La clase de ética bastó para inducir a Cal a matar.
El profesor Yokver desvariaba frente a su mesa de caoba, recorriendo los pasillos como un sacerdote demente entregado a una prédica sobre el juicio y los fuegos del infierno, esperando a que el ángel de la oratoria se apoderara de él. Levantó aquellos brazos suyos que parecían plumeros y empezó a gesticular salvajemente. Sus dedos se estremecieron como pequeños tentáculos mientras exclamaba:
– ¿Qué es el mal, muchachos? ¿Qué es el bien, qué es el mal? ¿Lo sabéis? -Golpeó la pizarra con los borradores para dar mayor énfasis a sus palabras. Todo el mundo en la clase parecía estar disfrutando del espectáculo-. ¿Lo sabéis, muchachos? ¿Lo sabéis?
Un novato de la primera fila tomaba apuntes tan deprisa que parecía un boy scout tratando de encender una fogata con dos ramitas. Concentrado en poner por escrito hasta la última palabra que brotaba de los labios de Yokver, el muchacho casi jadeaba, con la lengua fuera ¿Qué podía estar escribiendo?
Cal miró sus propios folios, vacíos.
Pero era una buena pregunta y se preguntó si conocía la respuesta.
Al otro lado del aula se sentaba Candida Celeste, con aquella sonrisa fotográfica y sensual que aún hacía que sintiera mariposas en el estómago cuando lo pillaba desprevenido, mostrando su perfecta dentadura. Tuvo que entornar la mirada y no pudo seguir mirando sus labios sin gruñir. Ella, con el suéter de animadora abierto hasta el cuarto botón -igual que desde primero- se arregló la melena, negra como un cielo nocturno, y recorrió con una uña pintada de rosa la superficie entera de su escote perfectamente bronceado. Lo primero que pensó fue que debía de haber pasado en Florida las vacaciones navideñas. Y entonces, con repentina y espantosa claridad, comprendió, oh, Dios, el Yok la está poniendo cachonda. La escena era tan surrealista que Cal sintió una punzada dolorosa detrás de los ojos.
Tosió, sacudió la cabeza y consultó su reloj. Las 8:15 de la mañana. Otra hora y veinte minutos de pesadilla matutina.
– ¿Es que tiene usted alguna cita de enorme importancia y lo estamos entreteniendo, se-ñah Prentiss? -preguntó el profesor Yokver, mientras se volvía a mitad de paso y recorría el aula de arriba abajo una, dos, tres veces. Se le daba muy bien aquel deje sureño, que le hacía parecer un personaje de Flannery O’Connor o un pijo de Carson McCullers.
Finalmente, se detuvo frente al pupitre de Cal y se inclinó para examinarlo con una sonrisa desprovista de todo humor.
Cal volvió la vista hacia la izquierda y se miraron el uno al otro, tan cerca que sus barbillas casi se tocaban. Reparó en que llevaba torcida la corbata de topos y que la perilla de chivo finamente recortada, un poco descentrada, no apuntaba exactamente hacia el suelo, y el largo cabello recogido en una coleta le llegaba casi hasta la mitad de la espalda. El polvo de tiza lo envolvía como una neblina. Sacudía los flacos brazos con tanta vehemencia que se arrancó sus propias gafas,, se revolvió tratando de salvarlas y logró cogerlas antes de que cayeran al suelo. Fue un movimiento muy elegante, la verdad, como los de los luchadores de kung-fu que lanzan cuchillos al aire y los recogen al bajar, girando, y dejó a Cal bastante impresionado.
– Por favor, no permita que lo retrasemos, señor Prentiss. Huhhh. Hessss. -Yokver sopló sobre los cristales de sus gafas y se las limpió en las solapas. El ostentoso dibujo de la chaqueta deportiva que llevaba dejó a Cal hipnotizado un momento, tratando de sumergirse en sus espirales. Uno podía adentrarse allí, más y más adentro cada vez, y no volver a salir a la superficie-. ¿Dónde estaba, hmmmm? ¿Qué pensamientos nos lo habían arrebatado, eh?
Una jaqueca abrió un par de tenazas y a continuación las cerró con fuerza sobre él. Los rojizos rayos del sol de la primera mañana, más brillantes que la sonrisa de Candida Celeste, entraron como saetas por las rendijas que dejaban las persianas venecianas e incidieron directamente sobre su rostro. Parpadeó y apartó la cara de la luz.
Todos se volvieron en sus asientos y lo miraron. A veces pasaba. ¿Qué estaban mirando?… como si alguien fuera a levantarse, a apuntarlo con el dedo y a gritar, «¡j’accuse!». En un sitio así no era difícil desarrollar complejos y él tenía la impresión de que estaba empezando a hacerlo. El novato de la primera fila coronó la ardiente meta de sus notas, aminoró su incesante escribir y finalmente se detuvo. También él se volvió en su pupitre y lo miró.
Candida Celeste soltó una risilla al oír que el Yok repetía su «¿hmmm?», al igual que el fornido jugador de football que se sentaba en diagonal con respecto a ella y estaba haciendo lo imposible por enredarse en un amoroso duelo de pies con ella. No lo logró, pero se esforzó tanto que Cal oyó el crujido de sus articulaciones. Uno o dos más de los presentes recogieron también el «hmmm», imitando el tono y alargándolo. Willy y Rose añadieron sus propios «¿Hmmmmm?». Willy lo hizo balanceándose en su asiento, con un gesto que recordaba ligeramente a Stevie Wonder. Siguieron haciéndolo hasta estar en un mismo tono, en clave de sol bemol. Cal estuvo a punto de sonreír. La chica que se sentaba justo enfrente de Candida lo miró a los ojos y sonrió. Tras un par de segundos le guiñó un ojo, lo que resultó una auténtica sorpresa para él.
– Eh, señor Prentiss. ¿Dónde está?
– Aquí mismo, en mi asiento -respondió Cal.
– Nada de eso.
– Que sí.
– No.
– Vale. No estoy aquí. -Puede que fuera cierto. Algunas veces le daba la impresión de que era así. En cualquier caso, al Yok le gustaban las respuestas cómicas, de modo que dejó que rumiara la suya un rato. Lo único que Cal quería era levantarse y salir de allí cuanto antes. Aquel día la paranoia llegaba temprano. Su elevada presión sanguínea -a sus veintiún años, 160 sobre 90- palpitaba en sus muñecas con la fuerza de un martillo neumático, mientras los demás pensamientos aullaban como gatos enfurecidos por debajo. Le daba la impresión de que tenía las plantas de los pies resbaladizas, como si acabaran de encerar las baldosas del suelo y corriera el riesgo de irse de cabeza al suelo en caso de levantarse demasiado deprisa y tratar de echar a correr.
A Yokver le gustaba jugar con los nervios de la gente. Cal dijo:
– No estoy en ninguna parte -y trató de dejar la cosa así, sabiendo, e incluso esperándolo en parte, que no iba a ser tan fácil.
– Hmm, Hhh-mmh-hhhhmmm hmmm hhmmm ammm -continuaron Willy y Rose, entre carcajadas y miraditas amorosas, a pesar de que ninguno de ellos sabía lo que estaba haciendo realmente.
– ¿Eh? -dijo Candida, con aquellos incisivos tan blancos y encantadores.
Yok se quedó con la boca abierta, los ojos llenos de orgullo y una especie de pesar, pero también agradecimiento y aprecio infinitos por la atención que estaba recibiendo. Cal sabía que le gustaba meterse con él porque en eso se garantizaba el apoyo de toda la clase. Puede que hubieran descubierto lo que era el bien y el mal, allí mismo y en ese mismo momento.
Cal tragó, buscando saliva, pero solo encontró polvo y moho del fondo de su boca.
– Lo siento -dijo, tratando de parecer sincero. ¿Basta ría con eso? ¿Podría arrancar el anzuelo? Le supuso un gran esfuerzo, pero posiblemente no bastara para cortarlo.
Yokver no lo soltó.
Como una marioneta de madera, el profesor rodeó su silla con los brazos en jarras. La verdad es que tenía auténtico ritmo y una gracia atlética.
– Creo que no he oído eso, señor Prentiss. ¿Ha dicho que lo sentía? -Había abandonado el acento y no resultaba ni la mitad de agradable sin el deje dixie-. ¿Y qué es lo que siente?
Montones de cosas, pensó Cal mientras se concentraba en los topos del centro de la corbata del Yok. Había una mancha. Arrugó la nariz. Ajo. ¿Salsa de cangrejos? Levantó la mirada y vio que Yokver estaba esperando una respuesta. ¿Qué sentido tenía aquella especie de tortura? ¿Para qué seguir empujando aun después de tener a alguien pegado a la pared? ¿Para lucirse? ¿Para impresionar al boy scout o presumir con Candida? Puede que sí, pero lo más probable es que no. Esas razones eran demasiado identificables, demasiado humanas.
Cal ya sabía que la otra clase que tenía aquel día, El arte de la poesía romántica en la Edad Contemporánea, se había cancelado. Solo quería tomar unos huevos escalfados con extra de bacon en la cafetería, volver a su cuarto, dormir unas horas más, y puede que beberse unas latas de cerveza a última hora de la tarde. Podía haraganear el resto del día, hacer la colada, echar un vistazo por eBay y terminarse una novela que Willy le había prestado.
Esperaría a que llegara la noche para colarse en el sótano de la biblioteca y empezar a trabajar de verdad.
Se aclaró la garganta e hizo un esfuerzo por sonreír, pero no logró que sus labios se doblaran como debían.
– Siento haberme distraído en mitad de su explicación. No estaba en ningún sitio especial en este instante concreto, profesor Yokver. Señor. -Eso debería de haber sido más que suficiente, en serio, joder. Pero una pegajosa necesidad que había en su interior empezó a despertar, el deseo de recobrar parte del terreno perdido. No hubiera podido decir si seguía respirando y solo esperaba no haber empezado a jadear-. Puede que estuviera recordando los placeres y la seguridad del vientre materno.
El Yok levantó las pálidas manos, con aquellos dedos que parecían interminables, por encima de su cabeza, y dijo:
– Puf, joven. No lo sienta.
Cal asintió.
– En realidad no lo sentía.
– ¿No?
– No.
Oyó que Jodi jadeaba en el pupitre de atrás, uno de aquellos suspiros enfurecidos que vienen a decir «oh, por favor no nos metas en más líos». Ella sabía mejor que nadie lo mucho que temía aquel curso, pero a pesar de todo esperaba muchas cosas de él, y Cal no terminaba de entender el porqué. Jo era la razón por la que había escogido la clase de Filosofía del Yok. Normalmente una clase a las 8:00 de la mañana habría sido más que suficiente para espantarlo, pero últimamente pasaban tan poco tiempos juntos que se había decidido a apuntarse. Además, como la clase era tan temprano, se suponía que debían de dormir juntos en el cuarto de ella, aunque tampoco esto estaba saliendo como esperaba.
La luz que había brillando en los ojos de Yokver la semana pasada, cuando le había dejado el formulario de baja en la mesa, le había confirmado el gran error que había cometido al dejar que supiera que odiaba estar allí. El aire se había enfriado tanto que Cal hubiera jurado que su aliento se veía. Tras estrujar la nota en silencio, el profesor Yokver la había arrojado a la papelera y había seguido comentando párrafos de la obra de Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos.
Diez días antes Yokver había dicho en una de sus clases que no existe eso que se llama movimiento. Utilizando una flecha como ejemplo, les había explicado que en cada intervalo de tiempo concreto la flecha permanecía estacionaria, congelada en el espacio que ocupaba en aquel preciso instante. Era la clase de razonamiento que puede abrir la mente a los jóvenes siempre que no hayan estudiado física. Subrayó su argumento haciendo acrobáticos giros por toda la clase, mientras gritaba, «¡no estoy moviéndome!». Cuando uno lo contaba parecía gracioso, pero estar allí dotaba al episodio de un sesgo diferente, desagradable.
Más tarde, Cal le había contado al decano, que estaba doctorado en física y química además de en teología, la situación entera. Le había suplicado que se olvidara de los formularios y le permitiera dejar la clase, pero el decano se había limitado a fulminarlo con una prolongada mirada que le había hecho comprender que le convenía no involucrarlo en un asunto como aquel.
Su mirada se posó en el lado bueno del Yokver, que en aquel momento estaba sonriendo y levantando las cejas, interpretando toda una pieza de vodevil.
– No lo sientes, ¿eh? No, claro que no. Entonces, ¿por qué…
Eh, todo el mundo tiene su límite. Así que deja de tocarme las…
– … lo has…
pelotas,
– … dicho…
joder.
– … Calvin?
Bien, ahí estaba. La gota que colmó el vaso fue el tono rastrero y despectivo que Yokver puso en el Calvin. El mismo tono que utilizan todos los matones para corear tu nombre mientras te sujetan e impiden que alcances tu tartera. Dándote con un dedo en el pecho, justo por debajo del corazón, hasta que te duele el pecho. Se llamaba Caleb, no Calvin, así que el tiro falló de todos modos. Pero la cuestión no era esa. ¿De verdad habían llegado las cosas a ese punto? ¿De verdad quería el Yok pelear con él o era solo que su colesterol había vuelto a jugarle una mala pasada?
Cal respondió con la respiración entrecortada.
– Pensé que sería una manera educada de quitármelo de encima. -Cerró su cuaderno vacío. Casi deseaba recibir un suspenso fulminante. Cualquier cosa con tal de salir de allí.
Tras quitarse las gafas con un gesto teatral, como Clark Kent en un momento desesperado -el río desbordado, el autobús escolar sin frenos resbalando por una carretera de montaña-, como si fuera a arrancarse la camisa y apareciera debajo la licra de color azul, Yokver se masajeó el puente de la nariz y se rascó de forma frenética el surco que tenía entre los ojos. La coleta se meneó por encima de su hombro izquierdo y después por encima del derecho mientras él sacudía la cabeza y chasqueaba ruidosamente la lengua.
– Según parece, piensas que ya conoces todas las respuestas y por tanto no necesitas enfrentarte a la sustancia de este curso. De modo que, Calvin, ¿por qué no me dices lo que está pasando realmente por tu mente?
Caleb sonrió y las cejas del Yok descendieron levemente. Era mucho mejor estar sonriendo. Algo líquido e hirviente que había en su interior se volvió sólido de repente. Ya no sentía el martilleo del pulso en las muñecas, pero la cabeza seguía doliéndole un poco. Se apartó el cabello de la frente y dijo:
– Si quisiera ver a un payaso, iría al circo.
– ¿De veras?
– Sí. Por apenas diez dólares me sacan cincuenta enanos de un Volkswagen, y hasta puedo comprar una de esas pequeñas linternas de neón para señalar en la oscuridad. Hasta los caniches bailarines son más divertidos que sus piruetas.
Jodi reprimió una risilla y susurró un «Ay, Cal». Algunos de los otros chicos respondieron con «aaahs» y «hmmms», como un coro calentándose. ¿Pensaban que estaban en la escuela primaria o sentados en una iglesia? ¿Querían ver cómo lo machacaban, de verdad estaban tan aburridos? Claro que sí, siempre era así.
– Yo creía que el término socialmente aceptable era «personas pequeñas».
– Llevo en esta clase tres semanas y hasta el momento no he visto que abandonara un solo segundo su monólogo de teatrillo de Atlantic City para hablar de cualquier dilema ético, moral o social, o de asuntos serios como la otra vida, el racismo, la censura, la pornografía, el aborto o… -Buscó algo relevante y todo brotó en una sola cadena de imágenes, a pesar de que él mismo rara vez dedicaba un momento a pensar en estas cosas-… la prostitución, la Jihad, el incesto, Ruby Ridge, el hedonismo, la guerra, o esos cabezas de chorlito que quieren encerrar a los enfermos de SIDA en un campo de concentración en el desierto, las nuevas leyes sociales, la Seguridad Social, Oklahoma City. -Tragó una saliva más espesa que el sirope-. O el suicidio.
– Oh.
Acudieron más imágenes, pero ya había completado la escala y estaba volviendo a ver la imagen de su hermana, levantando hacia él unos brazos empapados de rojo.
– Machaca usted a Nietzsche, insulta a Camus, menosprecia a Sartre y… -El Yok asomó la lengua un momento, lo que le dio una excelente pista-… y le saca la lengua a Bertrand Russell y Sócrates. -Cal sabía que tenía que dar un último golpe. Vamos, los riñones son un punto débil-. Y además le he visto mirándole el escote a mi chica.
Jodi gruñó como si hubiera recibido una puñalada y Yokver la miró, clavó la vista en su pecho, y su sonrisa empezó a ascender más de lo debido, tanto, que las comisuras de sus labios estuvieron casi tocando los lóbulos de sus orejas. Cal se preguntó cuándo dejaría de sonreír.
El jugador preguntó a Candida:
– ¿Quién es Jihad?
Ella se encogió de hombros y lanzó a Cal una mirada intensa que tenía algo de alentadora, frenética y carnal.
El profesor Yokver se rió socarronamente, fingió pánico tirándose del pelo, con la boca abierta, y entonces pidió más con un gesto, sigue dándole, Calvin. Tenía la cara demasiado colorada y había una llama en algún lugar del interior de sus turbios ojos.
– Pero además de todo eso, no permitió que dejara la clase cuando quise hacerlo, hijo de puta, y no pienso seguir malgastando mi vida en este infierno.
– ¿No? -preguntó el Yok-. ¿Es que tienes un infierno mejor esperando?
– Probablemente -señaló Cal-. Y tiene usted tiza en la corbata. Me largo de aquí. Que lo paséis todos bien.
Cogió su abrigo, atravesó la puerta y bajó dos tramos de escalera antes de que su visión empezara a perder el tinte rojizo, y se diera cuenta de la importancia de lo que acababa de hacer. Puede que Jodi tuviera que apechugar ahora con las consecuencias. Puede que lo expulsaran, y en ese caso no podría concluir la última parte del trabajo que tenía que hacer.
Le dolía la boca por la tensión del gruñido que había estado conteniendo y sentía un picor en el puente de la nariz. En el vestíbulo, sudando, levantó la mirada hacia las caras de otros profesores que daban sus clases con las puertas abiertas y cuyas voces, escurriéndose por los pasillos de la historia, parecían todas tener sentido. La acústica era buena y sus palabras resonaban en su esternón. Se calmó un poco y salió al exterior, donde recibió el azote del frío de la mañana, una brisa de febrero que le puso la piel de gallina. Tuvo que obligar a su ceño, enfurecido y decepcionado con Jodi por no haberlo seguido, a desfruncirse.
Oyó el tañido de las campanas, una vez, para dar las medias horas.
8:30.
Aquel día solo había estado vivo cuarenta y cinco minutos.
Ética.
Jesús, Dios. La Ética iba a acabar con él.
Una frase de un libro de sicología sobre la Tortura China del Agua acudió a sus pensamientos: sentado en una cómoda silla, el corazón de la víctima explotaría de temor esperando una nueva gota.
No era muy académica, si uno lo pensaba, pero era así. De regreso en la sala de estar de su dormitorio, Cal se dejó caer en el sofá y trató de ver las noticias matutinas. El control vertical estaba un poco desajustado desde que Rocky, el guardia de seguridad, arrojara a un vendedor de marihuana contra el televisor, así que la imagen daba un salto cada pocos segundos. Caleb se descubrió anticipándose a cada sacudida de la pantalla, con un temblor en las rodillas, como un velocista preparado para emprender su carrera. Su respiración vibraba en sus cavidades nasales.
– Oh, tío -murmuró, mientras se echaba sobre el regazo un deshilachado cojín de felpa-. Esta mañana tengo la cabeza como un nido de víboras. -El tiempo reptaba con lentitud, como un ciempiés arrastrándose por su cuello. Al final iba a ser un día de aúpa.
La sección de deportes dejó de emitir repeticiones de las mejores jugadas de la semana.
– Y ahora volvemos con la encantadora Mary Grissom con el parte del tiempo.
Unos dientes muy blancos aparecieron fugazmente. Mary Grissom se alisó la falda plisada contra los muslos y levantó una mano hacia el mapa del tiempo.
– Gracias, Phil. Muy bien, quiero que todos tengáis en cuenta que aquí no soy más que la mensajera. La cosa va a estar mal todo lo que queda de hoy y todo el día de mañana, amigos, con nevadas que darán paso a granizadas antes de la medianoche de mañana… -Bisecada por la línea vacilante que la recorría con el detenimiento de un amante devoto, continuó señalando las flechas curvadas y azules que señalaban el frente frío que se les estaba acercando.
Cal se cubrió el rostro con el cojín y trató de escuchar. A esas alturas, el resto del dormitorio debía de estar preparándose para el desayuno y las clases de las 9:30. El ruido de los secadores, las duchas, los baños y las radios que sintonizaban la emisora de la universidad, la KLAP, ahogó el sonido de la televisión. Parecía que sus planes para llevar a Jodi aquella noche a la feria de invierno habían sido derribados en pleno vuelo. Últimamente no podían tomarse ni un pequeño respiro.
– Yippie, yappie, yahoooooey -murmuró-. Puede que esto sea la soga en una vida amorosa llena ya de fricciones.
Entraron dos chicas del tercer piso y sus bonitas y tímidas sonrisas lo flagelaron. Vaya, así que había estado de nuevo pensando en voz alta. Era parte de su encanto. Le pasaba a veces.
– Alzheimer, señoritas -les explicó-. Suele presentarse cuando uno termina su tesis de licenciatura.
