LIBRO TERCERO

En casa

Septiembre

Conclusiones: los analistas de la CIA no creen que se haya utilizado un misil para derribar el vuelo 800 de la TWA… No existe absolutamente ninguna prueba, física o de cualquier otra naturaleza, de que se haya empleado un misil.

CIA, «Informe pericial»

(28 de marzo de 1997)


CAPÍTULO 32

En casa.

Sin haber sido secuestrado, enfermado de malaria o asesinado, llegué al aeropuerto JFK en un vuelo de la compañía Delta, desde Londres, a las 16.05 horas, el jueves después del Día del Trabajador, habiendo pasado cuarenta días y cuarenta noches en el desierto de Yemen.

Para que conste, el sitio es un asco.

Kate aún se encontraba en Dar es Salaam, pero llegaría a casa dentro de una semana. Parecía estar disfrutando de Tanzania. En sus correos electrónicos hablaba de gente amistosa, buena comida, un paisaje interesante y todas esas cosas.

Por qué nos habíamos librado con viajes tan cortos era más misterioso que por qué nos habían enviado al exilio, lo cual no era un misterio. Posiblemente, Jack Koenig y sus colegas pensaron que, como ocurre con una condena a prisión, una corta te enseña una lección, mientras que una condena larga alimenta el resentimiento y la venganza.

No era así. Yo aún estaba furioso y en absoluto agradecido por mi pronta liberación.

Pasé rápidamente el control de pasaportes y de inmigración, ya que no llevaba nada más que mi maletín, un pasaporte diplomático y un rencor oculto. Había dejado mi vestimenta de safari en Yemen, que era a donde pertenecía, y mi Glock viajaba de regreso a casa dentro de una valija diplomática. Llevaba pantalones de color beige, una chaqueta azul y una camisa deportiva, que tenían buen aspecto cuando me los había puesto hacía ya un día.

Parecía extraño estar de regreso en la civilización, si ésa es la palabra correcta para definir el Aeropuerto Internacional John Fitzgerald Kennedy. Las vistas, los sonidos y los olores -que nunca había percibido antes- eran desagradables.

Adén, como me enteré al llegar allí, no era la capital de Yemen; una ciudad de mierda llamada Sana'a era la capital del país y tuve que ir allí unas cuantas veces por trabajo, donde tuve el placer de conocer a la embajadora Bodine. Me presenté como un íntimo amigo de John O'Neill, aunque sólo lo había visto en un par de ocasiones. No me echaron a patadas, que era el plan que yo tenía en mente, pero tampoco me invitaron a cenar en la residencia de la embajadora.

Adén, donde estaba destinado, era la ciudad portuaria donde habían atentado contra el Cole, y también era un asco. La buena noticia era que el Hotel Sheraton, donde se alojaba el equipo, tenía un gimnasio (los marines tuvieron que enseñarle al personal cómo instalar todos los aparatos) y una piscina (que tuvimos que enseñarle al personal del hotel cómo se limpiaba), y estaba tan bronceado y en buena forma física como nunca lo había estado desde que recibí tres balazos en Washington Heights, hacía cuatro años. En Yemen mantuve la ingesta de alcohol en un nivel mínimo, aprendí a saborear el pescado, en lugar de a beber como uno de ellos, y experimenté los placeres de la castidad. Me sentía como un hombre nuevo, pero el hombre viejo necesitaba un trago, una hamburguesa y sexo.

Hice una parada en la cafetería y pedí una hamburguesa y una cerveza en la barra.

Llevaba conmigo el teléfono móvil, pero la batería estaba totalmente muerta en ese momento y le pedí al camarero que enchufara mi cargador, que hizo con mucho gusto.

– He estado en el desierto de Arabia -le expliqué.

– Bonito bronceado.

– En un lugar llamado Yemen. Muy barato. Debería ir algún día. La gente es genial.

– Bueno, bien venido a casa.

– Gracias.

En Adén habíamos tenido servicio de correo electrónico, a través de Yahoo, por alguna razón, y así fue como Kate y yo nos habíamos mantenido en contacto durante todo este tiempo, junto con alguna llamada internacional ocasional. Nunca mencionamos el caso del vuelo 800 de la TWA, pero tuve mucho tiempo para pensar en ello.

Había enviado un correo electrónico a la Universidad John Jay de Justicia Penal, explicándoles que me encontraba cumpliendo una misión secreta y peligrosa para el gobierno y que llegaría tarde a clase unos días o unos años. Les sugerí que comenzaran sin mí.

El televisor que había encima de la barra estaba conectado en el canal de noticias y todo parecía indicar que durante mi ausencia no había ocurrido nada. El tío del tiempo dijo que era otro hermoso día del veranillo de San Martín en Nueva York, con más de lo mismo en los próximos días. Bien. Adén era un horno. El interior de Yemen era un infierno. ¿Por qué la gente vivía en lugares así?

Pedí otra cerveza y eché un vistazo a un Daily News que había en la barra. No había demasiadas noticias y leí la sección de deportes y comprobé mi horóscopo: «No se sorprenda si experimenta sensaciones de placer, celos, angustia y felicidad en su trabajo diario.» No me sorprendería en absoluto.

En cualquier caso, en Adén había trabajado con seis agentes del FBI, entre ellos dos mujeres, y cuatro tíos del Departamento de Policía de Nueva York pertenecientes a la ATTF, a dos de los cuales ya conocía, de modo que estuvo bien. Junto con los investigadores teníamos a veinte marines armados hasta los dientes y un equipo del SWAT del FBI, compuesto por ocho hombres, todos los cuales cumplían turnos como tiradores apostados en el techo del Sheraton, y que el hotel, creo, utilizaba en su estrategia de marketing para los otros pocos huéspedes.

La misión incluía también alrededor de una docena de tíos del Servicio de Seguridad Diplomática, y a personal de inteligencia del Ejército y la Marina, y, naturalmente, personal de la CIA, cuya identidad y número era un gran secreto, pero yo conté cuatro de ellos. Todos los norteamericanos nos llevábamos bastante bien porque no había nadie más con quien hablar en ese lugar olvidado de la mano de Dios.

Mis obligaciones en Adén consistían en trabajar con su corrupto y asombrosamente estúpido personal de inteligencia para conseguir pistas sobre los responsables del ataque contra el Cole. La mayoría de esos tíos hablaban una especie de inglés, resabio de los días de la colonización británica, pero siempre que mis compañeros y yo nos poníamos demasiado agresivos o curiosos, olvidaban instantáneamente su segunda lengua.

De vez en cuando, la inteligencia yemenita detenía a los sospechosos habituales y los arrastraba al cuartel general de la policía para que nosotros pudiésemos ver que se hacía algún progreso en la investigación.

Una vez a la semana, aproximadamente, cinco o seis tíos de la ATTF eran convocados a la comisaría para interrogar a esos pobres infelices a través de intérpretes ineptos y embusteros en una sala de interrogatorios fétida y sin ventanas. Los tíos de inteligencia les propinaban unos cuantos golpes a los sospechosos y nos decían que se estaban acercando a los «terroristas extranjeros» que habían atacado el Cole.

Personalmente, creo que esos sospechosos eran contratados para el día, pero apreciaba las técnicas de interrogación empleadas por la policía. Es broma.

Y luego estaban los «chivatos», que nos daban pistas inútiles a cambio de unos pavos. Juro que vi a algunos de esos chivatos con uniformes de policía recorriendo la ciudad en los días en que no hacían de chivatos.

Básicamente estábamos meando contra el viento y nuestra presencia allí era puramente simbólica; diecisiete marineros norteamericanos habían muerto, un barco de guerra norteamericano había quedado fuera de combate y la Administración necesitaba demostrar que estaba haciendo algo. Pero cuando John O'Neill realmente trató de hacer algo, le dieron la patada.

Como cosa de interés, hace una semana llegó a Yemen el rumor de que John O'Neill había dejado el FBI y ahora estaba trabajando como asesor de seguridad para el World Trade Center. Yo debería ir a verlo para mirar un trabajo, todo dependía de cómo se desarrollara el asunto de la TWA; yo sería muy apetecible como empleado o me quedaría en el paro para siempre.

Kate, en sus mensajes electrónicos, me contaba que estaba teniendo mucha más suerte en Tanzania, donde el gobierno se mostraba muy solícito, en parte debido a que cientos de sus ciudadanos habían perecido en el atentado contra la embajada de Estados Unidos.

El gobierno de Yemen, por otra parte, no sólo no era solícito sino que era traicionero y hostil, y el tío que dirigía su servicio de inteligencia, un gusano, llamado coronel Anzi, a quien apodábamos Coronel Nazi. El tipo hacía que Jack Koenig pareciera la Madre Teresa de Calcuta.

En Yemen había una situación de peligro y siempre viajábamos con chalecos antibala y acompañados por tíos del SWAT o marines armados. No nos mezclábamos demasiado con los yemenitas y yo dormía con la señora Glock cada noche.

Nuestro hotel había sido atacado con cohetes y morteros por un grupo rebelde hacía un par de años, pero ahora estaban todos muertos y nosotros sólo teníamos que preocuparnos de los terroristas que habían atentado con explosivos contra el Cole y que, sin duda, querían volar en pedazos el Hotel Sheraton a la primera oportunidad que tuviesen.

Mientras tanto, mi amada Kate estaba pasándoselo de maravilla en Dar es Salaam. Pedí otra cerveza y puse a trabajar la imaginación, tramando historias acerca de jinetes de una tribu salvaje que atacaban mi 4 x 4 mientras me dirigía a Sana'a, o que me asaltaban unos asesinos en la kasbah y escapaba por un pelo a la mordedura de una cobra mortal que habían colocado en mi cama los agentes de la inteligencia yemenita.

Quiero decir, todo esto podría haber ocurrido. Pensé en contarle una de estas historias al camarero, pero estaba ocupado, de modo que sólo le pedí mi teléfono móvil.

Llamé al móvil de Dom Fanelli y contestó él.

– He vuelto -dije.

– ¡Eh! Estaba preocupado por ti. Todos los días seguía las noticias de Kuwait.

– Yo estaba en Yemen.

– ¿De verdad? Es la misma mierda. ¿No?

– Probablemente. Estoy en el JFK. No puedo hablar demasiado por si aún están sobre mí. ¿Dónde estás?

– En la oficina. Pero puedo hablar.

– Bien. ¿Cómo está mi apartamento?

– Muy bien… lo habría limpiado si hubiese sabido que… de todos modos, ¿cómo estaba Yemen?

– Es un secreto bien guardado.

– ¿Sí? ¿Y las chatis?

– Tengo que decirte que ese lugar era como Escandinavia con sol.

– ¿Bromeas? ¿Tienen playas nudistas?

– Allí ni siquiera permiten que las chatis usen bañador en la playa.

Lo que era verdad.

¡Mamma mia! Tal vez debiera presentar mis papeles a la ATTF.

– Será mejor que te des prisa antes de que corra la voz.

– Sí. De acuerdo. Me estás tomando el pelo. ¿Cómo está Kate?

– Llegará dentro de unos días.

– Eso es genial. Tenemos que salir los cuatro alguna noche.

– Lo intentaré. Tengo un permiso por diez días y pienso tomarme unas vacaciones.

– Muy bien. Te lo mereces. ¿Qué haces esta noche?

– Dímelo tú.

– Oh, es verdad. Aquellos nombres.

– Tengo que cortar la comunicación en unos minutos, Dom. Cuéntame.

– Está bien. Olvídate de González Pérez. Brock, Christopher, dos posibilidades que encajan con el perfil, uno en Daytona Beach, otro en San Francisco. ¿Quieres los detalles?

– Dispara.

Me dio las direcciones y los números de teléfono y los apunté en una servilleta.

– Roxanne Scarangello -continuó Dom-. Conseguí lo que creo que es una identificación positiva. ¿Preparado para apuntar?

– Preparado.

– Bien… ¿dónde puse esa…?

– ¿En el tablón de anuncios?

– No… aquí está. Muy bien, Scarangello, Roxanne, veintiocho años, cursa su tercer año de un programa de doctorado en la Universidad de Pennsylvania, eso está en Filadelfia. Se sacó una licenciatura en Ciencias y un máster por la misma universidad y más de lo mismo. ¿Lo tienes?

– Lo tengo. ¿Va a las clases?

– Sí. Bueno, estaba matriculada. De hecho, debería comenzar hoy mismo.

– ¿Dirección actual?

– Vive en Chestnut Street con un novio llamado Sam Carlson. Mamá no está contenta. -Me dio la dirección, el número del apartamento y el del teléfono móvil. Dom añadió-: Hice una comprobación rutinaria de sus movimientos de cuentas -esos cabrones tienen más datos de la gente que el FBI- y descubrí que solía trabajar en verano en el Hotel Bayview, en Westhampton Beach. Ésa es la chica, ¿verdad?

– Así es.

– Tengo incluso una fotografía de su anuario de la facultad. Es guapa. ¿Te interesa?

– Tal vez. ¿Algo más? ¿Antecedentes penales? ¿Civiles?

– Nada. Está limpia. Pero no tiene medios de vida visibles, excepto quizá su novio, pero él también es estudiante y su informe económico también da asco, y no puede decirse que sus padres sean ricos precisamente.

– ¿Becas?

– Eso es. Alguna clase de beca, con una paga mensual. Y sabiendo de dónde vienes, investigué un poco más y descubrí que se trata de una beca concedida por el gobierno, pero quizá se trata sólo de una coincidencia.

– Quizá. Buen trabajo.

– Ha sido coser y cantar. Quedemos para tomar unas cervezas. Me debes una.

– Es verdad, pero tengo jet lag.

– Y una mierda. Piensas ir a Filadelfia. Tómate un respiro, John. Reúnete conmigo en el Judson Grill. Está lleno de chatis de los Hamptons que regresan después del Día del Trabajador. Podrías conseguir una pista allí.

Sonreí y dije:

– Dom, he estado en ayunas durante seis semanas. No me tientes.

– ¿Seis semanas? ¿Cómo sabes que aún te funciona?

– Ve a limpiar mi apartamento. Llegaré esta noche, tarde, o mañana temprano. Ciao.

Ciao, cariño. Bien venido a casa. Piensa en lo que haces… no querrás volver a Yemen…

– Gracias.

Apagué el móvil, pagué la cuenta del bar y le dejé cinco pavos de propina al camarero por la electricidad.

Me dirigí hacia la terminal, donde un reloj digital marcaba las 17.01, y volví a poner mi reloj en horario terrestre.

Realmente tenía jet lag y hacía un día que no me cambiaba de ropa. Francamente, podría haber pasado por un jockey de camellos yemenita.

Debería irme a casa, pero iba a Filadelfia.

Hay cuatro maneras de llegar a Filadelfia desde Nueva York, que son cuatro maneras más de las que necesitas para llegar a Filadelfia. Había un autobús que salía de Port Authority, en Manhattan, que es un asco, y había vuelos que salían desde La Guardia, y el tren que salía desde la estación Pennsylvania. Pero como sucedía con el autobús, no sabía los horarios. Luego estaba Hertz, justo delante de mis narices.

Me acerqué al mostrador de Hertz y alquilé un Ford Taurus mediano y, treinta minutos más tarde, me encontraba en la Autopista de la Costa, en dirección al puente Verrazzano, con la radio encendida.

Llamé al contestador de mi apartamento y recuperé unas docenas de mensajes de gente que parecía sorprendida o desconcertada por el hecho de que ambos hubiésemos salido del país. Había media docena de mensajes de Dom Fanelli, todos ellos diciendo: «Kate, John, ¿habéis llegado ya? Pensaba pasarme por el apartamento para echar un vistazo. Muy bien, sólo estaba haciendo una comprobación.» Ése es el tío que me dice a mí que debo tener cuidado. El detective Fanelli iba a acabar en el lado equivocado de un caso de homicidio doméstico.

Corté la comunicación y lo dejé enchufado en la toma del coche para que se cargara. Mi busca, de hecho, no había funcionado en Yemen, pero siguiendo las órdenes de Jack Koenig lo había dejado encendido todo el tiempo y la batería estaba muerta. Pero estaba encendido.

También recordé que el señor Koenig me había dado una orden directa de que no metiera las narices en el caso del vuelo 800 de la TWA. Debería haberle pedido que me lo aclarase, lo que haría la próxima vez que le viese.

Conduje a través del puente Verrazzano, crucé Staten Island y el puente Goethals, luego entré en la I-95 al llegar a Nueva Jersey y me dirigí hacia el sur, en dirección a Filadelfia. Estaría allí en menos de dos horas.

Roxanne Scarangello. Tal vez no supiese nada, pero si Griffith y Nash habían hablado con ella, entonces yo también necesitaba hablar con ella.

Llevaba cinco años de retraso, pero nunca es demasiado tarde para volver a abrir un caso.

CAPÍTULO 33

Para un neoyorquino, Filadelfia -aproximadamente a ciento sesenta kilómetros al sur de Midtown- es como la Estatua de la Libertad: histórica, cercana y totalmente evitable.

A pesar de todo, yo había estado en la Ciudad del Amor Fraternal varias veces para asistir a conferencias relacionadas con temas policiales, y un par de veces para ver partidos entre los Phillies y los Mets, de modo que la conocía. Considerándolo bien, y parafraseando a W. C. Fields, preferiría estar en Yemen. Es broma.

Aproximadamente a las 19.30 me detenía frente a un edificio de apartamentos de cinco plantas, en el 2201 de Chestnut Street, no muy lejos de Rittenhouse Square.

Encontré un lugar para aparcar en la calle, salí de mi coche alquilado y estiré los brazos. Llamé al apartamento de Roxanne Scarangello y me contestó una voz de mujer.

– ¿Sí?

– Roxanne Scarangello, por favor.

– Soy yo.

– Señorita Scarangello, soy el detective John Corey del FBI. Quisiera hablar unos minutos con usted.

Hubo un largo silencio.

– ¿Sobre qué? -preguntó.

– Sobre el vuelo 800 de la TWA, señorita.

– Ya les dije todo lo que sabía sobre eso hace cinco años. Me dijeron que no volverían a llamarme.

– Ha aparecido algo nuevo. Estoy delante de su edificio. ¿Puedo subir?

– No. No… estoy vestida.

– ¿Por qué no se viste?

– Yo… llego tarde a una cena.

– La llevaré en mi coche.

– Puedo ir andando.

– La acompañaré andando.

Oí lo que parecía ser un profundo suspiro, luego dijo:

– De acuerdo. Bajaré en seguida.

Apagué el teléfono y esperé delante del edificio de apartamentos, que parecía un lugar bastante decente, en una calle flanqueada de árboles. Estaba a pocos minutos andando de la Universidad de Pennsylvania, una cara institución educativa de la Ivy League [1]. Había comenzado a oscurecer y la noche era clara. Una suave brisa portaba una pizca de otoño.

Uno no aprecia estas cosas hasta que las ha perdido, y si tienes suerte, vuelves a apreciarlas con ojos y oídos nuevos.

Norteamérica.

Era una especie de reacción tardía, y me sentí como si estuviese besando la tierra y cantando Dios bendiga América.

Una mujer joven, alta y atractiva, con una larga cabellera oscura, vestida con vaqueros negros y un suéter del mismo color, salió del edificio de apartamentos.

– ¿Señorita Scarangello? -pregunté-. Soy John Corey, del FBI. -Le mostré mi credencial-. Gracias por su tiempo.

– Ya les dije todo lo que sé, que es casi nada -dijo.

Eso es lo que tú crees, Roxanne.

– La acompañaré -dije.

Ella se encogió de hombros y echamos a andar hacia Rittenhouse Square.

– Voy a encontrarme con mi novio para cenar.

– Yo también tengo una cita para cenar. De modo que sólo serán unos minutos.

Mientras caminábamos le hice algunas preguntas superficiales acerca de la universidad, su primer día de clase, Filadelfia y sobre su programa de doctorado, que dijo que era en Literatura Inglesa.

No pude evitar un bostezo.

– ¿Le estoy aburriendo? -preguntó.

– En absoluto. Es que acabo de llegar de Oriente Medio. ¿Ve mi bronceado? ¿Quiere que le muestre el billete de avión?

Se echó a reír.

– No. Le creo. ¿Qué estaba haciendo allí?

– Manteniendo el mundo seguro para la democracia.

– Debería empezar por aquí.

Recordé que estaba hablando con una estudiante universitaria y contesté:

– Tiene toda la razón.

Roxanne dijo unas cuantas cosas acerca de las últimas elecciones presidenciales. Yo asentí y emití algunos sonidos de aprobación.

Llegamos a un restaurante llamado Alma de Cuba, cerca de Rittenhouse Square, y entramos. Era un lugar elegante, de moda, y me pregunté a cuánto ascendería su beca.

La señorita Scarangello sugirió que tomásemos una copa mientras esperábamos a su novio.

Encontramos una mesa en el salón y pedimos una jarra de sangría blanca para ella y, para continuar con el tema, un cuba libre para mí.

– Permítame que vaya directamente al grano -dije-. Usted fue la doncella que entró en la habitación 203 del Hotel Bayview en Westhampton aproximadamente al mediodía del 18 de julio de 1996, el día después del accidente del vuelo 800 de la TWA. ¿Es eso correcto?

– Es correcto.

– Ninguna otra doncella o ningún otro miembro del personal del hotel habían estado en esa habitación antes que usted. ¿Correcto?

– No que yo sepa. Los huéspedes no se habían marchado del hotel y tampoco contestaban al teléfono o a las llamadas en la puerta. Además, había un cartel de «No molestar» en la puerta.

Era la primera vez que oía eso. Pero tenía sentido si Don Juan y su acompañante querían poner tiempo y kilómetros entre ellos y el hotel.

– ¿Y usted entró con su llave maestra?

– Sí, ése era el procedimiento después de las once de la mañana, o sea la hora en que los huéspedes deben abandonar el hotel si ya se ha acabado su estancia.

– ¿Recuerda los apellidos de los agentes del FBI que la interrogaron la primera vez? -le pregunté.

– Han pasado cinco años. Sólo usaban sus nombres de pila.

– Bueno, haga memoria.

– Creo que uno de ellos tenía un nombre irlandés -dijo Roxanne.

– ¿Sean? ¿Seamus? ¿Giuseppe?

Ella se echó a reír.

– Eso no es irlandés.

Sonreí.

– Tal vez Liam.

– Eso es. El otro era… no puedo recordarlo. ¿Usted no lo sabe?

– Sí. Probablemente Ted.

– Creo que sí. Un tío guapo.

Y un capullo.

– ¿Aún están buscando a aquella pareja? ¿De eso se trata? -preguntó ella.

– Así es.

– ¿Por qué son tan importantes?

– Lo sabremos cuando los encontremos.

– Probablemente no estuviesen casados entre ellos -me informó-. No quieren que los encuentren.

– Bueno, pero necesitan asesoramiento matrimonial.

Ella sonrió.

– Sí. Tiene razón.

– ¿Le mostró el FBI un retrato robot del hombre?

– Sí. Pero no pude reconocerlo.

– ¿Y qué me dice de la mujer que estaba con él?

– No. Nunca vi ningún retrato robot de ella.

– Muy bien, de modo que usted entró en la habitación y ¿qué ocurrió? -pregunté.

– Bueno… les llamé por si estaban dentro, por ejemplo, en el baño. Pero me di cuenta de que se habían marchado. No había nada. De modo que arrastré mi carrito y comencé por quitar las sábanas de la cama.

– O sea, ¿que habían dormido en la cama?

– Bueno… probablemente no. Pero el cubrecama estaba a los pies y la manta había desaparecido. Probablemente se tendieron sobre la cama, tal vez para echar una cabezada o mirar la tele, o… lo que sea. Pero no tenía ese aspecto que tienen las camas cuando alguien ha pasado la noche en ellas. -Se echó a reír-. Llegué a captar muy bien los matices del uso de las habitaciones de hotel.

– No me especialicé en inglés. ¿Qué es un matiz?

Roxanne volvió a reírse.

– Es usted muy divertido. -Me sorprendió al encender un cigarrillo-. Sólo tumo cuando bebo. ¿Quiere uno?

– Claro.

Cogí un cigarrillo del paquete y ella lo encendió. Hace un tiempo solía fumar, de modo que no me ahogué con el humo.

– O sea, ¿que la manta había desaparecido? -dije.

– Sí. Y tomé nota mentalmente para informar a la jefa de doncellas.

– La señora Morales.

– Correcto. Me pregunto qué habrá sido de ella.

– Aún trabaja en el hotel.

– Es una gran mujer.

– Lo es. ¿Conocía a Lucita? ¿La doncella?

– No, no la conocía.

– ¿Qué me dice de Christopher Brock, el recepcionista?

– Lo conocía, aunque no muy bien.

– ¿Habló con él después de que el FBI la interrogase?

– No, nos dijeron que no hablásemos con nadie. Y querían decir nadie.

– ¿Qué me dice del director del hotel, el señor Rosenthal? ¿Habló con él?

– Él intentó hablar conmigo sobre ese asunto, pero le dije que no podía decirle nada.

– Muy bien. ¿Y se marchó del hotel poco después de aquel día?

Roxanne no respondió en seguida. Luego dijo:

– Sí.

– ¿Por qué?

– ¿No lo sabe?

– No.

– Bueno… esos tíos del FBI dijeron que sería mejor si dejaba mi trabajo en el hotel. Porque podía sentirme tentada de hablar con la gente y contarle lo que había pasado, y quizá me acosasen los medios de comunicación y todo eso. Yo les dije que no podía permitirme abandonar mi trabajo, y ellos dijeron que compensarían mi salario si cooperaba y me marchaba, y… mantenía la boca cerrada.

– Un buen trato.

– Lo era. Quiero decir, para el gobierno federal es calderilla. Pagan a los agricultores para que no aumenten las cosechas. ¿Verdad?

– Sí. Ellos me pagan para que no cuide las plantas de la oficina.

Ella sonrió.

– ¿Qué era eso de lo que el FBI no quería que usted hablase?

– Es eso precisamente. Yo no sabía nada. Pero había ese revuelo con la pareja de la habitación 203 y el hecho de que hubiesen ido a la playa y visto la explosión del avión. No parecía nada importante, pero ellos lo convirtieron en un gran problema, y la gente de la prensa barruntó que algo estaba pasando. Y a continuación me encontré sin trabajo y lejos de allí.

Asentí. Los federales llegan como una pandilla de cazagángsteres, provocan una tormenta de mierda y después tratan de limpiar la mierda con pasta.

– ¿La ayudaron con su beca? -le pregunté.

– Un poco. Creo que sí. ¿Usted no lo sabe?

– No es mi departamento.

En ese momento comenzó a sonar el móvil de la señorita Scarangello. Contestó a la llamada. Me di cuenta de que estaba hablando con su novio, a quien le dijo:

– Sí, estoy aquí. Pero tómate tu tiempo. Estoy en el bar y me he encontrado con uno de mis antiguos profesores. Estoy bien. Nos veremos más tarde. -Cortó la comunicación y me dijo-: Era Sam, mi novio. Está en el apartamento… Se supone que ni siquiera debo mencionar el vuelo 800 de la TWA, ¿verdad?

– Así es.

– O sea, ¿que estuve bien?

– Excelente. ¿Tengo aspecto de profesor?

Se echó a reír.

– No. Pero lo será cuando llegue Sam.

Segunda jarra de sangría, segundo cuba libre.

– Bien -dije-, cuénteme todo lo que hizo y vio en aquella habitación, cosas que pudo haber olido o tocado que parecían fuera de lo común, e incluso completamente comunes.

– Jesús… han pasado cinco años.

– Lo sé. Pero si empieza a hablar, los recuerdos volverán a su mente.

– Lo dudo. Pero, de acuerdo… luego fui al baño porque es la parte menos agradable del trabajo, y quería acabar pronto. Comencé por la ducha…

– ¿Habían utilizado la ducha?

– Sí, pero no aquella mañana. Estaba claro que la habían usado, quizá la noche anterior. El jabón y el suelo de la ducha estaban secos, igual que las toallas usadas. Recuerdo haberle dicho a uno de los tíos del FBI que daba la impresión de que apenas habían usado el baño. Sólo una ducha rápida y fuera.

– ¿Había arena en el suelo? ¿En la cama?

– Había arena de la playa en el baño. Se lo dije al tío del FBI.

– Muy bien, entonces regresó a la habitación.

– Sí. Empecé por vaciar las papeleras, luego limpié los ceniceros…

– ¿Habían estado fumando?

– No… creo que no. Pero eso es lo que hago habitualmente.

– Trate de separar esa habitación ese día de los cientos de otras habitaciones que ha limpiado.

Se echó a reír.

– Claro. En realidad fueron más de tres mil durante los cinco veranos que pasé allí.

– Lo sé, pero la interrogaron durante bastante tiempo acerca de esa habitación. De modo que puede recordar lo que les dijo a los agentes del FBI. ¿Verdad?

– En realidad, no me interrogaron mucho -dijo ella-. Sólo me preguntaron qué había hecho y visto en la habitación, luego me agradecieron la colaboración.

Asentí. Ni Liam Griffith, que era probablemente un tío de la OPR, ni Ted Nash, que era de la CIA, sabían cómo estrujar a un testigo hasta dejarlo seco. No eran detectives. Yo lo soy.

– ¿Dejó propina esa pareja? -le pregunté a Roxanne.

– No.

– ¿Lo ve? Eso lo recuerda.

Ella sonrió.

– Cabrones de medio pelo.

– Yo invito esta noche.

– Eso está bien.

– ¿Qué había en las papeleras?

– Realmente no lo recuerdo. Las cosas habituales. Pañuelos de papel. No lo sé.

– ¿Qué me dice de la caja de una cinta de vídeo?

– No… ¿cree que ellos se grabaron… cuando lo estaban haciendo?

– No lo sé. ¿Qué me dice de papel celofán, gomas elásticas, etiquetas de precios, recibos de alguna clase?

– No… pero en el cenicero había un envoltorio de tiritas.

Se encogió de hombros.

– ¿Alguna señal de sangre?

– No.

– De acuerdo, cuénteme cómo limpiaba una habitación. Cualquier habitación.

– A veces variaba la forma de hacerlo porque era una actividad muy aburrida, pero tenía una rutina.

A continuación procedió a darme una lección sobre limpieza de habitaciones, algo que podría llegar a necesitar en caso de que la mujer que limpiaba mi apartamento pasara a mejor vida.

– ¿Y había restos de lápiz de labios en una copa de vino? -le pregunté.

– Sí. Creo que eso fue lo primero que me hizo pensar que en la habitación había habido una mujer.

– ¿Algún otro signo de la presencia de una mujer? ¿Polvos? ¿Maquillaje? ¿Pelos largos?

– No. Pero era evidente que en la habitación habían estado dos personas. Las dos almohadas estaban aplastadas. Habían usado un montón de toallas. -Sonrió-. Los tíos usan una sola toalla, las mujeres las usan todas y llaman para pedir más.

– Pasaré por alto ese comentario sexista.

Roxanne volvió a sonreír y se dio una leve bofetada en la mejilla. Era realmente muy guapa o yo había estado demasiado tiempo en el desierto.

Continuó hablando y su memoria mejoraba con ayuda del vino y los cigarrillos.

Cuando hubo acabado, le pregunté:

– ¿Es esto, más o menos, lo que les contó a los agentes del FBI?

– Casi en su mayor parte. ¿Por qué es tan importante?

– Nunca lo sabemos hasta que preguntamos.

Ella encendió otro cigarrillo y me ofreció uno, que no acepté.

Comprendí que mi tiempo con Roxanne se estaba acabando, teniendo en cuenta la caminata de quince minutos desde su apartamento, que, si yo fuese su novio, haría en diez minutos.

Ella percibió que estaba por marcharme y me dijo:

– Quédese y conozca a Sam.

– ¿Por qué?

– Le gustaría.

– ¿Le gustaría yo a él?

– No. Ésa es la cuestión.

– No sea mala.

Se echó a reír y luego dijo:

– De verdad, no se marche.

– Bueno… necesito una taza de café antes de regresar en coche a Nueva York.

– ¿Vive en Nueva York?

– Así es. En Manhattan.

– Allí es donde me gustaría vivir cuando acabe de estudiar.

– Buena idea.

Le hice una seña a la camarera y pedí un café.

Roxanne y yo continuamos hablando de trivialidades, algo que puedo hacer cuando mi cerebro está en otra parte. No había hecho ese largo camino desde Yemen hasta Filadelfia para ligar con una universitaria. ¿O sí?

CAPÍTULO 34

El novio se retrasaba, Roxanne se estaba achispando y la mitad de mi cerebro continuaba a 10.000 metros de altura, mientras que la otra mitad estaba empapada en ron.

Quería marcharme de allí, pero había algo que me mantenía clavado a mi asiento. Fatiga, probablemente, o quizá Roxanne, o tal vez la sensación en las tripas de que si me quedaba el tiempo suficiente, o hacía las preguntas adecuadas, o escuchaba con más atención, acabaría por surgir algo.

La camarera me trajo el café en una gran jarra, bebí el contenido y pedí otra. Hablaba con Roxanne mientras pensaba en cualquier cosa que pudiese haber pasado por alto.

– ¿El televisor estaba encendido cuando entró en la habitación? -pregunté-. Ya sabe, como suele hacerlo la gente cuando quieren que parezca que están en la habitación.

Apagó el cigarrillo en el cenicero y preguntó:

– ¿Hemos vuelto a la habitación?

– Sólo un minuto.

– No, no estaba encendido. De hecho, yo lo encendí.

– ¿Por qué?

– Bueno, se supone que no debemos mirar la tele mientras estamos trabajando, pero quería ver las noticias sobre el accidente del avión.

– No se lo diré a nadie. ¿Qué había en las noticias?

– No lo recuerdo con exactitud. -Sacudió la cabeza y añadió-: Fue algo realmente horrible.

– Lo fue. Tal vez pueda ayudarme con algo. Esa pareja se registró en el hotel aproximadamente a las cuatro y media de la tarde. ¿No? El tío se registró solo. Cuando vuelven a verlos, ya son casi las siete de la tarde, cuando la doncella, Lucita, los vio dirigiéndose hacia su coche y llevando la manta. Nadie parece haberlos visto en esas dos horas y media. De modo que me pregunto, ¿qué hicieron durante ese tiempo? Quiero decir, ¿qué hace la gente en ese hotel por la tarde?

– ¿Me lo pregunta a mí? No lo sé. Supongo que salen de compras, beben una copa. Dan un paseo en coche… Quizá se quedaron en la habitación. Por eso nadie los vio.

– Correcto… pero es demasiado tiempo para quedarse dentro de una habitación de hotel cuando el día es tan agradable.

Roxanne sonrió.

– Tal vez se pusieron románticos. Para eso estaban allí. Disfrutaron del sexo, durmieron un rato, miraron la tele o pusieron alguna cinta romántica.

– Sí.

El problema era que yo realmente quería que hubiesen ido al bar del hotel y pagado las bebidas con una tarjeta de crédito, o dejado el recibo de una tienda de la zona en la papelera de la habitación. Pero no fue eso lo que hicieron.

Me apoyé en la silla, cerré los ojos y bostecé. Parecía que estaba llegando a un callejón sin salida respecto a esas dos horas y media perdidas, pero quizá no fuese un dato tan importante. Una siesta hubiese justificado ese tiempo, o un programa en la tele, o un poco de sexo antes de dar un paseo por la playa. Nada de eso hubiese dejado rastro…

– ¿Está dormido? -preguntó Roxanne.

Abrí los ojos.

– ¿Qué quiere decir con «pusieron alguna cinta»?

– Una cinta de vídeo.

– En la habitación no había ningún reproductor de vídeo.

– Solía haberlo.

Asentí. En aquella época, los aparatos reproductores de vídeo eran comunes en las habitaciones de los hoteles, pero hoy, con la televisión por satélite, el cable, el porno de pago, etcétera, muchos hoteles han prescindido de los reproductores de vídeo. La habitación 203, por ejemplo, ya no tenía uno de esos aparatos, pero aparentemente alguna vez lo tuvo.

– ¿Recuerda si el reproductor de vídeo estaba encendido? -le pregunté a Roxanne.

– Creo que sí. Sí… yo lo apagué.

– ¿Comprobó el aparato para ver si había alguna cinta dentro?-le pregunté.

– Sí. Pulsé el botón para sacar la cinta, pero no salió nada. Es parte de la rutina. Las cintas que traen los huéspedes y luego olvidan dentro del reproductor tienen que ser entregadas en el mostrador de recepción, por si la gente llama para reclamarlas. Las cintas de la biblioteca eran devueltas directamente a la biblioteca o al mostrador de recepción.

– ¿Qué biblioteca?

– La biblioteca del hotel. Hay una biblioteca que presta cintas de vídeo.

– ¿Dónde?

– En el Hotel Bayview. ¿Se ha vuelto a quedar dormido?

Me erguí en mi silla. Estaba completamente despierto.

– Hábleme de esa biblioteca que presta cintas de vídeo.

– ¿Ha estado en el hotel?

– Sí.

– Bien, cuando usted entra hay una especie de salón biblioteca. Venden revistas y periódicos, y prestan libros y cintas de vídeo.

– O sea que se puede pedir prestada una cinta de vídeo…

– Es lo que le estoy diciendo.

– ¿Cuando habló con los agentes del FBI, surgió este tema en algún momento?

– No.

Volví a apoyarme en el respaldo y miré al vacío. No era posible que a Liam Griffith y/o Ted Nash se les hubiese pasado por alto. ¿O sí? Quiero decir, incluso yo, John Corey, había pasado por alto la importancia de esa biblioteca cuando la vi. Y soy detective.

Pero quizá me estaba entusiasmando demasiado y mostrándome excesivamente optimista.

– ¿Había que pagar algo por una cinta de vídeo? ¿Dejar un depósito?

– No. Sólo había que firmar. Lo mismo con los libros. -Se quedó pensativa un momento y luego me preguntó-: Eh, ¿cree que ese tío firmó un resguardo para sacar una cinta de vídeo… y, digamos, dejó su nombre?

– Debería ser detective.

Ella estaba lanzada y dijo:

– Eso fue lo que hicieron en la habitación aquella tarde. Miraron una película. Por eso el reproductor estaba encendido. -Pensó un momento antes de añadir-: De hecho, había dos almohadas apoyadas contra la cabecera de la cama, como si hubiesen estado mirando la tele.

Asentí. Si Don Juan firmó para sacar una cinta de la biblioteca del hotel, no debió de hacerlo con su nombre verdadero. Pero si fue la mujer quien firmó, quizá lo hizo.

– ¿Era necesario presentar alguna clase de identificación para sacar un libro o una cinta de vídeo? -le pregunté a Roxanne.

– No lo creo. Supongo que bastaba con el nombre y el número de la habitación. Debería comprobarlo en el hotel.

Asentí.

– ¿Qué debía firmar el huésped? ¿Un libro? ¿Una tarjeta?

Roxanne encendió otro cigarrillo.

– Era uno de esos talonarios de recibos con una copia de papel carbón rosada -contestó-. El huésped escribía el título del libro o la película en el recibo, lo firmaba y apuntaba el número de su habitación. Luego, cuando el huésped o la doncella devolvían el libro o la cinta de vídeo, les daban la copia de papel carbón rosa como recibo con la palabra «Devuelto». Así de sencillo.

Pensé en el señor Leslie Rosenthal y sus archivos, que harían enrojecer de vergüenza a la Biblioteca del Congreso. Ese tío era una urraca y probablemente ni siquiera tiraba el envoltorio de los chicles.

– El señor Rosenthal, a quien tuve el placer de conocer, me impresionó como un individuo muy ahorrador.

Ella sonrió y dijo:

– Era un poco anal.

– ¿Lo conocía?

– Yo le gustaba.

– ¿La llevó alguna vez al sótano para que viese sus archivos?

Roxanne se echó a reír, luego pensó un momento y dijo:

– Esos libros de recibos de la biblioteca podrían estar allí abajo.

– Por favor, no se lo cuente a nadie -le dije.

– No he abierto la boca sobre este asunto en cinco años.

– Bien.

Me quedé pensando un momento. ¿Cuáles eran las posibilidades de que Don Juan o su acompañante sacaran una cinta de vídeo de la biblioteca? El reproductor de vídeo en la habitación 203 había sido encendido, pero la explicación más probable para ello era que hubiesen conectado su cámara de vídeo al VCR para pasar la cinta de la cámara, para poder ver en el televisor lo que pensaban que habían visto aquella noche en la playa.

Por otra parte, los dos habían estado aparentemente en su habitación durante dos horas y media aquella tarde, de modo que, quizá, uno de ellos fue a la biblioteca y sacó una película. Pero ¿habría firmado cualquiera de ellos con su verdadero nombre?

De pronto tuve esa horrible sensación de estar agarrándome a un clavo ardiendo. Pero cuando lo único que tienes es un clavo ardiendo, te agarras a él con fuerza.

Llegó el novio de Roxanne, casi sin aliento, pensé, y se inclinó para besarla en la mejilla. Ella le dijo:

– Sam, éste es el profesor Corey. Asistí a una de sus clases de filosofía.

Me levanté y nos estrechamos la mano. Tenía un apretón nacido y, de hecho, era muy poco atractivo, pero parecía un tío agradable.

– ¿Enseña filosofía? -me preguntó.

– Así es. «Cogito ergo sum»

Sonrió y me informó:

– Estoy en el programa de física avanzada. No entiendo de filosofía.

– Yo tampoco.

Era hora de que me largara de allí, pero aún no había acabado con Roxanne, de modo que volví a sentarme.

Sam también se sentó y se produjo uno de esos momentos de silencio, hasta que yo le pregunté a Roxanne:

– ¿Cuáles eran los horarios de la biblioteca?

Miró a Sam, luego a mí y contestó:

– Creo que de ocho de la mañana a ocho de la noche.

– ¿Y qué ocurría si un huésped se marchaba antes o después de ese horario y quería devolver un libro o una cinta de vídeo?

Ella parecía sentirse un tanto incómoda, le sonrió fugazmente a Sam y luego me contestó:

– Se lo entregaban al recepcionista, quien tenía el libro de recibos de la biblioteca cuando estaba cerrada.

Asentí.

– Bien. Tiene sentido. ¿Quiere una copa? -le pregunté a Sam.

– Eh… tal vez deberíamos ir a la mesa. La están reservando para nosotros… ¿quiere acompañarnos?

– No, gracias. -Me dirigí a Roxanne-: ¿Podría recordar en qué modo estaba el reproductor de vídeo? ¿Accionar, grabar, rebobinar?

– Eh… no. No lo recuerdo.

– Me temo que no entiendo nada de lo que estás diciendo -dijo Sam.

Miré a Sam y le pregunté:

– ¿Existe el mundo físico fuera de nuestras mentes?

– Por supuesto. Hay miles de instrumentos que pueden registrar el mundo físico y hacerlo mejor que la mente humana.

– Como una cámara.

– Exacto.

Me levanté.

– Gracias por su compañía -le dije a Roxanne.

Ella también se levantó, nos estrechamos la mano y ella dijo:

– Gracias por las copas, profesor.

Le di unas palmadas a Sam en la espalda.

– Es un hombre afortunado -le dije.

Miré a Roxanne y le hice una seña con la cabeza en dirección a la barra. Luego fui a pagar nuestras bebidas.

Cuando estaba pagando la cuenta, Roxanne se reunió conmigo.

– Gracias por su ayuda -le dije. Le entregué una tarjeta-. Llámeme si cualquier otra persona la llama para hablarle de este asunto.

– Lo haré. Usted también puede llamarme si necesita cualquier otra cosa. ¿Quiere el número de teléfono de mi casa?

– Ya lo tengo. Gracias. Sam parece un tío agradable.

Me marché del Alma de Cuba y eché a andar hacia mi coche en Chestnut Street.

Mi culo se arrastraba, pero mi mente ya se encontraba en el Hotel Bayview.

CAPÍTULO 35

Emprendí el regreso a Nueva York por la autopista de Nueva Jersey, que tiene muy buenas vistas si cierras los ojos y piensas en cualquier otro lugar.

Viajaba con un ligero exceso de velocidad, aunque no había ninguna urgencia especial en comprobar una pista en un caso que estaba cerrado desde hacía cinco años; la urgencia estaba relacionada con la Oficina de Responsabilidad Profesional del FBI, que suponía que no se había olvidado de mí durante mi ausencia, y que, sin duda, tenía perfectamente controlado mi regreso del extranjero. Si estaban preguntándose dónde estaba John Corey esta noche, tendrían que preguntármelo mañana.

Busqué en la radio una emisora de noticias y escuché las últimas. Parecía ser un día aburrido. De hecho, había sido un verano realmente tranquilo en el frente terrorista, y no había ningún indicio de que nuestros amigos islámicos estuviesen cociendo algo. En mi segunda carrera, sin embargo, el hecho de que no hubiera noticias no significaba necesariamente una buena noticia, según mis colegas en Yemen, quienes no consideraban que esa calma pasajera fuese una buena señal.

Concentré mi mente en preocupaciones más inmediatas y pensé en la conversación que había mantenido con Roxanne Scarangello. Me di cuenta de que la entrevista podría haber salido de cualquier otra manera, que es como suele ocurrir con las entrevistas a testigos; una palabra aquí, un comentario ocasional allá, la pregunta correcta, la respuesta equivocada, etcétera.

Después de veinte años de hacer este trabajo, acabas por desarrollar un verdadero sexto sentido. Por lo tanto, ese asunto de la biblioteca que prestaba libros y cintas de vídeo no había sido un golpe de suerte; era John Corey mostrándose tenaz, brillante, perceptivo, inteligente, encantador y motivado. Sobre todo motivado.

Quiero decir, no me pagaban por hacer esto, de modo que necesitaba alguna clase de recompensa no monetaria. Básicamente, quería meterle esto por el culo a Koenig tan profundamente que se le cayera hasta la gomina que llevaba en el pelo. A Liam Griffith también. Y, por un momento, deseé que Ted Nash estuviese vivo para poder metérselo también a él por el culo, ya puestos.

