Primera parte. Julio

CAPÍTULO 1

El padre Azetti se sentía tentado.

De pie, en la escalinata de la parroquia, acarició nerviosamente el rosario con los dedos. Al otro lado de la plaza estaba su trattoria favorita. Miró la hora. Eran las dos menos veinte y estaba muerto de hambre.

Supuestamente, la iglesia debía permanecer abierta de ocho a dos y, de nuevo, de cinco a ocho. Al menos, eso decía el cartel de la puerta, y el padre Azetti tenía que reconocer que el cartel tenía cierta autoridad. Llevaba ahí colgado casi cien años. Aun así…

La trattoria estaba en la via della Felice; un nombre grandioso para un pequeño callejón adoquinado que se alejaba serpenteando de la plaza hasta morir en el muro de piedra que definía los límites del pueblo.

Montecastello di Peglia, uno de los pueblos más remotos y bellos de toda Italia, se erguía sobre un promontorio de rocas, a trescientos metros de altura sobre la llanura de Umbría. Su orgullo era la piazza di San Fortunato, donde una pequeña fuente borboteaba a la sombra de la única iglesia del pueblo. Silenciosa y envuelta por el aroma de los pinos, la pequeña plaza era lugar de encuentro de amantes y estudiantes de arte que acudían a ella por las espléndidas vistas que ofrecía de la llanura. A sus pies se extendía un mosaico de cultivos, el corazón de la Italia rural, donde los campos de girasoles temblaban bajo el efecto del calor.

Pero ahora los amantes y los estudiantes estaban comiendo.

Un lujo que el padre Azetti todavía no podía permitirse. Una suave brisa le llevó el olor a pan recién horneado, carne a la parrilla, limón y aceite de oliva. Era una tortura.

Pero no tenía más remedio que desoír las quejas de su estómago. Por encima de todo, Montecastello era un pueblo. Ni siquiera tenía un hotel, tan sólo una pequeña pensión regentada por una pareja de ingleses. El padre Azetti llevaba menos de diez años en el pueblo. Era un forastero; para la gente del pueblo siempre lo sería. Y, como forastero, era el blanco de las habladurías de sus vecinos, sobre todo los más viejos, que controlaban cada uno de sus movimientos, siempre vigilantes, y ensalzaban continuamente las virtudes de su predecesor, «el cura bueno». ¿Azetti? Azetti era «el cura nuevo». Si al padre Azetti se le ocurriera cerrar la iglesia un solo minuto antes de tiempo durante las horas de confesión se armaría un escándalo en Montecastello.

Con un suspiro, el párroco le dio la espalda a la plaza y volvió a adentrarse en la penumbra de la iglesia. Construida en una época en la que el cristal era un lujo, la iglesia estaba condenada a las sombras perpetuas desde el mismo momento de su edificación. Al margen del débil resplandor de las bombillas de los candelabros y de una hilera de velas que se consumía en la nave central, la única iluminación de la estructura procedía de las estrechas ventanas que se abrían en lo alto de uno de los muros laterales. Aun siendo pequeñas y escasas, las ventanas conseguían un efecto de gran dramatismo cuando, en algunas ocasiones, como ésta, transformaban el sol de la tarde en haces de luz que descendían hasta el suelo de la iglesia. Al pasar junto a uno de los retablos de madera de caoba que marcaban las estaciones del vía crucis, el padre Azetti observó con una sonrisa al penitente que lo esperaba en una de esas lagunas de resplandor natural. Se adentró en la luz, gozando del efecto visual de los haces sobre su figura. Vaciló un momento, imaginándose cómo se vería la escena a través de los ojos de otra persona. Después entró en el confesionario, avergonzado de su propio narcisismo, y corrió la cortina. Se sentó en la oscuridad y esperó.

El viejo confesionario de madera estaba dividido por un tabique con una celosía que se podía tapar corriendo un panel. Debajo de la celosía sobresalía un pequeño estante. El padre Azetti tenía la costumbre de apoyar las puntas de los dedos en este estrecho saliente mientras inclinaba la cabeza para oír la confesión susurrada. Un hábito que claramente compartían muchos de sus predecesores, pues el pequeño estante estaba gastado por siglos de manos pías frotando la madera.

El padre Azetti suspiró, se acercó el dorso de la mano a los ojos y miró la esfera luminosa de su muñeca. Faltaban nueve minutos para las dos.

Cuando no se había perdido el desayuno, el párroco disfrutaba de las horas que pasaba en el confesionario. Como un músico que interpreta a Bach, se escuchaba a sí mismo y oía a sus predecesores en cada cambio de tonalidad. El confesionario resonaba con viejos latidos de corazón, secretos susurrados y absoluciones pasadas. Sus paredes habían escuchado un millón de pecados o, como solía decir el padre Azetti, una docena de pecados cometidos un millón de veces.

Los pensamientos del párroco fueron interrumpidos por un ruido familiar al otro lado del confesionario: el sonido de la cortina al abrirse seguido de la queja de un hombre mayor al arrodillarse. El padre Azetti respiró hondo y corrió el panel de madera.

– Bendígame, padre, porque he pecado…

No podía ver la cara del hombre, pero la voz le resultaba familiar. Era la voz del ciudadano más distinguido de Montecastello, el doctor Ignazio Baresi. En algunos aspectos, el doctor Baresi se parecía a él: era un forastero cosmopolita trasplantado a la asfixiante belleza de un pueblo de provincias. Inevitablemente, ambos hombres eran objeto de las habladurías del resto del pueblo e, inevitablemente, se habían hecho amigos. O, si no amigos, al menos aliados, que era todo lo que permitía su diferencia de edad e intereses. La verdad era que tenían poco en común, quitando una excelente educación. El médico era un septuagenario con las paredes de su casa cubiertas de diplomas y certificados que atestiguaban sus logros en la ciencia y la medicina. El cura era menos ilustre: un sacerdote de mediana edad que había sido apartado de los entresijos de la política vaticana.

Las tardes de los viernes solían sentarse en la plaza, delante del café Central, a jugar al ajedrez mientras se bebían un par de vasos de vino. Sus conversaciones eran frugales y carecían de cualquier tipo de intimidad. Un comentario sobre el tiempo, un brindis por la salud mutua y entonces: jaque al rey. Así, después de más de un año de comentarios banales y alguna reminiscencia aislada, sólo sabían un par de cosas el uno del otro, pero eso parecía bastarles.

Últimamente sus encuentros habían sido escasos. El párroco sabía que el médico había estado enfermo, pero no se había dado cuenta de hasta qué punto. Su voz sonaba tan débil que el padre Azetti tuvo que apretar la sien contra la celosía para poder oírlo.

Y no es que el párroco sintiera especial curiosidad. Al igual que con todas las demás personas que acudían a confesarse a su parroquia, Azetti apenas escuchó lo que decía. Después de diez años en Montecastello, se sabía de memoria las debilidades de todos sus feligreses. A sus setenta y cuatro años, el médico podría haber tomado el nombre de Dios en vano o quizá se hubiera mostrado poco caritativo. Antes de enfermar, puede que hubiera deseado a una mujer, incluso podría haber cometido adulterio, pero todo eso había quedado atrás para este pobre hombre, que cada día parecía más débil.

De hecho, en el pueblo se esperaba su fallecimiento con una ávida expectación de la que ni siquiera el padre Azetti estaba libre. Después de todo, il dottore era un hombre rico, pío y soltero. Y ya se había mostrado generoso en más de una ocasión con el pueblo y con la parroquia. Desde luego, pensó el padre Azetti, el médico…

«¿Qué?»

