Marie no le dirigió la palabra durante días. Finalmente, pasó casi un mes hasta que aceptó que el «tiro de gracia» había sido exactamente eso: un acto necesario de compasión. A esas alturas, los tres viajaban como una familia mientras Lassiter hacía uso de todos sus conocimientos para conseguirles nuevas identidades a todos ellos.
No bastaba con cambiar de nombre, sino que también era necesario crear una historia, un pasado completo, con historiales médicos, laborales, académicos y financieros, con pasaportes legítimos y tarjetas de la seguridad social que tuvieran la antigüedad apropiada. El proceso duró tres semanas y costó más de cincuenta mil dólares. Aun así, cuando todo estuvo listo, Lassiter no quiso decírselo a Marie.
– En un par de días os dejaré. Me iré en cuanto lleguen las fichas de identificación de firmas del banco de Licchtenstein -le prometió. Después de rebotar como una peonza de un sitio a otro, allí es donde había recalado finalmente su dinero; cortesía de Max Lang, por supuesto.
El «par de días» se convirtió en un par de semanas y luego llegó la primavera. Fue entonces cuando Lassiter besó por primera vez a Marie.
El nombre que figuraba en el buzón de entrada era Shepherd.
La casa estaba al final de un largo camino de tierra en el condado de Piedmont, en las faldas de las montañas Blue Ridge de Carolina del Norte. El camino serpenteaba a través de cuarenta hectáreas de colinas verdes antes de llegar a un granero de piedra. A pocos metros del granero se alzaba un viejo caserón que necesitaba una buena reforma. Una tapia de madera blanca de un kilómetro y medio rodeaba la propiedad. Dentro de la tapia, una yegua de raza árabe trotaba con su potro.
Era una zona preciosa del país, pero estaba demasiado alejada de la ciudad de Raleigh, o de cualquier otro lugar, para poder ir a trabajar a diario. Por ello, la mayoría de la gente que vivía en la zona trabajaba para sí misma.
El señor Shepherd no era la excepción. Se dedicaba a la compraventa de libros antiguos y primeras ediciones y recibía y enviaba los libros por correo. La suya no era más que otra profesión extravagante entre las muchas que había en la zona, por lo que no llamaba en absoluto la atención. En un radio de un kilómetro y medio vivían un hombre que era famoso en el mundo entero por la manufacturación de mandolinas, una pareja dedicada a la cría de avestruces, una mujer que hacía coronas de flores culinarias para Smith & Hawken y un hombre que construía tapias de piedra. Además, había un vecino del que se sospechaba que se dedicaba al cultivo de marihuana, dos novelistas y un diseñador de juegos.
La familia Shepherd vivía con modestia, renovando la vieja casa pacientemente. Se encargaban de casi todo el trabajo ellos mismos. Habían decidido quedarse juntos una temporada; luego se divorciarían y cada uno se iría por su lado. Era un plan sensato que ayudaría a darle solidez a sus nuevas identidades. Pero el afecto mutuo que surgió entre ambos en ese lugar idílico cambió todos los planes. Al poco tiempo, su matrimonio de conveniencia más bien parecía un matrimonio concebido en el paraíso.
El pasado sólo se cruzó en su camino una vez. Dos años después de dejar la isla de Maine, el programa de televisión «Misterios sin resolver» emitió una recreación dramatizada de los sucesos de «La isla de la muerte». Lassiter y Marie observaron atónitos cómo el actor Robert Stack narraba los eventos que habían culminado con su huida de la isla.
El programa empezaba con un Ford Taurus azul entrando en la pequeña población de Cundys Harbor, que estaba envuelta en una intensa niebla. Un actor que no se parecía en nada a Lassiter aparecía negociando la tarifa del viaje en barco con otro actor que tampoco se parecía a Roger Bowker. A continuación, los dos hombres se subían a un barco que sí se parecía al barco de Roger. Después había una entrevista con Maude y con Ernie. «Sabíamos que venía una tormenta -recordaba el hombre de la inmensa cabeza. -pero Roger siempre fue muy obstinado.»