El reloj del salpicadero señalaba las 21.10 y me pregunté qué hora sería en Dar es Salaam. La misma que en Yemen, en realidad, o sea, las primeras horas de la mañana. Imaginé a mi ángel dormida en la habitación de un hotel de tres estrellas que daba al océano Índico. En una ocasión me había enviado un correo electrónico donde decía: «Esto es tan hermoso, John, me gustaría que estuvieses conmigo.» Como si el viaje a Yemen hubiese sido idea mía.

Comprendí que la echaba de menos más de lo que había imaginado. Estaba sinceramente feliz de que la hubiesen enviado a un lugar decente, y no a Yemen, un sitio que, si no lo he mencionado antes, da asco.

Sí, había momentos duros en los que deseaba que ella estuviera en Yemen y yo en las Bahamas, pero sólo eran momentos pasajeros, seguidos de pensamientos amorosos sobre nuestro reencuentro. El encuentro en París había quedado descartado, en parte debido a las diferentes fechas de nuestros respectivos regresos al hogar, pero fundamentalmente porque yo estaba obsesionado con el vuelo 800 de la TWA.

Continué viaje hacia el norte por la autopista de Nueva York, manteniendo la velocidad a unos 130 kilómetros por hora. Estaba cansado, pero alerta.

Suponía que lo único que podría encontrar en los archivos del Hotel Bayview sería al señor Rosenthal, rascándose la cabeza y preguntando: «¿Qué habrá pasado con esos recibos del alquiler de cintas de vídeo?»


Me encontraba en la Autopista Montauk, acercándome a Westhampton Beach. Ya había pasado media hora de medianoche y una ligera niebla se había levantado desde el océano y las bahías.

En esa zona, mi radio estaba captando señales de Connecticut y una emisora de la PBS estaba transmitiendo La Traviata. Esto no se lo explico a mucha gente, pero he ido a la ópera en citas de dos parejas con Dom Fanelli, quien consigue entradas gratis. Calculé que llegaría al Hotel Bayview aproximadamente cuando empezara a cantar la gorda.


La gorda estaba cantando Parigi, o cara cuando entré en la zona de aparcamiento reservada a los clientes. Esperé a que ella acabase y cayera muerta, algo que hizo a los pocos minutos. Apagué el motor, salí del coche y me dirigí a la entrada principal del hotel.

Ya había pasado el Día del Trabajador y el vestíbulo estaba muy tranquilo a esa hora de un día laborable. Las puertas del bar estaban cerradas, algo que me resultó decepcionante.

Peter, mi recepcionista favorito, estaba de servicio, de modo que prescindí de las formalidades y le dije:

– Necesito hablar con el señor Rosenthal.

Miró su reloj, con ese gesto que suele hacer la gente cuando quiere recalcar algún estúpido detalle acerca de la hora, y dijo:

– Señor, es casi la una de la mañana.

– ¿Sabe qué hora es en Yemen? Yo se lo diré. Son las ocho de la mañana. Hora de trabajar. Llámelo.

– Pero… ¿se trata de algo urgente?

– ¿Por qué estoy aquí si no? Llámelo.

– Sí, señor.

Peter levantó el auricular y marcó el número de Leslie Rosenthal.

– ¿Tiene las llaves del sótano? -le pregunté a Peter.

– No, señor. Sólo el señor Rosenthal… -Alguien contestó a la llamada en el otro extremo de la línea, y Peter dijo-: ¿Señor Rosenthal? Lamento molestarle a esta hora… No, no ocurre nada… pero el señor…

– Corey.

– El señor Corey, del FBI, está aquí otra vez y le gustaría hablar con usted. Sí, señor. Creo que sabe qué hora es pero…

– Es la una y cinco -dije servicialmente-. Páseme el teléfono.

Cogí el auricular y le dije al señor Rosenthal:

– Lamento tener que molestarle a esta hora, pero ha surgido algo importante.

El señor Rosenthal contestó con una mezcla de atontamiento provocado por el sueño y controlado fastidio.

– ¿Qué ha surgido?

– Necesito ver sus archivos. Por favor, traiga las llaves.

Se produjo un momento de silencio, luego dijo:

– ¿No puede esperar a mañana?

– Me temo que no. -Para tranquilizarlo, añadí-: No tiene nada que ver con trabajadores inmigrantes ilegales.

Hubo otro momento de silencio, luego dijo:

– Está bien… Estoy a unos veinte minutos del hotel… Tengo que vestirme…

– Aprecio su permanente cooperación. -Colgué y le dije a Peter-: Bebería una coca-cola.

– Puedo buscarle una en el bar.

– Gracias. Póngame un whisky y deje estar lo de la coca-cola.

– ¿Señor?

– Dewar's, solo.

– Sí, señor.

Abrió con su llave la puerta del bar y desapareció en su interior.

Yo fui hacia las puertas que comunicaban con la biblioteca y eché un vistazo a través del cristal. Estaba oscuro y no pude ver demasiado.

Peter regresó con un vaso de whisky en una bandeja. Cogí el vaso y le dije:

– Apúntelo en la cuenta de mi habitación.

– ¿Se quedará con nosotros esta noche? -preguntó.

– Ése es el plan. Habitación 203.

Peter volvió a colocarse detrás del mostrador, tecleó algo en el ordenador y dijo:

– Está de suerte. No está ocupada.

Peter no me había entendido y le informé:

– Usted está de suerte. No tiene que echar a nadie de la habitación.

– Sí, señor.

Removí ligeramente el whisky y bebí un trago. Después de casi un mes de sequía me supo a yodo. ¿Era así como realmente sabía este brebaje? Dejé el vaso en una mesita auxiliar.

– ¿Cuánto tiempo lleva trabajando en el hotel? -le pregunté a Peter.

– Éste es mi segundo año.

– ¿Prestan cintas de vídeo de la biblioteca?

– No, señor. En las habitaciones no hay aparatos reproductores de vídeo.

– ¿Estaba usted aquí cuando el hotel tenía cintas de vídeo en la biblioteca?

– No, señor.

– Bien, ¿cómo funciona el sistema para prestarles libros a los huéspedes?

– El huésped elige un libro y tiene que firmar para llevárselo.

– Echemos un vistazo.

Me dirigí nuevamente hacia la biblioteca y Peter cogió sus llaves maestras, abrió las puertas dobles y encendió las luces.

Era una gran habitación con suelo de caoba y con estanterías en las paredes, decorada como una sala de estar.

En la esquina izquierda más alejada había un gran escritorio con un teléfono, una caja registradora y un ordenador y, detrás del escritorio, había una vitrina llena de objetos varios. A la derecha del escritorio había un expositor de diarios y revistas, todo típico de un hotel pequeño con espacio limitado para los servicios.

El acceso del vestíbulo parecía ser la única vía de entrada y salida de la biblioteca, a menos que uno entrase a través de una ventana.

Si había entendido bien lo que Marie Gubitosi me había dicho, el recepcionista, Christopher Brock, no volvió a ver a Don Juan después de que éste se registrara. Pero tal vez la mujer que estaba con él vino aquí a comprar un periódico o algún recuerdo, o específicamente a buscar una cinta de vídeo para pasar el tiempo antes de ir a la playa para hacerse arrumacos bajo las estrellas.

La última vez que estuve aquí debí haber prestado más atención a esta habitación. Pero incluso los grandes detectives no pueden pensar en todo en su primera visita al lugar de los hechos.

– ¿Dónde deben firmar los huéspedes que retiran un libro? -le pregunté a Peter.

– En un libro de recibos.

– Que usted conserva detrás de su mostrador.

– Sí, de ese modo los huéspedes pueden devolver los libros en cualquier momento del día o de la noche.

– Veamos ese libro de recibos.

Regresamos al vestíbulo y Peter sacó el libro de recibos que tenía detrás del mostrador. Yo recuperé mi whisky.

– ¿Suelen conservar estos libros de recibos una vez que están llenos?

– Creo que sí. El señor Rosenthal conserva todos los archivos durante siete años. A veces, incluso más tiempo.

– Buena política.

Abrí el libro de recibos y tenía el mismo aspecto que había descrito Roxanne. Un sencillo libro de recibos con tres recibos por página y un papel carbón rosa. Tenía un lugar para la fecha, una línea que decía: «Recibido», unas pocas líneas en blanco y un lugar destinado a la firma. Cada recibo tenía un número consecutivo impreso en rojo.

Busqué una entrada al azar que decía: «22 de agosto, Recibido, Plum Island», seguido de una firma apenas legible y un número de habitación, en este caso la 105. Una anotación manuscrita decía «Devuelto».

– ¿Es necesario que el huésped exhiba alguna clase de identificación?

– Habitualmente no es necesario. Para cualquier cargo a la habitación, bar, restaurante y cosas así, si su nombre y el número de habitación que usted da coinciden con los datos del ordenador, es suficiente. Es una práctica común en la mayoría de los buenos hoteles.

– Muy bien… -Como había vivido en un mal hotel durante las últimas seis semanas, yo no podía saberlo. Pensé en la acompañante de Don Juan, quien quizá ni siquiera sabía bajo qué nombre se había registrado su amante-. Digamos que no coinciden -le dije a Peter.

– Bueno, a veces pueden no coincidir porque una segunda persona alojada en la habitación puede no tener el mismo apellido que el huésped que se ha registrado en el hotel. En esos casos, habitualmente, mostrar la llave de la habitación suele bastar, o dar sólo el nombre del huésped que está registrado en la habitación.

– De acuerdo, si he olvidado la llave de la habitación y no puedo recordar el nombre de la persona con la que estoy durmiendo, ¿me dejaría llevar un libro?

Ésta era la oportunidad para que Peter se vengase y me miró fijamente antes de decir: -No.

Pasé varias páginas del libro de recibos pero no vi ninguna información importante acerca de los huéspedes, salvo una firma y un número de habitación. De vez en cuando aparecía un segundo nombre escrito en el recibo, que supuse, por lo que me había dicho Peter, que se trataba del nombre del huésped registrado en el hotel, que no era el mismo que el de la persona que había pedido prestado el libro.

– ¿Ha venido por aquí alguien del FBI desde mi última visita? -le pregunté a Peter.

– No, que yo sepa.

– Bien, voy a registrarme en la habitación 203.

Peter hizo lo que mejor sabía hacer y, cinco minutos más tarde, estaba registrado en la habitación 203 utilizando mi tarjeta American Express, que no había tenido demasiado uso en Yemen. La tarifa fuera de temporada se había reducido a ciento cincuenta pavos, lo que resultaba barato si encontraba alguna pista importante, y un rastro visible para la OPR si no encontraba nada.

El señor Rosenthal se estaba tomando su tiempo para llegar al hotel desde su casa y yo, que era un hombre de acción y con poca paciencia, consideré seriamente la posibilidad de echar abajo a patadas un par de puertas, como hacen en las películas. Pero eso podía molestar a Peter.

Me senté en uno de los sillones del vestíbulo y esperé la llegada del señor Rosenthal, quien tenía la llave de los archivos, y posiblemente la llave de oro que abría la puerta del corto sendero a través de la mierda.

CAPÍTULO 36

El señor Leslie Rosenthal entró en el vestíbulo del hotel vestido de manera informal, con pantalones y una camisa deportiva, sin pajarita.

– Buenas noches -lo saludé tras levantarme.

– «Buenos días» sería más apropiado. ¿Ha venido para seguir investigando en los archivos? -me preguntó.

– Así es.

– ¿A la una y media de la mañana?

– Señor, el FBI nunca duerme.

– Yo sí -dijo-. Tengo la sensación de que no está aquí en una misión de rutina -añadió.

– ¿Cuál fue su primera pista?

– La hora, para empezar. ¿De qué se trata?

– No estoy autorizado a decirlo. ¿Ha traído las llaves?

– Sí. ¿Ha traído mis archivos desaparecidos?

– De hecho, desde la última vez que nos vimos he estado en Oriente Medio. ¿Ve mi bronceado? ¿Quiere ver mi billete de avión?

Rosenthal no respondió y, en cambio, me preguntó:

– ¿Qué le gustaría ver?

– Sus libros de recibos de la sección de préstamos de vídeos de la biblioteca.

Lo observé mientras meditaba sobre mi solicitud.

– Dejamos de tener ese servicio de préstamos de vídeos hace tres años -dijo. Luego añadió-: Donamos todas las películas a un hospital.

– Eso es encomiable. Pero, naturalmente, usted conservó los libros de recibos.

– Creo que sí. A menos que algún idiota los haya tirado.

– Aparte de usted, ¿qué otra… persona guarda las llaves de la sala de archivos?

– Nadie.

– Pues bien. Echemos un vistazo en la sala del sótano.

Lo seguí hasta la puerta que comunicaba con el sótano, que el señor Rosenthal abrió con una de sus llaves. Encendió las luces y bajamos la escalera.

Una vez ante la puerta de la sala de archivos, la abrió con otra llave y se dirigió directamente a la parte posterior de la habitación, donde había un montón de cajas de cartón apiladas en estantes de metal. Cada caja llevaba una etiqueta con una fecha y al cabo de pocos minutos encontramos la caja marcada «Recibos de la Videoteca – Febrero 1996-Marzo 1997».

– ¿Preguntó el FBI por estos recibos en 1997? -le pregunté al señor Rosenthal después de mirar la caja.

– Les enseñé cómo estaban organizados los archivadores y luego los dejé solos. No sé qué miraron.

Tomé nota de ese comentario. Bajé la caja del estante metálico y la apoyé sobre uno de los archivadores.

– Supongo que piensa que esa pareja pudo haber firmado el recibo de una película -dijo el señor Rosenthal.

De pronto, todo el mundo se había convertido en detective.

– Sí, se me ha ocurrido esa idea -contesté.

Abrí la caja, que estaba llena de libros de recibos. Era realmente el trabajo de un anal compulsivo.

Empecé a sacar los libros de recibos de la caja, controlando las fechas de entrada y salida escritas en la cubierta de cada libro, casi esperando descubrir un libro desaparecido, reemplazado por una nota de Liam Griffith que dijera: «Que te jodan, Corey.»

– ¿Por qué los ha conservado? -le pregunté.

El señor Rosenthal me lo explicó.

– Tengo como política guardar todos los documentos durante siete años. Nunca se sabe lo que Hacienda o, a veces, los propietarios del hotel quieren ver. O el FBI. Siete años es un período prudente.

– Yo siempre lo digo, cubre tu culo.

Encontré un libro de recibos con las fechas «12 de junio – 25 de julio, 1996».

Me coloqué debajo de uno de los fluorescentes y comencé a pasar las páginas de los recibos de vídeos.

Mis manos temblaban ligeramente mientras pasaba las páginas buscando el 17 de julio.

El primer recibo correspondiente a esa fecha estaba en la parte superior de una página y firmado por Kevin Mabry, habitación 109, y Kevin había sacado Dos hombres y un destino. El siguiente recibo estaba firmado por Alice Young, Cabaña de Invitados 3, que había sacado El último tango en París. Bien por Alice. A continuación una firma indescifrable correspondiente a la habitación 9, que debe de haber estado en este edificio; esa persona sacó El padrino. Pasé la página y leí otras dos firmas y sus correspondientes títulos de películas, pero ninguna de esas personas había dado el 203 como su número de habitación. Luego, el último recibo en la parte inferior de la página estaba fechado el 18 de julio, el día siguiente.

Me quedé mirando el libro de recibos.

– ¿Ha habido suerte? -preguntó el señor Rosenthal.

No contesté.

Volví a la página anterior y eché un vistazo a los números del recibo impresos en rojo, luego pasé las páginas hacia adelante. En la secuencia faltaban tres números.

Doblé el libro hacia atrás y pude ver dónde habían cortado limpiamente una de las páginas del libro de recibos.

– Cabrones.

– ¿Perdón?

– Vamos -dije, lanzando el libro dentro de la caja.

Echamos a andar en dirección a la puerta, con el señor Rosenthal mirando de reojo el desorden del archivador.

En el fondo de mi mente -pero no muy en el fondo-, yo sabía que era imposible que el FBI hubiese permanecido dos meses en este hotel sin pensar en la biblioteca de préstamos. Quiero decir, que vale, no eran auténticos detectives, pero tampoco tenían el encefalograma plano. Mierda.

Pero había probado algo. Alguien de la habitación 203 había sacado una cinta de vídeo y por eso faltaba una página en el libro de recibos. Un gran razonamiento deductivo, que llevaba a otra prueba desaparecida. Cabrones.

El señor Rosenthal estaba a punto de cerrar con llave la puerta de la sala de archivos cuando me preguntó:

– ¿Quiere echar un vistazo a los recibos de los libros prestados?

– No. -Pero entonces recordé algo que había dicho Roxanne y me detuve.

– En el libro de recibos no vi ningún papel carbón rosa por las cintas de vídeo no devueltas -le dije al señor Rosenthal.

– No. Se arrancan y se guardan por separado.

– Se guardan por separado, ¿dónde?

– Aquí. Utilizamos esos recibos en papel carbón para realizar un inventario mensual de los objetos desaparecidos.

– ¿Cuándo arrancan esas copias de papel carbón del libro de recibos? -le pregunté.

– ¿Cuándo? Habitualmente uno o dos días después de que el huésped se ha marchado y descubrimos que el artículo en préstamo ha desaparecido.

– Muy bien… de modo que los huéspedes de la habitación 203 se registraron el 17 de julio, y el 18 de julio, al mediodía, usted descubrió que se habían marchado sin notificarlo. En la mañana del 19 de julio llegó el FBI preguntando por una manta de cama desaparecida. Esa misma mañana, más tarde, llegaron más agentes del FBI preguntando por los ocupantes de la habitación 203. ¿Es posible que para entonces alguien de su personal hubiera arrancado el recibo rosa del libro de recibos y lo hubiese marcado como desaparecido?

– El encargado de la biblioteca espera para ver si una doncella u otra persona devuelve el artículo que falta -respondió el señor Rosenthal-. Si no es así, en algún momento de ese día, o a primera hora del día siguiente, el papel carbón rosa se envía al contable para que cargue el artículo desaparecido en la cuenta del huésped, o lo incluya en su tarjeta de crédito. A veces, el artículo es devuelto al hotel por correo, o aparece más tarde, de modo que las copias de papel carbón rosa se guardan para el inventario mensual, y si el artículo sigue sin aparecer o no ha sido pagado, la copia rosa pasa al archivo de impuestos como pérdida deducible.

– ¿Y después de eso?

– Como ya he dicho, las copias de papel carbón rosa se archivan. Durante siete años.

– Usted primero.

El señor Rosenthal me condujo hasta un armario marcado como «Archivos de impuestos, 1996», y encontró un sobre de papel manila con la inscripción «Copias en papel carbón – Recibos Biblioteca» y me lo entregó.

Abrí el sobre. En su interior había un fajo de recibos rosados sujetos con una goma elástica. Quité la goma y empecé a examinar las aproximadamente dos docenas de recibos correspondientes a cintas de vídeo y libros desaparecidos.

– ¿Puedo ayudar…? -me preguntó el señor Rosenthal.

– No.

Los recibos no guardaban un orden cronológico estricto, de modo que los repasé lentamente. Cada uno de ellos estaba marcado como «No devuelto». Hacia la mitad de la pila me detuve en un recibo fechado el 17 de julio. El número de la habitación era el 203. La cinta de vídeo que habían sacado era Un hombre y una mujer.

La firma estaba garabateada y la persona no había apretado el bolígrafo con la fuerza suficiente para dejar una marca clara en la copia de papel carbón.

En el recibo, en letras impresas con una caligrafía diferente, se leía: «No devuelto», y el nombre «Reynolds», que, según Marie Gubitosi, era el nombre que había utilizado Don Juan cuando se registró en el hotel.

Le pregunté al señor Rosenthal acerca de esa cuestión y me contestó:

– Aparentemente, la persona que sacó prestada la cinta de vídeo no tenía una llave de la habitación, de modo que la bibliotecaria comprobó en su ordenador y vio que el nombre que constaba en el registro no coincidía con el nombre del huésped alojado en la habitación 203. Preguntó por la persona que tomaba prestada la cinta de vídeo y esa persona le dio el nombre del huésped registrado, que coincidía con el nombre que figuraba en el ordenador.

– Entiendo.

La mujer, por lo tanto, conocía el nombre que Don Juan estaba usando aquel día, de modo que, obviamente, era algo que ya habían hecho antes, lo que significaba que no se trataba de una aventura de una noche.

Dejé el fajo de recibos y miré nuevamente la firma, pero la luz no era muy buena, aunque la caligrafía parecía femenina.

– Vamos arriba -dije.

Abandonamos la sala de archivos con el señor Rosenthal mirando furtivamente de reojo hacia mi falta del sentido del orden.

Una vez en el vestíbulo, coloqué el resguardo rosa en el mostrador de recepción bajo la brillante luz de la lámpara.

– ¿Tiene una lupa? -le pregunté a Peter.

Sacó una lupa cuadrada de debajo del escritorio y la coloqué sobre la tenue firma que figuraba en el recibo. «Jill Winslow.» La estudié más de cerca, deteniéndome en cada letra. «Jill Winslow.» Peter estaba tratando de echar un vistazo al recibo rosa. Lo guardé en el bolsillo, junto con su lupa. Le hice señas al señor Rosenthal para que me acompañase a la biblioteca y ambos entramos en la habitación a oscuras.

– Sabiendo lo que sabe sobre este asunto -le dije- y habiendo estado en el negocio de la hostelería, supongo que desde hace muchos años, ¿cree que la mujer que estaba en la habitación 203 habría firmado con su verdadero nombre el recibo por el préstamo de la cinta de vídeo?

El señor Rosenthal meditó un momento antes de contestar.

– Creo que sí.

– ¿Por qué lo cree?

– Bueno… es lo mismo en el bar, o en el restaurante, o en la tienda de regalos… se le pide que escriba su nombre y el número de la habitación, y usted firma con su verdadero nombre porque el personal del hotel puede hacer las comprobaciones necesarias mientras usted está presente, o le pueden pedir que enseñe la llave de su habitación, o incluso un permiso de conducir, en cualquier momento de la transacción. -Y añadió-: Además, es un reflejo natural firmar con tu nombre verdadero cuando te lo piden.

– A menos que se esté viajando de incógnito. Ya sabe, como cuando se tiene una aventura amorosa. El tío no se registró con su verdadero nombre.

– Sí, pero eso es diferente. Firmar para sacar un libro o una cinta de vídeo es una transacción sin importancia. Es mejor usar tu verdadero nombre y número de la habitación para evitar situaciones embarazosas.

– Me gusta su manera de pensar, señor Rosenthal.

– Eso resulta muy reconfortante.

El señor Rosenthal tenía un sentido del humor seco, casi sarcástico. Yo suelo sacar lo mejor que hay en la gente.

Abandoné la biblioteca y el señor Rosenthal me siguió.

– ¿Necesita conservar ese recibo? -me preguntó.

– Sí.

– Entonces necesitaré un recibo por el recibo -dijo haciendo una broma.

– Póngalo en la cuenta de mi habitación -respondí sonriendo amablemente.

Estábamos delante del mostrador de recepción y el señor Rosenthal me preguntó:

– ¿Piensa quedarse con nosotros esta noche, señor Corey?

– Así es. Aprovecharé la tarifa de temporada baja.

– ¿Qué habitación le ha dado al señor Corey? -le preguntó el señor Rosenthal a Peten -La habitación 203.

– Por supuesto. -El señor Rosenthal me preguntó-: ¿Cree que la habitación le hablará?

– Las habitaciones no hablan, señor Rosenthal -contesté-. Despiérteme a las siete -le dije a Peter.

– ¿Necesita ayuda con su equipaje o indicaciones para llegar al Moneybogue Bay Pavilion? -preguntó Peter tras apuntar en su libro la hora en que debían llamarme.

– No, gracias. Caballeros, gracias por su ayuda.

Salí del vestíbulo a la noche fría y brumosa.

Subí a mi coche de alquiler, conduje hasta el Moneybogue Bay Pavilion, cogí mi bolsa, subí un par de tramos de escalera y entré en la habitación 203.

Una voz en mi cabeza, o en la habitación, dijo: «¡Eureka!»

CAPÍTULO 37

Me senté al escritorio y encendí la lámpara. Coloqué el recibo rosa sobre el escritorio y volví a examinarlo bajo la lupa.

La mano que había escrito «Un hombre y una mujer» era definitivamente femenina, y coincidía con la caligrafía de la fecha, el número de la habitación y la firma. Otra persona, presumiblemente la bibliotecaria, había escrito «Reynolds» y «No devuelto».

En una ocasión hice un curso de análisis caligráfico en el John Jay College y era mucho lo que se podía aprender de la letra y la firma de una persona. Lamentablemente, no recordaba casi nada del curso. Pero sí recuerdo que había una clara diferencia en la caligrafía cuando una persona falsificaba una firma o escribía un nombre falso.

Me levanté, encendí todas las luces y fui hacia el módulo de la pared. Debajo del televisor había un estante vacío, y ahora advertí que había cuatro pequeños círculos en el estante; en realidad eran zonas descoloridas en el acabado de álamo blanco. Eran del tamaño de una moneda de diez céntimos y de forma rectangular. Obviamente era el lugar donde había estado apoyado el aparato de vídeo sobre sus tacos de goma hacía tres años.

No se trataba exactamente de un descubrimiento monumental, pero me siento bien cuando puedo verificar físicamente lo que alguien me ha dicho.

Volví a sentarme al pequeño escritorio y marqué el número del móvil de Dom Fanelli. No tenía idea de dónde podía estar a estas horas, pero lo bueno que tienen los móviles es que eso no importa.

– ¿Hola? -contestó Dom.

Podía oír música de fondo.

– Soy tu socio.

– ¡Eh, compadre! ¿Qué es esta mierda del Hotel Bayview en mi móvil? ¿Qué cono haces ahí?

– Estoy de vacaciones. ¿Dónde estás tú?

– Mi móvil empezó a vibrar en mis pantalones y pensé que era Sally. Sarah. Da igual. Sarah, dile hola a…

– Dom, casi no puedo oírte.

– Espera un momento. -Un minuto después dijo-: Estoy en la calle. Estaba siguiendo a un sospechoso de homicidio y entró en este club de Varick Street. Un trabajo duro. ¿Qué ocurre?

– Necesito datos sobre un nombre.

– ¿Otra vez? ¿Qué pasó con los nombres que te di? ¿Fuiste a Filadelfia?

– Sí. Lo que necesito ahora…

– Ahora estás en Westhampton Beach. ¿Por qué no te vas a casa?

– ¿Por qué no te vas tú a casa? Bien, el nombre es…

– Puse un poco de orden en tu apartamento. La asistenta estará allí mañana. Los viernes, ¿verdad?

– A menos que haya muerto. Escucha, Jill Winslow. -Lo deletreé-. Creo que debe de rondar los treinta o los cuarenta años…

– Eso reduce el margen.

– No tengo nada sólido sobre ella, pero se registró aquí para darse un revolcón con un tío un día laborable de verano, el 17 de julio de 1996.

– La fecha me resulta familiar.

– Sí. El tío utilizó un alias, de modo que probablemente esté casado, y ella puede que también. O no. Pero creo que ella está…

– Las casadas son las más seguras si estás casado.

– Eso es precisamente lo que dice tu esposa de sus novios. Bien, creo que vive en Long Island, pero puede que sea en Manhattan. ¿Hasta dónde conducirías para tener una cita romántica clandestina?

– Una vez conduje hasta Seattle para acostarme con una tía. Pero tenía diecinueve años. ¿Cuál es el lugar más lejano al que has ido tú para acostarte con una tía?

– Toronto. Muy bien, de modo que…

– ¿Qué me dices de esa tía del FBI en Washington D. C? ¿Qué ciudad está más lejos? ¿Tornillo o Washington?

– No tiene importancia. Tú ganas con Seattle. De acuerdo, escucha. Primero busca en el registro de vehículos, hay un Ford Explorer de color canela implicado, de unos cinco años, pero puede que sea de él, no de ella, y quizá ya lo haya vendido. Luego entra en Choice Point y en Lexus Nexus para búsqueda de propiedades, actas de divorcio, etcétera. Estoy pensando en un vecindario acomodado en Long Island, de modo que comprueba también los registros de servicios públicos de los Winslow con la empresa de electricidad de Long Island. Pero ella podría vivir en Manhattan, de modo que comprueba los datos también allí. Obviamente, busca en los listines telefónicos, pero es probable que no figuren. Recuerda, todo este material puede que no esté a nombre de ella, sino de su esposo, o sea que…

– Aquí está. Jill Winslow, número 8 de Maple Lane, Locust Valley, Long Island, Nueva York, Ford Explorer 1996, de color canela, nombre del esposo, Roger. Es broma. Tú también deberías jugar con tu ordenador. Tengo algunos homicidios que resolver.

– Éste podría ser el mayor homicidio que ayudaras a resolver.

Se produjo un largo silencio, luego Dom Fanelli dijo:

– Entiendo.

– Bien. Y también comprueba los registros de defunciones.

– ¿Crees que ha muerto? ¿La liquidaron?

– Espero que no.

– ¿En qué andas? Dímelo, por si te matan.

– Te dejaré una nota.

– No bromeo, John…

– Llámame mañana a este número. Habitación 203. Deja un mensaje si no estoy, eres el señor Verdi.

Dom se echó a reír.

– Eh, nunca he visto a nadie tan aburrido como tú en la ópera.

– Tonterías. Me encanta cuando la gorda se pone a dar chillidos al final de La Traviata. Hablaremos mañana.

Ciao.

Colgué el auricular, me desvestí y arrojé la ropa ordenadamente sobre una silla. Cogí el maletín y entré en el baño.

Me afeité, me cepillé los dientes y me metí en la ducha.

De modo que Liam Griffith, Ted Nash y quienquiera que estuviese con ellos habían descubierto el libro de recibos de vídeos y habían arrancado la hoja. Pero olvidaron la copia de papel carbón. ¿Cómo pudieron ser tan imbéciles?

Bueno, todos cometemos errores. Hasta yo cometo algún error de vez en cuando.

Y más importante, ¿era Jill Winslow un nombre verdadero, y ellos consiguieron dar con ella? Creo que sí, ambas cosas. Lo que también significa que encontraron a Don Juan a través de ella. O bien encontraron primero a Don Juan, quizá a través de sus huellas digitales. En cualquier caso, ambos habían sido encontrados.

Podía imaginarme a Nash y/o a Griffith hablando con ellos, preguntándoles acerca de la filmación de una cinta de vídeo en la playa y acerca de su relación.

¿Cuáles eran los posibles resultados de esa discusión? Había tres. Uno: la pareja no había filmado la explosión del vuelo 800 de la TWA; dos: lo habían hecho, pero habían destruido la cinta; tres: habían filmado la explosión y guardado la cinta, que entregaron a Nash, Griffith y amigos a cambio de la promesa de que su relación no sería divulgada, suponiendo que uno o los dos estuviesen casados y quisieran seguir de ese modo.

En cualquier caso, esa pareja había pasado algún tiempo en el polígrafo mientras respondían a estas preguntas.

No tenía ninguna duda de que yo, o Dom Fanelli, encontraríamos a Jill Winslow si aún estaba con vida.

Y yo hablaría con ella y me diría todo lo que le había contado al FBI hacía cinco años porque yo era un agente del FBI que estaba llevando a cabo un trabajo de seguimiento del caso.

Pero eso no iba a poner la cinta de vídeo en mis manos, si alguna vez había habido una cinta de vídeo.

O sea, que era una especie de callejón sin salida, pero al menos conocería la verdad acerca de esa cinta de vídeo, y quizá pudiese llevar esa información a una autoridad superior. Tal vez podría desaparecer.

Tuve otro pensamiento, y estaba relacionado con Un hombre y una mujer. ¿Por qué Jill Winslow -o tal vez Don Juan- se llevó esa cinta de vídeo? Si estás abandonando una habitación de prisa, y dejas la llave en la puerta y no lo notificas en el mostrador de recepción, ¿por qué meterías una cinta de vídeo prestada en tu bolso o tu maleta?

Pensé en ello y también en algo que Roxanne había dicho, y pensé que sabía por qué Don Juan o Jill Winslow se llevaron esa cinta de vídeo. Cuando hablase con Jill Winslow le preguntaría si estaba en lo cierto.

CAPÍTULO 38

Peter llamó a las siete en punto y pensé que percibía un tono malicioso en su voz cuando me dijo la hora.

Me di la vuelta en la cama y busqué instintivamente mi Glock debajo de la almohada, pero luego recordé que estábamos temporalmente separados.

Me duché y me vestí. Luego me dirigí al edificio principal para desayunar.

Peter me saludó con un «Buenos días» apenas audible y fui al salón comedor. Era sábado y la noche anterior posiblemente habían llegado algunos huéspedes a pasar el fin de semana, pero el lugar estaba casi vacío.

La camarera me sirvió una taza de café y me dio la carta del desayuno. Después de haber pasado cuarenta días en un país musulmán, me sentía con síndrome de abstinencia de cerdo. Pedí beicon y jamón con salchichas.

– ¿Atkins? [2] -preguntó la camarera.

– No, católico -contesté.

Después de desayunar fui a la biblioteca. Había unas cuantas personas sentadas en cómodos sillones junto a las soleadas ventanas leyendo diarios y revistas.

Revisé los estantes y encontré un libro de Stephen King, Un saco de huesos. Me senté a una mesa en la parte trasera del salón y le dije a la encargada de la biblioteca-tienda de regalos:

– Quisiera sacar prestado este libro.

– Lo mantendrá despierto toda la noche -dijo con una sonrisa.

– Me parece bien. Tengo diarrea.

– Por favor, rellene esto -dijo, deslizando el libro de recibos hacia mí.

Apunté la fecha, el título del libro, habitación 203 y firmé el recibo: «Giuseppe Verdi»

– ¿Lleva con usted la llave de la habitación? -me preguntó.

– No, señora.

Entonces buscó los datos de la habitación 203 en el ordenador y dijo:

– Me aparece otro huésped en la habitación.

– Mi novio. John Corey.

– Eh… muy bien… -La mujer escribió «Corey» en la ficha y dijo-: Gracias, señor Verdi. Espero que disfrute del libro. Puede devolverlo en cualquier momento antes de abandonar el hotel.

– ¿Me da un recibo?

– Tendrá la copia rosa cuando devuelva el libro. O también puede dejar el libro en su habitación cuando se marche del hotel si no necesita un recibo de devolución.

– De acuerdo. ¿Puedo comprar el libro si me gusta?

– No. Lo siento.

Subí la escalera que llevaba a las oficinas del hotel y vi a Susan Corva, la ayudante del señor Rosenthal. Parecía recordarme y sonrió brevemente.

– Buenos días -dije-. ¿Está el señor Rosenthal?

– Habitualmente viene los sábados, pero esta mañana llegará un poco tarde -contestó.

– Probablemente se quedó dormido -dije-. ¿Puedo utilizar uno de sus ordenadores?

Señaló un escritorio vacío.

Comprobé mi correo electrónico y había algunos mensajes sin importancia, y luego un mensaje de Kate que decía: «Intenté localizarte en el apartamento. Por favor, hazme saber si llegaste bien. Estaré en casa el lunes. A) La misma información de vuelo. Cogeré un taxi desde el aeropuerto. Te echo de menos. B) No puedo esperar a verte. Todo mi amor, Kate»

Sonreí.

Escribí una respuesta: «Querida Kate, llegué bien. No estoy en el apartamento. Paso unos días de descanso en la playa»

Pensé un momento. No se me dan bien las cuestiones amorosas por correo, de modo que seguí su formato y escribí: «Yo también le echo de menos y tampoco puedo esperar el momento de verte. A) Intentaré reunirme contigo en el aeropuerto. Todo mi amor, John.» Envié el mensaje al ciberespacio, le agradecí a Susan que me dejara usar el ordenador y me marché de la oficina. Una vez en el vestíbulo, le pregunté a Peter dónde le habían cortado el pelo y me dio el nombre de un lugar en Westhampton Beach.

Encontré la peluquería de Peter y, después de un mes, tuve un corte de pelo decente. Le pregunté a Tiffany, la joven que me cortaba el pelo:

– ¿Conoce a Peter, el recepcionista del Bayview Hotel?

– Claro. Tiene un hermoso pelo. Y una magnífica piel.

– ¿Y qué me dice de mí?

– Tiene un bonito bronceado.

– He estado en Yemen.

– ¿Dónde queda eso?

– En la península de Arabia.

– ¿Bromea? ¿Dónde está eso?

– No estoy seguro.

– ¿Vacaciones?

– No. Estaba cumpliendo una misión secreta y peligrosa para el gobierno.

– ¿Me toma el pelo? ¿Quiere un poco de laca?

– No, gracias.

Le pagué a Tiffany y le pregunté dónde podía comprar un bañador. Me indicó una tienda de deportes que estaba en la otra manzana.

Me dirigí a la tienda de deportes y compré un bañador verde, largo y ancho, una camiseta negra y unas playeras. Tres Hamptons.

Conduje de regreso al hotel y fui al vestíbulo para ver si había algún mensaje telefónico y si Peter notaba mi nuevo corte de pelo, pero no estaba de servicio. No había mensajes. Fui a mi habitación y me vestí con mi nuevo traje de baño, no sin quitarle las etiquetas.

Comprobé si había mensajes en mi móvil, pero nadie me había llamado, y mi busca seguía descargado.

Pensando en Roxanne, dejé un par de dólares para la doncella y me marché.

Conduje hacia el Cupsogue Beach County Park, aparqué en la zona de estacionamiento y caminé hasta la playa. Era un día de sol brillante, temperatura agradable y soplaba una ligera brisa.

Pasé la mañana nadando, cogiendo algunos rayos de septiembre y corriendo descalzo por la playa, canturreando la melodía de Carros de fuego.

Al mediodía ya había unas cuantas personas en la playa, la mayoría familias, disfrutando de lo que podía ser el último buen fin de semana en la playa del menguante verano.

Estaba en mejor forma de lo que había estado en años y decidí conservarme así, para que cuando Kate llegase a casa se maravillase ante mi dorado bronceado y mi cuerpo de surfista. Me pregunté si ella habría mantenido su estupenda forma física en Dar es Salaam. Esperaba no tener que decirle algo como: «Me parece que has engordado un poco, cariño.» Probablemente no se lo diría hasta después de haber tenido una buena sesión de sexo.

Corrí hasta el extremo occidental del parque, donde la cala separaba la lengua de tierra de Fire Island, donde se había celebrado el servicio religioso en Smith Point County Park. Ésa era la cala desde la que se había internado en el océano el capitán Spruck en la noche del 17 de julio de 1996.

Era la clase de día dorado de finales de verano que te hace reflexionar acerca de los ciclos de las estaciones, con sus correspondientes pensamientos sobre los ciclos de la vida y la muerte, y sobre qué estamos haciendo en este planeta y por qué lo hacemos.

Unos pájaros extraños sobrevolaban la playa. Luego se lanzaban en picado sobre un pez desprevenido que, en un abrir y cerrar de ojos, era transportado del mar al aire y al estómago del pájaro.

Allí, en el océano, 230 personas habían comenzado un viaje a París, pero se habían precipitado súbitamente al mar desde cinco mil metros de altura en la noche. Así de sencillo.

Una sociedad puede juzgarse por su respuesta ante las muertes prematuras -accidentes y asesinatos-, y la sociedad en la que vivimos dedicaba un montón de tiempo, dinero y esfuerzos a investigar accidentes y asesinatos. Es parte de nuestra cultura que ningún crimen quede impune y que ningún accidente sea calificado de inevitable.

Y, sin embargo, cinco años después de que el vuelo 800 de la TWA estallase en el aire, aparente y oficialmente como consecuencia de una chispa eléctrica en el depósito central de combustible, no era mucho lo que se había hecho para corregir ese problema potencialmente catastrófico.

¿Qué significaba eso? Significaba, tal vez, que la teoría alternativa -un misil- aún seguía influyendo en el pensamiento y las decisiones de ciertas personas.

A medida que pasaron los años, y sin que se produjera ningún otro problema similar -incluso sin que se tomase ninguna medida para remediar el fallo en los tanques de combustible de los aviones-, la conclusión oficial se volvió un poco más sospechosa.


Corrí por la playa, luego me dirigí tierra adentro y subí y bajé varias dunas, esperando descubrir la cola de un misil cinético emergiendo de la arena, pero no hubo suerte.

Encontré una hondonada protegida entre las dunas donde Don Juan y su dama, llamada ahora Jill Winslow, habían extendido una manta y disfrutado de una romántica y probablemente ilícita hora en la playa. Me pregunté si lo que había sucedido aquí aquella noche aún los obsesionaba.

Me quité la camiseta y me tendí en el mismo lugar donde probablemente lo habían hecho ellos, con la camiseta a modo de almohada, y me quedé dormido sobre la tibia arena.

Tuve un sueño erótico en el que yo me encontraba en un oasis en el desierto yemení y mi harén consistía en Kate, Marie, Roxanne y Jill Winslow, quien llevaba un velo, de modo que no podía ver su rostro. En el sueño no había nada sutil y no necesité analizarlo demasiado, excepto la parte en la que Ted Nash apareció a lomos de un camello.


Cuando regresé al hotel, la luz de los mensajes estaba parpadeando en el teléfono y llamé al mostrador de recepción. El empleado de servicio me dijo:

– Ha llamado el señor Verdi. Dijo que lo llamase. No dejó ningún número.

– Gracias.

Llamé con mi teléfono móvil al móvil de Dom Fanelli.

Contestó y le dije:

– El señor Corey contestando a la llamada del señor Verdi.

– Eh, Giovanni, ¿recibiste mi mensaje?

– Lo recibí.

– ¿Dónde estás?

– Todavía en el Hotel Bayview, con mi móvil, de modo que no puedo hablar demasiado.

– ¿Qué has hecho hoy?

– He estado en la playa.

– Y yo estoy aporreando mi ordenador por ti. Es sábado. Quiero disfrutar de algo de calidad de vida con mi esposa.

– Dile a Mary que es por mi culpa.

– No hay problema. De todos modos, hoy iba de compras con su hermana a Jersey. A unas naves donde venden prendas de fábrica. ¿Has estado alguna vez en uno de esos sitios? ¡Mamma mia! Esas tías se cambian prácticamente en los pasillos. Cuanto más gastas, más ahorras. Falso. Cuanto más gastas, más gastas. ¿Correcto?

– Correcto.

Para entonces yo ya sabía que Dom había descubierto algo.

– He encontrado algunos Winslow para ti -dijo- y fui eliminando nombres hasta llegar a una Jill Winslow que podría encajar con la descripción. ¿La quieres?

– Claro.

– Primero me explicas de qué va todo esto.

– Dom, puedo conseguir esa información del mismo modo que tú. Lo que quieres saber es algo que no deberías saber. Confía en mí.

– Quiero saberlo. No se trata de un trueque (de todos modos te daré la información), sólo necesito saber qué es lo que te está jodiendo la cabeza y la vida.

– No puedo contártelo por teléfono. Pero te lo diré mañana, personalmente.

– ¿Y si te matan antes de mañana?

– Te dejaré una nota. Venga, Dom, no tengo mucho tiempo.

– Muy bien, aquí está la única Jill Winslow que coincide con el grupo de edades y la geografía. ¿Preparado?

– Dispara.

– Jill Penélope Winslow, casada con Mark Randall Winslow. ¿De dónde sacan los nombres estos pijos? Tiene treinta y nueve años, sin trabajo. Él tiene cuarenta y cinco años, es agente de inversiones en Morgan Stanley, trabaja en Manhattan. Viven en el número 12 de Quail Hollow Road, Old Brookville, Long Island, Nueva York. Ninguna otra propiedad. Según el registro de vehículos tienen tres coches: un Lexus SUV, un sedán Mercedes y un BMW Z3. ¿Quieres los detalles?

– Sí.

Dom me dio los modelos, colores y números de matrícula y los apunté.

– El BMW está a nombre de ella.

– Muy bien.

– Intenté un montón de fuentes diferentes para conseguir su número de teléfono, pero no hubo suerte -continuó Dom-. Probablemente pueda conseguirlo para el lunes. Busqué sus antecedentes civiles y penales, pero ambos están limpios. Ninguna Jill Penélope Winslow divorciada o muerta, pero tu Jill Winslow y la que he encontrado pueden no ser la misma persona. De modo que, sin un apellido de soltera de tu parte o una partida de nacimiento, o un número de la Seguridad Social…

– Sé cómo funciona. Gracias.

– Sólo quería que lo supieras. Hice lo mejor que pude un sábado por la mañana con un poco de resaca. Tendrías que haber estado anoche en ese club. Esa tía, Sally…

– Sarah. De acuerdo, hazme un favor y envíame por correo electrónico alguna otra Jill Winslow que pudiera encajar. Me marcho del hotel y hoy no podrás localizarme en mi móvil, pero puedes dejar un mensaje. Debo estar en mi apartamento esta noche.

– Dejé una botella de champán para ti y Kate.

– Muy considerado de tu parte.

– En realidad es de media caja que no usé. ¿Cuándo regresa Kate?

– El lunes.

– Genial. Ya debes de estar cachondo.

Se echó a reír.

– Bien, tengo que irme.

– ¿Piensas visitar Old Brookville?

– Sí.

– Avísame si se trata de la Jill Winslow que estás buscando. ¿De acuerdo?

– Serás el primero en saberlo, después de mí.

– Sí. ¿Estás cerca?

– Eso creo.

– Los últimos diez metros son una mierda.

– Lo sé. Ciao.

Ciao.

Corté la comunicación, me metí en la ducha y me quité la sal del cuerpo. Cuando me estaba secando sonó el teléfono. Había una sola persona en el universo que sabía dónde estaba, y acababa de hablar con él, de modo que debía de ser alguien del hotel. Levanté el auricular.

– Hola.

– ¿Señor Corey? -preguntó una voz femenina.

– Me marcho ahora mismo. Prepare mi cuenta.

– No soy una empleada del hotel. Me gustaría hablar con usted -dijo.

Dejé caer la toalla y pregunté:

– ¿Sobre qué?

– Sobre el vuelo 800 de la TWA.

– ¿Qué pasa con el vuelo 800 de la TWA?

– No puedo hablar por teléfono. ¿Puede reunirse conmigo?

– No a menos que me diga de qué se trata todo esto y quién es usted.

– No puedo hablar por teléfono. ¿Podemos encontrarnos esta noche? Tengo lo que creo que está buscando.

