El sol aún caldeaba, el aire era fresco, la brisa transportaba una dulce fragancia a sal además del sonido de campanas, bocinas y olas lamiendo roca. Eran sonidos de los que Stephanie se había enamorado en cuestión de semanas. Los dos hombres se sentaron a ambos lados de su silla, y aunque ella no lo sabía, por la mente de los dos cruzó más o menos el mismo pensamiento: La edad flanquea la belleza. Aquel pensamiento no tenía nada de malo, pues ambos sabían que sus intenciones eran del todo justificadas. Estaban convencidos de que Stephanie podía llegar a ser muy buena en su profesión y de que estaba deseosa de aprender. La combinación de belleza y ambición siempre daba ganas de enseñar.
– Bueno -empezó Vince en cuanto se hubieron sentado-. Piensa en los misterios sin resolver que hemos contado a Hanratty durante la comida. El Pretty Lisa, las Luces Costeras, los Mormones Errantes, el envenenamiento de Tashmore… Dime qué tienen en común todos ellos.
– Que todos son misterios sin resolver.
– Vuelve a intentarlo, querida. Me decepcionas -declaró Dave.
Stephanie lo miró y comprendió que no bromeaba.
Bueno, era una respuesta bastante evidente, habida cuenta de la razón por la que Hanratty los había invitado a comer: la serie de ocho artículos (tal vez incluso diez, había dicho Hanratty, si hallaba suficientes historias peculiares), que el periódico quería publicar entre septiembre y Halloween.
– ¿Que de todos ellos se ha hablado hasta la saciedad? -aventuró.
– Eso está un poco mejor -dijo Vince-, pero sigues sin decirnos nada nuevo. Pregúntate una cosa, jovencita. ¿Por qué se ha hablado de ellos hasta la saciedad? ¿Por qué un periódico de Nueva Inglaterra desentierra la historia de las Luces Costeras al menos una vez al año y la ilustra con un puñado de fotos borrosas sacadas hace más de medio siglo? ¿Por qué una revista regional como Yankee o Coast entrevista a Clayton Riggs o a Ella Ferguson al menos una vez al año, como si de repente fueran a salirles cuernos y de sus labios fuera a brotar alguna novedad espectacular?
– No conozco a esas personas -confesó Stephanie.
Vince se golpeó la nuca con la mano.
– Ay, qué tonto soy; olvido una y otra vez que no eres de aquí.
– ¿Debo tomarme eso como un cumplido?
– Podrías…, no, de hecho, deberías. Clayton Riggs y Ella Ferguson fueron los únicos que tomaron café con hielo en el lago Tashmore y no murieron envenenados. La Ferguson está bien, pero Riggs tiene todo el lado izquierdo del cuerpo paralizado.
– Qué horror. ¿Y los entrevistan a menudo?
– Pues sí. Han pasado quince años y creo que cualquier persona con dos dedos de frente sabe que nunca detendrán a nadie por aquel delito (ocho personas envenenadas a orillas del lago y seis de ellas muertas), pero Ferguson y Riggs siguen apareciendo en la prensa, cada vez más chochos, claro está. «¿Qué sucedió aquel día?» o «Terror a la orilla del lago» o…, bueno, ya te haces una idea. Tan solo es una historia que a la gente le gusta escuchar, como La caperucita roja o Los tres cerditos. La cuestión es… por qué.
Pero Stephanie ya había avanzado otro paso.
– Hay algo, ¿verdad? -dijo-. Una historia que no le han contado. ¿De qué se trata?
De nuevo cambiaron aquella mirada tan característica, y esta vez Stephanie no se acercó siquiera a adivinar el pensamiento que la acompañaba. Los tres estaban sentados en sillas de jardín idénticas, Stephanie con las manos apoyadas en los brazos de la suya. En aquel instante, Dave le palmeó una de ellas.
– No nos importa contártela, ¿verdad, Vince?
– No -convino Vince, y de nuevo su rostro se llenó de arrugas cuando lo elevó sonriente hacia el sol.
– Pero si quieres ir en el transbordador, tendrás que llevarle una taza de té al timonel. ¿Te suena?
– Sí, de algo -repuso Stephanie, recordando uno de los viejos discos de su madre que se amontonaban en el desván.
– Vale, pues entonces contéstame a una pregunta. A Hanratty no le interesan esas historias porque están más vistas que el tebeo. ¿A qué crees que se debe?
Stephanie se devanó los sesos, y de nuevo los dos ancianos esperaron, disfrutando por el mero hecho de observarla.
– Bueno… -dijo Stephanie al fin-. Supongo que a la gente le gusta escuchar historias escalofriantes en las noches de invierno, sobre todo con las luces encendidas y un buen fuego en el hogar. Historias sobre lo…, bueno, ya saben, lo desconocido.
