17

– Claro que nosotros no somos el Globe de Boston -puntualizó Vince-. Ni siquiera somos el Daily News de Bangor, pero Stephanie, cuando un hombre o una mujer descarrila de esta forma, por así decirlo, todo periodista, sea de gran ciudad o de pueblo, busca los motivos. No importa si el resultado es el envenenamiento de casi todos los asistentes a un picnic de la iglesia metodista o tan solo la desaparición sigilosa y posterior muerte de un marido un día laborable cualquiera. Ahora, de momento sin tener en cuenta dónde apareció ni la improbabilidad de cómo llegó hasta allí, quiero que me digas cuáles podrían ser esos motivos. Enuméramelos hasta que vea al menos cuatro de tus dedos levantados.

Hora de clase, pensó Stephanie, y a renglón seguido recordó algo que Vince le había dicho casi de pasada hacía un mes: Para tener éxito en el periodismo, no va mal tener una mente sucia, querida. En aquel momento le había parecido un comentario extraño, tal vez incluso casi senil, pero ahora creía comprenderlo un poco mejor.

– Sexo -empezó, extendiendo el dedo medio izquierdo, el de Colorado Kid-, es decir, otra mujer. -Levantó otro dedo-. Problemas económicos, bien deudas o robo.

– No te olvides de Hacienda -señaló Dave-. A veces la gente huye por piernas cuando tienen problemas con el Estado.

– Steffi no sabe lo pesados que pueden llegar a ser los de Hacienda -le recordó Vince-. No se lo puedes reprochar. Sigue, Steffi, vas bien.

Todavía no había levantado suficientes dedos para satisfacerlo, pero solo se le ocurría un motivo más.

– ¿La necesidad de empezar una nueva vida? -aventuró poco convencida y más bien para sus adentros-. No sé…, cortar todos los vínculos y empezar de nuevo como una persona distinta en un lugar distinto… -En aquel momento se le ocurrió otra posibilidad-. ¿Locura? -Ya tenía cuatro dedos en el aire, uno por el sexo, otro por el dinero, uno por el cambio y el cuarto por la locura; contempló este último con expresión dubitativa-. Puede que el cambio y la locura sean lo mismo…

– Puede -convino Vince-. Y podrías argumentar que la locura cubre toda clase de adicciones de las que la gente intenta huir. En ocasiones, este tipo de huida recibe el nombre de «remedio geográfico». Me refiero en concreto a las drogas y el alcohol. El juego es otra adicción a la que la gente intenta aplicar el remedio geográfico, pero supongo que podría clasificarse en el apartado de dinero.

– ¿Tenía problemas con el alcohol o las drogas?

– Arla Cogan aseguró que no, y creo que lo habría sabido. Y después de dieciséis meses de pensar en ello y teniendo en cuenta que su marido había muerto, creo que de saberlo me lo habría contado.

– Pero Steffi -terció Dave con suavidad-, si te paras a pensarlo, la locura tiene que intervenir de alguna forma en este asunto, ¿no crees?

Stephanie pensó en James Cogan, Colorado Kid, muerto en la playa de Hammock, con la espalda apoyada contra una papelera y un pedazo de carne alojado en su garganta, los ojos cerrados vueltos hacia Tinnock y el mar. Pensó en su mano aún curvada, como si sostuviera el resto de su tentempié nocturno, un trozo de filete que alguna gaviota hambrienta sin duda le arrebató, dejando tan solo un rastro pegajoso de arena en la grasa de la mano.

– Sí -asintió-, tiene que intervenir de alguna forma. ¿Lo sabía ella, su mujer?

Los dos hombres se miraron una vez más. Vince lanzó un suspiro y se frotó un lado de la delgada nariz.

– Tal vez, pero por entonces tenía que preocuparse por su propia vida, Steffi, la suya y la de su hijo. Cuando un hombre desaparece de este modo, la esposa que queda atrás tiende a pasarlas canutas. Arla recuperó su antiguo empleo en un banco de Boulder, pero no podía mantener la casa de Nederland…

– El Escondrijo de Hernando -murmuró Stephanie con una punzada de compasión.

– Eso. Se las apañó sin verse obligada a pedir prestado demasiado dinero a su familia y nada a la de él, pero se lo gastó casi todo en ahorrar para la formación universitaria del pequeño Michael. Cuando la vimos, Stephanie, me pareció que quería dos cosas, una práctica y una… espiritual, podríamos decir.

