Porque esto debe ser siempre un secreto, oculto a todos los demás, entre tú y yo.
Lewis Carroll,
Alicia en el país de las maravillas
Bud Mitchell conducía su Ford Explorer por Dune Road. Un poco más adelante había un cartel que decía «Cupsogue Beach County Park: abierto del amanecer al anochecer». Caía la noche. Bud condujo su coche por un aparcamiento desierto, en cuyo extremo más alejado había un amplio sendero natural que estaba parcialmente bloqueado por una cancela. Un cartel decía: «Prohibido el paso de vehículos.»
– ¿Estás segura de que quieres hacer esto? -le preguntó a la mujer que estaba sentada a su lado.
– Sí. Es excitante… -contestó Jill Winslow.
Bud asintió con escaso entusiasmo. Sorteó la cancela y avanzó por el sendero arenoso, flanqueado por dunas altas cubiertas de matorrales.
El hecho de mantener una relación extramatrimonial debería haber sido suficientemente excitante para ambos, pensó él, pero Jill no lo veía del mismo modo. Para ella, engañar a su marido sólo merecía la pena si el sexo, el romance y la excitación eran mejores que en casa. Para él, la excitación se derivaba del tabú que significaba acostarse con la esposa de otro.
Cuando iba a cumplir los cuarenta años, Bud Mitchell había llegado a la sorprendente conclusión de que las mujeres eran diferentes. Ahora, cinco años más tarde y después de dos años de relaciones con Jill, se daba cuenta de que las fantasías de ambos no casaban del todo. A pesar de ello, Jill Winslow era una mujer hermosa, complaciente y, lo que era más importante, era la esposa de otro hombre, y ella quería mantenerlo así. Para él, sexo seguro significaba hacerlo con una mujer casada.
Un estímulo añadido para Bud era la circunstancia de que su esposa, Aliene, y él se movían en los mismos círculos sociales que Jill y su marido, Mark. Cuando los cuatro estaban juntos en alguna reunión, Bud sentía exactamente lo opuesto a la incomodidad o la culpa. Se sentía genial, su ego no tenía límites y se deleitaba en su secreto conocimiento de que había visto cada centímetro del hermoso cuerpo desnudo de Jill Winslow.
Pero no se trataba de algo tan secreto, por supuesto, o no habría sido tan excitante ni divertido. Al principio de su aventura, cuando a ambos les preocupaba la posibilidad de que alguien los descubriese, se habían jurado que no revelarían a nadie su secreto. Pero, andando el tiempo, ambos habían confesado que habían hecho confidencias a algunos amigos íntimos con el único propósito de disponer de pretextos verosímiles para justificar sus ausencias de casa. Bud no dejaba de preguntarse quiénes de sus amigas estaban al tanto de su relación y en las reuniones sociales se divertía tratando de adivinarlo.
Ambos habían viajado en sus respectivos coches desde sus domicilios, en la Costa Dorada de Long Island, a unos cien kilómetros de Westhampton, y Jill había dejado su automóvil en el aparcamiento del pequeño pueblo donde se habían encontrado. Luego continuaron viaje juntos hasta un hotel en el Explorer de Bud. Él ya le había preguntado cuál había sido su excusa en esa ocasión para ausentarse de casa y había recibido una respuesta de una sola palabra, de modo que insistió.
– ¿Dónde se supone que estás esta noche?
– Cenando con una amiga que tiene una casa en East Hampton. Y mañana iremos de compras -dijo, y añadió-: Esa parte es verdad, tú tienes que estar de vuelta en tu casa por la mañana.
– ¿Esa amiga es de fiar?
Ella dejó escapar un suspiro de exasperación.
– Sí. No te preocupes.
– Vale.
Bud había advertido que Jill jamás le preguntaba cuál era su pretexto, como si, cuanto menos supiese, mejor. Sin embargo, se lo dijo:
– Yo estoy con un grupo de amigos pescando en alta mar. En el océano, la cobertura de los móviles es muy mala.