En vez de reconstruir el naufragio, Stack lo narraba con dramatismo mientras la pantalla enseñaba la oficina de Lassiter Associates y la casa de Lassiter en McLean.
– No está mal -comentó Marie.
Después aparecía una de esas fotos de Lassiter con un personaje famoso.
– No pareces tú -dijo Marie.
– Ya lo sé -contestó Lassiter.
El narrador explicaba que la desaparición de Lassiter había coincidido con la venta de su empresa. A continuación preguntaba: «¿Por qué vino a la isla Joe Lassiter? ¿Acaso estaba investigando algo? Sí, así era.»
Pero esa afirmación no se explicaba de forma inmediata. Primero había un corte publicitario y luego otra recreación. Un Mercedes negro entraba en el puerto de la isla Bailey. Salían tres hombres del coche. Acto seguido, los tres hombres consultaban varias cartas náuticas, hablando en italiano, y señalaban en una carta la ruta desde Bailey hasta la isla Sanders.
Luego aparecía el narrador delante de la casa quemada. Seguían una serie de tomas del embarcadero, el muelle, las rocas en las que había encallado «vamos x ellos» y un plano corto del sol poniéndose sobre el agua.
Después de las entrevistas con el jefe de policía de Brunswick, el capitán de los guardacostas y un empleado de la embajada italiana, aparecía un primer plano de Stack preguntándose: «¿Qué hacían estos hombres en la isla?» A continuación aparecían las fotos de Della Torre, Grimaldi y el Armario. Y, de nuevo, Stack, diciendo: «Uno era un importante sacerdote de la Iglesia católica, otro un asesino perseguido por la justicia y el tercero un matón conocido en su país por sus actos violentos. ¿Qué hacían juntos esos tres hombres? ¿Por qué vendrían hasta esta remota isla? Estas preguntas siguen esperando una respuesta. ¿Qué fue de la misteriosa mujer que vivía con su hijo pequeño en la isla? No existen fotos de ninguno de los dos. Algo que, ya de por sí, resulta misterioso.»
Un retrato de Marie aparecía en la pantalla mientras Maude comentaba su decisión de vivir «sola en la isla». Felizmente, el dibujo era un retrato robot y sólo se parecía a Marie en el número de ojos y orejas.
El narrador concluía el programa en el muelle.
«El fuego que destruyó la casa de Marie Sanders no fue el único que hubo esa noche. Existen testigos oculares de un segundo fuego que se produjo en el mar esa misma noche. La policía está convencida de que el segundo fuego provenía del barco que había alquilado el padre Della Torre esa misma mañana. De ser así, los expertos están de acuerdo en que, en esa época del año, nadie podría haber llegado a nado hasta la orilla. Pero los expertos que rastrearon la isla sólo encontraron los restos de una persona: Franco Grimaldi. ¿Qué ocurrió entonces con los demás?»
Un montaje de rostros aparecía en la pantalla: Lassiter, Roger, el Armario, Jesse, Marie y Della Torre.
«Puede que desaparecieran en el mar, o puede que estén enterrados en algún lugar de la isla. O a lo mejor… ¿quién sabe? Tal vez Marie Sanders y su hijo escaparan en la pequeña lancha que apareció en la costa a la mañana siguiente.»
A continuación, una gran foto de la lancha neumática de Marie ocupó la pantalla del televisor.
El programa acababa con una vista aérea de la isla y la voz de Robert Stack que decía: «Lo único que sabemos a ciencia cierta es que siete personas fueron a la "isla de la muerte" y que ninguna de ellas ha vuelto a ser vista con vida.»
El programa no tuvo ninguna repercusión en sus vidas. Si lo vio algún vecino de los Shepherd, desde luego no lo relacionó con ellos. Aunque eso tampoco era de extrañar; los Shepherd se habían integrado plenamente en la comunidad y ya eran tratados como vecinos de toda la vida. Marie asistía a clases de acuarela en un colegio universitario, y Lassiter entrenaba al equipo de fútbol infantil de un colegio local.