Vestidas con camisones de algodón y zapatillas de andar por casa, se rieron de él, cambiaron de canal, se sentaron y empezaron a ver «La tribu de los Brady», aparentemente sin que les molestara, al menos por el momento, el movimiento de la imagen. Caleb se dio cuenta desde los primeros segundos de que se trataba del episodio en el que Cindy pierde a Kitty Guarda-todo -su muñeca, sospechosamente parecida a la señora Beasley, de «Cosas de casa» que la joven Buffy llevaba obsesivamente colgada del cinturón, solo que sin las gafas de abuela. No recordaba el nombre verdadero de Buffy, de la actriz. El hermano, Johnny Whittaker, hizo Tom Sawyer y Sigmund and The Sea Monsters, y luego se alistó en los Cuerpos de Paz para escapar a la maldición de los niños actores-.
Buffy murió de una sobredosis, recordaba Cal.
Hay veces en que uno no puede pensar en nada bueno, ni aunque esté viendo «La tribu de los Brady». En el pasillo, el agua emitía ruidos metálicos al pasar por los radiadores y la condensación enturbiaba las ventanas que había sobre ellos. Su mirada se perdió entre los matorrales cubiertos de escarcha.
Mientras estaba en clase no se le ocurría nada más apetecible que pasar el día entero retozando, pero ahora no se sentía con ganas de leer, dormir, o hacer la colada, que realmente hacía mucha falta. Por la ladera de la colina marchaban manadas de estudiantes en dirección a los edificios de física y biología, mientras otros cruzaban el césped para dirigirse a los departamentos de humanidades de Camden Hall o al gimnasio. Nunca había entendido que la gente hiciera ejercicio al comenzar el día, aunque Willy lo hacía a menudo. Un teléfono sonó en algún lugar cercano.
A lo mejor debería ir a hablar con Fruggy Fred. Consultó su reloj, que tenía el cristal empañado de sudor.
No tenía por qué haberse molestado. Era imposible que Fruggy estuviera despierto a esas horas de la mañana. El tío era capaz de dormir dieciséis horas al día y dormitar algunas de las restantes. Lo llamaba terapia de sueño, de modo que trataba el asunto con solemnidad y reverencia. Caleb sentía a menudo como si un grueso descorchador estuviera atravesándole el pecho cuando Fruggy hablaba de ello.
– Si controlas el sueño del mundo controlas el mundo -dijo en una ocasión Fruggy Fred, con voz soñolienta, a las ondas de la KLAP, antes de quedarse dormido sobre el panel de control. La lúgubre canción de los Doors, «When The Music Is Over» había sonado ininterrumpidamente cuatro veces antes de que Rocky y los demás guardias de seguridad echaran la puerta abajo.
Fruggy no estaba disponible al menos hasta las tres de la tarde, cuando empezaba su turno en la radio.
9:05.
9:06.
Caleb pensó en ir a buscar a Jodi y tratar de persuadirla para que se saltara las clases restantes, pero sabía que no lo conseguiría. Ella siempre se había tomado los estudios con mucha seriedad -demasiada seriedad-, incluso en la escuela elemental, hasta tal punto que había aparecido en la prensa local por no haberse perdido un solo día de clase hasta su graduación. Entendía las razones pero hubiera preferido que las cosas fueran diferentes. En aquel momento estaba al borde de un ataque de melancolía.
Ella creía que tenía que ser infatigable si quería escapar al destino de la miseria que sufría el resto de su familia. Dos hermanos y dos hermanas, todos menores que ella y ya con familias propias y cada vez más numerosas -niños a los que no podían mantener, antecedentes por robo, tráfico de drogas y por disparar contra perros, un par de niños retrasados que nunca podrían recibir la atención especializada que precisaban-.
A su hermano Johnny lo habían apuñalado en seis ocasiones diferentes, y disparado en otras dos, y el tío seguía en la calle robando coches, a pesar de que le faltaba la mitad del intestino delgado. A Rusell le iba más el allanamiento de morada y por las noches solía deslizarse por tuberías y enrejados, cuando la gente estaba cenando y viendo la televisión. Lo habían detenido en cinco o seis ocasiones ya, pero la policía no podía encerrarlo demasiado tiempo porque nunca robaba nada que valiera más de cincuenta pavos. Sobre todo monederos, zapatos de mujer, relojes-radio, fotografías antiguas en blanco y negro y cualquier ejemplar del Reader Digest que pudiera encontrar. Caleb sabía que en realidad no era un ladrón sino una especie de fetichista.
Tenía también el desagradable presentimiento de que sus hermanos podían haber abusado sexualmente de ella en alguna ocasión, y sus dientes manchados, sus barrigas de cerdo y sus tatuajes proyectaban en su mente imágenes especialmente pavorosas, aunque lo cierto es que ella nunca había dicho nada. En ocasiones daba patadas y lloraba mientras dormía. Caleb se preguntaba si podría pedirle a Fruggy Fred que la siguiera en una de sus pesadillas, entrara en su subconsciente y regresara con toda la verdad.
Una de las cosas más incongruentes era que su madre, una alcohólica, guardaba todavía los primeros cuadernos de matemáticas y caligrafía de Jodi, llenos de estrellas doradas y con sonrisas pintadas por todas partes. Los había ojeado en alguna ocasión, página tras página en las que hasta los primeros signos y símbolos eran perfectos. Cada proyecto, realizado sin tacha: el tracto digestivo dibujado a escala precisa, el sistema límbico, mapas del tiempo más detallados que los de Mary Grissom, todo elaborado de manera exhaustiva y precisa, año tras año. ¿Qué niña de cinco años no mezclaba las b y las d?
Ahora, en el último semestre de su año de graduación, estaba más absorta que nunca en sus estudios. Había muchas cosas entre ellos, cosas que no se decían pero se inferían, y surgían cada vez más a cada día que pasaba. Ella había tenido que ir al dentista a que le hiciera una férula de plástico porque habían empezado a rechinarle los dientes con mucha fuerza. El término clínico era bruxismo, y el sonido lo mantenía despierto durante la noche y le crispaba los nervios durante el día. Pero se había convertido en tal medida en parte de ella, que Jodi ya ni lo oía.
Su media académica, sus cartas de referencia, sus contactos en la facultad y sus investigaciones: La esquizofrenia como estímulo y como medio de expresión de una memoria racial, el miedo primario, y la ascensión de la mente animal del hombre. No tenía ni idea de lo que significaba, o lo que implicaba su significado. Ella había tratado de explicárselo en una ocasión, pero habían terminado haciendo el amor. Era mucho mejor así.
9:10.
Caleb apoyó los codos en la ventana y contempló el presente antes de que tuviera tiempo de alejarse más de él. Al año siguiente Jodi iría a la facultad de Medicina, y por mucho que le había asegurado que eso no afectaría a su relación, él había visto la verdad en sus ojos. Ya estaba deshaciéndose. Confiaba en que sus propias mentiras no resultasen tan evidentes, pero tenía la sensación de que no era así.
El teléfono del pasillo seguía sonando y finalmente logró que se levantara. Se acercó, preguntándose si alguien lo cogería. Cuando habían pasado unos catorce tonos, se dio cuenta de que era el suyo.
Sacó la llave mientras corría por el pasillo, casi seguro, pero no del todo, de que probablemente, alguien que no hubiera colgado a estas alturas esperaría otro minuto. Como llevaba solo los calcetines en los pies, resbaló sobre las baldosas y estuvo a punto de chocar de cabeza contra la pared. Llegó a su cuarto corriendo, introdujo la llave en la cerradura y giró el picaporte. ¿Quién podía estar tan desesperado por hablar con él?
En un movimiento rápido, la puerta se abrió con mucha más facilidad de lo normal, el picaporte se le escurrió entre los dedos y el impulso que llevaba lo lanzó demasiado deprisa al interior del cuarto. Patinó sobre la alfombra y logró mantener el equilibrio pero estuvo a punto de caer de rodillas al chocar de costado con la silla del escritorio. Jesús, iba a partirse una pierna si seguía así. Llovieron libros de la estantería y el frasco de cacahuetes que había sobre el pequeño refrigerador cayó al suelo y se hizo añicos.
– Maldición. -Levantó el teléfono-. ¿Sí? -Con mucho cuidado, reunió los trozos de cristal de mayor tamaño empujándolos con el pie-. ¿Quién es? Eh, no cuelgue ahora, que estoy aquí.
No había señal, ni esa clase de estática que indica que hay una conexión defectuosa.
El aire esperaba, tan gélido que casi pudo sentir un descenso de la temperatura.
– ¿Sí…?
Vacío. Esperó, y el seco silencio se prolongó idéntico otros cinco latidos de corazón, y luego ocho, y diez, contabilizados sin ninguna razón. Al otro lado no se oía una respiración, no había un pitido de tren ni un solo sonido de fondo que pudiera darle alguna pista. Nada que sugiriera la presencia de algo humano, y por eso esperó tanto tiempo, ya que aquello había esperado tanto tiempo por él.
Mientras se acercaba más al receptor, creyó poder detectar una presencia. Algo mucho mayor que él mismo estaba tratando de atraerlo allá dentro. No terminaba de decidirse a decir nada más: el silencio era tan completo que parecía como si no tuviera un teléfono en la mano y no hubiera un oído escuchándolo.
Diecisiete, diecinueve, veinticinco latidos, la cosa empezaba a rozar el ridículo, lo sabía, pero ahora estaba aquella sensación agradable y emocionante que recorría su columna vertebral. No se habían equivocado de número. Alguien lo quería desesperadamente. ¿Quién demonios es y por qué no me habla?
Finalmente, al mismo tiempo que abría la boca para decir algo, sin saber muy bien el qué, sonó algo parecido al crujido de un bloque de hielo cerca de su oreja. ¿Un plástico arrugado? ¿Alguien que masticaba? El sonido perdió intensidad hasta convertirse en un zumbido monótono, seguido por el agudo aullido de unas lejanas carcajadas, o una sirena, o los gruñidos de unos cerdos o un ruido de retroalimentación eléctrica, y Cal apartó el receptor de sí con un movimiento brusco y un gemido. Siguieron unos sonidos crujientes, como toses quebradizas y hojas secas desmenuzadas una a una al otro lado de la línea.
Sostuvo el teléfono a casi tres centímetros de su oreja. Una voz tenue y remota musitaba algo ininteligible.
– ¿Hay… alguien ahí? -Algo rígido empezó a girar en el interior de su pecho-. ¡Oiga! -gritó-. Vamos. Vamos, diga algo.
Otro gimoteo etéreo, más claro pero no más inteligible, tan lejano aún que la punta de las orejas le ardió al tratar de acercarse el aparato, buscando palabras.
Los fantasmas querían su muerte.
– ¿Quién es? -respondió con un susurro, mientras pensaba en la facilidad con la que se había abierto la puerta y comprendía que alguien había estado en su cuarto y había salido sin cerrar.
Arrojó el teléfono al otro lado de la habitación. Se partió contra la pared y levantó la fina capa de pintura de color melocotón que ocultaba las manchas de sangre.
Tenía que arriesgarse y entrar en el sótano de la biblioteca a plena luz del día.
Nadie iba a fijarse, e incluso en caso de que lo hicieran, ¿a quién iba a importarle que un muchacho se escabullera entre unas ramas y se colara por una ventana manchada de barro y con el tirador roto? ¿Qué iba a robar? ¿Las obras completas de George Elliot? ¿Les Fleurs du Mal? ¿Tal vez una copia de El padre muerto de Blancanieves, de Donald Barthelme? En cuestiones de sigilo, colarse en la biblioteca no era lo que se dice una hazaña.
Pero si hubieras estado por allí el año pasado, alrededor de las cuatro de la mañana, y te hubieran despertado unos espantosos jadeos y unos extraños ruidos que se dirigían hacia tu ventana, situada en el segundo piso, y resulta que hubieras salido de la cama para echar un vistazo -tras haber estado soñando de nuevo con tu hermana, que extendía hacia ti sus rojos brazos- y hubieras gritado y dado un respingo al ver un gigantesco culo blanco brillando a la luz de la luna, y los 120 kilos de Fruggy Fred jugando a la Mosca Humana en la pared -con extremada agilidad, por cierto, para un chico de su tamaño-, apoyando todo el peso en los pies y colgado de los ladrillos como un escalador, desnudo y con el cuerpo cubierto de algo brillante y resbaladizo, puede que aceite para bebés o vaselina o sirope de arce o incluso miel, escalando la pared cubierta de hiedra para regresar al dormitorio solo unos minutos después de haber escapado corriendo de la habitación de su novia tras una terrible pelea con la señora -enfurecida y armada con un cuchillo, porque había estropeado los últimos momentos de su romántico encuentro, justo antes de hacer el amor, al quedarse de nuevo dormido en los juegos previos-, oye, eso sí que habría sido algo digno de figurar en los anales del movimiento subrepticio.
En realidad, colarse en la biblioteca era una tontería, pero a Cal seguía sin gustarle la idea de entrar en el sótano por la mañana. Tenía los hombros agarrotados por la presión nerviosa. Aquella aventura azuzaba su imaginación. Había vuelto a pensar en su hermana y eso nunca era buena señal. Se miró las manos pero continuó andando. Experimentó una sutil pero intensa sensación de miedo al dejar el dormitorio y atravesar el amplio jardín trasero. El gélido aire de febrero le enfrió la cara.
No terminaba de entender cómo había empezado aquella relación con una muerta desconocida ni dónde creía que iba a terminar.
Cuanto más se esforzaba en explicar las circunstancias con palabras, más morbosos se volvían sus pensamientos. Uno sabe que las cosas están poniéndose feas cuando hasta él mismo empieza a darse cuenta. Caleb, temeroso de su predisposición genética, trataba siempre de evitar cualquier exceso de extravío mental. ¿Era eso lo que había en su interior? ¿La necesidad de meterse en la bañera con una cuchilla de afeitar?
Mientras caminaba y el cielo se enturbiaba sobre él, como una gasa blanca desgarrada, pensó, a la gente como tú la encierran en pabellones y celdas acolchadas.
Y después de un momento, añadió, sí, es cierto, pero siempre nos dejan salir de nuevo.
Si Jodi hubiera conocido su tesis, lo habría flagelado con una retahíla de espantosos nombres y términos sicológicos -Neurosis Obsesiva de Tabúes Espaciales, Polaridad Ansiedad-Histeria, El Ego y la Micción en los Estados Oníricos, Catexis Flotante por Castración- o cosas peores. Lo habría convertido en la estrella de uno de sus trabajos de sicología anormal. Habría empezado a entrevistarlo con una grabadora y le habría enseñado manchas de tinta con forma de culos adolescentes. Alcanzarían cierta notoriedad, saldrían en un programa de la televisión local por cable, en los programas matutinos, y luego saldrían de gira. Podría recorrer el país en una jaula para leones mientras ella llevaba un sombrero de copa y sostenía un látigo de domador, y después del espectáculo se tendería en una esquina, sobre un montón de paja, y trataría de conseguir que los niños le tiraran cacahuetes pelados.
Era evidente que había llegado demasiado lejos para abandonar ahora. La tesis había crecido hasta convertirse en un libro, y el libro había cobrado una vida propia y extraña. La mohosa habitación oculta en las retorcidas y oscuras entrañas de los túneles del sótano de la biblioteca se había convertido en parte de él, lo mismo que la chica.
El viento cobró mayor fuerza y Cal cerró las manos en los bolsillos sobre los desgarrones de tela y sus notas y papeles.
El reloj de la torre repicó una vez.
9:30.
Sylvia Campbell estaba muerta, a la edad de dieciocho.
Asesinada seis semanas atrás, durante las vacaciones de invierno, en la habitación de Caleb, bajo la ventana a la que había pegado su cama, probablemente para poder dormir cómodamente sin que el calor del radiador la mantuviera despierta. A Caleb no le importaba sentir el aire caliente toda la noche, pero por alguna razón había dejado la cama donde ella la había puesto.
¿Quién eras?
Durantes las vacaciones, por razones de conveniencia, la universidad dejaba solo dos dormitorios abiertos las veinticuatro horas del día, suficientes para alojar a los 400 estudiantes que se matriculaban en los cursos invernales impartidos durante las cinco semanas de vacaciones que separaban los semestres de otoño y primavera. Cal había estado pensando en dejar la escuela o cambiar de dormitorio o hacer cualquier otra cosa para enfrentarse al mundo. Se trasladó y dejó sus cosas en un guardamuebles, sin saber si regresaría. Todo lo que no se llevaría consigo en las vacaciones de Navidad.
En cuatro años, nunca había tenido el mismo cuarto dos veces -era parte de lo que necesitaba para sentir que ya estaba haciendo algo con su vida- pero en su último semestre le habían permitido quedarse con aquel. No lo quería, pero no iban a tomarse la molestia de asignarle otro. El programa de alojamiento adjudicaría a su cuarto un estudiante diferente durante todo el curso. Parecía que iba a causar un montón de problemas pero lo cierto es que no lo pensó demasiado.
¿Por qué mentiste?
El día antes de Nochebuena, aproximadamente una hora después de su último examen final, dio un beso de despedida a Jodi y se marchó, diciéndole que pasaría las vacaciones con un amigo del instituto que vivía en Montana. No tenía ningún amigo del instituto, ni en Montana ni en ningún otro sitio, pero no quería que ella le tuviera lástima y, desde luego, no estaba dispuesto a pasar un mes con su familia. Se marchó con la idea de recorrer el país a la manera de Kerouac, algo así, haciendo quién sabe qué, y tratando de no topar con ningún asesino en serie mientras estuviera haciéndolo. Se dijo que tal vez pudiera volver a sentir el entusiasmo y las aspiraciones adolescentes que había abandonado en la pubertad.
Haciendo autoestop por las carreteras interestatales descubrió que los camioneros de su época eran remisos a recoger autoestopistas. No podía culparlos. Terminó alquilando un Mazda y pasando sin detenerse por todos los lugares que había creído que serían interesantes. De algún modo terminó varado en la Costa Oeste, cuando su intención había sido visitar Nueva Inglaterra. El Mazda se averió en Arizona y él terminó montado en una camioneta con quince indios navajos. Lo dejaron en un pueblo llamado Blue, que no tenía más de cincuenta metros de largo. No sabía qué demonios iba a hacer.
Sus problemas con el alcohol habían empezado a los quince años, pero había pasado sobrio los últimos dos años, o al menos eso creía. No recordaba haberse tomado ni una mala cerveza pero ahora el aliento le olía siempre a ron.
El sedoso abrazo del fracaso lo había encontrado de nuevo y él había respondido echándose a reír a carcajadas: atravesando parajes de maleza se ocultó para esperar a que pasara el tiempo, entre las grotescas escenas de la vida rural y las atracciones para turistas, montando en potros lisiados y becerros bicéfalos. Tardó otra semana en llegar a las playas de California y para entonces su sudor olía a whisky pasado. Los discos en los que escribía cuando no estaba tan débil y quemado por el sol que era incapaz de encontrar las llaves de su portátil se habían fundido casi todos. Su pelo había perdido color y ahora era de una apagada tonalidad arenosa.
Despertó en mitad de enero, con una torcedura en cada rodilla y las manos llenas de fragmentos de una botella de ron 151, que se le habían clavado al caerse en un terraplén de las afueras de Sparks, Nevada, y que lo dejaron varado tres días. Las monjas lo ignoraban y los médicos lo trataban con descuidado desapego. Casi nadie se molestaba en dirigirle la palabra, preguntara lo que preguntara. No recordaba la mayor parte del viaje, y lo poco que recordaba hubiera preferido olvidarlo.
El largo periplo terminó con Caleb con muletas, vendado y cojeando en dirección al triste porche delantero de la casa de Jodi. Su hermano Rusell estaba mirando unas fotos en blanco y negro, riéndose entre dientes. Johnny tenía cuatro Toyota robados aparcados en el linde de un bosquecillo cercano, donde los estaba pintando de amarillo limón con una brocha y un cubo. Los niños retrasados gateaban y maullaban en el patio; su beligerante padre y su madre alcohólica lo amenazaron con escopetas. Le gustó la atención. Finalmente dejaron que aparcara en el patio de atrás, donde todas las tardes se le sentaba en las rodillas un niño hidrocefálico. Jo no hizo demasiadas preguntas. En cierto modo, aquella fue la mejor y la peor parte de la aventura.
Casi repuesto del todo -al menos por lo que se refiere a sus piernas-, regresó a la universidad y descubrió que acababan de pintar las paredes de un gastado color melocotón que no conseguía ocultar el hecho de que en la esquina de su cuarto, alguien había muerto de forma horrible. El lugar olía como las costras de sus manos hasta cuando las ventanas estaban abiertas de par en par, y entre eso y el frío que entraba por ellas, parecía un almacén de carne.
Mientras contemplaba las manchas, había entrado Willy para preguntarle por su viaje a Nueva Inglaterra. No pudo hacer otra cosa que quedarse mirando la pared.
En cierto modo, seguía mirándola.
Volvió la cara hacia el viento feroz al salir del campo.
9:43.
Tenía las dos manos sudorosas y llenas de jirones de la tela de sus bolsillos. Cuando Jodi se enterara de que iban a clausurar la feria a causa de la nieve, se enfadaría mucho: llevaba toda la semana hablando de ello, presa de un entusiasmo casi vertiginoso que raramente había visto en ella. Casi daba miedo. Puede que lo que le hubiera atraído de ella fuera la seriedad de su carácter, que le proporcionaba algo a lo que aferrarse cuando necesitaba recobrar el equilibrio.
No obstante, era un alivio descubrir que el delicado cariño que se profesaban seguía allí, algunas veces al menos, y que no siempre tenía que amarla contra la marea de su inevitable separación.