El párroco concentró toda su atención en la temblorosa voz del médico. Había estado divagando, justificándose, como suele hacer la gente antes de confesarse, evitando el pecado para hacer hincapié en sus intenciones, que, como siempre, eran dignas de alabanza. Había mencionado algo sobre el orgullo, sobre el orgullo que lo había cegado, y, además, estaba lo de su enfermedad y la toma de conciencia de su carácter mortal. Se había dado cuenta de lo erróneo de su comportamiento. No había nada sorprendente en eso, pensó Azetti; la perspectiva de la muerte siempre volvía más nítidas las prioridades de cada uno, sobre todo las prioridades de carácter moral. El padre Azetti estaba pensando en eso cuando el médico por fin confesó su pecado.

El párroco no pudo evitar interrumpirlo.

– ¿Qué?

Con un tono de voz apremiante, el doctor Baresi repitió lo que había dicho. Después empezó a entrar en detalles, para evitar cualquier posible confusión sobre lo que estaba diciendo. Mientras escuchaba los terribles pormenores, el padre Azetti sintió cómo el corazón le daba un vuelco. Lo que este hombre había hecho, el pecado que había cometido, era el mayor pecado que ningún hombre pudiera imaginar; un pecado tan profundo y definitivo que tal vez ni el mismísimo cielo volviera a ser igual. ¿Acaso era posible?

El médico permaneció en silencio, respirando ahogadamente mientras esperaba la absolución de su amigo, de su aliado.

Pero el padre Azetti era incapaz de hablar. No podía pronunciar ni una sola palabra. Ni siquiera podía pensar. No podía ni respirar. Era como si lo hubieran arrojado a un frío río de montaña. Todo lo que podía hacer era jadear. Parecía que tenía la boca hecha de madera, de madera seca.

El médico también parecía haberse quedado mudo. Intentó hablar, pero sólo consiguió abrir la boca. Se aclaró la garganta con un sonido estrangulado que parecía salir de lo más profundo de su pecho y que finalmente estalló con tal fuerza que hizo que se estremeciera el confesionario. Por un momento, el párroco temió que el hombre fuera a morirse ahí mismo. Pero, en vez de eso, oyó cómo el médico corría la cortina y salía del confesionario.

El padre Azetti permaneció donde estaba, clavado en el sitio, como un testigo de un accidente mortal. En un gesto automático, su mano derecha dibujó la señal de la cruz. Se levantó, corrió la cortina y salió a una laguna de luz.

Por un momento, fue como si el mundo se hubiera evaporado. Sólo había polvo, ascendiendo hacia el cielo en una columna de luz amarillenta. Poco a poco, sus ojos se adaptaron a la luz, hasta que vio la frágil figura del médico alejándose por el pasillo con paso inseguro. Su blanca cabeza se balanceaba en la penumbra como la de un fantasma, mientras avanzaba hacia la puerta golpeando rítmicamente las baldosas del suelo con su bastón. El párroco dio un paso hacia él, después otro.

Dottore ¡Por favor! -La voz del padre Azetti resonó en la iglesia. Al oírla, el médico vaciló un instante. Se volvió lentamente hacia el párroco, pero el padre Azetti no vio arrepentimiento en su gesto. El médico iba montado en un tren hacia el infierno y lo que irradiaba su cuerpo, como si fuera una aureola alrededor de la luna, era pánico.

Y desapareció detrás de la puerta.

CAPITULO 2

El padre Azetti escribió «Chiuso» en un trozo de cartón para que todos supieran que la iglesia estaba cerrada. Después clavó la nota en la puerta, cerró con llave y se marchó a Roma.

La voz del médico resonaba como un claxon en su cabeza, ahora baja, ahora más alta, ahora casi inaudible. Era como si en su alma se hubiera declarado el estado de emergencia; la confesión le llegaba una y otra vez, desde todos los ángulos. La voz susurrante y desesperada de Baresi era como una infección que se hubiera apoderado de él. En su interior, lo asaltaban una y otra vez las mismas palabras: «Tienes que hacer algo. ¡Lo que sea!» Y eso estaba haciendo. Iba a Roma. En Roma sabrían qué hacer.

Le pidió al marido de la mujer que limpiaba sus habitaciones que lo llevara al cercano pueblo de Todi, bastante más grande que Montecastello. Una vez en el coche, se sintió mejor; el bálsamo de la actividad mitigaba su ansiedad. Ya estaba de camino.

El conductor era un hombre grande y bullicioso que, como la posición del padre Azetti le permitía saber, tenía tendencia a abusar de las partidas de naipes y de la grappa. Hacía años que no trabajaba en nada y, para no poner en peligro los ingresos de su mujer, se mostraba excesivamente solícito, disculpándose continuamente por la pobre suspensión del coche, por el calor, el estado de las carreteras y el comportamiento enloquecido de los demás conductores. Cada vez que frenaba de golpe, extendía un antebrazo protector delante del párroco, como si el padre Azetti fuera un niño pequeño que no sabía lo suficiente sobre las leyes físicas como para sujetarse.

Cuando finalmente llegaron a la estación de tren, el hombre se bajó de un salto y rodeó el coche a toda prisa. La puerta del viejo Fiat, que había quedado abollada en alguna vieja colisión, se abrió con un gemido lastimero. Fuera del coche, el aire apenas era más fresco; un hilo de sudor descendió lentamente por la espalda del párroco. Mientras escoltaba a Azetti hasta la ventanilla donde se dispensaban los billetes, el conductor lo bombardeó con preguntas. ¿Quería que se encargara él de comprar el billete? ¿Quería que esperara en la estación hasta que llegara el tren? ¿Estaba seguro el párroco de que no quería que lo llevara a la estación central de Perugia? El párroco rechazó todas las ofertas: «No, no, no, no, no, no. Grazie, grazie!» Hasta que, por fin, el hombre se marchó con una inclinación de cabeza y un inconfundible gesto de alivio.

El padre Azetti tendría que esperar al menos una hora antes de coger el tren a Perugia. En Perugia cogería un autobús hasta la otra estación y esperaría otra hora antes de coger el tren a Roma. Mientras tanto, se sentó en un pequeño banco fuera de la estación de Todi. El aire era pesado y polvoriento, y los negros hábitos de su orden atraían los rayos del sol.

El padre Azetti era jesuita, un miembro de la Compañía de Jesús. A pesar del calor, no relajó los hombros ni dejó caer la cabeza. Permaneció sentado completamente recto, con una postura perfecta.

De haber sido un vulgar sacerdote de una pequeña parroquia de un pueblo de Umbría, la confesión del doctor Baresi probablemente no habría trascendido. De hecho, de haber sido un sacerdote cualquiera, el padre Azetti no habría comprendido la importancia de la confesión del doctor, y menos todavía sus implicaciones. Y, de haberlo hecho, no habría sabido qué hacer con la información ni a quién acudir con ella.

Pero Giulio Azetti no era un sacerdote cualquiera.

Había un término bastante popular en el mundo secular para los extraños giros del destino: sincronía. Pero, para una persona religiosa, la sincronía era un concepto inaceptable, incluso demoníaco. El padre Azetti veía cualquier cadena de incidentes como algo unido por una mano invisible, como una cuestión de voluntad, no de azar. Mirándolo así, su presencia en ese confesionario en concreto, escuchando esa confesión en concreto, se debía a la voluntad divina. Pensó en la manera popular de expresarlo: «Los caminos del Señor son inescrutables.»

Sentado en el andén, el padre Azetti meditó sobre las dimensiones del pecado que había oído en confesión. Dicho simplemente, era una abominación, un crimen que no iba sólo contra la Iglesia, sino contra el universo entero. Ofendía el orden natural de las cosas y contenía en sí mismo el final de la Iglesia; pero no sólo el de la Iglesia.

La oración era un escudo, así que intentó rezar, intentó usar la oración como una pantalla, pero era inútil. La voz del doctor Baresi calaba a través de sus rezos y ni siquiera la señal de la cruz conseguía alejarla.

El párroco movió la cabeza y posó la mirada en las malas hierbas que crecían llenas de polvo entre las grietas de hormigón de las vías del tren. Igual que las semillas que habían caído en esas grietas albergaban en su esencia la promesa de esta vegetación destructiva, de no tomarse medidas, el pecado confesado por el doctor albergaba en su esencia… ¿Qué albergaba?

