Salió trastabillado a la ventisca y se encaminó a la Avenida.
Para cuando llegó allí, ya estaba anocheciendo y las excavadoras estaban arrojando arena en las calles y limpiándolas. Subió al autobús del centro. Media hora más tarde se bajó en una esquina a dos manzanas del Búho Fermentado, un garito de striptease en el que la mayoría de las chicas eran más jóvenes que él.
No eran más de las cinco, pero ya era lo bastante tarde para que hubiera acción, especialmente con aquel tiempo. Willy poseía virtualmente un asiento en el local, donde siempre lo podías encontrar, mirando con una gran sonrisa el cuero y los encajes, boquiabierto frente a la rubia con noventa y cinco de pecho, coletas y armada con un látigo.
Más allá de la Avenida, al norte del Búho, se avistaba el tenue brillo de las temblorosas velas que iluminaban las ventanas de cristales tintados de Saint Ignatius. Cal pensó en los años que su hermana había consagrado a aquella fe y todo el tiempo que, además, le había dado al hombre de la cruz, y se preguntó cuándo habría empezado la fractura. Si habría empezado a pudrirse por culpa de aquella furgoneta verde o el mal habría estado siempre allí, en los cromosomas.
Esperaba que Jesús pudiera perdonarla o que ella pudiera perdonar a Dios, porque él no podía perdonar a ninguno de los dos.
La puerta estaba cubierta por una serie de cintas con cuentas que colgaban hasta el suelo, y el lugar apestaba a cerveza pasada y marihuana. El tufo lo golpeó como un bate de béisbol y estuvo a punto de desmayarse. Tardó un rato en acostumbrarse. Entró en el Búho Fermentado atravesando las cuentas. Oscuridad equivalía a seguridad. Buscó a Willy pero no pudo encontrarlo entre las sombras. Su mano temblaba cuando sacó la cartera. Nunca hubiera creído que lo diría pero necesitaba desesperadamente un trago. Era hora de emborracharse.
El gorila podía haber aparcado un Mazda en su ombligo de no tenerlo tan lleno de hebras de lino de su camiseta Harley Rules. Su velluda tripa cervecera asomaba desnuda por encima de su cinturón. La hebilla era en realidad un pequeño cuchillo que podía sacar si las cosas se ponían demasiado feas. Comprobó el carné universitario de Cal y esbozó la típica sonrisa que le ofrecían todos los palurdos gorilas cuando veían que era un chico del campus. Formaba parte del factor de anonimato, seguro y tranquilo, aunque en un lugar así uno siempre corría el riesgo de acabar diciendo «sip» y omitiendo la última consonante de las palabras. Cal recuperó su carné, tratando por todos los medios de contener el temblor de la mano que sujetaba la cartera. El matón se apartó con un renuente encogimiento de hombros y lo dejó pasar.
Estaba sonando la entrada de contrabajo de una melodía de Nocturnal Emission, que hacía vibrar el suelo de madera. Las sacudidas del ritmo empezaron en su pecho y ascendieron por su garganta. Por el rabillo del ojo entrevió billetes de a dólar sacudiéndose en medio del aire humeante. Su visión periférica captó los extremos de las bailarinas concentradas en lo que les tocaba, lánguidas y viciosas, siguiendo el ritmo, pero se encaminó en línea recta hacia la barra de la pared opuesta.
Una camarera le salió al paso antes de que la chica de la barra tuviera ocasión de levantarse de su banquillo. Las dos andaban a la caza de una propina y las dos eran tan seductoras como las bailarinas del escenario. Posiblemente más, pues dejaban algo a la imaginación. Un denso reguero de humo flotó en pos de su cuerpo mientras se movía lateralmente a lo largo de la barra entera y se le acercaba tanto que lo obligaba a encogerse. En los tugurios como aquel la velocidad era indispensable, especialmente cuando todo el mundo estaba dispuesto a matar.
Tenía labios carnosos y gruesos, con un cierto exceso de pintalabios de color cereza d, y el rostro tan lleno de sombra de ojos que parecía una de esas egipcias que utilizaban cenizas y kohl para mantener los ojos a salvo de la muerte. Puede que supiera algo que él ignoraba.
– Eh, tú, bombón, ¿qué puedo traerte?
– Un hirviente doble con whisky.
– Un mal día en la escuela, ¿eh? -preguntó, con un cimbreo adicional que hizo que pareciera que estaba hablando del colegio, y él fuera un niño pequeño de zapatos lustrosos, con su tartera, practicando para un concurso de deletreo, el pelo pegado a la frente y un beso de mamá fresco en la mejilla. Los dedos ya le temblaban. Algunas veces le pasaba, cuando lo embargaba la necesidad. Se trasladó al otro lado de la barra y pidió allí su bebida. La chica le sirvió un doble de Four Roses y una jarra de cerveza de barril.
– Ahí tienes. -Tenía una bonita sonrisa, una de esas en las que te gustaría confiar si pudieras-. ¿Quieres una cerilla para encenderlo, cariño?
– No gracias. -Vertió el licor en la jarra y engulló la mezcla antes de que la espuma de la cerveza hubiera tenido tiempo de formarse. Actuar así delante de ella fue una estupidez pero no pudo contenerse.
Ella dobló la cabeza como lo habría hecho un perro al oír un ruido raro.
– Para eso no pidas un hirviente, ¿no? -dijo-. Después de todo, se supone que tiene que hervir.
– Yo creía que se suponía que tenía que emborrachar.
– Y eso es lo único que buscas, ¿verdad? Muy bien. Entonces… ¿otro?
– Sip.
– Te han suspendido un examen importante, ¿no? -Susurró las palabras entre dientes, con un cierto sarcasmo pero no de forma especialmente amarga, solo lo bastante alto para que él pudiera oírla. Seguía sonriendo y seguía mirándole a los ojos con interés. Eso le quitó toda la punta al comentario. A Cal le gustaba lo que le hacía el maquillaje egipcio-. Ni siquiera has parado para echar un fiche a las chicas.
Fiche. No había oído la palabra fiche en toda su vida.
– Solo tengo ojos para ti, querida.
– Oh, dulce mentiroso.
Sus negros ojos lo golpearon. Se habían dado cuenta de que era un juego y ya estaban cansados de él. Si mostrabas el menor interés, salían huyendo como alma que lleva el diablo. Le puso la bebida, pero esta vez no se molestó en preparársela. Cal engulló el whisky y lo remató con un largo trago de cerveza. Apuró la jarra y dejó las últimas gotas unos segundos en su boca antes de tragárselas, igual que hacía la madre de Jodi.
– ¿Otra? -dijo Cal, a pesar de que era consciente de que estaba yendo demasiado deprisa y que también el gorila de la puerta se había fijado. Pensó en todos los espejos del local haciéndose añicos, el mobiliario volando y rompiéndose, las chicas riendo y chillando y corriendo desnudas por la nieve-. Por favor.
Ella estaba pensando lo mismo.
– Claro, pero, ¿por qué no te vuelves y miras un rato a las chicas mientras todavía te queda un poco de fuelle, ¿vale, cariño?
– Sip, trato hecho.
Para la última copa le permitió encender una cerilla y prender el whisky antes de meterlo en la cerveza y dejar que se formara la espuma. Yuuupi, un hirviente de whisky. Le sorprendió ver que ella parecía extraer una especie de excitación contemplando cómo se lo bebía así. Lo engullo dejando que el último trago se posara en su lengua un instante, a fin de que el licor adormeciera sus papilas gustativas. Dejó un billete de veinte en la barra, se volvió y se dirigió a las mesas que había al pie del escenario.
Las luces estroboscópicas y los tristes neones proyectaban destellos de sudorosa sexualidad en la oscuridad, junto a centelleos de cabellos negros y húmedos. Sobre las paredes se deslizaban sombras tórridas y seductoras, chicas que se adherían a los postes y, con las piernas muy abiertas, fríamente, subían y bajaban y volvían a subir, cimbreándose adelante y atrás. Sintió un cierto fastidio al darse cuenta de que se lo había perdido hasta el momento. Un instante de cegador blanco abrió la oscuridad, seguido por un par de destellos anaranjados, antes de que todo se pusiera negro. Era imposible saber cuántas chicas había con las luces parpadeando de aquella manera furiosa. Las bailarinas parecían desplazarse con movimientos mecánicos, convulsos, sacudiendo los cuerpos por el escenario, los tíos hipnotizados, las tetas bamboleándose, las chicas deslizándose, ahora aquí, luego allá, junto a otros hombres, la música sin parar.
La acción lésbica significaba normalmente una buena propina y las chicas complacían a la audiencia siempre que podían. Se besaban con lengua unas a otras, pero lo hacían con un aire hastiado -y sin embargo lamían pezones, y chupaban lenguas como si fueran pollas-, poniendo solo el entusiasmo justo para hacerlo. A pesar de lo cual, a los tíos los volvía locos.
Los tacones altos levantaban chispas de electricidad estática en el suelo, estallidos azulados y amarillos que iluminaban los tobillos femeninos. Apenas se entreveían por instantes las ligas, una pierna voluptuosa que se alzaba sobre una cabeza rubia, algunos pezones perforados, montones de culos prietos. Movimientos cremosos, deslizantes y giratorios, costillas que aparecían un instante mientras se escabullían a un rincón a esnifar un poco de coca.
También se veían las magulladuras y los cardenales, y las amarillentas marcas de mordiscos. El tiempo empezó a lubricarse, como le gustaba, el sexo a exaltarse, como debía ser, mientras los minutos se alargaban y se iban desgranando. Escuchando los profundos hálitos de los fantasmas, los animados silbidos, los asquerosos eructos cuando alguien terminaba una cerveza. No les importaba una mierda, no era más que un negocio, querían meter un pezón en esa cerveza y luego salir de allí. Dos chicas cubiertas de aceite luchaban por mantenerse en pie mientras se trababan en un alcohólico duelo de lengüetazos no del todo fingido; el dinero flotaba hacia sus pies. Se pusieron de rodillas, luego en el suelo. Se levantaron rugidos antes de que finalmente abandonaran. Las cabelleras alborotadas se elevaron un poco más en el aire y desde el suelo se alzaron los vítores de jóvenes y viejos que gritaban y reían como asesinos satisfechos.
Las luces estroboscópicas se apagaron y los focos relucieron en un momento de brutal claridad que mareó a Caleb. Tardó un minuto en acostumbrarse a ello, y entonces empezó a vislumbrar la anemia de la tez de todos, la desnudez de la sala, las carencias de su propia miseria.
Y a Willy en una mesa.
Al final de la primera fila, con una fila de seis cervezas vacías delante de sí, sentado en una silla y mirando el escenario, donde una chica se meneaba sacudiendo los pechos delante de su cara.
Cal se puso en pie y los miró.
Se limpió el gélido sudor del cuello con el dorso de la mano.
– Oh, Jesús -dijo.
Era Candida Celeste la que bailaba ahí arriba. Animadora, propietaria de su corazón cuando todavía era inocente, una obra de arte de mujer que jugueteaba con los pies con atletas sin cuello que no sabían lo que era una Jihad y a la que le gustaba coquetear con el Yok. Una diosa caída en desgracia. Cal estuvo a punto de echarse a reír, pero olvidó cómo se hacía en el mismo instante en que abrió la boca.
Los destellos hacían que pareciera que Willy y ella se retorcían y se movían contorsionándose por todas partes mientras ella lo envolvía con el cuerpo, como si estuvieran haciendo el amor o asesinándose. La luz roja le bañaba los brazos, que sacudía como serpientes sobre su cabeza, lentamente, interpretando una improvisada danza del vientre. Willy tomó un trago de cerveza y deslizó gradualmente un dólar en el interior de su tanga, acerándose a ella, presionando, tratando de meter también el dedo, buscando el rosa. Ella sonrió y retrocedió, llevándose el pavo.
Conocían bien el juego, como dos viejos amigos, anticipándose a los movimientos del otro. Lo habían hecho muchas veces. Caleb nunca había sospechado que fuera una bailarina de desnudo, aunque ahora que lo pensaba no había razón para que no lo fuera. Todos aquellos meses de agónico enamoramiento de novato y ahora ella estaba ahí, desnuda frente a él, vendiendo las escenas que lo habían consumido cuatro años atrás. Pero, ¿por qué no se lo había dicho Willy nunca?
Pidió otro hervidor, esta vez a la chica de la barra, y lo apuró sin darse cuenta de lo nervioso que estaba y lo calmadas que estaban al mismo tiempo sus manos. No tendría que haber sido así. Se sentó junto a Willy, con la vista a la altura de los esbeltos tobillos de Candida Celeste, donde tintineaban diminutas cadenas.
– Su nombre artístico es Brisa Fresca -le dijo Willy.
– Claro -dijo Cal.
El sudor corría por su columna vertebral y podía ver los regueros de sal que recorrían el escote de la chica. Jesús, ¿por qué no se lo había dicho nadie nunca? Ella lo miró y leyó sus pensamientos, y aquellos ojos cómplices le hicieron sentir mucho más desnudo que ella. Una sonrisa diferente se aposentó en sus facciones, una sonrisa aterradora, casi, pero al mismo tiempo erótica y conquistadora. Siempre había tenido un poder sobre él y él nunca había podido averiguar de que se trataba, ni liberarse.
Con la mirada clavada en sus ojos, Candida se inclinó hasta sujetarse los tobillos con las manos y sacudió el trasero con parsimonia hasta tener la nariz pegada al interior de los muslos. Lo fascinaban las pecas de sus senos, cuyas grandes aureolas pardas estaban tan empapadas de sudor que parecían de mantequilla. Le recordaron a los pechos mojados de su hermana en la bañera llena de sangre.
– Hola, Calvin -dijo con un gemido mientras sus manos tanteaban su suave vientre-. Ya era hora de que vinieras a verme. Estaba empezando a pensar que no ibas a aparecer nunca.
Cal aspiró con los dientes apretados hasta que se le secó la lengua. Se sentía como si no hubiera respirado en veinticinco minutos. Ella se revolvió y le ofreció una dura sonrisa, mucho más natural de lo que recordaba.
– He estado esperándote, Calvin. -Lo dijo con un arrullo y soltó una risilla profundamente erótica.
Los gritos agónicos de Rose trataron de llamar de nuevo su atención pero la tensión superficial era demasiado grande. Ya no podía llegar hasta él. Se volvió hacia Willy y luego le dio la espalda. Hasta con el amor de Jodi manteniéndolo firmemente en su sitio, las fantasías se desbocaron en su interior mientras Candida Celeste flotaba en el escenario, hablando con todos esos hombres. Cada vez que lo hacía se arqueaba un poco para dirigirle una mirada, consciente de lo que le estaba haciendo, a él específicamente. Se movió y empezó a embestir el poste con el cuerpo mientras sonaba la canción de Skitch & Skitch «Parts of your Heart»:
La máquina se mueve con facilidad
pero no puedo permitirme complacerla
mucho más
Engranajes y tuberías bien engrasados
que no hacen más que demorar el desenlace
Ojalá tuviera más crédito
Invernales diamantes blancos reflejan un perfecto
gris acero
Entre las señoras con bolso y los chicos malos no
hay nada que decir.
El piso cuarenta y cinco ha perdido otro anémico hoy
y el muy capullo me falló solo por unos centímetros
Asomó la punta de la lengua entre los dientes de Candida y Willy frunció los labios y le lanzó varios besos. Cal vio un montón de dinero suelto en la mesa. No sabía de dónde lo había sacado Willy. Parecía formar parte del espectáculo, como un intérprete pagado, irreal en sí mismo. No podía concentrarse, el alcohol estaba empezando a hacer efecto.
Willy llamó a la camarera, esbozó la más sincera de sus sonrisas, y pidió otra ronda. Ella le dijo algo y él respondió:
– Sip. -La voz de Jo aparecía y desaparecía. Candida regresó y se tendió delante de la mesa. Sus manos tantearon la entrepierna de Cal, buscando el mejor cumplido que podía hacerle.
– Oh, cariño mío, ¿quieres usar eso conmigo? -preguntó, riéndose mientras se alejaba bailando.
Otros hombres acudían como una bandada de pájaros a sus pies. Willy ululó con fuerza. Cal pidió otra copa y se tomó su propia cerveza y la de su amigo. Tenía los músculos paralizados y una furia glacial estaba saliendo a rastras del fondo de su cráneo mientras unos celos enfermizos le hacían temblar. Alguien subió la música. La letra ya no era letra, sino una secuencia de movimiento, y ella se arrodillaba sobre otras mesas y se pegaba con lentitud a cada una de las blandas figuras, siguiendo el compás.
La cocaína en mis ruedas las hace girar más despacio
Un niño de teta me corta el paso en su sillita
Su madre no se molesta en avisar
El huracán aúlla y se desliza con la nieve derretida
mientras el Papamóvil pasa a toda prisa con un chirrido
y el bebé cesa en su traqueteo con aire regio
El lechero está en mi cama y mi mujer aúlla
Fuera de nuestro apartamento veo sonrisas en la multitud
Mi gato arrojó sus gatitos, mi ganado tiró una vaca
y el muy capullo me falló solo por unos centímetros
Candida Celeste pasó delante de los demás hombres y regresó a su lugar frente a Cal, sigilosa y cubierta de sudor. Se inclinó para exhalar gélidas volutas de vaho en su cara. Fue tan agradable que Cal empezó a estremecerse. Tanto el novato de su interior como todos los demás empezaron a perder el control con la lujuria y el recuerdo de la lujuria. Willy le dio una palmada en la espalda y susurró:
– Relájate, estás demasiado tenso.
Cal quería aplastarle la cabeza con una tubería de plomo. Era como un arco demasiado tenso. Willy seguía riéndose, siempre tranquilo y cómodo con sus necesidades, confiado en su capacidad de satisfacerlas. Siempre iba en busca de lo diferente: más altas, más morenas, más delgadas, más anchas de caderas, más musculosas, lo que fuera. Por eso se había sumado a aquel juego que se sabía de memoria y que lo aburría mortalmente. Willy conocía el cuerpo de Candida como el de Rose, como el suyo propio. No era de extrañar que nunca se lo hubiera contado: quería ahorrarle aquel deseo.
Candida Celeste hacía muecas a los hombres en la noche, con el tanga lleno de dólares, como si docenas de diminutos Washingtons, Lincolns y Jacksons estuvieran trepando por sus piernas buscando refugio en su piel.
– Saca la cartera y puede que te deje ver un poco de rosa -le dijo.
– Hum.
– ¿No te gustaría eso, Calvin? -Casi deseó que ese fuera su nombre de verdad. En medio de la penumbra del alcohol, atisbo un retazo de otra visión del mundo.
Lucifer deja su colada y yo no tengo lejía.
Hay delfines en la bañera y mis hijos están en la playa
Las lecciones son absurdas, no queda nada que enseñar
Pero el mundo sigue aprendiendo y ardiendo
El piso cuarenta y cinco ha ganado otro anémico hoy
y él sobó a su secretaria y ella no tuvo nada que decir
salvo que Dios y María luchan con horcas en el granero
y el muy capullo me falló solo por unos centímetros
Brisa Fresca detuvo su sensual danza.
Se inclinó hacia delante y se arrodilló en su mesa. Sus piernas se abrieron ligeramente y el sudor se deslizó por el arco de sus músculos. Lo cogió por la barbilla y lo arrastró hasta un reino de etérea intimidad en el que la música, las luces, Willy y todo lo demás se desvanecieron tras la silueta de su cuerpo, y entonces sus labios se separaron.
Cal tragó saliva y se le acercó.
La punta de su lengua estaba a la vista, moviéndose. Esperó con los ojos muy abiertos, mientras veía cómo se le acercaban sus dientes. Su sonrisa siguió creciendo hasta que dejó de ser una sonrisa y se convirtió en una mueca despectiva. El odio que había visto un par de horas antes -cuando Rose se lo había escupido a la cara- volvió a asomarse para mirarlo, y lo atrajo hacia ella. Cada vez más, hasta que las cuentas de color carmesí que había sobre ellos brillaron directamente sobre sus cabezas.
Cal vio cómo se abría su labio superior sobre los caninos, dejando entrever las vetas negras de una muela cariada, sus fosas nasales agrietadas y llenas de hemorragias, diminutas líneas rojas que evidenciaban el abuso de la cocaína, mientras ella fruncía el ceño y afilaba la sonrisa.
La mirada de fastidio convirtió sus facciones en un campo minado. Parecía que quisiera cortarle el cuello. Candida Celeste, esta nueva versión de ella, lo apartó de un empujón y dijo:
– ¿Qué problema tienes, capullo?
Se quedó boquiabierto pero siguió sin entender.
Ella dijo:
– ¿Crees que es gratis?
Y entonces lo vio. En un destello humillante comprendió que la chica se había cansado de tentarlo y quería que le enseñara el dinero. Era un trabajo, al fin y al cabo, y no de los más fáciles. La cara empezó a arderle. Sacó a tientas su cartera y varios billetes de cinco y diez cayeron sobre los nudosos dedos de los pies de ella.
¿Qué problema tenía? Brisa Fresca se agachó y recogió los billetes, como su madre habría recogido las migas del suelo, y a continuación se puso en pie y se encaminó al otro extremo de la fila de mesas, sonriendo y bailando de nuevo.
– No sabía que te gustara a ti también -dijo Caleb.
– No me gusta. A ti sí. O al menos te gustaba antes de que entraras. ¿Qué estás haciendo aquí, por cierto?
– Buena pregunta. He dejado dos chicas en el cuarto de Jodi que están un poco molestas conmigo.