– ¿Ganarás un peluche para mí? -le había preguntado ella el día antes.
¿Qué otra cosa podía responder salvo, sí, por supuesto? Nunca antes había ganado un peluche para una chica y no era capaz de superarlo y pensaba, ¿cómo he podido olvidar algo tan importante? Todo el mundo debería ganar un peluche de feria para su chica al menos una vez en la vida. Tendría que hacerlo. Derribar las latas, lanzar las anillas, arrojar la pelota de ping pong, y ganar el elefante rosa. Solo esperaba que no fuera así como su padre y su madre se habían conocido.
Bajó a buen paso una empinada ladera que desembocaba en una rambla y terminaba en un viejo camino empedrado al norte de la biblioteca. Se agarró a la valla metálica que rodeaba el edificio por la parte trasera y se encaramó a ella. El frío metal le raspó las manos.
Si entraba por la puerta delantera, situada al otro lado del edificio, tendría que pasar por el detector de seguridad antes de llegar a los mostradores de control de libros, las máquinas de microfilme y las mesas de referencia del primer piso. Las puertas del sótano, las tres, estaban cerradas.
Como la biblioteca y la zona de estudiantes estaban interconectadas por un puente transversal construido en una ladera de la empinada colina, Cal se encontraba ya por debajo del primer piso. El campus estaba lleno de promontorios y lomas, bosquecillos y prados, bastante agrestes algunos de ellos, y varios dormitorios se habían construido siguiendo el mismo modelo. El paisaje era uno de los argumentos principales en los folletos de la universidad.
Mientras trepaba, veía pasar a los estudiantes frente a las ventanas que tenía encima. Al llegar a lo alto de la valla, volteó las piernas sobre ella y se preparó para saltar, pero a mitad de movimiento se le enganchó el abrigo en una púa del alambre y cayó sin control. Por un instante se preguntó si habría estado bebiendo otra vez sin darse cuenta. Rodó, oyó un desgarro, y la más lastimada de sus dos rodillas recibió un doloroso golpe lateral. Lanzó un grito y cayó sobre un montón de barro helado.
– ¡Eh! -gritó alguien.
Con el corazón desbocado, Cal se sintió como un idiota por la completa falta de fuerza y destreza que acababa de demostrar. Jesús, Fruggy Fred trepó los tres pisos de un dormitorio entero cubierto de aceite vegetal y no se escurrió una sola vez. Puede que debiera darle lecciones cubierto de margarina para mostrarle cómo cambiar el peso de pierna y plantar los pies de la forma adecuada.
– ¡Eh!
Maldición, ¿qué estaba pasando? Sentía el suave contacto de los muertos acercándosele de nuevo. Bufó como un caballo, furiosamente, tratando de no morderse la lengua. La imaginación de Caleb no había dejado de volar durante la última media hora y se había convencido de que la CIA, el Mossad o los siete ángeles de las Revelaciones habían caído sobre él en el mismo momento en que había escuchado la voz que lo llamaba.
Se volvió y vio a la chica que le había guiñado el ojo en la clase de ética aquella mañana, apoyada tranquilamente en la valla.
– Eh -dijo, arrugando el gesto-. ¿Estás bien? Eso ha debido de doler.
– Sí -le dijo-. Claro. Estoy perfectamente.
La chica introdujo los dedos por los agujeros de la valla y los agitó hacia él.
Su cabello negro se columpiaba alrededor de sus mejillas, enmarcando perfectamente su rostro. Era lo que la gente llamaba un rostro con forma de corazón desde los cincuenta y Cal no tenía razones para ponerse a discutirlo. Era una atractiva morena, menuda, con labios gruesos y unos grandes ojos castaños que dominaban sus facciones. Tenía una peca en la punta de la ceja izquierda que hizo que se fijara todavía más en su mirada. Por mucho que tratara de volverse en otra dirección, sus ojos siempre se veían atraídos a ella. Cuando parpadeaba, sus largas pestañas golpeteaban el aire con un latigazo mentalmente audible. Tenía una voz un poco áspera, con algo pétreo, que hacía que supieras sin ningún género de duda que estaba dirigiéndose a ti.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó.
– Uhm…
– Menuda chapuza de pirueta acabas de hacer -dijo, y se rió desde el fondo de su garganta.
– Aprendí todo lo que sé de los Walendas Voladores -respondió él. Esperaba no estar frunciendo el ceño. Obligó a su entrecejo a enderezarse, se aseguró de que no estaba entornando la mirada y añadió-. Pero no de los muertos.
– Ajá. Bueno. Supongo que eso es una suerte.
Cal no sabía muy bien lo que estaría viendo en él.
– No me digas que la clase ha terminado antes de tiempo. -Tenía que haberlo hecho hacía solo diez minutos. Era imposible que la chica hubiera recorrido aquella distancia en ese tiempo-. A Yokver le gusta que el espectáculo continúe hasta el último segundo.
Ella se encogió de hombros y su cabello se balanceó junto a las articulaciones de su mandíbula.
– Eso ya no me preocupa. Me irrita su forma de dar el espectáculo. Me marché después que tú.
Eso lo sorprendió genuinamente.
– ¿En serio? Creía que a todos les encantaba la clase del Yok.
– No creo que le guste a nadie. No dice gran cosa sobre nada. -Apretó los labios y, con gesto ausente, se los humedeció con la lengua hasta que estuvieron resplandecientes, mientras trataba de dar con una respuesta. Indudablemente era la clase de movimiento que al Yok le hubiera gustado mucho, tan sensual como el jugueteo de las uñas rosas de Candida Celeste sobre su blusa-. Es una clase muy tontorrona, dirigida a gente a la que no le gusta pensar demasiado antes de mediodía. De lo cual soy culpable.
– Y yo. -Era cierto.
– Creo que me he sentido como tú desde el principio, solo que no me importaba lo suficiente como para explotar. Ese tío no quiere más que tener cuerpos delante, y le da igual quiénes son o lo que puedan tener que decir. Es una puta pérdida de tiempo. Pero el sistema hace que sea muy difícil cambiar de clase y luego la apatía se apodera de uno y empieza a pensar que a la mierda con todo. Es más fácil quedarse allí sentado y evadirse, pensando que tienes un curso de mierda. -Su aliento brotaba en pequeñas nubes de vaho que le recordaban a los bocadillos con los pensamientos de Snoopy-. Tienes suerte de no haberte partido la crisma. El abrigo se te ha hecho pedazos. ¿Y qué estás haciendo ahí?
La peca atrajo su mirada.
– Pensé que podía acortar por aquí para llegar al edificio de estudiantes.
– No -dijo ella-. Por aquí no se llega a ninguna parte. No hay puertas traseras por ahí. Tienes que ir por el otro camino, atravesando la colina.
– Ya me he dado cuenta.
Arrancó de un tirón el abrigo roto, tras asegurarse de que las notas seguían en su sitio, y volvió a encaramarse a la valla. Se tomó su tiempo para hacerlo, tanto por el bien de su ego como por el de sus rodillas. Cuando saltó junto a la chica, ella levantó una imaginaria pancarta de puntuación.
– Una inspirada interpretación.
Cal hizo una reverencia y ella aplaudió educadamente. Aunque los dos lo estaban intentando, la comedia no terminaba de ponerse en marcha. La chica tenía una de esas sonrisas que te obligan a alegrarte, por muy sombrío que sea tu estado de ánimo. Podía cabrearte si querías estar de mal humor: eso era auténtico poder.
Le tendió la mano.
– Soy Caleb Prentiss.
Con un jadeo, ella lo sujetó por la muñeca, lo acercó demasiado y se inclinó hacia él hasta que sus narices estuvieron en contacto. ¿Qué? Cal abrió los labios para recibir un beso, frunciendo el ceño y preguntándose cómo habrían llegado a eso tan deprisa. Su lengua esperó de brazos cruzados en el interior de su boca.
La chica dijo:
– ¡Calvin! Vaya, se-ñah Prentiss, ahora me explico por qué tenía tanta prisa. ¿Eh? ¿Eh? ¿Hmmm? ¿Hmmmmmm?
Cal se echó a reír con unas carcajadas que parecían rebuznos y sonaban extrañas y estúpidas, pero al menos era algo divertido. Ella se apoyó en la valla, riendo, le estrecho la mano y dijo:
– Me llamo Melissa Lea.
– Magnífica imitación. Podrías ser la hija del Yok.
Tras apartarse un rizo negro de la boca, respondió:
– Lo soy.
Uoooa, Dios mío. Se quedó paralizado. En medio de un ataque de náuseas, sintió cómo trepaba la humillación por su nuca. El viento arrastró bocanadas de aire denso por su nariz mientras balbuceaba tratando de decir algo, pero, espera, ¿no ha…?
– Que te da un infarto -dijo Melissa Lea-. Solo estaba bromeando. Mi apellido es McGowan. ¿Qué pasa? Cálmate.
Lo intentó.
– Ha sido una broma muy pesada.
– El profesor Yokver te tenía realmente acojonado, ¿eh?
¿Por qué no la había visto hasta aquel día? ¿Por qué no la reconocía? ¿Tanto le había perturbado el Yok? ¿De verdad era tan frágil?
– No recuerdo haberte oído decir gran cosa en clase, Melissa.
– ¿Y a alguien sí?
Tenía razón. La gente no hablaba demasiado, ni siquiera los pelotas que fingían que les importaba la clase de ética.
– No.
– Sí, bueno, no había oído más que elogios sobre él y todo el mundo decía que su clase es una «maría». Supongo que por eso lo hice. Me dijeron que lo habían elegido el profesor más popular los últimos seis o siete años, pero después de las primeras clases me di cuenta de que la estimulante Filosofía uno-tres-ocho iba a arrojar mi ya ruinoso expediente académico a la basura. Para entonces ya estaba atrapada y él se negó a dejarme ir por mucho que se lo pedí.
– Y el decano tampoco te hizo mucho caso.
– No, en efecto, y no sé por qué. Creo que ese hombre me desagrada aún más que Yokver. Hay algo en él… su forma de mirar a la gente. Siempre parece estar pensando en otra cosa, ¿sabes?
– Sí.
– Como si no estuviera escuchando. Me pone de los nervios.
A Cal le pasaba lo mismo siempre que tenía que hablar con el decano. Regresaron a campo abierto. Con apenas un leve cambio, la sonrisa de la chica se convirtió en una sugerencia sensual. O al menos eso le pareció a él.
– Así que -dijo Melissa-, cuando te he oído decir lo que pensabas en vuestro pequeño tete a tete de esta mañana, he recobrado de repente la perspectiva de las cosas y me he decidido a salir de mi complacencia. O sea, me he dado cuenta de que pago por esto. He estado pensando en vagabundear por ahí algún tiempo. Y también en pedir el traslado e ir a otro sitio.
– ¿Adónde?
– ¿Quién sabe? No estoy segura. -Continuó sonriendo, pero su rostro se había ensombrecido: el traslado a otra universidad podía ser peor que emigrar. Era como entrar en un país nuevo en el que uno era extranjero y tenía que aprender un idioma nuevo y complicado y unas leyes diferentes-. Ahora voy a volver a mi cuarto para terminar un trabajo sobre «Lines on his Promised Pension», de Spenser, para el profesor Moored.
– ¿Te especializas en Inglés? -le preguntó.
– Y en Español, ¿comprendes?
– Ya. Spenser. Nunca me ha gustado mucho.
– Ni a mí. Ni a nadie, así que puede que el profesor no se encuentre con otros nueve trabajos sobre el mismo tema, como le ocurrirá con «Kubla Khan», «Oda a una urna griega» y «El cuervo».
Howard Moored le tenía un cariño especial a los sonetos de Shakespeare, sobre los que nadie escribía nunca porque eran engañosamente parecidos. Cal quería hablar del tema con ella, prestarle algunos libros, darle algunas ideas, pero ahora, de repente, la chica parecía tener mucha prisa, y le dio la impresión de estar reteniéndola.
– Que tengas suerte. Me ha gustado charlar contigo.
– Y a mí. Adiós.
La siguió con la mirada mientras cruzaba el césped seco con pasos rápidos pero resueltos y el cabello sacudido por la brisa. En su cabeza empezaron a rondar toda clase de malas ideas y al tragar saliva le pareció que tenía la nuez más grande que la cabeza. Ah, no, no lo hagas, ni lo pienses, vas a meterte en mierda hasta yo qué sé dónde, pero no fue capaz de detenerse y allí no había nadie para ayudarle.
Incapaz de contenerse, cuando ella se encontraba a cincuenta metros de distancia, gritó:
– Eh, Melissa, como parece que ninguno de los dos va a tener clase mañana por la mañana, ¿qué tal si desayunamos juntos?
Ella se volvió y caminó marcha atrás varios pasos.
– ¡Vale! Podemos hablar de jihads, censura, pomo grafía, Ruby Ridge y enanos.
– Bueno, sí, supongo que podré hacerlo siempre que no toquemos el tema del movimiento. Nos veremos en la cafetería a las ocho.
Ella respondió con un gesto que parecía casi un signo político.
Una vez que la chica se perdió de vista, introdujo la mano en el bolsillo del abrigo para asegurarse de que sus notas no habían desaparecido. Los papeles respondieron a su contacto con un crujido agresivo. Los plegó para mantenerlos a salvo y regresó lentamente a la valla. Esta vez tuvo especial cuidado con las puntas y saltó al otro lado.
Moviéndose entre el ramaje, apartó el largo árbol de su cara y se arrastró hasta la sucia ventana. Volvía a tener las manos sudorosas y se olió las palmas para asegurarse de que no desprendían olor a ron pasado.
Apoyó todo su peso contra un extremo del marco y empujó la ventana hasta que el picaporte que había roto una semana antes se abrió con una sacudida.
A continuación movió los pies, se acurrucó y asomó la cabeza a la oscuridad de la apartada habitación que tenía debajo. Por primera vez se dio cuenta de lo mucho que se parecía su interior a una tumba.
¿Qué sueñan los ángeles?
Al saltar sobre las sombras desde la repisa de la ventana tropezó con la mecedora de mimbre de Sylvia, igual que había topado antes con su muerte.
Tendido de costado sobre el asiento, sintió las hebras y nudos de mimbre bajo su espalda.
– Muy bien, aquí estoy de nuevo -dijo con los dientes apretados. La atmósfera del lugar, esa sensación de encontrarse en un gran lugar vacío, tan pesada que era como estar cargando a hombros un enorme peso viviente, le hacía susurrar de aquella manera. Podía verse atrapado en símbolos sin siquiera tener que esforzarse.
Cobró clara consciencia de que estaba sentado en la silla de una muerta.
Muerta, como si hubiera pasado por las manos de Ted Bundy o Richard Speck, creciendo su presencia en su mente al mismo tiempo que crecía su inquietud. Pero cada vez estaba más cómodo, comprendiendo que aquel era un asiento de amor, hecho para dos. Sylvia y él jun tos allí abajo, tratando de conocerse un poco mejor, una cita a ciegas diferente a cualquier otra cita.
Tanteando a ciegas en la oscuridad, encontró el interruptor que había junto a la puerta, lo encendió y examinó la diminuta habitación.
Puede que no fuera exactamente una tumba. Más bien un ataúd.
La solitaria bombilla iluminó un mohoso almacén que contenía los restos de la vida de Sylvia Campbell: sus muebles y su ropa, una decrépita caja de color naranja llena de libros de bolsillo. Tenía buen gusto literario y poseía todos los libros de John Irving, Joyce Carol Oates, José Saramago, William S. Burroughs, Donald Barthelme y John Fowles. Al igual que a él, no le iban los argumentos lineales. Alguien había metido un cepillo de dientes rosa en un caja de sobres, y sobre ella había un paquete de hojas insertables que ahora estaba utilizando él para escribir su tesis a mano.
Eso era todo lo que había dejado. Puede que no más de treinta kilos de posesiones en total. Si él muriera mañana mismo, tendría muy poco menos como testimonio de una vida entera.
Se quitó el abrigo roto y se arrodilló junto a las cosas de la chica. Pasó sus manos sobre ellas, aquí y allá, palpando las diferentes texturas. Imaginó sus gestos, una voz y una risa, un estilo y una forma de comportarse, y dibujó en sus pensamientos escenarios generosos en detalles, preguntándose lo que habría sido vivir con aquellas cosas todos los días. Aquellos objetos que la habían visto morir.
Al comienzo de aquel… estudio… había buscado abolladuras en el colchón, las marcas profundas dejadas por ella y sus amantes, tratando de diferenciarlas de las que Jodi y él dejaban en su propia cama. No había demasiadas manchas de sangre en el colchón, no tantas como cabía esperar. Un sinfín de escenas se le echaron encima mientras trataba de encontrarla allí: a los dieciocho años todavía se podía ser virgen, ¿no? Puede que no.
Puede que hubiera dejado a su novio en algún campo de maíz del Medio Oeste o que tuviera un chico en el campus y le gustara más dormir en su cuarto. Cal dio unos golpecitos en el somier y escuchó el vibrante zumbido que le ofrecían los tensos muelles como respuesta.
¿Había decidido un amante enojado quitarle la vida? El chico sigue sentado a su mesa pasada la medianoche, forcejeando con logaritmos y diferenciales y funciones hiperbólicas. Los deberes de cálculo están jodiéndolo vivo. Por mucho que mire los libros con resentimiento, va a fracasar y lo sabe. Su padre le dirigirá duras miradas de decepción y su madre apretará el delantal con las manos y le gruñirá con los labios pálidos. Su hermano, el quiropráctico, tratará de convencerlo para que entre en el negocio familiar, le enseñará a dar masajes, a hacer crujir suavemente la vértebra atlas.
Así que aparta la mirada y contempla a Sylvia, acurrucada bajo las mantas, durmiendo con tanta facilidad, sin un solo problema en el mundo. Empieza a pensar que está librando esta batalla por ella, para darle la casa que quiere, para poder permitirse los tres niños de los que siempre está hablando, el cocker spaniel y los dos gatos y la pecera con motor, y una camioneta nueva para ir de acampada con los críos. Lo está haciendo todo por ella, y ella no sufre ni un poco, solo está allí tumbada, respirando suavemente en su sueño. ¿Cómo puede soportarlo todos los días? ¿Es que no oye su sufrimiento? ¿Por qué no se da cuenta de que está chillando?
¿Quién eras?
La pregunta, la más importante, cobró vida en el silencio. Arañó a Caleb. Aquel viaje tenía algo amargo desde el principio, porque sabía que nunca sería capaz de completarlo del todo. Por muy lejos que llegara o mucho que entregara. Siempre sería un grial imposible de alcanzar, a menos que también él estuviera muerto.
– Cierra la boca -dijo en voz alta.
Su voz resonó en el cuarto.
El primer día de clase se había quedado mirando la pintura de color melocotón que tapaba la sangre de la pared mientras Willy le preguntaba repetidamente sobre sus vacaciones. Jesús, allí había muerto alguien.
Sabía que su hermana estaba de camino.
Willy era un culturista que alcanzaba el metro noventa de puro músculo, de figura imponente mientras se inclinaba sobre Caleb tratando de conseguir que su amigo le prestara atención. Cal era incapaz de apartar la mirada de la pared. Reconocía una mancha de sangre cuando la veía. Willy siguió preguntándole por Navidad y Año Nuevo, por las chicas de Nueva Inglaterra y la salvaje Ivy League.
– ¿Te has metido en muchos líos? Lo digo porque se te ve en los ojos. Llegaste a Boston, ¿verdad? Tienes que haber pasado por la Zona de Combate en algún momento, ¿no? Ya no es como era antes, según me han dicho, pero sigue siendo algo que hay que ver. ¿Te acuerdas de mi antiguo compañero de cuarto, Herbie Johnson? No, ya veo que no. Bueno, pues era de Massachussets y me contaba toda clase de historias tremendas sobre la Zona antes de que la limpiaran. Al menos Disney no se ha apoderado todavía de todo, como en Times Square. Oye, me han dicho que es ahí donde…
Willy no había reparado en el color nuevo del cuarto de Caleb, no parecía percibir el terrible y persistente hedor de la descomposición que a Cal se le pegaba en las fosas nasales. La ventana estaba cubierta de escarcha helada.
A pesar de que no podía saber lo que había ocurrido en su ausencia, Cal se quedó allí como hipnotizado, mirando la fea mancha de la pared, oliendo una peste a carne.
En ese instante, escuchó la voz de su hermana con tanta claridad como si hubiera estado de pie detrás de él.
Se revolvió como si le hubieran puesto un cuchillo en los riñones, asustado, asqueado y enfermo, y giró la cabeza para mirar a alguien que ya no se encontraba allí. Se mordió la lengua hasta que su hermana volvió a esfumarse en su infancia, donde estaban almacenados todos los fantasmas -o al menos la mayoría de ellos-. Willy seguía hablando pero empezaba a parecer un poco molesto. A Cal le dolían las palmas de las manos como si hubiera estado clavándose agujas en ellas. Contempló la pared, y reconoció la sangre, supo por qué había regresado su hermana, ató cabos mientras se desgranaban los segundos.
La agitación de Willy fue en aumento mientras repetía el nombre de Cal. Lo cogió del brazo y trató de conseguir que saliera de su trance.
– Oye, ¿te encuentras bien? ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?