¿El fin del mundo?

El calor de julio era tan intenso que las vías del tren y los edificios que se alzaban detrás de ellas parecían estremecerse, confundiéndose con el aire. Debajo de sus hábitos, el párroco estaba bañado en una fina capa de sudor.

Se secó la frente con la manga y empezó a ensayar lo que iba a decir al llegar a Roma; suponiendo, claro está, que el cardenal Orsini tuviera a bien recibirlo.

«Es un asunto de la mayor importancia, eminencia…»

«He tenido noticias de una grave amenaza contra la fe…»

Ya encontraría las palabras. Lo más difícil iba a ser eludir la burocracia eclesiástica. Intentó imaginarse las circunstancias en las que el cardenal, un dominico, aceptaría recibirlo. Sin duda, Orsini reconocería su nombre y, al acordarse de él, comprendería que su solicitud de audiencia no era una frivolidad. O puede que la familiaridad se volviera en su contra. Tal vez el cardenal pensara que estaba allí para defender su propio caso, que quería volver a Roma después de su largo exilio en Umbría.

El padre Azetti cerró los ojos. Ya encontraría una manera. Tenía que encontrar una manera.

Y, entonces, el suelo empezó a vibrar y un sordo zumbido ascendió a través de las suelas de sus brillantes zapatos negros. No muy lejos, una niña con sandalias rosas de plástico empezó a dar pequeños saltos. El padre Azetti se levantó. El tren estaba llegando.

CAPÍTULO 3

El tren que iba de Perugia a Roma era un viejo locale con asientos tapizados y fotos del lago de Como. Apestaba a colillas y paraba prácticamente en todas las estaciones. Extenuado por el hambre, pues todavía no había comido, y el tedio del tren, el padre Azetti se recostó en su asiento con la mirada fija en el crepúsculo. Poco a poco, el paisaje se fue haciendo más urbano, menos interesante, hasta ceder finalmente ante los lúgubres suburbios industriales de la capital de Italia. Al llegar a la estación, el tren se detuvo con un estremecimiento, los frenos de disco suspiraron con alivio, las puertas se abrieron de golpe y los pasajeros inundaron el andén.

El padre Azetti buscó un teléfono y llamó a monseñor Cardone a Todi. Pidió perdón por su ausencia. Había ido a Roma por un asunto de gran importancia.

¡Roma!

Esperaba estar de vuelta en un día o dos, pero quizá tardara un poco más. En ese caso, alguien tendría que ocuparse de sus labores en Montecastello. Monseñor Cardone estaba tan asombrado que sólo emitió una última queja airada antes de que Azetti se disculpase por última vez y colgara.

Como no tenía dinero para pagar una habitación de hotel, el sacerdote pasó la noche tumbado en un banco de la estación. Por la mañana se aseó en el servicio de caballeros y fue a buscar una cafetería. Encontró una justo enfrente de la estación, se bebió un café solo y devoró un bollo que se parecía a un croissant, pero que no lo era. Con el hambre saciada, volvió a entrar en la estación y buscó la gran M roja que indicaba la entrada del metro. El destino del padre Azetti era una ciudad-Estado situada en pleno corazón de Roma: el Vaticano.

«Esto no va a ser fácil -pensó, -nada fácil.»

Como en cualquier Estado independiente, los asuntos del Vaticano son administrados por un aparato burocrático, en este caso por la Curia, cuya misión consiste en dirigir el inmenso organismo que todavía se conoce como el Sacro Imperio Romano. Además de la Secretaría de Estado, que se ocupa de los asuntos diplomáticos de la Iglesia, la Curia está formada por otras nueve «congregaciones» sacras. Cada una de ellas es equiparable a un ministerio y se encarga de una faceta u otra de los asuntos de la Iglesia.

La más importante de todas es la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, que hasta 1965 se conocía como la Congregación para la Sagrada Inquisición del Error Herético. Con más de cuatrocientos cincuenta años de vida a sus espaldas, la Inquisición sigue ocupando un lugar central en los asuntos cotidianos de la Iglesia, aunque ya nadie la llame así.

Además de supervisar los planes de estudios de los colegios católicos a lo largo y ancho del mundo, la CDF, como se conoce popularmente, sigue investigando casos de herejía, juzgando amenazas contra la fe, disciplinando a sacerdotes y excomulgando a pecadores. En algunos casos excepcionales, parte de la congregación puede ser llamada a realizar exorcismos, a luchar cuerpo a cuerpo contra Satanás, o a tomar medidas especiales en caso de producirse una amenaza contra la sagrada fe.

Y el asunto por el que el padre Azetti había viajado a Roma estaba relacionado directamente con estas últimas responsabilidades.

El máximo responsable de la CDF era Stefano Orsini, el cardenal Orsini, que veinticinco años antes había compartido estudios con Azetti en la Universidad Gregoriana del Vaticano. Ahora, Orsini era un príncipe de la fe, el líder de una congregación vaticana que incluía a otros nueve cardenales menores, a doce obispos y a treinta y cinco sacerdotes; todos ellos académicos de primera fila.

Las dependencias del cardenal estaban a la sombra de la basílica de San Pedro, en el palacio del Santo Oficio; un edificio que Azetti conocía muy bien. Había pasado sus primeros años de sacerdocio rodeado de libros y manuscritos en una pequeña habitación, brillantemente iluminada, del segundo piso. Pero hacía mucho tiempo de aquello y, mientras subía la escalera que llevaba al tercer piso, el corazón le latía con fuerza.

No era por el esfuerzo físico, era por los peldaños, por la manera en la que el mármol se hundía desgastado en el centro después de tantos siglos de pisadas. Al ver la erosión de la piedra, al pensar que casi habían pasado veinte años desde la última vez que había subido esa escalera, se dio cuenta de que su vida se estaba consumiendo, de que ya llevaba haciéndolo mucho tiempo. Como los escalones, él también estaba empezando a desaparecer.

La idea hizo que se detuviera. Se quedó quieto en el rellano de las escaleras, agarrando la barandilla con tanta fuerza que los nudillos se le quedaron blancos. Un sentimiento parecido a la nostalgia se apoderó de él, pero no era nostalgia, era algo… más profundo, una sensación de pérdida que le produjo una punzada en la garganta. Lentamente, reemprendió su ascenso y, al hacerlo, penetró más y más profundamente en su propia melancolía.

Ahora era un forastero, alguien que iba de visita a la mansión de su Padre, y su intimidad con los detalles del edificio -la textura de la pintura, el cobre aterciopelado de la barandilla, la manera que tenía la luz de descender en rectángulos oblicuos sobre el suelo de mármol -le partía el corazón.

Siempre había pensado que pasaría la mayor parte de su vida entre las paredes del Vaticano: en la biblioteca, dando clases en una de las universidades de la Iglesia, en este mismo edificio. Había sido lo suficientemente ambicioso para pensar que algún día incluso podría llevar una birreta roja de cardenal.

Pero, en vez de eso, se había pasado la última década predicando a los fieles en Montecastello, donde su «rebaño» estaba formado por tenderos, campesinos y modestos comerciantes. Era un pensamiento poco caritativo, pero no podía evitarlo: ¿qué hacía un hombre como él en un sitio como ése?

Tenía un doctorado en derecho canónico y conocía a la perfección las maneras del Vaticano. Había trabajado durante años en la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe y, después, en la Secretaría de Estado. Había hecho su trabajo admirablemente, inteligentemente, con compasión y eficacia. Algo que lo había llevado a ser considerado como un valor en alza. Durante el tradicional período de maduración en el extranjero había trabajado como subsecretario del nuncio apostólico, primero en México y después en Argentina. Nadie dudaba que algún día él también sería un embajador del papa.