– ¿Qué es lo que estoy buscando?

– Información. Tal vez una cinta de vídeo.

No respondí durante unos segundos.

– Tengo lo que necesito. Pero gracias -dije.

Ella hizo caso omiso de mis palabras, como sabía que haría, y dijo:

– A las ocho, esta noche, Cupsogue County Park, en la cala. No volveré a llamarle.

Luego colgó.

Intenté rastrear la llamada. Una voz grabada me informó de que el número que intentaba localizar no podía buscarse por ese método.

Miré el reloj que había en la mesilla de noche: las 15.18. No tenía demasiado tiempo para ir hasta Old Brookville y regresar a Cupsogue Beach.

Y, además, ¿por qué querría encontrarme con alguien en un lugar desierto después de que anocheciera? Si tienes que hacerlo, tienes que hacerlo, pero debes llevar un micro, tener un equipo de apoyo cerca y no olvidarte de llevar tu arma.

En este caso, sin embargo, todo era discutible porque estaba actuando por cuenta propia, y mi Glock estaba en una valija diplomática en alguna parte entre Yemen y Nueva York.

Y también era irrelevante porque no tenía intención de acudir a esa cita.

CAPÍTULO 39

Cambié de idea.

Nunca es una medida inteligente acudir a una cita clandestina, se trate de negocios o placer. De modo que, en lugar de aparcar el coche en Cupsogue Beach County Park, me detuve en Dune Road y encontré un sendero de acceso a la playa entre dos casas. Vestido con el bañador y la camiseta caminé descalzo a lo largo de la playa. Un cartel me informó de que estaba entrando en los terrenos del parque.

Pasaban unos minutos de las siete de la tarde y el sol se ocultaba oficialmente a las 19.17. De hecho, el sol estaba semisumergido en el océano y el agua brillaba con reflejos rojos y dorados.

Las pocas personas que aún estaban en la playa recogían sus cosas y se dirigían a sus coches.

Cuando alcancé a ver la cala en el extremo de la lengua de tierra, era la última persona que quedaba en la playa, excepto por un guardia del parque en un 4X4 que patrullaba la playa con un megáfono anunciando que el parque estaba cerrado.

Pasó junto a mí y me gritó:

– El parque está cerrado. Por favor, abandone el parque.

Me volví hacia el interior y ascendí por una duna. Al llegar a la cima pude ver perfectamente el sendero natural que discurría entre las dunas. Dos parejas se dirigían hacia la zona de aparcamiento llevando sus cosas de playa. Eran las 19.15. Tenía todavía cuarenta y cinco minutos para recuperar la cordura. En realidad había tenido cuarenta y dos años para hacerlo. Sin éxito.

El sol se ocultó tras el horizonte y el color del cielo viró de púrpura a negro mientras los reflejos de luz se demoraban en el agua y luego morían en el horizonte. Aparecieron las estrellas y la brisa marina agitó las hierbas altas que me rodeaban. La espuma bañaba la arena con un sonido suave y rítmico. De vez en cuando, una pequeña ola rompía en la playa.

Me moví lentamente a través de las dunas cubiertas de hierba y llegué a la última, desde la que podía ver la cala, a unos cincuenta metros de distancia.

A la derecha estaba Moriches Bay y a la izquierda se extendía el océano, unidos por la pequeña cala. Unas cuantas embarcaciones de placer con las luces de posición encendidas estaban entrando en la bahía, y los barcos langosteros se alejaban hacia mar abierto. Al otro lado de la bahía podía ver las luces del puesto de la Guardia Costera.

No tenía idea de qué ruta seguiría mi informante para llegar al punto de reunión -a lo largo de la playa, desde el lado de la bahía, a través de estas dunas, o por barco-, pero yo había llegado primero, había hecho un reconocimiento de la zona y estaba en terreno elevado. Dicho lo cual, me habría sentido mejor si tuviese mi pistola.

No me había parecido una mala idea cuando el sol brillaba en el cielo.

Mi reloj digital marcaba las 20.05, pero en el extremo arenoso de la lengua de tierra no había nadie esperándome. Mi informante se retrasaba o se encontraba en alguna parte en estas dunas cubiertas de hierba, esperando a que fuese yo el primero en dar señales de vida.

A las 20.15 consideré la posibilidad de hacer el primer movimiento, pero también podría ser el último.

Quiero decir, a pesar del hecho de que estaba allí, completamente solo y desarmado, no soy estúpido. Sólo un poco imprudente. Y, sin duda, curioso.

Presté atención a cualquier sonido a mi alrededor, pero hubiese sido casi imposible oír a alguien que caminase por la arena, aunque creí escuchar el crujido de las hierbas cuando no soplaba la brisa.

Volví la cabeza lentamente, tratando de ver a través de la oscuridad, pero nada se movía.

Ahora estaba saliendo la luna -una media luna brillante- y la playa y el mar estaban iluminados. La hierba donde estaba sentado no ofrecía demasiado escondite a la luz de la luna y me sentía un poco expuesto allí, en la duna, con unos pocos matojos de hierbas alrededor. Al menos mi ropa y mi piel eran oscuras.

A las 20.25 me di cuenta de que necesitaba tomar una decisión. El movimiento más inteligente sería largarme de allí, pero salir no iba a resultar tan sencillo como entrar. Decidí quedarme quieto. Quienquiera que deseara ese encuentro conmigo tendría que hacer el primer movimiento. Es la regla.

Cinco minutos más tarde oí un sonido, como una tos, pero podría haber sido un perro. Segundos después volví a oírlo y parecía proceder de la duna que estaba detrás de mí.

Me volví lentamente en dirección al sonido, pero no pude ver nada. Esperé.

Oí el mismo sonido otra vez y, esta vez, no sonaba como un perro. Era humano y se estaba moviendo, rodeándome. O podía haber más de una persona, todas armadas con pistolas automáticas provistas de silenciadores. Oí otra tos en un lugar diferente.

Evidentemente, alguien estaba tratando de anunciar su presencia y buscaba una respuesta. Decidí jugar a su juego. Tosí. Y me moví de sitio para no ser un blanco fácil.

Un segundo más tarde, una voz de hombre, no muy lejos, respondió:

– ¿Dónde está?

La voz venía de la duna que estaba a mi derecha y me volví hacia allí. Me agaché.

– Adelántese hasta donde pueda verlo -repetí-. Lentamente.

Una figura se irguió detrás de la duna, a unos diez metros de mí, y pude ver la cabeza y los hombros de lo que parecía ser un tío grande, aunque no alcanzaba a verle el rostro.

– Acérquese -dije-, con las manos donde pueda verlas.

La figura se irguió más aún y el tío coronó la cima de la duna y luego comenzó a descender por la ladera hacia la oscura hondonada.

– Deténgase ahí -dije.

El hombre se paró en seco.

– Muy bien, vuélvase y túmbese en la arena.

Pero no siguió mis instrucciones, algo que siempre me cabrea. Entonces dije, con mi mejor voz del NYPD:

– Eh, tío. Te estoy hablando a ti. Quiero que te vuelvas y te eches en el suelo. ¡Ahora!

Permaneció donde estaba, mirándome, y luego encendió un cigarrillo. A la luz del encendedor alcancé a vislumbrar ligeramente su rostro y, por un momento, pensé que se trataba de alguien a quien conocía, pero no era posible.

– Eh, capullo -dije-. Te estoy apuntando con un arma que oirás dentro de tres segundos. Date la vuelta. Ahora. Y arrodíllate. Uno, dos…

– Tu arma está en una valija diplomática. Y, a menos que tengas otra, la única arma que hay aquí esta noche es la mía.

La voz, igual que el rostro, era inquietantemente familiar. De hecho, era Ted Nash, de vuelta del mundo de los muertos.

CAPÍTULO 40

Tardé unos segundos en superar mi sorpresa. Sabía que nunca conseguiría superar mi decepción.

– ¿No estabas muerto o algo así? -pregunté.

– Oficialmente muerto. Pero, la verdad, me siento muy bien.

– Tal vez yo pueda arreglar eso.

No contestó, pero arrojó el cigarrillo y comenzó a subir la ladera de la duna, hacia mí. Cuando se acercó pude comprobar que llevaba vaqueros, una camiseta oscura y una sudadera de algodón con capucha, debajo de la cual debía de llevar la pistola.

Se acercó a mí desde un ángulo oblicuo, de modo que no podía lanzarle arena a la cara y tampoco plantarle mi talón entre los ojos.

Llegó a la cima de la duna y se quedó a unos tres metros de donde yo me encontraba.

Nos quedamos frente a frente y practicamos un rato el juego de las miradas.

Ted Nash, de la CIA, era un hombre alto, de aproximadamente mi peso, pero no tan musculoso como yo. Incluso a la luz de la luna podía distinguir perfectamente su pelo castaño perfectamente peinado, y sus facciones, que las mujeres encontraban atractivas por alguna misteriosa razón. Siempre me pregunté si una nariz rota le añadiría o restaría atractivo.

Años atrás, ambos habíamos desarrollado una aversión mutua inmediata e intensa cuando trabajábamos en el caso de Plum Island, en parte debido a su arrogancia, pero principalmente porque le estaba tirando los tejos a una detective, algo que yo encontraba inapropiado y poco profesional, por no mencionar que interfería en el interés que yo sentía por la tía. Después se produjo ese asunto con Kate, que yo podía perdonarle porque estaba muerto. Ahora, mi única razón para soportarlo parecía haberse esfumado.

Aparte de tener el mismo gusto en cuestión de mujeres, no teníamos muchos otros puntos en común.

– ¿Estoy interfiriendo en tu tiempo de vacaciones? -dijo, a propósito de mi bañador y mi camiseta.

No le contesté, sino que mantuve la mirada fija en él, haciendo un inventario mental de todas las razones por las que no me gustó la primera vez. ¿Por qué lo odio? Hay varias razones. Por un lado, tenía ese perpetuo tono engreído en la voz. Por otro, parecía tener una permanente sonrisa despectiva en los labios.

Echó un vistazo a su reloj y dijo:

– ¿No habíamos quedado a las ocho en la cala?

– Corta el rollo.

– Hice una apuesta con alguien a que te presentarías. Sólo un idiota acudiría desarmado a una cita nocturna en un lugar desolado con alguien a quien no conoce.

– Sólo un idiota se encontraría conmigo a solas. Espero que tengas apoyo.

No contestó.

– ¿Qué tal en Yemen? -preguntó.

No contesté.

– He oído que Kate se lo pasó en grande en Tanzania.

Tampoco respondí a eso. Pensé que estaba lo bastante cerca de él como para golpearle antes de que cogiera su arma, y debió de darse cuenta porque retrocedió unos pasos. Miró a su alrededor y dijo:

– Es una hermosa noche. Es maravilloso estar vivo.

Se echó a reír.

Me miró y preguntó:

– ¿No estás siquiera un poco sorprendido al descubrir que estoy vivo?

– Estoy más furioso que sorprendido.

Sonrió y dijo:

– Por eso nos llaman fantasmas.

– ¿Cuánto tiempo has estado esperando para llegar a esta parte del guión?

Parecía un poco disgustado por el hecho de que yo no supiera apreciar sus frases preparadas, pero continuó con el guión y dijo:

– Nunca te felicité por tu matrimonio.

– Estabas muerto. ¿Recuerdas?

– ¿Me habrías invitado a la boda?

– Lo habría hecho si hubiese sabido dónde estabas enterrado.

Se puso de malhumor, se volvió y comenzó a bajar por la ladera de la duna en dirección al mar. Me hizo señas para que lo siguiera.

– Ven. Me gusta caminar por la playa.

Lo seguí, tratando de acortar la distancia que nos separaba, pero me gritó por encima del hombro.

– No te acerques demasiado. Diez pasos.

Capullo. Lo seguí a la playa y echamos a andar hacia el oeste, en dirección a la cala. Se quitó los náuticos y caminó por el borde del agua, dejando que la espuma le mojase los pies.

– Me va el rollo húmedo -dijo.

Que en la jerga que emplea la CIA significa «matar a alguien».

– Oh, por favor, no seas tan jodidamente listo.

– Nunca supiste apreciar mi ingenio. Pero Kate sí.

– Que te jodan.

– ¿No podemos mantener una conversación inteligente sin que repitas «que te jodan»?

– Lo siento. Que te jodan.

– Me estás fastidiando.

– ¿Yo te estoy fastidiando a ti? ¿Cuán fastidiado crees que estoy yo por el hecho de que estés vivo?

– Siento lo mismo por ti -dijo.

Caminamos por la orilla del mar, uno al lado del otro, separados por diez pasos, y yo me desvié hacia la izquierda y reduje la distancia. Nash se dio cuenta.

– Me estás agobiando.

– No puedo oírte por la rompiente.

– Un jodido paso más, Corey, y verás qué clase de arma llevo.

– De todos modos la veré tarde o temprano. Ahora es un buen momento.

Se detuvo y se volvió hacia mí, de espaldas al océano.

– Dejemos algo claro. Yo estoy armado, tú no. Tú has venido en busca de algunas respuestas. Yo te daré esas respuestas. Lo que suceda después depende en parte de ti. Entretanto, yo soy el hombre.

Yo estaba perdiendo la paciencia y le dije:

– Tú no eres el hombre, Teddy. Aunque tuvieras una jodida Uzi debajo de la sudadera, tú no eres el hombre. Eres un arrogante, egocéntrico, narcisista…

– Echa un vistazo al agua, Corey. ¿Qué ves?

– Te veré a ti flotando boca abajo antes de que acabe la noche.

– Eso no va a pasar. A mí no, en cualquier caso.

Nos quedamos allí, en la playa, separados por unos cinco pasos, el oleaje cada vez más fuerte y rompiendo sobre la arena. Nash dijo, por encima del ruido de las olas:

– Crees que me acosté con Kate, pero no quieres preguntármelo porque no quieres oír la respuesta.

Respiré profundamente pero no respondí. Realmente quería aplastarle su despectiva boca, pero conseguí controlarme.

– De todos modos no te lo diría -continuó Nash-. Un caballero nunca habla de esas cosas, como lo hacéis tú y tus colegas del NYPD cuando os emborracháis y empezáis a dar los nombres de todas las mujeres con las que habéis follado, y con descripciones gráficas.

No respondí a eso y le pregunté:

– ¿Para qué me has citado aquí? ¿Para revelar tu milagrosa resurrección? ¿Para que escuche tus estúpidas bromas infantiles? Esto es muy cruel, Ted. Dame tu arma para que pueda suicidarme.

Ted Nash permaneció un momento en silencio, luego encendió otro cigarrillo y echó el humo hacia la brisa.

– Te he citado aquí porque estás causando problemas en mi organización, y también en la tuya. Estás metiendo la nariz donde no debes y, aparentemente, Yemen no te enseñó nada.

– ¿Qué se suponía que debía aprender, maestro?

– A obedecer las órdenes.

– ¿Qué tiene que ver contigo?

No contestó y me preguntó:

– ¿Qué estás haciendo en el Hotel Bayview?

– Estoy de vacaciones, imbécil.

– No, no lo estás. Y corta esa mierda de llamarme «estúpido». Inténtalo otra vez.

– Estoy de vacaciones, capullo.

Ese apelativo tampoco pareció gustarle demasiado, pero no me dijo que volviese a intentarlo. Me miró, señaló el cielo y dijo:

– Ése era mi caso. No el tuyo. Ni el de Kate. Ni el de Dick Kearns, ni el de Marie Gubitosi. Mi caso. Está cerrado. Deberías dejarlo cerrado o, francamente, señor Corey, puede tener un final muy triste.

Estaba ligeramente sorprendido y perturbado por el hecho de que supiera lo de Dick y Marie.

– ¿Me estás amenazando? -dije-. Ya lo hiciste una vez, y fue una vez más de la que nadie haya podido salir ileso.

Tiró el cigarrillo al agua, se calzó los zapatos, luego se quitó la sudadera, revelando una sobaquera en la que había una Glock. Se ató las mangas de la sudadera alrededor de la cintura y dijo:

– Caminemos.

– Camina tú. Y sigue caminando.

– Creo que olvidas quién manda en esta reunión.

Me volví y eché a andar por la playa hacia donde había dejado mi coche.

– ¿No quieres saber qué pasó aquí con esa pareja? -me gritó Nash.

Le enseñé un dedo sin volverme. Imaginé que si tenía intención de dispararme, ya lo habría hecho. No es que pensara que Nash no era capaz de meterme una bala en la espalda, pero tenía la sensación de que no estaba autorizado a hacerlo, o si lo estaba, primero necesitaba averiguar qué sabía yo de todo el asunto.

No podía oírle por el ruido de las olas, pero alcancé a verlo por el rabillo del ojo cuando se movió en paralelo a mí, a unos diez pasos de distancia.

– Tenemos que hablar -dijo.

Continué caminando. Delante de mí alcancé a ver la primera casa de la playa fuera de los límites del parque.

Nash volvió a intentarlo.

– Es mejor que hablemos aquí, extraoficialmente. Eso o te interrogarán en una audiencia. Puedes enfrentarte a cargos criminales. Y también Kate.

Me volví y eché a andar hacia él.

– Mantén la distancia -dijo.

– Tú eres quien tiene el arma.

– Es verdad y no quiero tener que usarla.

– No pudiste dispararme a diez pasos. Te lo estoy poniendo más fácil.

Llegué a un metro de él y retrocedió al tiempo que desenfundaba la Glock.

– No me obligues a usarla.

Me detuve y le dije:

– Quita el cargador de la pistola, Ted, vacía la recámara y vuelve a guardarla en la sobaquera.

No hizo lo que le decía pero, aún mejor, tampoco disparó.

– Los hombres con pelotas no necesitan armas para hablar con otros hombres. Descarga el arma y podremos hablar.

Ted pareció estar debatiéndose entre lo que debía hacer, luego levantó el arma, quitó el cargador y se lo metió en el bolsillo. Accionó la corredera y una bala cayó en la arena. Metió la Glock en la sobaquera y me miró.

– Arrójame el cargador.

– Ven a buscarlo.

Reduje la distancia que nos separaba. Ya no estaba armado pero seguía siendo peligroso. No tenía ninguna duda de que este tío podía darme problemas si nos enzarzábamos en una pelea.

– El cargador -le recordé.

– Podría machacarte ahora mismo.

– Hace cuarenta días que no me acuesto con una mujer y me siento especialmente violento -dije.

– Me alegro de que Yemen te hiciera algún bien. Uno de mis colegas me dijo que te estabas convirtiendo en un gordo borracho.

Nash no tenía un arma cargada, de modo que debía reconocer que tenía pelotas. O quizá contaba con apoyo y yo estaba en la mira de un francotirador. Miré hacia las dunas, pero no vi el brillo verde delator de una mira nocturna. A unos cientos de metros de la costa había una barca pesquera, pero tal vez no fuese una barca pesquera.

– Sé que no tienes huevos para hablarme de esa manera sin tu arma, de modo que debes de tener a tus ayudantes por aquí, como el jodido cobarde que eres.

Me sorprendió con un gancho de izquierda que no vi venir, pero conseguí echar la cabeza hacia atrás justo a tiempo y su puño me alcanzó en la barbilla. Caí de espaldas sobre la arena y cometió el error de abalanzarse sobre mí. Apoyé ambos pies en su plexo solar y lo lancé por encima de mí. Me volví y me arrastré por la arena hacia él, pero se había levantado y retrocedía velozmente mientras sacaba la pistola de la sobaquera y el cargador del bolsillo. Antes de que pudiese introducir la lengüeta A en la ranura B para hacer bang-bang, me lancé hacia él. Pero la jodida arena estaba demasiado blanda, perdí pie y no pude llegar a él antes de que consiguiera cargar la pistola. Estaba accionando la corredera para meter una bala en la recámara cuando le cogí del tobillo y tiré con todas mis fuerzas.

Cayó sobre la arena y me coloqué encima de él, la mano izquierda cerrada sobre el cañón de la Glock y la mano derecha lanzando un gancho a su cabeza.

El golpe lo aturdió, pero no lo suficiente para impedir que me golpease con la rodilla en la entrepierna y yo soltara todo el aire de mis pulmones.

Comenzamos a rodar por la ladera de la playa, hacia la rompiente. Unas cuantas olas nos golpearon mientras continuábamos luchando sin soltarnos, y la resaca comenzó a llevarnos mar adentro.

Ted Nash debió de darse cuenta para entonces de que lo odiaba hasta el extremo de haberme vuelto psicótico. Cada vez que nos acercábamos, embestía con la cabeza contra la suya, y ambos estábamos atontados.

Los dos intentábamos encontrar un punto de apoyo en el lecho del océano para poder asestar un buen golpe, pero yo no soltaba el arma que Ted tenía en la mano, de modo que estábamos cogidos mientras la marea y la resaca nos arrastraban lejos de la playa.

Después de un minuto de lucha, ambos habíamos tragado un montón de agua salada y Ted era arrastrado hacia abajo por el peso de su ropa. Yo estaba en muy buena forma -gracias a Yemen- y sabía que podía ahogarlo si me lo proponía. Él también lo sabía y, de pronto, dejó de luchar. Ambos nos miramos, los rostros separados apenas por unos centímetros, y dijo:

– Está bien…

Soltó la Glock y nadó unos metros hasta donde sus pies encontraron suelo firme, luego fue tambaleándose hasta la playa, caminó unos metros más, después se volvió y se dejó caer en la arena. Había perdido los zapatos, estaba descalzo y cubierto de arena húmeda.

Regresé gateando a la playa y me paré a un metro de él, respirando agitadamente. El agua salada me ardía en la zona de la barbilla donde me había golpeado, mis pelotas me dolían allí donde me había atizado con la rodilla y me zumbaba la cabeza a causa de los golpes que le había dado a la suya. Aparte de eso, me sentía de puta madre.

Nash tardó un minuto en ponerse de pie, y permaneció con el cuerpo doblado, respirando profundamente y tosiendo para escupir el agua de mar. Finalmente consiguió erguirse y noté que un hilo de sangre salía de su nariz. Me felicitó por mi victoria diciendo:

– Cabrón.

– Venga, Ted. Sé un buen perdedor. ¿Acaso no te enseñaron deportividad en esa Universidad para pijos a la que fuiste?

– Que te jodan. -Se pasó el dorso de la mano por la nariz-. Cabrón.

– Supongo que no lo hicieron.

Quité el cargador de la pistola y lo guardé en el bolsillo, luego accioné la corredera y vi que realmente había conseguido meter una bala en la recámara, aunque no la había disparado, mientras nos peleábamos sobre quién debía tener el arma. Expulsé la bala y me metí la Glock en la cintura del bañador.

– Podría haberte volado la cabeza media docena de veces -dijo.

– Creo que con una habría sido suficiente.

Nash se echó a reír, lo que le hizo toser, luego se quitó la sal de los ojos y dijo:

– Devuélveme mi pistola.

– Ven a por ella.

Se acercó a mí y extendió la mano para que le diese la pistola. Cogí la mano y se la estreché.

– Buena pelea.

Apartó la mano y me empujó.

Aún le quedaban ganas de guerra, algo que yo admiraba, pero me estaba empezando a cansar de su actuación. Le di un fuerte empujón y le dije:

– No vuelvas a hacer eso, capullo.

Nash se volvió y se alejó. Me quedé allí, mirándolo mientras se acercaba a las dunas. Se volvió hacia mí.

– Sígueme, estúpido.

¿Cómo podía resistir semejante invitación? Lo seguí y subimos a la misma duna que Kate y yo habíamos subido en julio.

Llegamos a la cima de la duna y Nash me dijo:

– Te contaré lo que ocurrió aquí la noche del 17 de julio de 1996.

Podría haberlo hecho hacía media hora y ahorrarnos a los dos un baño en el océano. Pero antes habíamos tenido que resolver otras cuestiones, aunque aún no estaban completamente resueltas.

– Sin mentiras -le dije.

– La verdad -dijo el señor Nash, citando el lema de su compañía- os hará libres.

– Parece un buen trato.

– Es un trato mejor que el que yo quería darte. Pero sigo órdenes.

– ¿Desde cuándo?

– Mira quién habla. -Me miró y continuó-: Tenemos algo en común, Corey, somos dos solitarios. Pero hacemos mejor nuestro trabajo que los jugadores de equipo con quienes trabajamos y que los políticos para los que trabajamos. Tú y yo no siempre decimos la verdad, pero conocemos la verdad y queremos la verdad. Y yo soy el único tío a quien creerás.

– Lo estuviste haciendo muy bien allí durante un minuto.

– No voy a insultar tu inteligencia con más mentiras.

– Ted, desde el primer minuto en que te conocí, y durante dos casos importantes, lo único que has hecho ha sido mentirme.

Sonrió y dijo:

– Deja que vuelva a intentarlo.

CAPÍTULO 41

Ted Nash permaneció unos minutos en silencio, mientras seguía recuperando el aliento, y luego dijo:

– Muy bien, esa pareja se marchó del Hotel Bayview aproximadamente a las siete de la tarde con una manta de la habitación. En el coche tenían una pequeña nevera con hielo, una botella de vino y una cámara de vídeo con un trípode.

– Sí, todo eso lo sé.

– Es verdad. Has hablado con Kate y has estado husmeando por tu cuenta. ¿Qué más sabes?

– No estoy aquí para contestar preguntas.

– Kate también está en problemas por haberte hablado del caso -dijo.

– ¿Y qué me dices de ti? ¿Estás también en problemas ahora porque te fuiste de la lengua con Kate hace cinco años? ¿Por eso has resucitado y te han vuelto a poner en servicio? ¿Para que soluciones tu metedura de pata?

Nash me miró durante un momento.

– Digamos simplemente que soy el mejor hombre para manejar esta infracción de la confidencialidad y volver a poner las cosas en orden.

– Lo que tú digas. -Eché un vistazo a mi reloj, que aún funcionaba, y dije-: Di lo que tengas que decir. Tengo por delante un largo viaje de regreso a Manhattan.

Ted parecía contrariado porque yo no demostraba estar muy interesado en sus ensayadas y bien elaboradas mentiras.

– Lo que tú no sabes -dijo- es que después de haber tenido relaciones sexuales… -Señaló la hondonada que dibujaban las altas dunas-. Allí, sobre la manta, ella quiso bañarse desnuda y quería grabar la escena, de modo que él instaló la cámara con el trípode aquí, y la orientó hacia allá, graduó el diafragma en infinito y enfocó la playa y el mar, que desde esta altura incluye una buena porción de cielo.

– ¿Cómo sabes todo eso?

– Hablé con ellos. ¿Cómo coño podría saberlo, si no?

– Continúa.

– De acuerdo, de modo que los dos corren hacia la playa, mientras la cámara registra toda la escena, y se bañan desnudos, luego regresan a la playa y vuelven a disfrutar del sexo, en la orilla. -Sonrió ligeramente y añadió-: Puedes suponer que no estaban casados entre ellos.

– Y si ese tío tuvo dos erecciones en una noche, no era de la CIA.

Ted no hizo caso de mi comentario y señaló hacia la playa.

– Mientras estaban follando en la playa, no advirtieron nada en el cielo, pero oyeron la explosión, que debió de llegarles alrededor de cuarenta segundos después de que se produjera. Cuando ambos se volvieron hacia el sonido, el avión ya se había partido en dos, la sección del morro ya estaba en el océano, y la sección principal del fuselaje aún seguía ascendiendo; luego comenzó su descenso. Lo interesante en este punto es que ambos creyeron ver una estela de luz elevándose hacia el avión en ese momento, después de la destrucción del avión. Pero entonces se dieron cuenta de que se trataba del reflejo de un chorro de combustible incandescente en el agua del mar, un dato que confirmaron más tarde, al ver la cinta. -Me miró-. ¿Lo entiendes?

– Por supuesto. Humo y espejos. ¿Acaso no es eso de lo que vais vosotros, los tíos de la CIA?

– En este caso, no. -Y continuó con su historia-: Entonces, al comprender que muy pronto la playa se llenaría de gente, corrieron de regreso a esta duna, se vistieron a toda prisa y cogieron la cámara y el trípode antes de correr hacia el coche, un Ford Explorer, y regresar a toda pastilla al Hotel Bayview. Lamentablemente para ellos, se olvidaron la manta del hotel y un cubreobjetivo de la cámara, que nos dijeron dos cosas: dónde habían estado y qué estaban haciendo. También olvidaron la pequeña nevera con hielo, la botella de vino y dos copas, de las que pudimos sacar dos juegos de huellas digitales perfectos.

Pensé en eso y no pude encontrar ningún fallo en la historia de Nash. En realidad, era lo que yo, Kate y todos los demás supusimos, con algunos detalles añadidos como consecuencia de la conversación que Ted había mantenido con esa pareja.

– ¿Qué había en la cinta? -pregunté.

– No lo que a ti te gustaría que hubiese.

– Mira, Ted, no tengo ningún deseo y tampoco ninguna necesidad en todo este asunto. No soy uno de los tantos tíos que defienden la teoría de la conspiración, no estoy profesionalmente comprometido con la conclusión oficial, como lo estás tú. Sólo soy un tío imparcial y razonable que busca la verdad. Y la justicia.

Su boca formó esa sonrisa desdeñosa que yo odiaba.

– Sé que lo eres, John. Por eso estamos aquí. Renuncié a mi noche del sábado para hablar contigo.

– Venga, Ted, puedes perderte el bingo de la iglesia de vez en cuando. ¿Qué había en la cinta?

– Cuando regresaban al hotel, la mujer vio la película a través del visor de la cámara -dijo-. No pudo ver mucho, pero sí vio lo que no habían podido ver mientras estaban follando en la playa; de hecho, vio el avión, grabado en la cinta, en el momento de la explosión. Ella me dijo que era extraño que el avión explotase por la parte superior derecha del plano, mientras ella y su compañero estaban haciendo el amor en la parte inferior izquierda, y ni siquiera alzaron la vista. Naturalmente, el sonido de la explosión no había llegado aún hasta ellos, y continuaron follando mientras el avión se convertía en una enorme bola de fuego, luego se partía en dos y comenzaban los últimos instantes de su vuelo. -Hizo una pausa, pensó un momento y luego añadió-: El hombre me dijo que, cuando vio la cinta con ella, tuvo que explicarle la enorme diferencia que hay entre las velocidades del sonido y de la luz, la razón por la que ambos siguieron haciendo el amor mientras el avión estallaba en el cielo.

– Gracias a Dios por las leyes de la física, o vosotros habríais tenido muchos problemas para hacer una animación que ninguno de los testigos presenciales reconoció como lo que habían visto con sus propios ojos.

Ted pareció un tanto irritado conmigo.

– La animación fue muy precisa, basada en esas leyes de la física, las entrevistas con los testigos, los datos del radar, la dinámica del vuelo y el conocimiento de lo que hace un avión cuando se produce una explosión catastrófica a bordo.

– Vale. ¿Puedo ver la cinta?

– Déjame terminar.

– Ya has terminado. Quiero ver la cinta y hablar con la pareja.

– Terminaré la historia. -Y continuó-: La pareja regresó al Hotel Bayview, conectó la cámara al reproductor de vídeo y miró la cinta en el televisor. Ambos pudieron ver lo que ella había visto a través del visor de la cámara en el coche. Era una cinta con sonido y entonces pudieron oír claramente la explosión, alrededor de cuarenta segundos después de haberla visto en la cinta. -Me miró y agregó-: Todo el accidente quedó grabado, de principio a fin, en color, con sonido, con una película de buena calidad y con la cámara de vídeo en un paisaje crepuscular. En la cinta, ellos pudieron ver incluso las luces del 747 antes de la explosión. -Me miró fijamente y dijo-: No había ninguna estela de luz ascendiendo hacia el avión antes de que se produjera la explosión.

¿Por qué sabía que Ted diría eso?

– Ésa es una buena noticia. Necesito ver la cinta y hablar con la pareja.

No me contestó directamente y dijo:

– Deja que te haga una pregunta: si tú fueses miembro de esa pareja y estuvieses teniendo una aventura amorosa, y te filmaras a ti mismo participando en una serie de actos sexualmente explícitos, ¿qué harías con la cinta?

– La colgaría en Internet.

– Tú podrías hacerlo. Ellos, obviamente, la destruyeron.

– ¿Sí? ¿Cuándo? ¿Cómo?

– Aquella misma noche. Tan pronto como abandonaron la habitación del hotel. Detuvieron el coche en el arcén, el hombre sacó la cinta y luego la quemó.

– ¿Dónde consiguió las cerillas o el encendedor?

– No tengo idea. Tal vez uno de ellos fumaba.

Ellos no fumaban, según lo que me había dicho Roxanne, pero no se lo dije a Nash. Además, resultaba muy conveniente que Nash dijese que el tío había destruido la cinta en lugar de borrarla, porque una cinta borrada puede recuperarse en el laboratorio, y Ted no quería que yo siguiera por ese camino.

– Muy bien -dije-, de modo que quemaron la cinta. ¿Y después qué?

– Continuaron hasta Westhampton, donde ella había dejado su coche. Para entonces, los teléfonos móviles de ambos estaban sonando: era gente que trataba de ponerse en contacto con ellos al saber del accidente. Ellos les habían dicho a sus respectivos cónyuges que estarían en los Hamptons: él pescando con unos amigos y ella de compras en East Hampton, donde luego cenaría con una amiga y se quedaría a pasar la noche en su casa.

– La historia de él no está mal. La de ella apesta.

– La mayoría de los cónyuges confían el uno en el otro. ¿No confiaste en Kate en Tanzania? -repuso el señor Nash.

– Ted, si vuelves a mencionar otra vez el nombre de Kate, te meteré la pistola por el culo, la culata primero.

Sonrió pero no dijo nada. ¿Por qué me provocaba ese tío?

Volviendo al tema que nos ocupaba, Ted dijo:

– Regresaron a sus respectivos hogares en sus coches, luego pasaron el resto de la velada con sus cónyuges, mirando por televisión las noticias del desastre.

– Debió de ser una velada hogareña muy interesante -comenté.

– Eso es todo. Como sospechó y supuso mucha gente, había una pareja en la playa, estaban teniendo una aventura y grabaron inadvertidamente el accidente con su cámara de vídeo. Pero no había ningún cañón humeante, ningún cohete humeante.

– Eso es lo que tú me dices que ellos te contaron.

– Bueno, obviamente les pedí que se sometieran a la prueba del polígrafo, y ambos la superaron perfectamente.

– Genial. Entonces también necesito ver los resultados del polígrafo además de sus declaraciones escritas o grabadas antes de hablar con ellos.

A Ted, que era de la CIA, evidentemente no le gustaba tratar con un detective de la policía, porque los detectives quieren establecer una cadena de pruebas, mientras que la CIA trata con abstracciones, conjeturas y análisis, los principales ingredientes de las mentiras.

Ted me lo explicó con mucha paciencia.

– Ambos dijeron toda la verdad acerca de sus actividades sexuales en la playa, y aquí es donde uno esperaría encontrar algunas mentiras en el polígrafo porque la gente se siente avergonzada, pero ellos nos dijeron exactamente lo que había sucedido en la playa. Luego, cuando les preguntamos qué habían visto con sus propios ojos en la playa, y después en la cinta de vídeo, nuevamente fueron sinceros. Ninguna estela de luz. Las sesiones del polígrafo fueron casi tan aclaratorias como si hubiéramos tenido la cinta.

Yo no le creía, pero le dije:

– De acuerdo. Supongo que eso es todo.

Pero Nash me conocía demasiado bien de la época en que estaba vivo la primera vez y me dijo:

– No creo que estés convencido.

– Lo estoy. Por cierto, ¿cómo encontrasteis a esa pareja?

– Fue mucho más sencillo de lo que está siendo para ti -contestó-. En una ocasión, al hombre le habían tomado las huellas digitales para un trabajo, y teníamos sus huellas en la botella y en la copa. Las introdujimos en el banco de datos del FBI y el lunes por la mañana lo llamamos a su despacho. Él, a su vez, nos proporcionó el nombre de su amante.

– Eso fue fácil. Esperaba que hubierais tomado sus huellas de la tarjeta de registro en el Bayview.

– En realidad… no, no lo hicimos. Pero no estábamos tratando de construir un caso criminal contra él.

– La destrucción de pruebas es un delito, al menos la última vez que lo comprobé.

– No hubo ningún delito cometido contra el vuelo 800 de la TWA, de modo que la prueba no era… La cuestión es que esa pareja sencillamente estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. No vieron nada que otros doscientos testigos no hubieran visto, y la cinta de vídeo que grabaron no contenía nada que pudiese interesar a la CIA o al FBI. El polígrafo confirma ese extremo. -Y entonces añadió-: Les interrogué exhaustivamente, y otros también lo hicieron, entre ellos tu colega del FBI, Liam Griffith. Todo el mundo coincide en que ambos dicen la verdad. Puedes hablar con Liam Griffith y él te confirmará lo que te estoy diciendo.

– Estoy seguro de que lo hará. Pero estaré seguro después de que yo haya interrogado a la pareja. ¿Tienes papel y bolígrafo?

– No puedes hablar con ellos.

– ¿Por qué no?

– Les prometimos anonimato permanente a cambio de su cooperación.

– Muy bien, yo haré lo mismo.

Ted Nash parecía estar pensando, probablemente en las instrucciones que había recibido sobre mi persona.

– Esto es muy simple, Ted -le dije-. Tú me dices los nombres, yo voy a verlos, hablo con ellos, y resolvemos este asunto de una vez y para siempre. ¿Cuál es el problema?

– Necesitaré autorización para eso.

– De acuerdo. Llámame mañana a mi teléfono móvil. Deja un mensaje.

– Podría necesitar hasta el lunes.

– Entonces reunámonos el lunes.

– Ya te diré algo.

Buscó el paquete de cigarrillos en el bolsillo de la sudadera, se dio cuenta de que estaban mojados y decidió no fumar.

– Por eso te quedaste sin aliento. El tabaco puede matarte.

– ¿Cómo está tu mandíbula?

– Bien. La mojé en agua salada junto con tu cabeza.

– Mi rodilla en tu entrepierna no pareció golpear nada.

Ted era bastante bueno, pero yo soy mejor.

– Creo que era el forro protector mojado de tus bragas lo que te hundía en el mar.

– Que te jodan.

Eso era divertido, pero no productivo. Decidí cambiar de tema.

– Llámame al móvil y concertaremos un encuentro, pero esta vez en un lugar público. Yo escojo el lugar. Puedes llevar compañía si lo deseas. Pero quiero los nombres de esa pareja antes de que nos saludemos.

Nash me miró.

– Prepárate para responder tú a algunas preguntas, o lo único que sacarás de esa reunión será una citación federal -dijo-. No tienes el poder que crees tener, Corey. No tenemos nada que ocultar porque en este asunto no hay nada más que lo que acabo de contarte. Y te diré algo que seguramente ya habrás deducido, si hubiese algo que ocultar, tú ya estarías muerto.

– Me estás amenazando otra vez. Deja que yo te diga algo a ti. No importa cómo acabe este caso, tú y yo vamos a encontrarnos una última vez.

– Lo espero fervientemente.

– No tanto como yo. -Extendió su mano otra vez, pero no estábamos lo bastante cerca para estrecharlas, de modo que supuse que quería que le devolviese la pistola-. ¿Acabas de amenazarme de muerte y ahora quieres que te devuelva tu arma? ¿Qué es lo que me estoy perdiendo aquí?

– Ya te lo he dicho, si hubiese necesitado matarte, ya estarías muerto. Pero puesto que, obviamente, crees lo que te he contado, no necesito matarte. Pero sí necesito que me devuelvas la pistola.

– De acuerdo, pero ¿prometes que no me apuntarás y me obligarás a que te diga todo lo que sé sobre este caso?

– Lo prometo.

– ¿Lo juras?

– Devuélveme la jodida pistola.

Saqué la Glock de la cintura del bañador y la arrojé a la arena. Me quedé con el cargador.

– La próxima vez que nos veamos, llevaré mi arma.

Me volví y me alejé.

– Cuando te encuentres con Kate en el aeropuerto, no olvides decirle que estoy vivo y que la llamaré -gritó Nash.

Ted Nash necesitaba que lo moliese a palos, allí mismo, pero yo quería tener esa reunión que tanto ansiaba.

CAPÍTULO 42

Me sentía mucho menos paranoico ahora que había descubierto que realmente había gente que me estaba siguiendo y quería matarme. Era un alivio.

Estaba en la autopista de Long Island, conduciendo mi Ford Taurus alquilado, y eran las diez y cinco de la noche del sábado. Había sintonizado la radio en una FM local donde estaban pasando algo de Billy Joel y Harry Chapín, mientras el maníaco pinchadiscos seguía informando a la audiencia de que ambos eran de Long Island. También lo eran Joey Burrafucco y el asesino en serie Joel Rufkin, pero el pinchadiscos no dijo nada de eso.

El tráfico iba de moderado a intenso y realicé algunos movimientos erráticos para comprobar si alguien me estaba siguiendo, pero como todos los conductores de la autopista de Long Island están chiflados, no pude discernir si quien me pisaba los talones era un agente federal entrenado o simplemente el típico lunático de Long Island.

Abandoné la autopista y volví a entrar en ella para confirmar que nadie me seguía. Actuando con un residuo de paranoia miré a través del techo transparente del coche buscando el legendario helicóptero negro que los Órganos de la Seguridad Estatal utilizan en Estados Unidos para vigilar a sus ciudadanos, pero allá arriba no había nada, excepto la luna y las estrellas.

Encendí mi teléfono móvil durante cinco minutos, pero no había ningún mensaje.

Dediqué unos minutos a pensar en mi encuentro y mi combate de lucha libre con el señor Ted Nash. El tío era tan detestable y arrogante como siempre, y el hecho de haber estado muerto durante un tiempo no lo había mejorado. La próxima vez lo mataría personalmente y asistiría a su funeral. Pero, mientras tanto, Nash estaba nuevamente en mi caso, tratando de frustrar mis nobles esfuerzos por alcanzar la verdad y la justicia, y mis menos nobles esfuerzos por machacar algunos culos mientras estaba en ello.

Aún me dolía la mandíbula y un rápido vistazo en el espejo en el Hotel Bayview reveló un trozo de piel ausente y una marca negra y azulada en la barbilla. También me dolía la cabeza, algo que siempre rae sucede cuando me encuentro con Ted Nash, golpee o no mi frente contra su rostro. Además percibía cierta sensibilidad en la zona de las joyas de la familia, que era razón más que suficiente para haberlo matado.

En mis veinte años con el NYPD sólo había tenido que matar a dos hombres, en ambos casos en defensa propia. Mi relación personal y profesional con Ted Nash era más compleja que mi fugaz relación con los dos completos desconocidos a los que había tenido que disparar y, en consecuencia, mis razones y justificaciones para matar a Ted tenían que examinarse más detenidamente.

La pelea que habíamos mantenido en la playa debería haber sido catártica para ambos, pero en verdad, ninguno de los dos estaba satisfecho. Necesitábamos un nuevo combate.

Por otra parte, como diría Kate, ambos éramos agentes de la ley, tratando de hacer el mismo trabajo por nuestro país, de modo que debíamos tratar de comprender la animosidad que nos impulsaba hacia actos mutuamente destructivos de maltrato verbal y violencia física. Debíamos resolver nuestras diferencias y reconocer que teníamos metas y aspiraciones similares, e incluso personalidades similares, algo que debería ser un motivo de unidad, en lugar de una fuente de conflicto. Los dos necesitábamos reconocer la angustia que nos provocábamos mutuamente, y trabajar de una manera constructiva y honesta a fin de comprender los sentimientos de la otra persona.

O, para decirlo en pocas palabras, tendría que haber ahogado a ese hijo de puta como la rata que era, o al menos haberle disparado con su propia pistola.

Un cartel me informó de que estaba entrando en el condado de Nassau, y el pinchadiscos descerebrado me informó de que era otra hermosa noche de sábado en la hermosa Long Island. «Desde los Hamptons hasta la Costa Dorada, desde Plum Island hasta Fire Island, desde el océano hasta el Sound… nos estamos meciendo, nos estamos balanceando, nos estamos encendiendo, y estamos pasando un momento genial. ¡Nos estamos divirtiendo!» Que te jodan.

En cuanto a las revelaciones que me había hecho el señor Nash, parecía una historia muy buena, y podía estar diciendo la verdad: en la cinta no se veía ningún cohete. Eso era bueno, si era verdad. Me sentiría muy satisfecho de creer que fue un accidente. Me cabrearía un montón descubrir que no lo había sido.

Tal vez aún me quedara una carta para jugar en esta partida, y era Jill Winslow, pero, por lo que yo sabía, la verdadera Jill Winslow no era la que vivía en Old Brookville, que era a donde me dirigía en este momento. La verdadera Jill Winslow podía estar muerta, junto con su amante. Y si seguía fisgoneando, yo también podría acabar muerto, aun cuando no existiese ninguna conspiración y ningún encubrimiento. Creo que Ted Nash simplemente me quería muerto después de nuestro encuentro. Era un tío con muy mal carácter.

Salí de la autopista y continué hacia el norte por Cedar Swamp Road. No vi ningún cedro y tampoco ningún pantano, lo que ya me parecía bien. Me pongo nervioso siempre que tengo que abandonar Manhattan, pero después de Yemen, podría irme de vacaciones hasta Nueva Jersey.

Esa zona del condado de Nassau me resultaba familiar porque había algunos detectives de aquí que estaban asignados a la ATTF, y había trabajado con ellos siguiendo a unos Salami-Salami que trabajaban, vivían y no se dedicaban a nada honorable en la zona.

Continué por Cedar Swamp Road, que estaba flanqueada por grandes casas, un club de campo y algunas fincas supervivientes de la Costa Dorada de Long Island.

Giré a la derecha en la Ruta 25, que es la vía principal este-oeste a través de la Costa Dorada, y continué hacia el este.

Tenía que suponer que mañana, como muy tarde, Ted Nash estaría en el Hotel Bayview hablando con el señor Rosenthal acerca de mi visita, y acerca de Jill Winslow. De modo que tenía que moverme de prisa, pero el problema de hablar con la señora Winslow esta noche -aparte de lo intempestivo de la hora- era el señor Winslow, quien probablemente no tuviese la más remota idea de que la señora Winslow salía en Sexo, mentiras y cintas de vídeo. Normalmente esperaría hasta el lunes, pero con Ted Nash al acecho, no tenía hasta el lunes.