– ¿Cuántas cosas desconocidas por historia, querida? -preguntó Vince Teague en voz baja, pero con una mirada penetrante.
Stephanie abrió la boca para responder que al menos seis, pensando en el Envenenador del Picnic, pero volvió a cerrarla al instante. Aquel día habían muerto seis personas a orillas del lago Tashmore, pero las había matado una sola dosis de veneno administrada por una sola mano. No sabía cuántas Luces Costeras habían llegado a verse, pero estaba convencida de que la gente lo consideraba un solo fenómeno, así que…
– ¿Una? -aventuró, sintiéndose como una participante en la final de algún concurso televisivo-. ¿Una cosa desconocida por historia?
Vince la señaló con el dedo al tiempo que su sonrisa se ensanchaba aún más, y Stephanie se relajó. Aquello no era la escuela en realidad, y los dos hombres no la apreciarían menos si fallaba una respuesta, pero con el tiempo había llegado a ansiar su aprobación como solo había ansiado la de sus mejores profesores en el instituto y la universidad, los docentes comprometidos de forma incondicional con su misión.
– El otro factor es que la gente tiene que creer que «debe de» haber alguna explicación y estar bastante convencidos de saber de qué se trata -intervino Dave-. En el caso del Pretty Lisa, por ejemplo, que encalló al sur de Dingle Nook, en la isla Smack, en 1926…
– 1927 -corrigió Vince.
– Bueno, pues 1927, listillo. Teodore Riponeaux seguía a bordo, pero fiambre, mientras que de los otros cinco no había ni rastro. Y si bien no encontraron restos de sangre ni indicios de lucha, la gente dice que debían de ser piratas, así que ahora circulan historias según las cuales tenían un mapa del tesoro y encontraron oro enterrado y los tipos que lo custodiaban se los cargaron y bla bla bla.
– O que acabaron peleándose entre ellos -terció Vince-. Esa ha sido siempre una de las versiones más populares del misterio del Pretty Lisa. La cuestión es que algunas personas cuentan historias que a otros les gusta escuchar, pero Hanratty es lo bastante listo para saber que a su jefe le importarían un comino esos cuentos tan manidos.
– Puede que dentro de otros diez años vuelvan a resultar interesantes -comentó Dave-, porque tarde o temprano, todo lo viejo vuelve a ser nuevo. Quizá no te lo creas, Steffi, pero es cierto.
– Sí que me lo creo -aseguró ella mientras se preguntaba si la canción que había mencionado Vince era de Al Stewart o Cat Stevens.
– Luego tenemos las Luces Costeras -continuó Vince-, y puedo decirte exactamente por qué siempre ha sido uno de los favoritos. Existe una fotografía de ellas…, probablemente nada más que las luces de Ellsworth reflejadas en las nubes bajas acumuladas de forma que les conferían aspecto de platillos volantes, y debajo se ve al equipo entero de la liga infantil de béisbol de Hancock Lumber mirándolas, todos ellos vestidos con el uniforme.
– Y un niño pequeño las señala con el guante -añadió Dave-. Es el toque de gracia. Y todos los demás miran y dicen «Vaya, deben de ser extraterrestres que han venido a echar un vistazo al Gran Pasatiempo Americano. Pero aun así, es algo desconocido, en este caso con fotografías interesantes sobre las que poder hacer conjeturas para que la gente pueda hablar de ello una y otra vez».
– Pero no el Globe de Boston -señaló Vince-, aunque tengo la sensación de que podrían recurrir a esa historia en caso de apuro.
Ambos ancianos se echaron a reír como hacen los viejos amigos.
– Así que puede que conozcamos uno o dos misterios sin resolver… -prosiguió Vince.
– De eso nada -atajó Dave-. Conocemos al menos uno, querida, pero sin el factor «debe de»…
– Bueno, el filete -interrumpió Vince, aunque poco convencido.
– Ya, bueno, pero incluso eso es un misterio, ¿no? -replicó Dave.
– Cierto -convino Vince con voz y expresión ahora incómodas.
– No entiendo nada -declaró Stephanie.
– Pues la historia de Colorado Kid
[1] tampoco se entiende -dijo Vince-, razón por la cual no tendría cabida en el Globe de Boston. Para empezar, contiene demasiados elementos desconocidos y ni un solo «debió de». -Se inclinó hacia delante y clavó en ella sus azules ojos norteños-. Quieres ser periodista, ¿verdad?
– Ya sabe que sí -respondió Stephanie, sorprendida.
– Pues entonces voy a contarte un secreto que casi todos los periodistas que llevan un tiempo en esto saben: En la vida real, la cantidad de historias hechas y derechas, es decir, con introducción, nudo y desenlace, es mínima o nula. Pero si eres capaz de dar a tus lectores un solo elemento desconocido (dos a lo sumo) e incluir lo que Dave llama un «debió de», tus lectores se contarán la historia a sí mismos. Increíble, ¿verdad?