Willy no levantó la mirada de la cerveza. Parte de su dinero había caído al suelo pero eso no parecía importarle lo suficiente para recogerlo.
– Qué pena.
– Una de ellas estaba llorando como una histérica. ¿Te importaría repetir toda esa mierda sobre que Rose y tú no ibais en serio?
– Se supone que es así.
– Oh -dijo Cal-, vaya, cojonudo. Tal vez tendrías que haberla informado sobre el particular.
– No me sermonees, ¿vale?
Los dos estaban hablando con el mismo tono monocorde.
– No lo estoy haciendo.
– Claro que sí. No te metas.
Cal trató de dar un trago a su vacía jarra.
– Es difícil no meterse cuando alguien llega a tu puerta y empieza a aporrearla, suplicando y sollozando porque le han roto el corazón. Soy su amigo.
– Hmm -dijo Willy.
– Me dijo que se sentía como si la hubieran apuñalado y sé cómo reaccionaría yo si hubiera sido Jodi. -Empezaba a costarle pronunciar las palabras con claridad. Tenía el estómago revuelto-. Me has mentido.
– Y una mierda.
– Entonces, ¿cómo coño lo llamas tú?
Willy flexionó los músculos de sus hombros. La carne de su espalda se hinchó y se cargó de potencia.
– Oye, mira, desde el primer día del semestre has estado vagando por el campus como un puto zombi. No cuentas nada sobre lo que hiciste, ni sobre lo que estás haciendo ahora y con quién lo estás haciendo. -No había nada reivindicativo en sus palabras, solo honestidad y una preocupación sincera.
– Pero…
– No me escuchas, ni a Rose ni a Jodi, por cierto, ni a nadie que yo conozca y estás tan ido que no te darías cuenta de que a alguien le dolía aunque se te muriera dos veces en los brazos. Así que puedes dejar de joderme con lo de mi confesión hasta que estés dispuesto a largar un poco.
– ¿Yo? -fue todo lo que Caleb pudo decir. La pregunta sonó tan estúpida como era. El eco de su propia voz flotó en el aire como una daga dando vueltas, apuntada e intratable. Últimamente no había sido capaz de terminar muchas frases-. Mira, no tienes que sentarte ahí y mirarla. Yo…
Willy no quería oírlo y ya se había vuelto en su asiento para seguir mirando el espectáculo. Estaba sonriendo, totalmente absorto de nuevo en la fiesta, aburrido, sí, pero al menos aburrido haciendo algo que le gustaba. Candida Celeste había terminado de recorrer la línea y estaba regresando al comienzo.
A veces hay que dejar las cosas hasta que uno sabe de qué coño está hablando. Cal se levantó y se encaminó a la puerta, y salió empujando a un matón que le sonrió como sonríen todos los matones a los chicos universitarios que no saben soportar el exceso de diversión.
El silbido del viento era más agudo y alto que la música, como el ruido de las ratas en el metro. Cal salió corriendo a la nieve, donde tal vez pudiese cambiar de nuevo sus «sip» por «síes». En la oscuridad se sintió como si estuviera cayendo. Se volvió hacia la iglesia, como si esperara recibir respuestas divinas a todas aquellas preguntas infernales, pero los cristales iluminados por las velas permanecieron casi ocultos detrás de la escarcha. No sabía si Dios le había fallado o él había fallado a Dios. Uno de los dos tenía que aceptar la responsabilidad.
Cogió el autobús. Con la mejilla apoyada en la ventana, durmió un poco en la hora que tardó en llevarlo hasta el campus, dejando que el whisky hiciera su trabajo. No había tomado el suficiente para que le hiciera bien de verdad, pero al menos se lo había bebido deprisa. Ahora el narcótico entumecimiento estaba empezando a romper sobre él como un oleaje. El siseo de los frenos lo despertó con sobresalto y se encaminó a la salida tratando de sacarse de la garganta una bola de pelo de tres kilos.
En mitad del pasillo había una mujer con un pañuelo de plástico y dos bolsas llenas de novelas rosa. Las pegó a sus rodillas para quitarlas de en medio, mientras el broncíneo dios Fabio sonreía a Cal desde muchas de las portadas.
– Gracias -murmuró.
Alguien chilló.
Se volvió buscando un asesinato. Más gritos y chillidos mientras el autobús se convertía en un hervidero de actividad. La gente se movía en sus asientos, se ponía en pie con dificultades y trataba de salir. Con un sonido metálico, la ventanilla de seguridad se abrió y un tipo muy flaco salió por ella y echó a correr. Una chica lo imitó y alguien gritó que llamaran a la policía. El conductor del autobús puso los ojos en blanco preguntándose qué demonios estaba pasando. La mujer del pañuelo señaló a Caleb.
Estaba manando sangre de los agujeros de las palmas de sus manos.
Se volvió. Había reconocido la muerte.
Tontamente, escuchó los chirridos que emitía al arrastrar los húmedos puños por las relucientes barandillas de metal, dejando tras de sí rastros rojizos. La señora con el pañuelo de plástico y las novelas rosa seguía señalándolo, silenciosa e hinchada y acusadora. Los demás gemían en una armonía de cuarteto de barbería, como si todo aquello se hubiera representado ya numerosas veces. Puede que fuera así. Puede que hubiera pasado antes. El conductor, a punto de vomitar, se apartó y volvió a poner los ojos en blanco.
Alguien había muerto.
Cal bajó del autobús de un salto y corrió chapoteando por la Avenida en dirección al dormitorio. La sangre lo manchaba todo. No oía los bocinazos y estuvo a punto de ser atropellado por un Mustang a toda velocidad, cuyo conductor patinó y se subió al bordillo antes de recobra r el control y dar un volantazo. Cal se le quedó mirando y el tío le hizo un gesto obsceno.
Todavía no tenía pensamientos auténticos, solo estaba en un estado ciego de dinamismo. Iba demasiado despacio y la frustración estaba empezando a abrirle el pecho. Su hermana flotaba a su lado, con la túnica sacudida violentamente por el viento. Estaba diciendo algo, siempre estaba diciendo algo, pero él nunca quería oírlo. Quería taparse los oídos, pero tenía unas heridas terribles en las manos. Corría hacia su habitación porque en alguna parte de su interior, creía estúpidamente que el derramamiento de sangre tenía que producirse allí, como si fuera una especie de altar sacrificial. Como si nadie pudiera morir en otro lugar.
– Jodi -susurró.
La noche resplandecía con la luz de luna que incidía en los montículos de nieve. La oscuridad se acumulaba y se arremolinaba y nadaba de un sitio a otro. Resbaló en un pedazo de hielo, delante de la casa de una de las fraternidades, cayó a cuatro patas y patinó sobre las espinillas hasta chocar con un cubo de basura lleno de cajas de pizza vacías y un millón de latas de cerveza. Los crujidos de sus rodillas eran excepcionalmente ruidosos. Algo afilado se le clavó en las pantorrillas. Lanzó un grito mientras frenaba bruscamente contra el contenedor. Una cortina se apartó en el segundo piso y un par de gafas lo contemplaron desde allí.
Alguien ha muerto.
Cuando volvió a ponerse en pie, un tufo acre inundó sus fosas nasales. Se volvió y su hermana serpenteó delante de él, tratando de llamar su atención. El whisky, era el whisky. Levantó las manos para rechazarla, pero siguió viendo su rostro a través de los agujeros de sus manos. El viento volvió a lanzarlo sobre la basura y, soplando por debajo de sus puños, le lanzó a la cara la peste a sangre como si fuera un disparo de escopeta. Sobre él, las gruesas gafas empañaron el cristal y dejaron que las cortinas volvieran a cerrarse.
Caleb llegó al patio e inmediatamente se dobló sobre sí mismo y trató de contener la hemorragia con la tela desgarrada de sus bolsillos. Pero la sangre no dejaba de manar hiciera lo que hiciera. Las manchas carmesíes recorrían su abrigo de arriba abajo. Los jirones de algodón estrujado eran demasiado pequeños para tapar los agujeros de los clavos que tenía en las manos. Absorbieron sangre y se empaparon, y entonces se deshicieron y cayeron al suelo por los agujeros. Cal corrió con torpeza. Sus piernas amenazaban con fallarle como cuando había chocado con el decano y su mujer. La nevada estaba amainando -¿o arreciando?- y se había convertido en granizo. No obstante, veía mejor que antes y ahora todo el mundo podía verlo a su vez. Las cosas iban a empeorar aún más.
Los estudiantes que salían de las clases nocturnas estaban a su alrededor: de pie en las puertas charlando sobre sus trabajos, marchando a buen paso a la cena, corriendo en busca de refugio por el césped mientras la helada lluvia caía sobre ellos. Buscó entre ellos un rostro amigo, buscó a Jodi.
Aquellos que repararon en él se detenían al instante. Su profesor de matemáticas lanzó un balido de terror animal. Un deportista que llevaba a una chica que se reía a carcajadas sobre el hombro, al estilo bombero, viró violentamente. Las ásperas risillas de la chica cesaron como si hubieran recibido un hachazo.
– ¡Je je je je, mierda puta…! -Su novio se volvió levantando nieve con los pies y cuando sus ojos en lo carón a Caleb, estuvo a punto de dejarla caer de cabeza.
Cuando corría la sangre caía más deprisa. No sabía cuánta podría permitirse perder antes de quedar inconsciente. No sentía el menor atisbo de dolor. Las otras veces que había sufridos los estigmas no había experimentado la menor incomodidad física, solo una confusión espeluznante. Levantó las palmas ante sus ojos y vio que los oscuros y turbios agujeros estaban cerrándose muy lentamente… ¿o no era así? En la oscuridad resultaba imposible de saber. Puede que su hermana pudiera decírselo, si reunía el valor necesario para preguntárselo. Un grupo de niños le gritó algo sin sentido.
Sabía que parecía que había matado a alguien: que había cortado una garganta, apuñalado a diez personas en el corazón. ¿Era este el aspecto que había tenido el asesino después de acabar con Sylvia Campbell?
Cal gruñó. Algunos de los fantasmas que habían atormentado a su hermana lo atormentaban ahora a él. Debía de ser así como funcionaba. Las lecciones transmitidas, de generación en generación. Miró a su alrededor por si alguna furgoneta verde se le estaba acercando. Recuerdos que ni siquiera son tuyos pueden atormentarte hasta matarte.
La monja fracasada sí había realizado un milagro, al fin y al cabo. Había estado manchada de sangre hasta los codos al menos una vez a la semana, cuando trabajaba en las calles: observando cómo devoraban las ratas trozos de bebé, cómo se prendía fuego a los niños o se les orinaba encima, los suicidios que no habían llegado a prosperar y aquellos que sí lo habían hecho. Trató de devolverla a su tumba, pero ella no quiso. Aquello era resurrección. ¿Y dónde lo estaba llevando a él?
– Jesús. Dios. Jodi. -Apretó los puños y sus dedos anular y corazón le atravesaron las palmas y sobresalieron por el dorso de la mano.
La lluvia helada caía sobre él como si quisiera lapidarlo, cristales de hielo que rebotaban en su cuello y descendían resbalando por su piel.
El profesor Yokver salió de su oficina, en Camden Hall, sacudiendo sus largos brazos de títere y con el grueso maletín -lleno sin duda de suspensos- firmemente asido en una mano. Todavía tenía polvo de tiza, lo que le añadía un extraño nimbo bajo aquella luz espeluznante. La larga coleta asomaba por debajo de un grueso sombrero de lana. Con los ojos muy abiertos reparó en Cal y se dibujó en su rostro una expresión horrorizada y al mismo tiempo extremadamente complacida. Había increíbles profundidades debajo de aquella estúpida máscara de los cojones.
– Que te folien, Yokver -dijo Cal, y siguió corriendo.
La sangre caía sobre la nieve, salpicándola de rojo.
Alguien ha muerto.
Finalmente, con las piernas doloridas y débiles y la sensación de que las tenía horriblemente hinchadas, llegó al dormitorio. Pero nada era peor que lo que sentía en el interior de su cabeza. El hábito de su hermana seguía tapándole la vista. A pesar de la explosión de ruido que había provocado al entrar corriendo en el edificio, cerrar tras de sí la gruesa puerta de un portazo, resollando y manchando todo de sangre, la chica que estaba sentada en el mostrador de la entrada no había levantado la mirada. Estaba leyendo la novela de Stephen King Un saco de huesos y escuchando la «Muerte de Bela Lugosi» con sus cascos a tal volumen que la música escapaba de los auriculares. Cal hubiera gritado, pero ella lo habría ignorado.
Cruzó el vacío vestíbulo y subió corriendo a su habitación. Buscó a tientas la llave, con las manos y el abrigo empapados de sangre seca. La cabellera se le puso rígida mientras el sudor resbalaba por sus patillas y el granizo se le fundía en el pelo. Había marcas sanguinolentas de manos por todas partes.
Las llaves se le cayeron por el agujero de la mano. Un mareo lo embargó y contuvo el aliento para no vomitar.
Cuando estaba agachándose para recogerlas, apoyándose en el picaporte, la puerta se abrió.
Sacudió violentamente la cabeza una vez, sin saber muy bien si había cerrado con llave antes de salir para la biblioteca aquella mañana. Era posible que la hubiera dejado abierta antes, cuando había corrido a contestar el teléfono. Apretó los dientes. Casi le hubiera gustado topar con un cuchillo, porque de ese modo al menos habría algo tangible.
Entró, esperando casi ver a Jodi tendida en la cama, esperándolo. O preparada para darle un masaje en los hombros, o consolando a Rose, o puede que quejándose por lo de la feria de invierno, o tirada en una esquina, de espaldas a la pared ya manchada.
Una vez dentro comprendió el error que había cometido al ir allí en lugar de dirigirse directamente al cuarto de Jodi.
Su instinto de muerte lo había llevado a casa.
– Oh, puto idiota, estúpido gilipollas caraculo -siseó, sin darse cuenta de que lo había dicho en voz alta.
Arrojó el abrigo al baño, sacó un par de calcetines limpios del cajón, se envolvió cuidadosamente las manos con ellos y a continuación recogió el teléfono del suelo, donde lo había dejado después de lo de aquella mañana. El receptor estaba roto, pero el tono de marcado seguía sonando, como con impaciencia. Llamó al cuarto de Jo pero nadie respondió. Después de ocho tonos, cada vez más angustiosos, volvió a lanzar el teléfono contra el muro y observó cómo se hacía pedazos.
Estaba haciéndose tarde.
Demasiado tarde. Sonidos infantiles de angustia llenaron su garganta. Consultó su reloj manchado de sangre y vio que eran casi las ocho en punto. Jodi debía de haberse ido hacía poco a la fiesta del decano, sin él. O puede que Rose y ella hubieran decidido renunciar del todo a los hombres y hubiesen salido juntas.
O, Jesús, una de ellas podía estar tan muerta como su hermana y sus padres, como Sylvia Campbell o Circe o quienquiera que fuese, o puede que hubiera alguien más cerca de allí, destripado también. Podía haber cadáveres ocultos por todo el campus. Bajo los tablones del suelo, enterrados detrás de la puerta principal. Tras apartar su ropa, volvió a mirar en el baño. Abrió la ventana y asomó la cabeza, jadeando. Quería chillar y no quería chillar.
Los calcetines con los que se había cubierto las manos no habían absorbido demasiada sangre. Los soltó lentamente. La hemorragia había cesado. Teniendo en cuenta el tamaño de las heridas, volvió a preguntarse por qué no sufría dolor ni daños nerviosos. Los agujeros habían menguado hasta el tamaño de monedas de cuarto de dólar. Arrojó los calcetines al baño.
Tenía que encontrar a Jo.
Un golpe en la puerta lo sobresaltó y retrocedió hasta tocar el poste de la cama. Alguien quería entrar a toda costa. Vio pasar varias escenas ante su imaginación Rose con las uñas afiladas, ansiando desollarlo centímetro a centímetro; Fruggy Fred, que había despertado el tiempo suficiente para hablar de los avatares del sueño. El decano, hambriento, de rodillas y suplicando por un pedazo de comida.
Una vez más la puerta no se había cerrado del todo. El picaporte estaba apoyado en la jamba pero no estaba completamente echado. Con un suave crujido la puerta se abrió, al estilo de las casas encantadas con hombres del saco en los pasillos. La repentina brisa recogió dos pequeños trozos de papel del suelo, que revolotearon por la habitación: una nota que en su loca carrera había pasado por alto. Tenía que ser de Jodi. Dios, por favor.
Toro estaba en el umbral de la puerta, con las brillantes cejas goteando y su impermeable de guardia de seguridad. Su cabello ralo y grisáceo formaba afilados mechones que apuntaban a Nuevo Méjico, Australia y la Tundra. En las esquinas de sus ojos negros y atribulados se veían venas hinchadas, y su fornida y musculosa forma parecía dispuesta a saltar a la orden de ya. Caleb estaba seguro de que Toro podía atravesar la distancia que los separaba en un solo movimiento. Siempre había sabido que habría algún ajuste de cuentas entre ambos. Desde el primer día del semestre, un cambio drástico se había producido en al menos una de sus personalidades. Las formas habían cambiado. Ya no había nada estable ni amistoso.
Sonó un ruido en el radiador. La primera página de la nota dio una vuelta en el aire y se le acercó otro centímetro. Cal mantuvo los puños a ambos lados del cuerpo, esperando que la sangre no pudiera verse en la oscuridad. No serviría de nada, por supuesto. Había dejado un rastro por todo el campus que llegaba hasta allí. Tensó los músculos abdominales porque sabía que siempre se lanzaban primero a por el estómago. La mano callosa de Toro parecía tener el tamaño de una forja y Cal empezó a desear con desesperación que no le diera una paliza.
– ¿Qué demonios te ha pasado? -dijo Toro, mirándolo con los ojos muy abiertos-. ¿Qué has hecho?
– No he hecho nada. -La capacidad de mentir de Caleb lo asombraba a veces a él mismo, y su frustración se esfumó detrás de una plástica armadura exterior perfectamente controlada. Era algo que algunas veces podía hacer, cuando lo necesitaba. Sabía que no tenía alternativa, y que sus posibilidades eran casi inexistentes. Alguien había muerto y él tenía las manos manchadas de sangre.
– ¿Te has cortado? ¿Le has hecho algo a alguien? -preguntó Toro.
– Han atropellado un perro en la Avenida.
– ¿Todo esto por un perro?
– Traté de ayudarlo pero no se podía hacer gran cosa. Intenté consolarlo pero el pobre chucho murió en la nieve. El conductor no se detuvo.
– En la Avenida. -Toro asintió y enderezó un poco la espalda, con las manos preparadas. Era como asistir a la transformación de un neanderthal en cromagnon-. ¿Qué era?
– Un Buick.
– ¿Qué era el perro?
Cal encogió uno de sus hombros. Advirtió que las fosas nasales de Toro olisqueaban el aire: bien, bien. ¿También él lo olía? ¿Debajo de toda la nueva sangre, el olor de otro asesinato? Puede que mereciera la pena recibir una paliza solo para que alguien más pudiera sentir a Circe en la habitación.
– Como ya he dicho, era un chucho, y estaba destrozado. ¿Qué importancia tiene?
– Ninguna.
– Creo que tenía algo de retriever. Puede que un golden retriever.
– El profesor Yokver ha llamado a seguridad…
Oh, el Yok, afeminado bastardo.
– … diciendo que estabas gritando obscenidades en el patio y corriendo como un poseso, o algo así. Corriendo por el campus con las manos llenas de sangre.
– Es verdad, más o menos.
– Ya veo. Sé que el profesor tiene la costumbre de exagerar un poco con todo lo que se refiere a sus estudiantes, pero supongo que esta vez ha dado en el clavo. ¿Por qué lo has insultado?
– Porque es un capullo y no me cae bien.
Apareció algo parecido a una sonrisa en los ojos de Toro, pero su rostro se ensombreció.
– Bueno, creo que esa es una buena razón.
Cal recibió la mirada directa del hombre y la sostuvo sin titubear.
– Llego tarde a la fiesta del decano y no quiero que se enfade. Mi novia se ha marchado sin mí.
Sus manos. Jesús, ¿estaban cerrándose los agujeros? ¿Eran todavía visibles?
– ¿Ah, sí? -dijo Toro, rascándose la barba incipiente del cuello-. ¿Que pasa, te han invitado a esa juerga?
– Sí.
– Debe de haber sido un animal gigante para haber organizado este estropicio. Hay sangre en las paredes, por todas partes. Se puede seguir el rastro buena parte del camino.
– Quería ayudarlo.
– Ya, nadie merece morir sufriendo y solo.
Un latido y luego otro.
– No, nadie.
La campana repicó ocho veces.
Nadie comprende lo que está pasando aquí, pensó Caleb mientras Toro levantaba la barbilla e inspeccionaba la habitación. Sabía que no era la primera vez que allí ocurría algo relacionado con la sangre. Reparó en el teléfono destrozado, los fragmentos de cristal del tarro de mantequilla de cacahuete y el resto del estropicio.
¿Y dónde estaban los polis? ¿Por qué no se habían presentado todavía para interrogarlo? Tres putas semanas. ¿Sabía Toro que el expediente de Sylvia no decía más que mentiras? ¿Le importaba a alguien? ¿Leía la columna de «fugados» o es que nadie se fijaba? ¿Había otras consideraciones que tener en cuenta?