Jill se encogió de hombros.
Bud Mitchell comprendió que, a su manera, tanto Jill como él amaban a sus ligeramente aburridos cónyuges, amaban a sus hijos y sus confortables vidas de clase media alta. También se amaban el uno al otro, o decían que se amaban; pero no lo suficiente como para echarlo todo por la borda para estar juntos siete días a la semana. Tres o cuatro veces por mes parecía satisfacer las necesidades de ambos.
El sendero acababa en una gran duna y Bud detuvo el coche.
– Vayamos hacia la playa -dijo Jill.
Bud se apartó del sendero de arena y enfiló hacia el mar.
El Explorer descendió una suave pendiente entre matorrales bajos y juncos. Detuvo el coche en el extremo más bajo de la pequeña colina de arena, donde el coche no podía verse desde el sendero. El reloj del salpicadero señalaba las 19.22.
El sol se sumergía en el océano Atlántico. Bud vio que el mar estaba tranquilo como un estanque. El cielo estaba despejado, excepto por algunas nubes dispersas.
– Una hermosa noche -le dijo a Jill.
Ella abrió la puerta de su lado y bajó del coche. Bud apagó el motor y la siguió.
Ambos examinaron la amplia extensión de arena blanca que acababa en el borde del mar a unos cuarenta metros. El agua brillaba con reflejos dorados bajo el sol crepuscular y una suave brisa que llegaba de tierra adentro mecía las hierbas de las dunas.
Bud echó un vistazo a su alrededor para comprobar que estaban solos. Dune Road era la única vía de entrada y salida de aquella lengua de arena. Sólo había visto algunos coches que abandonaban las playas y emprendían el regreso a Westhampton, pero ninguno se dirigía hacia donde se encontraban ellos.
La estrecha lengua de arena terminaba a unos cientos de metros en dirección al oeste, en Moriches Bay y, al otro lado de la cala, podía verse el borde del Smith Point County Park, en Fire Island.
Era miércoles, de modo que los que habían pasado el fin de semana en los Hamptons ya habían vuelto a la ciudad, y cualquiera que hubiese permanecido en la zona estaría disfrutando de la hora del cóctel. Además, se encontraban a casi un kilómetro de donde se suponía que los coches debían detenerse.
– Creo que tenemos toda la playa sólo para nosotros -dijo Bud.
– Eso fue lo que te dije.
Jill rodeó el Explorer y abrió el maletero. Bud se reunió con ella y entre ambos sacaron algunas cosas, entre ellas, una manta, una pequeña nevera, una cámara de vídeo y un trípode.
Encontraron una pequeña hondonada entre dos altas dunas cubiertas de hierba y Jill extendió la manta y dejó la nevera mientras Bud instalaba el trípode y la cámara de vídeo. Quitó el protector de la lente, miró a través del visor y apuntó la cámara hacia Jill, quien estaba sentada, descalza y con las piernas cruzadas sobre la manta. Los últimos destellos del sol poniente iluminaban la escena y Bud ajustó el zoom y pulsó el botón de grabar.
Se reunió con Jill sobre la manta mientras ella descorchaba una botella de vino blanco, frío. Él sacó dos copas de la nevera y ella las llenó.
Brindaron.
– Por los atardeceres de verano, por nosotros, juntos -dijo él.
Luego bebieron y se besaron.
Ambos eran conscientes de la presencia de la cámara de vídeo, que estaba grabando sus imágenes y voces. Se mostraban un tanto cohibidos. Jill fue la primera en romper el hielo.
– ¿Vienes aquí a menudo? -preguntó.
Bud sonrió antes de responder.
– Es la primera vez. ¿Y tú?
Ambos sonrieron y el silencio se volvió casi incómodo. A Bud no le gustaba que la cámara estuviera enfocándolos, pero podría ver el lado positivo, más tarde, cuando regresaran a la habitación del hotel en Westhampton y disfrutasen de la cinta mientras hacían el amor en la cama. Tal vez no fuese una idea tan mala.