Jesse era el único de los tres que no había cambiado de nombre, aunque la mayoría de las veces lo llamaban Jay y sus amigos lo habían apodado JJ.
Tenía muchos amigos y era muy popular en el colegio. En una reunión de padres, un profesor les comentó que Jesse tenía cualidades de liderazgo y que era un pacificador nato. «No me sorprendería que acabara trabajando para las Naciones Unidas», dijo el profesor.
De momento, sus capacidades diplomáticas lo habían convertido en el encargado de la vigilancia en el autobús escolar.
Desde la ventana de su despacho del segundo piso, Lassiter solía observar cómo Jesse subía andando por el camino, con su brazalete naranja de vigilante, hasta donde lo recogía el autobús.
Un día, Lassiter se sorprendió al ver que Jesse se paraba a medio camino, dejaba la mochila en el suelo y volvía corriendo a casa. El niño abrió la puerta principal a toda prisa y entró corriendo.
– ¿Te has olvidado algo? -gritó Marie desde la cocina.
– ¡No he dado de comer a los peces! -contestó Jesse a gritos mientras subía la escalera a toda velocidad.
Los peces sólo eran los primeros ejemplares de la colección de animales que Jesse quería tener y que pronto incluiría a uno de los cachorros de un perro labrador que se llamaba Pickle. Jesse incluso consiguió que el conductor del autobús, que tenía un perro muy mimado que dormía en el sofá, le regalara una cama para perros a cuadros rojos y negros. Después vendría otro perro y luego un gato y una cabra.
Jesse cuidaba los peces él solo, excepto cuando había que cambiar el agua de la pecera, que pesaba demasiado. Pero, por lo demás, él se encargaba de dar de comer a los peces todos los días y de limpiar la pecera, además de controlar la temperatura del agua en invierno para asegurarse de que no estuviera demasiado fría.
Jesse quería muchísimo a sus peces. Eran siete y todos tenían nombre. Tenía permiso para dejar puesta la luz de la pecera por la noche, que era cuando más le gustaba mirarlos desde la cama. Le encantaba ver cómo se deslizaban por el agua, entrando y saliendo del castillo y escondiéndose entre las plantas verdes. También le gustaba ver la hilera de burbujas plateadas que ascendía desde el purificador de agua. Ese día abrió la puerta de su cuarto sintiéndose un poco culpable porque casi se había olvidado de darles de comer.
– ¿Tenéis hambre, chicos? -dijo al entrar en su habitación. Con mucho cuidado, levantó la tapa de la pecera y la dejó a un lado. Luego cogió la cajita con la comida de un estante que había debajo de la pecera y midió cuidadosamente la cantidad en una cuchara de plástico. Marie le había insistido mucho en lo importante que era darles la cantidad justa de comida: «Ni demasiada ni demasiado poca.» Jesse distribuyó los copos multicolores por la superficie del agua y luego se agachó. Le gustaba ver cómo los peces subían a la superficie y le daban pequeños mordisquitos a la comida antes de volver a sumergirse. A veces, como ahora, hasta les hablaba:
– No os peleéis por la comida, que hay mucha.
Pero uno de los peces rayados, que estaba escondido detrás de una planta, no se movía; ni siquiera para comer. Jesse se incorporó y miró el pez desde arriba. Parecía enfermo. Estaba tumbado de costado y además tenía la barriga hinchada y la cola demasiado blanca y un poco pegajosa. Definitivamente, no se movía. Y, además, tenía algo raro en la cola. De repente, Jesse vio cómo uno de los guramis se acercaba al pez rayado y le daba un mordisco en la cola.
– ¡Oye!
Sin detenerse a pensar, Jesse metió las manos en la pecera, cogió el pececillo muerto y lo sacó. El agua goteaba contra el suelo mientras Jesse sostenía el pez en la palma de la mano y lo acariciaba suavemente con las yemas de los dedos.
– Vas a estar bien -dijo. Después lo volvió a meter en el agua con las dos manos. Abrió las manos justo debajo de la superficie y el pez empezó a nadar.