Pero eso nunca llegó a ocurrir. Perdió el favor de la Curia al participar en las manifestaciones contra el brutal régimen militar de Buenos Aires. Azetti le exigió al gobierno argentino que le notificara el paradero de ciudadanos desaparecidos y concedió entrevistas a periodistas extranjeros; entrevistas tan incendiarias que, en dos ocasiones, provocaron el intercambio de notas diplomáticas.

Con la llegada del papa Juan Pablo II estaba claro que el Vaticano no iba a seguir tolerando el activismo político de curas como Azetti. El nuevo papa era un dominico, un polaco conservador de la época de la Guerra Fría que veía la justicia social como una misión de carácter más secular que religioso.

Los dominicos y los jesuitas casi siempre han perseguido objetivos distintos. Así que a nadie le sorprendió que la Compañía de Jesús cayera bajo sospecha. La orden entera fue amonestada por prestarle más atención a las cuestiones políticas que a servir a la Iglesia, algo que a ojos del nuevo papa representaba una clara falta de equilibrio.

Aunque el cuarto voto de los jesuitas es la obediencia al papa, el padre Azetti no podía compartir esa visión. ¿Cómo podía ser sacerdote y no defender a los pobres? En una conversación de carácter privado con un periodista norteamericano, Azetti dijo que Juan Pablo II no se oponía al activismo político en sí, sino a determinados tipos de activismo. Podría haberlo dejado ahí, pero, para que no quedara ninguna duda sobre lo que pensaba, añadió: «Se fomentan actividades anticomunistas, pero no se toleran denuncias contra regímenes fascistas, sin importar que puedan torturar y asesinar a miles de personas.»

Dos días después, sus comentarios aparecieron publicados, más o menos literalmente, en la Christian Science Monitor. El artículo iba acompañado por una foto de Azetti a la cabeza de una manifestación en la plaza de Mayo. Debajo de la foto figuraba su nombre y la pregunta: ¿cisma?

Dadas las circunstancias, Azetti tuvo suerte de no ser excomulgado. Fue llamado al Vaticano y desposeído de su rango a todos los efectos. Como ejercicio de humildad, fue enviado a una parroquia tan pequeña y remota que nadie sabía decirle dónde estaba exactamente. Unos decían que estaba cerca de Orvieto. O puede que de Gubbio. Desde luego, estaba en Umbría, pero ¿dónde? Finalmente encontró el pueblo con la ayuda de un mapa del ejército; era una cabeza de alfiler justo al norte de Todi. Desde entonces, no se había movido de Montecastello, y su prometedora carrera había quedado reducida a las labores de un cura de parroquia.

Pero de eso hacía mucho tiempo.

El padre Azetti entró en la antecámara que tan bien recordaba. Era una habitación sencilla, con dos bancos de madera, un viejo escritorio y un solitario crucifijo colgado en la pared. Las aspas de un gran ventilador giraban lentamente en el techo, removiendo el calor.

La habitación estaba vacía. En el escritorio, decenas de tostadoras con alas se movían silenciosamente por la pantalla de un ordenador portátil. Azetti buscó un timbre. Al no encontrarlo, tosió en señal de aviso. Después recurrió a un sonoro saludo. Finalmente se sentó en uno de los bancos, cogió su rosario y empezó a rezar.

Estaba en la decimosegunda cuenta cuando un sacerdote con hábitos blancos salió del despacho del cardenal. Al verlo, el sacerdote se detuvo con gesto de sorpresa.

– ¿Puedo ayudarlo en algo, padre?

Grazie -dijo Azetti incorporándose.

El sacerdote le ofreció la mano y dijo:

– Donato Maggio.

– ¡Azetti! Giulio Azetti, de Montecastello.

El padre Maggio frunció el ceño.

– Es un pueblecito en Umbría -añadió Azetti.

– Ah -repuso Maggio. -Claro.

Los dos hombres permanecieron unos segundos en silencio, sonriendo de manera forzada. Por fin, Maggio se sentó frente a su escritorio.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -dijo.

Azetti se aclaró la garganta.

– ¿Es usted el secretario del cardenal? -preguntó.

Maggio negó con la cabeza y sonrió.

– No, realmente sólo estoy sustituyéndolo durante unas semanas. Hay mucho trabajo. Está habiendo muchos cambios. Realmente soy ayudante de archivos.

Azetti asintió, retorciendo su sombrero entre las manos. Tendría que haber adivinado el puesto de Maggio. A pesar de todos los años que habían pasado, la frase le vino inmediatamente a la cabeza: un ratón de archivos. Así llamaban a quienes trabajaban en lo más profundo de los archivos, buscando pergaminos y viejos textos iluminados para los cardenales, los obispos y los profesores de las universidades vaticanas. Maggio moqueaba continuamente y tenía la nariz roja y los típicos ojos miopes de la especie. Al cabo de cierto tiempo, la escasa iluminación y los siglos de humedad acumulados en los libros hacían inevitable que todos compartieran esas características.

– Entonces… -dijo Maggio frunciendo el ceño, – ¿en qué puedo ayudarlo, padre? -Se sentía un poco decepcionado porque el sacerdote no le había preguntado la razón de tanto trabajo ni la naturaleza de los «cambios» que había mencionado. De haberlo hecho, Maggio podría haber mencionado algo sobre la salud del papa para disfrutar con la reacción de sorpresa del párroco ante la noticia. Pero este párroco parecía ensimismado en sus propios pensamientos. Maggio tuvo que repetir la pregunta. – ¿En qué puedo ayudarlo?

– He venido a ver al cardenal.

Maggio movió la cabeza.

– Lo siento -contestó.

– ¡Es urgente! -insistió Azetti.

Maggio pareció dudar.

– Una amenaza contra la fe -explicó Azetti.

El ratón de archivos sonrió parcamente.

– El cardenal está muy ocupado, padre. Usted debería saber eso.

– ¡Lo sé, lo sé! Pero…

– Cualquiera puede decírselo: las citas tienen que concertarse con mucha antelación. -El hombre detalló el procedimiento con desgana. Primero, Azetti debería haber consultado con el obispo de su diócesis. Pero, como no lo había hecho, como ya estaba en Roma, quizá fuera posible conseguirle una entrevista con algún prelado a quien Azetti podría explicarle la naturaleza del asunto. Y, si después se estimaba pertinente, tal vez fuera posible que viera al cardenal, aunque desde luego no antes de que transcurrieran varias semanas, o puede que incluso más. Quizá lo mejor fuera que escribiera una carta.

El padre Azetti dio unos golpecitos impacientes en el ala de su sombrero. Ya había sido acusado antes de arrogancia por creer que sus preocupaciones eran lo más importante cuando la Iglesia tenía otras prioridades. Pero ¿en este caso? No. No. Un intermediario no serviría, ni tampoco una carta. Tenía que hablar personalmente con el cardenal. Con este cardenal.

– Esperaré -decidió. Después volvió a sentarse en el banco.

– Creo que no me he explicado bien -dijo Maggio esbozando una débil sonrisa. -El cardenal no puede recibir a todas las personas que quieran verlo. Existen procedimientos.

– Se ha explicado perfectamente -dijo el padre Azetti ante la desesperación del secretario, -pero esperaré.

Y eso hizo.

Cada mañana, Azetti llegaba a la basílica de San Pedro a las siete en punto. Rezaba sus oraciones sentado en un banco cerca de la famosa estatua de San Pedro, observando cómo los devotos se acercaban y esperaban su turno para besar el pie de bronce del gran apóstol. Siglos de besos habían hecho desaparecer las separaciones entre los dedos y la parte delantera del pie había perdido su forma original; incluso la suela de la sandalia se había fundido con el bronce del pie.

A las ocho de la mañana, Azetti subía los escalones hasta la antecámara del tercer piso y le daba su nombre al padre Maggio. Cada día, Maggio bajaba la cabeza con frialdad y escribía el nombre de Azetti en el libro de registro con una precisión hostil. El párroco ocupaba su puesto en el banco, donde permanecía incómodamente sentado durante el resto del día. A las cinco de la tarde, cuando se cerraban las dependencias del cardenal, volvía sobre sus pasos, descendía la escalera, atravesaba la columnata de Bernini y salía por la puerta de Santa Ana.