Bebieron una segunda copa de vino y, consciente de que la luz menguaba rápidamente, Jill puso manos a la obra. Dejó su copa en la nevera, se levantó y se quitó el top.
Bud también se levantó y se quitó la camisa.
Jill dejó caer sus pantalones cortos de color caqui y los apartó con el pie. Se quedó de pie unos segundos cubierta solamente con el sujetador y las bragas mientras Bud se desvestía. Luego se quitó el sujetador y deslizó las bragas hacia los tobillos. Miró a la cámara, alzó los brazos en el aire, se giró un par de veces para mostrarse bien y exclamó:
– ¡Tachán!
Luego hizo una reverencia ante la cámara.
Se abrazaron y comenzaron a besarse mientras sus manos recorrían sus cuerpos desnudos.
Jill se encargó de mover a Bud hacia los ángulos más adecuados para que el objetivo los captase, luego se volvió hacia la cámara y dijo:
– Mamada. Toma uno.
Se puso de rodillas y comenzó a practicarle sexo oral.
Bud se puso rígido y sintió que se le aflojaban las rodillas. No sabía muy bien qué hacer con las manos, de modo que las apoyó sobre la cabeza de Jill y deslizó los dedos por su pelo liso y castaño.
Jill se meció sobre sus caderas y volvió a mirar hacia la cámara. Hizo un gesto con la mano y dijo:
– Corten. Escena dos. -Se apoyó sobre las manos y las rodillas mirando a la cámara.
Bud esbozó una sonrisa forzada, sabiendo que la cámara estaba captando la expresión de su rostro. Él quería parecer feliz cuando contemplasen las imágenes más tarde. Pero, a decir verdad, se sentía entre incómodo y estúpido.
Podía mostrarse un tanto tosco con los demás, mientras que ella era habitualmente afable y reservada, siempre con una sonrisa o alguna ocurrencia. En la cama, sin embargo, él no dejaba de sorprenderse con sus fantasías sexuales.
Ella sintió que él estaba a punto de correrse, se apartó y se tendió de espaldas.
– Escena tres. Vino, por favor -dijo.
Bud estiró el brazo y cogió la botella.
Ella se echó hacia atrás y levantó las piernas.
– Hora de catar a la chica. -Jill abrió las piernas y añadió-: Échamelo por encima.
Bud dejó caer el líquido blanco entre las piernas de Jill y luego, sin más indicaciones, enterró su lengua en ella.
Ahora Jill respiraba agitadamente, pero aun así se las ingenió para decir:
– Espero que hayas apuntado la cámara en la dirección correcta.
Bud alzó la cabeza para respirar y echó un vistazo a la cámara.
– Sííí.
Ella cogió la botella y echó el resto del vino sobre su cuerpo desnudo.
– Lame.
Él lamió el vino que se derramaba por su vientre duro y sus pechos, y deslizó la lengua por sus pezones.
Después de unos minutos, ella se sentó en la manta y dijo:
– Estoy toda pringosa. Vamos a darnos un baño.
Bud se puso de pie.
– Creo que sería mejor que nos marchásemos. Nos ducharemos en el hotel.
Ella no hizo caso, subió a la cima de la duna que los protegía y contempló el océano.
– Venga. Coloca la cámara aquí arriba, para que pueda filmarnos cuando nos bañemos desnudos.
Bud sabía que era mejor no discutir, de modo que se dirigió hacia la cámara e interrumpió la filmación. Cogió cámara y trípode y los llevó hasta la parte superior de la duna, donde enterró las patas del trípode en la arena.
Bud miró la arena, el océano y el cielo. El horizonte aún estaba débilmente iluminado por los últimos rayos de sol, pero ahora el color del agua oscilaba entre el azul oscuro y el morado. En el cielo habían aparecido las primeras estrellas. Bud advirtió las luces centelleantes de un avión que volaba a gran altura y el brillo de un barco de grandes dimensiones que se recortaba en el lejano horizonte. La brisa soplaba ahora con más fuerza y enfriaba su cuerpo desnudo y cubierto de sudor.