– Pongamos el Envenenamiento del Picnic como ejemplo. Nadie sabe quién mató a esa gente. Lo que sí se sabe es que Rhoda Parks, secretaria de la iglesia metodista de Tashmore, y William Blakee, el pastor de la iglesia metodista en cuestión, tuvieron una breve aventura seis meses antes de los envenenamientos. Blakee estaba casado y rompió con Rhoda. ¿Me sigues?
– Sí -asintió Stephanie.
– Lo que también se sabe es que Rhoda Parks llevó muy mal la ruptura, al menos durante un tiempo, según contó su hermana. Y lo tercero que se sabe es que tanto Rhoda Parks como William Blakee tomaron café con hielo envenenado aquel día y murieron. Así pues, ¿cuál es el «debió de» de esta historia? Venga, deprisa.
– Rhoda debió de envenenar el café para matar a su amante por dejarla tirada y luego bebió de él para quitarse la vida. En cuanto a los otros cuatro más los dos que solo enfermaron, fueron… ¿Cómo se dice? Ah, sí, daños colaterales.
Vince chasqueó los dedos.
– Exacto, esa es la historia que se cuenta la gente. Los periódicos y las revistas nunca la han publicado porque no hace falta; saben que la gente es capaz de atar cabos. ¿Qué pega tiene la historia? Deprisa.
Pero esta vez Stephanie estaba convencida de que no encontraría la respuesta. Estaba a punto de objetar que no conocía el caso en suficiente profundidad para dar con la solución cuando Dave se levantó, se acercó a la baranda del porche para contemplar Tinnock, situado al otro lado del canal y dijo como quien no quiere la cosa:
– Seis meses es mucho tiempo, ¿no te parece?
– Pero dicen que la venganza es un plato que se sirve frío -puntualizó Stephanie.
– Cierto -corroboró Dave en el mismo tono casual-, pero cuando matas a seis personas, sin duda lo haces por algo más que simple venganza. No digo que sea imposible, solo que podría haber otra explicación. Al igual que las Luces Costeras tal vez eran luces reflejadas en las nubes… o algún aparato ultrasecreto que las Fuerzas Aéreas estaban probando desde la base de Bangor…, o quién sabe…, quizá sí fueran unos hombrecillos verdes con ganas de comprobar si los chicos del equipo de Maderas Hancock eran capaces de dar una paliza al equipo de Talleres Tinnock.
– Por regla general, la gente inventa una historia y se atiene a ella -intervino Vince-. Es fácil hacerlo siempre y cuando exista un solo factor desconocido, es decir, un envenenador, un grupo de luces misteriosas, una embarcación encallada y con casi toda la tripulación desaparecida… Pero en el caso de Colorado Kid todo eran factores desconocidos, y por eso no había historia. -Hizo una pausa-. Era como ver salir un tren de la chimenea o que una mañana aparezcan varias cabezas de caballo en tu jardín. Nada del otro jueves, pero raro sí. Y esas cosas… -Meneó la cabeza-. A la gente no le gustan esas cosas, Steffi. No quieren esas cosas. Una ola es bonita cuando la ves romper en la playa, pero demasiadas olas hacen que te marees.
Stephanie contempló el mar centelleante, surcado de olas, aunque ese día no demasiado altas, y meditó unos instantes.
– Hay algo más -anunció Dave tras un silencio.
– ¿Qué? -preguntó ella.
– Es nuestra historia -dijo con una intensidad sorprendente que casi se le antojó furia-. Un tipo del Globe, un forastero, no haría más que echarla a perder. No entendería nada.
– ¿Y usted sí? -quiso saber Stephanie.
– No -confesó Dave antes de volver a sentarse-. Ni falta que me hace, querida. En lo tocante a Colorado Kid me parezco un poco a la Virgen María después de dar a luz al Niño Jesús. La Biblia dice algo así como «Pero María guardó silencio y ponderó aquellas cosas en su fuero interno». A veces es lo mejor que se puede hacer con los misterios.
– Pero ¿me lo van a contar?
– ¡Por supuesto, señorita! -exclamó el hombre como si la pregunta lo sorprendiera y también, pensó Stephanie, como si acabara de despertar de un sueño-. Eres una de nosotros, ¿verdad, Vince?
– Cierto -asintió Vince-. Pasaste la prueba en algún momento del verano.
– ¿Ah, sí? -dijo ella, de nuevo absurdamente feliz-. ¿Cómo? ¿Qué prueba?
Vince sacudió la cabeza.
– No te lo puedo decir, querida. Solo tienes que saber que en un momento dado empezamos a darnos cuenta de que valías mucho. -Miró a Dave, que asintió, y se concentró de nuevo en Stephanie-. Bueno, ahí va la historia de la que no hemos hablado durante la comida. Nuestro propio misterio sin resolver, la historia de Colorado Kid.