Con el paso de los días, tuvo tiempo más que suficiente para reflexionar sobre el hombre al que intentaba ver. Recordaba a Orsini de sus años universitarios. Tenía el cuerpo grande y se movía con una torpeza que contrastaba con la agudeza de su mente incisiva. Orsini poseía una brillantez gélida, carente de cualquier tipo de compasión y de cualquier interés por el punto de vista de los demás.

Su única pasión era la Iglesia, y en la persecución de esa pasión derribó a todos los que se interpusieron en su camino. Su predecible ascenso en la jerarquía del Vaticano fue rápido. A nadie le sorprendió que acabara al frente del CDF. De alguna manera, era un trabajo de policía, y Orsini tenía alma de policía. Al padre Azetti le recordaba al despiadado policía de Les Miserables: insensible e implacable. La virtud convertida en piedra.

Claro que los hombres como él son necesarios, incluso indispensables. Orsini era la persona ideal a quien confiarle la confesión del doctor Baresi; sabría lo que debía hacerse y se aseguraría de que se hiciera.

Pero Azetti no quería pensar en lo que haría Orsini, en lo que podría ser necesario hacer. En vez de eso, intentaba buscar consuelo en la oración.

Pasaba las tardes en la estación de tren, donde, tras las primeras noches, había descubierto que si dejaba el sombrero encima del banco mientras dormía, al despertarse solía tener un par de miles de liras en la copa de su sombrero. Aunque su sueño era poco profundo, nadie lo molestaba. Por la mañana, después de lavarse en el servicio de caballeros, iba a la pequeña cafetería de enfrente y se gastaba las limosnas que había recibido en café, cornettos y agua mineral.

A partir del cuarto día, el padre Maggio dejó de mostrarse cortés. Hacía caso omiso de los buon giorno del padre Azetti y actuaba como si el sacerdote no estuviera presente. Mientras tanto, otros intermediarios iban y venían, preguntando si podían hacer algo por él. Azetti rechazaba sus ofertas con educación, pero firmemente, repitiendo una y otra vez que lo que tenía que decir sólo podía decírselo personalmente a il cardinale.

De vez en cuando, alguien asomaba la cabeza por la puerta para echarle un vistazo a «ese cura chiflado». También se oían murmullos y fragmentos de conversaciones por el pasillo. Al principio, los comentarios expresaban cierta curiosidad y tenían un tono de voz divertido, pero, gradualmente, las voces fueron endureciéndose.

– ¿Qué es lo que quiere?

– Quiere ver al cardenal.

– Eso es imposible.

– ¡Pues claro que es imposible!

Azetti no sólo se estaba convirtiendo en un fastidio, sino también en objeto de mofa. Por una parte, y a pesar de sus abluciones diarias en la estación de tren, empezaba a oler mal. El declive de su higiene personal lo avergonzaba considerablemente, pues, se mirara como se mirase, el padre Azetti era un hombre aseado. Sólo pudo soportar aquella situación porque no le quedaba más remedio. A pesar de todos sus esfuerzos, la suciedad se le incrustaba en la piel y se le pegaba a la ropa. Además, tenía el pelo grasiento. Pero no había nada que pudiera hacer al respecto.

Sus intentos por asearse tenían lugar de noche, cuando menos gente había en el servicio de caballeros. Pero, incluso así, siempre parecía interrumpirlo alguien. Y a la mayoría de las personas les parecía divertido detenerse un momento a observar a un sacerdote entregado a su aseo personal.

Aunque no servía de mucho. Los lavabos eran diminutos y sólo tenían agua fría. El jabón era una especie de sustancia pegajosa que no producía espuma. Y, lo que era aún peor, no había toallas, tan sólo unas máquinas que expulsaban aire caliente. Por mucho que el padre Azetti lo intentara, por acrobáticas que fueran sus posturas, había partes del cuerpo que resultaba imposible secar con aire sin armar un escándalo. Así que la porquería lo acompañaba dondequiera que fuese. Por primera vez en su vida, entendió cómo debían de sentirse los vagabundos.

– ¿No podríamos hacer que lo echen? -preguntó una voz. Al sexto día ya hablaban de él sin ningún disimulo, como si fuera un extranjero, o un animal incapaz de entender lo que decían; como si no estuviera allí.

– ¿Qué pensaría la gente? ¡Es un sacerdote!

Pero Azetti no flaqueó en ningún momento. Bastaba con que recordara las palabras de Baresi. No volvería. No podía volver a Montecastello como único depositario de la confesión del doctor. Antes que eso, estaba dispuesto a esperar eternamente.

Al séptimo día, monseñor Cardone llegó desde Todi. Era un hombre arrugado, con aspecto de pájaro. Se sentó a su lado y guardó silencio durante un minuto entero sin apartar sus negros ojos de la pared de enfrente. Por fin, esbozó una sonrisa y apoyó la mano en la rodilla de Azetti.

– Me han dicho que estabas aquí -dijo.

– Ah -contestó el padre Azetti como si Cardone hubiera satisfecho su curiosidad.

– Giulio, ¿qué ocurre? Quizá yo pueda ayudarte.

Azetti movió la cabeza.

– No a menos que pueda interceder ante el cardenal -repuso. -Si no… -Se encogió de hombros.

Monseñor Cardone hizo todo lo que pudo. Se mostró encantador y le explicó la situación a Azetti. Sin duda, Azetti sabía cómo funcionaban estas cosas. Había maneras de proceder, un protocolo que seguir, ¡formalidades! Sin duda, él sabía mejor que nadie lo precioso que era el tiempo del cardenal.

– Venga, caminemos juntos -sugirió.

No. Grazie. Molte grazie.

Entonces, Cardone optó por reprenderlo.

– Realmente, Azetti, está descuidando sus deberes. ¡Ha abandonado su parroquia! ¡Ha habido un bautizo, una muerte, una misa de funeral que oficiar! ¿Qué puede ser tan importante? ¡Empiezan a oírse rumores!

También intentó engatusarlo. Si Azetti le contaba lo que pasaba, intercedería por él ante el cardenal. Además, lo más probable es que el cardenal ni siquiera supiera que Azetti llevaba esperando todos estos días.

Azetti rechazó su oferta.

– Sólo puedo contárselo al cardenal Orsini -manifestó.

Finalmente, monseñor Cardone se levantó de golpe.

– Si persiste en su actitud, Giulio…

Azetti intentó buscar las palabras que pudieran mitigar la ira de Cardone; pero, antes de que pudiera decir nada, Donato Maggio asomó la cabeza por la puerta.

– El cardenal Orsini lo recibirá ahora -le dijo al sacerdote. Después de todo, Orsini había decidido que ésa era la manera más fácil de librarse de él.

Stefano Orsini estaba sentado detrás de una enorme mesa de madera, con los hábitos negros adornados en púrpura y un solideo rojo en la cabeza. Era un hombre grande con la cara carnosa y enormes ojos marrones. Sus facciones se tensaron un momento al percibir el hedor del padre Azetti.

– Giulio -dijo. -Cuánto me alegro de verte. Siéntate. Me han dicho que llevas mucho tiempo esperando.

– Eminencia… -El padre Azetti se sentó en el borde de un sillón de orejas y esperó a que el padre Maggio saliera de la habitación. No paraba de darle vueltas a las palabras que había ensayado una y otra vez durante su espera. En vez de irse, Maggio se sentó al lado de la puerta y cruzó las piernas.

Azetti tosió.

– ¿Y? -lo apremió el cardenal Orsini.

Azetti miró al padre Maggio.

Los ojos del cardenal fueron de un sacerdote a otro y volvieron al primero. Finalmente movió la cabeza y dijo:

– Es uno de mis ayudantes, Giulio.