Se volvió hacia Dave con expresión dubitativa, y su amigo se encogió de hombros y asintió como para indicar que la palabra serviría.

Vince también asintió antes de proseguir.

– Quería acabar con la incertidumbre. ¿Su marido estaba vivo o muerto? ¿Ella estaba casada o era viuda? ¿Podía desterrar toda esperanza o tendría que albergar alguna un tiempo más? Quizá esto último te suene algo duro, y puede que lo sea, pero imagino que después de dieciséis meses, la esperanza debe de pesar mucho…, pero que mucho. En cuanto a lo práctico, era muy sencillo. Quería que la compañía de seguros pagara lo que le correspondía. Sé que Arla Cogan no es la única persona del mundo que odia a las compañías de seguros, pero yo la pondría en uno de los primeros lugares de la lista por la intensidad de su odio. Había seguido adelante, apañándoselas como podía, viviendo con Michael en un piso diminuto en Boulder, un cambio radical respecto a la hermosa casa de Nederland, dejando al niño en la guardería o en manos de canguros en las que no siempre estaba segura de poder confiar, trabajando en un empleo que en realidad no quería, acostándose sola cada noche después de tantos años de tener alguien contra quien acurrucarse, preocupada por las facturas, siempre atenta al indicador de la gasolina porque el combustible ya había empezado a subir…, y al mismo tiempo convencida en su fuero interno de que su marido había muerto. Pero la compañía de seguros no quería pagar por lo que ella sabía, no si no aparecía el cadáver y si no podía determinarse la causa de la muerte. No dejaba de preguntarme si esos «cabrones», siempre los llamaba así, podían llegar a «escaquearse», si podían hacerse los suecos alegando que su marido se había suicidado. Le contesté que nunca había oído hablar de nadie que se suicidara atragantándose adrede con un trozo de carne, y más tarde, cuando identificó formalmente la fotografía en presencia de Cathart, el forense le dijo lo mismo, lo cual pareció tranquilizarla un poco. Cathart intervino enseguida; prometió llamar al agente de seguros a Brighton, Colorado, explicarle lo de las huellas dactilares y la identificación, y así no dejar ningún cabo suelto. Al oírlo, Arla lloró bastante, en parte de alivio, en parte de gratitud y en parte de agotamiento, creo yo.

– Por supuesto -murmuró Stephanie.

– Luego la acompañé en el transbordador hasta la isla y la llevé al motel Red Roof -prosiguió Vince-. Fue allí donde te alojaste al llegar, ¿verdad?

– Sí -asintió ella.

Llevaba alrededor de un mes viviendo en una habitación alquilada, pero tenía intención de buscar algo más definitivo en octubre…, si es que aquellos dos viejos lobos de mar le permitían quedarse, claro está. Creía que sí. De hecho, estaba convencida de que en buena medida, todo aquello iba encaminado a su permanencia allí.

– A la mañana siguiente desayunamos los tres juntos -retomó Dave-, y como la mayoría de las personas que no han hecho nada malo y no tienen mucha experiencia con periodistas, habló con entera libertad, ajena a la posibilidad de que lo que dijera pudiera acabar publicado en primera plana. -Se detuvo un instante antes de continuar-: Y por supuesto, casi nada salió publicado. En ningún momento fue la clase de historia que se publica más allá del hecho principal, es decir, hombre hallado muerto en la playa de Hammock; el forense dictamina muerte accidental. Y por entonces, incluso aquello era agua pasada.

– No había línea argumental -terció Stephanie.

– Ni nada -exclamó Dave.

Acto seguido se echó a reír hasta que lo acometió un acceso de tos. Cuando este remitió, se enjugó los rabillos de los ojos con un enorme pañuelo color malva que se sacó del bolsillo trasero de los pantalones.

– ¿Qué les contó? -quiso saber Stephanie.

– ¿Qué podía contarnos? -replicó Vince-. Lo que hizo sobre todo fue preguntar. La única pregunta que le hice yo fue si el chervonetz era una especie de amuleto de la suerte, un recuerdo o algo por el estilo. -Lanzó un resoplido-. Menudo periodista estaba yo hecho aquel día.

– ¿El chevro…?-balbuceó Stephanie, incapaz de repetir la palabra.

– La moneda rusa que llevaba en el bolsillo entre las demás monedas -explicó Vince-. Era un chervonetz, una moneda de diez rublos. Le pregunté si la tenía como amuleto o algo por el estilo. Arla no tenía ni idea; me dijo que lo más cerca que Jim había estado de Rusia fue el día que alquilaron una película de James Bond titulada Desde Rusia con amor.