Los latidos de Caleb se convirtieron en un repicar en su cabeza mientras pensaba, vale, hay sangre en mi pared, en mi propia habitación… ¿quién?… ¿qué?… han movido la cama, y Willy tiró con más fuerza aún, pero Caleb no se volvió. El hecho de que el rojo fuera todavía visible debajo de tantas capas de pintura de color melocotón demostraba que la sangre se había coagulado y había estado allí algún tiempo. ¿Dos, tres días? No la habían encontrado al principio. Debía de ser una solitaria, sin amigos que la echaran en falta. ¿Cómo es que no lo olían todos…? No se percató de que había asumido inmediatamente que se trataba de una mujer y no había considerado la posibilidad de que se tratara de un suicidio. Con un suicidio no habría tanta sangre en la pared, ni aunque se hubiera disparado en la boca. Puede que fuera verdad. Parecía que sí.
Entonces Willy había empezado a gritar y había levantado su enorme mano como si fuera a darle un bofetón, probablemente en broma pero puede que no.
– ¡Cal! ¿Qué coño estás haciendo?
Rose entró en el cuarto, leyendo una gastada copia de The Lathe Of Heaven, de Ursula K. Leguin, seguida por Fruggy Fred. Una sensación de déjà vu asaltó a Caleb y todo lo que había estado deslavazado hasta entonces encajó perfectamente.
Rose dijo:
– Me han contado lo de tus piernas. ¿Estás bien? ¿Cal? ¿Qué te pasa? -Adoptó una postura que le hacía parecer un tejón asustado, el cuello demasiado inclinado hacia delante, y las manos colgando de las muñecas como zarpas-. ¿Qué estáis haciendo? -Willy terminó de echar atrás su enorme brazo y el puño empezó a bajar, más rápido cada vez, como un martillo lanzado desde arriba, y Cal soltó una de las muletas y bloqueó el golpe. Algunas cosas se hacen por instinto. Sin embargo, no logró pararlo del todo y sus dientes entrechocaron.
No creía ni por un momento que hubieran atrapado al asesino.
Fruggy le dio un abrazo y le murmuró algo al oído, se tendió en la cama y se quedó dormido al instante. El centro del colchón se hundió casi hasta el suelo. Cal lo miró mejor y se dio cuenta de que no era su colchón. Lo habían cambiado por uno nuevo. ¿Qué le había pasado al viejo? ¿Dónde lo habían puesto?
Willy se relajó, le rodeó los hombros con un brazo y dijo:
– Debes de habértelo pasado de puta madre si sigues tan flipado. Fuiste a la Zona de Combate, ¿eh? Como estaba contándote, Herbie Johnson me dijo que…
Rose cerró la ventana y lo ayudó a deshacer el equipaje.
– Hace un frío que pela. Estás todo quemado por el sol. ¿Vas a venir a nuestra fiesta esta noche? -Guardó su ropa interior y, por alguna razón, esto hizo que se le pusiera la carne de gallina-. ¿Qué te ha pasado en las manos? Jodi no me ha dicho que te hubieras hecho nada en las manos. Joder, necesitas una crema antibiótica y una venda. Oh, Cal…
– Me las corté con una botella de ron rota -respondió Caleb. Su voz le sonaba tan lejana a él mismo que casi parecía que estuviera ya allí, con su hermana-. Nada serio, en realidad.
– Estás sangrando -dijo Willy.
Bajó la mirada y vio que tenía las palmas cubiertas de puntitos rojos.
– No es nada. -Trató de esbozar una sonrisa, y fue como si los labios se le estuvieran partiendo-. ¿Y qué tal os ha ido a vosotros? ¿Cómo os han tratado Navidad y Año Nuevo?
Con los suaves ronquidos de Fruggy Fred como sonido de fondo de su amistad, Willy y Rose le contaron lo que habían recibido y regalado en las vacaciones, en qué discotecas habían estado, cómo se encontraban sus familias, a qué otros compañeros habían visto y qué historias les habían contado, y Cal no escuchó una sola palabra.
Todavía olía a Sylvia en el cuarto.
Las ramas, espoleadas por el viento creciente, golpeaban furiosamente los cristales de aquel ataúd.
Caleb se sentó en la silla de Sylvia Campbell y sacó sus notas, las desdobló y trató de leerlas con la escasa luz. No parecía su letra y no entendía lo que había escrito. Había páginas y páginas, pero no sabía dónde empezaban ni dónde acababan. Esta vez las sombras se negaron a hablarle.
Hasta que no descubrió el pequeño autorretrato a lápiz que Sylvia Campbell había hecho, no supo qué aspecto tenía. Entre sus pertenencias no había ningún álbum de fotos. Aunque había encontrado un bolso -uno de esos grandes, de plástico púrpura y arrugado que parecen pasas gigantes- no había visto ningún carné de conducir, de la Universidad o libreta. Ni dinero, por cierto. Los polis, o alguien, debía de habérselo llevado.
Antes de encontrar el esbozo en aquel pedazo de papel, no le había quedado más remedio que utilizar los rasgos de Jodi como punto de partida para conjurar a Sylvia. Cuanto más lo pensaba, más comprendía que necesitaba una imagen visual para trabajar mientras escribía sobre ella. Dotar a Sylvia de vida era necesario para poder sentirla en las tripas y mantener la llama encendida. Había suavizado unas pocas arrugas de la frente de Jo, le había alargado y rizado el pelo rubio, había cambiado el azul de sus ojos por un castaño apagado y había alterado un poco la forma de su nariz. El resultado era otra persona que al mismo tiempo tenía algo familiar para él. No podemos crear, solo embellecer.
Podía amarla, de algún modo, del mismo modo que amaba a Jodi, a fin de acercarse un poco más a quien ella había sido, hacerlo de verdad. Al principio no le había sido fácil impedir que el nuevo rostro se fundiera con el de Jo, pero pasado algún tiempo, su visión de Sylvia había terminado por moverse como una marioneta por el tapiz de una vida que él trataba de urdir.
No siempre funcionaba. Algunas veces las hebras se enredaban. Otras veces se convertía en su hermana y la boca de la marioneta se movía, tratando de decirle algo que sencillamente no brotaba de sus labios.
El esbozo estaba en el reverso de una ficha que la chica utilizaba como marcapáginas, situada en la página 395 de Bellefleur de Joyce Carol Oates, en el capítulo titulado «El hijo perverso». Cal siempre había querido leer el libro pero sus 700 páginas de pequeña letra lo intimidaban.
Había ojeado cada uno de los libros de Sylvia y el retrato había salido revoloteando, una pequeña ficha que había descrito un arco sobre el alféizar de la ventana como una polilla luminosa. A esas alturas había empezado a soñar con ella, pesadillas sobre vivisecciones que lo dejaban sin aliento antes del amanecer y le provocaban terrores nocturnos, y que obligaban a Jo a despertarlo presa de un miedo nervioso. Con una máscara de plástico en la cara, parecía no tener dientes, parecía que su boca no era más que un agujero negro en el centro de su rostro que a él le provocaba ganas de gritar. En una ocasión, mirando a Jodi mientras el sudor se le metía en los ojos, había empezado a pronunciar el nombre de Sylvia antes de comprender dónde se encontraba.
Sylvia Campbell no se parecía en nada a la marioneta que había creado, aunque por alguna vaga razón él había deseado que fuera así. No obstante, había errado por defecto, porque era mucho más hermosa de lo que se había atrevido a imaginar. Era una mujer completamente diferente a la quimera que se arrastraba penosamente por sus sueños. El dibujo, un poco manchado en los bordes, estaba firmado por Sy. C. Una leyenda bajo el retrato rezaba simplemente, Yo.
Y allí estaban.
Había sido una agradable sorpresa conocerla al fin. Las elegantes curvas y las arreboladas sombras de grafito le otorgaron una realidad de la que había carecido hasta entonces. Se aferró a la tarjeta con una intensidad que lo sorprendió, temiendo doblarla o plegarla. Sabía que estaba metido en un lío. Se dio cuenta de que estaba sonriendo demasiado, admirando repetidamente la curva de sus ojos, sosteniendo su rostro entre las manos. Aquello no estaba bien.
No era tímida. Largos y negros bucles se enroscaban alrededor de uno de sus ojos y le sonreía con el labio inferior fruncido casi en un puchero, una mirada profunda y bonita que lo cogió desprevenido. Casi podía creer que lo estaba observando desde la tumba, llamándolo con señas.
– Cierra la boca -dijo Caleb, con más resignación pero al mismo tiempo tratando de poner mayor énfasis. Suspiró con demasiada fuerza para la habitación y extendió las notas mientras daba golpecitos a su pluma.
Después de que Willy y Rose se marcharan, el primer día de clase de aquel semestre, Fruggy Fred había seguido roncando en la cama mientras Cal se sentaba en el suelo frotándose las piernas y trataba de ordenar las conflictivas señales.
Habían matado a alguien allí y nadie le había avisado. No habían puesto una de esas cintas policiales de color amarillo sobre la puerta. El decano no había publicado una nota en la prensa. Fruggy se giró, y se giró de nuevo. Su boca se movía sin parar. Cal se preguntó con quién estaría manteniendo aquella conversación tan animada. Se inclinó para escuchar, pero no pudo entender las palabras. Se acercó a la pared y estudió el mal trabajo que habían hecho los pintores.
Había olido aquello antes.
Tras decidir -en la última semana de noviciado, antes de tomar los votos definitivos- no seguir adelante con su proyecto de hacerse monja, su hermana empezó a trabajar como asistente social, en los tiempos en que el término no estaba todavía demasiado devaluado.
Por aquel entonces, cuando todavía duraba la culpa por Vietnam y los niños asiático-americanos llegaban a centenares buscando a sus padres, y los cubanos eran encerrados enjaulas en los pasos subterráneos antes de ser devueltos a Castro, gritando todos, y los escuadrones de la muerte recorrían Sudamérica y entraban en los suburbios, las chicas blancas seguían viendo Harlem como una especie de Meca que impulsaba el Movimiento Negro, y nadie sabía muy bien lo que hacían. Estaba bien, al menos era algo, un esfuerzo. El crack y el SIDA sobrevolaban el mundo y descendieron para picotear su tejido mientras esperaban a que se extinguiera el último minuto de la música disco.
Le había descrito más horrores de los que jamás podría perdonarle. No lo había hecho a propósito, nunca había pretendido que él recogiera tanto de lo que ella sembraba entre gemidos y sollozos, pero incluso a la edad de cinco años sentía una predilección por la condenación.
Sin embargo, pasado el tiempo, había terminado por olvidar la mayoría de los detalles de lo que ella le había contado, y se había descubierto tratando de recordar, persiguiendo los esquivos recuerdos y al mismo tiempo tratando de seguir pensando en ella con cariño.
Las historias de ratas, que ella le contaba teniéndolo sobre sus rodillas mientras veían los dibujos, eran sus favoritas. Le explicó que devoraban la gruesa carne de los muslos de los bebés y los indigentes, que se metían dentro de los moribundos y salían por sus gargantas. Le habló de los estómagos de los muchachos que había tenido que tapar con las manos después de que un atraco a una licorería de la avenida Jerome saliera mal, de las niñas de doce años que atascaban los inodoros con sus bebés y de los hombres que prendían fuego a sus mujeres porque les habían hecho demasiado la hamburguesa. Le contó algo sobre tres tíos que la habían violado en una furgoneta verde. Estaban buscando una monja.
Una tarde nublada, cuando él tenía siete años, poco después de dejar de trabajar en el Bronx y empezar a cuidarlo en lugar de mamá, se sentó en la bañera mientras la lluvia caía copiosa y golpeteaba las ventanas. Se abrió las muñecas en vertical, hasta el final del antebrazo -cosa importante si quieres que la sangre no se coagule- y lo llamó para pedirle que dejara de ver la televisión y le leyera pasajes de la Biblia. No era la primera vez que lo hacía y a él le gustaba.
Caleb recordaba cómo se cimbreaban los chorros rojos bajo el agua.
Chillando y paralizado en el sitio un instante, presa de la histeria, antes de salir corriendo frenéticamente hacia la bañera, había resbalado en la sangre aguada que su hermana había derramado sobre los baldosines, mientras ella lo llamaba con gestos. Le sonrió y fue lo peor que había visto en toda su vida. Había burbujas por todo el suelo y el rojo era como sirope vertido en la bañera. Estaba descalzo y resbaló en el suelo mientras extendía una mano y casi llegaba a tocarle el pelo.
Parte de ello seguía tan fresco en sus recuerdos que Cal tuvo que abrir los ojos para no regresar a aquel momento y aquel lugar. Lo había impresionado el tamaño de los pechos desnudos de su hermana. Estaba horrorizado y asqueado, incapaz de creer que el momento fuera real… y que ella hubiera almacenado en su interior tanto veneno.
– Cal…
Su nombre en los labios de su hermana sonó como un chillido de agonía o una maldición ancestral. Le impidió acercarse más.
Sendos chorros cruzaron el baño cuando su hermana sacó la mano del agua para asirlo. La sangre salió despedida, salpicó el espejo y resbaló hasta la bandeja del cepillo de dientes.
Al verlo, las palmas de Cal se abrieron como si le acabaran de atravesar las manos con clavos.
La espuma le roció la cara y lo cegó mientras se volvía a un lado tratando de apartarse. Ante sus mismos ojos, su sangre y la sangre de su hermana corrieron para encontrarse. Había algo precioso en ello, de veras, como si estuvieran acudiendo en ayuda la una de la otra. La sangre hacía lo que él no podía. Sin chillar ya, casi curioso mientras sus rodillas cedían y terminaba de sucumbir al ataque, Caleb bajó la mirada hacia las heridas de sus manos y su cara se precipitó contra el grifo del baño.
Cuando despertó, en el hospital, tenía una conmoción, y su hermana llevaba dos días bajo tierra.
Pero aquella peste roja se había alojado en lo más profundo de su garganta. Débilmente, trató de arañarse el fondo de la lengua con las uñas. No tenía heridas, cicatrices ni marcas en las manos y nadie lo creyó cuando les explicó lo que había pasado.
Eso ya no le importaba demasiado. Desde entonces había sufrido en dos ocasiones los estigmas, heridas que se abrían espontáneamente en sus manos a imitación de las de Cristo, perforaciones descarnadas que aparecían en sus manos. Se preguntó por qué no lo hacían también en sus pies o en su costado, donde el soldado romano había herido a Jesús en el Golgota, y por qué no sangraba su cabeza por las mil heridas de una corona de espinos. Ya que tenía que pasar, por lo menos que pasara bien.
Pero no fue así. Estudió el fenómeno y descubrió que solo ocurría en los fieles más devotos y ortodoxos. Así que, ¿por qué él? ¿Y por qué entonces? Era una locura, por supuesto.
Caleb estaba en el instituto, dando clase de matemáticas, cuando su madre se mató en un accidente de coche a menos de dos kilómetros de casa. Las palmas se le habían abierto sobre una serie de ecuaciones hiperbólicas. Volvió a ocurrir cuando tenía diecinueve años, mientras se duchaba después de un torneo de pelota interescolar, el día que el corazón de su padre cedió al fin.
Cal había sabido que estaban muertos mucho antes de que nadie tuviera tiempo de decírselo.
Masajeándose las rodillas, había contemplado la pared de color melocotón, y entonces Fruggy Fred había despertado con un estornudo gigantesco, había levantado la mirada y había dicho:
– Lo averiguarás, encajarás las piezas -y a continuación se había dado la vuelta y había seguido durmiendo.
Caleb conocía la sangre.
Tras dirigirse cojeando a la oficina de seguridad del campus, descubrió que era mucho más fácil de lo que había pensado conseguir que le contaran la verdad sobre lo ocurrido en su cuarto durante las vacaciones navideñas. Había temido que las mentiras comenzaran desde el principio.
Los dos jefes de seguridad eran los hermanos, Wallace «Toro» Winkle y Michael «Rocky» Winkle, ambos en la cuarentena, con el cabello recortado y cano oculto casi del todo bajo una gorra de béisbol, venas hinchadas en las sienes y un gesto ceñudo soldado casi siempre a la frente. Parecían tan genuinamente malvados que aunque supieras que eran buena gente, siempre te quedaba alguna duda.
A Rocky le gustaba levantar en vilo a la gente que causaba problemas y arrojarla de cabeza contra el mueble más cercano, como por ejemplo el aparato de televisión de un dormitorio, mientras que Toro se limitaba a golpearlos en la garganta, pam, con la callosa mano abierta y a continuación los sacaba a la calle mientras ellos trataban de recobrar el aliento. Cal había tenido algunos encontronazos con ellos a lo largo de los años, normalmente cuando Fruggy Fred se dormía en mitad de su programa y Willy y él se apoderaban de la emisora de radio.
Fruggy se dejaba caer en un jergón y alcanzaba el estado alfa en dos minutos exactos. A continuación, Willy llamaba a la chica con la voz más sugerente que conocieran -su aspecto era lo de menos mientras tuviera un timbre apropiadamente perverso- y la dejaba salir a las ondas para que con aquella voz lujuriosa contara historias al estilo de las de las cartas de Hustler y Howard Stern. Las inflexiones eran importantes. Para gran enfado de Rose, Willy sentía una curiosa atracción por las culturistas y se dedicaba a poner conferencias con los editores de la Revista Madre Músculo para desafiar a cualquier chica capaz de levantar más de ciento cincuenta kilos en bancada a hacerle una visita, hasta que Toro o Rocky se presentaban, daban unos golpecitos en la ventana y hacían un gesto cortante con la mano a la altura del cuello.
Caleb conocía la sangre. Rocky y Toro también, y se veía que también ellos se lo habían tomado como algo personal. Estaba muy claro que no les gustaba la idea de que alguien hubiera asesinado a una adolescente en la universidad, cuando era trabajo suyo mantener a todo el mundo sano y salvo. Cuando Cal entró, apoyándose en sus muletas, se dio cuenta de que sus ojos, diminutos de por sí, se habían hundido un poco más en el interior de sus cabezas.
Toro hizo un ademán con la mano abierta para atajar toda posible conversación. Dijo:
– Mira, ya tenemos problemas suficientes el primer día de clase. No necesito que estés tocándome las pelotas en este momento.
Caleb se lo quedó mirando.
– ¿Yo?
– Sé lo que vas a decir y entiendo lo que sientes, pero solo vas a empeorar las cosas.
– ¿Yo?
– Esta oficina está trabajando estrechamente con la policía local. Tenemos que llegar hasta el fondo del asunto. Eso es todo lo que necesitas saber por el momento. -Había un insulto implícito en la frase, algo así como decir que si Cal no podía soportar seguir en su cuarto después de un asesinato, es que no tenía agallas-. ¿Qué pasa, no tienes amigos con los que salir esta noche? ¿Qué estás mirando?
– ¿Cómo se llamaba la chica? -preguntó Cal.
– Ah, joder -dijo Rocky-. Mira, durante las vacaciones las cosas son aburridísimas, casi no hay gente en el campus y tú tienes que recorrer los edificios y dormitorios como siempre, con un tiempo espantoso, asegurándote de que los chicos que trabajan en los puestos de seguridad comprueban los carnés de identidad y los permisos de conducir y esperando que llamen antes de dejar pasar a un visitante. -Pareció extraer una satisfacción de este prolegómeno, a pesar de que no tenía nada que ver con el nombre de la chica-. Dejan pasar a sus amigos sin pedir permiso y algunas veces también dejan entrar a más gente y no avisan.
– Ya lo sé -dijo Cal.
– Una mierda es lo que tú sabes -dijo Toro-. Crees que lo conoces todo porque llevas cuatro años aquí, pero no entiendes nada de lo que pasa fuera de las clases. ¿Qué pasa, vas a discutir? Esta es nuestra casa tanto como la tuya, y también nosotros tratamos al campus como si fuera nuestro, no lo olvides. -Cal no iba a olvidarlo, ni tampoco el hecho de que el asunto los había puesto tan nerviosos que no hacían más que decir tonterías y parecían a punto de estallar-. A veces hay líos cuando viene un novio cabreado buscando problemas, consigue entrar y alguien sale herido. Hay un treinta y cinco por ciento de citas con violación. Y amenazas de muerte. Y hablo de las de verdad, cuando a algún pirado se le atraviesa un profesor. Seis asaltos físicos de esta variedad en los dos últimos semestres. Es peor cada año que pasa.
– Lo sé -dijo Cal.
Rocky continuó. Era él quien parecía tener algo que contar, un peso que quitarse de encima, así que debía de ser el que la había encontrado.
– Así que iba por los pasillos y vi la puerta entreabierta. Llamé y nadie contestó, entré y la vi tirada en una esquina. Eso es todo. Supongo que esperabas algo más que contar, un poco de acción, una persecución o algo por el estilo, pero no había nadie allí. Lo único que había es eso. Una chica muerta.
– ¿Cómo se llamaba? -susurró Cal. Ni siquiera él mismo se oyó y tuvo que repetirlo. Se sentía como si estuviera moviéndose en círculos, viéndose por delante y por detrás, sin llegar a ninguna parte.
– Sylvia Campbell -dijo Rocky.
– ¿Qué le habían hecho?
Toro hizo una de esas muecas asqueadas y desafiantes y logró transmitirla también a su voz, arrastrando las palabras y sin apenas abrir la boca:
– ¿Qué vas a hacer?
Rocky trató de imitarlo sin demasiado éxito.
– Sal de aquí, Prentiss.
– Aún no.
– Sal.
– No, aún no. ¿No podríais haberme dejado una nota?
– ¿Una nota? ¿Es eso lo que has dicho? ¿Que querías una nota?
– Me gustaría que me hubieran informado.
Toro hizo un movimiento brusco, como para espantar un animalillo, y los callos quedaron claramente a la vista mientras se levantaba su puño.
– ¡Largo!
– ¿Qué le hicieron?