El pueblo de Old Brookville, con una población inferior a la que vive en mi edificio de apartamentos, tiene su propia fuerza de policía, situada en el cruce de Wolver Hollow Road con la Ruta 25. Era un pequeño edificio blanco en la esquina noroeste del cruce, «no puede dejar de verlo», según el sargento Roberts, el sargento de guardia con quien había hablado.

Al llegar a un semáforo giré a la izquierda en Wolver Hollow Road y me detuve en el pequeño aparcamiento delante del edificio cuyo cartel decía «DEPARTAMENTO DE POLICÍA OLD BROOKVILLE». El reloj del salpicadero marcaba las 00.17.

En el aparcamiento había dos coches y supuse que uno pertenecía al sargento Roberts y el otro a la señorita Wilson, la empleada con quien había hablado primero cuando llamé.

Si Ted Nash, de la CIA, o Liam Griffith, de la Oficina de Responsabilidad Profesional del FBI, me habían seguido, o colocado un artilugio de localización en mi coche, entonces estaban de camino.

El tiempo reglamentario ya se había agotado y también el tiempo de descuento; ahora actuaba con tiempo prestado.

CAPÍTULO 43

Entré en una gran sala de espera y a la izquierda había una jaula metálica del suelo al techo, como si los policías estuviesen encerrados. Detrás de la jaula había un escritorio alto, y detrás del escritorio había una mujer joven y de expresión aburrida, cuya placa en el escritorio decía: «Isabel Celeste Wilson.» La señorita Wilson me preguntó:

– ¿Puedo ayudarle?

– Soy el detective John Corey del FBI -dije. Alcé mi credencial delante de la jaula-. Llamé antes y hablé con usted y el sargento Roberts.

– Oh, es verdad. Espere un momento.

Habló por el interfono y, un minuto más tarde, un sargento uniformado entró en la zona de la jaula por una puerta que había en la parte posterior.

Repetí mi presentación y el sargento Roberts, un hombre rollizo de mediana edad, examinó mi credencial federal con mi fotografía. También le enseñé mi credencial del NYPD y mi tarjeta de identidad como poli retirado, y como ambos sabíamos, si habías sido policía, siempre serías policía.

Apretó un botón, pasé a través de una puerta que se abrió en la jaula y me acompañó a su despacho, en la parte trasera de la comisaría. Me ofreció una silla y se sentó detrás de su escritorio. Hasta ahora no había olido nada raro, excepto mi camisa.

– ¿De modo que está con el FBI? -me preguntó.

– Así es. Estoy trabajando en un caso de homicidio federal y necesito información sobre una residente de la zona.

El sargento Roberts pareció sorprendido.

– ¿Sí? No tenemos muchos homicidios por aquí. ¿Quién es la residente?

No le contesté y le pregunté:

– ¿Hay algún detective disponible?

El sargento Roberts pareció un poco molesto, pero en el mundo del cumplimiento de la ley, los detectives hablan con los detectives, y el jefe de detectives sólo habla con Dios.

– Tenemos cuatro detectives -contestó el sargento Roberts-. Uno ha respondido a una llamada telefónica, uno está de permiso, uno está de vacaciones y el teniente está en su casa. ¿Es muy importante ese asunto?

– Es importante, pero no tanto como para alterar el sueño del teniente detective. Estoy seguro de que usted podrá ayudarme.

– ¿Qué necesita?

El sargento Roberts parecía ser la clase de policía que ampliaría las cortesías profesionales indispensables si sabías cómo tratarlo. Esperaba que no hubiese tenido alguna experiencia negativa con el FBI, lo que a veces suele ser un problema. Además, probablemente estuviese aburrido, y esto podría ser una responsabilidad para él.

– El homicidio se cometió en otra jurisdicción -contesté-. Hay conexiones internacionales y posiblemente terroristas.

– ¿Bromea? ¿Esta residente es una sospechosa?

– No. Una testigo.

– Eso está mejor. Odiamos perder a un contribuyente. Bien, ¿quién es esa residente?

– La señora Jill Winslow.

– ¿De verdad? Guau.

– ¿La conoce?

– Un poco. Conozco mejor a su esposo, Mark Winslow. Está en la junta de planificación del pueblo. He hablado con él un par de veces en las reuniones. O sea que, sí, lo conozco.

– ¿Y a ella? -pregunté.

– La he visto algunas veces. Es una mujer agradable. -Sonrió-. La detuve una vez por exceso de velocidad. Me convenció para que no le pusiera una multa y me hizo sentir como si ella me estuviese haciendo el favor a mí.

Sonreí educadamente y le pregunté:

– ¿Sabe si trabaja?

– No lo creo. La veo mucho por aquí.

– Muy bien… permítame que lo diga de la manera más delicada posible, ¿le pone los cuernos a su esposo?

El sargento sonrió.

– No que yo sepa. Pero los líos se vuelven para mirarla.

– ¿Ningún rumor? ¿Ningún nombre de tíos relacionados con ella? ¿Tal vez hace cuatro o cinco años?

Pensó un momento antes de responder.

– No. Pero no escucho muchos rumores de esa clase. No vivo aquí.

– De acuerdo. De modo que el señor Winslow forma parte de la junta de planificación. Y, en su tiempo libre, trabaja para Morgan Stanley.

El sargento Roberts se echó a reír.

– Sí. Así es como se gana la mayor parte de su dinero. Los trabajos para la comunidad se pagan a un dólar por año.

Sonreí y le pregunté:

– ¿Cómo puede vivir usted con un dólar por año?

El sargento Roberts se echó a reír otra vez.

– Yo tengo un empleo de verdad. La mayoría de los que trabajan para la comunidad son voluntarios.

– ¿Bromea?

Este lugar era como Mayberry RFD, excepto que la mayoría de los residentes eran ricos.

El sargento Roberts me preguntó:

– ¿Qué pasa con la señora Winslow? ¿Dónde presenció ese asesinato?

– No estoy autorizado a dar detalles. De hecho, ni siquiera estoy seguro de que se trate de la misma mujer, de modo que permítame que compruebe algunos datos. ¿Cuántos años diría que tiene?

Pensó un momento y luego dijo:

– Entre treinta y cinco y cuarenta años. ¿Ese homicidio se cometió en el extranjero? -preguntó.

El sargento Roberts hacía demasiadas preguntas, pero no pensé que sospechara nada, era sólo curiosidad y tuve la sensación de que el cotilleo era la principal industria de Old Brookville. Sin saber si la señora Winslow viajaba con frecuencia al extranjero, o si el sargento Roberts sabía si lo hacía, contesté:

– El incidente se produjo en el territorio continental de Estados Unidos. ¿Los Winslow tienen hijos? -pregunté.

– Sí… dos chicos, creo. Sí. Pero no sé mucho acerca de ellos. Nunca han tenido problemas.

– ¿Estarán en casa?

– Creo que están en un internado. La mayoría de estos chicos van a escuelas privadas.

– ¿Cuánto tiempo hace que su esposo y ella viven en esta zona?

– Oh, desde siempre. Es una antigua familia. Quiero decir, ella no es una Winslow, pero él sí.

– De acuerdo. Tiene sentido. ¿Podridos de dinero?

– Podridos no. Él vive de su trabajo. Viaja mucho por negocios.

– ¿Sabría usted si en esta zona hay alguna otra Jill Winslow?

Pensó un momento.

– No he oído hablar de ninguna otra.

– ¿Algún problema doméstico?

– No que yo sepa. Es gente muy tranquila.

– ¿Cuánto hace que usted trabaja aquí?

– Once años. ¿Por qué?

– Me preguntaba si puede recordar si sucedió algo inusual relacionado con los Winslow hace cinco años.

El sargento Roberts pensó un momento antes de responder.

– No puedo recordar que haya sucedido nada que mereciera la atención de la policía.

Su radio, ya lo había notado, había permanecido muda, pero entonces sonó el teléfono. El sargento Roberts levantó el auricular y habló con la señorita Wilson.

Tuve la tentación de decirle: «Si es la CIA, no estoy aquí.» Presté atención por si había algún indicio de problema, pero el sargento le dijo a su ayudante civil:

– Pásamela. Yo me encargaré de este asunto. -Me miró y me dijo-: Una fiesta ruidosa. -La señorita Wilson le pasó la llamada y el sargento habló con alguien sobre esa fiesta ruidosa.

El escenario había cambiado y traté de hacerme un cuadro mental del mundo de Jill Winslow. Como ya había imaginado, era una mujer de clase media alta y tenía mucho que perder si su esposo descubría que no iba de compras cada vez que salía de casa.

Mi especulación me llevó a pensar que el señor Mark Winslow, agente de inversiones para Morgan Stanley, era un tío un poco aburrido, probablemente bebía un par de cócteles, jugaba al golf en el club de campo de la zona, y pasaba mucho tiempo en la ciudad, en el trabajo o con clientes. Quizá tenía una amante en la ciudad. Los hombres aburridos, ocupados y ricos tienden a tener amantes a tiempo completo que los encuentran fascinantes.

Sabía por el sargento Roberts que el señor Winslow tenía responsabilidades con la comunidad y formaba parte de la junta de planificación. Era una actitud muy altruista y tenía el beneficio añadido de alejarlo de su casa al menos una vez más por mes, por no mencionar el hecho de que le colocaba en una posición que contribuía a mantener su reputación.

La señora Winslow, en resumen, estaba seguramente muy aburrida. Ella probablemente hacía trabajos para la comunidad y viajaba a la ciudad para ir al teatro, visitar museos y hacer compras, y almorzar con sus distinguidas amigas, cuando no estaba cometiendo adulterio.

Intenté formarme una imagen de su amante, pero sin más información que la confirmación de Nash de que el tío también estaba casado, la única conclusión a la que pude llegar era que se estaba follando a la señora Winslow.

El tío aparentemente era el propietario de ese Ford Explorer de color canela, y uno de los dos tenía una cámara de vídeo que utilizaron para filmar un momento romántico en la playa, y quizá otros momentos similares, de modo que era obvio que confiaban el uno en el otro, o no habría habido una cámara de vídeo que grabase actos de infidelidad que podían ser potencialmente devastadores. Posiblemente pertenecían al mismo grupo social, y esa aventura había comenzado con un ligero flirteo en una fiesta o un baile en el club, y continuó con un almuerzo, luego una cena y luego la cama.

Otro pensamiento: aunque ambos tenían comportamientos imprudentes, no eran personas imprudentes. Esa aventura era, o había sido, un asunto muy controlado, un riesgo calculado, cuyas recompensas -cualesquiera que fuesen- merecían los riesgos.

Un pensamiento final: los amantes no estaban enamorados. Si lo hubieran estado, habrían tenido una auténtica revelación la noche del 17 de julio de 1996 cuando vieron la explosión de aquel avión, para ellos hubiese sido una señal de que la vida era corta, y que necesitaban estar juntos, y al diablo con sus cónyuges, sus familias y su bien ordenado mundo. Y Jill Winslow no estaría viviendo todavía en el 12 de Quail Hollow Road con Mark Winslow.

Dicho lo cual, que yo supiera, el señor Mark Winslow era un hombre interesante y atractivo, un esposo atento y considerado, la señora Jill Winslow era la prostituta del pueblo y su amante era el tío que se encargaba de limpiar la piscina.

El propósito de tener un cuadro de la señora Winslow y su inundo era determinar si yo podría convencerla de que me contase exactamente lo que había ocurrido y lo que había visto y grabado en una cinta de vídeo aquella noche. Si ella le había dicho la verdad a Nash, entonces no había más tela que cortar, y podía volver a mi casa a mi sillón reclinable. Si había algo más de lo que Nash me había contado, o alguna cosa que ella no le hubiese contado a él, entonces este asunto no había acabado, sino que era el comienzo de un caso reabierto. No estaba seguro de qué resultado estaba buscando.

El sargento Roberts colgó el auricular y me dijo:

– Una típica noche de sábado. Un montón de fiestas particulares, habitualmente organizadas por los chicos cuando sus padres no están. -Utilizó la radio de la policía para llamar a un coche patrulla y darle la dirección de la casa donde estaba el follón. Luego me dijo-: Tengo cuatro coches patrullando esta noche. A veces recibo una llamada de las compañías de seguridad, que informan de una alarma contra ladrones, luego tengo un accidente de circulación, después las dos ancianas que creen que alguien anda merodeando por su jardín… siempre las mismas abuelas.

Continuó hablando durante unos minutos acerca de los problemas que comportaba la vigilancia policial de una pequeña comunidad donde los residentes creían que los policías eran una extensión de su personal doméstico. No era muy interesante, pero me estaba dando una idea.

– ¿Sabe si los Winslow están fuera? -le pregunté.

Giró en su sillón hasta colocarse delante del ordenador y tecleó el nombre.

– A veces los residentes nos avisan cuando van a estar fuera de casa. De ese modo podemos estar más atentos… -Volvió a teclear algo en el ordenador y añadió-: No tengo información de que estén fuera de la ciudad.

– ¿Tiene su número de teléfono?

Pulsó unas cuantas teclas y dijo:

– Tengo muchos números que no figuran en el listín, pero no todos… -Miró la pantalla y dijo-: Tengo el de ellos. ¿Lo necesita?

– Gracias.

Apuntó el número en un papel y me lo dio. Tenía que recordar hablarle a Dom Fanelli acerca de la policía local.

– Si los llama o los visita, debería saber que Mark Winslow es la clase de tío que no respondería a una pregunta en un programa de la tele sin la presencia de su abogado -me dijo el sargento Roberts-. O sea, que si necesita hablar con ella, primero tiene que sacarle a él del escenario, a menos que quiera que su abogado también participe en la reunión. Pero yo no le he dicho nada. ¿De acuerdo?

– Entendido. -De hecho, yo tenía una razón mejor para no querer que el señor Winslow estuviese presente-. Hágame un favor y llámelos -le dije al sargento Roberts.

– ¿Ahora?

– Sí. Necesito asegurarme de que están en casa.

– ¿Sí? ¿Quiere que les diga alguna cosa? Me refiero a que en su pantalla de identificación de llamadas aparecerá «Policía Brookville».

– Dígale al señor Winslow que la junta de planificación ha convocado una reunión de urgencia. Acaba de enterarse de que va a inaugurarse un club social hispano en la calle principal.

Se echó a reír.

– Sí. Eso hará que todo el pueblo se eche a la calle.

Sonreí ante nuestra pequeña broma políticamente incorrecta y le sugerí:

– Puede decirle que han visto a alguien merodeando por el vecindario. Acaba de saltar la alarma de una casa.

– Muy bien…

Marcó el número y le dije:

– Conecte el altavoz.

Pulsó un botón y oí que sonaba el teléfono. A la cuarta llamada contestó una voz masculina.

– ¿Hola?

– ¿Señor Winslow? -preguntó el sargento Roberts.

– ¿Sí?

– Señor Winslow, soy el sargento Roberts, de la comisaría de Old Brookville. Lamento molestarlo a esta hora pero nos han informado de la presencia de un merodeador y la alarma de un vecino se ha disparado en su zona, y nos preguntábamos si había visto u oído algo.

Mark Winslow se aclaró la voz y la mente, y contestó:

– No… llegué… déjeme pensar… hace unas dos horas…

– Muy bien. No se preocupe. Tenemos un coche en su zona. Asegúrese de que las puertas y las ventanas están bien cerradas y de que la alarma está conectada. Y llámenos si ve u oye alguna cosa.

– De acuerdo… sí, lo haré…

Pensé que el señor Winslow hablaba igual que el señor Rosenthal a la una de la mañana. Le hice señas al sargento Roberts de que me pasara el auricular. Le dijo al señor Winslow:

– Aquí hay…

– Policía del condado -le dije.

– Aquí hay un oficial de la policía del condado que querría hablar con usted.

– Lamento molestarlo -dije-, pero estamos investigando una serie de robos cometidos en casas de esta zona. -Necesitaba acabar rápidamente con este asunto antes de que se despejara y comenzara a pensar que todo esto era un poco absurdo-. ¿Estará en casa por la mañana si le hago una visita?

– Eh… no… estaré jugando al golf…

– ¿A qué hora comienza el recorrido?

– A las ocho. Desayuno a las siete. En el club.

– Entiendo. ¿Estará su esposa en casa?

– Va a la iglesia a las diez.

– ¿Y sus hijos?

– Están en el colegio. ¿Hay algún motivo por el que deba preocuparme?

– No, señor. Necesito comprobar el vecindario y los alrededores a la luz del día, de modo que dígale a su esposa que no se alarme. Le paso con el sargento Roberts.

– Lamento haberlo llamado tan tarde, pero quería asegurarme de que todo estaba bien en su casa -dijo el sargento Roberts.

– No necesita disculparse. Aprecio su llamada.

El sargento Roberts cortó la comunicación y me dijo, por si yo no estaba prestando atención:

– Muy bien, mañana juega al golf.

– Así es. Llámelo a las seis y media y dígale que han cogido al ladrón, y que la policía del condado comenzará a buscar pruebas por la mañana.

El sargento Roberts tomó nota de lo que acababa de decirle y me preguntó:

– ¿Piensa ir por la mañana a hablar con ella?

– Eso es lo que pienso hacer.

– ¿Se trata de un arresto? -preguntó.

– No. Sólo de una entrevista con una testigo.

– Suena a algo más que eso.

Me incliné hacia él.

– Voy a confiarle algo -le dije-, pero es una información que no puede salir de esta habitación.

El sargento Roberts asintió, esperando tal vez enterarse de algún trapo sucio de la señora Winslow.

– Jill Winslow puede estar en peligro por lo que vio.

– ¿De verdad?

– De verdad. Lo que voy a hacer esta noche es vigilar la casa de los Winslow. Avise a sus patrulleros de que no deben preocuparse por un Ford Taurus gris aparcado en Quail Hollow Road. ¿De acuerdo? Usted y yo nos mantendremos en contacto durante toda la noche por si necesito apoyo. ¿Tiene otra radio?

– Tengo una radio portátil que puedo dejarle.

– Bien. ¿A qué hora acaba su turno?

– A las ocho. Es de medianoche a las ocho de la mañana.

– Muy bien. Lo llamaré antes de esa hora si el señor Winslow no se marcha de su casa para desayunar en el club. En ese caso, usted tendrá que sacarlo de su casa de alguna manera. ¿De acuerdo?

– De acuerdo…

Me levanté y le pregunté:

– ¿Cómo llego al 12 de Quail Hollow Road?

El sargento Roberts me dio un plano de Old Brookville y utilizó un rotulador fosforescente para señalar la ruta que debía seguir. Me entregó la radio y dijo:

– La frecuencia está fijada. Yo soy Cuartel General y usted será el Coche Cero.

Sonrió.

– Entendido. Si algún otro agente federal lo llama o se presenta en la comisaría, avíseme por la radio.

– Lo haré.

Le estreché la mano y le dije:

– Me aseguraré de que reconozcan la cooperación que me ha brindado en este caso. Luego le devolveré la radio.

Abandoné la pequeña comisaría de Old Brookville. Joder, vaya manipulador estaba hecho. Tal vez incluso podría hacer que el sargento Roberts arrestase a Ted Nash si asomaba la nariz por aquí.

Era una noche fresca y clara, en el cielo se podían ver las estrellas y ningún helicóptero negro. Por la Ruta 25A circulaban algunos coches, pero salvo eso todo estaba muy silencioso. Excepto por el croar de las ranas.

Subí a mi coche alquilado, conduje de regreso a Cedar Swamp Road y me dirigí hacia el norte siguiendo las instrucciones del sargento Roberts.

Suponiendo que Ted Nash aún no supiera de boca del señor Rosenthal que yo conocía el nombre de Jill Winslow, y suponiendo que ésa fuese la verdadera Jill Winslow, entonces poco después de que el señor Winslow hubiese golpeado su bola en el tee de salida, yo tendría las respuestas a preguntas que ni siquiera sabía que existían antes de que Kate fuese lo bastante amable como para compartirlas conmigo. Desde entonces había sido recompensado con un viaje a Yemen, la resurrección de Ted Nash y el Evangelio según Ted. Nada de lo cual era bueno.

El lunes, cuando fuese a recoger a Kate al aeropuerto -suponiendo que no estuviese de regreso en Yemen, o en la cárcel, o muerto-, podría decirle:

– Bien venida a casa. Tengo buenas y malas noticias. La buena noticia es que encontré a la mujer de la playa y la cinta de vídeo. La mala noticia es que Ted Nash está vivo y no se siente muy feliz con mis buenas noticias.

CAPÍTULO 44

Pasé los portones de hierro forjado de Banfi Vinters, luego giré hacia Chicken Valley Road como me había indicado el sargento Roberts. La carretera estaba oscura y reduje la velocidad al tiempo que encendía las luces altas por si había gallinas en el camino. Pocos minutos más tarde divisé un poste indicador que decía: «Quail Hollow Road.» Giré a la derecha y continué por una carretera estrecha y sinuosa.

Apenas si podía ver las casas, menos aún los números, pero en los postes había buzones de correo y divisé el número 12. Detuve el coche en el arcén de grava, apagué las luces y el motor, y salí.

En el extremo de un largo camino particular flanqueado de árboles alcancé a distinguir una impresionante casa de ladrillo rojo estilo georgiano que se alzaba sobre una ligera pendiente. Había luz en una de las ventanas de la planta alta y, mientras yo miraba la casa, se apagó.

Regresé al coche y encendí la radio. Eran las 2.17 en el reloj del salpicadero y me dispuse a pasar una noche larga e incómoda.

El pinchadiscos descerebrado, que se llamaba a sí mismo Jack el Hombre Lobo, aullaba y chillaba. Me pregunté si Jack Koenig podía tener dos empleos.

Jack el Hombre Lobo recibía llamadas de los oyentes del programa, la mayoría de los cuales, sospechaba, llamaban desde el manicomio del condado. Uno de los tíos gritó:

– ¡Eh, Hombre Lobo, soy Dave de Garden City!

– ¡Eh, Dave! ¿Qué puedo hacer por ti, colega? -chilló el Hombre Lobo en respuesta.

Dave contestó nuevamente a gritos:

– Quiero que pongas All I Want is You por U2, y quiero dedicárselo a mi esposa Liz, que me ha sorbido el seso.

– ¡Eso está hecho, Dave! Liz, ¿estás escuchando? Esto es de parte de tu amante esposo Dave, sólo para ti, cariño.

U2 empezó a cantar All I Want is You.

Estuve tentado de cambiar de emisora, pero me di cuenta de que Jack el Hombre Lobo era precisamente lo que necesitaba esa noche.

De vez en cuando mi radio de la policía emitía unos crujidos extraños y uno de los cuatro coches patrulla llamaba a la ayudante civil o ella los llamaba a ellos. Hice una comprobación rutinaria con Roberts y le recordé que me llamase si aparecía algún otro agente federal, aunque sabía que era bastante improbable que recibiera esa llamada si Nash y compañía realmente pensaban ir a hacer una visita a la comisaría de Old Brookville. Lo más probable era que se presentasen aquí y me llevaran con ellos.

Bostecé, dormí un poco, me desperté, volví a dormirme. Jack el Hombre Lobo se fue a las tres de la mañana, pero antes prometió que regresaría la noche siguiente para rajarles la garganta a los oyentes. La emisora finalizó la programación con el himno nacional y yo me senté lo más erguido que pude hasta que acabó. Cambié de emisora hasta encontrar una de noticias.

Volví a dormirme y, cuando me desperté, las primeras luces del amanecer empezaban a asomar por el sureste. Eran las 5.29. Llamé al sargento Roberts por la radio y le dije:

– Llame al señor Winslow a las seis y media y dígale que han cogido al merodeador. Todo está controlado en Pleasantville. Un buen día para jugar al golf.

El sargento Roberts lanzó una risita y contestó:

– Buena suerte con la señora Winslow.

– Gracias.

A las 6.45 se abrió la puerta automática del garaje para tres coches de la casa de los Winslow, y un Mercedes gris salió y recorrió el largo camino particular. Al final del camino, el coche giró hacia mí, y pude ver fugazmente a Mark Winslow, quien irradiaba una deslumbrante estupidez a través del parabrisas. Me deslicé hacia abajo en el asiento hasta que hubo pasado.

No quería sacar a Jill Winslow de la cama tan temprano, de modo que decidí esperar un poco.

Una ligera neblina comenzó a levantarse de los extensos jardines de las grandes casas que había a mi alrededor, los pájaros cantaban, y el sol se elevó por encima de una distante línea de árboles. Un extraño animal salvaje cruzó la carretera. Tal vez fuese un zorro. Busqué una codorniz, pero no estaba seguro de qué aspecto tendría una codorniz, o cómo podía saber si estaba hueca [3]. Resultaba difícil creer que el centro de Manhattan estaba a sólo cincuenta kilómetros de este peligroso bosque primitivo. No podía esperar a pisar nuevamente el cemento.

Eché un vistazo a la casa de los Winslow. Realmente esperaba que la señora Winslow no les hubiese contado todo a Nash y Griffith -a pesar de las tonterías de Nash sobre el polígrafo- y que estuviese dispuesta a limpiar su alma y su conciencia, aunque ello significara renunciar a todo esto. No era muy probable. Pero nunca puedes saberlo hasta que lo preguntas.

Pasaron algunos coches y las personas que iban en ellos me miraron. De modo que, antes de que llamasen a la policía, puse en marcha el motor y entré en el largo camino particular de los Winslow. Detuve el coche en una zona de aparcamiento de guijarros que había delante de la casa. Eran las 7.32. Cogí la radio de la policía, salí del coche, subí unos escalones y llamé al timbre.

¿Cuántas veces había hecho lo mismo cuando era policía de homicidios? ¿A cuántos timbres había llamado para informar a alguien sobre una tragedia, o preguntarle si podía entrar un momento para hacerle unas preguntas de rutina? ¿Cuántas órdenes de registro había mostrado y cuántas órdenes de arresto había ejecutado?

De vez en cuando hacía una visita de pésame y, a veces, llegaba con buenas noticias.

La cosa nunca pasaba de moda pero nunca mejoraba.

No tenía idea de qué iba a suceder ahí, pero estaba seguro de que algunas vidas iban a cambiar en la próxima hora.

CAPÍTULO 45

Oí un graznido electrónico y lo que sonaba como la voz de una mujer salió a través de un altavoz elevado cuya calidad de sonido era ligeramente peor que la de los altavoces del programa de Jack el Hombre Lobo. La voz preguntó:

– ¿Quién es?

Alcé la vista y vi que había una cámara de seguridad orientada hacia mí.

– Detective Corey, señora Winslow -contesté. Sostuve mis credenciales delante de la cámara y estuve a punto de añadir: «Una Jumbo Jack con queso», pero me contuve y dije-: Hablé anoche con su esposo.

– Oh… sí, lo siento, él no está en casa.

Yo no lo sentía.

– Necesito robarle unos minutos de su tiempo por lo del merodeador -dije.

– Bueno… está bien… espere un minuto.

Esperé y, pocos minutos más tarde, se abrió la gran puerta principal.

No había duda de que Jill Winslow era una mujer atractiva. Frisaba los cuarenta años y tenía el pelo castaño oscuro, que llevaba cortado en lo que creo que se llama estilo paje. Los ojos eran grandes y castaños, y tenía unas bonitas facciones, que quedarían muy bien en una fotografía, y lucía un buen bronceado, pero el mío era mejor.

La señora Winslow llevaba una recatada bata de algodón hasta los tobillos, sujeta por la cintura, y mi visión de rayos X y mi mente clasificada X vieron un buen cuerpo debajo de la tela. No sonreía, pero su gesto tampoco era adusto, de modo que sonreí y ella se obligó a devolverme la sonrisa. Volví a mostrarle mi credencial federal y le dije:

– Lamento haberme presentado a esta hora, pero no la entretendré demasiado.

Ella asintió y me hizo pasar.

La seguí a través de un vestíbulo grande y formal, luego a una gran cocina estilo rústico. Me señaló una mesa redonda situada en la zona del desayuno, cerca de un ventanal bañado por el sol.

– Estoy preparando café. ¿Quiere una taza?

– Sí, gracias.

Me senté y dejé la radio encima de la mesa.

Ella se alejó hacia la encimera y comenzó a preparar el café.

Por lo que podía ver de la casa, tenía ese aspecto que da el dinero de varias generaciones, muchos muebles antiguos que personalmente creo que son trozos de madera podrida e infestada de gusanos que se mantienen unidos gracias al moho. Pero ¿yo qué sé?

Cuando colocó la cafetera a calentar, Jill Winslow me dijo:

– Ed Roberts, de la policía de Brookville, llamó antes para decir que habían detenido al merodeador.

– Así es.

– Entonces, ¿qué puedo hacer por usted, señor…?

– Corey. Sólo estoy haciendo un seguimiento del caso.

Ella sacó un par de tazas de un armario, las colocó en una bandeja, se volvió hacia mí y me preguntó:

– ¿Trabaja con la policía del condado?

– No exactamente.

Ella no dijo nada.

– Estoy en el FBI.

Ella asintió y pude ver que no estaba sorprendida ni desconcertada. Nos miramos durante unos segundos y no tuve ninguna duda de que estaba hablando con la Jill Winslow que se había llevado la cinta de vídeo de la película Un hombre y una mujer del Hotel Bayview hacía cinco años.

– ¿Algún otro agente federal ha llamado o los ha visitado recientemente?

Ella negó con la cabeza.

– Usted sabe por qué estoy aquí -le dije.

Ella asintió.

– Ha surgido algo nuevo y pensé que quizá podría ayudarme.

– Ya hemos pasado por todo esto -dijo ella.

Tenía un acento de clase alta inconfundible, suave pero claro como una campana. Y sus glandes ojos me miraban fijamente.

– Es necesario que pasemos otra vez por esto -dije.

Ella siguió mirándome y lo único que se movía era su cabeza, que estaba sacudiendo levemente, pero no indicando una negación, sino más como un gesto de tristeza.

La señora Jill Winslow se comportaba bien, e incluso a esta temprana hora del día, sin maquillaje ni ropa. Parecía ser una mujer bien educada y que encajaba perfectamente en la casa.

Y sin embargo, quizá porque yo sabía que estaba metida en Sexo, mentiras y cintas de vídeo, había algo en ella que sugería un lado salvaje en su comportamiento patricio.

Se volvió y preparó la bandeja con crema, azúcar, servilletas y cubiertos.

No le veía el rostro, pero sus manos parecían bastante firmes. De espaldas a mí, dijo:

– Hace unos meses… en julio… vi el servicio religioso por televisión. Resulta difícil creer que hayan pasado ya cinco años.

– Así es.

Soplé en mi mano para comprobar mi aliento, que era más que malo a estas alturas, y olí discretamente mi camisa.

La señora Winslow se volvió y trajo la bandeja con la cafetera a la mesa. La dejó allí mientras yo me levantaba.

– Por favor, sírvase -dijo.

– Gracias.

Ambos nos sentamos y yo le dije:

– De hecho, acabo de regresar de Yemen, de modo que estoy un poco… chafado.

Vi que se fijaba en la herida de la barbilla. Luego me preguntó:

– ¿Qué hacía en Yemen? ¿O no puede decirlo?

– Estaba investigando el atentado contra el USS Cole.

Ella asintió.

Serví un par de tazas de café.

– Gracias -dijo ella.

Apagué la radio de la policía, luego bebí unos sorbos de café. No estaba mal.

– Mi esposo ha ido a jugar al golf esta mañana -dijo-. Yo iré a la iglesia a las diez.

– Lo sé -dije-. Deberíamos haber acabado antes de que necesite prepararse para ir a la iglesia. En cuanto al señor Winslow -añadí-, este asunto, como se le prometió hace cinco años, no le concierne.

Ella volvió a asentir y dijo:

– Gracias.

Me serví otra taza de café y la señora Winslow bebió unos pequeños sorbos de la suya.

– Anoche hablé con el hombre que estuvo originalmente asignado a este caso, Ted Nash. ¿Lo recuerda?

Ella asintió.

– Y hace algunas semanas -continué- hablé con Liam Griffith. ¿Lo recuerda?

Volvió a asentir.

– ¿Quién más la interrogó en aquella época?

– Un hombre que se identificó como señor Brown -contestó.

– ¿Del FBI?

– Creo que sí.

Le describí a Jack Koenig, incluyendo la impresión de que tenía metida una varilla de acero en el culo, y ella contestó:

– No estoy segura. ¿Usted no lo sabe?

Hice caso omiso de la pregunta.

– ¿Alguien más? -pregunté.

– No.

– ¿Firmó usted alguna declaración?

– No.

– ¿Hicieron alguna grabación en vídeo o audio de alguna cosa que usted dijo?

– No… no que yo sepa. Pero el hombre llamado Griffith tomó notas -dijo.

– ¿Dónde se llevaron a cabo esos interrogatorios?

– Aquí.

– ¿En esta casa?

– Sí. Mientras mi esposo estaba trabajando.

– Entiendo. -Inusual pero no extraño con un testigo amistoso o secreto. Obviamente, no querían llevarla a una instalación federal-. ¿Y el hombre que estaba con usted entonces? -pregunté.

– ¿Qué pasa con él?

– ¿Dónde lo interrogaron?

– Creo que el interrogatorio se llevó a cabo en su despacho. ¿Por qué lo pregunta?

– Estoy comprobando procedimientos y pautas de conducta.

Ella no respondió a eso y me preguntó:

– ¿Qué nueva información ha aparecido sobre el caso y qué necesita de mí?

– No estoy autorizado a hablar sobre qué nueva información ha aparecido en conexión con este caso. Y lo que necesito de usted son algunas aclaraciones.

– ¿Por ejemplo?

– Bueno, por ejemplo, necesito saber si mantiene la relación con su amigo.

Y su nombre.

Ella pareció un poco desconcertada o exasperada y contestó:

– No sé qué importancia puede tener eso ahora, pero si quiere saberlo, no he tenido nada que ver con Bud desde que sucedió aquello.

Bud.

– Pero lo ve y habla con él.

– De vez en cuando. Nos encontramos en algunas fiestas o en el club. Es inevitable y embarazoso.

– Oh, sé a qué se refiere. Yo me topo con mi ex esposa y ex novias por todo Manhattan. -Sonreí y ella hizo lo propio.

– ¿Ha hablado con él? -preguntó.

– No. Primero quería hablar con usted. ¿Sigue viviendo en la misma dirección?

– Sí. Misma dirección. Misma esposa.

– ¿Mismo trabajo?

– Mismo trabajo.

– ¿Sabría usted decirme si está en la ciudad?

– Creo que sí. Lo vi en una barbacoa el Día del Trabajador… -Me miró y dijo-: Cuando lo veo… No sé por qué…

– No sabe qué pudo haber visto en él.

Ella asintió.

– No merecía la pena -dijo.

– Una vez que ha pasado, nunca parece que hubiese merecido la pena. Pero en el momento parece una buena idea.

Ella sonrió.

– Supongo que sí -dijo.

– Probablemente se sienta decepcionada de que él revelase su nombre a los agentes del FBI. Piensa que debería haberla protegido.

Ella se encogió de hombros y dijo:

– No creo que hubiese podido hacerlo. Eran muy convincentes… casi amenazadores… pero un hombre más fuerte podría haber… -Se echó a reír y dijo-: Creo que se mantuvo firme durante tres minutos.

Sonreí y le dije:

– Bueno, no sea demasiado dura con Bud. Estaba haciendo lo correcto como ciudadano.

– Bud hace lo que es correcto para Bud. -Pensó un momento y luego añadió-: Si el FBI hubiese venido a verme primero a mí, buscándolo a él, yo probablemente habría hecho lo mismo que Bud. Pero es lo que ocurrió después lo que hizo que me diese cuenta de que era…

– Un capullo.

Se echó a reír.

– Sí, un capullo. Y un cobarde. -Y añadió-: Y no es un caballero.

– ¿Por qué?

– Bueno… por ejemplo, yo quería contactar con el FBI para contarles lo que habíamos visto y grabado con la cámara. Él no. Luego le dijo al FBI, después de que dieran con él, que fui yo quien no quiso presentarse para contar lo que habíamos visto. Fue horrible… no fue exactamente consolador. Él sólo pensaba en sí mismo.

– Debe de ser abogado.

Ella se echó a reír otra vez con un sonido gutural. Pienso que estaba estableciendo un vínculo con ella, lo que podía ser el camino correcto. El otro camino es la intimidación, pero Jill Winslow había sido indudablemente objeto de ella hacía cinco años y probablemente tenía cierto resentimiento.

Me toqué la costra que tenía en la herida de la barbilla y Jill Winslow dijo:

– Eso no tiene buen aspecto. ¿Quiere ponerse algo?

– No, gracias, ya le puse un poco de agua salada.

– Oh… ¿cómo se lo hizo?

– Me atacaron unos asesinos en la kasbah en Adén. Eso está en Yemen. -Y añadí-: Es broma. Por cierto, ¿tiene una tirita?

– Sí. Un momento.

Se levantó y fue hasta uno de los armarios de la cocina, cogió un botiquín de primeros auxilios y regresó a la mesa con una caja de tiritas y una pomada antibiótica.

– Gracias -dije y me unté un poco de pomada en la zona afectada, luego quité la tirita de su envoltorio. Ella me miraba, como si estuviese considerando la posibilidad de ayudarme a colocar la tirita en el lugar exacto, pero lo hice yo.

– Debe mantenerlo limpio -dijo mientras se sentaba.

Era una mujer agradable y me gustaba. Lamentablemente, ya no me gustaría al cabo de diez minutos. Dejé el envoltorio de la tirita sobre la mesa y ella se quedó mirando el papel rasgado.

Permanecí en silencio durante unos minutos y, finalmente, ella me preguntó:

– ¿Por qué quiere saber cosas de Bud y de mi relación con él?

– Entre su historia y lo que él declaró en su momento hay, aparentemente, algunas incoherencias. Por ejemplo, dígame lo que pasó con esa cinta de vídeo después de que ambos viesen las imágenes en la habitación del Hotel Bayview.

– ¿Qué dijo él?

– Dígamelo usted.

– De acuerdo… después de ver la cinta, él insistió en que debíamos borrarla. Yo no quería. De modo que borramos la cinta y nos marchamos del hotel.

Eso no cuadraba con lo que me había contado el bueno de Ted. Pero ahora todas las piezas empezaban a encajar. Le dije:

– Me gustaría que me contase todo en detalle. ¿De acuerdo? Abandonaron la playa y, en el camino de regreso al hotel… ¿qué?

– Bueno… miré la cinta a través del visor de la cámara y vi lo que habíamos grabado… el avión explotando en el aire… -Cerró los ojos y respiró profundamente-. Fue horrible. Horrible. No quiero volver a ver nunca más algo parecido.

Asentí y la observé mientras ella miraba su taza de café. Tuve la sensación de que podría haber sido una mujer diferente hacía cinco años. Probablemente un poco más feliz y, quizá, más animada. Lo que había sucedido el 17 de julio de 1996 la había traumatizado, y lo que sucedió después la había decepcionado y vuelto resentida, y tal vez temerosa. Y luego estaba Mark Winslow, cuyo rostro podía ver detrás del parabrisas de su Mercedes. Y ella aún estaba aquí, cinco años después, y ella sabía que seguiría aquí durante mucho tiempo. La vida era una serie continua de compromisos, decepciones, traiciones, y qué hubiera pasado si… De vez en cuando aciertas a la primera y, más raramente, tienes la posibilidad de volver a intentarlo y conseguirlo a la segunda. Yo iba a darle a Jill Winslow la posibilidad de repararlo y esperaba que ella la cogiera.

Parecía haber recuperado la compostura y le dije:

– De modo que vio la explosión del avión a través del visor de la cámara.

Asintió.

– ¿Y Bud conducía el coche?

– Sí. Le dije: «Para. Tienes que ver esto», o algo parecido.

– ¿Y él qué le dijo?

– Nada. Entonces le dije: «Lo tenemos todo grabado en la cinta»

Permanecí sentado a la mesa, delante de mi taza de café, queriendo preguntar. Y no queriendo preguntar. Pero estaba allí para hacer preguntas, de modo que le pregunté:

– ¿Vio la estela de luz en la cinta?

Ella me miró y dijo:

– Por supuesto.

Miré a través del ventanal bañado por el sol, a través del cual se veía el jardín de atrás de la casa. Había un gran patio de pizarra, luego una piscina y más allá aproximadamente media hectárea de plantas y flores ornamentales. Las rosas aún tenían buen aspecto. Por supuesto.

Me serví otra taza de café, me aclaré la garganta y le pregunté:

– ¿Y esa estela de luz no era el reflejo de un chorro de combustible incandescente en el agua?

– No. Yo vi… lo que fuese que saliera del océano… Quiero decir, yo lo vi personalmente, antes de volver a verlo en la cinta de vídeo.

– ¿Estaba de pie en la playa?

Durante unos segundos no contestó, luego dijo:

– Estaba sentada en la playa, y… vi esa estela de luz que surgía del océano y se elevaba hacia el cielo… Le dije algo a Bud, y él se sentó en la arena y se volvió hacia donde yo le señalaba. Ambos pudimos ver cómo ascendía esa estela de luz y luego, unos segundos más tarde, se produjo esa enorme explosión en el cielo… y comenzaron a caer trozos encendidos o algo así… después esa enorme bola de fuego comenzó a caer… luego, tal vez un minuto más tarde, oímos la explosión…

Eso no era exactamente lo que el señor Artista del Embuste me había contado. Pero no me sorprendía descubrir esa gran discrepancia entre ambos relatos. Le dije:

– El informe que leí decía que ustedes aún estaban haciendo el amor en la playa mientras el avión explotaba en el cielo, y que fue el sonido de la explosión, unos cuarenta segundos más tarde, lo que llamó su atención.

Ella negó con la cabeza.

– Ya habíamos terminado de hacer el amor. Yo estaba sentada… -se sonrojó- encima de él, mirando hacia el mar…

– Gracias. Sé que esto debe de ser muy embarazoso para usted, y le preguntaré porosa clase de detalles sólo si es necesario.

Ella asintió y luego dijo:

– Hace cinco años fue muy problemático responder a estas preguntas, y describir toda la situación, pero ahora ya lo he superado. Es casi como si no hubiese sucedido nunca, o le hubiera pasado a otra persona.

– Lo entiendo. Muy bien, entonces después de que el avión explotara, ¿qué hicieron?

– Regresamos corriendo a las dunas, donde habíamos dejado nuestras cosas.

– ¿Por qué?

– Porque sabíamos que la explosión traería a un montón de gente a la playa, o a Dune Road… estábamos desnudos, de modo que corrimos hacia las dunas, nos vestimos, cogimos la cámara y el trípode y nos metimos en el coche.

– El Ford Explorer de Bud.

– Sí. -Ella pareció pensar un momento y luego dijo-: Al pensar retrospectivamente en todo aquello, si sólo hubiésemos dedicado unos minutos a recoger la manta, la nevera y todo eso… y no nos dimos cuenta de que habíamos dejado el cubreobjetivo sobre la manta… en realidad sólo pensábamos en largarnos de aquel lugar sin perder un segundo.

– Estoy seguro -dije-. Bud ha pensado mucho acerca de eso desde entonces.

Ella sonrió y asintió.

Aparentemente, el hecho de que yo hiciera comentarios desfavorables sobre Bud hacía feliz a Jill, de modo que añadí:

– También podría haber dejado su tarjeta sobre aquella manta.

Ella se echó a reír.

Y lo que era más importante, no tenía que dividir para vencer; Jill y Bud ya estaban divididos, y no había ninguna lealtad que debiera preocuparme, lo que facilitaba mi trabajo.

– ¿Cuáles eran sus pensamientos cuando miró a través del visor y descubrió que habían grabado todo lo que habían visto en la playa? -le pregunté.

Ella pareció pensarlo un momento y luego dijo:

– Bien, yo estaba aturdida al ver… al ver todo aquello en la cinta. Luego… sé que esto puede parecer extraño, quise que regresáramos para ver si podíamos ayudar…

– ¿Usted estaba completamente segura de que había visto la explosión de un avión en el cielo?

– Sí… no completamente, pero quería regresar a la playa, pero Bud se negó. Luego, cuando estaba viendo la cinta a través del visor de la cámara, le dije que eso era una prueba, y que alguien, refiriéndome a las autoridades, tenía que verla. Y él dijo que no. Nadie tenía que vernos haciendo el amor en una cinta de vídeo. Quería que yo la borrase, pero acordamos verla en el televisor de la habitación y luego decidir qué hacer.

– Muy bien. De modo que regresaron a la habitación del hotel.

– Sí. Y vimos la cinta…

– ¿Desde la cámara de vídeo, a través del reproductor?

– Sí. Habíamos llevado con nosotros el cable de conexión para hacerlo… para más tarde, cuando regresáramos a la habitación después de haber estado en la playa… de modo que pasamos la cinta y los dos pudimos verlo todo claramente en la pantalla del televisor, con el sonido…

– ¿Y vieron nuevamente esa estela de luz?

– Sí. Y nos vimos a nosotros mismos en la playa, contemplando esa estela de luz mientras ascendía en el aire… luego la explosión… y nos levantamos de un brinco y vimos esa enorme bola de fuego que seguía ascendiendo en el cielo, después la bola de fuego y los trozos comenzaron a caer al mar… luego oímos la explosión, y nos volvimos hacia la cámara y echamos a correr de regreso hacia la duna. En la pantalla del televisor, en el fondo de la imagen, vimos lo que no habíamos podido ver mientras corríamos de espaldas al mar… las llamas extendiéndose sobre el mar… -Volvió a cerrar los ojos y permaneció inmóvil. Con los ojos todavía cerrados, añadió-: Se puede ver a Bud corriendo directamente hacia la cámara, luego la imagen hace un barrido por toda la playa… -Abrió los ojos y forzó una sonrisa antes de continuar-. Bud estaba tan asustado que nunca apagó la cámara mientras corría hacia el coche y lanzaba la cámara y el trípode en el asiento trasero. En la cinta se nos puede oír perfectamente y se nos ve muy asustados.

– O sea, que la cámara seguía funcionando en el asiento trasero del Explorer de Bud.

– Sí.

– ¿Y grabó la conversación?