– ¿Qué está pasando? -murmuró Cal. Era una pregunta general. Que Toro se la tomara como le diera la gana. Caleb se sentía tan tenso como Rose antes, y en su cara se veían los mismos colores antinaturales. ¿Es que Sylvia no era más que un fallo informático? ¿Había sido todo un error? Trató de comportarse con normalidad y bajó la mirada para inspeccionar los daños. Sus manos se habían curado por completo. Se acarició la carne sanada de las palmas sudorosas con el dedo corazón.
– ¿Qué pasa, quieres que te lo diga yo? -dijo Toro.
– ¿Eh?
– Lo que está pasando. -Estaban jugando a los propósitos cruzados, o puede que tuvieran el mismo propósito solo que no pudieran hablar de ello-. Se supone que eres tú el que me lo tiene que contar.
– Ojalá pudiera.
– ¿Qué tal duermes aquí?
– ¿Qué tal lo harías tú, Toro?
Lo pensó un momento.
– Creo que si fuera la clase de chico que se detiene para ayudar a un perro moribundo, habría pedido que me trasladaran a otra habitación. Habría salido pitando de aquí, posiblemente. Creo que casi todo el mundo se habría marchado, hasta se habría cambiado de dormitorio.
– Según esa línea de razonamiento -dijo Cal- debería trasladarme a otra facultad y todo el mundo debería abandonar la universidad conmigo. Salvo…
Toro lo interrumpió.
– Según esa línea de razonamiento, no tienes adonde ir. Ni siquiera a tu casa. Puede que allí menos que a cualquier otra parte.
Vaya, eh, eh, ¿no era esa la puta verdad?
– ¿Lo han encontrado? -preguntó Cal.
– ¿Por qué no te has lavado las manos?
– El tío que mató a la chica que se hacía llamar Sylvia Campbell, en mi cuarto, Toro. ¿Lo han encontrado? ¿Lo habéis detenido?
– No. -Y tras otro silencio prolongado-. ¿Y tú?
– No.
Se miraron.
– Quizá deberíais echar a esa chica -dijo Cal con un tono de voz que incluso a él le pareció extrañamente amable.
– ¿Cuál, la que está en la entrada leyendo y quedándose sorda con la música? Ya tenía pensado hacerlo.
– ¿Dónde está Rocky?
La pregunta pareció molestarlo.
– No lo sé. -Sus dedos juguetearon con el cinturón-. Si lo ves, dile que lo estoy buscando. -La voz y la mirada de Toro vagaron. Se balanceó sobre los talones-. Te dejo para que te vayas a la gran fiesta. No me gustaría que te perdieras la excelente conversación y los camarones en salsa de cóctel. No te dediques a insultar a nadie. El decano podría tomárselo mal.
Cerró la puerta tras él con un fuerte golpe. Caleb no pudo quitarse de la cabeza la idea de que acababan de alcanzar una especie de compromiso, puede que hasta una asociación.
Se inclinó, recogió la nota de dos páginas del suelo y leyó la elegante letra de Jodi:
He tardado un rato pero finalmente he podido calmar a Rose. Por si sirve de algo, yo sí te creo. Sé que no estabas mintiéndole, pero podías haberte comportado con más sensibilidad. No puedo evitar sentir que la has dejado tirada, y también a ti mismo. Estaré en la fiesta del decano. Rose viene conmigo. El decano ha invitado a un grupo selecto de estudiantes de los últimos cursos. No sé por qué está Fruggy entre ellos, salvo quizá como chiste. Dile a Willy que si siente el menor ápice de compasión no aparezca. Supongo que tú has perdido la invitación, Cal. Has perdido muchas cosas el último año.
Joder, dame un puto respiro.
Por favor, no vengas esta noche. Sé que harás una escena. No es todo culpa tuya, pero lo harás, especial mente si has bebido, cosa que sé que habrás hecho Duerme un poco y hablaremos por la mañana. Puedes dormir en mi cama. Mi amiga Sheila estará en la entrada hasta la una de la mañana y te dejará pasar. Volveré pronto. Ojalá no estuvieras siempre tan lejos.
Cal fue al baño y se dio una ducha muy caliente. Permaneció bajo el chorro de agua hasta que desaparecieron los últimos vestigios de su borrachera. Frotó la sangre. Salió con más facilidad de lo que esperaba. Regresaron sombras de Macbeth. Su sangre se perdía por el desagüe y parecía menos real que el sirope de chocolate que Hitchcock utilizó en Psicosis.
Se afeitó y se puso el único traje negro que tenía en su guardarropa, acompañado de una camisa blanca, una corbata negra, un par de gemelos y un alfiler de corbata que había pertenecido a su padre. El «nada extravagante» de la Señora Decano no era más que una frase hecha, claro. Las ocasiones sociales que organizaba nunca eran informales. El decano y su mujer eran maestros de lo superficial. En medio de una ventisca, ella hubiera llevado un visón. Todo el mundo se pondría sus mejores galas.
Se miró en el espejo, se arregló la corbata y a continuación se puso el gabán negro London Fog.
Ojalá hubiera tenido más de su padre. Había sido un hombre bueno y honesto, trabajador, con unos antebrazos como los de Popeye, y que no sentía demasiado respeto por la educación superior.
El poder del simbolismo nunca le pasaba inadvertido. Se dio cuenta de que parecía que iba a un funeral.
Alguien ha muerto.
Y ella estaría en la fiesta.
En medio de todo esto, la noche se había vuelto extrañamente apacible.
El cielo se había aclarado y el frío se había hecho tan intenso que casi parecía calor. La nieve cubría las copas de los árboles, que se inclinaban y balanceaban como niños hidrocefálicos tratando de jugar al pilla-pilla en los campos.
Pero en silencio. Hebras de luz plateada iluminaban el denso hielo de las ramas. Miríadas de chispas y arco-iris relucían con brillo trémulo en la oscuridad. El vaho se ovillaba como un gatito. Atormentadas sombras reptaban por los ventisqueros que jalonaban el camino. Aquel bosque pulsaba todas las teclas de sus obsesiones.
Conocía bien el lugar.
La Señora Decano y el decano vivían a un kilómetro y medio del extremo norte del campus, entre la espesura que se extendía directamente detrás del dormitorio de Jodi. En lugar de ir por la Avenida, cogió un atajo por la nieve. Con el paso de los años, las arboledas que rodeaban el campo de football se habían convertido en un pequeño bosque, un lugar romántico para aquellos que tenían tendencia a ver las cosas así.
La pasada primavera, todas las tardes durante un par de semanas, Jo y él habían merendado y hecho el amor bajo la verde techumbre del bosque. Allí se habían familiarizado con las zonas erógenas del otro y habían memorizado las curvas y líneas rectas de sus cuerpos. Esto había ocurrido justo después de que él leyera el Walden de Thoreau y se dejara atrapar por su visión del regreso a la naturaleza. Jo y él habían forcejeado sobre las alfombras de flores y hojarasca, mientras los pájaros los contemplaban con curiosidad y las ardillas se volvían locas y chillaban, alarmadas.
Había allí una especie de efímera atmósfera de magia de la tierra, tan fugaz que no podías saber con seguridad si la sentía. Su hermana lo acompañaba, flotando entre los matorrales delante de él, como montando guardia. Constantemente trataba de llamar su atención y él la ignoraba siempre.
Era también el escenario perfecto para una película de terror y sangre: de esas en las que los cuerpos se dejan medio enterrados en tumbas poco profundas y caen de las ramas de los árboles. Se ve una chica corriendo por la espesura, con una teta fuera y en pantalones cortos a pesar de que es invierno, mirando atrás y gritando. Entonces se precipita de cabeza contra la mano extendida del asesino que empuña el machete. Hará lo mismo en la siguiente película y la siguiente, con la única diferencia de que en cada una de ellas tendrá las tetas más grandes. Por un segundo te preguntas por qué no ha aprendido y entonces recuerdas que la pagan por hacer eso.
La nieve describía espirales entre los cadáveres y los olmos desnudos se inclinaban para rozar la espalda de Caleb al pasar. Estuvo a punto de lanzar un grito. El área estaba cubierta de huellas de perro, como si el fantasma de un retriever hubiera surgido de su mentira para salir a su encuentro. Esperaba que alguien limpiara la sangre de las paredes.
La feria de invierno se había montado en los campos que había al otro lado del bosque. Se alzó un mar de vibrante luz de luna, y Cal vio los reflejos de las luces de las atracciones. Había montado en la noria y los coches de choque con su hermana, en el carrusel y el tiovivo. Se había reído salvajemente mientras ella, sentada frente a él, sonreía con tristeza. Debía de estar viendo ratas sobre el cuerpo de todo el mundo.
La película de su propia imaginación continuó, avanzando y retrocediendo, y escuchó el sonido de un cuchillo de cocina hundiéndose en un melón, un gorgoteo de sirope rojo en la boca de la chica, el crujido de las palomitas de la audiencia, los gemidos apagados en la fila de atrás y el grito del director, corten.
También oyó música y risas apagadas.
La monja asintió y señaló. Limpiándose la nieve medio derretida de los zapatos, Cal salió del bosque y entró en la propiedad del decano. Rodeó el extremo de la piazza, atravesó unas puertas de cristal esmerilado, dejó a un lado el amplio aparcamiento en forma de U y el enorme patio delantero que había tras este. La gran casa se erguía hermosa en medio de aquel cuadro polar: una combinación de rancho de lujo y arquitectura playera de Miami, toda madera, cristal, ladrillo y espacios abiertos. Parecía algo que hubiera atravesado el infierno y se hubiera tendido finalmente a descansar en la tierra.
Coches de lujo jalonaban la calle entera. Vio un par de Jaguar, Corvette, Porsche, un puñado de deportivos de otras marcas y la limusina del alcalde. Informal, sí, claro. El criado que se ocupaba del aparcamiento, enfundado en su atuendo polar, le dirigió una mirada incómoda al verle salir de la oscuridad.
Cal recorrió con la mirada el resto de los edificios y vio que los vecinos más próximos se encontraban a cien metros de distancia de la propiedad, ocultos tras una muralla de setos perfectamente recortados. El profesor Yokver vivía en la misma calle, a cosa de un kilómetro de allí, donde el vecindario empezaba a dar paso a la mediocridad.
Cal solo había estado en dos ocasiones en la casa del decano, la primera invitado a comer con otros estudiantes durante la orientación y la segunda el pasado año, cuando la Señora Decano le había pedido que devolviera el libro de Anne Sexton, 42 Mercy Street, una obra de poesía que tenía que haber devuelto a la biblioteca hacía un mes. Habían mantenido una inteligente pero desapasionada conversación sobre poetas suicidas y habían tomado un vaso de té helado. No recordaba si se lo había pasado bien.
Se acercó a las ventanas y vio la cegadora araña y los ostentosos candelabros que brillaban en diversas habitaciones.
La mayoría de los profesores se encontraban allí, charlando animadamente en el interior. Howard Moored, jefe del departamento de Inglés, sacudía la tupida barba blanca y la mata de pelo cano mientras contaba algún chiste enrevesado y los demás lo escuchaban educadamente y trataban de escapar del círculo con disimulo.
Al otro lado, Denise Bernstein, su profesora de teatro, introducía con sus cortos y rollizos dedos una rodaja de lima en una botella de cerveza Coronita. Accidentalmente manchó a Howard, quien retrocedió y chocó contra un camarero que pasaba con una bandeja de hors d’oeuvres. Cuando se miraba en conjunto, parecía una serie de la televisión.
Iggy Geotz, profesor de sociología y consejero de proyectos de Cal, alargó los brazos hacia Howard y lo sujetó con solidez, perfectamente, tal como ejercen los profesores su poder sobre los alumnos. Todos los demás se reían y mezclaban, bebían y se relajaban. No se veía a Yokver por ninguna parte. ¿Dónde demonios estaba?
Estudiantes a los que conocía de pasados cursos charlaban animadamente mientras otros vagaban sin rumbo, confundidos por aquella atmósfera circense y por ver a sus profesores tan alejados del papel al que los tenían acostumbrados. Cal no hubiera podido llamar amigo a uno solo de ellos. Pasaron más caras que reconoció vagamente. No podía decir de qué las conocía. Antiguos alumnos, funcionarios del ayuntamiento y gente desconocida del personal de la universidad aparecían y desaparecían de su vista. Estaba bastante mejor vestido que muchos de ellos. Sintió un extraño orgullo al pensar que otros se habían dejado engañar por la Señora Decano y él no.
Sonaba música de fondo de la KLAP. Rodeó la casa y abrió la puerta principal. La oleada de calor humana que brotó del interior casi lo tira al suelo. Se miró las manos, esperando que no quedara en ellas olor a sangre.
Miró a los asistentes y los asistentes lo miraron a él. La voz de Shiska Bob presentó otra canción de Zenith Brite. Eso significaba que Bob estaba de mal humor.
– Es hora de que la reina de la noche vuelva a abrazarnos, sí, mientras toca el arpa de nuestro corazón, como a nosotros nos gusta. -En eso al menos tenía mucha razón-. Y que nos arañe la espalda si tenemos mucha suerte. Pero no es así, ¿verdad, pobres zorras y bastardos?
No me preguntes, cariño, a menos que quieras toda la verdad
sobre la diferencia entre los vivos y los muertos
Tienes honor y horror pero no sabes
dónde acaba cada uno de ellos
y lloras cuando quieres que te alimenten
pero no tienes el refinamiento
de la juventud, oh no
ya no
Caleb se quedó parado en el vestíbulo principal. Desde allí veía la luna, enmarcada en las ventanas, entre los manchones de la luz de las velas que relucían sobre el cristal. El reflejo de su hermana, con el pelo revuelto y la boca abierta para hablar, pasó por delante de ellos. Dos o tres compañeros de clase se volvieron y pronunciaron su nombre, y él los saludó con un gesto ausente pero no se les acercó.
– ¿Habéis visto a Jodi? -preguntó y en su mayor parte fue ignorado. Algunos sacudieron la cabeza.
Uno de los profesores de economía tropezó con él y Cal olió a ron en su aliento, mezclado con su halitosis. Sin advertencia, volvieron a presentarse las náuseas. Se preguntó si su tenacidad le permitiría alguna vez olvida r las incisiones de sus fracasos, o estaría eternamente repitiendo el proceso, tan atrapado como lo estaba Sylvia Campbell en su propio esbozo. El profesor de economía se rió como un maníaco por algo que no se veía y se alejó tambaleándose.
Julia Blanders, su profesora de escritura creativa, abandonó lo que debía de ser un rincón insoportablemente aburrido del cuarto, dejando a varios hombres sin decir una sola palabra. Se le acercó con el vaso en alto y un gesto en las cejas que pedía que acudiera a su rescate sin demora. Caleb trató de sonreír pero sus labios no hicieron lo que se suponía que debían hacer. Abrió el London Fog con un gesto de impotencia y ella se acercó y lo abrazó con intolerable suavidad. A él le pareció un gesto tan maternal que de repente le entraron ganas de caer en sus brazos y llorar como un bebé.
– ¿Has visto a Jodi? -le preguntó.
– No -respondió ella-. Oh, espera, puede que sí. Hace un rato. No me acuerdo. Es un hecho probado: el aburrimiento destruye neuronas. En estas malditas funciones todo el mundo acaba por fundirse, hasta que al final no somos más que un inmenso trozo de melcocha fundida.
– No me digas que no te has enterado hasta hoy.
– Digamos que tenía mis sospechas. -Mordió la rodaja de limón de su bebida y dejó que el zumo resbalara por sus dientes. Cal vio que tenía una magulladura en la barbilla, oculta bajo el maquillaje, pero este se había mezclado con su sudor. Se preguntó si habría tropezado con algo estando borracha. Ella mordió la pulpa y se la tragó-. No esperaba que estuvieras invitado, Cal.
– En realidad no lo estaba -respondió, sintiendo el primer arrebato de ira, que ascendía a su lugar de costumbre con absoluta facilidad-. ¿Por qué pensabas eso?
– Porque es una fiesta llena de lameculos.
– Tú no.
– Oh, sí, yo sí. De las buenas. No pensarás que soy diferente a los demás, ¿verdad?
– Digamos que tenía mis sospechas.
La miró con atención, sabiendo que no era mucho mayor que él: veintitantos, puede que treinta, con un hermoso cabello rojo oscuro, dotada de una especie de belleza pálida y con unas pecas de color caramelo que deberían haberle conseguido un cardiólogo como marido. Y sin embargo, tan inextricablemente atada a la universidad como él.
Julia no pudo disimular el desagrado de su voz.
– No me conviene parecer otra cosa que cálida y amistosa, ¿sabes? Puede que la palabra adecuada sea zalamera, en un contexto apropiado. -Lo suyo eran las palabras correctas. Siempre le llenaba los trabajos de tachones y escribía un gran torpe cada vez que se excedía con las metáforas. Cosa que ocurría a menudo.
– La academia tiene sus riesgos -dijo él. Sonó profundo y estúpido al mismo tiempo, lo que lo colocó en su contexto adecuado.
– Hacemos lo que debemos para guardar las apariencias. Yo todavía estoy detrás de un contrato fijo. Mira lo desesperados que están Iggy y Howard por resultar interesantes e inteligentes. Y los dos tienen el suyo hace veinte años. El juego nunca termina.
Imagínate tener que ser encantador hasta la jubilación, siempre sonriendo como si tu dentadura no encajara.
– No pensaba que fueran así.
– No, ni casi nadie, pero son como todos. Pueden degradarse como el que más.
– Nunca lo había visto así.
– No, claro que no -dijo Julia con un tono levemente insultante, y se terminó la copa de un largo trago-. Eres demasiado ético, Cal. Hemos oído hablar de ti.
Esto lo sorprendió. Especialmente la palabra ético. Así que el Yok había estado hablando.
– ¿Qué significa eso, Julia?
– En realidad nada de nada.
El alcalde llegó sigilosamente y le susurró algo al oído, y Julia dejó escapar una carcajada que hizo que Cal se encogiera, mientras ella hacía un espantoso esfuerzo por pestañear rápidamente. No tenía talento como coqueta, pero a pesar de ello hizo lo que pudo. Hasta el último de sus incisivos apareció a la luz en una sonrisa efervescente y la carcajada, espantosamente ruidosa, resonó desde el fondo de su diafragma, donde seguramente le causó dolor.
Posó con perfección la mano en el pecho del alcalde Los dedos empezaron a describir pequeños círculos y las uñas lo arañaron levemente, como si estuviera a punto de ponerse juguetona. Le recordó a Candida Celeste cuando se cimbreaba tratando de conseguir pasta. Tras otra carcajada, el alcalde se rió como una adolescente y regresó con su mujer. Cal pensó que no importaba lo bien que uno jugase, mientras la cosa le diera resultado.
Síííííí
No te abraces a mí
No te abraces a mí
No te atrevas a acercarte, no me llames
Nooooo
No te abraces a mí
No te abraces a mí
– Patronos de las artes -dijo Julia mientras le arrebataba dos bebidas a un camarero con una cara marcada por la vaciedad del cáncer-. Todos ellos. Mucha pasta está cambiando de manos esta noche, una abundancia de regalos para nosotros, que somos legión. Si te subes al tren, puede que un día le pongamos tu nombre a una sala.
– Sin duda. -dijo Cal. Respetaba todos los comentarios que le escribía en tinta roja en sus exámenes, pero ahora, mientras seguía tratando de sacudir las pestañas como Hedy Lamarr, solo que con unas pestañas demasiado pequeñas, no podía seguir viéndola como una profesora. Parecía tan perdida y llena de odio como él mismo solía estar-. ¿Por qué han invitado a los estudiantes?
– Son los mayores lameculos de todos. Nos mantienen al resto activos y contentos y nos hacen sentir poderosos. -Iluminado por los candelabros, su cabello parecía envuelto en llamas y el rostro ceniciento teñido por su luz-. ¿Por qué crees que estoy contigo, Cal? ¿Por tu cara bonita?
– Me da la impresión de que esta noche te has pasado, Julia.
– ¿Que me he pasado? ¿Con la bebida? Ni de lejos, créeme. Toma. -Le tendió el vaso medio vacío y él lo apuró. Detestaba el sabor de la ginebra pero no le importó demasiado-. Debías de estar más sediento de lo que pensabas. Vamos, conseguiré otro.
– No, esta noche no me apetece estar contigo.
– Te apetecerá más tarde, ya verás -le dijo, y le puso la mano en el pecho. Sus dedos volvieron a moverse trazando pequeños círculos, adelante y atrás, como en una danza extremadamente detallada, y las uñas volvieron a arañar, solo que ahora con más fuerza, más profundamente, hasta que Cal tuvo la impresión de que iba a desgarrarle la piel.
– No, no lo creo -dijo-. Vete a jugar con el alcalde. Yo lo dejo. Me marcho de la universidad esta noche. -La rotundidad del argumento lo cogió tan desprevenido como a ella. Hasta que no lo había dicho no se había dado cuenta de lo mucho que odiaba aquel lugar, pero en el mismo instante en que había pronunciado las palabras había sabido que siempre había querido irse y ahora tendría que hacerlo.
– ¡No! ¡Escúchame, no debes hacer eso! Sería un error espantoso. ¡Cal…!
– Apártate de mí.
Sus actos parecían convulsos, en el más amplio sentido de la palabra. Como una marioneta enmarañada arrastrada a tirones por el escenario, y también como un completo imbécil. Sabía que estaba cambiando demasía do despacio. No podía derrochar el poco valor que había conseguido reunir. Algo se movió por la periferia de su campo de visión, y se volvió una vez y luego una segunda.
Buscó a Jodi, y a Willy y Rose y Fruggy Fred, pero no vio a ninguno de ellos en el salón, el comedor o las habitaciones. Howard Moored le dijo hola y le dio un abrazo paternal. El ruido ahogó a Shiska Bob y Cal se sintió como si hubiera perdido a otro amigo.