Jill miró a través del visor y ajustó el fotómetro para luz escasa, luego fijó el autofoco en infinito y el control de zoom en máximo. Pulsó el botón para grabar y dijo:
– Esto es tan hermoso…
– Tal vez no deberíamos bajar a la playa desnudos -dijo Bud-. Podría haber gente.
– ¿Y qué? Siempre que no los conozcamos… ¿a quién le importa?
– Sí, pero cojamos algo de ropa…
– Vive peligrosamente, Bud.
Jill echó a correr entre saltos por la ladera de la duna, hasta llegar a la playa.
Bud la observó, maravillado ante su cuerpo de formas perfectas, mientras ella continuaba su carrera hacia el mar.
Jill se volvió y gritó:
– ¡Venga!
Él también se lanzó por la ladera de la duna y corrió por la playa hacia donde estaba Jill. Se sintió estúpido corriendo desnudo por la arena y con su cosa agitándose en el aire.
La alcanzó cuando ella entraba en el agua y Jill se volvió hacia la cámara, que estaba registrando la escena desde lo alto de la duna. Agitó la mano y gritó:
– Bud y Jill nadando entre los tiburones.
Luego cogió a Bud de la mano y ambos se adentraron en las tranquilas aguas del océano.
El escalofrío inicial dejó paso a una agradable sensación de limpieza. Se detuvieron cuando el agua salada les llegó a las caderas y ambos se mojaron el uno al otro por delante y por detrás.
Jill se quedó contemplando el océano.
– Esto es realmente mágico.
Bud estaba junto a ella y ambos permanecieron hipnotizados por el mar, suave y cristalino, y el cielo rojizo que se extendían ante ellos.
Bud reparó, a su derecha, en las luces titilantes de un avión, aproximadamente a doce o quince kilómetros de Fire Island y a una altitud de tal vez cuatro o cinco mil metros. Bud continuó observando el avión a medida que se acercaba. Los últimos rayos del sol crepuscular se reflejaban en sus alas. El aparato dejaba un rastro de cuatro estelas blancas en el cielo azul oscuro y Bud supuso que había despegado del aeropuerto Kennedy, situado a unos cien kilómetros al oeste, y que se dirigía a Europa. El momento era propicio para el romance, de modo que dijo:
– Me gustaría estar en ese avión contigo, viajando a París o Roma.
Ella se echó a reír.
– Estás muerto de miedo cuando te marchas una hora a un motel escondido. ¿Cómo explicarías un viaje a París o Roma?
Bud se sintió molesto.
– No estoy muerto de miedo -dijo-. Sólo soy prudente. Por ti. Vamos.
– En un minuto. -Le pellizcó una nalga-. Esta cinta de vídeo hará que salgan llamas del televisor.
Él aún estaba molesto y no le contestó.
Ella le cogió el pene.
– Hagámoslo aquí -dijo.
– Eh…
Bud miró hacia ambos lados de la playa, luego hacia la cámara que estaba en lo alto de la duna, dirigida hacia ellos.
– Venga. Antes de que aparezca alguien. Como en la escena de Aquí a la eternidad.
Él tenía un millón de buenas razones por las que no deberían hacer el amor en la playa, pero Jill sujetaba con fuerza la única buena razón por la que deberían hacerlo.
Ella lo cogió de la mano y lo llevó hasta la orilla, donde la espuma lamía suavemente la arena húmeda.
– Túmbate -le dijo.
Bud se tumbó en la arena donde el mar lamía una y otra vez su cuerpo desnudo. Ella se colocó a horcajadas encima de él y se introdujo el pene. Hicieron el amor lenta y rítmicamente, como a ella le gustaba, encima de él y haciendo la mayor parte del trabajo según su voluntad.