– Sí. Fue en ese momento cuando yo traté de convencer a Bud de que debíamos regresar para ver si podíamos ayudar… A veces desearía no haber borrado la cinta.

– Yo también.

Jugué con el envoltorio de la tirita y nos miramos durante unos segundos.

– Entonces miraron la cinta en el televisor de la habitación y luego la borlaron.

Ella asintió y dijo:

– Bud me convenció de que debíamos hacerlo… y tenía razón… que docenas de personas habían visto eso… habían visto el cohete, y la explosión… y que nuestra cinta no era necesaria como prueba… entonces ¿por qué deberíamos entregarles la cinta a las autoridades? -Y añadió-: Es muy explícita. Quiero decir, aunque no hubiésemos estado casados y teniendo una aventura… aunque fuésemos solteros, o estuviésemos casados entre nosotros… ¿por qué tenía que ver alguien esa cinta? ¿Usted qué hubiera hecho? -me preguntó.

Sabía que me haría esa pregunta, y le dije:

– No la hubiese borrado aquella misma noche. Habría esperado, lo hubiera discutido con mi compañera, habría examinado mi propio matrimonio y preguntado por qué estaba metido en aquella aventura amorosa, y hubiese seguido la investigación para ver si mi cinta podía constituir una prueba crítica en un crimen horrendo. Y luego hubiese tomado una decisión.

Jill Winslow permaneció sentada y mirando a través del ventanal, luego sacó un pañuelo de papel del bolsillo de la bata y dijo:

– Eso era lo que yo quería hacer. -Me miró y agregó-: Realmente quería hacerlo… toda esa gente… Dios mío… y seguí la investigación y cientos de personas se presentaron diciendo que habían visto una estela de luz, y todo el mundo pensó que había sido un ataque con un misil… luego… comenzó a cambiar.

– En ese punto, cuando se declaró oficialmente que había sido un accidente, un fallo mecánico, ¿habría entregado la cinta si la hubiese tenido?

Ella se miró las manos, que estaban desgarrando el pañuelo de papel, y contestó:

– No lo sé. Espero que sí.

– Yo creo que usted lo habría hecho.

No contestó.

Dejé pasar unos segundos, luego le pregunté:

– ¿De quién era la cámara?

– Mía. ¿Por qué? -preguntó.

– ¿Estaba familiarizada en esa época con la tecnología audiovisual?

– Entendía las características básicas.

– ¿Y qué me dice de Bud?

– Le enseñé a usar mi cámara. ¿Por qué lo pregunta?

– Bueno, el informe que tengo dice que Bud destruyó físicamente la cinta. ¿Es eso cierto?

– ¿Qué quiere decir?

– Cuando se marcharon del hotel, usted detuvo el coche en el arcén de la carretera y Bud se bajó y destruyó la cinta quemándola.

Ella negó con la cabeza.

– No. Bud la borró en la habitación del hotel. Eso fue lo que les dije a los agentes del FBI y eso fue lo que Bud también les dijo. Nadie dijo nada de que hubiéramos destruido la cinta.

Bueno, alguien lo hizo. El señor Nash, para ser más precisos.

– ¿Les pidió el FBI a usted o a Bud esa cinta borrada? -le pregunté.

– Sí. Ellos me la pidieron y yo se la entregué. -Me miró y añadió-: Más tarde supe que una cinta de vídeo magnética que ha sido borrada puede ser… las imágenes pueden recuperarse de alguna manera… No sé si pudieron hacerlo… Quiero decir, probablemente no lo hicieron, porque si lo hubieran hecho, entonces habrían visto lo mismo que vimos Bud y yo… y hubiesen llegado a una conclusión distinta… -Me miró-. ¿Sabe usted si consiguieron recuperar la cinta?

– No, no lo sé. -En realidad, lo sabía. No había ninguna duda de que el laboratorio del FBI podía recuperar las imágenes de una cinta magnética que alguien pensó que estaban borradas para siempre, suponiendo que no se hubiese grabado otra cosa encima de ella. Le pregunté-: ¿La cinta estaba en blanco cuando se la entregó al FBI?

Ella asintió.

– Aún estaba dentro de la cámara. Cuando los agentes se presentaron aquí, fue una de las primeras cosas por la que me preguntaron. Fui al salón, cogí la cámara y la traje para que la viesen. Estaban sentados a esta misma mesa.

– Entiendo. Y entonces la interrogaron, ¿y usted qué les dijo?

– Les dije la verdad. Sobre lo que Bud y yo habíamos visto. Ellos ya habían hablado con Bud, pero yo ignoraba lo que él les había contado porque le dijeron que no debía ponerse en contacto conmigo y tampoco atender mis llamadas. -Y añadió con una sonrisa triste-: Y no lo hizo, el muy capullo. Los agentes del FBI se presentaron aquí el lunes después del accidente y dijeron que querían hacerme unas preguntas y que sería mejor que mi historia no fuese diferente de la que Bud les había contado. Bueno, resultó que Bud había mentido acerca de algunas cosas, les dijo que sólo habíamos estado paseando y hablando en la playa, pero yo les dije la verdad, de principio a fin.

– ¿Y ellos le prometieron que si decía la verdad su esposo nunca lo sabría?

– Así es.

– ¿Volvieron a visitarla alguna otra vez? -le pregunté.

– Sí. Me hicieron más preguntas, como si supieran más cosas acerca del contenido de la cinta. De hecho, les pregunté si la cinta había sido totalmente borrada, y me contestaron que sí, y que yo había cometido un delito al haber destruido una prueba. -Y añadió-: Yo estaba aterrada… Lloraba… No sabía a quién recurrir. Bud no contestaba a mis llamadas, no podía hablar con mi esposo… Pensé en llamar a mi abogado, pero ellos me habían advertido que no llamase a mi abogado si quería que el asunto se mantuviese en secreto. Estaba completamente en sus manos.

– La verdad le hará libre -le dije.

Ella sollozó y se rió al mismo tiempo.

– La verdad conseguirá que me divorcie con el peor acuerdo prenupcial jamás firmado en el estado de Nueva York. -Me miró y añadió-: Y tengo dos hijos que en aquella época tenían ocho y diez años. ¿Está casado? -me preguntó.

Alcé la mano para mostrarle el anillo.

– ¿Tiene hijos?

– No, que yo sepa.

Jill sonrió y volvió a enjugarse las lágrimas con el pañuelo de papel desgarrado.

– Todo es muy complicado con hijos.

– Lo entiendo. ¿Le pidieron que se sometiese a la prueba del polígrafo? -le pregunté.

– En su primera visita me preguntaron si estaba dispuesta a hacerlo y les dije que sí -contestó ella-. Estoy diciendo la verdad. Entonces dijeron que la próxima vez traerían con ellos un polígrafo. Pero cuando regresaron, no había ningún polígrafo. Les pregunté qué había pasado y me dijeron que no era necesario.

Asentí. No era necesario porque, para entonces, habían conseguido reparar la cinta y todo lo que querían saber estaba en esa cinta. Lo que ellos no querían eran declaraciones firmadas por Jill Winslow o Bud, o entrevistas grabadas, o una prueba del polígrafo, todo lo cual habría podido salir a la luz más tarde si la señora Winslow o Bud se presentaban, o eran encontrados por alguien más… como yo.

En efecto, Nash, Griffith y los demás no estaban tratando de descubrir pruebas fiables de un ataque con un misil contra el vuelo 800 de la TWA; estaban tratando de eliminar y destruir pruebas, que es de lo que acusaron a Jill Winslow de haber hecho.

– ¿Esos agentes del FBI le hicieron jurar que mantendría silencio sobre este asunto?

Ella asintió.

– Pero después de que se anunciara la conclusión oficial, o sea, que había sido un accidente, ¿no se preguntó por qué su declaración y la de Bud como testigos presenciales no habían sido tomadas en consideración?

– Sí… pero entonces ese hombre, Nash, me llamó y volvimos a encontrarnos aquí, en mi casa, y él me explicó que, sin la cinta de vídeo, las declaraciones que habíamos hecho Bud y yo no tenían más importancia que la de cientos de declaraciones hechas por otros testigos. -Respiró profundamente y añadió-: Nash me dijo que debía considerarme muy afortunada, y seguir con mi vida, y no volver a pensar nunca más en todo eso.

– Pero eso no sucedió.

– No, no sucedió… aún puedo ver ese cohete…

– ¿Vio usted la animación del accidente que hizo la CIA?

– Sí. Estaba completamente equivocada.

– Habría sido muy conveniente tener su cinta.

No respondió.

Ambos permanecimos sentados en silencio. Luego ella se levanto, buscó otro pañuelo de papel de una caja que había en la encimera y se sonó. Abrió la nevera y me preguntó:

– ¿Quiere agua mineral?

– No, gracias. Nunca bebo agua mineral.

Sacó una botella y la vertió en un vaso. Una auténtica dama.

Recopilé lo que me había dicho hasta ese momento, y todo se redujo a unos pocos hechos clave: Bud no había destruido físicamente la cinta; el FBI y la CIA habían reparado sin duda la cinta borrada y visto lo que doscientos testigos dijeron haber visto… una estela de luz que se elevaba hacia el cielo.

Por lo tanto, ¿qué? Sólo se me ocurrían dos palabras para describirlo: encubrimiento y conspiración.

Pero ¿por qué? Había un montón de razones. Pero yo no iba a tratar de comprender cómo pensaba la gente en Washington, cuáles eran sus planes secretos, cuáles eran sus motivos, y qué ganaban con un encubrimiento. Yo estaba seguro de que tenían buenas razones de seguridad para encubrir lo que pudo haber sido luego amigo, un arma experimental o un ataque terrorista, pero también estaba seguro de que esas razones estaban equivocadas.

Jill Winslow parecía agotada, triste y preocupada, como si tuviese algo en mente. Pensé que sabía lo que ella tenía en mente y quería ayudarla a quitárselo de la cabeza.

Aún de pie, me preguntó:

– ¿Piensa ver a Bud hoy?

– Hoy o mañana.

Sonrió.

– Hoy juega con mi esposo.

– ¿Son amigos?

– No. -Se sentó con el vaso de agua en la mano, cruzó las piernas y dijo-: Engañar a tu esposo ya es bastante malo, pero si Mark descubre alguna vez que fue con Bud, se sentirá como un completo imbécil.

– ¿Por qué?

– Mark piensa que Bud es un imbécil. Y tiene razón. En una ocasión, Mark me dijo: «Jill, si alguna vez me engañas, al menos elige a alguien por quien no te sientas avergonzada si el asunto sale a la luz.» Debería haberle hecho caso.

Pensé en ese consejo y estuve de acuerdo. Quiero decir, no quieres que te sorprendan teniendo una aventura con alguien de quien todos los demás piensan que es un perdedor o un paleto, o que es feo y le sobran unos cuantos kilos.

– ¿Es guapo? -le pregunté.

– Sí. Pero eso es todo. -Y añadió-: Era algo puramente físico. -Sonrió-. Soy tan superficial…

En realidad no había sido todo puramente físico, sino que tenía mucho que ver con Mark Winslow, y la necesidad de Jill Winslow de ser algo más que una esposa perfecta, aunque Mark nunca se enterase. Pero no le dije nada. Como dice el refrán: «No puedes sentir lástima por una chica rica que bebe champán a bordo de un yate.» Pero, en cierto sentido, sentía lástima por Jill Winslow.

En cuanto a Bud, podía suponer que era miembro del mismo club de campo que los Winslow, y me llevaría apenas diez minutos llegar al club y preguntar por él. Pero no creía que pudiese necesitar a Bud para nada. Lo que quería estaba aquí.

– ¿Hay alguna otra cosa? -preguntó ella.

– Eso es casi todo… excepto un par de detalles acerca del tiempo que pasaron en la habitación del hotel cuando regresaron de la playa. Vieron la cinta de vídeo. Hábleme de esos momentos.

– Bueno… miramos la cinta… corrimos la parte en la que estábamos en las dunas sobre la manta… y comenzamos cuando ambos íbamos desnudos hacia la playa… luego vimos esa parte, desde el momento en que hacíamos el amor en la playa hasta el momento en que vimos la estela de luz… rebobinamos la cinta y volvimos a pasarla a cámara lenta… se podía ver ese brillo en el horizonte… luego esa luz elevándose en el aire… a cámara lenta, se puede ver el rastro de humo, y comprobamos que también podíamos ver las luces del avión que estaba a punto de ser…

– ¿Cuánto tiempo duraba la cinta?

– La parte de la playa duraba unos quince minutos, desde que ambos bajamos a la playa hasta el momento en que Bud corrió hacia la duna y cogió la cámara. Luego unos cinco minutos de oscuridad cuando la cámara estaba en el asiento trasero del coche y se nos podía oír cuando hablábamos.

– De acuerdo. ¿Y la parte de la manta cuando empezaron a grabar?

Ella se encogió de hombros.

– No lo sé. Quizá unos quince minutos. Yo no quise ver esa parte. No había ninguna razón para hacerlo.

– Correcto. ¿De modo que pasaron la cinta, hicieron una pausa, rebobinaron, la volvieron a pasar a cámara lenta y así sucesivamente?

– Sí. Era… increíble.

– Hipnótico.

– Sí.

– ¿Qué hicieron cuando acabaron de ver la cinta?

– Bud la borró.

– ¿Eso es todo? Usted dijo que no quería borrarla.

– No quería… discutimos, pero… él quería borrarla. También quería que nos marchásemos de la habitación por si alguien nos había visto llegar desde la playa. Yo no creía que eso fuese posible, pero él quería abandonar el hotel y regresar a su casa. Para entonces, nuestros teléfonos móviles habían empezado a sonar porque la gente estaba viendo las imágenes del accidente por televisión, y la gente que sabía que estábamos fuera de la ciudad estaba tratando de ponerse en contacto con nosotros, pero no respondíamos a las llamadas. Luego Bud se metió en el baño para llamar a su esposa; se suponía que había salido de pesca con un grupo de amigos.

– Tal vez agitó el agua en la bañera y gritó: «Proa a la costa, compañeros.» Ella sonrió.

– No es tan listo -dijo-. Pero estaba paranoico.

– Proteger tu culo no es paranoia.

Ella se encogió de hombros.

– En ese momento supe que, de un modo u otro, darían con nosotros. Era realmente un golpe de mala suerte que ambos estuviésemos en los Hamptons con unas historias falsas cuando sucedió eso. -Y prosiguió-: Mark me llamó una vez pero no contesté. Cuando llegué a mi coche y emprendí el regreso a casa, escuché su mensaje en el buzón de voz que decía: «Jill, ¿te has enterado del accidente de un avión en esa zona? Llámame.» Primero llamé a mi amiga, con quien se suponía que estaría en East Hampton, pero no había tenido ninguna noticia de Mark. De modo que lo llamé y le dije que estaba muy alterada y que regresaba a casa. -Sonrió y dijo-: Ni siquiera me salvé por un pelo.

– Si me permite un poco de psicología de aficionado -dije-, yo diría que quería que la cogiesen. O, al menos, que no le importaban las consecuencias.

– Por supuesto que sí.

– Hablo con algo de experiencia cuando digo que dejar que a uno lo descubran es más fácil que romper. Los resultados son los mismos, pero ser descubierto sólo requiere un deseo inconsciente, mientras que romper una relación requiere mucho coraje.

Volvió a recuperar su tono de voz de señora de la mansión y preguntó secamente:

– ¿Qué tiene esto que ver con las razones que le han traído aquí?

– Tal vez todo.

Miró el reloj de la pared y dijo:

– Debería prepararme para ir a la iglesia.

– Tiene tiempo. Permita que le pregunte esto, después de que usted y Bud vieron la cinta de vídeo, ¿se ducharon antes de regresar a casa? -Y añadí-: Usted tenía arena y sal en el cuerpo. Por no mencionar los fluidos corporales.

– Nos duchamos.

– ¿Y él se duchó primero?

– Yo… creo que sí.

– ¿Y usted volvió a mirar la cinta mientras él se estaba duchando?

– Creo que sí… han pasado cinco años. ¿Por qué?

Creo que ella sabía por qué se lo preguntaba, de modo que le hice una pregunta sencilla:

– Aquella tarde, ¿qué hicieron desde el momento en que se registraron en el hotel a las cuatro y media hasta que se marcharon a la playa a las siete?

– Vimos la tele -contestó Jill.

– ¿Qué programa vieron?

– No lo recuerdo.

Me la quedé mirando.

– Señora Winslow, hasta ahora no me ha mentido.

Ella apartó la mirada, simuló pensar, y luego dijo:

– Ya lo recuerdo.' Vimos una película.

– ¿Una cinta de vídeo?

– Sí…

Un hombre y una mujer.

Ella me miró pero no dijo nada.

– La sacó de la biblioteca de préstamos del hotel -dije.

– Oh… sí… -Ella siguió mirándome mientras yo la miraba a ella, luego, para romper el silencio, dijo con un tono de voz ligero-: Muy romántica. Pero creo que Bud estaba aburrido. ¿Usted la ha visto? -preguntó.

– No. Pero me gustaría que usted me la prestase, si es posible.

Se produjo un largo silencio durante el cual ella miró fijamente la mesa y yo la miré a ella. Obviamente estaba librando una intensa batalla interna y yo dejé que lo hiciera. Era uno de esos momentos en la vida cuando todo se juega a una única decisión, y en unas pocas palabras. He estado en este lugar muchas veces, con un testigo o un sospechoso de asesinato, y necesitan llegar a su propia decisión, algo que yo había tratado de facilitar a través de todo lo que había dicho hasta ese momento.

Yo sabía lo que estaba pasando por su mente: divorcio, infortunio, humillación pública, hijos, amigos, familia, incluso Bud. Y si ella pensaba un poco más en el futuro, pensaría en declaración pública, abogados, medios de comunicación nacionales, y tal vez incluso algún peligro.

Finalmente, ella habló, apenas un poco más que un susurro, y dijo:

– No sé de qué está hablando.

– Señora Winslow, en el mundo hay sólo dos personas que saben de qué estoy hablando. Yo soy una. Y usted es la otra.

No contestó.

Cogí el envoltorio de la tirita y lo deslicé hacia ella por encima de la mesa.

– Encontramos uno igual en la habitación 203. ¿Se hizo un corte?

No contestó.

– ¿O acaso utilizó la tirita para cubrir la etiqueta de plástico que faltaba en la cinta que había sacado de la biblioteca del hotel? Así es como grabó su cinta encima de Un hombre y una mujer. Mientras Bud estaba en la ducha. -Dejé pasar unos segundos y añadí-: Ahora bien, puede decirme que no es verdad, pero entonces tendré que preguntarme por qué se quedó con esa película que sacó prestada de la biblioteca del hotel. O puede decirme que es verdad, que realmente grabó su cinta encima de la película, pero luego la destruyó. Pero no fue eso lo que hizo.

Jill Winslow respiró profundamente y pude ver las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas. Me miró y dijo:

– Creo… creo que debería decirle la verdad…

– Ya conozco la verdad. Pero sí, me gustaría oírla de sus labios.

– En realidad no hay nada que decir.

Se levantó y pensé que iba a decirme que me marchara, pero me preguntó:

– ¿Le gustaría ver la cinta?

Me levanté y sentí cómo se me aceleraba el corazón.

– Sí, me gustaría ver la cinta -contesté.

– Muy bien… pero… cuando la vea… espero que entienda por qué no podía mostrarla… o entregársela a alguien… he pensado en ello… muchas veces… lo pensé en julio cuando vi el servicio religioso por televisión… toda aquella gente… pero ¿importa cómo murieron?

– Sí, importa.

Ella asintió.

– Tal vez si yo le entrego esta cinta, usted podría seguir manteniendo este asunto en silencio… ¿es posible?

– Podría decirle que es posible, pero no lo es. Usted lo sabe y yo también.

Volvió a asentir, permaneció inmóvil unos segundos, luego se me quedó mirando.

– Sígame.

CAPÍTULO 46

Jill Winslow me condujo al gran salón familiar, en la parte trasera de la casa, y dijo:

– Siéntese allí.

Me senté en un sillón de cuero negro delante de una pantalla de televisión de plasma.

– En seguida vuelvo -dijo.

Abandonó el salón, aparentemente para ir a algún escondite secreto. Yo podía decirle que en una casa no existen los escondites secretos, jamás se me ha pasado uno por alto en veinte años como policía. Pero Mark Winslow no era policía; era un esposo ignorante. O, como dice el viejo chiste: «Si quieres esconder algo a tu esposo, ponlo en la tabla de planchar.» Me levanté y paseé por el iluminado salón. Había una pared con fotografías enmarcadas, y vi a sus dos hijos, que eran unos chicos guapos y de aspecto sano. Había fotos de la familia disfrutando de las vacaciones en todo el mundo, y una sección de fotografías en blanco y negro de otra generación posando delante de limusinas, caballos y yates, mostrando que el dinero venía de lejos.

Examiné una fotografía en color reciente de Mark y Jill Winslow, tomada en alguna fiesta de etiqueta. No parecían una pareja.

Mark Winslow no era mal parecido, pero tenía tan poca presencia que me sorprendió que la cámara registrase su imagen.

En otra pared había algunas estúpidas placas de golf, premios cívicos, menciones empresariales y algunas otras pruebas de los muchos logros del señor Winslow.

En las estanterías había sobre todo libros de ficción populares y algunos clásicos obligatorios, pero principalmente libros de golf y de empresa. Entre los libros había trofeos de golf. Me di cuenta de que no había ningún indicio de ninguna actividad dura como la pesca de altura, la caza o el servicio militar. Había, sin embargo, una barra de caoba en un rincón y pude imaginar al señor Winslow agitando unos cuantos martinis para emborracharse todas las noches.

Quiero decir, no es que el tío no me cayera bien -ni siquiera lo conocía-, y no suelo sentir una aversión automática por los ricos, pero tenía la impresión de que si conocía a Mark Winslow, no lo invitaría a beber cerveza con Dom Fanelli y conmigo.

En cualquier caso, creo que Jill Winslow había tomado su decisión respecto a Mark Winslow, y yo esperaba que no hubiese cambiado de opinión mientras buscaba la cinta de vídeo.

En una pared artesonada había otro trofeo, un retrato al óleo de Jill pintado hacía tal vez diez años. El artista había sabido capturar los grandes y acuosos ojos castaños, y la boca, que era a la vez sensual y púdica, depende de cómo quisiera uno interpretarla o lo que tenías en mente.

– ¿Le gusta? A mí no.

Me volví, y ella estaba de pie, en la puerta, aún vestida con la bata, pero se había peinado y se había pintado los labios y los ojos. En la mano tenía una cinta de vídeo.

No había una respuesta adecuada a su pregunta, de modo que le dije:

– No sé valorar el arte. -Y añadí-: Sus hijos son muy guapos.

Ella cogió un mando a distancia de la mesa de centro, encendió el televisor y el aparato de vídeo, luego sacó la cinta del estuche y la deslizó en la boca del reproductor. Me dio el estuche.

Le eché un vistazo. Decía: «Ganadora de dos premios de la Academia. Un hombre y una mujer.» Luego, «Un Homme et une Femme. Una película de Claude Lelouch».

Una pegatina decía: «Propiedad del Hotel Bayview – Por favor, devolver.»

Se sentó en el sofá y me hizo señas para que me sentara en el sillón de cuero que había junto a ella. Me senté.

Ella dijo:

– El hombre, Jean-Louis, está interpretado por Jean-Louis Trintignant, es un piloto de coches de carrera que tiene un hijo pequeño. El papel de la mujer, Ann, está interpretado por Anouk Aimée, y es una guionista de cine que tiene una hija pequeña. Se conocen cuando ambos visitan el internado de sus hijos. Es una hermosa historia de amor, pero triste. Me recuerda a Casablanca. -Y agregó-: Es la versión subtitulada en inglés.

– Eh… -Pensé que tal vez se me hubiera escapado algo en nuestra conversación anterior y que estaba a punto de ver una película francesa, pero entonces ella dijo:

– Eso no es lo que vamos a ver ahora. Al menos no durante los aproximadamente cuarenta minutos que yo grabé encima de la película. Ahora veremos El cerdo y la puta, presentando a Bud Mitchell y Jill Winslow. Dirigida por Jill.

Yo no sabía qué decir, de modo que no abrí la boca.

La miré y, por su expresión, por su tono de voz, comprendí que en su corta ausencia ella se había dicho básicamente a sí misma: «Es hora de confesarlo todo y a la mierda con las consecuencias.» Parecía casi tranquila, y un poco aliviada, como si le hubiesen quitado una pesada carga del alma. Pero también podía advertir un ligero nerviosismo, algo que era comprensible considerando que estaba a punto de ver una película X, con ella misma como protagonista, en compañía de un hombre al que había conocido hacía menos de una hora.

Ella percibió que la estaba mirando, me miró y dijo:

– No se trata de una historia de amor. Pero si puede soportar esto, podrá disfrutar de la última hora de Un hombre y una mujer. Realmente es mucho mejor que la película que rodé aquella noche.

Pensé que debía decir algo, de modo que dije:

– Mire, señora Winslow, no estoy aquí para juzgar a nadie y no debería ser tan dura consigo misma. De hecho, no es necesario que se quede sentada allí mientras yo miro…

– Quiero quedarme sentada aquí.

Apretó un botón en la mesa auxiliar y las cortinas de las ventanas se corrieron. Bonito.

Ahora estábamos sentados en el salón a oscuras y Jill Winslow pulsó unos cuantos botones en el mando a distancia y la cinta se puso en movimiento. Se oyó algo de música seguida del título de la película en ambos idiomas y luego los créditos. Aproximadamente a mitad de los créditos, la imagen saltó súbitamente a otra imagen menos clara, con una pobre calidad de audio, y me llevó un segundo reconocer a Jill Winslow sentada con las piernas cruzadas sobre una manta oscura, vestida con pantalones cortos color caqui y un top azul. En la manta había una pequeña nevera y, mientras yo contemplaba las imágenes, ella descorchó una botella de vino.

En la esquina inferior derecha de la cinta aparecía la fecha, 17 de julio de 1996, y la hora, 19.33. El segundero estaba funcionando y un momento después eran las 19.34.

Reconocí el lugar, naturalmente, como la hondonada que yo había visto por primera vez con Kate la noche del servicio religioso, luego estando solo cuando dormí allí y tuve el sueño erótico con Kate, Marie, Roxanne y Jill Winslow cubierta con un velo; ahora el velo había caído. Y, finalmente, el encuentro que había tenido anoche con Ted Nash.

– Eso es Cupsogue Beach County Park. Pero supongo que ya lo sabe -dijo ella.

– Sí.

El sol se estaba poniendo, pero aún había suficiente claridad para ver las imágenes sin problemas. El sonido era escaso, pero alcanzaba a oír el viento captado por el micrófono de la cámara.

Luego vi la espalda de un hombre que entraba en el cuadro, vestido con pantalones de color beige y una camisa deportiva.

– Ése es Bud. Obviamente -dijo Jill.

Bud sacó dos copas de vino de la pequeña nevera con hielo, se sentó junto a Jill y sirvió el vino.

Ahora pude ver el rostro de Bud mientras entrechocaban las copas y él decía:

– Por los atardeceres de verano, por nosotros, juntos.

Jill me dijo, o dijo para sí:

– Oh, por favor.

Miré más atentamente a ese tío. Era guapo, pero su voz y sus modales eran un tanto afectados. Me sentí un poco decepcionado por Jill.

Ella debió de leer mi pensamiento porque preguntó:

– ¿Qué encontraba atractivo en él?

No dije nada.

En la cinta, Jill miró a Bud y preguntó:

– ¿Vienes aquí a menudo?

Bud sonrió antes de responder.

– Es la primera vez. ¿Y tú?

Ambos se sonrieron y advertí que se mostraban un poco cohibidos ante la cámara.

Jill me dijo:

– Recuerdo que pensé: «¿Por qué estoy teniendo sexo con un hombre que no significa nada para mí?» Decidí contestar.

– Es seguro -le dije.

– Es seguro -convino ella.

Los dos bebieron una segunda copa de vino y pensé que quizá lo que había sucedido sobre la manta había sido sólo un juego erótico previo, antes del acontecimiento principal en la playa, pero entonces Jill se levantó y se quitó el top. Bud también se levantó y se quitó la camisa.

Jill dejó caer sus pantalones cortos caqui y los apartó con el pie. Se quedó de pie unos segundos cubierta solamente con el sujetador y las bragas mientras observaba cómo Bud se desvestía.

– He visto la parte de la playa, donde explota el avión, dos veces… pero hacía cinco años que no veía esta parte de la cinta -dijo Jill.

No contesté.

En la pantalla, Jill se quitó el sujetador y las bragas. Miró hacia la cámara, extendió los brazos, giró las caderas y exclamó: «¡Tachan!», luego hizo una reverencia ante la cámara.

Quise coger el mando a distancia que había quedado encima de la mesa, pero ella lo cogió primero y dijo:

– Quiero verlo.

– No, no quiere verlo. Yo no quiero verlo. Adelante la película.

– Silencio.

Aferró el mando a distancia.

Ahora los dos se estaban abrazando, besando y acariciando.

– No dispongo de mucho tiempo, señora Winslow -dije-. Por favor, ¿puede adelantar la cinta hasta la escena de la playa?

– No. Es necesario que vea esto, para que entienda por qué no le entregué la cinta a la policía.

– Creo que lo entiendo. Por favor, adelante la película.

– Ahora viene lo mejor.

– ¿No tiene que ir a la iglesia?

Ella no contestó.

En la pantalla, Jill se movía en ángulos rectos con respecto a la cámara, luego se volvió hacia la cámara y dijo: «Mamada. Toma uno.» Se colocó de rodillas y empezó a practicarle sexo oral a Bud.

Bien. Miré mi reloj, pero mi cerebro no registró la hora. Volví a mirar la pantalla y el estúpido Bud estaba de pie, mientras esa hermosa mujer le hacía una mamada, y parecía que estaba tratando de meter las manos en los bolsillos y entonces, al darse cuenta de que no llevaba pantalones, apoyó las manos sobre la cabeza de Jill y deslizó los dedos por su pelo.

– ¿Qué le parece eso como prueba? -preguntó Jill.

Me aclaré la garganta y contesté:

– Creo que podríamos cortar esta parte…

– Querrán tener la cinta completa. ¿Ve la fecha y la hora que aparecen en la esquina inferior derecha? ¿No es un dato importante para confirmar cuándo ocurrió esto?

– Supongo que sí… pero creo que podríamos oscurecer los cuerpos y las caras…

– No haga promesas que no puede cumplir. Ya he tenido suficiente.

En la pantalla, Jill volvió a girar sobre sus caderas y miró hacia la cámara. Hizo un gesto con la mano y dijo: «Corten. Escena dos.»

Como detective, sé que puedes saber muchas cosas de la gente por sus oficinas y cuartos de trabajo, por los libros que tienen en las estanterías, las fotografías en las paredes, su videoteca y cosas por el estilo. Esto, sin embargo, era mucho más de lo que yo necesitaba saber.

La señora Jill Winslow me parecía la clásica mujer pasiva-agresiva en el apartado sexual: ordenando a Bud por un lado, luego realizando actos que eran sumisos, tal vez incluso degradantes si se consideraba el contexto.

Otra forma de mirarlo era que ella estaba ejerciendo poder sobre un hombre, al tiempo que satisfacía todos sus deseos, y el de ella… el de ella era un deseo de degradación y a la vez de control sexual. Mientras tanto, Bud era simultáneamente amo y sirviente. Era todo un poco complicado y yo dudaba de si Bud era capaz de entender algo más allá de la longitud de su erección, que yo realmente no quería ver.

Volví a concentrarme en las imágenes de la pantalla y Bud tenía ahora las manos apoyadas en los hombros de Jill mientras practicaba el viejo mete y saca.

Esta vez fui especialmente insistente y le dije:

– Adelante la cinta.

Ella obedeció y Bud continuó con el mete y saca pero a toda velocidad. La escena me cogió por sorpresa y casi me echo a reír. Jill, en cambio, lanzó una carcajada. Luego congeló la imagen, mostrando los rostros de ambos con los ojos y las bocas muy abiertos. Luego ella pulsó «Play» otra vez y, en la pantalla, Jill gateó hacia la cámara, se echó de espaldas y dijo: «Escena tres. Vino, por favor.» Bud estiró el brazo hacia atrás y cogió la botella de vino. Ella alzó las piernas en el aire y dijo: «Hora de catar a la chica.» Abrió las piernas y añadió: «Échamelo por encima.» Bud vertió el líquido entre las piernas y luego se inclinó sobre ella. Podía oír su respiración agitada por encima del sonido del viento, y ella dijo: «Espero que hayas apuntado la cámara en la dirección correcta.» Él alzó la cabeza, miró la cámara y dijo: «Síííí»

Ella le quitó la botella y derramó el resto del vino sobre su cuerpo y le ordenó: «Lame»

Bud comenzó a lamerle el cuerpo.

Llamándola por su nombre, le dije:

– Jill. Hablo en serio. Adelante la cinta.

Ella no contestó, se quitó las chinelas y apoyó los pies sobre la mesa baja.

Yo me apoyé en el respaldo del sillón, sin mirar la pantalla.

– ¿Le hace sentir incómodo? -preguntó ella.

– Creo que ya lo he dicho.

– Bueno, yo también me siento incómoda. Y si yo le entrego esta cinta, ¿cuánta gente la verá?

– La menor cantidad posible. Y serán todos oficiales profesionales, entrenados y encargados de hacer cumplir la ley, e investigadores pertenecientes al Departamento de Justicia, hombres y mujeres que lo han visto todo.

– Ellos no me han visto a mí realizando actos sexuales en una cinta de vídeo.

– No creo que estén interesados en el sexo. Están interesados en la escena de la explosión del avión, y eso es también lo que me interesa a mí, de modo que si puede pasar las imágenes hasta llegar a esa parte, me gustaría mucho poder verla. Ahora.

– ¿No le interesa verme practicando el sexo?

– Mire, Jill…

– Señora Winslow para usted.

– Está bien… lo siento. Señora Winslow…

– Jill está bien.

Yo realmente me sentía muy incómodo y se me ocurrió pensar que quizá estaba en compañía de una chiflada, pero entonces ella dijo:

– ¿Entiende por qué estoy haciendo esto?

– Sí. Entiendo perfectamente por qué no quería presentarse ante las autoridades con esta cinta. Para serle absolutamente franco, yo también habría tenido dudas si hubiese estado en su piel. Pero podemos montar esta cinta oscureciendo los rostros y haremos todo lo que esté en nuestras manos para proteger su intimidad. Nos centraremos en los acontecimientos relacionados con el avión…

– Ya estamos llegando a esa parte. Preste atención.

Oí que Jill decía en la pantalla: «Estoy toda pringosa. Vamos a darnos un baño.» Miré la pantalla y ella estaba sentada en la arena. El rostro de Bud había emergido de entre los muslos de la señora Winslow y le dijo: «Creo que sería mejor que nos marchásemos. Nos ducharemos en el hotel»

– Ojalá le hubiese hecho caso -dijo Jill.

Ahora, en la pantalla, ella estaba de pie en la manta y mirando hacia la duna que se alzaba desde la hondonada. Congeló la imagen, bajó los pies de la mesa y se inclinó hacia la enorme pantalla de plasma.

– Parezco más joven -dijo-. Tal vez un poco más delgada. ¿Usted qué opina?

Miré su perfecto cuerpo desnudo iluminado por los últimos rayos de sol, lo que hacía que pareciera una estatua dorada.

– Y bien, ¿qué opina? -volvió a preguntar.

Yo ya estaba un poco cansado de que ella no hiciera caso de mis caballerosas sugerencias de que evitase los pequeños estallidos y pasara a la gran explosión, de modo que decidí otro enfoque y dije:

– No creo que su rostro haya envejecido un ápice, y es realmente una hermosa mujer. En cuanto a su cuerpo, se ve magnífico en la cinta, y estoy seguro de que sigue siendo magnífico.

Ella no contestó y no apartó los ojos de la pantalla. Finalmente dijo:

– Ésta fue la primera y última vez que nos filmamos juntos. Nunca me he visto desnuda en una fotografía o en película. Y nunca me vi haciendo el amor en una filmación.

– No al aire libre.

Ella se echó a reír.

– ¿Parecía un tonto?

– Sí.

– ¿Qué parecía yo?

– Sin comentarios.

– ¿Quiere esta cinta?

– Sí.

– Entonces responda a mi pregunta. ¿Parecía estúpida practicando el sexo?

– Creo que todo el mundo parece un poco tonto cuando practica el sexo en una filmación, excepto las prostitutas. No estuvo mal por tratarse de la primera vez. Bud, sin embargo, parecía muy incómodo. Ahora, ¿puede darme el mando a distancia?

Me pasó el mando y dijo:

– Se suponía que debíamos llevar la cinta de regreso al hotel y mirarla para volver a ponernos cachondos. Pero creo que esto me habría enfriado.

Ésta puede haber sido la primera vez en mis veinte años de servidor de la ley que sentí que necesitaba una acompañante para examinar una prueba. Pulsé «Play» y el cuerpo perfecto y desnudo de Jill Winslow volvió a la vida. Empezó a subir por la duna y luego desapareció del encuadre, pero pude oír su voz que decía: «Venga. Coloca la cámara aquí arriba, para que pueda filmarnos cuando nos bañemos desnudos»

Bud no contestó sino que caminó hacia la cámara, luego desapareció del plano. La pantalla se puso negra por un instante, a continuación la imagen en la pantalla mostró un hermoso cielo rojo y púrpura a la hora del crepúsculo, con la arena blanca de la playa y el océano rojo y dorado centelleando bajo el sol del ocaso. Oí la voz de Jill fuera de cámara que decía: «Esto es tan hermoso…»

Bud, también fuera de cámara, contestó: «Tal vez no deberíamos bajar a la playa desnudos. Podría haber gente.» «¿Y qué? -dijo Jill-. Siempre que no los conozcamos… ¿a quién le importa?»

Respuesta de Bud: «Sí, pero cojamos algo de ropa…», y ella lo interrumpió: «Vive peligrosamente, Bud.» Sin darme cuenta, dije:

– Bud es un capullo.

Jill se echó a reír y estuvo de acuerdo.

– Un capullo.

Durante unos segundos no se oyó ningún sonido, y no apareció nadie en la pantalla, luego vi que Jill entraba en el cuadro hacia el extremo izquierdo de la pantalla, corriendo por la playa en dirección al mar. Bud seguía sin aparecer. Luego ella se volvió sin dejar de correr y gritó: «¡Venga!» Pero apenas si pude oír su voz a esa distancia de la cámara y con el ruido de fondo del viento y el mar.

Unos segundos después, Bud apareció en pantalla corriendo tras ella. Sus nalgas eran un tanto flácidas y se agitaban mientras corría.

Alcanzó a Jill cerca del agua y ella se frenó, se volvió, luego hizo que Bud también se volviese hacia la cámara que había quedado instalada en la cima de la duna. Jill gritó algo, pero no pude entender lo que decía.

– ¿Qué dijo en ese momento? -pregunté.

– Oh… algo sobre nadar con los tiburones. Bastante estúpido.

Ella se volvió nuevamente, le cogió de la mano y ambos entraron en el mar.

A Bud, en mi opinión, ella lo llevaba cogido del pene. Él realmente nunca tomaba la iniciativa y no parecía estar disfrutando del momento tanto como, digamos, habría disfrutado yo en esa situación.

– ¿Cuánto tiempo duró esta aventura? -le pregunté a Jill.

– Demasiado. Unos dos años. No me siento tan avergonzada por verme practicando el sexo en la pantalla como lo estoy por con quién lo hice.

– Es muy guapo.

– Yo también.

Touché.

Ambos estaban retozando en un mar en calma, lavándose mutuamente y luego mirando hacia el océano y el cielo. Ella parecía estar diciendo algo, pero resultaba totalmente inaudible.

– ¿Qué está diciendo en ese momento?

– No lo recuerdo. Nada importante.

Eché un vistazo al reloj, que seguía funcionando en la esquina inferior derecha de la pantalla. Señalaba las 20.19. El vuelo 800 de la TWA estaba despegando en ese momento e iniciaba su ascenso sobre el océano.

Jill y Bud hablaban metidos en el mar, con el agua hasta la cintura, y por la expresión en el rostro de Bud pude deducir que le había molestado algo que ella acababa de decirle. Antes de que pudiese preguntarle, ella dijo:

– Creo que le estaba diciendo que era excesivamente cauteloso con todo, y se enfadó conmigo. Unos segundos después le cogí el culo… allí… aún seguía enfadado y quería marcharse, pero yo quería hacerlo en la playa, como en De aquí a la eternidad, de modo que…

Ella le cogió lo-que-te-dije y continuó hablando. Él no parecía tan feliz como debería haber estado en ese momento, y comenzó a mirar hacia todos los lados para ver si estaban realmente solos. Ella no lo llevaba literalmente del pene, aunque sí de manera figurada, ya que ahora le cogía de la mano mientras le llevaba de regreso a la orilla.

El reloj señalaba las 20.23. El vuelo 800 de la TWA llevaba tres o cuatro minutos en vuelo y estaba girando a la izquierda, hacia el este, en dirección a Europa.

Jill y Bud estaban de pie en la playa, exhibiendo un desnudo frontal completo, pero parecían haberse olvidado de la cámara porque ninguno de los dos miró hacia donde estaba colocada, en la cima de la duna, a unos treinta metros de distancia. El sol ya se había puesto, pero en la línea del horizonte y en el cielo aún quedaba un vestigio de luz, y pude ver sus cuerpos desnudos perfilados contra el mar y el cielo.

Jill le dijo algo a Bud y él se tendió obedientemente de espaldas sobre la arena. Ella se sentó encima de él y pude ver cómo su mano se introducía entre sus cuerpos para introducirse el pene.

– ¿Verá mi esposo estas imágenes alguna vez? -preguntó ella.

Congelé la imagen a las 20.27 y quince segundos. Miré el cielo, a la derecha, para ver si podía divisar las luces de algún avión, pero no se veía nada. Examiné el horizonte para ver si había luces de embarcaciones, pero tampoco vi nada.

– Señor Corey. ¿Verá mi esposo estas imágenes alguna vez?

La miré.

– Sólo si usted quiere que las vea -dije.

Ella no contestó.

Pulsé el botón de «Play» y miré la parte inferior de la pantalla, donde los amantes lo estaban haciendo en la playa con la espuma del mar deslizándose sobre ellos. Miré el cielo pero no se veían las luces de ningún avión. Para el expediente, la señora Winslow alcanzó el orgasmo a las 20.29 y once segundos. Pude verlo, no oírlo.

Jill Winslow estaba tendida encima de Bud Mitchell y podía verse que ambos respiraban agitadamente, luego ella se sentó a horcajadas sobre él, mirando hacia el suroeste. Ahora pude ver las luces lejanas de un avión, encima del océano, a unas ocho millas de la costa, y volando a una altura de unos 4.000 metros sobre el mar.

– ¡Detenga la cinta! -dijo ella.

Pulsé el botón de «Pausa» y la miré. Ella se puso de pie y dijo:

– No puedo volver a ver estas imágenes. Voy a la cocina.

Se marchó descalza del salón.

Me quedé sentado durante un minuto con los ojos fijos en la pantalla congelada: Jill Winslow sentada encima de Bud Mitchell, el oleaje detenido en mitad del movimiento, las estrellas que ya no parpadeaban en el cielo, una nube fina y espigada congelada como si fuese una mancha de pintura en un techo negro. Y casi en la parte opuesta al Smith Point County Park, dos luces -una roja y otra blanca- habían quedado capturadas en la imagen. En una foto fija, uno pensaría que se trataba de estrellas, pero en una película se las podía ver parpadeando y moviéndose de oeste a este.

Me levanté del sillón, me senté en la mesa baja y me incliné hacia la pantalla de plasma. Pulsé el botón de «Cámara Lenta» y miré atentamente.

A las 20.29 y diecinueve segundos vi un resplandor en el horizonte a la derecha y congelé la imagen. La cámara de vídeo instalada en la cima de la duna estaba a unos siete metros de altura, incluyendo el trípode, y desde esa ventajosa posición se podía ver un poco más que aquello que la mayoría de los testigos presenciales habían visto desde una embarcación o desde tierra firme, que en la costa sur de Long Island se alzaba apenas unos tres metros sobre el nivel del mar, si es que llegaba. Miré el resplandor durante un momento y decidí que podía tratarse del lanzamiento de un misil.

Donde había visto el resplandor, podía ver ahora una lengua 1 de luz brillante, entre roja y anaranjada, que se elevaba hacia el cielo. Subía velozmente, incluso a cámara lenta, y ahora pude divisar una estela blanca de lo que parecía ser humo detrás de ella. Miré a Jill y Bud, pero ellos aún no lo habían visto. Eran las 20.30 y cinco segundos, pulsé «Pausa» y me arrodillé delante de la pantalla del televisor, la mirada fija en el punto de luz hasta que se me nubló la vista. Me separé de la pantalla y continué mirando la cinta a cámara lenta.

No había forma de confundir lo que estaba viendo ahora, y lo que otras doscientas personas también habían visto, entre ellas el capitán Spruck, de quien, para ser sincero, yo había dudado. Pude entender por qué estaba tan obsesionado con el asunto ahora que yo lo veía con mis propios ojos. Le debía una disculpa. Y lo que era más importante, al pueblo norteamericano se le debía una disculpa, pero no sabía de parte de quién.

Pensé en la reunión que había tenido en el despacho de Jack Koenig, cuando él me miró a los ojos y me dijo: «No existe ninguna jodida cinta de vídeo de una pareja follando en la playa con el avión explotando en el cielo detrás de ellos», y luego: «Ningún jodido cohete tampoco.» Bien, que te jodan, Jack. Y que jodan a Liam Griffith y que jodan a Ted Nash para empezar. Jodidos cabrones mentirosos.