– Tal vez la encontró en la playa -aventuró Stephanie-. Se encuentra de todo en la playa.

En cierta ocasión, mientras paseaba por la playa de Little Hay, a unos tres kilómetros de la de Hammock, ella había encontrado un zapato de tacón, liso hasta el exotismo a causa de innumerables revolcones entre las olas y la arena.

– Es posible, sí -admitió Vince, mirándola con los ojos relucientes en sus profundas cuencas-. ¿Quieres saber las dos cosas que mejor recuerdo de la mañana después de su cita con Cathart en Tinnock?

– Por supuesto.

– Primero, que parecía muy descansada, y segundo, que comió de maravilla en el desayuno.

– Cierto -corroboró Dave-. Dice un viejo proverbio que el condenado dio cuenta de una copiosa comida, pero en mi opinión, nadie come con tantas ganas como el hombre (o la mujer) al que por fin se concede el indulto. Y en cierto modo, eso es lo que le había sucedido a ella. Quizá no supiera por qué su marido vino a nuestro rincón del mundo o qué le ocurrió una vez aquí, y creo que era consciente de que tal vez no llegara a saberlo nunca…

– Así es -atajó Vince-. Me lo dijo cuando la llevé de vuelta al aeropuerto.

– … pero sabía lo único que importaba, que su marido había muerto. Puede que en su fuero interno lo supiera desde el primer momento, pero su cerebro necesitaba que se lo confirmaran.

– Por no hablar de los pelmazos de la compañía de seguros -añadió Dave.

– ¿Llegó a cobrar? -quiso saber Stephanie.

– Sí, señora -asintió Dave con una sonrisa-. Se hicieron un poco los remolones, porque esos tipos tienden a darse mucha prisa en vender y muy poca en pagar, pero acabaron apoquinando. Nos dijo que sin nosotros habría seguido sumida en la incertidumbre y que la compañía de seguros seguiría afirmando que James Cogan podía seguir vivo en Brooklyn o en Tánger.

– ¿Qué clase de preguntas les hizo?

– Las previsibles -contestó Vince-. Lo primero que quiso saber era adonde fue al desembarcar del transbordador, pero no lo sabíamos. Preguntamos por ahí, ¿verdad, Dave?

Dave Bowie asintió.

– Pero nadie recordaba haberlo visto -continuó Vince-. Por supuesto, a aquella hora ya casi era noche cerrada, así que es lógico que nadie lo viera. En cuanto a los otros pasajeros, y en esa época del año hay pocos, sobre todo en el último transbordador del día, sin duda se dirigieron de inmediato a sus coches aparcados en Bay Street, arrebujados en sus abrigos para protegerse del viento procedente del mar.

– Y también preguntó por su cartera -señaló Dave-. Lo único que pudimos decirle era que nadie la había encontrado…, o al menos nadie la había entregado a la policía. Supongo que es posible que alguien se la sacara del bolsillo en el transbordador, se quedara con el dinero y la arrojara por la borda.

– Y también es posible que las vacas vuelen, pero no probable -espetó Vince con sequedad-. Si llevaba dinero en la cartera, ¿por qué tenía más, diecisiete dólares en billetes, en el bolsillo del pantalón?

– Por si las moscas -aventuró Stephanie.

– Tal vez -reconoció Vince-, pero no me cuadra. Y francamente, la idea de un carterista trabajándose el transbordador de las seis entre Tinnock y la isla me resulta más increíble que la de un ilustrador de una agencia publicitaria de Denver alquilando un avión privado para viajar hasta Nueva Inglaterra.

– En cualquier caso, no supimos decirle qué había sido de la cartera -recordó Dave-, ni adonde habían ido a parar su abrigo y su americana, ni por qué lo encontraron sentado en una playa ataviado tan solo con pantalones y camisa.

– ¿Y los cigarrillos? -preguntó Stephanie-. Apuesto algo a que despertaron su curiosidad.

Vince lanzó una breve carcajada.

– Curiosidad no es la palabra adecuada. Aquel paquete de cigarrillos estuvo a punto de volverla loca. No entendía por qué llevaba encima un paquete. Y no hizo falta que nos asegurara que Jim no era la clase de persona que dejaba de fumar durante un tiempo para luego volver a viciarse. Cathart examinó a conciencia sus pulmones durante la autopsia, por motivos que sin duda entenderás…

– Quería asegurarse de que no se había ahogado a fin de cuentas -aventuró Stephanie.