Azetti asintió.

– Y se queda -añadió el cardenal.

Azetti volvió a asentir. Sabía que a Orsini se le estaba agotando la paciencia.

– ¿Es clemencia lo que has venido a pedir? -preguntó el cardenal con tono desdeñoso. – ¿Ya te has cansado de la vida en el campo?

Al oír la risa del padre Maggio a su espalda, Azetti se dio cuenta de que sí había perdido algo en su exilio: había perdido la ambición. Pero, por muy terrible que eso pudiera parecer, incluso a sus ojos, en el fondo sabía que realmente no era ninguna pérdida. Más bien era como recuperarse de unas fiebres. Mientras recorría el despacho de Orsini con la mirada, comprendió que, a pesar de la nostalgia que había sentido el primer día, realmente no deseaba volver a sumirse en las intrigas del Vaticano. En Montecastello había encontrado algo más valioso que la ambición.

Había encontrado su fe.

Pero eso no era algo que pudiera decirle a Orsini; aunque el cardenal también fuera un caso excepcional dentro del Vaticano, pues él también era un verdadero creyente, un ardiente e inquebrantable soldado de la cruz. Aun así, el padre Azetti sabía que Orsini no sentiría el menor interés por la condición de su alma. Lo que le interesaba al cardenal era el poder, y Azetti era consciente de que cualquier profesión de fe por su parte no sería vista como lo que realmente era, sino como una estratagema, como una maniobra política.

– No -contestó, -no he venido a pedir clemencia. -Miró a Orsini a los ojos. -Hay algo que la Iglesia debe saber. -Vaciló un instante. -Algo que podría…

El cardenal Orsini levantó una mano y le dedicó una sonrisa gélida.

– Giulio… Por favor -dijo, -ahórrate los preámbulos.

El padre Azetti suspiró. Miró nerviosamente al padre Maggio, con la mente en blanco. Olvidando el discurso que llevaba ensayando toda la semana, dijo:

– He escuchado una confesión, un pecado tan terrible que casi no se puede concebir.

CAPÍTULO 4

La entrevista con Azetti sumió al cardenal Orsini en una profunda preocupación.

Estaba preocupado por la humanidad. Estaba preocupado por Dios. Y estaba preocupado por sí mismo. ¿Qué podía hacer él? ¿Qué podía hacer nadie? Las implicaciones de la confesión del doctor Baresi eran tan profundas que, por primera vez en su vida, Orsini se sentía incapaz de soportar el peso de la responsabilidad. Sin duda, la cuestión debería ser llevada directamente al papa, pero su estado de salud no lo permitía; su lucidez se encendía y se apagaba como una señal de radio demasiado lejana. Un asunto como éste… podría matarlo.

Y lo que era peor, el cardenal Orsini no podía confiarle el asunto a nadie. De hecho, además de él, la única persona que lo sabía era el padre Maggio; una circunstancia de la que sólo se podía culpar a sí mismo. Azetti no quería que estuviera presente, pero él había insistido: «Es uno de mis ayudantes, Giulio.» Y luego una pausa. «Y se queda.»

¿Por qué había dicho eso? «Porque has pasado demasiado tiempo en el Vaticano -se dijo a sí mismo -y demasiado poco en el mundo. Eres un hombre arrogante que no podía concebir que un cura de pueblo pudiera tener algo importante que decir. Y, ahora, Donato Maggio se ha convertido en tu único confidente.»

Donato Maggio. La idea lo hizo temblar. Maggio era un investigador de archivos que en ocasiones le hacía de secretario, un ratón de archivos que no mostraba el menor reparo a la hora de expresar sus puntos de vista teológicos. Era un tradicionalista que abogaba por un catolicismo más férreo. Maggio le había hablado en más de una ocasión de la verdadera misa, algo que era, claro está, una crítica apenas velada de las reformas adoptadas por el Concilio Vaticano II.

Si el rito tridentino, que se decía en latín, con el sacerdote dándole la espalda a los fíeles, era la verdadera misa, entonces la nueva misa era un fraude. Y, como tal, un sacrilegio.

Aunque nunca había discutido ninguna cuestión teológica con el padre Maggio, al cardenal Orsini no le costaba nada imaginar la postura que mantendría el sacerdote respecto a una serie de cuestiones. No sólo odiaba la nueva misa, en la que el latín había sido sustituido por el inglés, el español y el resto de las lenguas vivas, sino que Maggio también se escandalizaría ante la posibilidad de cumplir con la obligación de la misa de domingo asistiendo a un servicio el sábado por la noche. Como otros tradicionalistas, se oponía tajantemente a cualquier intento de modernizar la Iglesia, de hacerla más accesible. Pero Maggio no sólo estaba en contra de medidas como la ordenación de mujeres, el matrimonio de los sacerdotes o la legitimación del control de natalidad. El conservadurismo de Maggio era mucho más profundo que todo eso: quería derogar las reformas que ya habían tenido lugar. Era un hombre de Neandertal.

Y, por eso, no tenía sentido pedirle su opinión sobre lo que había hecho el doctor Baresi. Los sacerdotes como Maggio no tenían opiniones: tenían reflejos, unos reflejos demasiado predecibles.

Aunque, por otra parte, daba igual. El padre Azetti había dejado caer su bomba de relojería en un momento de infrecuente actividad. Pero el aislamiento del cardenal Orsini no duraría demasiado. La enfermedad del papa era lo suficientemente grave para que el Sacro Colegio Cardenalicio ya se hubiera reunido -discretamente, claro está -para empezar a debatir sobre su posible sucesor. Se estaban redactando y revisando listas de posibles futuros papas y se había prohibido el uso de teléfonos móviles dentro del Vaticano para evitar cualquier filtración.

Eran días ajetreados en los que el trabajo cotidiano consistía fundamentalmente en reuniones secretas y confidencias susurradas al oído. Dadas las circunstancias, con la salud del papa empeorando por momentos, al cardenal Orsini no le quedaba más remedio que cargar solo con este peso rodeado de un ambiente de máxima crispación, de una atmósfera sobrecalentada en la que se aprovechaba cualquier ocasión para discutir sobre el próximo papa y el futuro de la Iglesia.

Pero, atormentado como estaba por la confesión del doctor Baresi, cuya trascendencia superaba en importancia la de cualquier otra cuestión, era inevitable que el cardenal Orsini acabara compartiendo el peso que había recaído sobre él con algunos de sus colegas. Y eso hizo, pidiéndoles consejo a dos o tres confidentes.

Todos ellos reaccionaron con prudencia y comentaron que no podía hacerse nada, o quizá pudiera hacerse algo, pero esa posibilidad era demasiado terrible para tenerse en cuenta. Y, aun así, todos estaban de acuerdo en que no hacer nada era en sí mismo un tipo de acción. Una acción cuyas consecuencias podían ser igualmente desastrosas.

No hacer nada, pensó Orsini. No hacer nada equivalía a dejar que el mundo se parara, como un reloj de cuerda que llevaba funcionando desde el principio de los tiempos.

Las implicaciones eran tan abrumadoras que los confidentes de Orsini, a su vez, compartieron el secreto con sus propios confidentes y la noticia se propagó como el fuego. Una semana después de la visita de Azetti, el debate ya causaba estragos en el Vaticano. Era un debate secreto en el que un prelado tras otro recorrían los archivos de la biblioteca del Vaticano buscando inútilmente algún tipo de orientación. El pasado no ofrecía ninguna reflexión que pudiera servir de guía en este asunto. El problema que planteaba el pecado del doctor Baresi no había sido previsto por ningún sabio de la Iglesia; no había sido previsto por nadie porque el pecado en sí no había sido posible hasta entonces.

El resultado fue un vacío dogmático que en última instancia dio paso a una situación de consenso. Tras semanas de debates secretos, la curia decidió que, fuera lo que fuese lo que había hecho el doctor Baresi, ésa era la voluntad de Dios. En consecuencia, no había nada que pudiera hacerse hasta que se recuperara el papa, o hasta que hubiera un nuevo papa. Entonces, quizá se pudiera abordar la cuestión ex cáthedra.