La estela de luz continuó ascendiendo con su rastro de humo blanco hasta encontrarse aproximadamente a mitad del plano de la pantalla del televisor. En este punto vi que la cabeza de Jill se volvía hacia la luz y alzaba la vista hacia el cielo, después Bud se sentó rápidamente, de modo que quedaron frente a frente, luego él se volvió y miró de reojo hacia donde ella le indicaba. La estela de luz era casi incandescente y pude ver que aumentaba la velocidad. Desvié la mirada hacia las luces del avión, luego volví a concentrarme en la estela de luz. Estaba demasiado cerca del televisor para ver toda la pantalla, de modo que me levanté de un brinco y volví a sentarme en la mesa baja.

A cámara lenta no había audio, pero de todos modos no había nada que oír, y me quedé mirando la pantalla, hipnotizado por lo que veía, porque sabía exactamente lo que iba a pasar.

La luz incandescente pareció describir un giro súbito, como si convergiera hacia las luces del avión, y vi la prueba de ese giro más claramente en el rastro de humo, cuando se alteró.

Unos segundos más tarde se produjo un fogonazo de luz brillante en el cielo, que a cámara lenta parecía extraño, como el estallido de una bengala. Luego, unos segundos más tarde, una enorme bola de fuego comenzó a crecer en el cielo negro, como si fuese una flor roja y brillante abriéndose en una película de tiempo retardado. Congelé la imagen a las 20.31 y catorce segundos y la miré.

Jill y Bud quedaron atrapados en la imagen congelada, ahora casi de pie, ambos mirando hacia el estallido rojo en el cielo. Pulsé «Cámara Lenta» y observé que la bola de fuego aumentaba de tamaño. Pude ver que, efectivamente, el avión en llamas continuaba ascendiendo, luego vi dos chorros de combustible incandescente cayendo hacia el océano, y a medida que se acercaban a la superficie advertí el reflejo del combustible ardiendo sobre la superficie suave y transparente del mar, y sí, parecía que los reflejos eran dos estelas de luz que ascendían, pero no había forma de confundir el combustible incandescente que caía del cielo hasta encontrarse con su propio reflejo en el agua. «Esto es arriba. ¿Verdad?» Miré el segundero en la pantalla y, aproximadamente treinta segundos después de que se iniciara esta serie de hechos, pulsé el botón «Play» y recuperé el sonido de la cinta.

Ahora todo lo que aparecía en la pantalla se movía con normalidad, incluidos Jill y Bud, quienes en realidad no se movían mucho. Estaban paralizados y mirando la bola de fuego en el ciclo.

Ahora vi restos que caían al mar. Luego oí la primera explosión, cuando alcanzó el micrófono de la cámara, un estallido amortiguado, seguido de una explosión mucho más potente uno o dos segundos más tarde. Vi que Jill y Bud retrocedían medio segundo antes de que yo oyera la segunda explosión, que llegó al micro de la cámara después de haber llegado hasta ellos.

Volví a pasar la cinta a cámara lenta y contemplé las consecuencias del desastre: silencio, luego la sección principal del avión, que había seguido ascendiendo increíblemente otros mil metros hasta que se agotó el combustible en los motores, comenzó a caer describiendo una trayectoria en espiral. Yo no podía ver o comprender todo lo que estaba sucediendo, incluso a cámara lenta, y nunca vi cuándo se desprendió el morro del avión, pero pensé que veía el ala izquierda cuando se separaba del fuselaje, y pude ver la enorme masa del 747 cayendo al mar desde el cielo.

Ahora el cielo estaba claro, excepto por el humo, que podía ver iluminado por las llamas que ardían en el océano.

La pareja de la playa permanecía allí, desnudos, paralizados, como si alguien hubiese pulsado el botón de «Pausa» del mundo, excepto por el oleaje a cámara lenta que bañaba la playa, y el cielo y el mar brillaban con el fuego rojo y anaranjado.

Pulsé el botón de «Play» y el oleaje se aceleró y las llamas bailaron sobre el agua.

En la primera iniciativa que Bud tomaba esa noche, cogió a Jill de un brazo, dijo algo, y ambos echaron a correr de regreso a la cámara que había quedado en la duna. Él era más rápido que ella, y no redujo la velocidad para echarle un vistazo o comprobar si estaba bien. Ese hombre era un cabrón integral, pero ése era el detalle menos importante que revelaba la cinta de vídeo.

Contemplé el combustible que ardía en la línea del horizonte, y ni Jill ni Bud podían saberlo en aquel momento, pero 230 hombres, mujeres y niños habían muerto en un abrir y cerrar de ojos. Pero yo sí lo sabía, y sentí un nudo en el estómago. Tenía la boca seca y los ojos húmedos.

Bud y Jill habían desaparecido en la base de la duna, luego sus cabezas y hombros volvieron a aparecer mientras subían gateando por la ladera de arena, Bud primero, seguido de Jill.

La cámara había sido colocada en posición de zoom máximo, de modo que sus rostros aparecían borrosos, pero pude discernir sus rasgos. Congelé la imagen y miré a Bud, sus brazos extendidos hacia la cámara. El hombre parecía realmente aterrado. La miré a ella, y también parecía asustada, con los ojos muy abiertos, pero también noté que lo estaba mirando, como si quisiera que Bud dijese algo, que le dijera qué había pasado y lo que debían hacer. Pasé los siguientes dos o tres segundos a cámara lenta y vi su estúpido rostro justo delante de la cámara, llenando toda la pantalla. Ese rostro, pensé, podía figurar en un póster de «Se busca» con la inscripción: «¿Ha visto usted a este pedazo de mierda, inútil y egoísta? Llame al I-800-Referencia: Capullo.» Bud había controlado la cámara, pero no así sus nervios, y la pantalla se convirtió en un enloquecido caleidoscopio de imágenes que resultaban difíciles de seguir mientras nuestro héroe corría duna abajo hacia el valle y dejaba caer la cámara. Oí que Bud decía: «¡Vístete! ¡Vístete!» Luego, alguien cogió la cámara y vi fugazmente un trozo de cielo nocturno. Podía oír sus respiraciones agitadas mientras corrían y vi imágenes borrosas en la pantalla. Se abrió la puerta de un coche, luego se cerraba con violencia, seguido de otras dos puertas que se abrían y cerraban, luego oí el sonido del motor al ponerse en marcha, y nuevas imágenes borrosas en la pantalla casi negra, y luego más respiraciones agitadas, pero ninguno de ellos hablaba. Ella probablemente estaba en estado de shock y él estaba tratando de no mearse en los pantalones. Sentí deseos de gritarle: «Dile algo, jodido pedazo de mierda»

Esperé durante unos cinco minutos de silencio y estaba a punto de apagar el televisor y rebobinar la cinta cuando oí la voz de Jill: «Bud, creo que un avión ha explotado en el aire.» Él contestó: «Tal vez… tal vez se trataba de un cohete de fuegos artificiales gigante… disparado desde una barcaza. Y estalló… ya sabes… un espectáculo de fuegos artificiales»

«Los cohetes de fuegos artificiales no explotan de esa manera. Esos cohetes no siguen ardiendo en el agua. -Una pausa, luego-: Algo muy grande ha explotado en el aire y se ha estrellado en el océano. Era un avión.» Él no contestó y ella dijo: «Tal vez deberíamos volver»

«¿Por qué?»

«Quizá… algunos… se han salvado. Tienen chalecos salvavidas… balsas salvavidas… Tal vez podamos ayudar.» Dije, dirigiéndome a nadie:

– Eres una buena mujer.

Bud dijo: «Esa cosa se desintegró en el aire. Debía de estar a varios kilómetros de altura.» Pausa. «La policía ya está allí. No nos necesitan para nada.» Pensé: «Los pasajeros no te necesitan, pero la policía necesita tu cinta de vídeo, imbécil»

Hubo un largo silencio y luego la voz de Jill dijo: «Ese destello de luz… era un cohete. Un misil»

No hubo respuesta.

Jill continuó: «Parecía un misil disparado desde el agua. Un misil que ha hecho impacto en un avión.» Bud contestó: «Bueno… estoy seguro de que lo sabremos en las noticias.» Hubo otro silencio, luego un movimiento en la pantalla negra, después una inmovilidad negra, y supe que Jill había cogido la cámara del asiento trasero y estaba rebobinando la cinta para verla a través del visor.

Ése era el final de esta cinta de vídeo, pero entonces una imagen llenó la pantalla mientras la música de fondo salía por los altavoces. Jean-Louis dijo algo, pero yo no estaba prestando atención.

Pulsé «Stop» y luego rebobiné la cinta. Permanecí sentado en la mesa baja, mirando la pantalla en blanco.

Estaba completamente abrumado por lo que acababa de ver y oír, y sabía que me llevaría un tiempo asimilar esas imágenes, que estaban completamente fuera de la realidad cotidiana.

Me quedé inmóvil durante unos segundos, luego fui hasta la barra, encontré un vaso y cogí al azar una botella de whisky. Me serví un par de dedos en el vaso y miré el líquido ámbar. Aún era temprano, pero necesitaba algo que me tranquilizara y humedeciera mi boca. Me bebí el whisky de un trago, dejé el vaso y fui a la cocina.

CAPÍTULO 47

Jill Winslow no estaba en la cocina, pero vi a través de unas puertas cristaleras que estaba sentada en una tumbona en el patio. Aún llevaba la bata puesta y estaba sentada con la espalda erguida, los ojos abiertos, mirando algo que tenía en el fondo de la mente.

Salí al patio y me senté en una silla, a su lado. Entre ambos había una mesa sobre la que tenía una botella de agua y dos vasos. Me serví un poco de agua y contemplé el extenso jardín y la gran piscina.

Después de un par de minutos, me preguntó:

– ¿Ha cogido la cinta?

– No. Quiero que usted me la entregue -contesté.

– ¿Tengo alguna opción? -preguntó.

– No, no la tiene. Es la prueba de un posible delito. Puedo enviarle una citación para que la entregue. Pero quiero que me la entregue de forma voluntaria.

– Es suya. -Sonrió-. De hecho, pertenece al Hotel Bayview.

– Bud dejó un depósito de quinientos dólares en recepción. Está pagada.

– Bien. Eso siempre me preocupó. Haber robado la cinta.

A mí no me preocupaba; por eso estaba aquí.

– Le daré un recibo por la cinta -dije.

Jill permaneció un momento en silencio y luego dijo:

– Es usted un hombre muy inteligente. -Y añadió-: Dedujo lo que había pasado.

– No fue tan difícil -dije con modestia. De hecho, soy inteligente y fue difícil.

– Me asusté mucho cuando llegó el FBI -dijo ella-. Pensé que me preguntarían si había hecho una copia de la cinta antes de que Bud la borrase… pero ¿por qué iban a pensar eso? ¿Y cómo podían saber lo de la película de vídeo…?

No le contesté, pero pensé que Nash y Griffith tendrían que haber meditado al menos en esa posibilidad, pero estaban más interesados en Bud, el tío, y menos en Jill, la chica rica y sentimental.

– Entonces no estaba preparada para enseñar la cinta -dijo.

– Lo entiendo.

Bebió un poco de agua y agregó:

– Pobre Mark. Pobre Bud. Se pondrán furiosos conmigo. Por razones diferentes.

– Este asunto ya no tiene nada que ver con ellos, si es que alguna vez lo tuvo. Se trata de usted, y de hacer lo que es correcto, y de la verdad y la justicia.

– Lo sé… pero Bud está muy cómodo en su matrimonio. Y Mark… bueno, él también está cómodo. -Hizo una pausa, luego dijo-: Se sentirá destrozado… humillado…

– Tal vez todos puedan encontrar una solución.

Se echó a reír.

– ¿Habla en serio?

– No.

Bebió un poco más de agua.

– Y también están Mark Junior y James. Mis hijos.

– ¿Qué edad tienen?

– Trece y quince años -dijo-. Tal vez algún día lleguen a entenderlo.

– Algún día lo harán. Tal vez antes de lo que usted piensa.

– ¿Iré a prisión? -me preguntó mirándome a los ojos.

– No.

– ¿Acaso no he retenido…?

– No se preocupe por eso. Querrán que coopere.

Ella asintió y luego me preguntó:

– ¿Y Bud? ¿Tendrá problemas por haber borrado la cinta?

– Tal vez. Pero ambos llegaron a un acuerdo con el FBI. Sospecho que su mayor problema será la señora Mitchell.

– Arlene convertirá su vida en un infierno -dijo Jill.

– Sin duda. Deje de preocuparse por los demás.

Ella no contestó. Jill Winslow se levantó y volvió la vista hacia su casa, luego miró el extenso jardín y la piscina.

– Ésta era una prisión con una condena a cadena perpetua.

No contesté. Como ya he dicho, es difícil compadecerse de una chica rica que bebe champán en un yate… o junto a una piscina. Pero sabía lo que era un matrimonio infeliz y no importaba realmente cuánto dinero o fama tuvieses, un matrimonio infeliz nivelaba a todas las clases.

Jill dijo, más para sí misma que dirigiéndose a mí:

– ¿Qué voy a hacer ahora? -Me miró y preguntó con una sonrisa-: ¿Cree que podría hacer carrera en el cine?

Le devolví la sonrisa, pero no contesté. Miré mi reloj. Necesitaba largarme de allí antes de que el helicóptero negro aterrizara en el jardín de los Winslow, o apareciera un coche con Ted Nash y sus amigos dentro. Pero también necesitaba que Jill Winslow se relajara.

Ella parecía estar pensando en algo y luego me preguntó:

– ¿Por qué ha tardado cinco años?

– No lo sé. Me topé con el caso hace poco tiempo.

– Entiendo -dijo-. Cuando me enteré de que el caso estaba cerrado, sentí cierto alivio… pero también culpa. ¿Cuándo se reabrió el caso?

De hecho, hacía aproximadamente una hora, pero dije:

– La conmemoración del quinto aniversario de la tragedia en julio volvió a suscitar cierto interés.

– Entiendo. ¿Le gustaría acompañarme a la iglesia?

– Verá… en realidad me gustaría hacerlo. Pero me temo que debo marcharme. ¿Tiene alguna forma de hacer una copia de la cinta ahora? -le pregunté.

– La misma que utilicé para hacer una copia la primera vez, pero a la inversa. Desde el reproductor a la cámara de vídeo. ¿Sabe cómo van estos trastos?

– No mucho. -Me levanté y dije-: Vamos a hacer una copia.

Ella se levantó y ambos regresamos a la cocina, donde yo cogí la radio de la policía, y luego fuimos al salón.

Jill sacó una cámara de vídeo de un gran armario lleno de juegos de mesa, botellas de vino y otros artículos de entretenimiento y la llevó hasta el televisor. La dejó en el suelo.

Me ofrecí a ayudarla, pero me dijo:

– Si quiere que esto salga bien, quédese sentado.

Yo no tenía ninguna intención de quedarme sentado mientras ella se ocupaba de la prueba del siglo, de modo que me arrodillé junto a Jill delante del televisor y el reproductor de vídeo. La observaba y le hacía preguntas mientras ella conectaba el reproductor a la cámara con un largo cable en el que había un par de tomas, que ella me explicó que eran para el audio y el vídeo. Vio que yo había rebobinado Un hombre y una mujer, pulsó unos botones y dijo:

– En este momento, la cinta de vídeo, que está en el reproductor, está siendo grabada en la cinta que hay en la cámara de vídeo.

– ¿Está segura?

– Estoy segura. ¿Quiere que pase la cinta en el televisor para que usted pueda verlo?

– No -dije-. Confío en usted.

Aún arrodillada junto a mí, ella dijo:

– Debe hacerlo. Podría haber borrado esta cinta hace cinco años. Podría haberle dicho que no existía. La pasé para que usted la viera. Y yo confío en usted.

– Bien. ¿Cuánto nos llevará esto? -pregunté.

– El mismo tiempo que dura la cinta original, unos cuarenta minutos. ¿Quiere desayunar? -preguntó.

– No, gracias. -Me estaba poniendo paranoico otra vez y me imaginé a Nash y sus amigos irrumpiendo en la casa. ¿Necesitaba realmente una copia de la cinta?-. ¿Podemos adelantar la cinta hasta las escenas en la playa donde se ve la explosión del avión?

– ¿Tiene prisa? -preguntó.

– En realidad, sí.

Encendió el televisor y las imágenes de la cinta aparecieron en la pantalla. Estábamos viendo la parte en la que la señora Winslow le está haciendo una felación al señor Mitchell. Arrodillado allí, junto a ella, creo que me sonrojé. Pero ella parecía extrañamente indiferente a lo que se veía en la pantalla, y me preguntó:

– ¿Está seguro de que no necesita que copie estas escenas?

– Estoy seguro.

Pulsó el botón de «Avance Rápido» y la acción se aceleró. Después de la sesión de cata de la chica, pulsó el botón correspondiente y la cinta recuperó la velocidad normal. En la pantalla, Jill Winslow se sentó en la arena y dijo: «Estoy toda pringosa. Vamos a darnos un baño»

Ella me miró.

– ¿Desde aquí? -preguntó.

– Sí.

Se levantó y yo hice lo mismo, mirando mi reloj y luego la pantalla del televisor, que seguía exhibiendo las imágenes. Desde este punto, el proceso tardaría alrededor de quince minutos.

– ¿Por qué necesita dos cintas? -preguntó ella.

– Pierdo las cosas -contesté.

Ella me miró pero no dijo nada. Me entregó el mando a distancia y dijo:

– No quiero ver el avión. Puede sentarse y volver a verlo si lo desea. Luego, cuando la cinta se haya terminado, cuando Un hombre y una mujer aparezca en pantalla, pulse el botón de «Stop», y luego el de expulsar la cinta. Estaré en el patio. Llámeme si necesita ayuda.

– Me gustaría que se vistiese y me acompañara -dije.

– ¿Estoy arrestada? -me preguntó.

– No.

Miré la pantalla del televisor y el reloj que funcionaba con los números sobreimpresionados en la cinta. Aún quedaban doce minutos hasta la explosión de las 20.31, luego más imágenes grabadas de las consecuencias de la explosión, después Bud y Jill corriendo de regreso a la duna, etcétera.

Cogí a Jill del brazo y la llevé a la cocina.

– Voy a ser completamente sincero con usted -dije-. Corre cierto peligro y necesito sacarla de aquí.

Ella me miró fijamente y dijo:

– ¿Peligro…?

– Permítame que se lo explique en dos palabras. Los tíos del FBI que estuvieron aquí hace cinco años y se llevaron su cinta borrada es casi seguro que consiguieron recuperar las imágenes…

– Entonces ¿por qué…?

– Escuche. Ellos saben lo que hay en esa cinta. No quieren que nadie más lo sepa…

– ¿Porqué…?

– No lo sé. No importa por qué. Lo que importa es que… hay dos grupos diferentes investigando este accidente. El primer grupo, Nash, Griffith y otros, están tratando de ocultar y destruir toda prueba que apunte a un ataque con misiles. El segundo grupo, otros agentes y yo, estamos tratando de hacer exactamente lo contrario. Eso es todo lo que necesita saber por ahora, excepto que el primer grupo podría estar viniendo hacia aquí en este momento, y si llegan aquí, destruirán la cinta… Debemos abandonar la casa, ahora, con esas cintas. De modo que tiene que vestirse, de prisa, y venir conmigo.

Ella me miró, luego miró a través del ventanal como si pudiese haber alguien en el jardín. Realmente quería que se pusiera en movimiento, pero dejé que asimilara la noticia. Finalmente dijo:

– Llamaré a la policía.

– No. Esos tíos son agentes federales, igual que yo, y son los investigadores oficiales y autorizados. Pero también son parte de una conspiración. -Incluso cuando estaba diciéndolo, yo sabía que no había ninguna razón para que ella me creyera y, de hecho, me preguntó:

– ¿Por qué debería creer en lo que me está diciendo?

– ¿Qué ocurrió hace cinco años? -pregunté-. ¿No me dijo que descubrió que una cinta borrada podía ser restaurada? ¿Volvió a tener noticias de esa gente? ¿En alguna ocasión les citaron a Bud o a usted para que acudieran a alguna oficina del gobierno? ¿Vieron alguna vez a alguien que no fuesen Nash, Griffith y el tercer hombre? Usted es una mujer inteligente. Imagine el resto.

Jill permaneció con la vista fija en sus pies, luego me miró y dijo:

– Todo lo que dice tiene sentido, pero…

– Jill, si todo lo que yo quería era la cinta, podría cogerla ahora y largarme de esta casa. Si quisiera hacerle daño, podría haberlo hecho hace más de una hora. Debe confiar en mí y acompañarme.

Nuestras miradas se encontraron hasta que, finalmente, ella asintió.

– De acuerdo -dijo.

– Gracias. Ahora vístase. No hay tiempo para que se duche. Y no conteste al teléfono. Coja una maleta pequeña y todo el dinero en metálico que tenga en la casa.

– ¿Adónde…?

– Hablaremos de eso más tarde. ¿Tienen alguna arma en la casa? -pregunté.

– No. ¿Usted no…?

– Debemos movernos de prisa.

Ella se volvió y abandonó la cocina. Cuando regresé al salón pude oír sus pasos subiendo la escalera.

Cogí el mando a distancia y me senté en la mesa baja, mirando cómo Jill Winslow y Bud Mitchell hacían el amor en la playa. El reloj de la cinta señalaba las 20.27.

En ese momento sonó el teléfono que había en la mesa junto al sofá. Sonó cinco veces y el contestador recogió la llamada. La pantalla de identificación de llamadas decía «Privado».

Me dirigí rápidamente al frente de la casa y miré a través de la ventana de la sala de estar, pero, por el momento, en el camino particular o en la zona de aparcamiento no había ningún coche excepto el mío. Desde allí no podía ver prácticamente nada de la calle.

Regresé al salón justo en el momento en que la estela de luz comenzaba a elevarse en el horizonte, dejando detrás un rastro de humo blanco. Contemplé la imagen a velocidad normal, y no había ninguna duda acerca de qué era aquello. Pensé que los doscientos testigos que habían visto la estela de luz reconocerían esa imagen grabada mucho mejor que en la animación de la CIA.

Contemplé las imágenes mientras se producía el primer fogonazo de luz, seguido de la enorme bola de fuego. Miré a Jill, sentada a horcajadas encima de Bud, quien ahora también se había sentado y miraba por encima del hombro. Conté hasta cuarenta y oí un ruido estridente que salía de los altavoces, una explosión potente y amortiguada que se fue extinguiendo, seguida de silencio.

El teléfono volvió a sonar y nuevamente apareció la palabra «Privado» en la pantalla de identificación de llamadas y nuevamente el contestador se activó después de cinco tonos.

Eran las 9.15, una hora no demasiado temprana para que la familia o los amigos llamasen un domingo por la mañana, pero sí tal vez un poco temprano para que se produjeran dos llamadas tan seguidas.

Ahora Jill y Bud corrían por la playa hacia la duna y me fijé en ella cuando se acercaba a la cámara y, esta vez, advertí que estaba mirando a Bud cuando él la dejó atrás. ¿En qué estaba pensando ese idiota? ¿Pensaba dejarla en la playa si ella no se daba prisa o si no se vestía rápidamente, o si no se metía en el coche cuando él estuviese listo para largarse? Ese hombre no era bueno y tampoco era valiente.

Quiero decir, los amigos y los amantes se ahogan o nadan juntos. Yo ni siquiera conocía a Jill Winslow, y estaba sentado allí, esperándola, mientras que allí fuera, Ted Nash y sus compañeros podrían estar llamando a la puerta dentro de cinco segundos. Ellos estaban armados y yo no. Y no tenía ninguna duda de que si ellos veían o descubrían lo que estaba pasando aquí, estarían lo bastante desesperados -por no decir fuera de sus cabales- como para destruir no sólo la prueba sino también a los dos testigos de esa prueba. Pero allí estaba yo, sentado en el salón de la casa de Jill Winslow, incluso ahora que ya tenía copiada la parte crucial de la prueba, y continuaba sentado. Puede haber vida después de un peligro mortal, como pude descubrir muy pronto como policía, pero necesitabas asegurarte de que tu alma sobreviviera junto con tu cuerpo. Si no era así, entonces no merecía la pena vivir la clase de vida que te esperaba.

En la pantalla, ahora sólo había oscuridad, y las puertas de un coche que se cerraban con violencia. Aún habrían de pasar cerca de cinco minutos antes de que se oyera la voz de Jill diciendo: «Bud, creo que un avión ha explotado en el aire.» Oí sus pasos en el vestíbulo y paré la cinta, luego me arrodillé junto a la cámara de vídeo, encontré el botón adecuado y la apagué. Me sorprendí a mí mismo deduciendo cómo sacar la cinta de la cámara, que guardé en el bolsillo.

Jill entró en el salón llevando un bolso y vestida con pantalones negros y una blusa blanca.

– Estoy lista -dijo.

– Muy bien. Dejemos todo como estaba. -Le di la cámara de vídeo, que ella llevó al armario mientras yo sacaba la cinta de Un hombre y una mujer del reproductor de vídeo y apagaba el aparato. Examiné el conjunto de luces y botones hasta asegurarme de que nadie pudiera decir que alguien había estado utilizando el equipo. Me levanté y Jill estaba junto a mí, entregándome el estuche de Un hombre y una mujer, que guardé en el bolsillo interior de mi chaqueta. Pulsé el botón que había en la mesa y las cortinas de descorrieron-. ¿Sabe quién ha llamado?

– Era una llamada privada y no dejaron ningún mensaje -dijo.

– Muy bien… éste es el plan. Mi coche no es seguro… lo están rastreando. Necesitamos usar el suyo.

– Está en el garaje. Pero necesito dejarle una nota a Mark.

– No. Nada de notas. Puede llamarlo más tarde.

Ella se obligó a sonreír y dijo:

– ¿He estado deseando durante diez años dejarle una nota sobre la mesa de la cocina y ahora que realmente me marcho de casa usted me dice que no puedo dejarle una?

– Puede enviarle un correo electrónico. Vamos.

Cogí su bolso y la seguí fuera de la casa por un corredor que acababa en una puerta, que ella abrió y que comunicaba con el garaje para tres coches. Quedaban dos de ellos: el Lexus SUV y un BMW Z3 descapotable con la capota bajada.

– ¿Cuál le gustaría usar? -preguntó ella.

Recordé que el BMW estaba a su nombre, un dato importante si nos buscaba la policía por una denuncia de personas desaparecidas presentada por el señor Winslow.

– El BMW -dije.

Dejé el bolso en el asiento trasero del BMW y ella me preguntó:

– ¿Le gustaría conducir?

– En realidad, tengo que deshacerme de mi coche. ¿Dónde cree que podría dejarlo?

– ¿Adónde vamos? -preguntó ella.

– A Manhattan.

– Muy bien. Sígame. A unos ocho kilómetros al sur de Cedar Swamp verá un cartel que indica «Suny Old Westbury College» a la derecha. Puede dejar el coche allí.

– Bien, ponga en marcha el coche, pero no use el mando a distancia para abrir la puerta. -Fui hasta la puerta del garaje y miré a través de las ventanas. Fuera no había ningún vehículo y pulsé el botón para abrir la puerta. Cuando estuvo abierta, salí del garaje y ella sacó el coche marcha atrás y luego usó el mando a distancia para cerrar la puerta. Le entregué la cinta que había cogido de la cámara de vídeo y le dije-: Quédese con esta cinta. Si nos separamos por alguna razón, es necesario que usted y la cinta vayan a un lugar seguro. Amigos, familiares, un hotel. No regrese a su casa. Llame a su abogado y luego llame a la policía. ¿Entendido?

Ella asintió y yo la miré, pero no parecía asustada ni desconcertada, lo que contribuyó a que me tranquilizara un poco.

– Baje la capota y cierre las ventanillas.

Ella bajó la capota mientras yo me metía en el Ford Taurus y lo ponía en marcha.

La seguí por el largo camino particular hasta salir a Quail Hollow Drive.

Hasta ahora todo iba bien. Pero esta situación podía cambiar en un segundo, de modo que examiné cuidadosamente varios argumentos y planes de contingencia en caso de que la mierda llegara al ventilador.

No era propio de Ted Nash dejarme en paz o tomarse el domingo libre. Pero tal vez le había atizado en la cabeza más fuerte de lo que pensaba y ahora estaba echado en una habitación a oscuras con un frasco de aspirinas y tratando de aclararse las ideas. No era probable, pero cualquier cosa que estuviese haciendo en este momento, no parecía que la estuviera haciendo aquí.

En retrospectiva, si yo hubiese sabido que iba a encontrar a Jill Winslow y una copia de la cinta de vídeo, no habría dudado un instante en matarlo allí mismo, en la playa, para evitar esta situación. Los ataques preventivos están bien cuando sabes a ciencia cierta que estás previendo.

Si me topaba con Nash y sus amigos ahora, no creía que tuviese ninguna oportunidad de enmendar mi error, pero estaba bastante seguro de que él aprovecharía la oportunidad de corregir el suyo.

CAPÍTULO 48

Pocos minutos después estábamos nuevamente en Cedar Swamp Road y yo no dejaba de mirar a través del espejo retrovisor, pero no parecía que nadie nos estuviese siguiendo.

Un poco más adelante divisé el cartel del Old Westbury College, donde Jill giró a la derecha. La seguí por un camino bordeado de árboles hacia el campus de la pequeña universidad, que estaba prácticamente desierta al ser domingo. Se detuvo en la zona de aparcamiento y yo dejé el Ford Taurus en un espacio vacío. Cogí mi bolsa y la dejé en el asiento trasero del BMW.

– Yo conduciré -dije.

Ella se bajó y rodeó el coche para ocupar el asiento del acompañante mientras yo me instalaba detrás del volante. Puse primera con un ligero chirrido que hizo que la señora Winslow diese un respingo.

Regresamos a Cedar Swamp Road y nos dirigimos hacia el sur. El BMW se deslizaba como un sueño y, mejor aún, podía dejar atrás a cualquier cosa que Nash y sus amigos hubieran cogido del parque automovilístico del gobierno.

Cinco minutos después vi el cartel que indicaba la autopista de Long Island y Jill dijo:

– Debe girar aquí para ir a la ciudad.

– Sujétese bien.

Conduje el coche hasta unos cinco o seis metros de la rampa de acceso, luego clavé los frenos y giré hacia la rampa a toda pastilla, haciendo chirriar los neumáticos y con los frenos antibloqueo echando humo. Miré por el espejo retrovisor, luego cambié de marcha y aumenté la velocidad. Diez segundos más tarde estábamos en la autopista y cambié a quinta, me crucé dos carriles y pisé el acelerador a fondo. Ese chisme volaba.

Circulaba por el carril exterior, a ciento treinta kilómetros por hora, y volví a mirar por el espejo retrovisor. Si alguien nos había estado siguiendo, ahora se encontraba a un kilómetro de distancia.

El tráfico era irregular y pude sortear a los típicos conductores domingueros que circulaban demasiado lentamente por los carriles exteriores.

Jill, que había permanecido en silencio desde que habíamos salido del campus universitario, preguntó:

– ¿Nos están siguiendo?

– No. Sólo estoy disfrutando del paseo.

– Yo no.

Reduje la velocidad y pasé al carril del medio. Viajamos un rato en silencio.

– ¿Cuál es su nombre?

– John.

– ¿Puedo llamarle John?

– Por supuesto. ¿Puedo llamarla Jill?

– Ya lo ha hecho.

– ¿Puedo seguir haciéndolo?

– Si quiere.

Encendí mi teléfono móvil y esperé cinco minutos, pero no hubo ninguna señal y lo apagué.

– ¿Cómo está? -le pregunté.

– Bien. ¿Cómo está usted?

– Bastante bien. ¿Entiende lo que está pasando?

– Un poco. Supongo que usted sabe lo que está pasando.

– Bastante. -La miré y le dije-: Debería entender que ahora está en el lado de la ley, el lado de la verdad y la justicia, y el de las víctimas del vuelo 800 de la TWA, sus familias y el pueblo norteamericano.

– Entonces, ¿quién nos busca?

– Tal vez nadie. O quizá unos tíos malos.

– Entonces, ¿por qué no podemos llamar a la policía?

– Bueno, quizá más que unos cuantos tíos malos, todavía no estoy seguro de quiénes son los buenos y quiénes son los malos.

– ¿Qué vamos a hacer mientras usted lo resuelve?

– ¿Tiene algún hotel en la ciudad en el que se aloje habitualmente?

– Tengo varios.

– Evitemos ésos. Elija un lugar que tenga un vestíbulo amplio y público, cerca del centro de Manhattan.

Lo pensó un momento y luego dijo:

– El Plaza.

– Llame ahora y haga una reserva. Necesita dos habitaciones contiguas.

– ¿Se quedará conmigo?

– Sí. Por favor, use su tarjeta de crédito para alquilar las habitaciones y me encargaré de que le reembolsen el dinero.

– Dejaremos que Mark pague el hotel.

Sacó su teléfono móvil, llamó al Hotel Plaza y reservó una suite con dos habitaciones. ¿Por qué no? Mark podía permitírselo.

Atravesamos el límite del condado de Nassau y entramos en el municipio de Queens. Llegaríamos al Hotel Plaza en media hora.

– ¿Cuánto tiempo tendré que quedarme en el hotel? -preguntó Jill.

– Dos días.

– ¿Y después qué?

– Luego cambia de hotel. O yo me encargaré de encontrarle una casa segura. Necesito unas cuarenta y ocho horas para reunir al ejército de los ángeles. Después de eso, estará segura.

– ¿Necesito llamar a mi abogado?

– Si quiere hacerlo. Pero si pudiera esperar un par de días, estaría mejor.

Ella asintió.

Continuamos por la autopista en dirección a Queens y ella me preguntó:

– ¿Cuándo verá a Bud?

– Yo u otra persona nos pondremos en contacto con él en las próximas cuarenta y ocho horas. Por favor, no lo llame.

– No tengo ninguna intención de llamarlo. -Me dio unos golpecitos en el brazo y dijo-: ¿Por qué no lo arresta? Me gustaría visitarlo en la prisión.

Reprimí una carcajada pero ella se echó a reír y yo la imité.

– Creo que necesitamos su cooperación -dije.

– ¿Es necesario que vuelva a verlo?

– Tal vez. Pero intentamos mantener a los testigos separados.

– Bien. ¿Dónde vive? -me preguntó.

– En Manhattan.

– Yo viví en Manhattan cuando acabé la universidad y antes de casarme. Me casé demasiado joven. ¿Y usted?

– Voy por mi segundo matrimonio. Conocerá a mi esposa. Es agente del FBI y actualmente se encuentra en el extranjero. Debe llegar mañana si todo va bien.

– ¿Cómo se llama?

– Kate. Kate Mayfield.

– ¿Conservó su apellido de soltera?

– Me ofreció que lo compartiese.

Jill sonrió y luego me preguntó:

– ¿Fue así como se conocieron? ¿En el trabajo?

– Sí.

– ¿Llevan vidas interesantes?

– Por el momento, sí.

– ¿Hay mucho peligro?

– Es un peligro diferente al de morir de aburrimiento.

– Creo que está siendo modesto y que se subestima. ¿Está aburrido ahora?

– No.

– ¿Cuánto hace que se marchó?

– Un mes y medio aproximadamente -dije.

– ¿Y usted estuvo en Yemen?

– Así es.

– ¿Qué tiene eso de aburrido?

– Viaje a Yemen y descúbralo por usted misma.

– ¿Dónde estaba ella?

– En Tanzania. África.

– Sé donde está Tanzania. ¿Qué estaba haciendo allí?

– Puede preguntárselo cuando la conozca.

Tenía la impresión de que la señora Winslow no conocía a mucha gente interesante en el club o en almuerzos o cenas. Tenía la impresión también de que había perdido el barco en alguna parte después de salir de la universidad, y veía esta importante catástrofe en su vida más como una oportunidad que como un problema. Ésa era la actitud correcta y esperaba que le fuera bien.

El túnel de Midtown estaba a un par de kilómetros. Miré a Jill Winslow, sentada junto a mí. Parecía bastante tranquila, tal vez un producto de su educación o quizá no alcanzaba a apreciar en toda su magnitud el peligro en el que estábamos. O, tal vez, era consciente de ello, pero pensaba que el peligro era preferible al hastío. Yo estaba de acuerdo con eso cuando estaba aburrido, pero cuando me encontraba en peligro, el aburrimiento no estaba mal.

– Creo que Kate le gustará -dije-. Ella y yo cuidaremos de usted.

– Puedo cuidar de mí misma.

– Estoy seguro de eso. Pero necesitará ayuda durante algún tiempo.

Nos aproximábamos a las cabinas de peaje del túnel de Midtown y quité el pase E-Z de Jill, que dejaría registrados el número de matrícula, el lugar y la hora, nada de lo cual quería que quedase grabado en ninguna parte. Pagué en metálico en la cabina y entramos en el largo túnel que discurre por debajo del East River.

– ¿Qué debo hacer con Mark? -preguntó Jill.

– Llámelo más tarde desde su teléfono móvil.

– ¿Y qué le digo?

– Dígale que se encuentra bien y que necesita pasar algún tiempo sola. Yo le daré instrucciones más tarde.

– Bien. Nunca me han dado instrucciones.

Sonreí.

– Quiero contárselo todo.

– Debería hacerlo… antes de que lo descubra. Usted sabe que todo esto saldrá a la luz pública.

Ella permaneció en silencio unos minutos y ambos miramos los sucios azulejos blancos que pasaban velozmente junto al coche. Finalmente dijo:

– Hubo tantas noches… cuando los dos estábamos en el salón, él en el teléfono, o leyendo un periódico, o diciéndome lo que yo tenía que hacer al día siguiente, en las que quise poner la cinta… -Se echó a reír.

Sonaba a la fantasía de una esposa aburrida y desatendida, y se me ocurrieron varios comentarios, pero no contesté.

– ¿Cree que él se habría dado cuenta?

– Estoy seguro de ello.

Salimos del túnel y me encontré nuevamente en Manhattan, en el que había pensado mucho cuando estaba en Yemen, aunque no en estas circunstancias. Aspiré el humo de los tubos de escape, maravillado ante las toneladas de cemento y superficies alquitranadas, y vi cómo un taxi se saltaba un semáforo en rojo. Era domingo, de modo que el tráfico era fluido y había muy pocos peatones, y cinco minutos después estaba cruzando la ciudad por la Calle 42.

– ¿Tiene alguna pregunta para mí? -le pregunté.

– ¿Como qué?

– Como qué va a pasar después. Qué debe esperar. Esa clase de cosas.

– Si necesito saber algo, usted me lo dirá. ¿No?

– Sí.

– ¿Puedo hacer una sugerencia?

– Por supuesto -dije.

– Lleva mucho tiempo en primera.

– Lo siento.

Giré en la Sexta Avenida y me dirigí hacia el sur de Central Park, atento al cambio de marchas. Pocos minutos más tarde llegamos al Hotel Plaza y le dije al mozo del hotel que aparcase el coche. Llevé nuestro equipaje al lujoso vestíbulo y seguí a Jill al mostrador de recepción.

No quería que pagase con su tarjeta de crédito, que podía ser rastreada, de modo que decidió pagar con un cheque, que contaba con la garantía de la fotocopia de su tarjeta de crédito. Le enseñé al empleado de recepción mi credencial federal y pregunté por el gerente. Llegó al cabo de unos minutos y les dije a él y al recepcionista:

– Estamos viajando de incógnito por cuestiones del gobierno. No le dirán a nadie que la señora Winslow está alojada en el hotel. Avisarán a la suite si alguien pregunta por ella. ¿Entendido?

Ambos lo entendieron y quedó apuntado en el ordenador.

Diez minutos más tarde nos encontrábamos en la sala de estar de una suite de dos habitaciones. Ella encontró la habitación más grande, que reclamó sin decir una sola palabra, y nos quedamos en la sala de estar.

– Llamaré al servicio de habitaciones. ¿Qué le gustaría tomar? -preguntó.

Lo que yo quería estaba en el bar de la habitación, pero dije:

– Sólo café.

Levantó el auricular y pidió café y un surtido de pastas.

– ¿Su esposo ya estará en casa?

Ella miró el reloj.

– Probablemente no.

– Muy bien, necesito que llame a su casa y deje un mensaje para Mark. Dígale algo que indique que necesita pasar algún tiempo lejos de casa y que se ha marchado al campo con una amiga o algo por el estilo. No quiero que se alarme y tampoco quiero que llame a la policía. ¿Entendido?

Ella sonrió y dijo:

– Él no se alarmará, estará completamente conmocionado. Nunca me había marchado de casa antes… bueno, no sin una historia arreglada de antemano. Y no llamará a la policía porque se sentirá demasiado avergonzado.

– Bien. Use su teléfono móvil.

Encontró el teléfono móvil en su bolso, marcó el número de su casa y dijo: «Mark, soy Jill. Hoy me sentía aburrida y me he ido de paseo a los Hamptons y a visitar a una amiga. Tal vez me quede a pasar la noche con ella. Si quieres, llama a mi teléfono móvil y deja un mensaje, pero no atenderé las llamadas. -Y añadió-: Espero que hayas disfrutado de una buena mañana jugando al golf con los chicos y que Bud Mitchell no te haya exasperado otra vez. -Me miró y guiñó un ojo-. Adiós»

Estaba claro que la señora Winslow se estaba divirtiendo.

– ¿He estado bien? -me preguntó.

– Perfecta.

Por otra parte, si Nash había conseguido sumar dos más dos, estaría en la casa de los Winslow ahora, pronto o más tarde, y el señor Winslow escucharía una historia muy diferente, y le pediría que ayudase a las autoridades a dar con el paradero de su díscola esposa. Pero en ese momento no podía preocuparme por eso.

– Por favor, apague el móvil -le dije a Jill.

Ella lo apagó sin preguntar por qué.

Luego nos fuimos a nuestras respectivas habitaciones a refrescarnos un poco.

Llamaron a la puerta y dejé entrar al tío del servicio de habitaciones y firmé la cuenta.

Fui hasta las ventanas y contemplé Central Park.

Me sentía como un hombre que huye, algo que no debía sorprenderme, ya que estaba huyendo. Irónicamente, toda mi vida profesional ha consistido en dar caza a otras personas, si bien la mayoría de ellas eran tan estúpidas que realmente nunca aprendí mucho de ellas en lo que se refería a no ser atrapadas.

Pero había aprendido algo, y no era estúpido, de modo que había muchas posibilidades de que los señores Nash y Griffith o cualquier otro no me encontrasen pronto.

Jill regresó a la sala de estar con aspecto de haber estado en una sesión de maquillaje y ambos nos sentamos a la mesa del comedor a tomar el café con las pastas. Yo estaba hambriento pero no me comí todo el plato de pastas.

– ¿Su esposa llega mañana?-preguntó Jill.

– Ése es el plan. El avión llega aproximadamente a las cuatro de la tarde.

– ¿Irá a esperarla al aeropuerto?

– No. No puedo presentarme en un lugar donde se me espera.

Ella no me preguntó por qué no podía hacerlo y me di cuenta de que entendía el motivo.

– Haré que alguien vaya a esperarla y la traiga aquí. Ni ella ni yo podemos volver a nuestro apartamento.

Ella asintió, me miró, y finalmente dijo:

– John, estoy asustada.

La miré fijamente.

– No debe estarlo.

– ¿Tiene una arma?

– No.

– ¿Por qué no?

Le expliqué la razón y luego añadí:

– No necesito un arma.

Dedicamos unos minutos a hablar de cosas triviales y luego le dije:

– Coja la cinta que le di antes y haga que la guarden en la caja de seguridad del hotel.

– De acuerdo. ¿Qué piensa hacer con Un hombre y una mujer?

– Yo me encargaré.

Ella asintió.

– Me gustaría ir a la iglesia -dijo-. Y luego dar un paseo. ¿Le parece bien?

– Para ser sincero con usted, si esta otra gente descubre de alguna manera dónde estamos, entonces no importa lo que haga. Pero mantenga el móvil apagado. Pueden localizarla por la señal.

– ¿Es eso cierto?

– Confíe en mí. -Copié su número de teléfono móvil en el mío y le dije-: Compruebe si hay mensajes, pero no lo mantenga encendido más de cinco minutos.

En realidad, en Manhattan, con unos cuantos cientos de miles de teléfonos móviles funcionando en la ciudad, podría llevar unos quince minutos o más triangular la ubicación de un móvil, pero mejor a salvo que detenido.

– Y no use sus tarjetas de crédito ni los cajeros automáticos. ¿Tiene dinero?

Jill asintió y me preguntó:

– ¿Le gustaría acompañarme?

Me levanté y le dije:

– Voy a dormir un rato. No abra la puerta ni conteste al teléfono. Sólo despiérteme.

– De acuerdo.

– Cuando se marche, déjeme una nota con la hora y cuándo regresará.

– No hago eso ni siquiera con mi esposo.

Sonreí y le dije:

– La veré más tarde.

Entré en mi habitación, me senté en la cama y llamé al móvil de Dom Fanelli. Contestó él y le dije:

– Siento interrumpir tu domingo.

– Eh. Me estás llamando desde el Plaza.

– Así es. ¿Dónde estás?

– En el Waldorf. ¿Qué haces tú en el Plaza?

– ¿Puedes hablar?

– Sí. Estoy en una barbacoa familiar. Sácame de aquí.

– ¿Tienes una bebida en la mano?

– ¿Come kielbasa el Papa? ¿Qué sucede?

– Querías saber de qué iba todo esto. ¿No?

– Sí.

– Es un enorme y hambriento dragón que lanza fuego por la boca y puede devorarte.

Se produjo un breve silencio en el teléfono, luego Dom dijo:

– Dispara.

– De acuerdo. Se trata del vuelo 800, algo que ya sabes, y de una cinta de vídeo. Y se trata de Jill Winslow, la mujer que encontraste para mí.

Le di la información completa durante quince minutos. Dom permaneció inusualmente callado durante todo ese tiempo y tuve que preguntarle varias veces si aún estaba allí.

Cuando hube terminado, dijo:

– Jesucristo Todopoderoso. Jesucristo. -Luego preguntó-: ¿Te estás quedando conmigo?

– No.

– Mierda.

– ¿Quieres participar?

Ahora podía escuchar ruido de fondo, gente hablando y música a todo volumen, de modo que Dom debía de haber cambiado de lugar. Esperé, luego el ruido desapareció y dijo:

– Estoy en el váter. Mierda, necesito otro trago.

– Primero tira de la cadena. Dom, necesito tu ayuda.