Iggy Geotz se le acercó cuando pasaba junto al bar. Le dio un abrazo salvaje y dijo:
– ¿Otra?
– ¿Perdone?
– ¿A qué te huele el aliento? ¿Whisky? ¿Ginebra? ¿Con hielo?
Jesús, Dios, nunca había pensado que fueran tantos los borrachos allí. Quería desesperadamente una copa. Tragó saliva. La universidad hacía que todos se alcoholizaran.
– No.
Iggy se encogió de hombros y empezó a interpretar toscas melodías golpeando botellas y cubos de hielo. Le ganó un rápido duelo a un menudo sacerdote que trataba de apoderarse de la misma botella que él, soltó una imprecación, regresó y dijo:
– El muy bastardo ha tratado de quitármela. Pensaba que solo bebían vino. Putos jesuitas…
– Pero…
– Da una clase de socio-teología en el turno de noche. Siempre está tratando de socavar la base de mis estudiantes. -El sacerdote lo miraba con cara de pocos amigos. Iggy se volvió y levantó el puño, y Cal trató de escapar a la otra esquina de la habitación. Iggy lo detuvo, no obstante, extendiendo el brazo a la altura de su cuello, como si fuera un tendedero y él ropa mojada-. Todavía no he visto tu proyecto de tesis. Quería preguntarte por ello. ¿Cómo marcha el trabajo?
– Está acabando conmigo -dijo, poniendo el énfasis en el lugar preciso. Se echó a reír con la esperanza de poner fin a la conversación-. ¿Ha visto a Jodi?
– ¿Quién?
– Jodi, mi chica. -Iggy sabía perfectamente quién era Jo. ¿Por qué todo el mundo fingía que no la conocía?-. Mi novia.
– Oh, sí, la rubia que suele esperarte fuera de clase. Tenía la impresión de que ya no estabais juntos.
– Pues claro que sí.
– Error mío.
¿Qué sabían sus profesores que él ignoraba? Ella estaba bien; tenía que estar bien. Por primera vez sonrió. Los secos labios se pegaron a sus dientes y formaron una mueca inerte.
– Eres otro puto capullo, Iggy.
Se volvió y dirigió la mirada a una pared cubierta de espejos, recubierta de mármol blanco y rodeada por las llamas repetidas hasta el infinito de unas velas. Un movimiento en el espejo atrajo su atención y en su centro vio que había una embarradura de arremolinado negro.
Una sombra que lo esperaba mientras él trataba de convocar su risa.
Las palabras de Fruggy Fred resonaron con claridad.
Circe.
Solo que no era ella. Parpadeó y volvió a enfocar la mirada, para lo que necesitó reunir todas sus fuerzas, y vio a la Señora Decano de pie en lo alto de la escalera, tras él.
Sus miradas se encontraron en el espejo y se obligó a levantar la barbilla para no parecer apaleado desde el principio. Ella lo llamó con el dedo.
Sus labios apretados señalaban el camino. Oh, tío. La Señora Decano flotó escaleras abajo y se deslizó entre la multitud con la ligereza de una bailarina, sin dejar que nadie la tocara. Cal se movió. Julia Blanders estaba acercándosele de nuevo, pero entonces reparó en la trayectoria de la señora.
– Uau -murmuró-. Puede que me haya equivocado contigo, Cal. Puede que sí lo consigas al final.
– ¿Qué tal si te doy una patada en el culo?
Julia se echó a reír y se apartó de él como polvo arrastrado por el viento.
La Señora Decano estaba tan hermosa que quitaba el aliento, ataviada con un vestido negro ajustado, una gargantilla de diamantes y la boca tan carmesí como las baldosas del cuarto de baño. Todas las conversaciones cesaron de repente en las proximidades. Los hombres enmudecían en su presencia. Se oía el crujido de los cuellos almidonados cuando las cabezas se volvían hacia ella.
Se había peinado el cabello en una curva alta y arqueada que caía sobre uno de los lados de su cara, un estilo parecido al de Sylvia Campbell en el dibujo que llevaba guardado dentro de la cartera y dentro de la cabeza. Sería extremadamente malo que se confundieran las dos imágenes en su mente a estas alturas de su obsesión.
– Cal, cuánto me complace que hayas podido venir -dijo la Señora Decano en aquel tono monocorde tan suyo. No sabía si debía llamarla Clarissa. Era consciente de que eso sería pasarse de la raya, en especial ahora que iba a marcharse. Su rostro, a pesar de toda su belleza, era meramente una delicada máscara de piel mantenida en su lugar por una tensa colección de músculos. Parecía que iba a caer al suelo en cualquier momento. Podía imaginar sus facciones en el suelo, rotas como una porcelana hecha pedazos.
– Gracias por invitarme -le dijo.
– Vaya, estás elegantísimo. Creo que es la primera vez que te veo con traje. Deja que mire un momento esas saludables mejillas rojas. Estás realmente… querúbico.
Nunca le habían llamado querúbico hasta entonces y no le gustó. Trató de impedir que se formara un gruñido en su garganta pero no tuvo demasiado éxito.
– Gracias. ¿Ha visto a Jodi?
– Tu preciosa novia está en el salón, charlando con mi marido sobre los últimos avances en psicoterapia medicinal. -¡Gracias a dios que se encuentra bien!- o al menos así era hace un minuto. -Así que ahora no tenía el menor problema en recordar quién era Jodi. Le tocó la muñeca sin la delicadeza que ofrecería la mayoría de las personas inclinadas a tocar muñecas ajenas en una conversación-. No estaba en absoluto segura de que fueras a venir esta noche.
– Siento haber llegado tarde.
– Oh, no seas tonto. -Le quitó de la mano el vaso vacío, que hasta ahora no se había dado cuenta de que sostenía-. Parece que necesitas otra copa. Permíteme que te sirva una.
– No gracias. Ya he bebido bastante. -Se dio cuenta de que los demás hombres lo observaban, evitando su mirada, celosos o deseándole suerte. Se preguntó cuántos de ellos habrían estado en aquella posición antes, cuáles habrían sobrevivido y cómo lo habrían hecho. Puede que ninguno.
– Esta noche no pareces muy locuaz, Cal.
– No -respondió, luchando por encontrar algo mejor que decir. Pero se había quedado sin palabras.
Ella parecía estar disfrutando de su incomodidad, y no podía culparla por ello. Era la clase de debilidad que siempre se busca en otras personas. Imaginaba que también él habría disfrutado si hubiera gozado alguna vez de semejante autoridad. Puede que esperara un cumplido, pero de una manera extraña sabía que eso solo conseguiría hacerle parecer tonto, propenso a comentarios vacíos, como todos los demás. Siguió buscando a Jodi, pero lo cierto es que solo podía ver a la Señora Decano.
– ¿Quieres bailar? -le preguntó-. A pesar del hecho de que se me tiene por una ignorante, he cambiado la emisora por algo más clásico. Lo prefiero.
– ¿Bailar?
Ahí estaba otra vez. Era incapaz de acabar una frase.
– Sí. Bailar. Eso que se hace moviéndose al compás de la música, juntos y sujetándose con los brazos, preferiblemente. Bailar.
Se detuvo.
– Espere un segundo.
– ¿Sí?
– ¿Acaba de hacer un chiste?
Ella asintió y bajo la gargantilla de diamantes de su cuello palpitaron ríos de venas.
– Cal, permíteme preguntarte una cosa: ¿eres consciente de que nunca has utilizado un apelativo para dirigirte a mí?
Esa sí que era una buena palabra.
– Un apel…
– Que nunca has dicho, «señora», o «madam» o siquiera «Clarissa» o ninguna otra cosa.
Lo sabía, sí.
– Lo siento. -De nuevo disculpándose. Casi esperaba que ella respondiera con uno de los Puf, joven, no lo sienta del Yok. No lo sentía, no lo sentía en absoluto, así que, ¿por qué seguía diciéndolo?
– No lo sientas. Lo encuentro bastante refrescante.
– ¿Por qué? -No dijo su nombre. No había razón para cambiar aquella noche.
– No lo sé. Pero es así. Por favor, baila conmigo.
Lo sacó de la zona del comedor. Pasaron junto al sacerdote, que le lanzó a la mujer una mirada animal que le costaría cara en el confesionario. La Señora Decano llevó a Cal por otro pasillo, y salieron bajo el cielo iluminado y lleno de estrellas en dirección a la parte trasera de la casa. Avanzaron y avanzaron, introduciéndose cada vez más en su reino. Él la seguía como un cachorro.
Atravesaron las dobles puertas de cristal y un armarito lleno de figurillas de Dresde. Ahora la casa parecía estar rizándose, y las sombras reptaban como una neblina alrededor de sus pies. Llegaron a una de esas cancelas de hierro que clausuran los corredores sin razón aparente, con barras de color negro, a juego con la decoración española y los toreros de terciopelo que tanto gustaban en los 70. Quienquiera que hubiera decorado aquella casa no sabía dónde ni cuándo vivía exactamente.
Cal resbaló sobre vino derramado y tuvo que apoyar las manos en el suelo para no caer. La Señora Decano se volvió hacia él. Esbozó una sonrisa genuina esta vez, carnívora en su duplicidad. Le heló la sangre.
Cerró la cancela tras ellos. Cal casi no podía respirar.
– Baila conmigo -le imploró ella.
Enséñame. Perdóname.
– ¿Dónde?
– Aquí.
– Pero si no hay música.
– Sí, sí que la hay.
Se adelantó un paso y le besó en el cuello, con los dos brazos tensos e inmóviles a los lados, cosa que lo sorprendió, y con las uñas clavadas en el dobladillo del vestido. Respiró dentro de él, se levantó la falda por encima de las rodillas, y siguió subiéndola mientras él contemplaba la lenta aparición de los muslos. Miraba con tanta intensidad que su visión empezó a fundirse en los bordes. La creciente exposición de carne se parecía demasiado a un charco de sangre cada vez más grande. Caleb se apartó y su abrigo se enredó en algo. Ella lo empujó. Chocó pesadamente con una puerta. Le enterró la cara en la garganta y empezó a chupar y lamer.
– Vamos a la cama. Baila conmigo allí.
– Ah, mire, escuche…
Le apretó los hombros contra la puerta y restregó los senos contra su pecho. El alfiler de corbata de su padre se ladeó cuando su lengua empezó a pasar cerca de su nuez, y no se detuvo hasta llegar al lóbulo de su oreja. Luego volvió a hacerlo, y otra vez, y otra más. Él había cerrado los puños y estaba mirándole el cuerpo, pensando en dónde iba a golpearla. Estaba mal. O puede que no.
– Di mi nombre -dijo ella.
No podía ceder. Los nombres tenían poder.
– No.
– Dilo.
– No.
– Clarissa. Hazlo. -Se rió, pero no había nada vivo allí-. Hazlo, Caleb.
El fuego del rubor de su cara lo avergonzó aún más, lo mismo que la tensión de su entrepierna. Empezó a mofarse de sí mismo. Una gran parte de él quería entregarse a aquel juego. La respiración de la mujer se hizo más lenta y áspera. Sus movimientos cobraron un aire serpentino y explosivo mientras sus sinuosas curvas se apretaban contra él en todos los sitios adecuados. Le deshizo la corbata y abrió los dos primeros botones de su camisa. Mordió el vello de su pecho. Cal trató de apartarse -puede que para escapar o puede que para estar más cómodo- pero el picaporte de la puerta lo inmovilizó. Sus brazos estaban pegados al marco, como si volviera a estar atrapado en un tiovivo con su hermana.
– Baila -ronroneó la Señora Decano.
– No -susurró, sin fuerzas, sin la menor resolución para hacer nada a lo que pudiera ponerle un nombre. Seguía queriendo golpearla; puede que esto fuera buena señal, o puede que no. ¿Cómo, exactamente, habían llegado allí? Miró la nueva carne de sus palmas y se preguntó si tendría aún el poder de voluntad necesario para abofetearla o si empezarían a sangrar inmediatamente una vez más. Ella se le acercó un poco más, le puso las caderas encima, mientras la tomaba torpemente en sus brazos y apretaba la boca contra la de ella, tratando de consumirla de un largo trago y acabar de una vez.
Se echó a reír mientras lo cubría de minúsculos besos.
– Sí.
– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Por qué? -y entonces no pudo decir ni eso.
Entrelazaron los dedos y ella le indicó que le cogiera los pechos. Cal levantó las manos y volvió a mirárselas, consciente de que alguien había muerto pero incapaz de preocuparse en aquel momento. No deseaba el sexo pero sí la afirmación, la demostración de que existía, incluso en aquel lugar espantoso. Ella frotó los muslos contra sus muñecas y tocó el picaporte.
El picaporte giró y Cal cayó hacia atrás por la puerta abierta. Riendo escandalosamente con pequeños ladridos agudos de malevolencia, la mujer se le dejó caer encima y empujó con fuerza. Cayeron enredados sobre la alfombra del dormitorio. Levantó la mirada hacia ella mientras se le montaba encima. La vio suspirar.
Caleb gimió y lo mismo hizo Circe.
Alguien más gimió.
Fue un sonido dolorosamente familiar, tan bien conocido que tardó un segundo en emplazarlo. Se revolvió y miró la cama.
Puedes morir.
Puedes morir y resucitar en el mismo segundo, y desear no seguir vivo.
– Oh, Dios mío -sollozó.
– Llegamos justo a tiempo -le dijo Clarissa.
A tiempo de ver a Jodi tumbada, desnuda, con plateados regueros de saliva resbalando por las tetas, un charquito rojo creciendo en su vientre y dos pequeños cortes en el cuello. Una mirada de intenso placer redefinía su rostro, llenándolo de felicidad, mientras su lengua se extendía más de lo que hubiera debido poder, liberada con salvaje gratificación.
El cuerpo de Jo se estremecía como si estuviera dando a luz, debajo de un ominoso cadáver: huesos que rechinaban sobre ella, dedos como arañas que acariciaban a su mujer, una boca que viraba, se retorcía y se fruncía en una sonrisa demencial que crecía y crecía y crecía, con tantos dientes que no parecían nacer ni terminar en las mandíbulas.
Los cuerpos se encabritaban y chocaban al unísono, coordinados en movimientos perfectamente lubricados que demostraban que aquello había ocurrido ya muchas veces. Su rubio cabello estaba por todas partes, extendido como una guirnalda a los pies de su amor, mientras los muertos procuraban complacer a los vivos, alimentándose de la miseria eterna, y aquel rictus de esquelética sonrisa se volvía ahora para mirar directamente a los ojos agonizantes de Caleb Prentiss.
Todo se volvió muy rojo.
La cordura es algo muy subjetivo.
Como todo lo humano, es defectuosa y maleable, descansa pero no siempre duerme, tranquila en su coma pero nunca en silencio, y siempre en estado de alteración.
Sabes que puedes matar, así que al menos has aprendido algo. No ha sido una completa pérdida de tiempo. Mientras tu mente vuela y la peste del sexo empieza a quemarte la nariz, tratas de alejarte a cuatro patas por la alfombra, pero un peso te mantiene inmovilizado. El conocimiento es poder.
La furia lo hizo suyo. Con la columna recorrida por un solitario y prolongado estremecimiento, Cal permaneció allí tendido, contemplando el dibujo blanco y negro de la colcha, las empapadas fundas de almohada, las inclinadas pantallas de las lámparas, todo ese sudor que resbalaba por un culo desnudo que tan bien conocía, el cabello enmarañado por el coito y extendido en todas direcciones.
Los músculos de Caleb empezaron a descomponerse, a transformarse en mermelada, hasta que se quedó paralizado, sintiendo que la cabeza le pesaba más que la vida. En realidad, era casi agradable. Todo brotó al mismo tiempo y él se desplomó con un golpe seco, y no tuvo que seguir mirando.
Tras unos pocos segundos, sin embargo, logró recuperar de algún modo el control de su cuerpo. Dio un fuerte y colérico empujón mental. La rabia se estremeció en su interior como un animal emergiendo de las profundidades. Se acurrucó contra él y murió… y su putrefacción se tornó algo tan fluido como el petróleo y tan sólido como afilado carbón. Rose no había errado un ápice al decir a qué equivalía aquel momento. No habría sido más doloroso si le hubieran cortado la garganta.
Casi podía oír cómo se hundían las puntas de los cuchillos en su carne hasta que no quedaba gran cosa que cortar. La sensación remitió hasta convertirse en un dolor apagado que no le dejó otra cosa que fría razón y claridad.
Habíamos hecho planes para ir a la feria de invierno esta noche. Nadie mandó invitaciones. Por eso no están los demás aquí. Esta es una fiesta privada. Invitados escogidos. Los lameculos, las chupapollas. Parpadeó dos veces y descubrió con sorpresa que no tenía lágrimas. Oh, espera, ahí estaban. Y por eso Jodi no me quería aquí, por eso me empujó a salir y emborracharme. Aminoró su pulso, se secó el sudor a lo largo de su nuca.
¿Dónde está Rose?¿Estaba allí, en alguna parte, fuera, en la nieve, asistiendo a su derrota? ¿Pensaba que se lo merecía por lo que Willy le había hecho? ¿Los había seguido para poder comprender también el significado de la academia? La neblina roja de sus ojos se hizo más densa. Contempló la habitación a través de unos ojos que no poseía.
Estas revelaciones se prolongaron unos tres segundos más de lo que Jodi tardó en terminar de correrse con el decano.
Pero tú sabías que esto estaba pasando. Eres más listo de lo que creen y las señales estaban ahí. Si no en tu subconsciente, al menos en lo efímero, el lento discurrir de los muertos por todo lo que has visto y hecho hoy. Ha sido un día especial. Te han mostrado que tú no eres tan especial. Te han conducido al rebaño.
Clarissa seguía besando. Sus nervios se amotinaban por debajo de la piel, pero al menos eso era algo natural. Revividas por la tensión, sus manos se abrían y cerraban por sí solas. Jo cogió la sábana por una esquina, le secó la cara al decano y finalmente reparó en la presencia de Cal, tendido en el suelo, llorando.
Venid, espíritus. Apartó a la Señora Decano y se levantó, mientras el cuerpo de Jo se estremecía de culpa, dotado y despojado de sexo. Pero realmente sexual. Su mirada estaba ahíta, como una batería gastada.
Jodi boqueaba como un pez sacado del agua, hiperventilando a la vez que su boca se movía sin emitir un solo sonido. Empezó a sollozar o algo parecido, y sus gemidos se convirtieron en un sordo canturreo que dio paso a un aullido ahogado. No fue suficiente. Cal esperó a que se metiera de veras en el papel… y entonces ella empezó a gritar, pero sin demasiada fuerza. El decano debía darle una mención honorífica por esto, no era pedir demasiado. Los labios de Jo temblaban sin ningún sentido mientras lloraba y se apartaba hasta estar hecha un ovillo en un rincón de la cama, un pequeño ovillo cerrado, como si Caleb hubiera llegado hasta allí solo para matarla. Como si no fuera él quien había muerto.
Las manos de la señora volvieron a encontrarlo. Ha jugado muchas veces a esto, pensó. Ha traído a otros aquí, otros estudiantes, otros profesores.
Tratando de sacar a Jo de su ataque de histeria, el decano la atrajo hacia sí y la envolvió en hueso, pasando unos brazos de inhumana longitud alrededor de su cintura. Parecía que iban a darle tres o cuatro vueltas. Era algo increíble de contemplar, grotesco y al mismo tiempo fascinante. Cal no podía imaginarse una desnudez más fea.
Siempre había sospechado lejanamente que ella dormía con otros tíos; podía vivir más o menos con la idea mientras permaneciera sin confirmar. Descubrir que era cierto, de este modo, con su… enemigo… quienquiera que fuera el decano… su propia novia con su enemigo, eso sí que fue un golpe al corazón. Su ética original había sido arrojada ya al polvo, a la espera de un entierro. Si es que la había tenido. Jo lo miraba mientras el decano la consolaba y le acariciaba la cara con los húmedos lengüetazos y mordisquitos de un animal todavía insatisfecho.
Caleb se desplomó y vomitó.
Clarissa se echó a reír en voz baja y le acarició la espalda. Los bordes de sus manos calmaron el dolor que estaba acumulándose, y a continuación empezaba a emerger, en la base de su cráneo. Nunca hubiera creído que pudieran tocarlo de aquella manera tan asombrosamente agradable. Se alegró de que ella estuviera allí. Sintió una agonía infernal mientras Jodi gemía quejumbrosamente y se apartaba de los larguiruchos miembros del decano. Trató de esconderse en el hueco que había entre la cómoda y la cama. Parecía que hubiera aprendido del decano el arte de plegarse y menguar de tamaño. Tenía las pestañas empapadas de lágrimas cuando levantó los brazos para taparse la cara.
Arrancó las sábanas de la cama y se las echó por la cabeza hasta desaparecer por completo.
Cal se puso de rodillas con dificultades y entonces se levantó y se volvió hacia Clarissa.
– ¿Por qué? -preguntó, sabiendo que no había respuesta suficientemente buena.
– Pensé que podíamos divertirnos todos, mi querido querubín -dijo-. No seas aguafiestas.
Él pensó en lo que le gustaría hacer: dónde colocaría los pedazos, qué haría con las cabezas, cómo limpiaría la sangre.
– Oh, lo voy a ser -susurró-. Lo voy a ser.
– Eres un idiota.