– Exacto -repuso Vince-. Si el doctor Cathart hubiera encontrado agua en los pulmones por debajo del pedazo de carne, habría indicado que alguien había intentado enmascarar el modo en que había muerto el señor Cogan. Y si bien ello no habría demostrado que se había cometido un asesinato, sí habría abierto esa posibilidad. Pero Cathart no encontró agua en los pulmones de Cogan ni tampoco indicio alguno de que fumara. Estaban muy limpios y rosaditos, según nos dijo. Sin embargo, en algún lugar entre el edificio de oficinas de Cogan y el aeropuerto de Stapleton, y pese a la enorme prisa que sin duda tenía, debió de pedir al conductor que parara para que pudiera comprar un paquete. O eso o ya los tenía preparados de antes, que es lo que creo. Quizá junto con la moneda rusa.

– ¿Se lo dijo a ella? -inquirió Stephanie.

– No -denegó Vince, y justo en aquel momento sonó el teléfono-. Perdonad -se disculpó antes de ir a contestar.

Habló durante unos instantes, dijo que sí un par de veces, colgó y regresó haciendo unos cuantos estiramientos de espalda.

– Era Ellen Dunwoodie -explicó-. Está lista para hablar del gran trauma que ha sufrido al arrancar la boca de incendios y quedar completamente en ridículo, palabras textuales. No creo que aparezcan en mi trepidante relato de los hechos, pero en fin. En cualquier caso, será mejor que vaya a su casa pronto para escuchar la historia mientras aún la tiene fresca en la memoria y antes de que decida ponerse a hacer la cena. Menos mal que ella y su hermana cenan tarde, porque si no me quedaría con dos palmos de narices.

– Y yo tengo que ponerme con esas facturas -añadió Dave-. Tengo la sensación de que hay una docena más que cuando hemos salido a comer al Gull. Te juro que cuando las dejas solas encima de la mesa, se reproducen.

Stephanie los miró con expresión alarmada.

– No pueden parar ahora. No pueden dejarme así.

– No nos queda otro remedio -aseguró Vince con suavidad-. Nosotros hemos «estado así», como tú dices, durante veinticinco años. En esta historia no hay ninguna secretaria despechada.

– Ni luces reflejadas en las nubes -agregó Dave-. Ni siquiera un triste Teodore Riponeaux, ese pobre marinero asesinado por un presunto tesoro de piratas y abandonado sobre cubierta en medio de un charco de sangre después de que los asesinos arrojaran a todos sus compañeros por la borda… ¿Y por qué? Pues como advertencia a futuros cazadores de tesoros, sí, señor. Eso sí que es una línea argumental bien recta, querida.

Dave esbozó una sonrisa que se desvaneció al instante.

– Pero en el caso de Colorado Kid no hay nada parecido; las cuentas no tienen cuerda donde ensartarlas, ni a Sherlock Holmes o Ellery Queen para encargarse de hacer el collar. Tan solo hay dos periodistas con unas cien noticias que cubrir a la semana. Ninguna de ellas es gran cosa según el listón del Globe de Boston, pero sí son historias que a la gente de la isla le gusta leer. Lo cual me recuerda… ¿No ibas a hablar con Sam Gernerd para averiguar todos los detalles de su famoso Acarreo de Heno, Baile y Picnic?

– Sí, iba a hacerlo…, voy a hacerlo…, ¡quiero hacerlo! ¿Ustedes lo entienden? ¿Entienden que de verdad quiera hablar con él sobre semejante idiotez?

Vince Teague estalló en carcajadas que Dave no tardó en corear.

– Pues sí -asintió Vince cuando recobró el habla-. No sé qué pensaría el decano de tu facultad de periodismo, Steffi, lo más probable es que se echara a llorar, pero yo sé que quieres hablar con él. -Se volvió hacia Dave-. Los dos lo sabemos.

– Y yo sé que tienen ustedes otros asuntos que atender, pero sin duda tendrán alguna idea…, alguna teoría… después de tantos años… -Los miró con expresión quejumbrosa-. ¿O no?

Los dos periodistas cambiaron la enésima mirada del día, y Stephanie percibió de nuevo aquella comunicación telepática, aunque en esta ocasión no alcanzó a adivinar qué pensamiento transportaba. Al poco, Dave se volvió de nuevo hacia ella.

– ¿Qué es lo que quieres saber en realidad, Stephanie? Dínoslo.

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