Las cosas podían haber seguido un buen rato así pero es posible que supieran algo sobre él -todo el mundo tenía que tener un dossier en alguna parte- y levantó las muletas en un gesto defensivo. Se preguntó hasta dónde podría llegar si trataban de sacarlo de allí y si sería capaz de blandir una muleta con la fuerza suficiente para propinarle un buen golpe a uno de los hermanos o se habría hecho entender ya.
– La abrieron en canal -dijo Rocky, fulminándolo con una mirada directa que utilizó más que nada para complace r a Toro-. ¿Sigues queriendo esa nota? ¿Con detalles? ¿Te lo paso por debajo de la puerta o te la pego en un post it?
Las muletas se le resbalaban a Cal de las manos sudorosas.
– ¿Cuánto tiempo llevaba muerta cuando la encontrasteis?
– Los informes del forense nunca nos los envían a nosotros, porque a los ojos del estado no somos más que ciudadanos normales sin autoridad policial. Pero calculo que unas veinticuatro horas.
– Jesús, Dios -dijo Cal, pensando en la chica abandonada allí todo ese tiempo con la puta puerta abierta. Había otras doscientas personas en el dormitorio-. ¿Dónde están los periodistas, las cámaras del Canal Tres? -Las fundas de Mary Grissom lo cegaron y vio a Buffy con la señora Beasley debajo del brazo-. ¿Y los otros alumnos? ¿Por qué coño nadie dice nada?
Rocky lo fulminó con la mirada.
– ¿Decir? ¿Qué demonios querías que dijeran?
Toro se encogió de hombros con un movimiento brusco.
– Es la misma historia de siempre, ¿sabes? La gente lleva vidas atareadas, nadie tiene tiempo de mostrar mucha curiosidad por una desconocida. Probablemente, los demás chicos del dormitorio pensaran que alguien se había dejado una cazuela de atún fuera de la nevera demasiado tiempo.
El comentario acertó a Caleb en pleno estómago e hizo que se tambaleara y gruñera.
– ¡Serás hijo de puta, cabrón!
– Eh, jódete, Prentiss. ¿Qué pasa, es que la conocías? ¿Dónde estabas pasando las Navidades, eh? No tenías ningún sitio adonde ir, ¿verdad? Me he enterado. Sí, ¿qué pasa, estabas escondido por aquí? ¿Volviste un poco antes de lo previsto? ¿Encontraste una chica en tu cama que no quería jugar a la pelota?
– Qué bonito.
Las venas de las sienes de Toro se hincharon como si hubiera insectos reptando por debajo de su piel.
– ¿Qué te crees que pasa aquí, que lo estamos encubriendo como en las películas? ¿Todo el mundo en el ajo menos tú? Quieres una nota. ¿Y quién coño eres tú? ¿Es que no has leído los periódicos? Todo está ahí. ¿Dónde estabas, Prentiss?
– No, no he leído los periódicos.
– ¿Ni has visto la televisión?
– No.
– Entonces, ¿cómo coño sabes que era una chica? Antes me has preguntado cómo se llamaba la chica.
– Lo he supuesto.
– ¡Y una mierda! -gritó-. ¿Dónde estabas?
Rocky intervino, puede que para desactivar el momento o puede que porque no sabía si estaban acercándose demasiado al límite. Caleb tenía la impresión de que estaban allí mismo, junto a la línea.
– Hace semanas que nos está entrevistando el Canal Tres y todo el mundo. Hasta yo mismo he plantado mi careto en la página catorce. Ahora está empezando a amainar. Han aumentado la seguridad. ¿No has visto que hay más policías patrullando? ¿Quieres empezar a removerlo todo?
– ¿Por qué no me ha interrogado la policía? Es mi cuarto.
Toro siguió mirándolo.
– ¿Crees que es tuyo? Un centenar de estudiantes ha vivido en ese cuarto. Esto no es más que tu universidad, chico.
Sí, eso era cierto, no era más que su universidad.
– Es tu primer día -dijo Rocky-. La policía hablará contigo, no te preocupes por eso. Te interrogarán hasta que los ojos te den vueltas. En cuanto al resto… bueno, nadie regresa después de haber estado cocinando galletas navideñas y haber estado de vacaciones en Florida y empieza a hablar inmediatamente de una chica destripada.
Sí, lo harían. Por supuesto que lo harían. Si lo supieran.
– No es ningún secreto. ¿Dónde has estado?
Esa era la auténtica pregunta, como si fuera él quien había dado impulso a este último y fatal giro de los acontecimientos. Había cometido un error. Tendría que haber estado allí. Era su cuarto. Dijo:
– A estas alturas todo el mundo hablaría de ello en el campus. O al menos en el dormitorio. Todo el mundo pasaría por mi cuarto para echar un vistazo. Ni siquiera mis amigos lo saben.
– ¿Estás seguro? -preguntó Toro-. ¿Crees que te enteras de todas las violaciones que se producen en esta ciudad? ¿O en este campus?
– Mira, yo solo quiero…
– ¿A cuantos funerales fuiste el pasado año? ¿Cuántas tarjetas de condolencia enviaste? ¿Conocías a todas las personas que fueron atropelladas? ¿Conocías a los niños que murieron de cáncer y leucemia? ¿Te importa de verdad?
No pudo encontrar saliva para tragar.
– Sí, me importa.
– No, no es cierto. Nunca te ha importado. Ni siquiera conocías a Sylvia Campbell y ahora solo te preocupas porque te ha acojonado, porque ha ocurrido debajo de tus mismas narices.
– Y de las vuestras.
– Jódete, chaval.
– Conozco al decano. Ha echado tierra sobre el asunto. No le quedaba más remedio.
– ¿Y qué esperabas? ¿Querías que fuera pegando carteles, que se lo contara a todos los padres en las clases de orientación? Eso te encantaría, ¿verdad? Poner una flecha de neón apuntando a tu cuarto y poder cobrar cinco pavos por ver la cama.
Los asideros de las muletas estaban empezando a partirse. Trató de relajarse y soltarlos pero no pudo concentrarse en ello.
– La policía cree que el criminal solo venía a por esa chica -dijo Rocky-. Un «incidente aislado» es el término que utilizan. Si no se trata de un asesinato al azar, suponen que sería una discusión con su novio que se salió de madre, o un rollo de una noche que salió rana, un tío que conoció en la ciudad, que es lo que yo creo, personalmente. Este es un lugar muy solitario, no te haces ni idea de lo que la gente puede llegar a hacer.
Con las piernas temblando, Cal supo que tenía que salir de la oficina antes de que alguien acabase sobre un mueble.
– ¿Y si no fue así, Rocky? -preguntó entre dientes mientras se volvía para marcharse-. Gracias por ser sinceros conmigo. Lo aprecio. -Era verdad, aunque ambos lo miraron como si no lo fuera-. Una cosa más: ¿y si el tío sigue aquí?
Empezó a preguntarse si se habrían producido otros asesinatos durante las pasadas vacaciones sin que él se enterara.
– ¿Qué pasa?¿Te preocupa que vuelva y te liquide? -preguntó Toro-. ¿Crees que fue alguien que te debía algo y que pensó que era tu novia y como no estabas decidió pagarlo con ella?
No lo había pensado. Ni se le había pasado por la imaginación.
– No.
– Pues tal vez deberías.
– Cierra el pico -volvió a decirse mientras se frotaba los ojos con los puños y se balanceaba en la mecedora de Sylvia.
Como garras, las ramas del exterior volvieron a arañar la ventana del almacén, y Cal devolvió bruscamente su atención a lo que le rodeaba. Sacó la ficha de la cartera y observó el bonito rostro de Sylvia Campbell mientras la lluvia helada empezaba a resbalar por el cristal.
Yo.
¿Por qué mentiste?
Caleb contempló sus notas sin leerlas, esperando que las hebras de las respuestas aparecieran por sí solas.
El silencio, que lo había fastidiado apenas unos minutos atrás, tenía ahora un efecto sedante, era como una nana en medio del traqueteo de las ventanas. El viento gemía como un amante satisfecho. Macbeth acudió a sus pensamientos. Venid, espíritus que ayudáis los pensamientos asesinos, despojadme de mi sexo. No le gustaba demasiado la parte del despojadme de mi sexo, pero el resto sonaba muy bien.
Una semana antes se había quedado dormido allí, en el almacén, y había despertado con la perturbadora sensación de que había pasado por un prolongado y continuo ciclo de sueños que no podía recordar. Era un fastidio, pero al menos era mejor que las pesadillas.
Cuidadosamente, volvió a guardarse el dibujo en el bolsillo, ignorando el polvo y encontrando consuelo en el frío. En ocasiones podía trabajar para ti se le dabas la oportunidad. Husmeó el aire, buscando en él trazas químicas de la fragancia de la chica, tratando de descubrir su piel, su cabello y su sabor. En el colchón había encontrado manchas de laca de uñas, tres cabellos castaños y un tenue olor aflores. Crisantemos o violetas. ¿Un perfume que se desvanecía o un jabón caro, incienso o ambientador de aire? No podía saberlo con certeza. Debajo de todo ello estaba lo que había encontrado en su propia cama.
Duncan está en su tumba. Tras la espasmódica fiebre de la vida, duerme bien. Las páginas con sus notas flotaron hasta el suelo. Formaban más parte de ella que de él. Rodó sobre su espalda y miró las transcripciones impresas, que había escondido entre los capítulos de su tesis.
Durante los dos últimos semestres, Rose había trabajado en la oficina del registro. En una ocasión, después de que los hubiesen echado de la emisora de la KLAP y hubiesen colgado el teléfono a las culturistas, Caleb y Willy le habían hecho una visita en la tesorería. Cotilleando en sus propios archivos, incapaz de acceder al material codificado pero excitada por el mero hecho de intentarlo, Rose había leído algunos de los cometarios más mordaces de los profesores. Willy se había reído pero Caleb había mirado los archivos y había visto cómo le devolvían miradas despectivas sus peores notas.
– Howard Moored, mi profesor de Ingeniería 101 uno, dice que mi capacidad de lectura comprensiva es propia de un alumno de octavo -dijo Willy.
– Es demasiado amable.
– ¿Qué es Catcher in your Eye?
– Umm, buena pregunta.
– Vamos, es algo de décimo, ¿no? Eh, ya lo he leído. Howard se ha pasado conmigo.
Rose lo había mirado con el respeto y amor más profundos, sabiendo que nunca se apuntaría a un club literario.
Violetas o crisantemos.
Después de hablar con Rocky y Toro aquel primer día, Caleb pasó horas observando la pintura de color melocotón mientras mantenía lamentables conversaciones con Willy y Rose y se preguntaba si podría seguir en su propia habitación -si es que lo era o lo había sido alguna vez- y si tenía la clase de aguante que hacía falta. Cuando finalmente se marcharon, no fue hasta casi la medianoche cuando pudo tocar la mancha de la pared y, finalmente, pasar unos dedos temerosos por el borroso contorno que se adivinaba debajo de la pintura. Era como contemplar las nubes, se podían extraer imágenes durante horas y horas.
Había cuchillos en el aire. Todavía en la cama, Fruggy Fred musitaba en un sueño trufado de imágenes. Se agitaba con infrecuente urgencia, murmurando y buscando algo a tientas, implorando, como si estuviera dándole a Caleb alguna críptica advertencia. Algunas veces sollozaba hasta que tenía la barba empapada y pesada de sal. De tanto en cuanto sus manos se movían bruscamente y pronunciaba el nombre de Cal. El nuevo colchón parecía demasiado blanco debajo de él. Cal se preguntó qué habrían hecho con el viejo.
Sonó el teléfono. Era Jodi, y antes de que pudiera decidir lo que iba a contarle sobre la peste de su cuarto y la nueva forma que el mundo estaba adoptando de repente, ella había inhalado profundamente y supo que iba a gritarle. Resultaba agradable ser capaz de prepararse para ello. Se disculpó inmediatamente, prometió pasarse más tarde y lo dejó estar.
– ¿Luego? -preguntó ella-. Ya es medianoche. Llevo todo el día buscándote. ¿Dónde has estado?
– Aquí.
– No, de eso nada. He pasado por ahí y la puerta estaba cerrada. He llamado media docena de veces durante las últimas dos horas.
– Jesús, no digas eso. -No lo había oído. Puede que lo que Fruggy había estado diciéndole fuera que contestara el teléfono.
– Es nuestra primera noche juntos desde hace mucho sin que mis padres estén acechando, mirándonos como quebrantahuesos, y sin los críos por ahí. ¿Qué pasa? Estás raro.
– ¿Ah, sí? Lo siento. -Ahí estaba. No sabía nada del asesinato-. ¿Qué has hecho hoy?
– Soy yo la que lo siente, pero siempre estoy disculpándome por cómo te tratan. Y a mí.
Otra vez lo de siempre. Ella no podía librarse de su familia, como tampoco podía él hacerlo de la suya.
– No tenían por qué aceptarme, pero lo han hecho durante algún tiempo. Eso es importante. -Había aprendido a apreciar a aquellos que le mostraban alguna consideración, aunque tuviera que cuidar a los hijos deformes de prostitutas y buscavidas drogadictos para merecerlo.
– Debería serlo pero no lo es. Nos mantiene apartados, de una manera asquerosa. Hasta el momento ha sido una mierda de año nuevo. Me han dicho que dos de mis clases no van a continuar. Ha pasado algo.
– ¿No será Filosofía 138 una de ellas? -preguntó. Era la única clase que compartían y le habían dicho que el profesor Yokver era excelente. Ética debía de ser una maría y tenía la intención de empezar con un semestre sencillo antes de salir a ser destrozado por el gran mundo.
– No, todavía no nos han quitado nuestras mañanas juntos. -Su voz áspera, densa de sexo, le arrulló el oído, pero captó en ella la rabia subyacente provocada por su falta de entusiasmo. No habían estado en la cama desde hacía casi un mes. Ella quería saber por qué demonios no había estado acurrucado en la puerta de su cuarto, loco de lujuria, en el instante mismo en que habían regresado al campus. No estaba haciendo gran cosa para que se sintiera necesitada. Dijo-. Estaré ahí dentro de cinco minutos.
Cal asomó la cabeza por la ventana, y la peste a almacén de carne volvió a caer bruscamente sobre él mientras Fruggy musitaba algo, mencionaba el nombre de Jodi con un suspiro y a continuación emitía algunos de los sonidos que había hecho mientras trepaba desnudo por la pared del dormitorio.
– Eh… mejor voy yo a verte, Jo.
Casi pudo ver cómo se le arrugaba el gesto.
– ¿Por qué? -le preguntó con un titubeo preñado mientras su mente recorría un sinfín de posibles problemas.
Era una larga lista. Estaba seguro de que Jo los estaba repasando, uno por uno, recordándolo tambaleante en el porche de su casa, con las muletas y las manos cortadas. O que su padre la había llevado a la universidad hacía doce horas sin una palabra de despedida para él, dejándolo en el patio haciendo el equipaje, en medio de los ladridos de los chuchos devorados por las moscas y los gritos de los niños. No era más que la forma que tenía el hombre de hacer entender a Cal cuál era el lugar de cada uno, sin necesidad de explicar nada, mientras los niños hidrocefálicos salían y se columpiaban en el porche.
Johnny ya había terminado de pintar los Toyota de color amarillo limón, y relucían orgullosamente a la luz del sol. Rusell había llenado los asientos traseros de zapatos de mujer y radios-reloj y estaba sentado en el capó de uno de ellos, hojeando un Reader’s Digest y leyéndose los chistes en voz alta.
Permitir que Caleb viviera en el patio no había sido una invitación; era una demostración de poder. La madre de Jo se había encarado con él en un par de ocasiones y puede que esa fuera la manera que tenía el padre de enseñarle que no podía tenerlo todo siempre. Jodi había subido al asiento del copiloto mientras su padre encendía el motor y hacía un dónut de barro en el patio. Los niños retrasados habían corrido tras él.
– ¿Pasa algo, Cal? -le preguntó Jodi, y de repente su voz sonó metálica, zumbante.
– No, Jodi. -Su propia voz subrayada por los ronquidos de Fruggy, era firme y estable. Qué raro que no sonara como si estuviera volviéndose loco-. No pasa nada.
– ¿Seguro?
Huérfano de nuevo, había emprendido el penoso recorrido tres kilómetros hasta la parada del autobús, mientras los niños hidrocefálicos apoyaban sus hinchadas cabezas en la pintura descascarillada de la barandilla del porche y le sonreían, Johnny se levantaba en el pórtico y asentía y Rusell seguía tratando de recorrer las primeras páginas de chistes y no conseguía llegar muy lejos. Todos quebradizos, en acto de perecer.
Dijo:
– Es que Fruggy Fred se ha quedado aquí dormido y no creo que pueda volver a su cuarto esta noche.
– ¡Bueno, pues echa a ese puto gordo de ahí!
– Creo… Está enfermo y quiero estar seguro de que se encuentra bien.
– Llévalo a la enfermería. Te pilla de camino.
– Sabes que no puedo, Jo. Sería como interrumpir la Misa del Gallo. Es un ritual sagrado.
– Me importa una mierda esa bella durmiente. ¿Desde cuándo eres el perro guardián de ese zombi?
– Vamos, no hables así de él. -Ella no entendía que cuando Fruggy dormía, se movía e iba a sitios.
– Es un auténtico producto de desecho al que llevas todo el tiempo tratando de poner en un pedestal, como si fuera una especie de místico, un Buda bajo su árbol de Bo, como si en realidad estuviera meditando…
– Mira…
– … en lugar de estar sumido en… un tumulto de depresión síquica que lo deja casi en estado comatoso. Cuando uno pesa doscientos kilos y limita su órbita social a los pocos amigos que tiene, eso es lo que pasa. Debería estar medicado y sometido a una dieta estricta, no arrullado por ti. -Trató de dejarlo estar y exhaló un largo suspiro por la nariz, que se prolongó bastante más de lo que Caleb esperaba-. Olvídalo, solo ven a verme, por favor. Por favor, no quiero que nos peleemos.
Cuando llegó allí y puso los ojos sobre ella, tras haberse llenado la cabeza de sangre nueva y vieja, su amor y su anhelo despertaron en su interior, anclados de alguna manera por su humillación. Recordó su pena, y su pena lo recordó a él. Jodi apagó la luz, lo abrazó, y bailaron con lentitud mientras la reluciente luna emprendía su ascenso sobre sus hombros. Arrojó las muletas a un rincón y se apoyó en ella, dejó que lo sostuviera.
– Creía que estabas enfadado conmigo -susurró Jodi-. Por algo. -Se mordió el labio inferior y adoptó la expresión que, según creía, era su mohín de niña pequeña, pero que no tenía el menor parecido con lo infantil. Empezó a provocar cosas en el interior de Caleb.
– No.
– ¿Ni siquiera por la espantosa temporada que has tenido que pasar en mi casa?
– No ha estado tan mal.
– Gracias por no denunciar a mis hermanos.
– Ya recibirán alguna vez lo que merecen. Las cosas son así.
Ella no respondió, porque nunca era capaz de enfrentarse a su familia, la acojonaban demasiado.
– ¿Y por alguna otra cosa?
– No.
– No estoy segura de creerte.
– ¿Dudas de mi sinceridad? -preguntó Cal.
– Bueno -respondió-. Desde luego tienes tus propios planes, amigo. -En ocasiones, cuando utilizaba ese amigo, era como un poli desalojando a un indigente de una estación de tren, el viejo muévete, amigo, pero esta vez no-. Y nunca has querido dejarme entrar en ellos. El dinero del seguro de tus padres no va a durar eternamente, aunque no pareces querer enfrentarse a este hecho.
En eso tenía razón.
– Uhm.
– Tienes que enviar currículos, conseguir un trabajo y un piso. ¿Has pensado en lo que vas a hacer después de graduarte? ¿Dónde o cómo vas a vivir?
– Ah.
Se preguntó si iba a añadir que no podía volver a casa con ella. Casi echaba de menos a los retrasados. Pero entonces ella se levantó con esfuerzo, reprimiendo un enorme sollozo.
– A veces tienes que ceder.
– ¿Ceder?
– No puedes seguir luchando con todo el mundo, sacando siempre los pies del tiesto.
– Creo que estás mezclando las metáforas. -Se rió entre dientes para escudarse de la intuición de Jo, o quizá para protegerla. ¿Estaba sacando los pies del tiesto? ¿Lo había hecho alguna vez? Sentía la comprensión de Jodi como si él fuera un paciente cuyas radiografías estuvieran siendo examinadas, todos sus test de Rorschachs levantados y estudiados bajo la luz en busca de significados.
¿Ves un zampullín de cuello negro posado en el hombro izquierdo de Trotsky?… Bah.
Ella se le arrimó entonces, y empezó a pasarle los dedos por el pelo en lentas y descuidadas caricias.
– Esta noche estás muy distante.
– Lo siento.
– No tienes que disculparte. -Estuvo a punto de hacerlo de nuevo-. Sí, lo sé, los dos lo sentimos, pero quiero que hables conmigo.
– Te cuento todo lo que puedo contarte, Jo -se lamentó. Cruzó la habitación hasta el escritorio.
– Eso no es lo que se dice una respuesta adecuada, Cal -dijo ella.
– Es, lo que se dice, la única que tengo.
No era suficiente ni de lejos, pero al menos era una respuesta. La oscuridad les prometió ocultar sus secretos. Ella también tenía los suyos, cosas relacionadas con la necesidad de una niña de párvulos de tener una caligrafía perfecta, y con su vida en aquella casa de genes recesivos. Cal tenía la impresión de que en su interior se movían sentimientos ocultos por detrás de las emociones más abiertas. Eso lo preocupaba, pero no podía hacer nada al respecto.