Hasta entonces, todo el mundo debería mantenerse al margen. Y eso hicieron.

Excepto el padre Maggio, que, ante la evolución de los acontecimientos, cogió el primer tren a Nápoles.

Las oficinas de Umbra Domini, o «Sombra del Señor», estaban en un palacete de cuatro pisos en la via Viterbo, a un par de manzanas del teatro de la Ópera de Nápoles. Fundada en 1966, poco después de que las medidas aprobadas por el Concilio Vaticano II pasaran a efecto, esta asociación religiosa había tenido la misma jerarquía canónica durante treinta años: era una «asociación secular» con más de cincuenta mil miembros y numerosas misiones repartidas por trece países. Aunque llevaba muchos años anhelando un rango más elevado dentro de la Iglesia, a ojos de la mayoría de los observadores del Vaticano, Umbra Domini ya tenía más que suficiente con no ser expulsada de la Iglesia.

Las críticas de esta asociación religiosa a las reformas del Concilio Vaticano II habían sido amplias, profundas y sonoras. Sus portavoces censuraban los esfuerzos del concilio por democratizar la fe, algo que veían como una rendición ante las fuerzas de la modernidad, el sionismo y el socialismo. La reforma más inadmisible, desde el punto de vista de Umbra Domini, era la renuncia a la misa en latín, que acababa con más de mil años de tradición y destruía un importante lazo en común entre los católicos de todas las esquinas del planeta. Según la visión de Umbra Domini, la misa vernacular era un rito bastardo, una versión descafeinada de la liturgia divina. Según el fundador de la organización, sólo se podía explicar la nueva misa de una manera: obviamente, el trono de San Pedro había sido ocupado por el Anticristo durante las deliberaciones del Concilio Vaticano II.

Y eso no era todo. Aunque las creencias de la asociación religiosa no estaban reunidas en ningún documento, era de dominio público que Umbra Domini condenaba la visión liberal del Concilio Vaticano II, según la cual las demás religiones también tenían elementos de verdad y sus fieles también vivían en el amor de Dios. Si eso fuera así, argumentaba Umbra Domini, entonces la Iglesia era culpable de persecución y genocidio. ¿Cómo si no podrían explicarse dieciséis siglos de una intolerancia doctrinal, abanderada por el papa, que habían culminado en la Inquisición? A no ser que, como afirmaba Umbra Domini, la doctrina estuviera en lo cierto desde el principio y los fieles de las otras religiones fueran infieles y, como tales, enemigos de la verdadera Iglesia.

En el seno de la Iglesia no faltaban voces que pedían la excomunión de los miembros de Umbra Domini, pero el papa no estaba dispuesto a ser el responsable de un cisma. Los emisarios del Vaticano se reunieron durante años en secreto con los líderes de Umbra Domini, y, finalmente, llegaron a un acuerdo. El Vaticano reconoció oficialmente la asociación y le concedió permiso para oficiar misas en latín con la condición de que Umbra Domini mantuviera lo que venía a ser un voto de silencio. En el futuro, Umbra Domini no haría ninguna declaración pública y todo acto de proselitismo se limitaría al boca a boca.

Inevitablemente, Umbra Domini se encerró en sí misma. Sus máximas figuras desaparecieron de la escena pública. De vez en cuando, algún artículo periodístico avisaba sobre el peligro de que la asociación se estuviera convirtiendo en una especie de secta. El New York Times acusó en una ocasión a Umbra Domini de «secretismo obsesivo y métodos de reclutamiento coactivos», al tiempo que prevenía sobre las inmensas riquezas que había conseguido acumular en muy pocos años. En Inglaterra, el Guardian iba todavía más lejos. Tras hacer hincapié en «el insospechado número de políticos, industriales y magistrados» que formaban parte de Umbra Domini, el periódico se preguntaba si estaría surgiendo una organización política neofascista disfrazada de asociación religiosa.

Estas acusaciones fueron rechazadas precisamente por el hombre al que el padre Maggio había ido a ver a Nápoles: Silvio della Torre, el joven y carismático «timonel» de Umbra Domini.

Della Torre se había defendido de las acusaciones sobre la naturaleza neofascista de la orden ante una audiencia de nuevos miembros de Umbra Domini, entre los que se encontraba el propio Donato Maggio. La alocución de Della Torre había tenido lugar en la diminuta y antiquísima iglesia napolitana de San Eufemio, un edificio que había sido donado a la asociación durante sus primeros años de existencia y que todavía albergaba los actos más significativos de Umbra Domini.

Era un edificio con una larga historia. La iglesia cristiana había sido construida en el siglo VIII en el emplazamiento de un antiguo templo donde se adoraba al dios Mitra. En 1972, el estado de conservación del edificio era tan deficiente que las autoridades no tuvieron más remedio que donar la iglesia a Umbra Domini para evitar que se viniera abajo.

A pesar de su escaso interés artístico en comparación con otras iglesias de la región, Umbra Domini restauró el templo tal y como había prometido. A menos de medio día de viaje en coche, las hordas de turistas podían admirar obras de Giotto, de Miguel Ángel, de Leonardo, de fra Filippo Lippi, de Rafael o de Bernini. San Eufemio, sin embargo, apenas atraía a los amantes de las artes.

Es cierto que la fachada contaba con un par de puertas de madera de ciprés del siglo VIII, pero el espacio interior era sombrío y estaba demasiado recargado. Las pocas ventanas que había dejaban pasar poca luz, pues eran de selenita, un precursor del cristal que resultaba translúcido con mucha luz, pero del que no se podía decir que fuera realmente transparente.

El resto de los posibles reclamos de la iglesia eran bastante poco atractivos: un feo relicario con el corazón de un santo que hacía tiempo que había perdido el favor popular y una vieja y tétrica Anunciación. La pintura en sí estaba tan oscurecida por el paso del tiempo que sólo se podían distinguir sus figuras en un día luminoso. Entonces, se veía una Virgen contemplando inexpresivamente al Espíritu Santo, que, en vez de estar representado por una paloma, era un ojo suspendido en el aire.

Rodeado por este tenebroso ambiente, Della Torre resplandecía como un cirio. El día que abordó las acusaciones de la prensa, que fue el mismo día en que Donato Maggio entró a formar parte de Umbra Domini, Della Torre manejó la controversia con gran maestría. Primero sonrió y después alzó las manos y movió la cabeza con tristeza.

– La prensa -empezó. -La prensa nunca deja de sorprenderme. No deja de sorprenderme porque es al mismo tiempo absolutamente inconstante y absolutamente predecible. Primero se quejan de que hablamos demasiado -dijo aludiendo a los días en los que Umbra Domini declaraba solemnemente sus puntos de vista. -Y, ahora -continuó, -se quejan de que no decimos nada. Porque sirve a sus intenciones, confunden la privacidad con el secretismo, la fraternidad con la conspiración; así demuestran su falta de rigor. -Un murmullo de aprobación recorrió a los fieles. -La prensa siempre lo confunde todo -dijo Della Torre para concluir. -De eso podéis estar seguros. -Donato Maggio y el resto de los nuevos adeptos sonrieron.

El padre Maggio, que era al mismo tiempo dominico y miembro de la asociación, no era ni mucho menos el único sacerdote que había entre las filas de Umbra Domini; al no ser Umbra Domini una orden religiosa, esta doble lealtad no implicaba ningún tipo de incompatibilidad. Lo inusitado del caso de Donato Maggio no era que fuese dominico, sino que trabajara en el Vaticano. El padre Maggio tenía un pie en dos mundos muy distintos y comprendía perfectamente el temor que cada uno inspiraba en el otro. A ojos del Vaticano, Umbra Domini era un grupo extremista que apenas resultaba tolerable, una especie de Hezbolá católica que podría explotar violentamente en cualquier momento. Por su parte, Umbra Domini veía al Vaticano como lo que era, o lo que parecía ser: un obstáculo. Un obstáculo inmenso y omnipresente.