– Sí. Sí. Lo que quieras. ¿Qué necesitas?

– Te necesito a ti con un coche de la policía sin identificación y al menos dos oficiales uniformados para que recojan a Kate mañana en el aeropuerto.

– ¿Sí? ¿Por qué?

– Pueden estar esperándola.

– ¿Quién?

– Los federales. Me recogerás en el Plaza.

– Para el carro. Si la están esperando a ella, entonces te están esperando a ti.

– Lo sé, pero tengo que estar allí cuando ella llegue.

– No. Quédate dónde estás. Tienes una testigo que proteger.

– Podrías enviar a alguien a protegerla.

– Oye, paisano, hazte el valiente y el estúpido en tus horas libres y solo. Esto lo haremos a mi manera.

Pensé en ello. Como soy un hombre de acción, no me gustaba la idea de estar a la espera mientras otro hacía el trabajo peligroso por mí. Dom tenía razón, claro está, pero le dije:

– No voy a quedarme aquí sentado mientras tú estás en el JFK.

– Vale. Te llamaré si te necesito. Fin de la discusión. ¿Qué más?

– Bueno, prepárate para tener follón con los federales. Tendrás que hacer una demostración de fuerza. ¿Vale?

– No me importa si se presentan todos los mandos del FBI de Nueva York. Tú eres un policía de Nueva York, y ésta es tu ciudad, no la de ellos.

– Sí. No te preocupes.

– Asegúrate de que no te siguen en el aeropuerto. -¿Cómo es que no había pensado en eso?

– Cuando llegues al Plaza asegúrate de que un oficial de policía acompaña a Kate a la suite Winslow…

– ¿La qué?

Le di el número de la suite y le pregunté:

– ¿Estás bien?

– Sí… todo esto es jodidamente alucinante.

– Bien, éstos son los datos del vuelo de Kate. -Le di los datos e hice que los repitiese, luego le pregunté-: ¿Eres feliz ahora que he confiado en ti?

– Oh, sí. Me siento jodidamente emocionado.

– Tú lo quisiste.

– Sí, gracias por compartirlo conmigo. -Permaneció en silencio un momento y luego dijo-: Bueno, te felicito. Siempre dije que eras un genio, incluso cuando el teniente Wolfe sostenía que eras un idiota.

– Gracias, ¿hay alguna otra cosa que necesites saber?

– Sí… por ejemplo, ¿quién va exactamente tras de ti?

– Bueno, ese tío de la CIA, Ted Nash, eso es seguro. Quizá Liam Griffith, del FBI. No tengo idea de quién más puede estar implicado en este encubrimiento, de modo que no sé a quién puedo recurrir dentro de mi oficina, o fuera de mi oficina.

Dom permaneció en silencio unos segundos, luego dijo:

– Y Kate… puedes confiar en ella. ¿No?

– Puedo confiar en ella, Dom. Kate fue quien me metió en esto.

– Bien. Sólo quería comprobarlo.

No dije nada.

– Mientras tanto, ¿necesitas apoyo en el Plaza?

– No tendré problemas durante un día o dos. Ya te avisaré.

– De acuerdo. Si esos tíos aparecen por el hotel, mételes un par de balazos en el culo, luego llama al detective Fanelli de homicidios. Enviaré un furgón para que los lleve al depósito de cadáveres.

– Parece un buen plan, pero mi pipa está en una valija diplomática en alguna parte.

– ¿Qué? ¿No estás armado?

– No, pero… no asomes la nariz por mi apartamento. Seguramente lo están vigilando. Podrías meterte en un follón con ellos, o podrían seguirte hasta aquí.

– Los federales son incapaces de seguir a sus propias sombras con el sol detrás de ellos.

– Es verdad. Pero hoy no podemos arriesgarnos a que vayas a mi apartamento. Mañana tienes un trabajo que hacer.

– Te llevaré mi otra pistola.

– Dom, quiero que hoy te mantengas alejado del Plaza. Estoy bien.

– De acuerdo, es tu juego. ¿Quieres que te ponga bajo custodia preventiva?

Ya había pensado en esa posibilidad, pero pensé que a Jill Winslow no le gustaría pasar la noche en la comisaría. Y, sobre todo, los federales descubrirían esta situación si comprobaban con el NYPD si yo estaba en custodia preventiva. No me cabía la menor duda de que el FBI podía conseguir que Jill y yo fuésemos puestos bajo su custodia en un par de horas.

– ¿John? ¿Hola?

– No quiero empezar a dejar un rastro de datos públicos. Tal vez mañana. Por ahora estoy desaparecido en acción. Te llamaré si creo que necesito que me arresten.

– Muy bien. Supongo que el Plaza es más cómodo que el Centro de Detención Metropolitano. Llámame si necesitas algo.

– Gracias, Dom. Te protegeré si la mierda llega al ventilador.

– Mejor aún, si la mierda llega al ventilador como es debido, no seremos nosotros los que estaremos delante de él.

– Espero que tengas razón. Que disfrutes de tu barbacoa. Ciao.


Jill me había dejado una nota en el escritorio de la sala de estar. «Me marché a las 12.15. Regresaré a las 17.00 aproximadamente. Llamaré si me retraso. ¿Puedo invitarle a cenar? Jill.» Leí el Times y miré la tele. Comprobé mi teléfono móvil varias veces para ver si el difunto Ted había llamado para darme una hora para nuestra próxima cita, pero debía de haberse tomado el día libre. Eso esperaba. Ahora eran las 17.30 y Jill aún no había regresado, de modo que llamé a su móvil, le dejé un mensaje y bebí una cerveza.

A las 17.48, Jill llamó a la suite y dijo:

– Lo siento. Perdí la noción del tiempo. Regresaré a las seis y media.

– Aquí estaré.

Llegó cerca de las siete. ¿Qué es lo que les pasa a las mujeres con el tiempo? Estuve a punto de decir algo acerca de la importancia del tiempo, pero entonces ella me dio una bolsa de Barney's y dijo:

– Ábrala.

Abrí la bolsa y saqué una camisa de hombre. Teniendo en cuenta que mi camisa tenía tres días de antigüedad, pensé que era más un regalo para ella que para mí. Pero siempre amable, dije:

– Gracias. Ha sido muy considerado de su parte.

Ella sonrió y dijo:

– Sabía que había estado viajando con esa camisa y se la veía un poco arrugada.

En realidad, apestaba. Quité el papel de seda que envolvía la camisa y la miré. Era… un poco rosa.

– Levántela -dijo.

La coloqué sobre mi pecho.

– Es un color que le sienta bien. Resalta su bronceado.

Era un buen color si yo cambiaba de acera. Le dije:

– Realmente no tenía que… gracias.

Jill cogió la camisa y le quitó los quinientos alfileres en menos de cinco segundos, luego la abrió y dijo:

– Debería quedarle bien. Pruébesela.

Era de manga corta y su tacto era sedoso. Me quité mi repugnante camisa y me enfundé la de seda rosa.

– Le queda muy bien -dijo ella.

– Realmente la siento perfecta. ¿Recibió un mensaje de su esposo en el teléfono móvil?

Ella asintió.

– ¿Qué decía?

Jill sacó el móvil del bolso, activó el buzón de voz y me pasó el teléfono. Escuché que una voz grabada decía: «Mensaje recibido a las 15.28.» Luego la voz de Mark Winslow dijo: «Jill, soy Mark. Recibí tu mensaje»

En su voz no había nada de afecto, e igual que me había pasado con su fotografía, me sorprendió que dejara una impresión en la grabación digital. «Estoy muy preocupado, Jill -continuaba-. Muy preocupado. Quiero que me llames tan pronto como hayas recibido este mensaje. Debes llamarme y decirme dónde estás. Ha sido un acto muy egoísta por tu parte. Los chicos echaron de menos tu llamada del domingo y llamaron aquí, y les dije que estabas fuera con unos amigos, pero creo que detectaron un poco de ansiedad en mi voz, y creo que se quedaron preocupados. Deberías llamarlos para tranquilizarlos. Y llamarme a mí cuando recibas este mensaje.» Esperé a que dijera: «Te quiero» o «Sinceramente tuyo», pero el mensaje acabó y yo apagué el teléfono y se lo devolví a Jill.

Ninguno de los dos habló, y luego ella dijo:

– No lo he llamado, por supuesto.

– ¿Cómo ha podido resistir ese sentido ruego?

Ella sonrió, luego la sonrisa se desvaneció y dijo:

– Realmente no quiero causarle ningún dolor.

– Si me permite decirlo, no me pareció que estuviese sufriendo mucho. Pero usted lo conoce mejor que yo.

– Me llamó tres veces más con mensajes más cortos diciendo: «Llámame»

Pensé en el mensaje de Mark Winslow y llegué a la conclusión de que Ted Nash no se había presentado en la casa de los Winslow buscando a la señora Winslow. Luego volví a pensarlo y llegué a la conclusión de que quizá Ted Nash estaba en la habitación con Mark Winslow mientras llamaba a su esposa.

– ¿Su esposo parecía… normal? -le pregunté a Jill.

– Sí. Eso es normal para él.

– Lo que quiero decir es, ¿cree que es posible que alguna persona le estuviese apuntando lo que debía decir? ¿La policía o alguien?

Ella lo pensó un momento y contestó:

– Supongo que es posible… normalmente no hubiese mencionado a los chicos… pero… -Me miró y añadió-: Sé a lo que se refiere, pero no puedo decirlo con seguridad.

– De acuerdo. -Sólo había sido otro pensamiento paranoico, pero uno bueno. Conclusión: no importaba si Ted Nash estaba un paso por detrás de mí. Lo importante es que no estuviese un paso por delante de mí-. ¿Le gustaría tomar una copa? -dije.

Bebimos y ella mencionó la invitación a cenar, pero yo sugerí el servicio de habitaciones, en parte porque siempre me encuentro con la gente equivocada cuando salgo, y en parte porque cuantas más puertas hubiese entre mí y quienquiera que me estuviese buscando, mejor para todos.

Conversamos un rato y ella rae confirmó que había hecho que guardasen la cinta de vídeo en la caja de seguridad del hotel, y que había mantenido el móvil desconectado todo el día, no había utilizado las tarjetas de crédito y tampoco sacado dinero de los cajeros automáticos.

Me contó que había ido a la iglesia de St. Thomas, en la Quinta Avenida, luego había dado un paseo por el parque, hasta el Museo de Arte Metropolitano. Había entrado en Barney's, luego había mirado escaparates en la Avenida Madison y, finalmente, había regresado andando al Plaza. Un típico domingo en Nueva York, pero un día realmente memorable para Jill Winslow.

Pedimos la cena al servicio de habitaciones y la subieron a las ocho. Nos sentamos a la mesa, con las luces tenues, las velas encendidas y una música suave saliendo de los altavoces.

A pesar de toda esta puesta en escena, ninguno estaba tratando de seducir al otro, lo que probablemente era un alivio para ambos. Quiero decir, era una hermosa mujer, pero hay un momento y un lugar para todo. Para mí, ese momento había pasado desde que me había casado; para ella, ese momento estaba comenzando. Además, Kate debía estar aquí mañana a las cinco de la larde.

Bebimos vino con la cena y ella se puso un tanto achispada y comenzó a hablarme de Mark y un poco también de su aventura de dos años con Bud Mitchell.

– Incluso cuando decidí portarme mal, lo hice con un hombre de quien sabía que jamás podría enamorarme. Sexo seguro. Esposo seguro. Matrimonio seguro. Vecindario seguro. Amigos seguros.

– No hay realmente nada malo en ello.

Jill se encogió de hombros.

Más tarde me confesó:

– Tuve otra breve aventura después de lo de Bud. Hace tres años. Duró unos dos meses.

Yo no quería los detalles y ella no me dio ninguno.

Yo había pedido un bistec, no porque quisiera comer carne sino porque quería un cuchillo. Jill se excusó en un momento dado y fue a su dormitorio, y yo aproveché para llevar el cuchillo a mi habitación.

A las diez de la noche me excusé con lo del jet lag y la buena comida y el buen vino, algo a lo que no estaba acostumbrado en Yemen.

Ella se levantó y nos dimos la mano. Luego me incliné y la besé en la mejilla.

– Usted es una veterana. Todo saldrá bien.

Ella sonrió y asintió.

– Gracias otra vez por la camisa. Buenas noches.

– Buenas noches.

Comprobé nuevamente mi móvil en busca de mensajes, pero no había ninguno. Miré la tele un rato en mi habitación y luego puse la cinta de Un hombre y una mujer. La adelanté hasta las escenas sobre la manta en la playa y pasé a cámara lenta los últimos minutos desde el momento en que se veía el resplandor en el horizonte, seguido de la estela de luz que ascendía en el aire. Intenté ser escéptico y darle otra interpretación, pero la cámara no mentía. Pasé la cinta en sentido inverso para ver si había algo que pudiese interpretarse de una manera diferente, pero hacia adelante, hacia atrás, a cámara lenta, a velocidad normal, era lo que parecía ser: un misil, con una cola ardiente y una columna de humo blanco en dirección a las luces del avión. Fue el pequeño zigzag que describían la luz y el humo justo antes de la explosión lo que me convenció, si es que necesitaba algo más para convencerme. El jodido misil corrigió su trayectoria, enfiló hacia el avión e hizo impacto en su objetivo. Misterio resuelto.

Extraje la cinta del aparato, la guardé debajo del colchón, y puse el cuchillo sobre la mesilla de noche.

Me sumí en un sueño agitado y continué viendo la cinta en mis sueños, excepto que era yo quien estaba en la playa, no Bud, y era Kate, no Jill, quien estaba desnuda a mi lado, diciendo: «Te dije que era un misil. ¿Lo ves?»

CAPÍTULO 49

La llamada para despertarme sonó a las 6.45 y salté de la cama. Busqué debajo del colchón, saqué Un hombre y una mujer y miré la cinta durante unos segundos.

Me acerqué a la ventana y eché un vistazo a Central Park. No me gustan los lunes y el tiempo que hacía fuera no contribuyó a mejorar mi estado de ánimo; estaba nublado y llovía, algo que no había visto en cuarenta días en Yemen. No es que quisiera volver a Yemen.

Después de haberme duchado, me vestí con mis cada vez más cómodos pantalones caqui y me puse la camisa rosa. Si veía a Ted Nash y hacía algún comentario sobre la camisa, lo mataría.

Aparte de eso, iba a ser un Gran Día. Hablaría con Nash, y si él había coordinado su agenda con Washington, nuestros dos equipos tendrían una reunión. Yo tenía que pensar quién debía estar en la reunión, dónde debía celebrarse y si debía llevar una de las cintas. No soy un entusiasta de las reuniones, pero esperaba ésta con creciente ansiedad.

Y lo que era más importante, era un buen día porque Kate regresaba a casa.

Pensé en el comité de bienvenida del aeropuerto, que posiblemente podía incluir a hombres con diferentes ideas sobre quién de ellos debería acompañar a Kate hasta el coche que esperaba. La cosa podía ponerse un tanto difícil, pero Dom sabía ponerse psicótico cuando alguien intentaba joderlo. Y Kate, como yo había descubierto, no perdía el tiempo cuando se trataba de salirse con la suya.

En este momento estaba volando. Yo podría haberla llamado o enviado un correo electrónico anoche, poniéndola sobre aviso de que era posible que se encontrara en una situación complicada en el aeropuerto. Pero si estaba bajo vigilancia -y probablemente lo estaba después de mi encuentro con Nash-, entonces su correo electrónico y sus teléfonos móviles no serían seguros.

Me miré en el espejo de cuerpo entero. El rosa realmente realzaba mi bronceado.

Fui a la sala de estar y encontré a Jill sentada a la mesa con un albornoz del Plaza, bebiendo café y leyendo el New York Times.

– Buenos días -dije.

Ella alzó la vista.

– Buenos días. Esa camisa le queda muy bien.

– Va a ser una de mis favoritas. ¿Ha dormido bien?

– No.

Me senté a la mesa, me serví una taza de café y dije:

– Ayer fue un día muy estresante para usted.

– Creo que se ha quedado corto.

Bebí un trago de café y la miré por encima del borde de la taza. Parecía relajada, pero pensé que la situación empezaba a hacer mella en Jill.

– ¿Lo ha pensado mejor?

– No. De hecho, estoy cada vez más convencida de que hago lo correcto.

– De eso no hay duda.

Ella insistió en que yo necesitaba desayunar y echamos un vistazo al menú del servicio de habitaciones. Jill dijo que ella tomaría un desayuno saludable para el corazón y sugirió que yo debía hacer lo mismo.

Hablamos, leímos los periódicos y vimos Today, con Katie y Matt.

Un camarero trajo el desayuno para tener un corazón sano. Me produjo acidez.

Después del desayuno, Jill quiso dar un paseo y me pidió que la acompañase, pero le dije:

– Debo quedarme aquí. Tal vez deba acudir a una reunión. Y puede que usted tenga que reunirse conmigo. Llámeme cada hora y compruebe su móvil cada media hora.

– De acuerdo… ¿qué clase de reunión?

– De la que usted debería haber tenido hace cinco años.

Ella asintió.

– No tendrá que decir nada. Sólo tendrá que estar allí. Yo me encargaré de hablar.

– Puedo hablar por mí misma -contestó ella.

Sonreí.

– Estoy seguro de que puede hacerlo.

Fue a su dormitorio, se vistió y regresó a la sala de estar.

– ¿Necesita algo mientras esté fuera? -preguntó.

Necesitaba una Glock calibre 40, pero le dije:

– Se rae está acabando la pasta de dientes. -No era verdad, pero ella necesitaba hacer algo-. Uso la marca Crest. Y vea si puede encontrar otra copia de Un hombre y una mujer. Además, llame a la habitación antes de regresar al hotel. -Cogí un bolígrafo del escritorio y apunté el número del móvil de Dom Fanelli en mi tarjeta y se la di-. Si no puede localizarme en el teléfono o si cree que hay algún problema, llame al detective Fanelli a ese número. Él le dirá lo que debe hacer.

Jill me miró y preguntó:

– ¿Es éste su ejército de ángeles?

Yo no describiría a Dom Fanelli como un ángel, pero contesté:

– Sí. Él es su ángel de la guarda si a mí me sucede algo.

– A usted no le pasará nada -dijo ella.

– No. Que pase un buen día.

Ella también me deseó un buen día y se marchó.

Tal vez debería haberla retenido allí, donde estaba un poco más segura que fuera. Pero yo había hecho de canguro de suficientes testigos para saber que pueden empezar a ponerse hostiles si se los mantiene enjaulados demasiado tiempo. Además, en este caso, a Nash le resultaría mucho más difícil cogernos a los dos si estábamos separados.

Comprobé mi móvil, pero no había ningún mensaje de Ted Nash ni de ningún otro.

Llamé al contestador de mi apartamento y había un par de mensajes. Ninguno era de Nash.

Llamé a Dom Fanelli a su móvil y contestó él.

– ¿Cómo van las cosas con la escolta en el aeropuerto?

– Creo que ya lo tengo solucionado. Tuve que recordar toda clase de favores, decir una tonelada de mentiras y prometer el jodido mundo. Conseguí a dos polis uniformados libres de servicio y pedí prestado un coche. Me reuniré con ellos en la calle a las tres y estaremos allí antes de que el avión de Kate haya aterrizado.

– Suena bien. Se me ha ocurrido otra idea: si los federales están esperando a Kate, pueden abordarla antes de que pase el control de pasaportes. ¿Puedes entrar allí y evitar esa posibilidad?

– Lo intentaré… Conozco a algunos policías de aeropuertos… veré lo que puedo hacer.

– Tienes que hacerlo. Además, no debes presentarte demasiado temprano, o descubrirás tu juego y ellos llamarán pidiendo refuerzos, y entonces te verás metido en una pelea que puedes perder. Tiene que ser como una operación comando. Entrar y salir antes de que puedan reaccionar.

– Estás haciendo que un trabajo difícil sea más difícil.

– Tú puedes hacerlo. A menos que tengan una orden federal contra ella, Kate irá voluntariamente contigo, te conoce.

Dom se echó a reír.

– ¿Sí? Ella me odia.

– Ella te ama. De acuerdo, si uno de los jefes de Kate está allí, la cosa se puede poner incluso más complicada. Pero sé que puedes convencer a Kate de que te ha enviado su amante esposo.

– Muy bien. Pero tengo que decirte, John, que ella puede ser tu esposa pero también es una agente federal. ¿Quién está primero?

Buena pregunta.

– Tienes que hacerle entender de qué se trata todo este asunto sin decirle demasiado delante de nadie. ¿De acuerdo? Llámame si lo necesitas y yo hablaré con ella. Si todo lo demás falla, amenázalos con arrestarlos por interferir con un oficial de policía en el cumplimiento de su deber. ¿De acuerdo?

– Sí, pero tú y yo sabemos que todo eso es basura. No tenemos ningún derecho legal a estar allí.

– ¿Quieres que vaya contigo?

– No. Déjamelo a mí. -Se quedó en silencio unos segundos y luego dijo-: No importa cómo vaya lo del aeropuerto, lo importante es que Kate llegue al Hotel Plaza.

– Lo sé. Y asegúrate de que no te siguen.

– Los federales son incapaces de seguir a un perro con correa.

– Correcto. ¿Entiendes por qué es importante todo esto? -le pregunté.

– Sí. Quieres acostarte con tu mujercita a las seis y media como mucho.

– Exacto. No me estropees el plan.

Dom se echó a reír y luego me preguntó:

– Eh, ¿cómo te van las cosas con la señora Winslow? ¿Qué aspecto tiene?

– Una anciana muy agradable.

– Tiene treinta y nueve años. ¿Qué aspecto tiene?

– Guapa.

– ¿Qué hiciste anoche en el Plaza?

– Cenar.

– ¿Eso es todo?

– Ambos estamos casados y no nos interesan esas cosas.

– Eso es sólo una frase, John. Dime una cosa, cuando lleve a Kate al Plaza, ¿cómo crees que reaccionará ella cuando vea que has estado cohabitando con la estrella de la Manta en la Playa?

– Dom… tienes la mente muy sucia.

– Ya no tienes sentido del humor. ¿Dónde está ahora tu testigo?

– Ha salido a dar un paseo. Le di el número de tu móvil por si las cosas se ponen feas en el Plaza.

– ¿Estás seguro de que no quieres apoyo en el hotel?

– Sí. Estamos de incógnito, y nadie nos ha seguido y tampoco han hecho un rastreo electrónico. Pero necesitaré una escolta policial desde aquí para tener una reunión con los federales hoy o mañana.

– Sólo dame una hora. Esta vez sí que te has metido hasta el cuello en la mierda, compañero -dijo Dom.

– ¿Eso crees?

– Resiste.

– Siempre lo hago. Llámame cuando Kate esté en tu coche.

– Lo haré. Ciao.

Volví a comprobar mi móvil, pero no había ningún mensaje.

Había dejado de llover, pero el cielo seguía encapotado. Me preparé para una larga mañana.

Llegó la doncella y se marchó. Pedí más café al servicio de habitaciones.

Jill llamaba cada hora como había prometido y yo le repetía que no había ninguna noticia, y ella me decía lo que estaba haciendo, que eran principalmente visitas a museos. Había comprado un tubo de Crest y encontrado una copia de Un hombre y una mujer en una tienda de alquiler y venta de vídeos.

– Mark ha llamado media docena de veces y me ha dejado mensajes. ¿Debería llamarlo?

– Sí. Trate de averiguar si algún agente federal le ha llamado o ha estado en su casa. En otras palabras, averigüe qué sabe y si se ha tragado su historia de que usted necesita estar sola. ¿De acuerdo?

– Muy bien.

– Vea si está en el trabajo. Trabaja en la ciudad, ¿verdad?

– Sí. En el centro.

– Llámelo allí. Y no permita que la obligue a darle más información. ¿De acuerdo?

Ella me sorprendió al contestar:

– Que lo jodan.

Sonreí y le dije:

– Luego vuelva a llamarme. Y no lo olvide, cinco minutos como máximo en su móvil, y no use un teléfono público porque en la pantalla de identificación de llamadas aparecerá Manhattan. ¿De acuerdo?

– Entiendo.

A las 12.30, aproximadamente, encendí mi móvil y esperé unos minutos. Emitió un zumbido y recuperé el mensaje. La voz dijo: «John, soy Ted Nash. Necesito hablar contigo. Llámame.» Me dio el número de su teléfono móvil.

Me acomodé en un sillón, apoyé los pies sobre un reposapiés y llamé al señor Ted Nash.

Él contestó a la llamada.

– Aquí Nash.

– Aquí Corey -dije.

Hubo una pausa de medio segundo, luego él dijo:

– Tal como habíamos quedado, prometí que te llamaría por lo de tener una reunión.

– ¿Reunión…? Oh, es verdad. ¿Cómo tienes la agenda?

– Parece libre para mañana.

– ¿Qué me dices de hoy?

– Mañana es mejor. ¿No tienes que recoger a Kate en el aeropuerto esta tarde?

– ¿Es hoy?

– Eso creía -dijo Nash.

Ted y yo estábamos montando nuestro pequeño número, ambos tratando de deducir quién sabía qué, y quién dirigía a quién.

– De acuerdo -dije-. Mañana.

– Bien. Mañana es mejor.

– De acuerdo. Debes llevar a esa pareja a la reunión -le recordé.

Esta vez hubo una pausa de dos segundos antes de que Ted contestara.

– Puedo tener al tío.

– ¿Dónde está la mujer?

– Creo que sé donde está -contestó Nash-. De modo que quizá también acuda a la reunión. El hombre estará allí y él te confirmará lo que le he contado.

– Que yo sepa, el hombre podría ser de la CIA. Otro mal actor.

– ¿Cómo podemos hacer para que haya algo de confianza entre todas las partes? -preguntó Ted.

– ¿Cuántos polígrafos puedes llevar a esa reunión?

Él no contestó a eso, pero me preguntó:

– ¿Dónde estás ahora?

– En mi casa.

Nash sabía que no estaba allí porque probablemente tenía a un equipo en mi apartamento.

– Llamé un par de veces a tu apartamento y nadie contestó.

– No cojo las llamadas. ¿Dónde estás tú?

– Estoy en el 290 de Broadway. En mi oficina.

– ¿Has encontrado tu arma? -No contestó, de modo que le pregunté-: ¿Llegaste bien a casa desde la playa? No deberías haber conducido con una herida en la cabeza.

Nash no dijo «Que te jodan» o «Comemierda», pero yo sabía que se estaba mordiendo el labio y rompiendo lápices. Además, no estaba solo, que era la razón por la que la conversación era un tanto formal y muy cautelosa.

– ¿Cómo te sientes tú? -preguntó.

– De maravilla. Pero necesito cortar la comunicación por si hay alguien tratando de triangular mi señal.

– ¿Quién querría hacer eso?

– Los terroristas. Mi madre. Ex novias. Uno nunca sabe.

– Entonces llámame desde el teléfono de tu apartamento.

– Está al otro lado de la habitación. Fijemos un lugar y una hora.

– De acuerdo. ¿A quién llevarás tú a la reunión? -preguntó.

– A mí.

– ¿Alguien más?

– No necesito a nadie más. Pero quiero que tú estés allí, obviamente, y Liam Griffith, y también ese tío que tiene uno de los papeles principales en la cinta de vídeo. Además quiero que llames a Jack Koenig, si no lo has hecho ya, y le sugieras que asista a la reunión. Y dile que lleve al capitán Stein. Y comprueba si el señor Brown está disponible.

– ¿Quién?

– Tú sabes quién. Y también quiero que haya alguien de la oficina del fiscal general.

– ¿Porqué?

– Tú sabes por qué.

Ted Nash hizo una pequeña broma y dijo:

– No convirtamos esto en un caso federal. No será más que una reunión informal y exploratoria para saber cómo debemos proceder. Pero sobre todo para satisfacer tu curiosidad y que te convenzas de que no hay nada más que lo que ya te he contado. Esto es una muestra de cortesía hacia ti, John, no una confrontación.

– Oh. De acuerdo. Me estaba poniendo nervioso.

– Ése ha sido siempre tu problema. ¿Piensas llevar a Kate a la reunión? -preguntó.

– No. Ella no tiene nada que ver con esto.

– Eso no es completamente cierto, pero si quieres mantenerla apartada de este caso, adelante, es comprensible.

– ¿Ted, es posible que estén grabando esta conversación?

– No podría ser grabada legalmente sin tu conocimiento o el mío.

– Oh, es verdad. ¿Por qué siempre olvido estas cosas? Es sólo que suenas tan correcto, no pareces el viejo Teddy que conozco.

Nash permaneció en silencio unos segundos y luego dijo:

– Eres un gilipollas.

– Gracias a Dios. Estaba preocupado por ti. Y tú también eres un gilipollas. De acuerdo, gilipollas, ¿cuál sería una buena hora para ti mañana?

– Temprano. Digamos las ocho, ocho y media. Podemos encontrarnos aquí, en el 290 de Broadway.

– Sí, claro. En ese lugar ha entrado más gente de la que ha salido.

– No seas melodramático. ¿Qué me dices de la sede de la ATTF? -sugirió-. ¿Es suficientemente segura para ti? ¿O también entra en tu paranoia?

Pasé por alto sus comentarios y pensé en un lugar de reunión. Ahora que Kate estaría en casa, yo sabía que insistiría en estar presente, aunque yo no quería implicarla aún más en este asunto. Pero podía contar con algo de apoyo, y me sentiría mejor si llevaba a Jill a la reunión y Kate nos acompañaba. Recordé mi última noche en Nueva York antes de que Kate y yo nos despidiésemos y le dije a Nash:

– Windows on the World. Desayuno energético.

– ¿No crees que ese lugar es demasiado público para lo que tenemos que hablar? -replicó Nash.

– Dije un lugar público y tú dijiste que se trata sólo de una reunión informal y exploratoria… y una muestra de cortesía hacia mí. ¿Cuál es el problema?

– Te lo acabo de explicar. Es demasiado público.

– Estás haciendo que me vuelva suspicaz, Ted.

– Paranoico sería más correcto.

– Eh, ¿acaso no me encontré a solas contigo anteanoche en la playa? Eso no es ser paranoico, sino estúpido. Pero esta vez, quiero ser listo. Y la vista es magnífica.

– Quiero que nos veamos en un despacho. En el despacho de cualquiera. Koenig. Stein. Tú eliges.

– ¿Estás tratando de mantenerme en el teléfono? Ted, te veré mañana a las ocho y media. En el Windows on the World. Tú invitas.

Corté la comunicación. Gilipollas.


Era una tarde muy larga. Mi esposa debía llegar al Kennedy con uno, posiblemente dos comités de bienvenida y mi testigo estrella estaba dando un paseo.

Jill me llamó y dijo:

– He hablado con Mark. Dijo que el FBI había estado en su despacho preguntando por mi paradero.

– ¿A qué hora fue eso?

– No lo dijo.

Yo sospechaba que ellos se habían presentado en su casa ayer, lo que había provocado esa extraña llamada de Mark Winslow. Además, yo no estaba del todo seguro de que hubiesen sido agentes del FBI los que estuvieron en su despacho, sino gente de la CIA con credenciales del FBI.

Jill continuó:

– No le dijeron cuál era el motivo de la visita, sólo que yo era testigo de algo que había ocurrido y que necesitaban hablar conmigo.

– ¿Le preguntó su marido qué había visto usted?

– Sí. Y le conté toda la historia. Le hablé de Bud, de nosotros en la playa y de la cinta de vídeo.

– ¿Cómo se lo tomó?

– No muy bien. Pero sus cinco minutos se habían agotado y corté la comunicación.

– Quiero que regrese al hotel de inmediato -dije-. Desconecte el móvil.

– De acuerdo. Estaré ahí en quince minutos.

Las cosas se estaban acelerando más de lo previsto, pero no era tan malo que Ted Nash supiese que John Corey había encontrado a Jill Winslow, siempre que no supiese también dónde estábamos. El señor Nash, básicamente, estaba teniendo un día de perros. Ni siquiera era capaz de imaginar la cantidad de llamadas telefónicas entre Nash y quienquiera que hubiese decidido hacía cinco años montar la conspiración y el encubrimiento.

Pero Ted Nash pensaba que tenía una posibilidad de cambiar las tornas, ya fuese en el aeropuerto arrestándonos a Kate y a mí, o bien mañana durante la reunión.

Entretanto, el señor Nash estaba poniéndose en contacto con todos los implicados en esto, tratando de controlar los daños, intentando dar conmigo y visitando el váter varias veces por día. Y cuando descubriese que yo tenía una copia de la cinta de vídeo, desearía estar muerto otra vez.

Comprobé mi móvil y había un mensaje del objeto de mis reflexiones, el señor Nash. Le llamé y me dijo:

– He hablado con algunas personas y sólo quiero confirmar nuestra reunión de mañana.

Su voz sonaba un poco más preocupada que la última vez que habíamos hablado. Era evidente que había estado hablando con gente que estaba muy intranquila.

– Estaré allí -dije.

– ¿De qué… de qué querrás hablar?

– De cualquier cosa.

– Deja que te haga una pregunta, ¿tienes alguna prueba sólida que pudiera hacer que este caso fuese reexaminado?

– ¿Por ejemplo?

– Te lo estoy preguntando a ti.

– Oh… bien, podría tener alguna cosa. ¿Por qué?

– ¿Llevarás esa prueba mañana a la reunión?

– Si tú quieres.

– Eso estaría muy bien. ¿Tienes algún testigo que te gustaría que estuviese presente en la reunión?

– Tal vez.

– Todos los testigos que tengas serán bienvenidos a la reunión.

– ¿Estás leyendo un guión?

– No. Sólo te estoy diciendo que puedes llevar a quien quieras.

– O sea, que puedo llevar a un invitado.

Casi pude oír cuando rompía un lápiz.

– Sí, deberías llevar cualquier prueba material y a cualquier persona con la que quisieras hablar. En la Torre Norte hay despachos disponibles si queremos trasladar la reunión a un lugar privado.

En ese momento decidí arruinarle el día por completo y le dije:

– Me gustaría hacer una presentación audiovisual. ¿Crees que podrías conseguir el equipo necesario?

Lamenté profundamente no ver su cara en ese momento.

Nash dejó transcurrir un largo segundo y luego dijo:

– Creo que te estás tirando un farol.

– Piensa lo que quieras. Asegúrate de que haya un reproductor de vídeo y una pantalla.

Nash se quedó nuevamente en silencio y luego dijo:

– Ya te lo he dicho, la cinta fue destruida.

– Bueno, estabas mintiendo. La cinta sólo fue borrada.

– ¿Cómo sabes eso?

– Tú sabes cómo lo sé.

– Creo que me estás vendiendo humo -dijo.

– ¿Has visto alguna vez esa película francesa, Un hombre y una mujer'?

Esperé su respuesta mientras los engranajes de su cabeza se engranaban y daban vueltas, pero no dijo nada, de modo que añadí:

– Piensa en ello. Tú y Griffith la cagasteis.

Podía imaginar a Nash en una habitación en la que había otras personas, todas ellas mirándolo. Si Griffith también estaba allí, o el señor Brown, probablemente se estuviesen señalando mutuamente con el dedo.

– O esa mujer es muy lista, o tú la has convertido en más lista de lo que fue aquella noche.

– Bueno, ambos sabemos que yo soy un tío listo. Y creo que ella es una tía lista. Pero de ti no sé qué decir, Ted. Ni de tus amigos.

Ted decidió volver a comportarse como un rufián y dijo:

– A veces, cuando cometemos un error, tenemos que enterrar nuestros errores.

– A propósito, ¿cuándo puedo esperar tu próxima muerte? ¿Se trata de un acontecimiento anual?

Ted me sorprendió al preguntarme:

– ¿Te lo estás pasando bien?

– En grande.

– Pues disfruta de esto mientras dure.

– Lo haré. Tú también. Tengo que colgar.

– Espera. Dime qué esperas que ocurra después de esta reunión. ¿Oué resultado estás buscando?

– Verdad. Justicia.

– ¿Qué me dices de ti? ¿Y de Kate?

– Huelo a soborno.

– ¿Estás dispuesto a considerar un acuerdo? ¿Un buen trato para todos?

– No.

– ¿Y si te explicamos de qué se trata todo esto? Por qué tuvimos que hacer algunas de las cosas que hicimos. ¿Estarías abierto a conocer el cuadro completo y considerar las cuestiones más importantes de este asunto?

– ¿Sabes qué? Me importa una mierda de qué se trata todo esto y puedes coger tus ambigüedades morales y metértelas por el culo. No hay una sola jodida cosa que tú y tus amigos pudieran decirme que convirtiera este caso en algo legal, justo o correcto. ¿Un accidente provocado por fuego amigo? ¿Un ataque terrorista? ¿Un rayo mortal lanzado por un alienígena del espacio exterior? O tal vez simplemente no lo sabéis. Cualquiera que haya sido la causa, el gobierno le debe al pueblo norteamericano una respuesta completa y honesta. Ése es el resultado que espero de esta reunión.

– Te estás jugando la cabeza, Corey.

– Y tú estás metido en la mierda hasta el culo. Me siento triangulado -dije-. Nos veremos mañana.

Fui al bar y busqué una cerveza fría.

Ted Nash es un maestro alternando amenazas de muerte, tratos y sobornos para conseguir sus objetivos. En este caso, su objetivo fundamental era enterrar la prueba y, ya que estaba en ello, enterrarme a mí, probablemente a Jill Winslow y posiblemente a Kate.

Y ése era el tío que le gustaba a Kate. Sé que a las mujeres les gustan los chicos malos, pero Ted Nash era más que malo; era, para establecer una analogía, como un vampiro, a veces encantador, básicamente aterrador y siempre cruel. Y ahora había vuelto de la tumba para matar a cualquiera que amenazara con revelar sus oscuros secretos.

De modo que, no importa lo que sucediera mañana, o al día siguiente, este tío no iba a descansar o a sentirse seguro hasta que me matase.

Yo sentía exactamente lo mismo hacia él.

CAPÍTULO 50

Jill regresó con algunas bolsas de compras, una de las cuales contenía un tubo de pasta de dientes Crest y la otra una cinta de Un hombre y una mujer.

Se sentó, se quitó los zapatos y apoyó los pies encima de un reposapiés.

– No estoy acostumbrada a caminar tanto -comentó.

– Si piensa vivir en Manhattan, caminará mucho -dije.

Ella sonrió y contestó:

– ¿Cree que Mark me dará un coche y un chófer como parte de nuestro acuerdo de divorcio?

– Preguntar no hace daño. -Me alegraba comprobar que seguía manteniendo una actitud positiva. Comenzar una nueva vida era una experiencia emocionante, pero al final la parte alarmante empezaba a revelarse. Era hora de informar a la señora Winslow y acerqué una silla, me senté delante de ella y dije:

«Mañana a las ocho y media tengo que acudir a una reunión para hablar de usted, la cinta de vídeo y otras cuestiones relacionadas con este asunto.

Ella asintió.

– Bud Mitchell estará en esa reunión.

– Entiendo. Y a usted le gustaría que yo estuviese presente.

– Así es.

Ella lo pensó un momento y luego dijo:

– Si eso es lo que usted quiere, estaré allí. ¿Quién más asistirá a esa reunión? -preguntó.

– Yo estaré, por supuesto, y probablemente Kate. En el otro lado estarán Ted Nash y Liam Griffith, a quienes conoció hace cinco años. El tercer hombre al que conoció entonces, el señor Brown, puede que asista o no.

Ella asintió.

– Ted Nash no me cayó especialmente bien -dijo.

– Le pasa a la mayoría de la gente, yo incluido. -A Kate sí, pero no por mucho tiempo-. He pedido que mi jefe, Jack Koenig, esté presente y tal vez un capitán de policía llamado David Stein.

– ¿Y de qué lado están?

– Ésa es una buena pregunta -dije-. Pienso en esto como en un partido entre dos equipos, los Ángeles y los Demonios. En este momento, los jugadores están eligiendo sus bandos, y podría haber algunos cambios de un bando a otro. El capitán de los Demonios es Ted Nash y él no cambiará de equipo. Todos los demás están esperando a ver qué sucede en esta reunión.

– ¿Quién es el capitán de los Ángeles?

– Yo.

Ella sonrió y dijo:

– Yo estoy en su equipo. Y, naturalmente, su esposa también.

– Naturalmente. He pedido que una persona de la oficina del fiscal general también asista a la reunión. Él o ella actuará como árbitro. Para continuar con la analogía, puede que haya algunas personas que sólo actúen como espectadores, pero que puedan querer participar en el juego. El balón es la cinta de vídeo -añadí.

Ella permaneció en silencio unos segundos antes de hablar.

– Sigo sin entender por qué todo esto es un problema. Ese avión fue derribado. La gente que se llevó mi cinta lo sabe. ¿Quién está manteniendo esta información en secreto? ¿Y por qué?

– No lo sé.

– ¿Lo sabremos mañana?

– Ellos pueden decirnos por qué, pero no importa por qué. Jamás nos dirán quién. Y en este momento no importa por qué o quién. Lo único que importa es que esa cinta, su testimonio y el de Bud se hagan públicos. El resto, puedo asegurárselo, saldrá solo.

Ella asintió antes de preguntar:

– ¿Han conseguido que Bud se presente?

– Si eso es lo que ellos quieren, Bud hará lo que ellos quieran.

– Pero ¿qué pasa con la promesa hecha hace cinco años de que si Bud y yo respondíamos a sus preguntas, ellos jamás revelarían nuestros nombres o lo que había sucedido aquella noche?

– Desde entonces han ocurrido muchas cosas -dije-. No se preocupe por Bud, él no está preocupado por usted.

– Lo sé.

– Y no debe sentirse incómoda ni culpable cuando se encuentre mañana con él. Necesita prepararse para este partido.

Se miró los pies, que descansaban sobre el reposapiés, y me preguntó:

– ¿Se exhibirá la cinta de vídeo?

– Probablemente, pero no es necesario que Bud y usted estén presentes.

Ella asintió.

– La reunión se llevará a cabo en un lugar público -dije-. En el Windows on the World, en el World Trade Center. Luego es posible que nos traslademos a un despacho de la Torre Norte, donde veremos la cinta. -La miré fijamente. Ella lo había entendido todo como una abstracción (el divorcio, la exposición pública y todo lo demás), pero cuando entramos en los detalles, el Windows on the World a las 8.30, partes presentes, etcétera, se empezó a poner un tanto ansiosa-. No importa lo mal que se pueda poner esto -dije-, al acabar el día sólo habrá salido algo bueno de todo este asunto.

– Lo sé.

– Hay algo más que debería saber -dije-. Esta primera reunión, francamente, es la más peligrosa.

Jill me miró.

– Creo que esa gente está desesperada y, por lo tanto, es peligrosa. Si tienen alguna posibilidad de enterrar esto antes de que se vuelva más grande y escape a su control, entonces el momento y el lugar para hacerlo serán mañana, antes, durante o después de la reunión. ¿Entendido?

Ella asintió.

– He tomado algunas precauciones, pero necesito que sepa que puede pasar cualquier cosa. Manténgase alerta, no se separe de mí o de Kate, o de Dom Fanelli. Ni siquiera vaya al lavabo sin que Kate la acompañe. ¿De acuerdo?

– Lo entiendo… ¿Por qué no llamamos a los medios de comunicación?

– Después de mañana, no habrá necesidad de llamarlos, ellos nos llamarán a nosotros. Pero por ahora… en mi negocio existe una regla no escrita referida a acudir a los medios de comunicación. No lo hacemos jamás. -Sonreí y dije-: Es un crimen peor que la traición o la conspiración.

– Pero…

– Confíe en mí. A finales de esta semana tendrá todos los medios de comunicación que pueda manejar durante el resto de su vida.

– De acuerdo.

– En algún momento de mañana, o al día siguiente, Kate le hablará del programa de protección de testigos, y del programa de nueva identidad, si está interesada en ello.

Me levanté y añadí:

– Tengo que hacer una llamada. Puede escuchar si lo desea. -Encendí mi teléfono móvil, cancelé la opción de llamada anónima y marqué el número-. Mi jefe, Jack Koenig -le dije a Jill.

Koenig contestó a su teléfono móvil.

– ¿Corey?

– He vuelto.

– Bien… ¿cómo estás? ¿Qué tal las cosas en Yemen?

– Fue genial, Jack. Quería agradecerle la oportunidad que me brindó.

– Eres bienvenido. He oído que hiciste un buen trabajo allí.

– Bueno, entonces ha oído mal. No está permitido que nadie haga un buen trabajo allí.

– No estoy acostumbrado a tanta honestidad -dijo.

– Eso está muy mal. Si todos empezáramos a ser honestos con este problema, podríamos encontrar una solución.

– Estamos haciendo todo lo que podemos.

– No, no es verdad. Pero no le he llamado por eso.

– ¿Qué puedo hacer por ti?

– ¿Tiene noticias de Ted Nash?

– No… yo… ¿de qué estás hablando? Está muerto.

– No está muerto y usted lo sabe.

Hubo unos segundos de silencio y luego Koenig me preguntó:

– ¿Dónde estás?

– Jack, no malgaste con preguntas cinco minutos de tiempo telefónico imposible de rastrear. No voy a contestar. Conteste usted a mi pregunta: ¿ha tenido noticias de Nash?

– Sí.

– ¿Estará allí mañana?

Koenig no contestó y dijo:

– En primer lugar, no me gusta tu tono de voz. En segundo lugar, has ido de problema en problema en tu carrera. Y en tercer lugar, te di una orden directa de que no…

– Conteste a mi pregunta, ¿está usted dentro o no?

– No lo estoy.

– Pues ahora lo está.

– ¿Quién coño te crees que…?

– Jack, puede ponerse del lado correcto ahora o le juro por Dios que acabará entre rejas.

– Yo… no sé de qué estás hablando.

– De acuerdo, o está tan metido en esto que no puede salir, o bien está esperando para ver cómo salen las cosas. Si espera hasta después de las ocho y media de mañana, perderá este barco, y el siguiente va directamente a la prisión.

– ¿Has perdido el juicio?

– Mire, le estoy dando esta oportunidad porque realmente me cae bien y lo respeto. Lo único que tiene que hacer es ponerse en contacto con sus jefes en Nueva York y Washington. Explíqueles toda la situación y tome una decisión inteligente. Me gustaría verlo mañana en esa reunión y me gustaría que fuera con el equipo de los buenos.