Jodi se sentó en la silla con las piernas apoyadas en el alféizar de la ventana y empezó a tamborilear un ritmo de salsa con los pies. Se oía el sonido de las fiestas que se celebraban en su piso, la música de Zentih Brite que emitía la KLAP a todo volumen, chillidos y risas en los pasillos, el ruido de las latas de cerveza que se abrían y los gritos de las chicas. Sería así durante días.
Jodi siempre estaba hablando del miedo que tenía a perderse cursos, demasiado preocupada incluso antes de que las clases hubieran empezando, y repetía que el esfuerzo de conseguir la nota para la facultad de medicina estaba agotándola. Cal sabía que en realidad la escuela la excitaba y que la auténtica carga era él mismo. Las plantas de sus pies desnudos golpeteaban el cristal de la ventana. Cada vez que veía que una revelación empezaba a formarse en el interior de Jodi, casi preparada para salir al mundo, suplicaba en silencio que la dijera, que la dijera tan solo, pero ella nunca daba el paso y siempre volvía a hablar de las clases.
Se sentó con él en la cama. Su mano se posó en su pierna y empezó a trazar lentas curvas en la parte interior de su muslo. En una ocasión, Caleb había tenido que diseccionar un cochinillo para las prácticas de biología y sabía que el año siguiente ella estaría haciendo lo mismo con cadáveres. Eran extrañas las asociaciones que a veces se hacían. La luz de la luna incidía sobre la frente de Jodi.
– Cal, esto ya no es una fiesta -dijo. La gente aplaudía y vitoreaba en el cuarto de al lado y los gritos subieron de volumen. Ella le habló al oído, tan prosaica como le fue posible, como hacía siempre que se comunicaba con los niños hidrocefálicos-. Ya te he contado las cosas… -Sí, lo había hecho, y él había podido verlo con sus propios ojos: lo que su padre le había hecho a su madre, aquella nariz con una curva de más; y que ella había buscado consuelo en la botella; los hermanos que robaban cerveza para la madre; los niños arrodillados a su alrededor esperando que se quedara dormida. Por muy malo que hubiera sido, no podía evitar preguntarse si sería peor que quedarse huérfano. Jo dijo-. No puedo volver a eso después de tantos años soportándolo.
– ¿Crees que eso es lo que yo quiero?
– No, pero solo he salido del cubo de la basura gracias a mis notas, y si cometo un desliz, volveré a caer, y ahora estoy tan cerca de salir del todo…
– Ya has salido del todo.
– No, aún no.
No tenía palabras.
– Jodi…
La abrazó y sintió que temblaba.
– No quiero vivir y morir así -dijo con tristeza, como si ya supiera cómo iba a vivir y morir. Entonces Cal pensó en contarle lo de la sangre de su cuarto, pero no pudo reunir el valor.
Jodi le acarició la mejilla con suavidad y enterró el rostro en su pecho y se estremeció sin llorar. Fue el mismo movimiento que hacía cuando tenía un orgasmo, y eso empezó a excitarlo. Levantó la cabeza y empezó a decir algo pero él estaba cansado de todo aquello y le cerró la boca con la suya.
Pronto estuvieron desnudos, su miseria subrayada por la necesidad. En el poco menos de un año que llevaban siendo amantes, nunca había estado menos seguro que ahora. La idea de quedarse sin ella estuvo a punto de conseguir que perdiera la cabeza, como cuando oía el sonido de su hermana rezando en la oscuridad.
El largo cabello rubio cayó en cascada sobre su pecho cuando se montó sobre él y la presencia de la muerte se apartó un instante, empujada por las manos de Jodi. Ella gimió y se inclinó, y su cabello levantó una tienda en la que se ocultaron cara a cara, y entonces le mordió el cuello y lo manchó con la sangre que tenía en la comisura de su labio inferior. Las costras de las manos de Cal le dejaron marcas rosadas en la piel. Las rodillas lo estaban matando. Jodi gimió. Su ritmo era más acelerado de lo que él quería y entonces soltó un jadeo y gritó sobre su pecho mientras explotaban demasiado pronto.
Sus movimientos cesaron sin haber empezado de verdad, con estremecimientos ocasionales pero continuando todavía un rato, hasta que Jo rodó para quitársele de encima. Se volvió hacia él con los ojos muy apretados y sus dedos recorrieron débilmente sus brazos sudorosos. Lo besó con fiereza y él la abrazó como si quisiera aplastarla. Su pelo estaba en todas partes, en sus ojos, contra sus labios, metiéndose en sus fosas nasales. Ella tenía el ombligo lleno de sudor. Una hora antes olía a perfume y ahora no apestaba a otra cosa que a Caleb Prentiss.
Crisantemos.
Cada vez hacía más frío en el almacén y la lluvia seguía golpeteando la ventana. Extendió la mano y recogió sus notas del suelo, donde las había extendido. Volvió a leer los datos, recorrió de nuevo la línea argumental. Sopesó su tesis y sintió su significativa solidez. Resultaba irónico lo mucho que podía llegar a desmenuzarse una vida. Debería haber tenido algo que decir pero no sabía el qué.
Los nudos de la mecedora le torturaron la espalda mientras revisaba las hojas del dossier. Contenía el nombre de Sylvia Campbell y su dirección y teléfono, así como sus notas medias en el instituto. Había ocupado sus tres primeros créditos universitarios con un curso vacacional. Era lógico: si por cualquier razón se había perdido el semestre de otoño, tal vez hubiera decidido recuperar el tiempo acudiendo a las clases intensivas antes de que empezara el de primavera.
Pero, ¿por qué solo una clase? Los cursos vacacionales eran difíciles pero ya que iba a estar partiéndose el culo en el campus estudiando durante las vacaciones de invierno, lo mismo le habría dado coger una o dos asignaturas más. Podía hacerse, aunque hacía falta el permiso del decano.
Tras dejar a Jodi aquella noche, Cal sintió una claridad de propósito que no había experimentado en toda la noche. Las clases empezaban despacio, el trabajo no era demasiado intenso, y él mantenía una buena relación con la mayoría de sus profesores. No corrieron rumores sobre sicópatas que acechaban a los alumnos ni estudiantes de cine que planeaban filmar una película de terror en su cuarto. Nadie acudió a ver el lugar en el que Sylvia Campbell había muerto y eso lo entristeció un poco.
Fue a la biblioteca y revisó la prensa microfilmada de la semana pasada para averiguar todo lo posible sobre Sylvia Campbell. El incidente se describía en detalle relativamente gráfico, aunque su nombre no se había citado porque todavía no se había podido informar a sus parientes. Era raro que Rocky se lo hubiera dicho. Los siguientes números añadían poca cosa. ¿No habían encontrado a su familia o es que no tenía?
Willy lo interrogó mientras levantaban pesas en el gimnasio. Tenía las manos en carne viva pero sus piernas estaban mejor después de haber echado el polvo. Salvo por sus rodillas, se sentía en mejor forma que nunca.
– ¿Qué coño pasaba anoche en tu cuarto? Llegaste a asustarme un poco. -Los músculos del pecho y el estómago de Willy se estremecían como placas tectónicas en movimiento-. Te pasó algo en la Zona de Combate, ¿verdad? O sea, estás raro. Jodi y tú ni siquiera aparecisteis en la fiestecilla de Rose. ¿Hay problemas en ese frente?
Nadie había visto la mancha en la pared y nadie había reparado en el hedor: ese era el punto de partida de su tesis. Un comentario sobre la facilidad con que puede ignorarse un asesinato. Nadie miraba con la atención necesaria, salvo puede que Fruggy Fred.
– Podría decirse que sí.
– Ah -dijo Willy.
– Eso es lo que más me gusta de ti. Tu asombrosa capacidad de dar buenos consejos.
– ¿Quieres que te aconseje?
– Joder, no.
– Ya lo suponía. -Hubo un terremoto en su torso mientras sus pectorales y abdominales temblaban-. Te ahorraré la retahíla de tópicos, porque si no eres feliz, has venido al hombre adecuado en busca de respuestas.
– ¿Cómo es que un tío con un nivel de lectura de octavo conoce la palabra retahíla? -¿Y cómo era que seguía en la universidad?
– Ya te he dicho que ese profesor me tiene manía. Y ahora, ¿quieres que te diga cómo puedes conseguir la llave de la felicidad? Puedo hacerlo, ¿sabes?
No, no, otra vez no. Willy estaba convencido de que era un sexólogo con una pared entera llena de títulos y siempre estaba tratando de conseguir su propio programa en la KLAP.
– ¿De veras?
Aunque parezca extraño, Willy daba la impresión de estar hablando en serio.
– Sí. Escucha al doctor cuando te habla. Olvídate de lo que te pasó durante las vacaciones y el estrés que está provocándote tu inminente graduación. Lo que tienes que hacer es perder completamente la cabeza y aprovechar los primeros días de la vuelta a clase, cuando todo el mundo sigue un poco colocado.
– ¿Es eso lo que pasa?
– Ya sé que no te has dado cuenta. Nunca te fijas. Tomemos el caso de la señorita especial a la que voy a ver esta noche.
Con un jadeo, Caleb sufrió un momento de debilidad y la barra de las pesas lo golpeó con fuerza en el pecho. Soltó un gemido, como si hubiera recibido un puñetazo. Le ardían los bíceps y corrían regueros de sudor por su cabello.
– Jesús, Dios -susurró. Entornó tanto la mirada que casi dejó de ver. Alguien estaba muy despistado. No me he fijado. ¿De verdad se sentía culpable?
Willy, creyendo que Cal estaba orgulloso o admirado por él, que se acostaba con la preciosa Rose y ahora también con una señorita especial, soltó una presuntuosa y arrogante risotada. Fue un gesto impropio de él.
– Si Rose te pilla, ni todos los músculos de hierro del mundo te salvarán de una buena paliza.
– Rose no es lo que se dice una mujer posesiva.
– No digas chorradas -dijo Cal.
– Tenemos una relación abierta.
– Mira, esa es la cosa más estúpida que has dicho nunca, sin contar el comentario sobre Catcher in your Eye.
– Eh, puede que tú la conozcas hace más tiempo, pero yo la conozco mejor. Yo la quiero, tío, pero nunca hemos dejado que la cosa llegara muy lejos. El sexo es estupendo y lo pasamos en grande, somos buenos amigos… de hecho es mi mejor amiga. La quiero de veras, te lo digo de verdad. Pero por lo que se refiere a todo lo demás… no hablamos mucho.
Sonaba como si fuera él quien estuviera siendo engañado.
– Si no habláis, no puedes conocerla.
– Mira… no empieces a decirme…
– No estoy empezando a hacer nada.
– Sí, ya lo creo que sí. Me estás juzgando, como siempre haces. -Willy sacudió la cabeza y sonrió, mientras sus brazos se plegaban perfecta, mecánicamente, tensos, extendidos y sin el menor indicio de dolor-. La otra historia es nueva y resulta excitante. Y no hay nada más en ello.
– Si tú lo dices. ¿De quién se trata?
Tras soltar la barra de las pesas, Willy empezó a hacer ejercicios de levantamiento con peso suficiente para partirle la columna a la mayoría de los tíos. Las gotas de sudor caían regularmente sobre las esterillas.
– En este caso, tengo que cumplir el Quinto.
– ¿Por qué?
– Créeme, nunca lo entenderías.
Willy nunca cumplía el Quinto con nada, pero Cal lo creyó.
– Si es Jodi te mato -dijo-. No con las manos desnudas, claro, pero puede que con un par de minas bien situadas.
Con rostro inocente y el sudoroso ceño tan fruncido como el de un basset hound, Willy imploró:
– ¿Crees que te haría eso? No, no respondas, capullo paranoico. Y ella tampoco te lo haría. La mujer en cuestión no es tu damisela, y todavía no voy a revelarte su nombre.
Bien. A decir verdad, Cal prefería no saberlo.
– ¿Cómo puedes hablar tanto mientras levantas pesas?
– Te acostumbras y luego lo haces sin pensar.
Seguía sin haber señales de dolor. Así era como Willy se divertía. Con lentitud, levantó varias veces la barra sobre su cabeza. Tenía la cara roja pero sus ojos estaban extremadamente claros-. Una buena respiración y una actitud mental positiva.
– Oh.
– Verduras y pescado en cantidad. Antiguos valores familiares combinados con una sólida educación cristiana. Profundas creencias espirituales en el amor y la misericordia de nuestro señor Jee-sssu-crissss-to. -Respiraba con profundas y eficientes inhalaciones. Por todo su torso, las venas hinchadas trazaban un mapa topográfico de Florida-. En cuanto a la chica de la que te he hablado, en serio que es especial. Tan excepcional, de hecho, que si alguien se enterara de que tenemos nuestro nidito de amor, sería beaucoup de malas noticias. ¿Capisce, amigo?
– Menudo lingüista estás tú hecho. Hablas como si estuvieras enamorado de ella.
– No -dijo Willy sin añadir más. Terminó la serie de veinte repeticiones. Los tensos músculos de su espalda y sus hombros estaban tan marcados como los de cualquier estatua griega-. Por cierto, si quieres tirarte a Rose, por mí no hay problema.
Cal se lo quedó mirando.
– En serio -dijo Willy.
– ¿Qué?
– Ya sabes que no soy un tío celoso. Pásatelo bien. Solo te pido que te portes bien con ella. No desvaríes demasiado. Sé que no te será fácil, pero haz lo que puedas.
Vale, ¿qué coño era eso? ¿Una oferta de paz u otra forma de afianzar su amistad?
– No es eso lo que me pasa.
– Pues algo te pasa.
– Cierto -dijo Cal.
– ¿Y no quieres hablar de ello?
– Según parece, últimamente todo el mundo tiene algún secreto.
Willy asintió con un suspiro.
– El resto del mundo lo dificulta todo.
Dificulta era otra buena palabra para un tío con un nivel de lectura de octavo. Aparentemente era cierto que Howard se había pasado bastante con él.
– Sí, supongo que sí. -Podía dificultarte las cosas en mitad de la noche, en tu propia cama. Podía atravesarte.
– Es nuestro sino por tratar de abandonar estas santeficadas estancias. La universidad se pone celosa.
– Santificadas.
– ¿Qué?
– Nada.
– Bueno, en cualquier caso, nos quedan pocos meses y pienso aprovecharlos al máximo, ¿y tú?
– También -dijo Caleb.
Se ducharon, salieron del gimnasio y fueron a ver a Rose al registro. Mientras Willy y ella reían y jugaban en la mesa, Cal entró en el ordenador y registró los archivos de los estudiantes buscando una copia de la ficha con las calificaciones y el expediente de Sylvia Campbell. No hacía falta ser un pirata informático para encontrarlos. Escribió su nombre con lentitud, pidió una búsqueda en todo el material universitario y observó el ESPERE, POR FAVOR con el que le respondió la pantalla… y que le decía, tranquilo, chico, últimamente te lo tomas demasiado en serio… ESPERE, POR FAVOR… cálmate, a fin de cuentas esto no es asunto tuyo, joder, y hasta has sacado un colchón nuevo, así que, ¿quién coño te crees que eres?… ESPERE, POR FAVOR… Si es lo que quieres, esta es la prueba de que también a ti te pueden degollar si estás en el sitio adecuado en el momento equivocado y sí, podrías ser el próximo, sigue durmiendo ahí con la cabeza en la almohada, la almohada en la cama, la cama apoyada en la pared, la pared que han pintado… ESPERE, POR FAVOR, PEQUEÑO MIERDECILLA… ¿Estás seguro de que quieres seguir con esto?
Y entonces el expediente de Sylvia Campbell apareció en la pantalla.
Encendió la impresora y cogió las hojas sin mirarlas, las dobló y se las guardó en el bolsillo mientras Rose y Willy seguían besándose, sin enterarse de nada de lo que había pasado, y él los miraba y se preguntaba cómo acabaría todo. Pasara la que pasara, habría problemas a montones. Podía imaginarse a Willy tirado en el suelo, con las manos en las tripas, y las vísceras entre los dedos, y a Rose con el cabello revuelto y un cuchillo de carnicero en la mano, gritando:
– Así que pensabas que esta era una relación abierta, ¿eh, capullo?
En cuanto regresó al dormitorio, abrió los papeles como un mono famélico pelaría un plátano. Según aquellas hojas, Sylvia Campbell se había graduado en un instituto de la zona con unas calificaciones normales. Había vivido en el pueblo toda la vida -¿Por qué entonces se había perdido el semestre de otoño? ¿Es que no tenía dinero y había tenido que ponerse a trabajar?-. Se había matriculado en el curso de verano para obtener tres créditos en un proyecto independiente.
Con el profesor Yokver.
Caleb creía que solo se podían recibir créditos por proyectos una vez aprobado el primero curso. Revisó la dirección de su casa, comprobó el mapa y descubrió que se encontraba a media hora del pueblo, yendo a pie. Se dirigió allí con paso firme y sin las muletas. ¿Qué podía decirles a los padres de Sylvia? Señores Campbell, ustedes no me conocen pero… ¿Cómo dice, señora…?No, no soy el vendedor de cepillos Fuller. No, no, tampoco un policía ni un periodista. Solo quería hablar de su hija, ya saben. La muerta. Verá, compartimos la misma cama. No, señora, eso no, verán, lo que pasa es que… Pensó mucho sobre la locura y la genética mientras recorría las calles empapadas hasta llegar a su casa.
¿Se habrían puesto los polis en contacto con ellos? El nombre de Sylvia no había aparecido todavía en los periódicos, al menos que él hubiera visto. ¿Se encontraría cuando le abrieran a su madre, recién llegada de un viaje, de visitar a la tía Philimina en Wykosha, Georgia, de pie en el vestíbulo, con dos maletas junto a las rodillas y el teléfono en la mano, a punto de llamar a Sylvia para preguntarle qué tal le iban las clases? ¿Podría mirarle a la cara a la mujer?
Cuando llegó al lugar, descubrió que se trataba de una estación de servicio con un aparcamiento para camiones, a casi un kilómetro de la autopista principal. Si hubiera mirado el mapa con más atención, se habría dado cuenta. Pero no se había fijado.
Mientras regresaba a la universidad, aturdido, el viento helado le azotaba las rodillas. Entró en su cuarto y el olor a sangre le dio la bienvenida. En el teléfono de su casa solo respondía una voz aflautada que decía, «el número al que llama no se encuentra en servicio».
Crisantemos.
Sylvia Campbell, dieciocho años de edad según las mentiras que tenía en las manos, seguía viva ahora en su recuerdo. Los polis seguirían su rastro y descubrirían que había falsificado los datos de su expediente y que la universidad no se había molestado en comprobarlos. Tendría que haber sido material suficiente para un pequeño reportaje de investigación pero los periódicos no lo habían mencionado.
Regresó a la biblioteca, hizo algunas comprobaciones más, y encontró tres artículos relacionados que antes había pasado por alto porque se encontraban en la sección virtual del periódico. Contaban que la falsificación de expedientes empezaba a ser una práctica bastante frecuente en el país, en especial en los distritos escolares más pobres, donde resultaba más fácil acceder a los archivos informatizados. Básicamente, los artículos culpaban a Sylvia por dificultar las labores policiales al haber falsificado su expediente. La conclusión implícita era que su acto criminal había desencadenado su propio asesinato.
Malditos cabrones.
Caleb interrogó al administrador residente hasta que obtuvo el nombre del bedel que había limpiado y pintado el cuarto. Descubrió dónde se guardaban las propiedades de los estudiantes. La primera vez hizo saltar una alarma de incendios en el subsótano de la biblioteca y vagó por los almacenes de los pasillos, comprobando números de habitación, hasta dar con la que, según el bedel, contenía los efectos personales de Sylvia.
Aquella noche, tras forcejear con la valla, dio varias patadas al marco de la ventana hasta que las guías se doblaron y el picaporte se partió. Alguien había arrojado allí toda la vida y la muerte de Sylvia, como la basura que se echa a la papelera. Se preguntó por qué no se habrían llevado los polis el resto de sus cosas como pruebas.
Sin entender del todo por qué le importaba tanto todo aquello, empezó a escribir su tesis de graduación:
La muerte de Circe.
Sacó el título de la firma, el pequeño Sy. C. que le daba a la historia un poco de perspectiva, como si él hubiera escuchado la llamada de sirena de la hechicera en su propia odisea. Todo arte es metáfora, había dicho Frost, y no era posible escapar de esta verdad. Nunca encontraría cuadernos suyos, ni cartas o diarios, poemas, documentos, calificaciones estudiantiles. Ni una sola línea manuscrita, nada que hubiera salido de su mente salvo aquel dibujo. Si los polis lo tenían, no habían hecho nada con ello.
Tendría que averiguar él quién la había matado.
El gris del exterior reflejaba su propio estado de ánimo. Lo justo es malo y lo malo es justo. El ciclo de sus sueños había empezado y terminado una vez más. Caleb no se dio cuenta de que había dormido tres horas en el cuartillo, tendido en la mecedora.
¿Qué sueñan los ángeles? Estaba seguro de que ella le respondería si se lo preguntaba las veces suficientes.
Así que volvió a preguntárselo.
Y otra vez.
Y otra vez.
Caleb salió de su ataúd.
Cuando salió, la lluvia se había convertido en nieve.
Saltó la valla y se dirigió al terraplén. Con el viento soplándole en la cara, regresó a Camden Hall, el edificio de humanidades, en el que recibía la mayor parte de sus clases. La nevada era tan copiosa que en cuestión de pocos minutos sus pisadas no podrían verse desde las ventanas.
Al pasar por delante de Camden Hall, chocó literalmente con el decano y su esposa.
