando se tomaba semejantes molestias para seducir a otra mujer?

Alzó la mano y se limpió la boca con ella. Pero sus labios se quedaron temblando. ¡Maldita sea! ¡Qué arrogante! Le estaría bien empleado dejarlo solo y que terminase él de cocinar.

Pero no fue capaz. preparó una docena de uvas y las picó, quitándoles las pepitas primero.

Nick apareció con los platos sucios.

– No te preocupes. Verónica está mirando los compact-discs.- Tenemos un minuto.

Ella lo miró.

– Entonces será mejor que veas cómo está el arroz, mientras yo termino con el pollo.

Ella se apartó de él, y se concentró en el pollo con salsa de uvas.

– El arroz está hecho -dijo él, sobresaltándola-. Lo pondré en una fuente, ¿te parece?

Ella se dio la vuelta y le dijo:

– Nick…

– ¿Sí?

– Nada -preguntarle a un hombre por qué la había besado era absurdo. Y si lo hacía le demostraría cierto interés por su parte.

– Cassie, esto no es… es decir, yo no soy…

– ¿Qué? ¿Qué te pasa, Nick? ¿No te basta con una sola mujer?

– Nick… -era la voz de Verónica, que no podía esperar, al parecer.

– Mejor que no la hagas esperar. Parece que has conseguido tu objetivo con ella.

– ¡Maldita sea, Cassie!

– Cuidado. Puede oírte -Cassie le dio los platos calientes-. Ve antes de que se enfríe el pollo.

– ¿Y el arroz?

– Vas a tener que venir a buscarlo. A no ser que tengas tres manos.

– Con dos mujeres a quienes contentar, me harían falta, ¿no te parece?

No tenía dos mujeres, pensó ella, furiosa. Pero no pudo decírselo. Ya se había marchado.

Cuando él volvió a buscar el arroz, ella no levantó la vista de las fresas y la nata.

¿Qué pasaba que él la ponía tan nerviosa? Ella era una mujer ocupada, tenía una profesión. ¿Qué más quería? Ella se había jurado no volver a caer con un hombre, y menos con uno como Nick Jefferson.

Cassie intentó no oír el murmullo de voces ahogadas por la música de Mozart. No quería imaginarse qué estaría diciendo o haciendo Nick.

Le molestaba sudar como una esclava encima de un horno para otra mujer. Pero no necesitaba un hombre para sentirse completa. Y menos un hombre como Nick Jefferson.

Ella se secó una lágrima y agregó tazas de café a la bandeja, junto con la nata y el azúcar. Nick había comprado una caja de bombones caros. Como se sentía tremendamente infeliz la abrió, y se comió dos. No la ayudaron en nada, y los espacios que dejaron en la caja la señalaron acusadoramente. Entonces puso los bombones en un plato pequeño que encontró en el armario. Y como Verónica no habría comido chocolate en su vida y no lo iba a echar de menos, se comió otro bombón. Eso la hizo sentir peor.

En ese momento oyó movimientos en el comedor. Como estaba harta de esconderse en la despensa, corrió al aseo. Por lo menos allí podría sentarse y llorar, si quería. Pero no lo iba a hacer, se dijo firmemente, moqueando lo más silenciosamente posible.

Idiota, murmuró, mirándose al espejo.

Se sonó la nariz con papel higiénico haciendo el menor ruido posible, se lavó la cara con agua fría y se dijo firmemente que dos besos no eran nada para un hombre como Nick Jefferson. Era un hobby para él. Algunos hombres jugaban al críquet, o pescaban. Él besaba. a las mujeres. Los rumores decían que las prefería altas y rubias, pero al parecer, se conformaba con bastante menos a veces.

Cuando finalmente salió del cobertizo, Nick y Verónica habían terminado las fresas y el café. Era hora de marcharse. El tobillo, que gracias a los analgésicos y la venda le había dolido de manera soportable, empezaba a molestarle. Decidió llamar por teléfono para pedir un taxi. El número estaba pegado en un pequeño bloc amarillo colgado de la pared. El rato que tardaron en atender el teléfono le pareció interminable.

– Venga -se dijo.

Al no estar allí, dejaría de pensar en Nick y en Verónica. De ese modo podría engañarse pensando que Verónica llamaría a un taxi y se iría a una hora respetable. Aunque no fuera cierto.

– Melchester Taxis -contestó una voz.

Pidió un taxi y le dijeron que estaban todos ocupados, que tardarían unos veinte minutos en recogerla. Ella estaba furiosa consigo misma por no haber pensado cuánto tiempo le iba a llevar conseguir un taxi. Pero no podía hacer otra cosa que esperar.

Cassie decidió que sería mejor esperar fuera de la casa en lugar de soportar un segundo más en la cocina, mientras Nick cortejaba a otra mujer.

El cerrojo de la puerta de atrás era viejo y estaba duro. Ella se inclinó para hacer más fuerza, moviéndolo hacia arriba y hacia abajo. Todavía estaba intentando que el cerrojo cediera cuando oyó los tacones de Verónica a través del suelo de cerámica de la cocina.

– Claro que te ayudaré a fregar-dijo.

La oyó tan cerca que le pareció que estaba en el cobertizo con ella.

– Es lo menos que puedo hacer después de una cena tan maravillosa.

– No hace falta, de verdad -Nick protestó-. Tengo una persona que viene a limpiar. Lo hará mañana por la mañana

– Eso es desagradable. Sólo un hombre sería capaz de dejar los platos sucios de la noche para que los lave otra persona. Esto se friega en un momento.

Se oyó el ruido del agua corriendo.

– Empiezas tú, Nick. Iré un momento al aseo. Luego si quieres, secaré los platos que hayas lavado.

Al menos no sería ella la que se ensuciaría con los platos y el detergente, pensó Cassie.

La idea dé ver a Nick con la camisa remangada la divirtió.

Cassie se puso erguida. Si Verónica se iba arriba, podría marcharse.

– Dime dónde está-dijo Verónica.

– Por allí.

¿Por dónde le habría indicado?, se preguntó Cassie. Al oír la puerta del cobertizo tuvo la respuesta.

¡Oh! ¡Dios bendito! ¡Él creía que ella ya se había ido!

Cassie, desesperada, volvió a forzar el cerrojo. Hizo ruido, pero no pudo abrir.

¿La habría oído Verónica? Aparentemente, no. Pero Nick debía de haberla oído, porque lo oyó moverse rápidamente a través de la cocina.

– Ése es un cuarto de baño un poco pequeño -dijo-. Quizás estés más cómoda en el de arriba, Verónica.

Verónica se rió.

– ¡Por Dios, Nick! No tiene importancia. Un aseo pequeño es suficiente.

– Quizás no haya toalla -improvisó él-. O jabón. Será mejor que vaya a ver.

– ¡Cielos, Nick! ¡Cualquiera diría que tienes alguien escondido allí! Esqueletos en los armarios o algo así…

Nick rió forzadamente su broma.

– ¿No tienes un chef escondido ahí, por casualidad? -¿Un chef? -Nick pudo reír, aunque le costó un gran esfuerzo-. ¡Qué desconfiada eres, Verónica!- Si eso es lo que piensas, será mejor que vayas a verlo tú misma.

En ese momento, Cassie dejó de escuchar tras la puerta y tomó la única salida posible. Se quitó los zapatos, abrió la puerta hacia las escaleras y, haciendo caso omiso al dolor de su tobillo, las subió corriendo.

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