– Y tú estás loca. -El rojo seguía oscureciéndole la visión. Las sábanas se agitaban y se movían fortuitamente, como si Jodi estuviera realizando extraños rituales antinaturales debajo de ellas-. ¿Por qué lo estáis haciendo? ¿Qué le habéis hecho?
La Señora Decano arrugó el gesto tanto como en ella era posible.
– Nada que tú no te hayas hecho a ti mismo. -Terminó de quitarse el traje y se acercó a la cama, donde su marido la esperaba con los brazos extendidos.
La escena parecía tan ensayada que Cal se rió entre dientes. Dos cortos ju y nada más.
En silencio, con la rabia perfectamente contenida en su interior -nada de inútiles gritos o amenazas, ¿para qué molestarse con esa mierda?- Caleb se movió. El odio engrasaba ahora su maquinaria, lo que era mil veces preferible a su asedio constante contra su conciencia. Una fría y condensada furia rebosaba la cavidad dejada por la fractura.
Se precipitó hacia delante de un salto y levantó la rodilla hacia la ingle del decano, tratando de forzarlo a emitir algún sonido, hacer una confesión, suplicar clemencia. Jesús, sería precioso. Casi haría que todo hubiera valido la pena. El decano se apartó ágilmente sin la menor premura -con languidez, se diría, casi con tedio, y al mismo tiempo impensablemente veloz- y el impulso de Cal lo lanzó contra la cama. Rodó y rebotó en las almohadas, y notó los fluidos que las empapaban. Jodi lanzó un grito bajo la sábana. Clarissa cayó sobre él y se rió en su cara.
– Tú -gruñó.
– Tú -ronroneó ella.
Es posible acercarse a un átomo de distancia de una neurisma, con la estructura molecular del asesinato en las manos.
– Jesús, Dios. -Él llegó hasta allí, la apartó y salió corriendo.
Los alambres atrapados por la brisa golpeaban los postes de metal, interpretando una ruidosa sinfonía de riffs de soledad.
Le gustaba la melodía. Traqueteaban las cadenas mientras los postigos de las casetas de la feria se abrían lentamente con un crujido y se cerraban con un golpe. Los ecos remitían como pasos sobre los ventisqueros.
El campo estaba lleno de fantasmas.
Circe acudió a él en todas sus formas. Primero como los ángulos del rostro de Jodi antes de que lograra apartarlos, fundirlos en otra cosa. La marioneta danzó a su alrededor, colgada de las muñecas por serpentinas que colgaban del cielo, con el tracto abdominal abierto y los órganos emergiendo. Y luego como la muerta Sylvia Campbell, o quienquiera que fuese en realidad, blanca y negra y a lápiz. Yo. Sy. C. Todos ellos se cimbrearon a su alrededor, apretando los hombros mientras lo miraban de soslayo como si tuvieran cosas mejores que hacer, musitando y gruñendo con aquellas bocas cambiantes y abiertas. La monja estaba entre ellos, separada pero también como parte de la manada, rezando por todos ellos.
Los carámbanos pendían como estiletes apuntados a las cabezas de los posibles intrusos. Se oían golpeteos y suaves crujidos de tela, testimonio de las sesiones de espiritismo que tenían lugar en la oscuridad. Había también otros ruidos, imposibles de discernir y ahogados por el aleteo de las tiendas más grandes. Carteles y volantes, envoltorios de caramelos y vasos de plástico y otros restos salpicaban el helado terraplén. Ahora era basura que pasaba rodando frente al negro órgano y las sombras de las vacías atracciones. La luz de la luna resplandecía en la rueda de Ferris. Crujía la madera.
Caleb contempló la feria.
Los fantasmas carecían del espíritu apropiado. No era la hora señalada para sus juegos, y se limitaban a descansar calmadamente a su lado. No se podía confiar en nadie. Las sirenas no te llamaban ni había ciegos esperándote para hacer entrega de coloridas profecías. Era hora de que alguien le dijera algo, pero su hermana y las diversas Circes no terminaban nunca de hacerlo. La noche estaba tan entumecida como las yemas de sus dedos.
A diferencia de lo que acostumbraba -y por primera vez desde hacía años- Cal se esforzó en alcanzar los recuerdos de su hermana. Pensaba que tal vez ella, entre todas las personas de su vida, pudiera entender el pesar que sentía ahora. En el mismo instante en que lo hizo, la monja se alejó. No quería que la alcanzaran, comprendió de repente. No era exactamente equiparable lo que les había pasado a ambos, pero se parecía lo suficiente. Permaneció largo rato inmóvil en el campo y supo que sus ojos eran como los de ella. Poco más que rendijas.
La feria había llegado desde el profundo Sur. Se habían equivocado al sobreestimar las masas de aire caliente que se abrían camino desde Alabama a Kentucky, y no habían conseguido los permisos que necesitaban en las tres últimas ciudades. Para compensar las pérdidas se habían visto obligados a parar en ciudades en las que nunca lo habían hecho. Ahora estaban varados mucho más al norte y en el invierno de lo que habían previsto. Pero habían descargado a pesar de todo y habían hecho lo que habían podido. Visitarían una ciudad más y luego regresarían al Sur antes de que empezara la estación lluviosa.
Las tiendas se sacudían e hinchaban bajo el viento, algunas de ellas encorvadas por el peso de la nieve húmeda. La gente de la feria no podía pernoctar en sus tiendas, como acostumbraba. Se habían visto obligados a parar en los moteles más baratos de la ciudad. Una caravana de camiones y camionetas recorría el centro de la ciudad cada día, y continuaría haciéndolo durante otra semana entera. Los puestos y las casetas permanecían cerrados. La ventisca había acumulado montículos de nieve sobre el pozo de las pelotas de ping-pong, la sala de los espejos y las máquinas para probar la fuerza. Tras una gruesa película de escarcha se entreveían carteles pintados. La casa de la risa no parecía demasiado risueña.
Su cólera ardía con una llama azulada. Pensó en lo que diría Willy y en cómo reaccionaría Rose. Puede que lo perdonara y desistiera de clavarle el puñal.
Fruggy Fred tendría una respuesta pero, ¿sería la correcta?
Su hermana se iluminó y entonces desapareció. Puede que finalmente la hubiera perdido, o ella a él. Cómo debía de haberlo odiado por ser el pequeño, por librarse de lo que ella tenía que soportar. No lograba imaginar lo que sería que te arrastraran hasta la parte trasera de una furgoneta y te violaran repetidamente mientras te arañaban y te mordían el vientre, y luego, después de que el doctor te quitara los puntos, al regresar a casa te encontraras a un niño comiendo galletas y viendo dibujos animados. El hecho de que no lo hubiese asesinado en su propia cama era una demostración de que había sido extremadamente afortunado.
Puede que por eso hubiera decidido referirle los detalles de sus traumas, a él, un niño que no podía ser más que una caja de ruidos hecha de estupidez. No sería lo mismo si ella hubiera sabido entonces lo que iba a ser de su vida y hubiera tratado de protegerlo de la pérdida de fe. Si lo que estaba haciendo era tratar de transmitirle una lección, él no había logrado aprenderla bien. Puede que a ella, sentada en la bañera con las rodillas dolorosamente limpias, aquella forma de compartir le hubiera parecido una forma de amor.
– ¡Eh! -gritó alguien tras él.
Cal dio un respingo y sus rodillas estuvieron a punto de volver a ceder. Se volvió y se encontró, para su asombro, a Melissa Lea McGowan, que bajaba la ladera con una bufanda larga que le llegaba hasta las caderas.
– ¡Hola! -lo saludó alegremente. Su menudo cuerpo estaba resguardado en una chaqueta de esquí y la capucha abrochada por debajo de la barbilla perfilaba su rostro. Melissa Lea transportaba consigo una atmósfera diferente por la campiña desierta, demasiado boyante en medio de la invasión de fantasmas. Allí su sonrisa estaba fuera de lugar y parecía que hasta las mismas sombras estuvieran irritadas por la intrusión. Como si aquella noche no hubiera habido ya suficientes carcajadas.
– Me ha parecido que eras tú. -Un rizo escapó del interior de la capucha y ella lo apartó descuidadamente con el dorso de una mano enguantada-. Vaya, sí que te has vestido esta noche, se-ñah Prentiss. ¿Qué se celebra? ¿De dónde viene usted, eh? ¿Hmmm?
La imitación del Yok lo obligó a sonreír. Tuvo la sensación de que iba a vomitar de nuevo, pero ya no le quedaba nada dentro. Se apartó de ella al ver que se acercaba, recordando que también le había dado un buen susto junto a la ventana del almacén.
– Ya van dos veces que me haces eso.
Ella sonrió.
– ¿No podías esperar al desayuno? Parece que no podemos librarnos el uno del otro.
– No, no podemos.
El entrechocar del metal contra el metal subrayaba más aún la desolación de la oscuridad. Melissa Lea percibió lo sombrío de su estado de ánimo y se le acercó, preocupada ya.
– Lo siento, Cal. De verdad que no pretendía asustarte. Hace una noche preciosa, pero supongo que este sitio es un poco espeluznante.
– ¿Estás siguiéndome?
– ¿Siguiéndote? -Se le acercó hasta ver la expresión de su rostro y lo que quiera que captó allí bastó para hacer que retrocediera un paso. La nieve que aplastaba con sus botas sonaba como huesos quebrados.
– No te entiendo.
– Claro que no.
– ¿De qué estás habando? Solo he salido a dar un paseo.
– Sí -respondió él con un siseo, tratando de pronunciar la palabra con los dientes apretados y escuchando cómo se cernían sobre ella-. A esta hora de la noche, con este frío, tan lejos de la universidad y sola. Pero… ¿estás… siguiéndome?
– ¿Eh?
– No tengo mucha fe en las coincidencias, Melissa Lea. Y menos esta noche.
– Estás…
– Así que, ¿por qué estás siguiéndome? -Ya no se le podía llamar paranoia; era mera necesidad. Tenía que protegerse en la medida de sus posibilidades-. ¿Eres uno de ellos?
Ella retrocedió otros dos pasos.
– ¿Uno de quiénes? ¿Qué clase de pregunta absurda es esa?
– Desde mi punto de vista es bastante sensata. Mira, siempre he hecho muchas preguntas pero nunca he recibido demasiadas respuestas. Es culpa mía, ahora lo sé. -El cortante viento que le azotaba las mejillas, había enfriado un poco la quemazón y mantenía el fuego a raya, pero ahora que estaba lanzado, era incapaz de detenerse-. Así que, ¿qué tal si me respondes sin más?
– No estaba siguiéndote, Cal.
– ¿No?
Su sonrisa cayó como un ascensor con los cables cortados. Las cejas se elevaron formando coléricas V invertidas y las hermosas líneas de su rostro se arrugaron y zigzaguearon. En cualquier otra circunstancia hubiera pensado que estaba muy guapa. Su mirada volvió a atraerlo, pero seguía sin estar preparado.
– No. ¿Qué demonios te pasa? Solo te he visto y me he acercado a saludar. No seas tan suspicaz.
– ¿Crees que lo soy?
– Sí.
– Entonces, ¿qué estás haciendo aquí?
El ceño de Melissa Lea se frunció aún más. Las arrugas oscurecieron la suave línea de su frente y sus labios se volvieron finos y blancos. Se dio cuenta de que estaba asustándola y no le importó demasiado. ¿Cuál había dicho Toro que era el porcentaje de citas con violación? ¿Treinta y cinco por ciento?
– No tengo por qué contarte una mierda.
– No, es cierto -dijo. Sus hombros y su espalda temblaban. Se preguntó si Willy habría logrado alcanzar al decano, si lo que hacía falta para atrapar al enjuto cabrón era más masa muscular. Las ramas de los árboles, cargadas de nieve hasta los topes, se partían en la oscuridad-. Pero dímelo de todos modos.
– Esta noche das miedo, Cal.
– Bueno, sí.
Lo miró. Su respiración dejaba bolsas blancas en el aire. Nunca se sabe: puede que el decano hubiese dejado a alguien en reserva. Nunca podías saber quién estaba engañándote. La chica parecía enfadada, aterrada y excitada al mismo tiempo, de una manera traviesa, como si estuviera tratando de decidir si merecía la pena tratar de abrirse camino a través de su coraza o era mejor dar media vuelta y echar a correr. Su ceño fruncido se desenredó ligeramente. Lo estudió durante otro minuto y se aclaró la garganta.
– De acuerdo, Se-ñah Prentiss, te lo diré, ya que quieres saberlo.
Teme a la muerte – sentir la niebla en mi
garganta,
La bruma en mi rostro,
Cuando la nieve comienza, y los rayos
se manifiestan
Estoy llegando al lugar
El poder de la noche, la fuerza de la
tormenta
El puesto del adversario;
– Y si esa no es razón suficiente para que un incrédulo crea en las coincidencias, tal vez deba escuchar esto… ah, «A medianoche en la quietud»… no, espera… creo que es silencio. Sí, es…
A medianoche en el silencio de la hora del sueño
Cuando liberas tus fantasías
¿Pasarán a donde -por la muerte, creen los necios, aprisionadas-
Recordaba a Byron, el gran amante.
Melissa levantó la barbilla, como desafiándolo a decir algo.
– Y ahora, como compañero del último curso de humanidades, creo que deberías haber cogido la idea, Cal.
– Debería, pero no lo he hecho.
– Como ya he dicho, no te debo ninguna explicación.
– No -admitió. Ya no le importaba demasiado. La furia seguía condensándose y ya no era más que un nudo de energía en el centro de su pecho, ardiente pero bajo control. Si pretendían acabar con él, habían fracasado. Hasta el momento. Si Melissa estaba allí para hacerle algún mal, no podía. Por el momento no había nada más que se le pudiera hacer. Probablemente volverían a buscarlo para intentarlo de nuevo, pero eso no ocurriría hasta dentro de algún tiempo y para entonces él se habría marchado. Si era una amiga, es verdad que la necesitaba, pero no iba a morder el anzuelo. En cualquier caso, estaba tan preparado como era posible.
Melissa dijo:
– Estaba con un trabajo de Inglés 135, tomando notas y realizando referencias cruzadas en mi habitación y decidí salir a cenar algo en plena tormenta. -Era evidente que no le gustaba dar detalles pero también parecía que se estaba divirtiendo un poco. Había topado con un misterio y disfrutaba tratando de desentrañarlo-. Después de regresar, me eché una pequeña siesta y cuando desperté estaba mareada y tenía la cabeza llena a reventar de poesía, ya sabes a qué me refiero. De modo que saqué la antología de Norton de la estantería y leí un rato hasta volver a engancharme con los Victorianos. Mis compañeros de cuarto entraron discutiendo de política, como de costumbre. No podía seguir trabajando y me estaba entrando claustrofobia escuchándoles así que me fui a leer a la biblioteca hasta que la cerraron, y entonces decidí ir a dar un paseo. Eso es todo. Un simple paseo. Aquí estoy. ¿Quieres un justificante firmado? ¿Una nota de mi madre? ¿O vas a animar un poco esa cara?
No llevaba mochila ni libros. Cal volvió a pensar que podía estar mintiendo, que era posible que hubiera estado vigilándolo desde el principio, pero ya no podía seguir aferrándose al miedo o a la rabia. La señora y el decano no podían hacerle eso. Alguien había muerto, pero no era él.
– ¿Eso era Byron? -preguntó.
– No. Robert Browning.
– Me ha gustado. No conocía los poemas.
– No hay razón para ello, a menos que estuvieras escribiendo un trabajo sobre su estilo poético antes de su matrimonio con Elizabeth Barrett comparado con la evolución posterior de su obra.
– ¿Y hay diferencia?
– Yo creo que sí. El primer fragmento era la estrofa inicial de Prospice, y el segundo el epílogo de Asolando, el último volumen que publicó.
Algo pasó corriendo a grandes zancadas en la espesura, tras ellos y Melissa Lea se volvió y estuvo a punto de caer en sus brazos. Él tenía todavía las manos en los bolsillos y no las sacó. Podía asir espectros pero no carne humana. Brilló la luna, pálida luz sobre el hielo. Ella se volvió para mirarlo y el interés que Cal había sentido aquella mañana empezó a ascender reptando por el fondo de su garganta. Su chica estaba debajo de una sábana, como un cadáver en una morgue. La peca del ojo de Melissa volvió a atraer su atención.
Sus fantasmas no lo habían ayudado. Puede que ella sí lo hiciera.
Le tendió una mano, en busca de una última oportunidad.
– Vamos. A lo mejor puedo ganar un peluche para ti.
– No -respondió ella. Cal no sabía si iba a decirle que se fuera a freír espárragos. La muchacha lanzó una carcajada extraña, como si no supiera cómo iba a reaccionar-. No, no podrás. Esos juegos siempre están amañados.
Tintinearon las monedas cuando introdujo sus dos últimos cuartos de dólar en la caseta de la feria. Había cuatro arrugados billetes de un dólar cerca de él. Cogió la pelota por el lado más gastado y la frotó entre sus manos hasta que la fricción le calentó los helados dedos. El viento soplaba ferozmente sobre su cara.
– ¿Y los sorprendiste juntos? -preguntó Melissa en voz baja.
Caleb no se molestó en asentir: hablar de ello no había sido liberador. No había sido nada. Aunque por lo menos había conseguido acabar las frases. El dolor se había convertido en una canción de cuna que lo acunaba y le daba sueño. Solo quería acurrucarse en su colchón nuevo. Puede que la redención lo estuviera esperando allí. El contenido de sus sueños estría mancillado por la imagen de Jodi temblando en la cama con un cadáver. Fruggy Fred creía a pies juntillas la leyenda de que si morías en la cama, el miedo hacía que se te parara el corazón. Caleb no quería averiguar si era cierta.
– Deberías haberle dado un buen puñetazo.
– Lo intenté. Pero no pude ponerle ni un dedo encima al escurridizo bastardo.
Situado de costado tras el mostrador, se concentró en verter toda su fuerza y su potencia en el movimiento. Giró el hombro, extendió el brazo, lo levantó y avanzó un paso, pivotando con las caderas, como Clarissa había hecho en su danza. Puede que sí hubiera aprendido algo, a fin de cuentas.
Las tres jarras de leche que formaban la pirámide estaban cargadas, para impedir que nadie las derribara por muy fuerte que lanzara la bola. Puede que no fuera más que otro problema de cálculo. El truco, pensaba, estaba en golpearlas justo en el fondo, que era donde estaban los pesos. Poner a prueba su teoría le había costado algunos pavos, pero estaba empezando a cogerle el tranquillo.
Se acordó del profesor Yokver haciendo piruetas en mitad de la clase, gritando:
– ¡No estoy moviéndome!
Bueno, algunas veces había que hacer trampas, retroceder un paso y ver qué ocurría.
Melissa Lea se había sentado en un banco alto de madera, tras el mostrador, con el abrigo alrededor de su pequeño cuerpo como si fuera una manta.
– ¿Y dices que lo planearon todo? ¿Una especie de perversa exhibición para que los pillaras en el acto? ¿Pero qué clase de locos dirigen esta universidad?
– Los mejores.
Levantó la pierna derecha y tensó el brazo, aguardando el momento de la liberación. Ahora que sabía dónde estaba la mentira, podía apuntar contra ella. La fría y amistosa amargura no reservó nada y su codo emitió un crujido doloroso, ruidoso como un disparo de rifle. Extendió el brazo y lanzó la bola con todas sus fuerzas, mientras la llama de su interior cobraba vida como si hubiera recibido un chorro de oxígeno. La pelota salió despedida y fue a golpear la última jarra de leche en el punto exacto al que Cal había apuntado. La lechera se deslizó un par de centímetros, se inclinó y finalmente cayó con estrépito, llevándose consigo las otras dos.
Había algo absurdo en el hecho de extraer satisfacción de aquello, pero no le importó demasiado.
– Ya era hora.
– Dios, eso debe de haberte dolido.
– No, en realidad no. -Se frotó el brazo-. Bueno, sí.
– No me refería al codo. Hablo de lo que ha pasado. Lo siento.
Cal se dirigió a la parte trasera de la caseta y cogió los dos feos peluches que el dueño no había guardado bajo llave con el resto de los premios.
– Ya sabía a qué te referías, Melissa.
– Oh.
Su mano izquierda sostenía un osito de peluche con un solo ojo, un agujero en la mejilla y la lengua de color verde casi arrancada del todo. En la derecha tenía el gato de juguete al que le faltaba una pata, la cola y varios trozos de las orejas. Parecía haber pasado por las manos de una manada de perros.
Sin embargo, bastarían. Tenían que bastar. Sería ridículo haber roto la fina cadena con una piedra para dejar seis pavos en monedas sobre el mostrador y encima sentirse culpable por llevarse dos repugnantes animales de peluche sin ningún valor. El sueño, al menos él, tenía que conservar su pureza. Todos los chicos deberían ganar un peluche en una feria para una chica guapa al menos una vez en la vida. Se había prometido que lo haría, y finalmente lo había hecho.
– En las películas siempre son más grandes y más bonitos -dijo Cal-. A los directores les gustan los momentos como este, las escenas en las que el chico le ofrece a su chica su regalo, pináculos del drama y el romance. -Cogió por la nariz al menos feo de los dos (el gato, decidió) y lo puso en el regazo de Melissa-. Algunas veces la muñeca está llena de diamantes o drogas y entonces el asesino sigue a la heroína hasta su casa para recuperarla.
– Dices unas cosas muy bonitas. Creo que me arriesgaré. -Cogió el mutilado gato y le acarició los feos bigotes-. Oh, Cal -suspiró.