Aunque el padre Maggio nunca había sido presentado formalmente a Silvio della Torre, no tuvo dificultad para conseguir una entrevista privada. Al oír que uno de los ayudantes del cardenal Orsini quería hablar con él sobre una cuestión de extrema gravedad, Della Torre sugirió que cenaran juntos esa misma noche. Maggio era consciente de que tal vez Della Torre creyera que su posición como secretario del cardenal Orsini era de carácter permanente, pero… ¿qué importaba eso? Aunque él sólo fuera un mísero ratón de archivos, sin duda Della Torre querría oír lo que tenía que decirle.

Se citaron en una pequeña trattoria que había cerca de la iglesia de San Eufemio. Aunque tuviera un aspecto bastante humilde por fuera, el restaurante I Matti era sorprendentemente elegante. El maître le dio la bienvenida cortésmente al padre Maggio y lo acompañó hasta un reservado situado en el piso de arriba. El reservado sólo tenía una mesa, ubicada junto a una alta ventana, una pequeña chimenea llena de troncos que crepitaban y crujían, y dos viejos candelabros que le daban un resplandor dorado al ambiente. Encima de la mesa había un mantel blanco, velas y una rama de romero.

Cuando entró el padre Maggio, Silvio della Torre estaba mirando por la ventana. Al oír el «Scusi, signore» del maître, Della Torre se volvió y Maggio lo vio de cerca por primera vez. El líder de Umbra Domini era un hombre tremendamente apuesto, de unos treinta y cinco años, alto y corpulento. Vestía ropa cara, pero poco llamativa. Su pelo, abundante y ondulado, era tan negro que, con el brillo de la luz, casi parecía azulado. Pero lo que más le llamó la atención a Maggio fueron sus ojos. Eran del color del mar, entre azules y verdes, y estaban perfilados por unas pobladas pestañas.

«Joyas engarzadas por Dios», pensó Maggio complacido consigo mismo. En sus ratos libres solía escribir poemas y él se consideraba prácticamente un profesional. Della Torre se levantó, y Maggio observó que sus facciones se parecían a las de las estatuas del Foro romano. Maggio se dijo a sí mismo: «Un clásico perfil romano…» El corazón le latía con fuerza. ¡Iba a cenar con Silvio della Torre!

Salve -dijo Della Torre extendiendo la mano. -Usted debe de ser el hermano Maggio.

Maggio asintió nerviosamente, y los dos hombres tomaron asiento. Della Torre hizo un par de comentarios sin importancia mientras llenaba dos copas de Greco de Tufo y levantó la suya en un brindis:

– Por nuestros amigos de Roma -dijo mientras las copas chocaban.

La comida fue sencilla y exquisita, igual que la conversación. Mientras daban buena cuenta de sus platos de bruschetta, hablaron de fútbol, del Lazio y del Sampdoria y de las agonías de la primera división. Un camarero descorchó una botella de Montepulciano. Unos instantes después, un segundo camarero entró con dos platos de agnelotti rellenos de trufas y puerros. Maggio comentó que los agnelotti eran como «pequeñas y tiernas almohadas», y Della Torre respondió con lo que a Maggio le pareció un chiste verde, aunque quizás estuviera equivocado. Mientras comían y bebían, la conversación giró hacia la política, y Maggio observó con satisfacción que Della Torre compartía sus mismos puntos de vista: los demócratas cristianos estaban hechos un lío, la Mafia resurgía y los masones se hallaban por todas partes. Y, en lo que se refería a los judíos, bueno… También hablaron sobre la salud del papa y sobre sus posibles sucesores.

Un camarero entró con dos platos de trucha y limpió expertamente los pescados. Cuando se marchó, Della Torre comentó que se alegraba de saber que Umbra Domini tenía un amigo en la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. Maggio se sintió halagado y, entre bocado y bocado de suculenta trucha, dio buena muestra de sus conocimientos de los mecanismos internos de la congregación y de la personalidad de los hombres que tenían acceso al terzo piano, el tercer piso del palacio del Vaticano, donde se encuentran las dependencias del papa.

– Siempre resulta provechoso saber lo que están pensando el cardenal Orsini y el Santo Padre -comentó Della Torre.

La trucha dio paso a una ensalada y, al poco tiempo, a un bistec a la parrilla. Por fin, la cena acabó. El camarero recogió los platos y cepilló las migas, dejó una botella de Vin Santo y un plato de biscotti sobre la mesa, avivó el fuego, preguntó si iban a necesitar algo más y salió del reservado, cerrando la puerta al salir.

Della Torre sirvió dos copas de Vin Santo, se inclinó hacia el padre Maggio y, mirándolo fijamente a los ojos, bajó la voz hasta convertirla en un débil susurro.

– Donato -dijo.

El padre Maggio se aclaró la garganta.

– ¿Silvio?

– Basta de gilipolleces. ¿Para qué querías verme?

El padre Maggio disimuló su sorpresa limpiándose los labios con una servilleta de hilo blanco. Dejó la servilleta a un lado, respiró hondo y volvió a aclararse la garganta.

– Un sacerdote, un cura de pueblo, vino al Vaticano hace un par de semanas.

Della Torre lo animó a que continuara con un movimiento de cabeza.

– Bueno -dijo Maggio encogiéndose de hombros. -A veces… Yo me entero de casi todo lo que ocurre en el despacho del cardenal; a no ser que el asunto en cuestión se considere demasiado trascendente para mis oídos. Pero esto no parecía importante en aquel momento, así que yo permanecí en el despacho mientras el sacerdote hablaba. Y ahora… -El padre Maggio se rió con malicia. -Bueno, estoy seguro de que el cardenal hubiera preferido que yo no estuviera presente.

– Entonces, se trata de un asunto delicado.

El padre Maggio asintió.

– Sí -dijo.

Della Torre meditó durante unos segundos.

– ¿Y dices que fue hace un par de semanas? -preguntó al fin

– Desde entonces, casi no se habla de otra cosa en el Vaticano; además de la salud del papa, por supuesto.

– ¿Y eso por qué?

– Porque tienen que decidir qué hacer.

– ¡Ah! ¿Y qué han decidido?

– No han decidido nada. O, mejor dicho, han decidido no hacer nada. Al fin y al cabo, es lo mismo. Por eso he venido.

Della Torre parecía preocupado. Rellenó la copa del padre Maggio y dijo:

– Bueno, Donato… Creo que ha llegado el momento de que me cuentes la historia.

El padre Maggio frunció el ceño y se inclinó hacia adelante. Apoyó los codos en la mesa y juntó las puntas de los dedos. Lentamente, las juntó y las separó varias veces.

– Todo empezó con una confesión… -dijo.

Cuando Maggio acabó la historia, Della Torre estaba sentado en el borde de su silla, sujetando un puro apagado en la mano. En el reservado sólo se oía el crepitar de las ascuas en la chimenea.

– Donato -dijo Della Torre, -has hecho bien en venir a contármelo.

El padre Maggio se bebió de un trago el Vin Santo que le quedaba en la copa y se levantó.

– Ya es hora de que me vaya -anunció.

Della Torre asintió.

– Has demostrado mucho valor al traerme esta noticia. Ellos no han sido capaces de decidir lo que debe hacerse porque no hay nada que decidir -afirmó. -Sólo hay una opción.

– Lo sé -contestó el padre Maggio. -A ellos les ha faltado valor.

Della Torre se incorporó, y Maggio le extendió la mano. En vez de estrecharla, Della Torre la cogió entre las suyas. Despacio, se llevó el dorso de la mano del sacerdote hasta los labios y la besó. Por un momento, el padre Maggio creyó notar la lengua del otro hombre contra su piel.

Grazie -dijo Della Torre. -Molte grazie.

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