Bud estaba ligeramente distraído por la espuma salada que le bañaba el rostro y también un poco ansioso por el hecho de estar tan expuestos en aquella playa abierta. Pero un minuto más tarde, el tamaño de su mundo se redujo al área que había entre sus piernas y no hubiese sido capaz de notar la presencia de un tsunami abatiéndose sobre él.
Un momento después ella alcanzó el clímax y él eyaculó en su interior.
Jill permaneció tendida encima de él, respirando agitadamente durante unos segundos, luego se incorporó y se puso de pie. Comenzó a decir algo, luego se interrumpió en mitad de la frase y miró fijamente hacia el océano.
– ¿Qué…?
Bud se sentó rápidamente y siguió la dirección de su mirada mar adentro, por encima de su hombro derecho.
Algo estaba emergiendo del agua. Al cabo de un segundo vio que era un rayo de fuego anaranjado que dejaba detrás una estela de humo blanco.
– ¿Qué demonios…?
Parecía un cohete sobrante del 4 de julio, pero era grande, demasiado grande… y estaba surgiendo del agua.
Ambos se quedaron mirando mientras el cohete ascendía rápidamente, ganando velocidad a medida que se elevaba hacia el cielo. Pareció describir una trayectoria en zigzag, luego giró.
De pronto, el cielo se iluminó con un destello de luz, seguido de una enorme bola de fuego. Ambos se levantaron de un brinco y observaron incrédulos la lluvia de restos humeantes que caía desde el lugar donde se había producido la explosión. Aproximadamente un minuto más tarde, el sonido de dos explosiones se propagó por la superficie del mar y retumbó en el espacio que los rodeaba, provocando que ambos retrocedieran de manera instintiva. Luego, el silencio.
La enorme bola de fuego pareció quedar suspendida del cielo durante un momento interminable, luego comenzó a caer, separándose en dos o tres bolas de fuego más pequeñas que se precipitaron al mar a diferentes velocidades.
Un minuto más tarde, el cielo estaba despejado, excepto por una nube de humo blanco y negro, iluminada desde debajo por el resplandor de los fuegos que ardían sobre el océano en calma, a varios kilómetros de distancia.
Bud permaneció con la vista fija en el horizonte en llamas, luego miró el cielo, luego nuevamente el agua, mientras su corazón latía a toda velocidad.
– Oh, Dios mío… ¿qué…?
Bud estaba inmóvil, sin comprender exactamente lo que acababa de presenciar, pero un sexto sentido le decía que se trataba de algo terrible. Su siguiente pensamiento fue que eso, fuera lo que fuese, había sido lo suficientemente grande y ruidoso como para atraer a mucha gente a la playa. Cogió a Jill del brazo.
– Larguémonos de aquí. De prisa.
Se volvieron y echaron a correr a través de los cuarenta metros de playa y subieron por la duna donde habían dejado la cámara. Bud cogió la cámara y el trípode mientras Jill ya descendía por el otro extremo de la duna. Bud fue tras ella.
– ¡Vístete! ¡Vístete! -no dejaba de repetirle.
Ambos se vistieron a toda prisa y corrieron hacia el Explorer, Bud llevando el trípode y Jill la cámara, olvidándose de la manta y la nevera.
Arrojaron el equipo de vídeo en los asientos de atrás y subieron rápidamente a los asientos delanteros. Bud puso en marcha el Explorer y salió pitando. Ambos respiraban agitadamente. Bud, con las luces apagadas, hizo avanzar el coche por la arena y, acto seguido, giró bruscamente a la derecha. Conducía con cuidado a través de la creciente oscuridad, a lo largo del sendero. Después atravesó la zona de aparcamiento y salió a Dune Road, momento en que encendió las luces y aceleró a fondo.
Ninguno de los dos había dicho nada en todo el rato.
Un coche de la policía se acercó desde la dirección opuesta y pasó velozmente junto a ellos.
Cinco minutos más tarde pudieron ver las luces de Westhampton, al otro lado de la bahía.
– Bud, creo que un avión ha explotado en el aire -dijo Jill.