No fue uno de esos suspiros, oh, Caaaaaal, con estrellitas en la mirada. Simplemente fue una demostración de simpatía. Extendió la mano, le pasó los dedos por el pelo y le acarició la nuca. Él se apartó con un movimiento brusco.
Melissa Lea levantó el gato y le hizo bailar y maullar sobre el mostrador de la caseta. Lo apretó contra su pecho y empezó a besarle la cara.
– Mua mua mua. Besito, besito. Na na bu bu. Me gustas de veras, Cal. Sé que no es un momento especialmente apropiado para decírtelo pero hoy he sido capaz de hilar dos pensamientos coherentes seguidos mientras estaba haciendo mi trabajo.
– ¿Por qué?
– Porque no dejaba de pensar en que mañana iba a desayunar contigo. -El gato le mordisqueó la oreja.
Esto provocó la misma pregunta:
– ¿Por qué?
Al menos ahora tenía la oportunidad de recibir una respuesta, aunque la pregunta le hizo recordar a la señora, de pie sobre él, tratando de sorberle el alma.
Melissa Lea se encogió de hombros.
– Eres mono. Oye, siento ser tan lanzada. No quiero complicarte más la vida, pero pienso que hay que ser honesta.
– Bien.
– Lo que me has contado sobre la universidad me ha asustado mucho. Podrías hacer que presentaran cargos contra ellos, estoy segura. Que se reúna una junta de revisión. Puede que hasta avisar a la policía.
– El alcalde estaba en la fiesta.
Lo miró y él se dio cuenta de que no podía culparla por no creerlo del todo. Sonaba como una exageración, una conspiración insólita. Aunque también es verdad que la basura como esa era bastante habitual. Sacerdotes que se aprovechaban de los monaguillos, profesoras de instituto que se quedaban embarazadas de sus alumnos. ¿Quién demonios sabía qué estaba pasando ahí fuera?
– ¿Qué significa eso? -preguntó Melissa Lea-. Probablemente, que ya ha pasado antes, y que esos degenerados lo ven como algo normal. -Se recostó en el banco-. ¿No crees, Cal?
– No lo sé. -Consideró la posibilidad de decirle que se marchaba por la mañana pero no pudo encontrar el modo de hacerlo. El secreto estaría a salvo mientras siguiera en su interior. Le arrancó el resto de la lengua al peluche y la tiró. Lo único en lo que ahora mismo podía confiar era en la abrumadora sensación de estupidez que lo embargaba. Y hasta eso sonaba un poco a tontería. No era capaz de explicar lo mal estudiante que se había vuelto.
– Me alegro de que estés aquí -dijo ella.
– Claro.
– En serio.
El vaho de su aliento lo tocó. Los postigos del Reino de las Bolas golpearon con fuerza las planchas de madera del costado de la caseta y Melissa Lea dio un respingo.
– Yo también me alegro de que estés aquí conmigo, Melissa. -Era la verdad, una parte de ella, y pensó que había que decirla en voz alta, aunque la verdad ya no tenía el mismo significado que antes de aquella noche-. ¿Ha sido una coincidencia el encuentro? ¿Dos veces en el mismo día? -Teniendo en cuenta, además, que antes no se había fijado en ella.
– Nada de lo que pasó en la casa del decano fue culpa tuya, Cal. Debes creerlo. No tiene sentido que te sientas culpable.
Por supuesto que era culpa suya, tanto como de ellos, porque debería haberse dado cuenta. El Yok se había esforzado tanto por hostigarlo durante la instrucción que al final se había convertido en una especie de broma privada. Podía imaginarse a Yokver y a los demás, sonriendo, pensando lo sencillo que había sido, diciéndose que era muy fácil ponerle a alguien el texto delante de los ojos sin que viera los hechos. Cuatro años así y no se había dado cuenta hasta ahora. Se preguntó si no sería mejor dejarse ir y acabar de una vez, acostarse con la señora y liberar toda su hostilidad, ser bueno y vicioso para poder graduarse con honores.
Atrapada por el viento, la lengua del peluche pasó sobre sus zapatos. La señora Beasley y Kitty Guarda-todo flotaron por un instante a la luz de la luna. Puede que su hermana siguiera allí pero ahora debía de estar evitándolo. Cal deseaba lo que todo el mundo acaba por desear alguna vez en su vida: la oportunidad de empezar de nuevo volviendo atrás en el tiempo, con un poco más de sentido común, y los nervios un poco menos tensos. Pero nunca había pensado que le ocurriría tan pronto, con solo veintiún años. Podía marcharse, podía vivir, pero ya no era capaz de saber si le quedaba algún sitio para escapar.
Preguntó:
– ¿Crees que tus compañeros de cuarto seguirán discutiendo?
– Bueno, uno es un republicano furibundo que piensa que la Administración Reagan estaba compuesta por las mentes más brillantes desde que los Padres Fundadores elaboraron la Declaración de Independencia. El otro es un estudiante de humanidades que cita a Timothy Leary y Abie Hoffman y se niega a creer que estén muertos. Verás, la cabeza de Leary fue congelada a pesar de que su cuerpo había quedado reducido a cenizas en el accidente de la Lanzadera Espacial. Ha memorizado la mayor parte de las transcripciones del juicio por la Chicago Ocho. También piensa que Bill Clinton tenía buen aspecto corriendo con aquellos pantalones cortos.
– Imposible.
– Sí, son bastante raros. Lo más probable es que sigan discutiendo hasta el amanecer. No sería la primera vez.
– Muy bien, entonces vayamos a mi cuarto.
Melissa bajó del banquillo de un salto y el gato le dio un beso en la mejilla.
– Mua mua mua. Na na bu bu. Creía que nunca ibas a pedírmelo.
Alguien se había molestado en limpiar las manchas de sangre, gracias a Dios.
El chico nuevo de la entrada estaba allí sentado, asintiendo, la cabeza pelirroja inclinada hacia atrás sobre el fulcro de un cuello muy fino. Levantó la mirada en cuanto los oyó entrar. Con el fin de disimular el acné que le cubría la piel, se había dejado crecer una pelusa de color óxido. No estaba teniendo demasiada suerte.
Toro debía de haber despedido a la chica de los auriculares. El actual era el mejor que había visto hasta el momento. Verificó el carné de la universidad de Cal y pidió a Melissa Lea que firmara, y luego se quedó con sus carnés y les prometió que se los devolvería cuando ella se marchara del dormitorio.
En su habitación, bloqueando la entrada con el cuerpo, Cal se aseguró de que la puerta del baño estaba cerrada para que Melissa no viera el abrigo y los calcetines manchados de sangre. La peste seguía siendo intensa, aunque ella no parecía darse cuenta. Se quitó el abrigo sacudiendo los hombros y lo dejó doblado sobre el respaldo de su silla, sacó el gato de peluche de su bolsillo y lo dejó cuidadosamente sobre la mesa. El gato era una curiosa atracción y no dejaba de molestarlo: un juguete destinado a Jodi, ganado pero robado al mismo tiempo, exhibido como una medalla por otra chica. Una especie de final, pero sin cierre. Tantos sueños por un animal de pega.
Melissa Lea se volvió y lo miró con curiosidad al ver el destrozado teléfono y la mantequilla de cacahuete tirada por el suelo. Le explicó lo de la extraña llamada que había recibido y mantuvo la mentira del perro muerto.
– No ha sido lo que se dice el mejor día del mundo.
– Ya me imagino.
– Lo siento. -Mierda, había vuelto a hacerlo.
– Tampoco tienes que preocuparte por eso. -Se arrodilló y empezó a reunir los fragmentos de plástico de teléfono con el dorso de la mano.
– Ten cuidado -dijo Caleb, acercándose-. Hay cristales. -Melissa dejó escapar un gritito de dolor y Cal vio una gotita de sangre entre el índice y el pulgar de su mano-. Es culpa mía. Tendría que haberte avisado. Esta mañana se me ha roto un tarro de mantequilla de cacahuete.
Ella le tendió la mano.
– No es culpa tuya. Un par de cristales diminutos. Mira a ver si puedes sacarlos con las uñas. -Contuvo la respiración mientras él le cogía la muñeca y sacaba los cristales-. Es como cuando te cortas con un papel.
Podía hacer eso, si quería. Abandonarlo todo y empezar lentamente, desde cero. Estos eran los elementos del romance. El contacto suave, el anhelo de amistad y consuelo. No había olvidado cómo se sonreía, a pesar de que le hiciera sentir como si hubiera tenido los tendones de las mejillas oxidados. Quedaba todavía muchísimo tiempo antes del amanecer. No tenía por qué seguir cargando con la monja.
El tirador del cajón de los calcetines estaba manchado de sangre seca, pero ella no lo vio. El color de la pared era de un tono asombrosamente parecido al de la carne de Melissa, sangre por debajo de la piel, y Cal se preguntó si Sylvia Campbell habría sido pálida o sonrosada. Seguía viéndola en blanco y negro.
Dijo:
– Espera, déjame…
– ¿Tienes una tirita? -preguntó ella. Una risilla hacía vibrar su voz. Cal extrajo la bolsa de afeitado del primer cajón, la abrió y sacó de su interior unos frascos de peróxido de hidrógeno y alcohol, una caja de algodón, un puñado de gasas, un poco de cinta aislante, unas vendas y un par de tiritas de diferentes tamaños. Para ser alguien tan acostumbrado a las hemorragias, debía de haber visto lo que iba a pasar.
– No se trata de una operación a corazón abierto, Cal.
– Soporta tu dolor en silencio, ¿quieres? -dijo-. Si te portas bien, te…
– ¿Qué?
Estaba a punto de decir, te doy un beso en el cu-cú.
Ja. Casi no podía creerlo. Mira eso: un chiste. Ya estaban trabados en bromas y tonterías. Joder, no le estaba costando olvidarlo, no le estaba costado nada. Se puede superar casi todo.
– Nada -dijo.
– A lo mejor deberías darme una bala para morder.
Le limpió los dos pequeños cortes y aplicó las tiritas Ella dobló el dedo y asintió.
– ¿Está bien?
– Gracias, doctor. -Levantó el teléfono y volvió a poner el receptor en el roto aparato-. Supongo que seguirá sonando, pero no creo que puedas llamar. Le faltan la mayoría de los botones.
– Lo mismo da -dijo. Dentro de seis horas se habría marchado y nadie lo sabría. Ella se encogió de hombros y volvió a asentir, no exactamente violenta, pero casi igual de incómoda. Con cierta inquietud, Cal descubrió que no podía apartar la mirada de su peca.
Estaba empeorando de nuevo. Su fijación con los fantasmas estaba empezando a afectar al mundo de los vivos. Ojalá hubiera tenido tanta dedicación en lo importante. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Convertirse en una especie de acosador? ¿Hacer pequeños retratos de rostros de mujer y esconderlos entre las páginas de libros de bolsillo? ¿No podía disfrutar de las pocas horas que iba a pasar en compañía de Melissa sin deslizarse lentamente hacia el otro lado? No creía que tuviera todavía la disciplina necesaria.
Parados en mitad del cuarto, equidistantes a las cuatro paredes, como si estuvieran en el centro de una balsa sacudida por las olas, se acercaron medio paso el uno al otro. Ella dejó escapar un suspiro cuando sus pies se tocaron.
La cama, a pesar de todo su significado, siguió siendo solo una cama mientras estudiaba a Melissa Lea con la misma parsimonia con la que trataba de examinar la poesía. Había allí mucho que ver si uno encontraba el texto oculto que contenía su expresión. Las arrugas de su sonrisa eran como estrofas que podían acarrear consecuencias en su vida.
Se tendieron en la cama, relajados. El colchón nuevo los envolvió y los muelles empezaron a moverse con los chirridos de los primeros juegos, mientras ella se volvía de costado tratando de ponerse cómoda. La rodeó con los brazos y ella lo tocó. Sus cejas tenían clavada una perenne expresión festiva. Bostezó.
El silencio les hacía compañía. No pasaba nada. No se hacían avances con las palabras, ni con las manos o con otros lenguajes corporales. Un truco complicado en un momento como aquel, pero lo estaban consiguiendo. Pasó media hora entre los pensamientos de ética y fracaso y todo lo que discurre entre ambos. La respiración de Melissa Lea se hizo lenta y rítmica y cuando Cal levantó la mirada vio que estaba a punto de quedarse dormida.
Alguien ha muerto. No lo había olvidado.
Se pegó a él apoyando suavemente los dedos en su muslo. Era una de esas personas que exhalan por la boca cuando duermen, con un ligero temblor en los labios, haciendo brrrr como un niño en el baño que imita los ruidos de un motor. Daba gusto saber que estaba viva a su lado. Apoyó la oreja en su grueso suéter, igual que había hecho con el visón de la Señora Decano, y escuchó los latidos de su corazón, mucho más rápidos que los de Jodi, siempre lentos y regulares.
Sentir el calor de su cuerpo contra su piel lo ayudó a odiar. La presión para afrontar las circunstancias era menor que si ella hubiera esperado que hiciera el esfuerzo de desnudarla. Compartir el silencio era lo apropiado, lo perfecto. Le recordó a su relación con Fruggy Fred.
Puso la mano en la colcha, la alisó y la apartó. No podía sacudirse de encima la imagen de Jodi escondiéndose bajo las sábanas húmedas, preparada para un ritual de inhumación. El gato de la mesa lo miraba.
El dorso de una mano temerosa tocó el vientre de Melissa Lea y se apartó. Tardó unos minutos en darse cuenta, con cierta repugnancia, de que había extendido la otra mano y la había apoyado en la mancha de la pared. Estaban creando una especia de circuito. Coito.
Tío, debes de estar mal de la cabeza.
En las ventanas siseaban las acometidas del viento.
Descubrió que estaba a punto de murmurar y en ese momento sonó el teléfono.
Había hecho un buen trabajo destrozándolo. El timbre de su interior sonaba titubeante y acogotado. Levantó la barbilla en dirección a la angustia que siempre sentía cuando alguien lo llamaba en mitad de la noche. Si era Rose, no podría convencerla para que se apartase del precipicio y si era Willy, corría el riesgo de vomitar todo lo que sentía hasta hacer que los ojos se le salieran a su amigo de las órbitas. Sabía que no sería Jodi.
Melissa murmuró:
– ¿Uh? -Rodó hacia él y trató de entrelazar los dedos con los suyos, sin conseguirlo.
– Nada -le dijo Cal al oído. Le apartó el pelo de la cara y le gustó tanto que volvió a colocárselo y lo hizo de nuevo. Daba gusto. Ella dejó escapar un prolongado suspiro y se acurrucó un poco más bajo las sábanas. Pasó sobre sus piernas, bajó de la cama y a continuación levantó con avidez el receptor antes de que tuviera tiempo de volver a sonar.
– ¿Sí?
Solo vacío.
No lo sorprendió. Apretó el cable y empezó a rodearse las muñecas con él. Apretó las mandíbulas hasta que empezaron a dolerle y entonces siguió haciéndolo. Sus muelas se encontraron con un crujido de huesos y empastes, mientras él se inclinaba ligeramente y alteraba su postura, preparado para saltar si tenía que hacerlo.
Y al igual que las otras veces, durante las pasadas horas, cuando había respondido a su inercia, se concentró y escuchó con cuidado el silencio, tratando pacientemente de abrirse camino por el tempestuoso frío que esperaba al otro lado de la línea.
No era Clarissa. Hubiera oído la risilla, la eminencia o la viscosidad del decano. No sabía cómo defenderse del vacío de lo que quiera que lo llamase y no estaba muy seguro de querer hacerlo. Es curioso que siguiera pensando en ello como si se tratara de una película. Ahora la chica estaba levantándose y limpiándose la sangre de pega de las tetas, y el director pedía un descanso. El maquillador se lo pasaría en grande cuando tuviera que limpiarle el pecho y volver a pintarlo. Pero había algo más, una película dentro de la película, de estilo documental. Lo vio con toda claridad. La imagen de los cuerpos descompuestos de sus padres esperando para hablar con él, para advertirlo sobre su hermana, mientras la manchada forma de ella se movía espasmódicamente por el suelo de baldosas del baño.
El silencio describía mordientes círculos en el aire.
Cada una de las otras veces, para su propia vergüenza, había tratado de hacerse amigo de la audiencia, confiando en apelar a su miseria antes de que su furia estallara. Se había equivocado de movimiento. Solo tenía que entrar.
– Está bien -dijo con voz tranquila-. Puedes decirlo. Háblame. Respóndeme.
– Cal…
La voz era única en su falta de resonancia, con una cadencia rítmica que solo se oye en los lechos de muerte de los hospitales.
Era Fruggy Fred, dormido.
Tenía sentido, claro, aunque no terminaba de comprender cuál. Fruggy soñando, llamándolo una y otra vez. Las preguntas de su tesis de licenciatura, infinitas en su sutileza y sus conexiones, regresaron para propinarle un sólido puñetazo en la caja torácica. La muerte de Circe, la encantadora, la soñadora. El libro descansaba en el último cajón de su mesa. El gato lo miraba con odio.
Cal se volvió. La frente se le cubrió de sudor frío.
– Fruggy, has sido tú desde el principio.
– Yo -susurró Fruggy.
– Pero… pero… -Las respuestas agresivas le quemaban la garganta. Trató por todos los medios de imitar el habla monótona de Fruggy Fred, tragándose el pánico-. Has estado viniendo a mi cuarto a dormir, ¿verdad? Mientras yo estaba fuera.
– Yo…
Tómatelo con calma. Despacio, despacio, no lo pierdas. Tienes que entrar.
– ¿Dónde estás?
– Yo…
– ¿Estás en tu cuarto?
– No.
– ¿Dónde entonces?
– Aquí.
– ¿En la emisora?
– Aquí.
– ¿Dónde estás? Vamos, ¿puedes decírmelo?
Podía ver a su amigo tendido allí, sudando en la cama y perdido en el interior de su propia cabeza. Fruggy Fred gimió un poco y su lengua golpeó con fuerza sus dientes mientras decía con un sollozo:
– Estoy en el Infierno.
Caleb contempló la pared. Entendió. Sí, lo estás. Todos lo estamos. Bajo la mancha yacía una chica con las manos sobre el borde del colchón, sacudiendo los rizos de su cabello con sus exhalaciones, brrr, aparentemente tan muerta como cualquier otra de las asesinadas que habían dormido en su cama.
– ¿Qué pasa, Fruggy? ¿Qué está diciendo Sylvia?
Solo el atisbo de un sonido perdido en una perezosa exhalación de aire.
– …
– ¿Qué?
Al cabo de casi un minuto entero se repitió el mismo sonido flotante.
– …
Cal contuvo el aliento y se concentró. Cerró los ojos y trató de extender los brazos hacia la oscuridad de su cráneo. Al cabo de otro minuto sintió que sus pulmones estaban a punto de estallar, pero siguió hundiéndose lo más posible en su interior, como si estuviera buscando su tumba. Le dolían las orejas a fuerza de tratar de captar el mensaje de Fruggy desde el otro lado de su sueño.
– …ock…
Cal aspiró hondo y trató de no soltar un jadeo.
– ¿Yokver?
Solo silencio.
Sin decidir si creía lo que estaba pensando, si podía ser verdad, preguntó:
– ¿La mató el Yok, Fruggy?
Algo se rompió en el interior de Fruggy Fred entonces; una caída de la presión, quizá. Su personalidad sonámbula pareció de repente más acostumbrada a actuar con su cuerpo.
– He hablado con ella, Cal.
– Sí.
– He hecho lo que me dijiste.
Jesús, Dios, ¿quién de los dos está más loco?
El corazón de Caleb se retorció hacia un lado mientras las implicaciones empezaban a provocarle escalofríos en la espalda. Melissa suspiró. Creyó ver una sombra al otro lado de la ventana pero se dio cuenta de que no eran más que sus propios y agitados movimientos. El cable del teléfono estaba cada vez más tenso.
– ¿Qué te ha dicho?
– Solo quería una educación. -Fruggy Fred pareció encontrar esto divertido, y un atisbo de carcajada se asomó a su voz-. La mintieron. La mataron.
– ¿Por qué?
En los rincones de aquella voz carente de inflexiones reptaban un pesar y un dolor espantoso.
– Les enseñó.
– ¿Qué le hizo Yokver?
– Sigue siendo muy fuerte -sollozó con todas sus fuerzas-. No quiere dejarme solo.
Cal se rascó la cara, frustrado.
– Lo has sabido todo el semestre, ¿verdad? También tú podías olerlo.
– Yo…
– Desde que viniste aquí el primer día y te quedaste dormido en el lugar de su muerte. Lo sabías. Ha tratado de llegar hasta mí a través de tus sueños, ¿no es así, Fruggy? ¿No es así?… Y has estado llamando para contármelo.
– …
– Sabes que estamos locos.
– Lo sé, Cal. -Fruggy resopló en medio de sus lágrimas-. Los ángeles sueñan.
– Oh, Jesús. -Las piernas de Caleb temblaron y tuvo que apoyarse en la mesa. Volvió la mirada y observó a Melissa Lea soñando, y vio que su propia mano se movía en su campo de visión como si ya no fuera parte de él y acariciaba con suavidad aquellos labios húmedos-. ¿Con qué sueña?
– Dice que sueña contigo, Cal. -La emoción de su voz cobró mayor fuerza y pareció que iba a despertar-. No vuelvas allí. -Y de nuevo, como si implorara, aterrorizado, chillando, despierto-. ¡… ock…!
Fruggy Fred gimió de dolor.
Se escuchó un chapoteo denso.
El teléfono enmudeció.
Las manos de Caleb empezaron a sangrar.
La casa del profesor Yokver, al igual que su propietario, se erguía con tanto desdén que provocaba amargura.