Sumido en sus propios pensamientos y secándose la cara, Cal no vio las dos figuras que se dirigían hacia él hasta que fue demasiado tarde. Se volvió y trató de esquivarlas -completando una complicada maniobra- pero las piernas lo traicionaron cuando se desplazó hacia la izquierda. Su rótula crujió al chocar con el decano, que le propinó un doloroso golpe por debajo de la clavícula, como si fuera un defensa de football. Una penetrante punzada de agonía recorrió el hombro de Cal, como si lo hubieran herido con una cimitarra.
Su maniobra lo impulsó contra el abrigo de visón de la Señora Decano; era tan suave, cálido y confortable que se quedó un segundo apoyado en él. ¿Qué demonios hacía llevando un visón con aquel tiempo? Su cara rozó la piel al inclinarse un poco más y dejó escapar un extraño suspiro de alivio, una especie de «hmmm». El abrigo se abrió mientras la mujer retrocedía un paso, y entonces la palma de la mano de Cal aterrizó con un sonido sólido sobre su pecho.
La temperatura descendió de repente otros diez grados. Sus miradas, gélidamente eminentes, lo paralizaron en el sitio.
El decano era el hombre de aspecto más inhumano del campus y a pesar de ello, de alguna manera lograba resultar bien parecido, o casi, de una forma espeluznante, según decían algunas mujeres. Era fascinante ver cómo desplazaba su enjuta figura. Era como si la nieve se torciera, se enroscara a su alrededor. Siempre elegante, alcanzaba… ¿cuánto, el metro ochenta o metro noventa de estatura? Realmente era muy alto, de modo que para mirarlo uno tenía que inclinar la cabeza hacia atrás hasta que le dolía el cuello, y entre eso y el cabello ondulado y negro, casi alcanzaba los dos metros.
A sus cincuenta años, el decano era la viva imagen de un esqueleto ambulante, tan demacrado que parecía un superviviente de Auschwitz, con dedos largos y esbeltos que se curvaban como garfios. Cada vez que Cal le estrechaba la mano se le ponían los pelos de punta. Cuando el decano fumaba un cigarrillo, no podías quitarle la mirada de encima. Te quedabas como hipnotizado mientras él movía la mano hacia los labios, más y más, adelante, adelante, hasta que finalmente daba una calada y la voluta de humo se disipaba mucho antes de llegar a ti. Hubiera sido un maravilloso Hombre de Goma, uno de esos que se ataban con sus propios cartílagos, en los espectáculos de monstruos. Parecía estar osificándose en el sitio, como un pilar de ceniciento hueso, como si alguien hubiera enroscado dos esqueletos bajo una capa de piel tan fina como papel de fumar.
Lívido, Cal trató de sonreír. Le dolió el cuello al levantar la mirada y tratar de mirar al decano a los ojos.
– Hola.
El auténtico nombre de la Señora Decano era Clarissa, pero Caleb no se acordaba casi nunca. Cuando posaba la mirada en él, lo hacía con una expresión que no era capaz de describir del todo. En cuatro años no la había visto reír, o siquiera sonreír, con auténtica emoción. En una o dos ocasiones, en medio de una conversación, Cal había oído cómo se formaban los aullidos natales de una risilla en su interior, y había esperado a ver si terminaban de nacer, pero la carcajada había muerto siempre en el útero, como si fuera engullida de repente.
Era raro que pudiera parecer tan poco agraciada cuando en realidad, el completo opuesto de la agradable fealdad de su marido, era extremadamente atractiva. Más joven que él -Cal pensaba que debía de rondar los treinta y tantos- poseía una mirada tan gélida que uno llegaba a preguntarse si sentía de veras aquel desdén o solo estaba interpretando el papel de hechicera, tratando de tentar al masoquista que todos llevamos dentro. Lo que le decían las tripas era que aquella mujer, de algún modo, quería su ayuda.
– Hola, Cal. Cuánto tiempo -dijo-. Me alegro de verte de nuevo. Solo siento que nuestro encuentro tenga que ser casual. -Le estrechó la mano y lo acompañó hasta el arco de entrada a Camden, debajo del cual estaban a resguardo de la nieve. El decano los siguió en silencio pero con muchos comentarios pegados en la cara enjuta.
– Sí -dijo Cal, porque no había mucho más que decir.
La Señora Decano continuó:
– Como este es tu último semestre y no estarás mucho más tiempo con nosotros, permíteme que te diga que hemos disfrutado mucho de tu compañía. De verdad. -Guardó silencio. Cal escudriñó su rostro en busca de sinceridad pero regresó con las manos vacías-. En realidad, no quiero que suene como si fuera el fin del mundo. Tienes todo un mundo extraordinario y desafiante esperándote cuando nos abandones.
– Puede que trate de sacarme un master -dijo Cal-. Y el doctorado. -En realidad, no había nada que le apeteciera menos, salvo tal vez el extraordinario y desafiante mundo que lo esperaba ahí fuera.
– Bueno, siempre hay sitio para otro doctor en Inglés -dijo ella, tratando de parecer sincera. El sarcasmo no era su fuerte-. ¿Pasarás esta noche por nuestra casa?
– ¿Su casa?
– Sí, vamos a celebrar una pequeña reunión informal. Nada muy extravagante.
– Ya veo.
El decano enarcó una ceja y mostró un instante de sorpresa que se esfumó inmediatamente. Cal sabía que el hombre había pretendido que él lo interpretara tal cual, cada gesto dotado simultáneamente de un propósito oculto y otro evidente, y así no pudiera saber si tenía algún valor real. Sus finos labios esbozaron una sonrisa que ponía los pelos de punta.
La Señora Decano trató de sonreír y fracasó tan miserablemente que sintió lástima por ella.
– Además me gustaría charlar contigo en privado, Cal. Pásate luego, ¿eh?
No era exactamente una pregunta.
– Lo intentaré.
– Y, por favor, trae contigo a tu encantadora novia. -Los dedos de la Señora flotaron por el aire, tratando de dar con el nombre de Jodi, chasqueando de tanto en cuanto. A pesar de que Jo era bastante introvertida y en general despreciaba el círculo académico, era muy capaz de jugar a su juego. Había estado en la lista de favoritos del decano cuatro años seguidos y ganado casi todos los premios existentes. Era imposible que la Señora no conociera su nombre-. ¿Jenny?
– Jodi.
– Sí, eso, ahora lo recuerdo, qué tonta. -Su mano volvió a cerrarse, y se acercó ligeramente a la barbilla de Cal en un gesto casual-. Jodi. ¿Digamos… a las siete? O siete y media. -El tono de su voz desafiaba cualquier potencial negativa.
– Sin falta.
– Espléndido.
Caleb asintió y los siguió con la mirada mientras se alejaban con andares tan regios que parecía que estuvieran desvaneciéndose entre la niebla a cámara lenta.
Fue al dormitorio de Jo. El chico que estaba de guardia en la garita de seguridad ni siquiera levantó la mirada de su libro de matemáticas, y la sólida puerta de metal resonó con mucha fuerza cuando entró Cal. Las ecuaciones de la página le recordaron a las que estaba haciendo cuando murió su madre. Comparaciones geométricas de las propiedades topológicas de una función con las de su aproximación lineal. Superficies no diferenciables y la discusión sobre por qué la raíz cúbica de (x³-3xy²) no se puede diferenciar en su origen. Se preguntó cómo habría sido su vida de haber nacido como una integral.
La conversación que había mantenido tres semanas atrás con Rocky y Toro volvió a sus pensamientos. Sobre los chicos que trabajaban en los mostradores de seguridad y que descuidaban sus obligaciones. Podía entrar un asesino en cualquier momento y no se enterarían hasta entrar en el cuarto de baño. Allí estaba él y el otro no había levantado la mirada todavía. Podría llevar encima una Uzi, un cuchillo de carnicero empapado de sangre, doce cartuchos de dinamita pegados al pecho y seguiría sin obtener una reacción. Dirigió una mirada ceñuda a la recortada cabellera del chico y pensó en montar una escena. La imagen recordaba demasiado a la del Yok y sus piruetas y no le gustó.
Tras colocar su tarjeta de identidad sobre el libro de matemáticas, dijo, con su mejor tono de Señora Decano:
– Se supone que estás aquí para asegurarte de que estas instalaciones son seguras y no entra ningún indeseable. Se empieza mirando a los visitantes y luego se comprueba su identificación.
El muchacho levantó la mirada pero no hizo nada más. Tenía los ojos llenos de vectores y matrices.
– ¿Qué? ¿Qué quieres?
– Vamos, tío, no se lo pongas tan fácil.
– ¿Fácil? ¿A quién?
– A ellos. A él.
– ¿De qué coño estás hablando?
– Permanece alerta y haz tu trabajo.
– ¿Qué trabajo? Mira, ¿tienes algún problema? No tengo por qué aguantar tus chorradas. ¿A qué habitación vas? Oye…
Cal se dirigió a la escalera, subió rápidamente los tres tramos que había hasta la habitación de Jo y llamó a la puerta con su secuencia personal, una especie de traqueteo con ritmo de jazz que hacía con los dos nudillos.
Jodi abrió con expresión preocupada y un absurdo y voluminoso peinado. Tenía la blusa desabrochada en parte, una manga subida hasta el codo y la otra abierta a la altura de la muñeca. En veinticinco años sería una imagen espantosa, el horror alcoholizado que era su madre, pero ahora mismo su descuido resultada sensual. Se apartó el pelo de la boca y los ojos y dijo:
– ¿Con quién coño llevas todo el día hablando por teléfono? ¿O es que lo has dejado descolgado?
Cal pensó en el aparato, tirado en el suelo hecho pedazos.
– Está estropeado. He estado en la biblioteca, leyendo.
Pasaron varios segundos incómodos. Podía ver cómo discurrían los mismos pensamientos de siempre por la cabeza de Jodi, uno tras otro: la decepción por su brusca marcha en mitad de la clase, el miedo a que no tuviera lo que hacía falta para salir al mundo y convertirse en un hombre de provecho, hecho realidad. Su incapacidad en el arte de la dedicación, en el que ella era una consumada maestra.
– Me preguntaba qué habrías estado haciendo todo el día. Leer. Eso está bien.
Cal cerró la puerta.
– Echa la llave, ¿quieres? El estudiante de abajo ni levanta la vista cuando entra alguien. ¿Quién sabe qué clase de gente anda entrando por aquí?
– Es curioso que utilices la palabra estudiante cuando quieres decir capullo.
– Solo digo…
– Ya sé lo que dices.
– Echa la llave, Jo, ¿vale?
Los rizos enmarañados volvieron a caerle sobre el rostro y se los sacó de la boca de nuevo.
– De acuerdo.
Vacilaba entre el deseo de censurarlo y el impulso, posiblemente, de sentirse orgullosa de él, pensó. Confiaba al menos en que pudiera respetar la defensa que había hecho de su propia ética, si es que eso es lo que había sido. Trató de no considerar la posibilidad de que sus actos la hubieran humillado por completo. Debía de pensar que ahora iba a fracasar con Yokver y el fracaso en todas sus formas la aterrorizaba.
– ¿Y bien? -le preguntó.
– No estoy segura, Cal.
Otra pausa. Aquellas pausas preñadas estaban volviéndose más largas y marcaban la irrupción de algo nuevo y desconocido en sus vidas. Arrugó tanto el gesto que pareció que iba a estornudar.
– Dime lo que estás pensando, Jodi.
– No se trata de lo que yo estoy pensando, se trata de lo que tú has estado pensando últimamente. Desde antes de Navidad y puede que un poco más, no lo sé. Nunca me hablas de ello.
Bien, así que ahí estaba.
Se sentó en la silla del escritorio, con los brazos y las rodillas doblados, como si quisiera esquivar golpes.
– Siento haberte pedido que te apuntaras a ese curso, joder, pero creí que podía ser divertido ir a clase juntos.
– Yo quería hacerlo. Pensé que sería fácil. -Melissa Lea le había dicho que creía que era una maría y también ella había caído en la trampa.
– Salta a la vista que estás furioso con ese tío, y con todo el mundo últimamente, por lo que yo sé. -Resopló, un sonido áspero y feo, un sonido que su madre hacía constantemente cuando estaba a medio camino de una botella de ginebra vacía-. Parte de ello tiene que ver con lo que te pasó durante las vacaciones y otra parte con mis padres, pero eso no es todo.
– No -admitió él.
– Y supongo que te ha molestado que no saliera de la clase contigo esta mañana.
Una tirantez en el pecho lo instó a no decir la verdad, pero fue incapaz de contenerse. Rara vez podía hacerlo.
– Por supuesto. Me hubiera gustado que estuvieras a mi lado, y no contra mí.
– Continúa.
– Pero… -ahogó la frase, consciente de que ya había cometido un error extremadamente gravo al empezar de aquel modo su afirmación. Decir que ella se había puesto en su contra parecía un vergonzoso caso de paranoia, como un esquizofrénico gritando que los perros del vecindario le habían obligado a asaltar un supermercado y con un casco de papel de aluminio en la cabeza para impedir que lo alcanzaran los alienígenas con las señales que enviaban desde Neptuno.
Jodi recompuso el gesto y le dirigió una de aquellas miradas suyas que no mostraban absolutamente nada, como si estuviera examinando una muestra al microscopio, un corte lateral de los intestinos de un cadáver.
– ¿Pero? -preguntó.
Caleb no dijo nada.
Así que ella continuó en su lugar.
– Pero sabes lo mucho que me importan las notas y eres consciente de que si hubiera salido de allí me habría pasado lo que te va a pasar a ti. Vas a suspender el curso, sin duda.
No, no era así.
– Lo que habría arruinado mi expediente académico tal como, en la práctica, ha arruinado el tuyo. Pero a ti te da igual. Todo esto, estos años en la universidad, no son más que un juego para ti.
No lo entendía y no podía explicárselo. No iba a suspender el curso. Yokver nunca se rebajaría así. Ponerle un sobresaliente a Cal sería su manera de apretarle los tornillos, de enseñarle otra lección sobre la vida, como darle unas palmaditas en la espalda al tonto después de haberle tirado una tarta a la cara. Ella no lo creería; había vivido demasiado tiempo con las estrellas doradas de sus cuadernos. Hasta era posible que a ella le bajaran la nota a un notable, para que el Yok pudiera enseñar a Cal lo etéreo que era todo, la poca importancia que el título tenía en el conjunto de las cosas.
Pero no podía decírselo.
– Y a mí me importan esas cosas -dijo ella-. Tú estás demasiado cómodo en la universidad.
– Hm.
– Y todavía quieres que te siga.
– Sí -dijo, encogiéndose de hombros a medias. Aún podía ser honesto con ella en cosas así, si ella le preguntaba.
– Tú lo quieres todo.
Suspiró, pero no se sintió ni de lejos tan bien como rozando el visón de la Señora Decano. -Todo el mundo lo quiere todo.
– Oh, qué original, joder.
– Como tú digas…
Otro momento de exagerado silencio, como una especie de calentamiento antes de un combate de boxeo.
– Una chica salió de allí detrás de ti -dijo Jodi mientras sacaba una lata de gaseosa de la nevera. La apuró en cuatro tragos y la arrojó a la papelera. El movimiento curvo de su brazo pareció extremadamente lento, como si el acto de buscar palabras estuviera afectando a todo lo que los rodeaba-. Vi que te guiñaba el ojo cuando empezaste a pelearte con Yokver. Es muy mona.
Le dijo la verdad:
– No me había fijado.
– Me pregunto si se marchó porque odia al profesor Yokver o porque tú le gustas. ¿Tú qué crees?
Cal se quedó mirando los hoyuelos de Jodi sin entornar la mirada, como era su costumbre, sorprendido de verla tan diferente así, tan desenfocada. Uno de ellos estaba esfumándose de la escena. Era demasiado tarde para que ella empezara a fingir celos. Sabía que nunca la engañaría. Le tendió una mano y él se acercó, se sentó a su lado y le pasó un brazo fláccido alrededor de los hombros.
Dijo:
– Ya ni siquiera sé muy bien de qué estamos hablando.
– A pesar de que ya no coincidimos nunca, o casi nunca, sigo queriendo que sepas que cuentas conmigo, en todo. Ni siquiera me importa que me hayas estado mintiendo. Lo acepto. Forma parte de lo que tenemos.
Un pánico viscoso ascendió hasta su cabellera. Ahora estaban alejándose en otra dirección.
– Jodi, por el amor de Dios, no lo digas así.
– ¿Lo entiendes? -Tiró de sus nudillos, le acarició suavemente las muñecas y le cogió la mano-. Es importante que me creas cuando te digo que no te lo tengo en cuenta y tú tampoco debes hacerlo.
– Jodi -empezó a decir y no pasó de ahí durante largo rato, sin saber muy bien qué decir aparte de su nombre. La hechicera Circe estaba a un lado y alguien más, mucho más furioso, estaba al otro-. Hum…
– Shhh, calla.
– Igual sería mejor que sacáramos algunas cosas a la luz. -No lo creía realmente pero puede que la mera oferta ayudara.
La nevada se había convertido en una ventisca, que estaba practicando arte impresionista en la ventana. Lo observó durante un rato, mientras los cristales se recomponían tras el vaho gris de su aliento en la parte interior del cristal. Los copos caían a chorros sobre el cristal, como llamas blancas: extraños y vengativos.
– E igual no. -Le puso un dedo en los labios-. Shhh, Caleb Prentiss. Te quiero. Puedo aceptar lo que nunca habrá entre nosotros. Eres un hombre oscuro y obsesivo, lleno de misterios extraños que nunca resolverás y así es como debe ser.
– Haces que parezca totalmente frívolo.
– Algunas veces esa es la verdad. Es una de las razones por las que siempre me has atraído.
– ¿Por qué? -Preguntó. Algunas veces uno quiere poesía y otras veces no quiere más que una puta respuesta directa. ¿Estaba Jodi siendo tan evasiva como él pensaba? Puede que estuvieran hablando de amor, o de odio. No tenía sentido tratar de describirlo, llegar a una solución.
Le besó la barbilla y volvió a pedirle silencio con un shhhh. El sonido empezaba a crisparle los nervios.
– Hay algo dentro de ti que es fascinante y embriagador, que me excita los puntos sensibles como tu barba incipiente, como tus manos. Nunca te he preguntado, ¿verdad?
¿Sobre qué? Sobre nada.
– No.
– Cuando te emborrachabas… cuando estuviste a punto de partirte las piernas… cuando desapareces durante horas y horas y aseguras estar leyendo libros. Soy consciente de que es una faceta de ti que yo no comprendo.
Ni tú ni yo, cariño.
– No sigas expresándolo con palabras.
Lo obligó a tenderse apoyándole las manos en el pecho. También Jodi tenía una faceta que Cal no podría llegar a abrazar en toda su vida.
– Yokver también lo sabe -dijo-. Igual que el decano y los demás profesores. ¿No te das cuenta de que es por eso por lo que juguetean tanto contigo, porque te respetan? Eso demuestra que te pareces mucho a ellos.
– Ahora estás siendo perversa -dijo.
Trató de incorporarse, pero ella se lo impidió. Joder, tenía fuerza de verdad. Y ahora también un pedazo de verdad, más de lo que él había esperado, pero no sabía qué pensar de aquel tono de voz. Estaba siendo evasiva lanzándose de cabeza contra él. Era un buen truco y funcionaba.
Le abrió la camisa y le besó el pecho, descuidada y lentamente. En los dos últimos meses había estado más caliente que en cualquier otro momento desde que se conocieran.
– Tiene mucho sentido, Cal. Un cazador no persigue trozos de madera. Busca algo que le supone un desafío.
– No cojo la analogía.
– Sí, claro que sí, amor mío. Mantente a salvo. Permanece lejos del bosque. Lejos de la jungla.
Le olió el aliento para ver si había rastro de licor o de hierba en él. Solo se olió a sí mismo, lo que ya de por sí era bastante malo.
– Esta noche es la fiesta del decano. ¿Es de eso de lo que estás hablando?
Ella se puso tensa, o puede que fuera él, por la agudeza del timbre de su voz. Una energía nerviosa los recorrió a ambos y no pudo discernir si se sentía furioso o excitado o si a ella le pasaba cualquiera de las dos cosas.
– ¿Quién te lo ha dicho? -le preguntó Jo.
– ¿Por qué me preguntas eso? -Le asió las muñecas, se incorporó y la obligó a tenderse en su regazo. Se inmovilizaron el uno al otro en la cama. En cualquier otro momento habría sido muy divertido-. ¿Quién te lo ha dicho a ti?
– Todo el mundo lo sabe.
– No, si no me hubiera tropezado con su mujer ahí fuera, seguiría sin saber nada.
– ¿Y? ¿Qué tiene eso de malo?
– Alguien está guardando secretos. -Nunca le hablaría del asesinato de su cuarto y ella nunca lo averiguaría. No podía mantener su mente fija en un único hilo de pensamiento. Los pezones de Jodi se endurecieron y su oscuro contorno se transparentó en su blusa-. ¿Por qué no me lo habías dicho, Jodi? -Bajo aquella luz, el ángulo de sus senos era perfecto y recorrió con la mirada la suavidad de su escote. Apretó la cara contra él y continuó-: hmmmm.
– No muerdas su anzuelo -le dijo ella. Sus caninos reptaron por su labio inferior. Aquella maliciosa sonrisa era tan impropia de ella que empezó a buscar pecas, marcas de nacimiento y cicatrices para asegurarse de que seguía siendo la misma. La boca empezó a secársele-. Enséñame, Cal.
– ¿Que te enseñe el qué?
– Enséñame. Perdóname.