– Tal vez… tal vez se trataba de un cohete de fuegos artificiales gigante… disparado desde una barcaza -dijo él y añadió-: Y estalló… ya sabes… un espectáculo de fuegos artificiales.
– Los cohetes de fuegos artificiales no explotan de esa manera. Esos cohetes no siguen ardiendo en el agua. -Lo miró fijamente y dijo-: Algo muy grande ha explotado en el aire y se ha estrellado en el océano. Era un avión.
Bud no contestó.
– Tal vez deberíamos volver -dijo ella.
– ¿Por qué?
– Quizá… algunos… se han salvado. Tienen chalecos salvavidas… balsas salvavidas… Tal vez podamos ayudar.
Bud negó con la cabeza.
– Esa cosa se desintegró en el aire. Debía de estar a varios kilómetros de altura -dijo-. La policía ya está allí -añadió-. No nos necesitan para nada.
Jill no contestó.
Bud giró hacia el puente que llevaba de regreso a Westhampton. Su hotel se encontraba a cinco minutos.
Jill parecía sumida en profundos pensamientos. Finalmente dijo:
– Ese destello de luz… era un cohete. Un misil.
Bud no dijo nada.
– Parecía un misil disparado desde el agua. Un misil que ha hecho impacto en un avión.
– Bueno… estoy seguro de que lo sabremos en las noticias.
Jill echó un vistazo a los asientos de atrás y vio que la cámara de vídeo seguía encendida y estaba grabando su conversación.
Cogió la cámara, rebobinó la cinta, pulsó el botón de «play» y miró a través del visor mientras la película corría a toda velocidad.
Bud la miró pero no dijo nada.
Jill pulsó el botón de pausa.
– Se ve todo -dijo-. Tenemos toda la escena grabada. -Pasó la cinta hacia adelante, luego hacia atrás, varias veces-. Bud, para el coche y mira esto -dijo.
Pero él siguió conduciendo.
Jill apoyó la cámara en su regazo.
– Lo tenemos todo en esta cinta. El misil, la explosión, los trozos cayendo del cielo.
– ¿Sí? ¿Y qué más ves en la cinta?
– A nosotros.
– Exacto. Bórrala.
– No.
– Jill, borra esa cinta.
– De acuerdo… pero tenemos que verla en la habitación del hotel. Después la borraremos.
– No quiero verla. Bórrala. Ahora mismo.
– Bud, esto podría ser… una prueba. Alguien debe ver esto.
– ¿Te has vuelto loca? Nadie debe vernos follando en una cinta de vídeo.
Ella no dijo nada.
Bud le palmeó la mano y dijo:
– De acuerdo, pasaremos la cinta en el televisor de la habitación. Luego veremos lo que dicen en las noticias. Y entonces decidiremos qué hacer. ¿Te parece bien?
Ella asintió.
Bud vio que Jill aferraba la cámara de vídeo. Jill Winslow, lo sabía, era la clase de mujer que podría hacer lo correcto y entregarle la cinta a las autoridades, a pesar de lo que eso pudiese acarrear para ella. Por no hablar de lo que podría implicar para él. Sin embargo, Bud pensó que cuando ella viese la cinta en toda su crudeza recuperaría el juicio. Si no lo hacía, tal vez tuviese que ponerse un poco duro con ella.
– ¿Sabes?, la… ¿cómo la llaman? La caja negra. Es como la grabadora de vuelo. Cuando la encuentren podrán disponer de mucha más información sobre lo que le ha pasado a ese avión que nosotros o lo que pueda mostrar la cinta. La caja negra es mejor que una cámara de vídeo.
Jill no respondió.
Bud entró en el aparcamiento del Hotel Bayview.
– Ni siquiera sabemos si era un avión. Veamos primero lo que dicen en las noticias.
Ella bajó del coche y echó a andar hacia el hotel con la cámara de vídeo.
Bud apagó el motor, bajó del coche y la siguió.
– No pienso estrellarme y pegarme fuego como ese avión -pensó.