La luna proyectaba algo más que luz sobre ella. Se podía sentir la infección. Árboles enfermos campaban a sus anchas por el patio delantero, trazando irregulares patrones cancerosos. Sus ramas se extendían como retorcidos venablos, dirigidas al cielo, arañando los canalones rotos y llenos de nieve derretida, apoyadas en un tejado lleno de guijarros sueltos. El césped era una colección de agujeros y zanjas, el lugar perfecto para ocultar cadáveres. Hasta la nieve, demasiado alejada del blanco, parecía falsa. La casa era una desgracia, pero eso no importaba. El decano mantenía a Yokver cerca, aunque no demasiado.
Cal estaba en la calle, con el nudo de la corbata hecho todavía y la London Fog azotada por el viento. Desde allí podía ver todas las ventanas del profesor Yokver: el grueso tirador de bronce y la veleta dando vueltas. Se volvió medio paso a la derecha, dirigió la mirada calle abajo y vio que las lejanas luces del dormitorio del decano seguían encendidas. Todos los coches de lujo habían abandonado la zona: el alcalde, la junta universitaria y las demás personas influyentes habían sido enviadas a casa, saciadas y satisfechas.
Jodi seguía allí.
El alfiler de la corbata de su padre le pesaba mucho. El hombre había dejado la escuela a los dieciséis años y Cal hubiera debido imitar su ejemplo. Entrar a trabajar en una acería, afiliarse a un sindicato, fichar durante cuarenta años. En aquel momento, pasar el resto de su vida metiendo carne en un almacén le parecía una buena idea.
Había cogido los algodones, y las tiritas y se había vendado las manos antes de que las heridas mancharan demasiado el cuarto. No había despertado a Melissa Lea ni siquiera cuando se había anudado las vendas con los dientes. La había dejado durmiendo en su cama y le había echado las mantas sobre el hombro antes de darle un beso de la frente, como el hermano que nunca había llegado a ser.
La sangre anunciaba sangre.
Fruggy Fred estaba muerto.
El entumecimiento prevaleció. Su hermana, con un crucifijo en las manos y el hábito ondulando, estaba habiéndole de nuevo. La observó, sabiendo lo que iba a ocurrir mientras las cabezas de las ratas asomaban por entre los jirones de la túnica. Se balanceaba de un lado a otro bajo el viento, tratando de permanecer erguida, pero encorvada por el peso del crucifijo y las ratas que la devoraban. Cal siguió observándola, fascinado pero un poco receloso del obvio simbolismo, hasta que ella se movió, arrastrando a Cristo por el polvo. Probablemente no fuera tan mala idea visitar a un siquiatra un día de estos.
Ojalá el alma de Sylvia Campbell hiciera aparición. Solo tenía que mostrarse un segundo, pronunciar una palabra. Cualquier cosa, un contorno plateado pasando fugazmente delante del porche, un aullido de banshee urgiéndolo a seguir adelante. El lamento de un canto de sirena, la diosa de la luna arrojando piedras. Cualquier cosa.
Pero las Circes de boca roja habían desaparecido y estaba solo, parado junto al bordillo, observando la casa de Yokver. Las vendas estaban funcionando mejor de lo que había esperado. Teniendo en cuenta lo que habían tardado en curar los estigmas en otras ocasiones, estaba seguro de que los agujeros de sus manos estaban terminando de cerrarse. Escuchó cinco campanadas. Al amanecer se habría marchado.
Cerró los ojos y sus pensamientos empezaron a vagar. Qué día más largo había sido, se dijo. Si es que, de hecho, aquellas horas conformaban un día solo y no toda su existencia. Un círculo se había completado en ese tiempo, un principio y un final en el penoso avance del nacimiento a la muerte. Puede que fuera él; puede que fuera solo una pesadilla que fuera él.
¿Y qué se suponía que debía hacer ahora? ¿Cómo encajaba todo? ¿Podía ser un asesino el escandaloso títere o había entendido mal a Fruggy? Cal aguardó. Confiaba en ver aparecer en cualquier momento al Yok, volviendo subrepticiamente de donde quiera que hubiese dejado el corpachón de Fruggy Fred, con las manos manchadas de barro. Sylvia Campbell había querido una educación y había muerto por ella. Fruggy se lo había dicho y había muerto por ello. Alguien más había muerto, lo sabía, pero Jodi estaba a salvo y siempre lo estaría. Caleb deseó estar de nuevo en su ataúd.
La luz del dormitorio del decano se encendió en la distancia, mofándose de él con impunidad.
Aun después de haberlo vomitado todo seguía notando el sabor del Four Roses que había bebido en el Búho y podía oír a Candida Celeste preguntándole con extrema irritación, ¿qué problema tienes, capullo? Husmeó la brisa, y captó el olor de los pinos y la menta. Algunas hojas crujían en la calle.
Caleb se soltó las vendas y dejó que volaran calle abajo. El viento las arrastró sobre las heladas cunetas hasta que, sacudiéndose como serpentinas, toparon con los troncos de árboles nudosos. Sus palmas volvían a estar perfectamente y las líneas de la mano en su lugar. Caminó lentamente hasta el bordillo entre el eco de sus pisadas, suave como el golpeteo de fichas de póquer.
Tras subir a la acera cubierta de nieve del profesor Yokver, se encaminó a la casa. No había huellas sobre la nieve del patio delantero. Los matorrales se inclinaban y arañaban su abrigo, dejándole cristales de hielo en la nuca. Buscó señales de asesinatos y no encontró ninguna. Con la mirada clavada en la aldaba de cobre con el nombre YOKVER grabado, puso una mano en el picaporte y lo giró. Al principio ofreció una pequeña resistencia pero apretó con más fuerza y oyó cómo se abría el cerrojo. Entró.
Se deslizó por la oscuridad sin importarle mucho qué dirección tomar. Había una luz al otro lado del pasillo. Mientras se abría camino cuidadosamente entre los muebles, tanteando como un animal, se le alborotó la respiración. Podía sentir cómo acechaba la rabia en su pecho, esperando a que le soltara las riendas.
Los olores eran muy intensos: huevos y salchichas, repollo y jamón hervido, así como un ambientador de lilas y algunos e inútiles rastros de popurrí. No olía el cadáver de Fruggy Fred. O el Yok carecía de todo sentido del olfato o le gustaba la salvaje fusión de pestes. Debía de excitarlo, recordándole a los burdeles y los apestosos y largos pasillos de los clubes de especialidades, o los cuartos traseros de los locales de striptease, donde las bailarinas estaban a quinientos pavos la pieza. Cal podía imaginárselo aquí, evaluando exámenes y preparando el curso, husmeando y canturreando.
Un ruido en otra habitación.
Un libro cerrado con fuerza.
Las fosas nasales de Cal se agitaron. Trató de captar toda la casa, disecar los aromas para poder descubrir pistas en el aire. Los reflejos de sus movimientos en los espejos atrajeron su mirada hacia una antigua vitrina. Yokver, la señora, el decano: a todos ellos les gustaba mirarse. Cal entendió que la clase de Filosofía 138 tenía otro propósito que enseñar ética. Desarraigar a los débiles y aprovecharse de cualquier defecto que quedara a la vista. Reunir la siguiente y cremosa generación de chicos útiles. Habían descubierto la incesante necesidad de perfección de Jodi y la habían utilizado, reclamando su inquietud. Educándola. Si se lo hubiera mencionado, ¿podría haber impedido que ocurriera? ¿Lo habría intentado?
La luz de la habitación proyectaba una claridad amarillenta en el pasillo.
Cal se acercó al umbral.
Tras doblar lentamente el recodo, asomó al interior: un estudio, lleno de estanterías con libros y esculturas. Sus sienes palpitaban dolorosamente y sus ojos se vieron atraídos por la lámpara de aceite con pantalla verde. Recorrió el lugar con la mirada hasta ver el destello de unos dientes perlados. Estaban montados en una risa enfermiza que se le dirigía, lupina, desde detrás de una mesa. Yokver levantó un arma que tenía en el regazo.
Cal estuvo a punto de echarse a reír.
¿Un arma? No daba crédito a sus ojos.
– ¿Qué es el bien? -preguntó. La ventana que había detrás de Yokver ofrecía una magnífica vista de la casa del decano, cuyo dormitorio estaba tan iluminado como si estuviera ardiendo-. ¿Qué es el mal?
Arrugando el gesto, el profesor Yokver dijo:
– Casi habías llegado tú también.
Algunas veces no querrías hacer otra cosa que dejarte caer al suelo aferrándote con tus propios brazos y reírte hasta perder el conocimiento, despertar, y volver a hacerlo.
Los labios de Cal se fundieron en una tosca sonrisa.
– ¿Llegado, eh? -Supuso que era cierto, de una forma o de otra-. Lo admito. Hoy he aprendido mucho de ti.
– Sí, pero como la mayoría de los huérfanos reprimidos e inadaptados, caminas por la vida descartando todas las cosas profundas que descubres.
– Un golpe bajo, Yok.
El arma se movió con un gesto de desagrado. Puede que Yokver hablara en serio o puede que solo estuviera intentando algo, haciendo una jugada desesperada. Desde luego, el tío tenía una obscena necesidad de fantasear. Igual que Cal. No era de extrañar que se hubieran visto arrastrados a aquel duelo. Estaba escrito.
El Yok no llevaba sus gafas. No las necesitaba.
– Eras un candidato perfecto.
– Ya veo.
– Después te hubieran ofrecido un puesto en la universidad.
– ¿En calidad de qué?
– Profesor de humanidades. Como instructor.
– ¿Y lo fastidié?
– Sí, desgraciadamente.
Que Yokver siguiera así. Desplegando su plan maestro, sin darse cuenta de lo ridículo que parecía y sonaba. Podía quedarse allí todo el día, sacudiendo la cabeza y sonriendo, pero si quería llegar a alguna parte, al final tendría que participar en el diálogo.
– Supongo que ahora es cuando te sonrío y tú gritas: «estás loco».
– No necesariamente. -Yokver sacudió el arma y su coleta se balanceó-. Verás, pobre muchacho, llevas algún tiempo volviéndote loco. -Una carcajada escapó de uno de ellos-. Todos hemos pasado por el proceso.
– Uh hummm. ¿Proceso?
– El proceso de aprendizaje. El proceso creativo. La destrucción y el prometido ascenso.
Cal asintió.
– Oh, ese proceso.
– Habrías sido un profesor excelente. -El Yok se volvía más exuberante por momentos, sacudiendo el arma con un leve ademán pomposo, como si necesitara que Cal comprendiera los conceptos que su muerte ilustraría. Tuvo la impresión de que en cualquier momento se levantaría y empezaría a dar vueltas por la habitación como una bailarina, arrojando pétalos de rosa por todas partes.
– Mátame -dijo Cal-, pero, por el amor de Dios, no me obligues a escucharte. -Las estatuas de iconos literarios lo miraban desde todas partes. Un busto de Poe con un cuervo en el hombro, alguien que podía ser Nietzsche, o quizá Kafka, retratos enmarcados de Flannery O’Connor, Sylvia Plath, Charles Bukowski. Todos ellos parecían compartir su corrupción, su depravación. Cal habló con calma, sabiendo ya cómo iba a terminar todo-. Lo dices como si fuera aceptable lo que habéis hecho, utilizar estudiantes solo porque algunos de ellos están asustados o solos, o son débiles o simplemente jóvenes. O solo muy tontos, como yo. -No pasaba nada por reconocerlo ahora porque ya veía la luz-. El decano se aprovechó del miedo de Jodi a fracasar en los estudios. Eso no es un proceso creativo. Llámalo como lo que es: un chantaje. No hay nada brillante en eso. No sois más que un puñado de alcahuetes.
– No tanto.
El Yok sonrió y se lanzó hacia delante, como si pretendiera hacer otra demostración de la inexistencia del movimiento. Cayeron documentos al suelo y dos sujetalibros que formaban un busto de Shakespeare se balancearon al borde de la mesa.
Yokver había interpretado el papel tanto tiempo que se había convertido en parte de él. Probablemente ya no fuera capaz de distinguirse de lo que había creado, lo que había sido construido a su alrededor por la señora y el decano. En cualquier otro lugar, el Yok no habría sido otra cosa que un degenerado en una tienda de libros guarros, babeando sobre fotografías de chicas con pollas. Observando a las chicas de las cabinas, metiendo monedas de cuarto de dólar para poder disfrutar de treinta segundos más de espectáculo, hablando por el micrófono y diciéndoles que abrieran las piernas y que jugaran con un plátano de plástico. Aquí, en cambio, hacían buen uso de él. Una posición de respeto y autoridad desde la que podía estrujar cerebros hasta extraerles un zumo negro. Su eficiencia, al menos, era digna de respeto.
– Me equivoqué al pensar que eras un payaso -dijo Cal-. Ahora me doy cuenta de mi error.
Pero lo cierto es que Yokver seguía siendo un payaso, uno de esos payasos horribles que te persiguen en sueños. Todo el mundo sabe que por cada diez bromistas que hay en el mundo, hay un lunático escondido bajo la capa de pintura, esperando para hundirte el cuchillo de la carne en el ojo.
– Sí, demasiado tarde, me temo. Trágicamente, demasiado tarde. Tenía que pelarte las capas exteriores. Toda la piel muerta que llevabas encima.
– ¿Arrancarme las escamas de los ojos?
– Esa era la idea.
Cal apretó los labios y se miró.
– Para exponer a la luz lo que ahora hay ante ti.
– Bueno, el plan salió ligeramente mal. Eres mucho más neurótico de lo que nunca hubiera creído. -Se echó a reír pero Cal detectó su miedo en el sonido-. Verás, pobre muchacho, siempre estabas al borde del suicidio o de convertirte en un sociópata. Por desgracia, el juego reveló este defecto demasiado tarde.
A Cal no le importó la palabra juego. Era bastante apropiada, y ahora podía pensar su jugada con uno o dos movimientos de antelación.
– ¿De qué jaula de sicópatas os han sacado?
– Verás, pobre muchacho…
– Deja de llamarme eso. ¿Dónde está Fruggy Fred?
– No sé de quién estás hablando.
– No me mentirías ahora, ¿verdad?
– No, carecería de sentido.
– Entonces te haré una pregunta más sencilla.
– Mejor, estoy empezando a aburrirme.
No es cierto. Mira cómo traga saliva. Está tratando desesperadamente de parecer preparado, de llegar hasta el final, pero solo le importa el acto, no el propósito. Dentro de cinco minutos estará en el suelo llorando.
– ¿Cómo sabías que iba a venir esta noche?
– Me han informado de que no cumpliste con las expectativas de Clarissa y tu negativa a aceptar la… ah… -Una sonrisilla que empezó siendo baja y superficial y que se deslizó enroscándose hasta el extremo profundo. El arma bailó en su mano-… posición que se te ofrecía. Es lógico que un ser aberrante como tú tratara de acabar con todos sus demonios de un solo golpe.
Cal casi sintió ganas de hablar de demonios con él, sacar un cuaderno y numerarlos, obtener todos sus nombres. No pensó ni por un solo instante que Yokver se negara a responder todas sus preguntas.
– ¿Por qué mataste a Sylvia Campbell?
– Yo encontré a esa preciosa criatura, y le di la identidad por la que tú la evocas, que le permitió ingresar en la universidad.
– Qué amable.
– La introduje en nuestras filas.
Sin urgencia, Cal avanzó, y Yokver levantó el arma y le apuntó entre los ojos.
– ¿Eso es lo que hiciste? Explícamelo.
– ¿Para qué perder el tiempo? ¿Qué sentido tiene?
– Edúcame, profesor. Dime quiénes sois.
Pero ya lo sabía. No había razones para sorprenderse y se sentía como un tonto por haberse enojado alguna vez. Hay monjas violadas en la parte trasera de una furgoneta, profesores de gimnasia que se tiran a las animadoras debajo de las gradas, polis que roban bancos, niños de ocho años que estrangulan a bebés de dos… solo es cuestión de tiempo que aparezca un sitio y un lugar en el que te den un sobresaliente falso y luego te corten el cuello.
– Somos guías -dijo el Yok, y logró parecer sincero.
Las palabras de Fruggy Fred regresaron. Lo había sabido desde el principio. Cal dijo:
– Quien controla los sueños del mundo controla el mundo.
Las cejas de Yokver aletearon.
– Nunca te había tenido por poeta, Prentiss. A pesar de tus citas, nunca tuviste alma para el verso. Las palabras siempre salían de ti sin la menor sustancia. Todo apariencia y nada de valor. Pobre chico lisiado. Si no te hubieran puesto los cuernos, probablemente ahora mismo ni siquiera te importaría. Sabía que estaban yendo un paso demasiado lejos.
– Sí, como mínimo un paso.
– Qué pena.
El Yokver tenía también sus propias debilidades, tan claramente definidas ahora que Cal supo lo que tenía que buscar. Le habían hecho pedazos en el pasado y Cal escuchó el tintineo de los fragmentos en aquella sonrisa.
– Nunca has estado con ella, ¿verdad?
– ¿Con quién?
– Ya lo sabes.
– No, yo…
Cal no pudo seguir conteniéndose y finalmente soltó una risotada desde el fondo del estómago. Después de todo aquello, y el enfermo bastardo ni siquiera había llegado a mojar.
– Nunca has tenido a la señora. -Mira la reacción del Yok, mira cómo enseña los dientes, cómo se dibuja el dolor en sus ojos, cómo caen al suelo todas las máscaras, una detrás de otra como las capas de una cebolla-. Pobre Yok, nunca has sentido esos labios, nunca te has acunado en su calor.
Allí, en la ventana, detrás del profesor Yokver, maestro, dictador, guía, títere, creador de nuevas sensibilidades, y gusano inmundo que excava en el barro, llegó la señal que Caleb había estado esperando. Un contorno plateado, el aullido de un banshee y el canto de una sirena. La diosa de la luna arrojando piedras.
Todo eso y más cuando se apagó la luz del dormitorio del decano.
El final de la clase nocturna.
– Tú eres el que necesita una lección -dijo-. Circe te la enseñará.
– ¿Circe?
– Y la monja. Están aquí ahora.
Yokver temblaba violentamente. Los ojos de Caleb fueron sendas tumbas separadas cuando saltó y se desplazó en un mismo movimiento. Sus músculos se tensaron, el gabán se desplegó como unas alas, el rostro permaneció tan muerto como el de un cadáver. El tiro resonó como el crujido de una rama de árbol.
Caleb cogió uno de los sujetalibros de Shakespeare y se lo hundió a Yokver en la cabeza.
La casa negra, el viento que se levanta.
El conocimiento fluía por sus huesos mientras la oscuridad se apartaba y aparecían jirones de azul y amarillo en el cielo. Había llegado hasta el amanecer. Al menos había llegado hasta allí. Por alguna razón, lo consideraba un logro. Puede que su hermana estuviera orgullosa de que las ratas no lo hubieran destruido. Puede que estuviera aplaudiendo discretamente. La sangre siempre había estado con él, en él y sobre él. Fue capaz de desechar casi todos los pensamientos pero no las sensaciones, el martilleo del pulso, el vello erizado como unas cerdas. Una vez más estaba en la calle y observaba. Caleb como asesino.
No había nada que ver salvo la casa del decano, oscura y silenciosa, donde habían quedado sus trozos en el suelo.
Acarició la corbata y se pasó un dedo por el alfiler de la corbata. Se le encogió el estómago, y luego se le tensó, como le pasaba en los exámenes finales. No podía recobrar el aliento allí, en los minutos de color carbón que precedían al amanecer. Se sentía un poco embriagado y una calidez lo recorría. Rápidamente, caminó por la nieve hasta la parte trasera de la casa, rodeando la piazza hasta encontrarse de nuevo frente a las dobles puertas de cristal.
Nunca las cerraban. Por supuesto que no. Eso tendría demasiado de mentalidad de clase media y significaría que temían a los ladrones. Ellos siempre se sentían a salvo.
La puerta de cristal se abrió deslizándose sobre el riel. Caleb entró.
Podía oler sus propios vómitos en aquellos pasillos.
Junto con el zumo de tomate, zumo de naranja, mucho whisky y vermú. Las mesas y manteles del vestíbulo estaban llenas de vasos de vino y copas de champaña, vacíos. La criada tenía la noche libre. Ahora que los invitados se habían marchado y se habían llevado su sucia política, la habitación era más pintoresca que amenazante.
Dentro del aparador había media docena de figurillas de cristal mezcladas con las de Dresde. En su interior se ensortijaban los arco-iris que creaba la luz del sol al incidir sobre las estanterías. Los colores describían piruetas. Tocó una par de bailarinas con la yema de un dedo. Un amanecer rosado iluminaba la ventana. Había algo infantil e inocente en las figurillas, como si fueran los fragmentos que restaban de la infancia de la propia Clarissa. Las palabras resonaron en su mente: todos hemos pasado el proceso. Cal se frotó los ojos. Era imposible imaginarse a la Señora Decano con coletas, jugando con muñecas Barbie o saltando a la comba o haciendo algo que no estuviera perfectamente controlado y fuera impecable.
Al pensar en niños pequeños, una de las cuerdas de su corazón se puso tensa y sintió un instante de lástima. Jo y él nos solían hablar de niños. ¿Significaba que finalmente estaba ascendiendo; que pasaría esta prueba? ¿Al menos una? Los niños hidrocefálicos nunca se enfrentaban a pruebas como aquella, y sonreían mucho más.
Algo se movió sigilosamente tras él.