Empezó a correrle sudor frío por la frente.
– ¿Que te perdone el qué, Jo?
– Por favor.
Trató de hablar y no salió nada. Ella le metió la lengua en la boca, se apartó, y volvió a caer sobre él.
– Te están devorando -dijo, vorazmente. Casi no reconoció la voz de tanto como se parecía a la de su madre-. Devorando vivo. -Fue bajando por su vientre, lamiendo y mordisqueando, trabajando con las manos. Su lengua aparecía y desaparecía.
Pensó que tenía razón y se dejó caer sobre Jodi, atraído por sus húmedas y carnosas cavidades. Su hermana había escupido aquellas mismas palabras que no habían significado nada cuando murió, y aún menos significaban ahora.
Perdóname.
Puede que la perdonara, en sus pesadillas, cuando podía permitírselo.
Jodi roncaba y musitaba suavemente en su sueño, como Fruggy Fred. Su respiración levantaba enmarañadas hebras de cabello delante de su boca. Lo que había sido amor y lujuria se había convertido ahora en lujuria, amor y una nueva dimensión del amor, una cara mal entendida o extraviada de la devoción. Habría sido mucho más inteligente ponerle fin pero, ¿quién es capaz de hacer cosas inteligentes cuando es necesario? Parte de su ternura se había sacrificado a la futilidad de él, un sacrificio debido a su impiedad, suponía. Por ello Cal sentía una culpa hiriente. Las trampas de la dulce comunicación vacía y otras necedades románticas propias de amantes no se movían en sincronía con la realidad que ellos compartían.
Las campanas repicaron tres veces.
Solo eran las tres de la mañana y a pesar de ello la mayor parte de su vida parecía haberse vivido ya. Recreada una y otra vez mientras él observaba, esperaba y se demoraba. Al igual que su hermana, no terminaba de poder aceptar lo que el mundo podía ofrecerle. Puede que debiera trabajar con ratas. Convertirse en cazador de ratas y conducir por ahí en una furgoneta llena de veneno, observándolas mientras correteaban alrededor de los muertos. O convertirse en vaquero de ratas en Hollywood, trabajando en los aparcamientos traseros de la Universal. O simplemente un criador de ratas. Resultaba curioso cuando lo pensaba, seguía el mismo camino que ella a pesar de todas las advertencias. Sus estados de ánimo, igual que habían sido los de ella, eran mercúricos y retrógrados. No era de extrañar que lo hubiera llamado al cuarto de baño.
Se dio dos golpecitos en la cabeza, tratando de desalojar a las serpientes de su interior. El movimiento despertó a Jodi. Lo miró, sonrió y susurró con voz soñolienta:
– Eh.
– Eh, tú.
Cal siguió mirándola hasta que estuvo seguro de que iba a quedarse dormida de nuevo, y entonces pasó el dorso de la mano por sus mejillas y le acarició las orejas por detrás hasta hacerla reír. Aún podía ser muy dulce, gracias a Dios. Sus dedos circularon sobre los diminutos surcos de las cicatrices, resbalaron sobre las pestañas y conectaron con las marcas rojizas que le había dejado sus dientes al morderla. Las sombras de copos contorneados oscurecían su vientre. Reformó las líneas de su rostro hasta que volvió a ver la versión definitiva de Sylvia Campbell que había creado originalmente.
Al darse cuenta de lo que estaba haciendo, se le encogió la garganta. Su mirada cariñosa se cerró con un sonido casi audible.
– ¿Quién te dijo lo de la fiesta del decano? -dijo.
– ¿Tenemos que hablar de eso ahora? Hasta después de hacer el amor vuelves a lo mismo.
– No estoy volviendo a nada.
– Claro que sí.
– Vale, estoy volviendo. Pues dímelo.
– ¿Y si no quiero hablar de ello? -dijo. No pudo evitar el desafío de su voz, la sombra de una amenaza.
– ¿Por qué no me lo dices?
– Para, Cal, por favor.
– ¿No vamos a ir juntos?
– Tú nunca paras, ¿eh? ¡Siempre tienes que presionar! -Con la boca comprimida en una línea ente azul y blanca y carente de labios, lo miró durante un minuto entero. Puede que fuera el minuto más largo de su vida. Aunque no había razón para ello-. ¿Por qué te molestan tanto cosas tan inconsecuentes?
– ¿Inconse…?
– ¡Trivialidades! ¿Por qué tienes que estar completamente histérico o totalmente tranquilo?
– ¿De veras soy así? -preguntó.
Sí, parecía tener sentido. Se apartó y se golpeó el hombro con uno de los carteles enmarcados de Robert Doisenau que colgaban junto a la cama: el París de los 50 balanceándose adelante y atrás, figuras indistintas y oscuras caminando sobre adoquines, inclinándose y columpiándose como ahorcadas.
– ¡Sí!
– ¿Por qué no me respondes sin más, Jo?
Jodi arrugó las sábanas con las manos.
– No me acuerdo. Puede que Rose. Creo que me dijo que Willy y ella estaban invitados.
– ¿También ellos? ¿Y cómo es que yo no?
– ¡Sí que estabas invitado! ¡Lo estás!
– Pero…
Un fuerte golpe en la puerta resonó en la habitación. Los dos salieron rápidamente de debajo de las sábanas y se apartaron. Jodi se vistió a toda prisa y trató de desenredarse el pelo mientras Cal se ponía los pantalones.
Otra llamada violenta. La puerta entera se sacudió en el marco, como si quienquiera que hubiese al otro lado la hubiera embestido con el hombro. Alguien tenía muchas ganas de entrar. Jodi hizo ademán de responder y Cal estuvo a punto de gritarle que no lo hiciera. El estudiante del piso de abajo podía dejar pasar a cualquiera. Al asesino, de regreso para liquidar a todos los que dormían en aquella cama.
Rose estaba en el pasillo, llorando incontroladamente, cubierta de nieve, con la boca temblorosa, los ojos moviéndose en sus órbitas de forma violenta y toda clase de colores extraños en la cara. Cal reprimió un oh, mierda. La chica entró a la fuerza apartando a Jodi, como un halcón descendiendo sobre un ratón de campo, y se precipitó sobre él. Cal sabía lo que estaba pasando. Una relación abierta. Y una mierda.
El gilipollas de Willy y sus chorradas machistas sobre no permitir que las cosas llegaran a ser demasiado serias, diciéndole a Cal que podían compartir a Rose, consciente de cómo era ella en realidad pero cegado por su libido. Fue incapaz de decidir si debía saltar por la ventana o no. Solo tres pisos. Pasamos al Plan B si resulta que solo hay uno. Ah, mierda, no es así.
Mírala: ¿no podía Willy haberle roto una costilla? Se detuvo a menos de medio metro de él, atravesó sus pupilas con la mirada y empezó a excavar en su cerebro. Su expresión recorrió el espectro entero: llena de horror, humillación, repulsión y dolor, expelidos en todas direcciones. En su caso, él se habría sentido exactamente igual. Se encogió, como un niño a punto de recibir una paliza de muerte y sabiendo que se la merecía. El esmalte de uñas empezó a caer en copos al suelo mientras ella se las arañaba, skrt, skrt, skrt, skrt, afilándolas para sus ojos. Esta simple acción resultaba suficientemente amenazadora por sí sola. Retrocedió un par de pasos más. Se sabía de gente que había sobrevivido a una caída de tres pisos.
El momento siguió expandiéndose, engulléndolos. El rostro de Rose parecía tan duro como la piedra, blanco y azul a causa del frío. Los cristales de hielo que llevaba en el pelo ni siquiera habían tenido tiempo de fundirse. Había atravesado el patio bajo la ventisca sin un abrigo. Tenía los bordes de las cejas empapados de sudor, maquillaje y lágrimas. Se había manchado de máscara toda la frente y las orejas, lo que le daba el salvaje aspecto de un mapache rabioso.
– Tengo que hablar contigo -sollozó Rose-. Y quiero la verdad.
Logró decir:
– Claro.
– ¿Con quién está, Cal? Tenía mis sospechas, pero ahora estoy segura. -Salía vaho de sus arrugadas fosas nasales-. Por favor, sean cuales sean las promesas que le hayas hecho, no me mientas ahora. ¡Ni siquiera creía que fueras capaz de hacerlo! Dímelo, dímelo, por favor. Se arrodilló delante de él, empapada y temblorosa, tan castigada como una cincha de cuero a punto de partirse por la mitad. Cal se encogió, y su corazón se ladeó hacia la izquierda como si estuviera tratando de escapar de alguna manera de su pecho. Retrocedió un paso, y luego otro, hasta que estuvo casi apoyado en la ventana-. Por favor.
– No lo sé, Rose.
Ella hizo rechinar los dientes y resopló. Los largos rizos castaños goteaban nieve fundida, la mirada ojerosa estaba manchada de sombra de ojos.
– Eres mi amigo. -Le tomó la mano y trató de llevársela al pecho, lenta, tan lentamente que el acto fue casi íntimo. Debería haber sido cualquier cosa menos eso. Se detuvo, volvió la mano y le miró la palma como si pudiera leer allí el futuro de ambos. ¿Qué vería?
– Sí, lo soy.
En un instante aterrador, ella dejó de llorar, como si una espada le hubiera caído encima y le hubiera cortado el cuello. Cal trató de recuperar la mano pero ella se aferró.
– Hemos sido amigos desde que nos conocimos en la orientación, Cal. Tú me has hecho reír y has hecho que siguiera aguantando cuando lo único que quería era huir corriendo a casa de mis padres. Eres una parte de mi vida más importante de lo que nunca sospecharás y aunque no siempre nos hemos llevado bien, te quiero, y necesito que me ayudes ahora.
Al otro lado de la habitación, vio un estremecimiento espantoso que recorría la columna vertebral de Jodi.
– No lo sé.
– ¡No mientas!
– No miento.
Siguió tratando de recuperar la mano y ella siguió resistiéndose. Tiraba cada vez con más fuerza, hasta que él llegó a pensar que podía dislocársela.
– Él te lo cuenta todo, Cal. Lo entiendo. Se supone que es lo que pasa entre los tíos. Pero también eres mi amigo.
– Y lo soy, Rose, pero…
Jesús, Dios, todo el maquillaje resbalando en una riada de colores, como si se hubiera destrozado la cara.
– Me siento morir. ¡No habría sido peor si me hubiera cortado la garganta!
Ya había suficientes mujeres asesinadas allí.
– Te lo juro, Rose, no lo sé.
– ¡Por favor! -chilló, un gemido largo, quejumbroso e infantil. Finalmente logró arrebatarle la mano y quiso taparse los oídos-. ¡No soy idiota! -Mientras su odio resbalaba hasta el suelo, lo mismo le ocurrió al de él, hasta que, fuera de su elemento, no pudo seguir viviendo. Alargó la mano hacia ella y le acarició la mejilla, como si eso sirviera de algo.
– No me cuenta esas cosas. -Parecía una completa locura, pero no había otra forma de hacerlo.
– Pero…
– Estoy diciéndote la verdad, Rose. -Deseando tener algo más inteligente o sincero que decir, buscó a tientas los zapatos y la camisa y se los puso. El muy hijo de puta de Willy merecía estar allí, ver lo que había hecho y limpiar los destrozos de su machismo.
– Eres un maldito pedazo de mierda cabrón y mentiroso -siseó Rose-. Y siempre lo has sido.
No, pensó él, no siempre.
– Vete, corre. Largo de aquí. Quítate de mi vista.
La dejó allí arrodillada y cogió su abrigo. Jodi se apartó de la puerta y le dio el espacio justo para salir, pero apartó la cara creyendo que podía tratar de besarla.
Unos sonidos incomprensibles lo siguieron por los tres tramos de escalera y más allá del mostrador de la entrada. El chico de las matemáticas no levantó la mirada mientras Cal recogía su carné y salía a la ventisca.
Sin destino concreto, vagó por la tormenta. La nieve le azotaba los ojos y le quemaba como la gravilla con la que lo habían sepultado los vientos del invierno durante las vacaciones navideñas. Durante quince minutos siguió otras huellas por los casi invisibles caminos del patio.
Antes de saber siquiera que se encontraba en un edificio, estaba caminando por los estrechos pasillos de la emisora de radio, limpiándose nieve de los zapatos y dirigiéndose a la cabina de retransmisión de la KLAP.
No sabía si debía estar allí. Pero era mejor sentarse en silencio con Fruggy Fred que rumiarlo todo en su cuarto, en la biblioteca, en medio de la tormenta o buscando a Willy. No sabía cómo se había enterado Rose de que Willy la estaba engañando.
Los altavoces de la emisora bramaron:
– El restaurante de Alice. -La voz aflautada de Arlo Guthrie hizo reír a la audiencia con los veinticinco minutos de su relato de guerra y desgracia, hippismo y bolsas de basura azules.
Shiska Bob, agachado en una esquina buscando entre una pila de gastadas cubiertas de álbumes y carátulas de CD, levantó la mirada. Su brillante y rosada calva relució, y tembló su fino bigote cuando dijo:
– Eh, hombre de nieve, pensaba que no podías moverte sin tu sombrero mágico.
Cal vio su reflejo en el espejo que había tras el estante junto al que se arrodillaba Bob. Tenía el pelo y la chaqueta completamente blancos, y la cara colorada por culpa del viento. Se miró el pelo desde diferentes posiciones, consciente de que ese sería su aspecto dentro de poco tiempo, el de un anciano prematuro.
– Llevo un rato sin ver a Willy -dijo Bob-. ¿Qué pasa?
– ¿Te lo creerías si te digo que hemos estado trabajando?
– Solo si también hubieras sido voluntario en un orfanato, donando medio litro de sangre cada tres meses, y hubieras recogido tres toneladas de alambre de aluminio para la campaña anual de reciclaje.
– Eres un alma bondadosa.
Shiska Bob se encogió de hombros.
– ¿Sabes en qué disco de Dylan está, «Lily, Rosemary and the Jack of Hearts».
– ¿En Highway Sixty-one?
– No, ya he mirado en ese. ¿Qué te trae aquí tan temprano?
– ¿Ha llegado ya Fruggy Fred?
– Sí, está sobado en el sofá, como siempre. Le quedan cinco minutos para despertarse antes de que Arlo termine.
– ¿Crees que lo conseguirá?
Bob levantó la mirada y adoptó una expresión de extremada seriedad.
– Los dos sabemos que siempre lo hace.
Caleb asintió.
– ¿Cuándo sales?
– A las cuatro -consultó su reloj-. Exactamente dentro de quince minutos. Eso te da diez minutos para hacer el ganso en el aire si quieres. Negaré todo conocimiento de tus acciones. -Dio la vuelta a la carátula del CD de Dylan, Blood on the Tracks-. Ajá. Aquí está la muy bastarda. Es una lástima que tenga que poner el último éxito de moda en el campus. Un crío inglés ha decidido fusionar Skinny Pup con Nine Inch Nails y Harvey Danger. Ojalá me dejaran poner auténticos clásicos de vez en cuando.
Cal lanzó el abrigo sobre el perchero del otro lado de la habitación, falló y entró en la cabina de retransmisión.
Fruggy Fred estaba allí, en gloriosa somnolencia, inaudito y hermoso, con la carne marfileña desbordando los cojines del sofá en el que dormía.
Llevaba una camisa de hockey remangada hasta el ombligo. Las alargadas marcas de color rosa de su vientre eran dolorosamente visibles. La gente se equivocaba al pensar que era perezoso o sufría una depresión clínica, pero Cal sabía que Fruggy era el hombre más dedicado y disciplinado que había conocido en toda su vida. Otros podían pensar que el obsesivo era Willy, con los surcos de los tendones tallados como obras de arte del esfuerzo, y tendrían razón en parte, pero se equivocarían en el resto. El golpe de realidad era una forma de poder.
Era Fruggy Fred quien permitía que sus músculos se atrofiaran, quien entregaba su vida despierta a la resolución del nudo freudiano-gordiano de los símbolos de sus pesadillas, siempre en busca de sico-teologías ignotas en los rincones de su mente inconsciente. Cal no sabía qué lo había inducido a asumir esta activa inactividad o qué era lo que había encontrado ya o esperaba encontrar. Jodi odiaba a Fruggy con vehemencia. Su odio se le acumulaba en el interior y afilaba los planos de su cara, levantaba su labio inferior formando una mueca de repulsión por lo que ella tenía por pereza inherente. Pero en parte eran celos, pensaba Cal: la familia de Fruggy era adinerada y podía permitirse un curso incompleto e incluso fallido del todo sin que eso afectara a su futuro. En algún momento acabaría por hacerse cargo de la empresa de software de su padre, o la vendería y estaría instalado el resto de su vida, que para el caso era lo mismo. A pesar de lo cual, Fruggy lograba figurar todos los años en la lista del decano, con un impecable expediente de sobresalientes.
Caleb lo quería.
Su relación se basaba en una aceptación total y pura, no adulterada por juicio alguno, fuera ético o de otra naturaleza. El silencio de Fruggy era a menudo la única cosa con la que podía aliarse. Estar allí sentado frente a aquella mole durmiente era como encontrarse frente a las tumbas de tus seres queridos, muertos antes de que hubieras podido decirles lo mucho que los amabas. El movimiento REM de los ojos de Fruggy Fred apaciguaba tu alma.
Era como confiarle tus secretos a los muertos. Fruggy escuchaba, pero conscientemente no sabía. Esa era la teoría de Cal, al menos. Las almohadas que estrechaba con las rodillas vertían plumas al aire cuando topaba con alguna visión especialmente poderosa.
Aquello no era inercia, era acción.
Cal se sentó en la consola, se puso los auriculares y empezó a jugar con el panel de control para volver a familiarizarse con él. «El restaurante de Alice» concluyó y Fruggy Fred soltó un gemido y empezó a incorporarse.
– Relájate -dijo Cal-. Yo me encargo.
Fruggy parpadeó con aire soñoliento y volvió a recostarse con un resoplido.
Mientras se encorvaba frente al micrófono, a Cal no se le ocurrió nada ingenioso como introducción. Se limitó a presentar el «Love Will Tear Us Apart» de Joy Division y puso el disco.
– Un gran clásico -dijo. Metió en el reproductor de CD el «I’ll Never Write» de Zenith Bride. Había un verso entre aquellas frases detonadoras que quería volver a escuchar.
Cada vez hacía más calor en aquella sala sin ventanas. Aunque era casi del mismo tamaño que el pequeño almacén, el calor y la luz otorgaban al lugar una atmósfera muy diferente. Cal se frotó los ojos hasta que empezó a ver estrellas rojas.
– ¿Cuál es la respuesta? -susurró.
Fruggy Fred suspiró y murmuró algo.
Hm. Cal giró su asiento tratando de no hacer demasiado ruido. Si tenías cuidado, podías mantener conversaciones con Fruggy Fred en su estado sonámbulo. Esperó.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó, calmado y paciente, arrastrando las palabras como si estuvieran en un sueño.
– Es real -dijo Fruggy Fred en su sueño.
– ¿El qué?
– El lugar.
– ¿Qué lugar?
– El infierno -dijo Fruggy Fred. Hacia el final de la canción añadió-. El cielo. La muerte. -Su respiración se hizo aún más rápida y superficial. Sacudiendo la lengua, los ojos golpeteaban el interior de los párpados-. Donde nos tienen.
Cal regresó rodando a la mesa y puso la canción de Zenith Brite.
– No estás diciéndome nada que no sepa.
– Están a nuestro alrededor -susurró Fruggy.
– Tienes razón.
– Incluso ahora.
– Sí.
– Todos ellos.
– ¿Puedes encontrarla, Fruggy?
La frente de Fruggy Fred se arrugó, su boca formó una O, su respiración se volvió más excitada con la pesadilla.
– ¿Puedes encontrar a Sylvia Campbell? -preguntó Cal.
Puede que también el nombre fuera falso. Pero ahora pensaba con tanta intensidad sobre su vida y su muerte, estaba tan concentrado, que se habría dado cuenta. Creía, al igual que los Navajos, que los nombres tienen poder y que pueden devolvernos a los muertos, aunque solo sea en los pensamientos.
Sy. C.
Caminantes de la piel, llaman los Navajos a sus brujas. Circe, la hechicera. Ella, o alguien -puede que su hermana- titubeó un instante y a continuación avanzó y se le acercó.
– ¿Puedes decirme lo que está soñando? Pregúntaselo, Fruggy. Pregúntale quién se lo hizo.
Fruggy asintió, ansioso.
Zenith cantó a capella la estrofa inicial, con un gruñido y un deje que se te pegaba a las entrañas.
Y cada vez que tratas de acercarte
Me lo tomo como un ataque
Tus cartas desde la oscuridad no se acercan siquiera
a su objetivo
y eres demasiado inane para mi dolor
Nunca sospecharás los secretos de mi éxito carmesí
hasta que pongas fin a tu apagado dolor
y enciendas tu propia mecha
Un hombre como tú no tiene nada que perder
es todo negro
porque por mucho que me necesites
nunca me sangrarás del todo
y yo nunca te devolveré las cartas.
Fruggy gimió débilmente. El aire salía de su interior con un silbido. Sorbió por la nariz y murmuró una advertencia más solemne.
– N… Cal, no…
– ¿Qué?
– ¡No…!
– Estamos todos locos -dijo Caleb, seguro en su convencimiento.
Retorciéndose violentamente, Fruggy extendió el puño hacia Cal y lo toco. Ahora estaba sollozando en su sueño, con el rostro cubierto de lágrimas. Asió la camisa de Cal y tiró desesperadamente de él.
Fruggy Fred gimoteó:
– Circe. Estará en la fiesta.