Cal se revolvió y lanzó un puñetazo salvaje en la dirección del sonido, confiando en hacer blanco en los alargados huesos del decano, machacar al cabrón de una vez y para siempre y hacerle pedazos de un solo golpe.
Falló y se extendió demasiado. Sintió un fuerte dolor en las costillas y el aire se le escapó de los pulmones. Unos dedos como hierros lo obligaron a volverse, lo sujetaron por debajo de los brazos y apretaron, levantándolo en vilo. Unos poderosos antebrazos se cerraron alrededor de su cuello. Continuó resistiéndose y fue empujado contra la vitrina. Las figurillas acabaron en el suelo hechas añicos.
Reuniendo todas sus fuerzas, levantó un pie y lanzó una patada hacia atrás que golpeó una rodilla.
– ¡Au!
¿Lo había conseguido? ¿Había golpeado al decano y había conseguido que el muy hijo de puta dijera algo al fin? Cal volvió a lanzar una patada y falló.
– ¿Quieres relajarte?
– Oh, no.
Era Willy, vestido con unos pantalones de chándal y nada más, con la mirada entornada y el pelo revuelto, como si acabara de despertar. Parecía fatigado como solo quedan los hombres después de una prolongada sesión de sexo. El resto de las piezas encajaron por sí solas: quién estaba allí, quién no, quién había caído ya y por qué. Willy no sabía una mierda.
Inclinándose y frotándose la rodilla, lanzó una mirada ceñuda a Cal y sacudió la cabeza.
– Tienes que estar de broma. ¿Qué demonios estás haciendo entrando de esa manera? ¿Sabes qué hora es? ¿Es que estás loco?
Sí, y había que estarlo para poder graduarse. ¿Es que todo el mundo que conozco forma parte de esto?
– Jesús, Dios, ¿qué estás haciendo aquí? -Ya conocía la respuesta pero tuvo que preguntarlo.
– Será mejor que te largues -dijo Willy-. Es una historia larga y absurda y no querrás que te la cuente ahora. Créeme, en serio. No debes estar aquí. Vete. Márchate ahora mismo, Cal, y te lo contaré por la mañana.
Caleb no pudo más que musitar:
– Willy. -No había cómo explicar todas las circunstancias de aquella noche, la diferencia entre el bien y el mal, si es que existía. Cal era ahora un asesino y no podía terminar de admitir que eso fuera algo malo. Willy parecía tan pueril e inocente, tratando de protegerlo, que un aullido animal de dolor se abrió paso por la garganta de Cal. No podía contarle a su amigo lo que sus años de universidad pretendían producir, especialmente ahora que ya lo habían hecho.
– ¿Clarissa?
Willy gruñó y puso los ojos en blanco.
– No, Julia Blanders, tío. Te hablaba de ella. Escucha, iba a suspender Inglés, aunque leyera Catcher in Your Eye. Ella me prometió una buena nota en escritura creativa, sabes, y además es todo subjetivo. Rose encontró la historia, con mi nombre. Sabe que no la escribí yo, sino un capullo novato; entonces fue cuando se puso histérica. Lo arreglaré todo con ella por la tarde, confía en mí.
– Escucha, tienes que escucharme…
Pero Willy no podía oírlo.
– Es curioso que no estuviera esta noche aquí, pero gracias a Dios no ha venido. Te vas a quedar alucinado. Verás, entonces, la mujer del decano, empieza a… es asombroso, escucha, te digo que… no deberías estar aquí… Tiré tu invitación; sabía que iba a ocurrir alguna mierda como esta…
Willy había tratado de aislarlo y la señora había venido a buscarlo al ver que Cal no quería bailar. Era culpa suya.
– Rose -dijo con voz entrecortada.
Podía verlo. Rose corriendo como una loca por el campus, gritando y sacudiendo los brazos salvajemente, entrando en la oficina de Julia y arrojando el falso trabajo de Willy sobre la mesa. No habría podido contener las preguntas, no con aquellas uñas dispuestas a arrancarle los ojos a alguien. Seguía pensando que Willy tenía una novia en clase, e interrogaría a Julia hasta descubrir que era con su profesora con quien estaba acostándose. No le sería difícil: Julia estaba ya introduciéndolos entre sus filas. Una bofetada: así era como se había hecho Julia aquel cardenal. Hay que ver cómo encaja todo cuando se te caen las escamas de los ojos. Rose no se habría detenido, no en su estado. Se la imaginó cogiendo una silla, un abrecartas. Julia corriendo por la habitación, las dos gritando… hasta que apareció seguridad.
Hasta que se presentó Rocky.
– Ay, vamos, tío -suplicó Willy-. No me mires con esos ojos de cordero degollado ni me des más lecciones, ¿quieres? Lo superará. Siempre lo ha hecho. Sé que está herida pero hay más cosas en esto. Y si no lo hace, puede que sea hora de separarse. Confía en mí, oye…
– Jodi. -El nombre ya no le resultaba familiar.
Willy cruzó sus tremendos brazos y suspiró. Su voz seguía siendo fuerte y resonante, controlada, casi como si estuviera divirtiéndolo la manera en que estaban desarrollándose los acontecimientos. Podía solazarse con ello, atesorar su nueva condición.
– Así que lo has averiguado todo, ¿eh? Ahora comprendes lo que está pasando, pero está bien. No te vuelvas loco, tío, no te enfades con ella. Ni conmigo. No es más que un poco de diversión. No es más que otro toma y daca, solo que… Ah, demonios, pueden aprobarme o suspenderme. Y tengo que graduarme. No quiero quedarme aquí eternamente, como tú.
– ¿Yo? -graznó Cal. Willy no sabía nada y al mismo tiempo lo sabía todo. Había comprendido desde el principio cuál era la auténtica clase, la auténtica prueba, pero la había fallado de todos modos: se preocupaba por el sexo pero no lo suficiente por su educación.
– Ahora estás dolido porque sabes que Jo ha estado follando por ahí, pero tienes que comprender que todo el mundo lo hace, más o menos, salvo puede que tú. Y tampoco estoy muy seguro de ti. Puede que solo seas más discreto.
– Escucha, Willy, tienes que…
Pero, ¿cómo decirlo para que le creyera? Las palabras no acudieron. Cal había frenado demasiado y ahora no era capaz de volver a ganar velocidad. La peste de Yokver seguía con él, encorvándolo. Trató de alargar el brazo hacia el hombro de Willy pero se sentía demasiado torpe, incapaz de moverse. Vio lo que Julia había escrito siempre en sus trabajos, torpe, en letras rojas que desgarraban sus páginas. Debía de saber que este momento acabaría por llegar.
– No es para ponerse así. Vete a casa. Tómate un vaso de leche. Duerme un poco. -Todos querían que se fuera a dormir-. Déjalo estar por esta noche y te prometo que mañana lo verás todo mucho mejor. No cargues contra ella. Ya sabes lo que significa la escuela de medicina para ella.
Willy estaba allí, con su físico impecable, seguro de sí, confiado en su sexualidad y poder. Cree que está viviendo la fantasía de ser un gigoló.
Cal susurró:
– No sabes en qué te has metido…
– ¿Yo? Eres tú el que…
– Sí, era él. Su ingenuidad e ineptitud había empujado a todos cuantos le rodeaban a los huesudos brazos del decano. Si hubiera tenido los ojos abiertos… Si hubiera escuchado a su hermana cuando estaba allí tendida, mojada y destruida, suicidándose.
Y ahora más sombras poblaban los oscuros pasillos que había tras él.
Cal se había equivocado al volver. Fruggy le había dicho que no volviera pero él lo había hecho. Habrían mantenido a Willy con vida porque ignoraba por completo los hechos, porque estaba demasiado concentrado en sus propios asuntos e intereses, pero ahora… Cristo, ahora harían su movimiento allí mismo, en la habitación. Todo el mundo empezaría a impacientarse con aquella espiral de acontecimientos y él podría ver por sí mismo lo que enseñaba realmente esa clase nocturna y descubriría por fin que Rose y Fruggy estaban muertos.
– ¡Lárgate de aquí! -gritó, empujando a Willy hacia las puertas de cristal. La forma musculosa de su amigo apenas se movió. Willy no sabía lo que había tras él. Se quedó allí, con una mueca confusa, pensando que Caleb estaba loco, claro, pero oh, esta vez, esta vez…
Willy murió con aquella expresión en la cara.
La fuerza de la bala lo lanzó contra la pared. Cal lo presenció en una espantosa secuencia de imágenes fijas, como si al final Yokver hubiera tenido razón, y no existiera esa cosa llamada movimiento… uno, dos, tres lánguidos disparos. El asesino se tomó su tiempo, formando un triángulo con ellos, mientras la sangre de Willy salía a presión de su pecho y salpicaba la cómoda. Sin embargo, permaneció en pie, con las piernas temblando. No iban a derribarlo con tanta facilidad.
Incapaz de concentrar la mirada, Willy miró de un lado a otro, luego otra vez al principio, y sus ojos se posaron sobre Cal. Trató de levantar la mano e introducir el dedo en uno de los agujeros pero no fue capaz de levantar el brazo lo suficiente. Cal quiso hacer lo mismo, levantar también sus manos sanguinolentas, colocarlas en las heridas de Willy, y dejar que su propia sangre fluyera por las venas de su amigo. Willy dio dos temblorosos pasos más, sus piernas empezaron a fallar y una débil sonrisa se pegó a sus labios mientras un chorro de sangre negra brotaba de su garganta.
Caleb alargó la mano hacia él. Lentamente. Todo era languidez y torpeza.
Sus puños continuaban sangrando y los agujeros de los clavos se abrían más todavía esta vez, la última vez. Podía ver las brillantes baldosas del suelo a través de sus palmas. Deseó más que ninguna otra cosa que hubiera algún dolor. Un grito escapó de su garganta y trató de sujetar a Willy al ver que finalmente caía, pero con toda esa sangre se le escapó de las manos. Se desplomó.
Su torso empezó a convulsionarse mientras Cal le acunaba la cabeza. Y luego nada.
Jodi dejó escapar un grito.
– Cierra tu sucia boca -le dijo la Señora Decano.
Caleb levantó la mirada.
Rocky ocupaba el centro de la habitación. Su uniforme de guardia de seguridad era del mismo color que sus ojos. No había allí ninguna expresión facial real. Era peor que la muerte y seguía sin estar satisfecho. Fruggy no estaba diciendo Yokver. Había estado suplicando Rocky.
Había otros tras él, desnudos o en pijama. Jo llevaba el osito de peluche que Cal le había regalado por su cumpleaños, pero ahora destrozado a dentelladas. Terrorífico. Clarissa solo con unas medias negras, magulladuras en la espalda y en el vientre también, heridas idénticas a las de Jodi. La carencia de carne del decano les salía cara. Y él estaba allí, con aquel aire de «Papá sabe lo que te conviene», bata de satén y zapatillas, por el amor de Dios. Lo único que le faltaba era la pipa y un perro llamado Fauntleray a su lado.
– Sufres estigmas histéricos -dijo la señora, asombrada y sonriente. Todavía parecía querer llevárselo a la cama. ¿Habría algo que pudiera borrar aquella expresión de su cara?-. Asombroso, has llevado tu complejo de mártir al extremo. -Su lengua resbaló sobre sus caninos y sus manos empezaron a acariciar sus muslos. Cal se dio cuenta de que le habría gustado que sangrara sobre ella-. Estás más loco de lo que nunca había creído.
– Lo mismo ha dicho Yokver -dijo Cal.
La señora se acercó hasta el cuerpo de Willy.
– Qué despilfarro. -Sus medias brillaban en la oscuridad. Su cabello era un túmulo de nudos, enmarañados por las manos de sus devotos-. Era un amante fabuloso.
Jodi había llorado hasta quedarse seca y tuvo la decencia de caer de rodillas y empezar a temblar como si estuviera a punto de perder el conocimiento. Esperaba que lo hiciera muy bien en la facultad de medicina. Esperaba que trabajara en los servicios sociales durante todas las noches de los siguientes cincuenta años para compensar las vidas perdidas.
Y lo peor era que en realidad no la culpaba: la vida en una cabaña con los niños retrasados y la madre alcohólica y la basura blanca de sus hermanos también lo hubiera arrastrado a él hasta quién sabe qué extremos. A Caleb ya no le quedaba nada que dar. Habló y descubrió con sorpresa que algo muy parecido a la voz de su padre salía de él:
– No había ninguna necesidad de esto.
Fue pueril pero honesto. Como su padre.
La Señora Decano avanzó cimbreándose, un cimbreo de verdad, con auténtico ritmo. Jodi no apartaba la mirada de ella. Puede que estuviera tomando notas, para poder practicar aquel balanceo de caderas mas adelante, cuando lo utilizara con los médicos.
– Su novia sospechaba. Es fascinante lo deprisa que las sospechas del subconsciente pueden salir a la superficie. En especial cuando uno se enfrenta a la posibilidad de perder a su amor frente a otro. Puede que no exista mayor dolor emocional.
– No lo hay.
– Tenían que ser eliminados, mi querido querubín, y de eso solo puedes darte las gracias a ti mismo. -Su voz tenía algo narcótico, melódico y suave, e incluso ahora disfrutaba escuchándola-. Según nos ha contado Jodi, cuando Rose llegó en aquel estado a su habitación, tú admitiste el adulterio de tu amigo. Si la hubieras aplacado con una mentira, es posible que hubiera vivido. En cambio, asumió acertadamente que Julia era su amante y decidió revisar ciertos archivos, con lo que descubrió las discrepancias en el sistema de calificaciones. Nos enseñó una lección.
– Bien.
– Lo único que hubiera hecho falta es que le ofrecieras el hombro para llorar un poco y unas palmaditas en la espalda.
– Sí -dijo Cal-. Ahora me doy cuenta. -Bajó la mirada hacia la sangre cada vez más escasa que brotaba del pecho de Willy, y la que caía de sus manos, incesante.
La señora se aferraba a su papel, tanto como había hecho el Yok. Cada gesto, el movimiento de una muñeca, la inclinación de la cabeza, perfectamente acompasado. Parecía estar buscando un director sentado en su silla, en alguna parte, dando órdenes. No había escapado de la academia. La academia la había moldeado y fundido para darle la forma que ahora tenía, incorporándola a sus muros de piedra y sus vacíos pasillos, sorbiéndole el tuétano como a todos los demás. Dentro de unos pocos años terminaría de doblegarla hasta que no quedara de ella más que huesos y piel fláccida. Lo comprendió sin el menor atisbo de duda y eso le proporcionó una pequeña satisfacción.
Ella preguntó:
– ¿Y el profesor Yokver?
– Está en un lugar mejor.
Aquello pareció intrigarla genuinamente y esbozó una sonrisa tan amplia que Cal pudo ver la película que cubría su lengua.
– Tienes una auténtica vena asesina, mi querubín.
– Y que lo digas -respondió. Jodi soltó un sollozo y el decano la abofeteó con fuerza. Ya no tenía que preocuparse de no dejarle marcas.
– ¿No quieres preguntar por tu gordo amigo?
– Ya sé por qué tenía que morir.
Rocky volvió a enfundar la pistola, sabiendo que no escaparía. Se había engañado a sí mismo al pensar que existía la oportunidad de huir. El hecho desnudo era que no quería irse. Rocky se pasó un dedo por el cabello ralo.
– He tenido que dejarlo en la emisora. Estaba demasiado gordo para moverlo.
Puede que Toro encontrara el cadáver y finalmente se decidiera a actuar. Se había dado cuenta de que Rocky estaba metido en algo sucio pero no sabía de qué se trataba. O si lo sabía, no quería creerlo.
Otra prolongada pausa, y una carga eléctrica pasó entre Clarissa y el decano. Por primera vez, Caleb entrevió un atisbo de auténtico respeto entre ambos.
– Porque era absolutamente brillante -dijo la dama, sin ningún sarcasmo en la voz-. Comprendió lo que nadie había sido capaz de comprender. Sabía dónde estaba el auténtico poder y luchó contra él con la resistencia más apacible y pasiva imaginable. Era un adversario demasiado fuerte como para dejarlo con vida.
– No se ha marchado. Sigue aquí. Junto con Circe y mi hermana. No podréis libraros de ellos.
Puede que ella pensara que había terminado de perder la cabeza y no le prestara atención. Continuó con su discurso, disfrutando del desenlace.
– Y de este modo podremos disponer de todos ellos: en un accidente de coche, quizá. El fuego hace maravillas erradicando pruebas, heridas de bala incluidas. No hará falta hacer autopsia. No serán mas que un grupo de amigos que salieron en una noche de invierno.
– Todo resuelto, entonces.
– No es perfecto, pero sí lo bastante perfecto.
– ¿Y por qué me lo cuentas?
– Porque todavía tienes la oportunidad de salvarte.
La barbilla de Cal se levantó bruscamente al oírlo. Quería gritar y no quería gritar. Había una frenética desazón revoloteando por su vientre, tratando de liberarse. Si cedía a ella, acabaría tirado en el suelo, donde lo matarían a patadas. Dijo:
– No, no la tengo. Pero, de todos modos, dime quién era Sylvia Campbell.
Extrañamente, Clarissa respondió sin preámbulos.
– Una prostituta. -Debió de hacer algún ruido, porque ella preguntó-. ¿Te cuesta creerlo?
– En realidad no.
– El profesor Yokver era bastante propenso a sucumbir a los impulsos primarios pero el desagradable hombrecillo siempre prefería pagar por estos servicios. Tenía todo un catálogo de neurosis. -Movió los dedos como si fueran polillas-. No era mas que una zorra que quería salir del arroyo. -La cara de Jodi cobró un tono más ceniciento aún-. Él le ofreció la oportunidad. Estaba bastante acostumbrada a pagar favores con sexo y a cumplir con todos los papeles que él le asignaba.
Cal no quería pensar en ello. Circe con coletas y medias hasta las rodillas, llamando al Yok papi, y al día siguiente vestida como la Pequeña Lulú-. Una chica asombrosamente triste para su edad. Puede que tanto como tú.
– Puede.
– Cuando comprendió que la relación se extendería y evolucionaría, trató de librarse de sus estudios. De sus deberes.
– Putos cabrones, nunca bajáis del escenario, ¿verdad?
Clarissa había acariciado sus arrugas, como si estuviera tratando de dejar su contacto en todas sus marcas, y se volvió a la omnisciente audiencia de la universidad.
– ¿Quién iba a pensar que una zorra normal y corriente tendría tanta integridad? -Una risa áspera llenó la habitación.
Cal respondió a sus muchos fantasmas.
– Estoy orgulloso de vosotros. -Y lo estaba. Eran ellos quienes le habían enseñado algo sobre la vida y la muerte, sobre la voluntad de luchar contra tu frágil destino, sobre coger las cosas con tus propias y sanguinolentas manos.
– Nuestro querido Yokver se puso tan sentimental con su pérdida que hasta se negó a encargarse de sus pertenencias. Eso fue un grave error.
– ¿Por qué la pusisteis en mi cuarto?
Un encogimiento de hombros que sacudió sus senos perfectos.
– Considéralo un experimento sobre comportamiento. Quería ver cómo reaccionabas, averiguar si se podía confiar en ti y abrirte nuestro círculo.
– ¿Y?
Ella se le acercó y le pasó el dedo índice por los labios, le tiró de las comisuras y lo introdujo en su boca. Sacó el dedo y lo lamió como si fuera un polo.
– No lo sé.
Cal esperaba que Jodi lo amara al menos un poco. Como si siempre hubiera esperado su traición, la miró con una sonrisa y con cierto perdón, todo lo que le podía ofrecer ya. No le sorprendía que no le hubieran dado todavía su calificación en la clase nocturna. Todo dependía del examen final. El decano se echó a reír con malicia, alargó su esquelética y fina mano, asió a Jodi por un brazo y la arrastró violentamente hacia él. Era importante que lo viera, y aprendiera algo de la prueba, fuera el que fuese el resultado. Ella volvió a caer de rodillas y sus brazos temblorosos se extendieron débilmente hacia Cal. El decano sacó algo del bolsillo de su túnica. Un destello de luz del amanecer se reflejó sobre algo metálico. Cal no sabía si era un cuchillo o una pistola, una navaja, unas tijeras, una pluma o una medalla. Se irguió y sintió el crujido de los fragmentos de cristal bajo sus pies.
Mientras el sonriente decano se le aproximaba, un cadáver acercándosele, Cal se preguntó si Melissa Lea encontraría su tesis en el fondo del cajón de su escritorio y seguiría el rastro de la verdad sobre la muerte de Circe. Solo esperaba que siguiera soñando. Le hubiera gustado saber lo que habían utilizado para sacrificar a Sylvia Campbell: una navaja suiza o un tajador de carne, un escalpelo o un picador de hielo. Las sonrisas de los presentes cobraron forma en el alba. Circe y la monja volaban entre ellos, sacudiendo frenéticamente sus cortadas manos, tratando de llamar su atención. Puede que fuera el momento de una última lección. Clarissa parecía disponerse a besarlo, a bailar con él y a continuar con su aprendizaje. No sabía si había pasado el examen final. Cal no era capaz de leer nada en su rostro. El decano seguía sonriendo y acercándose lentamente, acaso para darle la bienvenida a la comunidad o acaso para apuñalarlo con mayor comodidad. En el exterior, habría una furgoneta verde esperándolo.
Sin importarle demasiado si sobrevivía al siguiente instante o no, si se había unido a su círculo o había suspendido la clase nocturna -mientras las navajas de su educación continuaban colocándose en su lugar- Caleb comprendió que fuera aquello vida o muerte, bien o mal, había, a despecho de todo lo demás, completado el curso.