Era evidente que estaba pensando mucho y de prisa, algo que no resulta nada fácil cuando tenías tu mente en otra parte hacía unos minutos.

– Allí estaré -dijo.

– Bien. Y lleve a David Stein.

– John, seguramente sabes que hay un cincuenta por ciento de posibilidades de que no llegues a esa reunión, o si lo haces, hay aproximadamente un cincuenta por ciento de posibilidades de que no llegues a tu siguiente destino.

– Le apuesto diez contra uno a que mis posibilidades son mucho mejores que eso.

– No te estoy amenazando, sólo es una advertencia. Sabes que siempre he respetado tu honestidad y tu trabajo… y a nivel personal me caes bien.

De hecho, yo no sabía nada de eso, pero percibí un ligero cambio en la dirección del viento, que era precisamente el propósito de mi llamada.

– Yo siento lo mismo por usted, Jack. Haga lo que deba. Nunca es demasiado tarde.

No contestó.

– Debo cortar. Pero una cosa más…

– ¿Sí?

– Había una jodida cinta de vídeo y había un jodido cohete.

Koenig no contestó a eso, pero dijo:

– Bien venido a casa.

– Gracias. Ahora ha llegado el momento de que usted también regrese a casa.

Corté la comunicación.

– ¿Siempre le habla de ese modo a su jefe? -preguntó Jill.

– Sólo cuando lo tengo cogido por las pelotas.

Se echó a reír.


Era aproximadamente la una de la tarde y Jill y yo estábamos disfrutando de un almuerzo ligero en la habitación. No sé cómo me convenció para que pidiese una gran ensalada con tres clases de hojas verdes. Yo estaba tratando de tragarlas con agua embotellada y sin sal. De alguna manera que no podía verbalizar, la ensalada verde hacía juego con la camisa rosa.

Jill comprobó su móvil y tenía dos mensajes. Los escuchó, luego pulsó un botón para repetirlos y me pasó el teléfono. El primer mensaje decía: «Hola, señora Winslow. Soy Ted Nash y estoy seguro de que me recuerda de nuestras reuniones de hace cinco años. Entiendo que se han producido algunos nuevos acontecimientos inesperados relacionados con el tema que nos ocupó entonces. Es importante que usted entienda que el acuerdo al que llegamos está en peligro como consecuencia de haber hablado con una persona que no está legalmente autorizada para tratar este tema. Es extremadamente importante que me llame lo antes posible para hablar de esto antes de que haga o diga cualquier cosa que pueda comprometerla a usted, a su amigo, su vida personal y su amparo legal. -Luego le dio el número de su móvil y añadió-: Por favor, llámeme hoy mismo para hablar de este tema urgente.» Miré a Jill, que me estaba mirando fijamente.

– Es bueno que el capitán de los Demonios quiera hablar -dije.

Ella sonrió.

El siguiente mensaje decía: «Jill, soy Bud. He recibido una llamada muy inquietante en mi despacho sobre lo sucedido hace cinco años. Tú recuerdas, Jill, que ambos nos prometimos mutuamente y le prometimos a otras personas que no revelaríamos esa información y que ellos harían lo mismo. Ahora alguien me dice que quieres hablar de ello con otras personas. No puedes hacer eso, Jill, y sabes muy bien por qué no puedes. Si no te preocupas por ti, o por mí, piensa entonces en tus hijos, y en Mark, y también en Aliene, que sé que te cae bien, y también en mis hijos. Sería un completo desastre para mucha gente inocente, Jill. Lo que pasó, pasó. Pertenece al pasado. No importa lo que le digas a alguien o a los medios de comunicación, yo tendré que decir que no estás diciendo la verdad. Jill, si hiciste una copia de esa cinta, debes destruirla.» Bud siguió hablando un poco más, con la voz por momentos estridente, por momentos asustada, luego un poco suplicante. Ese tío era un completo capullo. Pero para ser justos, su vida estaba a punto de derrumbarse y, como la mayoría de los tíos que han engañado a sus esposas, no creía que por esa infidelidad tuviese que pagar un precio tan alto. Conclusión, la peor pesadilla de Bud se había hecho realidad.

Bud acabó con: «Por favor, Jill, llámame. Llámame por ti y por nuestras familias.» Como me había pasado con el señor Winslow, esperé que añadiera algo como: «Cuídate» o «Aún pienso en ti», pero éste era Bud y simplemente dijo: «Adiós»

Apagué el teléfono y miré a Jill. Se me ocurrió que dos hombres importantes en su vida eran dos capullos integrales.

– Un tío previsible… sólo llama cuando quiere algo.

Ella sonrió, se levantó y dijo:

– Voy a acostarme un rato.

– Puedo prometerle algo -dije-. La presión que está recibiendo de otras personas para que mantenga la boca cerrada desaparecerá tan pronto como haya hecho su primera declaración pública.

– No siento ninguna presión -dijo-. Sólo una enorme decepción… por Mark y Bud. Pero lo esperaba.

– Tal vez ambos se han convencido de que esto no tiene nada que ver con ellos.

– No me preocupa. -Sonrió-. Lo veré después. -Se marchó a su dormitorio.

Me acerqué a la ventana y miré hacia el parque. El cielo se había despejado ligeramente y había gente en el parque.

Había soltado un dragón y lo había lanzado contra Ted Nash y sus amigos, quienes estaban tratando de volver a meterlo en la jaula, o matarlo o dirigirlo hacia mí.

Mientras tanto, el dragón se estaba merendando a Bud, Mark y sus respectivas familias, pero ahora no podía preocuparme por los daños colaterales.

Nunca pensé que esto sería fácil, o agradable, pero al principio sólo era un problema abstracto. Ahora, con todos los jugadores reunidos -Kate, Griffith, Nash, Koenig y un montón de jugadores de apoyo, como Dom Fanelli, Marie Gubitosi, Dick Kearns y otros-, se había convertido en algo personal y muy real.

Para la gente del vuelo 800 de la TWA y sus familias siempre había sido real.

CAPÍTULO 51

Eran las 16.32 y yo estaba en la sala de estar de la suite del Plaza, esperando una llamada de Dom Fanelli diciendo: «Misión cumplida», o algo parecido.

El vuelo de la compañía Delta de Kate había llegado de El Cairo sin retraso, según la información de la compañía, y había aterrizado a las 16.10. De modo que pensé que ya debería tener alguna noticia de Dom. Pero el teléfono de la habitación estaba mudo. Comprobé mi móvil por si había mensajes, pero no había ninguno.

– ¿Por qué no le llama? -dijo Jill.

– Me llamará -contesté.

– ¿Y qué pasa si hay algún problema?

– Me llamará.

– Parece demasiado tranquilo -dijo Jill.

– Estoy bien.

– ¿Quiere beber algo?

– Sí, pero esperaré a que Dom llame para ver si necesito una o dos copas.

– Estoy deseando conocer a Kate.

– Yo también. Quiero decir, verla otra vez. Creo que le gustará.

– ¿Le gustaré yo a ella?

– ¿Por qué no habría de gustarle? Usted es muy agradable.

Ella no dijo nada.

A las 16.36 decidí esperar hasta las 16.45 y luego llamaría a Fanelli.

A las 16.45 imaginé a Fanelli bajo custodia de los federales, a Kate en un coche con Ted Nash y una llamada de Nash informándome de que cambiaría a Kate por Jill y la cinta de vídeo.

Casi podía oír su voz diciendo: «John, Kate y yo vamos a pasar un buen rato en una casa segura hasta que entregues a la señora Winslow y la cinta de vídeo.» Por primera vez en muchos años, sentí un miedo real que me atenazaba la garganta.

Pensé en mi respuesta a una exigencia de rescate por parte de Ted Nash, sabiendo muy bien que ese cabrón no respetaba ninguna regla. Su objetivo final era una victoria aplastante: quería a Jill, la cinta de vídeo, a Kate y a mí. De modo que, no importa cómo respondiese yo a sus exigencias, él engañaría y mentiría, y no habría ningún intercambio de prisioneros; sólo una masacre. Por lo tanto, mi única respuesta posible sería: «Que te jodan»

Miré a Jill. No pensaba entregársela a Ted Nash.

Pensé en Kate. Ella lo entendería.

– No tiene buen aspecto -me dijo Jill.

– Estoy bien. De verdad.

Cogió su teléfono móvil y dijo:

– Llamaré al detective Fanelli.

– No -dije-. Yo le llamaré. -Encendí mi móvil y esperé a la señal de que tenía un mensaje, pero no había ninguno. Apagué el móvil y fui a levantar el auricular del teléfono de la habitación justo cuando empezó a sonar. Dejé que sonara dos veces antes de contestar-. Aquí Corey.

– Que te den…-dijo Fanelli.

– Dom…

– Qué capullo. ¿Conoces a ese gilipollas? Te paso con Kate.

Mi corazón empezó a latir otra vez y Kate dijo:

– John. Estoy bien. Pero fue toda una escena. Ted…

– ¿Dónde estás ahora?

– En el asiento trasero de un coche de la policía con Dom.

Miré a Jill y alcé el pulgar para indicarle que todo estaba bien y ella sonrió.

– John, Ted Nash está vivo. Estaba en el aeropuerto… -dijo Kate.

– Sí, lo sé. Pero yo también tengo buenas noticias.

– ¿Por qué crees que es una mala noticia que Ted esté vivo? ¿Qué diablos está pasando aquí?

– ¿Dom te ha contado algo? -pregunté.

– No, pero pude deducir cosas. Dom dice que no sabe nada excepto que tú le dijiste que me recogiese en el aeropuerto y que me llevara a dónde estás. ¿Por qué no estás aquí? ¿Qué está pasando?

– Te lo explicaré cuando nos veamos.

– ¿Dónde estás? -preguntó.

– Ya lo verás cuando llegues aquí. Es mejor si no lo decimos por teléfono -dije-. Te he echado de menos.

– Yo también te he echado de menos. No me esperaba esta clase de recepción. ¿Qué diablos estaba haciendo Ted…?

– Es una larga historia que te contaré más tarde.

– ¿Encontraste…?

– Más tarde.

– ¿Estás bien?

– Sí, estoy bien. Pero la situación es un poco complicada.

– Lo que debe de significar que es crítica. ¿Seguro que te encuentras bien?

– Estoy bien. Tú estás bien. Ponme con Dom. Nos veremos luego. Te quiero -dije.

– Te quiero.

Fanelli se puso al teléfono y dijo:

– ¿Cómo podéis trabajar con esa gente? No tienen ningún respeto por la ley o la policía…

– Dom, ¿te están siguiendo?

– Sí. Pero he llamado a unos cuantos coches más y en pocos minutos esos capullos que nos siguen serán detenidos por no respetar las señales de tráfico.

– Buen trabajo. Te debo una.

– ¿Una? Me debes mucho. Eh, Kate tiene un aspecto magnífico. Con un bonito bronceado. ¿Hacías mucho ejercicio allí? Has perdido un poco de peso. Quiero decir, siempre tuviste un aspecto magnífico, pero veo que has adelgazado.

Me di cuenta, por supuesto, de que estaba hablando con ella, no conmigo.

– ¿Cuántos eran? -le pregunté.

– ¿Eh? Oh, sólo cuatro tíos, pero hacían el mismo ruido que cuarenta. Uno de ellos no dejaba de gritar: «¡FBI! ¡FBI! ¡Están interfiriendo con bla, bla, bla!» Y yo: «¡Policía! ¡Policía! ¡A un lado! ¡Atrás!», y todo eso. Tenía conmigo a los dos policías de aeropuertos y ellos insistieron con la cuestión de la jurisdicción. Fue divertido, pero durante un momento la cosa se puso bastante fea. Kate se portó como un auténtico soldado de infantería, y le dio la vuelta a las cosas diciéndoles: «A menos que tengan una orden de arresto federal contra mí, o una citación federal, exijo…», ¿lo captas? «Exijo que me dejen pasar.» Bien, para entonces ya teníamos a la gente de aduanas y también a algunos agentes de la seguridad del aeropuerto, y quién sabe quién más. Después…

– Está bien. Lo entiendo. ¿Cuántos coches os están siguiendo?

Dom no contestó durante unos segundos y luego dijo:

– Había dos… pero ahora no veo a ninguno. Tienes que hacer una señal cuando te cambias de carril. A veces, la gente cree que ha indicado que va a hacer la maniobra, pero…

– De acuerdo. ¿Cuál es la hora prevista de llegada?

– No lo sé. Hora punta… un conductor novato al volante…

Oí la voz de un tío que decía:

– ¿Novato? ¿Quién es un novato? ¿Quieres conducir tú?

Alcancé a oír unas cuantas bromas en el coche a cargo de tres tíos que habían perfeccionado el arte del insulto, y pude imaginar a Kate mirando al techo del coche.

– Te veré cuando lleguéis aquí. -Repetí el número de la suite y añadí-: Dile a Kate que apague el móvil y el busca si los tiene encendidos.

– Muy bien. Te veré después, socio.

– Gracias otra vez.

Colgué.

Jill se acercó y me abrazó.

– Debe de sentir un gran alivio -dijo.

Le devolví el abrazo y le dije:

– Una cosa menos de la que preocuparse.

Ella me cogió las manos y me miró.

– Entiendo lo que podría haber ocurrido si las cosas no hubieran salido bien en el aeropuerto -dijo.

No contesté.

– Ahora lo dejaré solo para que pueda recibir a su esposa a solas.

– No. Quédese. Quiero que conozca a Dom Fanelli…

– En otro momento. Mientras tanto, necesita una copa.

Jill se fue a su dormitorio.

Miré el bar durante unos segundos, luego me serví un whisky y me acerqué a la ventana.

Un manto de nubes bajas cubría la ciudad, pero el hombre del tiempo de la tele había pronosticado un luminoso día de sol para mañana.

Era extraño, pensé, que lo que había comenzado como medio día libre en julio para acompañar a mi esposa a un servicio religioso se hubiese convertido en esto.

Kate siempre sospechó el rumbo que tomaría este asunto, pero yo había estado desorientado. Casi desorientado.

Y en cuanto a Jill Winslow y Bud Mitchell, lo que había comenzado como una cita en la playa había acabado convirtiéndose en un caso clásico de hacer algo equivocado en el lugar equivocado en el momento equivocado.

Y ahora, un poco más de cinco años después, todos esos senderos habían convergido y mañana se encontrarían en la encrucijada del Windows on the World.

CAPÍTULO 52

Sonó el timbre de la puerta.

Miré a través de la mirilla y vi a Kate con aspecto tenso. Abrí la puerta y en sus labios se dibujó una amplia sonrisa. Dejó caer su bolsa de viaje en el suelo del vestíbulo y luego me rodeó con los brazos. Nos besamos, nos abrazamos y dijimos un montón de cosas estúpidas.

Después de un minuto de todo eso, la cogí en brazos y la llevé a la sala de estar.

Echó un vistazo a su alrededor y me preguntó:

– ¿Ganaste a la lotería mientras yo estaba fuera?

– De hecho, sí.

Volvimos a abrazarnos y besarnos, y mi viejo amigo pugnaba por salir de la tienda de campaña.

Kate me cogió de la mano y me tendió encima de ella en el sofá. Probablemente había sido una buena idea que Jill estuviese en su habitación.

Después de unos minutos de retozar sobre el sofá, dije:

– Debes de necesitar una copa.

– No. Quiero que me hagas el amor. Aquí mismo. ¿Recuerdas la primera vez que lo hicimos en el sofá?

Kate empezó a desabrocharse la blusa.

– Espera… estoy compartiendo la suite -dije.

Ella levantó la cabeza y miró a su alrededor.

– ¿Con quién?

– Ése es mi dormitorio -dije-. Y esa puerta comunica con otro dormitorio.

– Oh… -Se sentó y yo me levanté. Se abotonó la blusa y preguntó-: ¿De quién es ese dormitorio?

– Deja que te sirva una copa. -Fui hasta el bar y le pregunté-: ¿Sigues bebiendo vodka?

– Sí. John, ¿qué ocurre? ¿Por qué estás aquí?

– ¿Tónica?

– Sí. -Se levantó y se acercó a mí. Le di su bebida y cogí la mía.

– Bien venida a casa -dije.

Brindamos y ella volvió a echar un vistazo a la habitación.

– ¿Hay alguien en ese dormitorio? -preguntó.

– Sí. Siéntate.

– Me quedaré de pie. ¿Qué está pasando? ¿De qué iba todo ese montaje en el aeropuerto?

– He estado muy ocupado desde que regresé de Yemen.

– Me dijiste que te estabas relajando en la playa.

– Y es verdad. Westhampton Beach.

Kate me miró fijamente.

– Estuviste investigando el caso.

– Así es.

– Te dije que debíamos dejarlo.

– No vi ninguna razón para dejarlo. -Kate continuó mirándome sin decir nada-. No pareces muy alterada.

– Pensaba que habíamos acordado dejarlo estar y seguir con nuestras vidas.

– Te prometí que encontraría a esa pareja y lo hice -dije.

Kate se sentó en el sofá.

– ¿Los encontraste?

– Sí. -Acerqué una silla y me senté frente a ella-. Primero tienes que entender que podemos estar… de hecho, estamos en peligro.

– Sí, eso me pareció en el aeropuerto -dijo ella y añadió-: Mi segunda pista la tuve cuando Dom deslizó un 38 especial en mi bolso.

– Espero que no se lo hayas devuelto.

– No lo hice. ¿Dormiré aquí esta noche?

– Cariño, si tienes el arma, puedes dormir aquí, conmigo.

Kate sonrió.

– Eres tan romántico…

– ¿Dónde están Dom Fanelli y los otros dos policías? -le pregunté.

– Dom se marchó. Dijo que no quería estorbar en nuestro encuentro. Los dos policías están junto a los ascensores, en esta planta. Dijeron que al menos uno de ellos se quedaría toda la noche.

– Bien.

Dime por qué los necesitamos.

– Porque a tu amigo Ted Nash le gustaría deshacerse de mí, de ti y de Jill Winslow.

– ¿Qué estás…? ¿Quién es Jill Winslow?

– La estrella de la cinta de vídeo.

Ella asintió.

– ¿Por qué querría Ted…? Bueno, supongo que puedo imaginarlo. -Me miró y dijo-: Lo siento si no estoy digiriendo todo esto tan de prisa como debiera…

– Lo estás haciendo muy bien.

– Estoy aturdida por el desfase horario, pero eso es lo de menos. Esperaba encontrar otra cosa cuando llegase a casa. Esperaba que estuvieses en el aeropuerto, luego iríamos a nuestro apartamento. Pero en cuanto salí del avión se desató un infierno… y ahora tú me dices que estamos en peligro y que has encontrado…

– Kate, déjame que comience por el principio…

– ¿Cómo los encontraste? ¿Tenían una cinta del…?

– Deja que te lo explique.

Kate levantó las piernas y las apoyó en el sofá.

– No te interrumpiré.

La miré y dije:

– Primero, te quiero. Segundo, tienes un hermoso bronceado y, tercero, te he echado mucho de menos. Cuarto, has perdido un poco de peso.

Ella sonrió.

– Tú tienes un hermoso bronceado y tú has perdido mucho peso. ¿De dónde has sacado esa camisa?

– Es parte de la historia.

– Entonces cuéntamela.

Comencé por lo del aeropuerto Kennedy y mi regreso de Yemen, luego continué con Dom Fanelli, Filadelfia y Roxanne Scarangello.

Kate permanecía sentada e inmóvil, salvo para llevarse el vaso a los labios. No apartaba la vista de mí, pero no podría decir si estaba impresionada, incrédula o tan afectada por el cambio de horario que no acababa de entender todo lo que le estaba contando. De vez en cuando asentía, o abría los ojos como platos, pero no decía una palabra.

Yo continué el relato hablándole de mi viaje a medianoche al Hotel Bayview, los archivos del señor Rosenthal y el descubrimiento del nombre de Jill Winslow.

En ese punto, ella preguntó:

– ¿Encontraste al tío?

– Sé quién es, pero no está bajo mi control.

– ¿Dónde está?

– Lo tiene Ted. Estará bien por ahora, pero si Ted decide que es más un riesgo que un beneficio, entonces él se irá.

– ¿Adónde se irá?

– Al lugar del que ha regresado Ted.

Kate no dijo nada.

Le hablé de mi encuentro con Ted Nash en la playa, pero resté importancia a la pelea y le dije:

– Nos propinamos unos cuantos empellones.

Ella miró la tirita que llevaba en la barbilla pero no dijo nada.

Le conté la versión que me había dado Ted de la historia, sobre cómo había encontrado al hombre por sus huellas digitales, luego a Jill Winslow a través del hombre, y cómo Liam Griffith y él y el misterioso señor Brown habían visitado a esas personas y descubierto que la cinta de vídeo había sido destruida. Le conté la historia que Ted me había explicado sobre las pruebas del polígrafo y su afirmación de que estaba convencido de que la cinta de vídeo no contenía nada que apuntase a un ataque con misiles.

– Aunque resulte sorprendente, creo que Ted me estaba mintiendo -dije.

Ella ignoró el sarcasmo y preguntó:

– ¿Te dijo Ted que esa pareja lo estaba haciendo en la cinta de vídeo?

– Lo estaban haciendo. Que era una de las razones por la que no quisieron presentarse.

Kate me miró y luego preguntó:

– ¿Y tú encontraste a Jill Winslow?

– Así es.

– ¿Y dónde está ahora?

– Detrás de esa puerta.

Kate miró la puerta pero no dijo nada.

– De modo que aquella noche, sabiendo que Ted Nash iba tras de mí, fui a Old Brookville, donde Dom me había dicho que vivía Jill Winslow.

Continué con mi relato tratando de atenerme a los hechos, al tiempo que le proporcionaba a Kate algunos datos de mi cosecha. Quiero decir, no me estaba colgando medallas pero, a medida que desgranaba la historia, hasta yo estaba impresionado con la labor de detective que había hecho.

Llegué a la parte en la que le pregunté a Jill Winslow por la cinta de vídeo de Un hombre y una mujer. Le dije a Kate, que ahora estaba sentada y erguida en el sofá:

– Aquella noche, en el hotel, ella hizo una copia de la cinta que habían grabado en la playa en la cinta de Un hombre y una mujer que había sacado en préstamo de la biblioteca del hotel. Utilizó una tirita para cubrir la ranura. Una mujer lista. -Como yo.

Kate me miró y luego preguntó:

– ¿Ella conserva aún la copia de la cinta?

– Sí.

– ¿La has visto? ¿La tienes?

– La he visto y la tengo.

– ¿Dónde está?

– En mi habitación.

Kate se levantó.

– Quiero verla. Ahora.

– Después. Déjame acabar.

– ¿Qué se ve?

– Se ve un jodido misil volando en mil pedazos a ese 747 en el cielo.

– Dios mío…

Kate volvió a sentarse.

– Aún no entiendo por qué Jill Winslow decidió confiar en ti después de todos estos años y admitir que había hecho una copia de la cinta y aún la tenía en su poder -dijo Kate.

Pensé en la pregunta y dije:

– Creo que me gané su confianza… pero lo más importante es que se trata de una buena persona que se quedó traumatizada con este hecho. Creo que estaba esperando una oportunidad o una señal que le indicase que había llegado el momento de hacer lo correcto.

Kate asintió.

– Lo comprendo. ¿Pero entiende ella lo que sucederá ahora? Quiero decir, su matrimonio, su vida, su amante… ¿cómo se llama?

– Bud. Ella lo entiende. Es Bud quien tiene el problema.

– Pero ¿ella es una testigo firme?

– Lo es.

Continué con la historia y le conté a Kate nuestra llegada al Plaza, las numerosas conversaciones telefónicas con el difunto Ted, y las llamadas que había recibido Jill de su esposo, de su ex amante, y también la llamada de Ted.

– Pobre mujer -dijo Kate-. ¿Cómo lo lleva?

– Bastante bien. Se sentirá mejor ahora que tú estás aquí. Necesita a otra mujer con quien poder hablar.

– Es una muestra de sensibilidad inusual en ti. ¿Está esa camisa nueva relacionada con ese nuevo tú?

– No. También llamé a nuestro jefe, y tengo que decirte algo, Kate, Jack Koenig sabe algo de todo esto, y ha estado nadando entre dos aguas.

Ella pareció sorprendida, luego incrédula y me preguntó:

– ¿Estás seguro?

– Estoy seguro de que algo no está bien.

Ella no dijo nada con respecto a eso y me preguntó:

– De acuerdo, ¿qué pasará luego con la señora Winslow y la cinta de vídeo?

– He concertado una reunión para mañana por la mañana con Ted Nash, Liam Griffith, alguien de la oficina del fiscal general, Jill Winslow, tal vez su ex amante, Bud Mitchell, tal vez otras personas, y Jack Koenig, que intentó pasar de la reunión pero a quien convencí de que estuviese allí.

– ¿Dónde es la reunión? -preguntó Kate.

– Estaba pensando en ti y en nuestra última noche juntos en Nueva York, de modo que sugerí que quedásemos todos para desayunar a las ocho y media en el Windows on the World -dije.

Kate pensó un momento y dijo:

– Supongo que es un buen lugar… público…

– Y dijimos que volveríamos allí.

– No creo que vayamos a pasar un momento tan agradable como la última vez -dijo Kate-. ¿Estás seguro de que es la manera correcta de llevar este asunto?

– ¿Cómo lo llevarías tú?

– Iría directamente a la cima. Al cuartel general del FBI, en Washington.

– No conozco a nadie en Washington y me siento más seguro aquí. No sabemos en quién podemos confiar en Washington.

– Eso es un poco paranoico.

– Lo que sea. Washington es una incógnita. Enfrentémonos con los demonios que conocemos aquí antes de hacerlo con los que no conocemos en Washington.

Kate lo pensó un momento y luego me preguntó:

– ¿Quién crees que podría estar implicado en un encubrimiento? ¿Y por qué?

– No lo sé. Pero ése no es mi problema en este momento.

Pero cuando la mierda llegue al ventilador, veremos quién corre a protegerse.

Kate procesó todo esto y dijo:

– Espero que no sea Jack.

– Kate, me importa una mierda quién pueda estar implicado. Todos ellos tienen que caer.

Me miró y dijo:

– Esto… creo que podrías llamarlo una conspiración… podría llegar hasta el último piso.

– No es mi problema.

– Podría serlo. Eso es lo que estoy tratando de decir. Podría convertirse en algo tan grande y llegar tan alto que no cayera. Nosotros podríamos caer.

– Tú no tienes por qué implicarte.

Ella me fulminó con la mirada y exclamó:

– Ni siquiera digas eso. -Me abrazó y añadió-: Yo empecé todo esto. Lo acabaremos juntos.

– Lo haremos.

Kate, como yo, ya estaba tan metida en esto que la única manera de salir era seguir cavando hasta encontrar la luz del sol al otro lado.

– Veamos esa cinta -dijo.

– Tal vez deberías conocer a Jill Winslow antes.

– Bueno… ¿qué crees tú?

Si tienes tanto la prueba como al testigo, habitualmente examinas la prueba antes de hablar con el testigo, pero esta situación era un poco más compleja. Decidí que debíamos hacer las cosas en el orden en que yo las había encontrado. Jill y luego la cinta. ¿O debería enseñarle la cinta a Kate y luego presentarle a mi compañera de suite?

– ¿John?

– Eh… bien, creo que deberías conocer a Jill Winslow para poder colocar la cinta dentro del contexto. Ganarías perspectiva.

– De acuerdo. ¿Está en su habitación?

– Sí. A menos que haya ido otra vez a la iglesia. -Fui hasta la puerta de la habitación y llamé-: ¿Jill? ¿Señora Winslow?

Oí que decía:

– ¿Sí?

– ¿Está usted…?

Ella abrió la puerta y le dije:

– Jill, me gustaría que conociera a mi esposa, Kate.

Jill sonrió, fue hacia Kate y se estrecharon las manos.

– Es un placer conocerla -dijo Jill-. John estaba un poco preocupado por usted en el aeropuerto.

– Y por buenas razones, tal como se desarrollaron los hechos -dijo Kate-. El placer es mío.

Examiné la situación y todo parecía tranquilo. Kate no es celosa y, además, es una profesional, y Jill Winslow era una dama en todo el sentido de la palabra, excepto, por supuesto, por sus escapadas sexuales a la playa. Pero de eso hacía mucho tiempo.

Kate le dijo a Jill:

– John me ha estado contando algunas de las cosas que les han sucedido en los últimos días. ¿Cómo se encuentra?

– Muy bien, gracias. Su esposo es como una roca -dijo.

Tal vez no había sido la elección de la palabra más adecuada, pero Kate contestó amablemente:

– Puede contar con él. Quiero agradecerle que haya decidido presentarse, y por ser tan honesta con todo este asunto. No me puedo imaginar de qué forma debe de estar afectándola.

– En realidad me siento mucho mejor de lo que me he sentido en estos últimos cinco años -contestó Jill.

– ¿Por qué no bebemos algo para celebrarlo? -sugerí.

Abrí una botella de champán, serví tres copas y brindamos.

– Por la llegada de Kate y porque Jill esté aquí.

– Y por un gran detective -añadió Kate.

– Y por la justicia… por todos aquellos que perdieron la vida… -dijo Jill.

Bebimos en silencio y luego dijo Jill:

– Siento que estoy interfiriendo en lo que debería ser una reunión privada.

Kate contestó rápidamente:

– En absoluto. John y yo ya nos hemos abrazado y besado. Podemos intercambiar historias de guerra más tarde.

– Es muy amable por su parte, pero… -dijo Jill.

Kate la interrumpió:

– No. Debe quedarse. Tengo tantas preguntas que hacerle que no sé por dónde empezar.

– En realidad, no es una historia tan larga -contestó Jill-, y se limita a mí haciendo algo que no debería haber hecho… y no me refiero a tener una aventura amorosa. Quiero decir que tendría que haber sido lo bastante valiente hace cinco años para presentarme ante las autoridades. Si lo hubiese hecho, muchas vidas podrían haberse arruinado, pero muchas más vidas, incluida la mía, hubieran sido mejores.

Kate miró a Jill durante un momento y yo sabía que estaba impresionada con la señora Winslow como lo había estado yo desde que nos habíamos conocido la mañana del domingo.

– A veces no podemos tomar decisiones difíciles cuando debemos hacerlo -dijo Kate-. A veces tomamos esas decisiones después de un intenso debate interior.

– La aparición de su esposo en la puerta de mi casa fue como una señal de que había llegado el momento -contestó Jill. Me miró, sonrió y dijo-: Además, es un hombre muy persuasivo. Pero aún siento que no hice lo que debía.

– Podría haberme dicho que me marchara de su casa, pero no lo hizo -dije-. Y le diré algo más, si hubiese entregado esa cinta hace cinco años, probablemente habría sido destruida. O sea que, en muchos sentidos, a través del azar o el destino, las cosas salieron bien.

Los tres nos quedamos hablando un rato en la sala de estar. A eso se le llama hacer que el testigo se sienta cómodo, ganarse su confianza y convencerlo de que está haciendo lo correcto.

Además esperaba que Kate y Jill congeniasen, y eso parecía estar ocurriendo. Me adelanté a los acontecimientos y preví que Kate sería designada como custodio de Jill Winslow, como solemos decir. Las repercusiones de este caso durarían mucho tiempo y me alegraba comprobar que las dos habían conectado.

En un momento dado, Kate le preguntó a Jill:

– ¿Escogió usted esa camisa para John?

– Sí. No podía abandonar la habitación del hotel y yo sí podía salir, de modo que le compré una camisa.

– Le sienta bien el color coral -dijo Kate-. Resalta su bronceado. John nunca usa nada atrevido ni a la moda. ¿Dónde la compró?

– En Barney's. Tienen unas cosas maravillosas para hombres.

Me sentía excluido de esa conversación, de modo que me levanté y les dije:

– Voy a hablar con el agente que está junto al ascensor. Tardaré una hora. Si queréis, podéis ver la cinta mientras estoy fuera. Está debajo del colchón.

Abandoné la suite y recorrí el pasillo, en dirección a los ascensores.

El policía de uniforme estaba sentado en una de las sillas de respaldo alto en el pequeño vestíbulo de los ascensores leyendo el Daily News. Me presenté, le mostré mi credencial del FBI y mi placa del NYPD.

Me senté en la otra silla y le pregunté:

– ¿Cuándo empezó su servicio?

El joven oficial, cuya placa decía «Alvarez», contestó:

– Hace tres horas. Por cierto ¿quién es ese tal Fanelli? Tiene más influencia que el jefe de policía.

– Es un hombre que intercambia favores. Los favores son la moneda del Departamento de Policía. No puedes coger dinero, de modo que pagas con favores, y recoges favores. Así es como funcionan las cosas, como progresas y como mantienes el culo fuera del agua caliente.

– ¿Sí?

– Deje que se lo explique.

Me quedé sentado allí, con el agente Alvarez, explicándole cómo funciona realmente este mundo.

Al principio pareció aburrido, pero empezó a mostrarse interesado cuando se dio cuenta de que estaba en presencia de un maestro. Después de media hora estaba haciendo preguntas más de prisa de lo que yo podía contestarlas. Pensé que se iba a arrodillar ante mí, pero colocó su silla delante de la mía, de modo que tuve que vigilar los ascensores.

El agente Alvarez estaba obteniendo un gran beneficio de su trabajo no remunerado, pero para ser sincero, yo estaba obteniendo mucho más.

Después de una hora de conversación, me levanté y dije:

– ¿A qué hora lo relevan?

– A medianoche.

– Muy bien, quiero que me haga un favor y esté aquí a las siete y media.

– Habrá otro tío…

– Le quiero a usted.

Le di mi tarjeta y añadí:

– Manténgase alerta y tenga cuidado. Los tíos que pueden salir de esos ascensores no son unos aficionados. Son profesionales entrenados, y para que lo entienda bien, le diré que le dispararán si tienen que hacerlo. Saque el revólver de la pistolera y póngaselo en la cintura, con el periódico sobre el regazo. Si huele problemas, coja el arma. Si tiene que hacerlo, dispare.

El agente Alvarez tenía los ojos abiertos como píalos.

Le di una palmada en el hombro, sonreí y dije:

– No le dispare a ninguno de los huéspedes.

Regresé a la suite, que estaba a oscuras porque Kate y Jill estaban mirando los últimos minutos de la cinta de vídeo.

Fui al bar, me serví un refresco y esperé.

Se encendieron las luces, pero nadie dijo nada.

– ¿Por qué no pedimos la cena al servicio de habitaciones? -sugerí.


Kate, Jill y yo estábamos sentados a la mesa del comedor disfrutando de una cena ligera. No saqué el tema de la cinta de vídeo y ellas tampoco.

Sugerí que nadie comprobase los mensajes de sus teléfonos móviles porque cualquiera que llamase no tenía nada que decir que pudiese cambiar las cosas. De la única persona que necesitaba saber algo era de Dom Fanelli y él llamaría al teléfono de la habitación.

Hablamos sobre todo de Yemen, Tanzania y Old Brookville. Afortunadamente, ninguno tenía diapositivas que mostrar.

Jill estaba muy interesada en la misión de Kate en Tanzania y su trabajo en el atentado contra la embajada. Jill también estaba interesada en mi misión en Yemen y el caso del USS Cole. En nuestro trabajo tendemos a mostrarnos exageradamente modestos, como nos han enseñado, y a estar atentos a los fallos de seguridad, pero esto habitualmente hace que la gente se muestre más interesada. Pensé en contarles la historia de los jinetes de la tribu del desierto que atacó mi Land Rover en el camino a Sana'a, pero aún no tenía un buen final para ella.

Kate parecía realmente interesada en saber acerca de la vida en la Costa Dorada de Long Island, pero Jill dijo, con la misma modestia que nos había caracterizado a Kate y a mí: «No es tan interesante ni glamourosa como podrían pensar. Me cansé de los bailes de beneficencia, las fiestas, la ropa de diseño, el club de campo y las exhibiciones de riqueza. Incluso me cansé de los jugosos cotilleos»

– A mí me encantan los cotilleos y podría acostumbrarme a la riqueza.

Según todas las apariencias externas, se trataba de una agradable conversación durante la cena, pero sobre nosotros pendía el futuro, que comenzaría a las ocho y media de la mañana siguiente.

Aproximadamente a las diez de la noche sonó el teléfono. Levanté el auricular y dije:

– Hola.

– Eh, ¿te he pillado cabalgando? -preguntó Dom Fanelli.

– No. ¿Qué pasa?

– Bueno, en primer lugar mi actuación de esta tarde en el aeropuerto ha tenido algunas repercusiones. Es como si hubiera orinado sobre un avispero o algo por el estilo. Esos tíos tienen amigos en las altas esferas.

– No por mucho tiempo.

– Exacto. Si no puedes vencerlos, y no puedes unirte a ellos, yo digo: «Mátalo.» ¿De acuerdo? En cualquier caso, he conseguido tres coches para mañana, cada uno con dos policías uniformados y de servicio, incluyendo a un sargento. Podría conseguir detectives y tíos de paisano, pero pienso que es mejor que sean policías de uniforme. ¿No?

– Sí.

– Tienes una cita a las ocho treinta en la Torre Norte del World Trade Center, de modo que estos tíos pueden estar ahí a las ocho y cuarto, y se reunirán contigo en la entrada del hotel de Central Park South. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Tú decides cómo quieres ir a la reunión (en coches separados, o todos en un coche y con uno delante y otro detrás como apoyo), como te apetezca. Si fuese yo y tuviese tres coches, separaría el grupo. No deben ponerse todos los huevos en la misma cesta.

Miré a Kate y Jill y le dije a Dom:

– De acuerdo.

– Muy bien, mañana es día de primarias. Segundo martes de septiembre. ¿Lo sabías? No te olvides de votar. O sea que las normas del tráfico de la mañana pueden ser un poco diferentes con la gente, que llegará un poco tarde después de haber cumplido con su deber cívico. Pero si todos llegan un poco tarde, ya sabes que no empezarán sin ti.

– Así es.

– Bien, entonces quieres que estos tíos permanezcan con vosotros durante todo el trayecto hasta la planta 107. ¿Correcto?

– Correcto.

– Y quieres que después os lleven a alguna parte. ¿Correcto?

– Sí. Probablemente de regreso al Plaza, y necesitaré gente aquí, en los ascensores, todo el día de mañana y durante la noche, hasta que veamos cómo acaba todo esto.

– Eso podría ser un problema. Te diré por qué. Alguien de la oficina del jefe de policía me llamó anoche y me preguntó amablemente qué coño estaba haciendo. Yo, por supuesto, dije que no tenía idea de lo que me estaba hablando. O sea, que parece que tenemos un problema y viene directamente de Washington, según ese tío, que ignoraba por qué había recibido la llamada de un tío de Washington D. C. cuya identidad no tuvo el detalle de revelarme. En resumen, socio, no sé durante cuánto tiempo podré seguir proporcionándote policías para lo que me han dicho que se trata de un asunto federal. ¿Capisce?

Capisco.

– Quiero decir, no queremos pisarles los dedos a los federales ni nada por el estilo, y sólo estoy actuando así como una cortesía, pero los federales dicen que ellos se sienten muy felices de proporcionarte gente para hacerse cargo de tu testigo.

– Sí, estoy seguro de eso.

– Así que trata ese asunto en la reunión. Pero en cuanto a mañana, estaremos ahí, os llevaremos a la Torre Norte, os sacaremos de allí y os llevaremos de regreso al hotel. Eso es todo lo que puedo prometerte, John. Después de eso, no lo sé. Tendrás que arreglarlo en la reunión.

Volví a mirar a Kate y Jill. Me estaban mirando fijamente.

– Tú sólo tienes que traernos de regreso al hotel sin que nadie nos siga, o a algún otro lugar que se me ocurra -le dije a Dom-. Yo me encargaré del resto.

– Tal vez tendrías que acudir a los periódicos. Podríamos llevarte directamente desde la Torre Norte al Times. Puedo hacer una llamada y que unos periodistas te estén esperando.

– Lo pensaré.

– No lo pienses demasiado. Te diré algo, compañero, esos cabrones van a jugar duro. Si yo estuviese en su lugar, le entregaría a la mujer una citación como testigo presencial tan pronto como la viese.

Miré a Jill y dije:

– Entregar una citación es una cosa y hacerla cumplir es otra.

– Lo sé. Tendrán que usar los músculos en ese caso. Pero ¿por qué meterse en eso?

No contesté.

Dom dijo:

– Mira, tienes que llegar a la gente adecuada con esto, y no estoy seguro de que la gente que va a ir al World Trade Center sea la adecuada. ¿Entiendes?

– Lo entiendo. Pero es un buen lugar para empezar. -En realidad, tenía más que ver con un enfrentamiento personal entre Nash, Griffith, tal vez Jack Koenig y yo. Si quieres enfrentarte al león, vas a su madriguera-. Es un lugar público, Dom -dije-. El Windows on the World. Quiero ver quién se presenta y qué tienen que decir.

– De acuerdo. Es tu partido, compañero. Si fuese yo, emitiría alrededor de un centenar de comunicados de prensa antes de ver al primer tío del gobierno. Pero no es tu estilo. Tal vez deberías hablar con Kate.

– Ella piensa lo mismo que yo.

– Muy bien -dijo-. Estaré en el Windows a las ocho, desayunando con un par de tíos en una mesa. ¿De acuerdo?

– Gracias.

– Es caro.

– Lo compraré.

– No me jodas. ¿Está cuidando Kate de mi arma? La quiero limpia cuando me la devuelva. Nada de maquillaje.

Sonreí.

– Se lo puedes decir a ella -dije-. Por cierto, el agente Álvarez es un tío al que quizá querrías tomar bajo tu protección. Lo quiero aquí mañana.

– ¿Sí? Ya veremos cómo se porta protegiendo tu culo. Eh, ¿qué tal han ido las cosas entre Kate y tu compañera de cuarto?

– Bien.

– ¿Ninguna escena? ¿No sacaron las uñas?

– No.

– Llevas una vida encantadora.

– ¿Tú crees?

– Lo sé. No sufras mañana. Está todo arreglado.

– Bien. Te veré en el Windows.

Colgué.

– ¿Todo preparado? -preguntó Kate.

– Sí.

– ¿Hay algún problema? -preguntó Jill.

– No. -Sonreí y añadí-: Tenemos una escolta de tres coches y seis policías hasta el World Trade Center. Eso es más de lo que puede conseguir el jefe de policía o el alcalde.

Jill sonrió.

– Bueno, mañana tenemos que levantarnos temprano. -Y estaba muy caliente-. De modo que creo que deberíamos descansar un poco.

Sexo.

Ambas se levantaron y Jill dijo:

– Estoy segura de que ustedes dos tienen que ponerse al día en muchas cosas. Buenas noches.

Jill se marchó a su habitación y Kate dijo:

– Es muy agradable.

– Será una buena testigo.

– Creo que está un poco enamorada de ti.

– No lo creo.

– Está pendiente de cada una de tus palabras y no deja de mirarte.

– No me he dado cuenta. -Saqué la cinta del reproductor de vídeo y dije-: Vamos a la cama.

Cogí la bolsa de Kate, ella buscó en su bolso el arma que le había dado Dom y nos fuimos a mi habitación. Cerré la puerta y le dije:

– Estoy extremadamente caliente.

– Eso me gusta. -Dejó el arma sobre la mesilla de noche, luego comenzó a desvestirse y dijo-: Ni siquiera tengo un camisón. Mi equipaje se quedó en algún lugar en el aeropuerto.

– No necesitas ningún camisón, cariño.

Ella se estaba quitando la blusa y yo ya estaba desnudo en la cama. Me miró y se echó a reír.

– Eso es un récord.

Acabó de desvestirse y se metió en la cama, a mi lado. Se colocó de lado y me miró, luego me quitó la tirita de la barbilla y preguntó:

– ¿Qué te pasó?

– Tu amigo Nash me golpeó.

– Él tampoco tenía buen aspecto en el aeropuerto -dijo-. Tenía el rostro con heridas y magulladuras.

Era la mejor noticia que me habían dado en mucho tiempo.

– Bueno, empleé nuestro sistema.

– No lo creo.

Cambié de tema y le dije:

– Sexo.

Pero antes de que pudiera hacer mi primer movimiento, Kate dijo:

– Esa cinta era muy gráfica.

– Sí. ¿Entiendes por qué el tío la borró, y por qué Jill nunca se presentó con la copia?

– Sí… no debió de ser fácil para ella mostrártela a ti.

– Intenté facilitarle las cosas. Cuando tienes sexo y asesinato en la misma cinta de vídeo, el asesinato es más importante. Ella lo sabía.

– Bueno, nosotros sabemos eso en teoría. Pero si eres tú quien aparece en la cinta de vídeo… en fin, no podía creer que se tratara de la misma mujer.

– La gente es muy compleja.

– Tú no lo eres. Eso es lo que me gusta de ti.

– Gracias.

Kate permaneció en silencio unos segundos y luego me preguntó:

– ¿Crees que mañana habrá problemas?

– No creo. -Le conté algunas de las cosas que Dom me había dicho-. El Departamento de Policía de Nueva York derrota al FBI en esta clase de partidos locales.

– ¿Y qué se supone que debo hacer como agente del FBI? ¿Quedarme allí con expresión desconcertada? -preguntó Kate.

– Haz lo que creas que debes hacer, y si piensas que tienes que marcharte, entonces márchate. Lo entenderé.

Kate se quedó mirando el techo y luego dijo:

– ¿Por qué me habré casado con un policía?

– Eh, ¿por qué me habré casado con una abogada del FBI?

Ella se quedó callada un momento y luego se echó a reír.

– Haces que la vida sea interesante -dijo-. ¿Es mi pistola la que está debajo de las sábanas o eres tú?

– Cariño, es mi pistola especial de policía, calibre 38 con cañón de veinte centímetros.

CAPÍTULO 53

Me instalé en la entrada del hotel que daba a Central Park South y miré hacia la calle. Eran las 8.11 y no había señales de los coches patrulla.

Miré hacia el interior del vestíbulo a través de los cristales de las puertas y vi a Kate y Jill cerca de la entrada del Oak Bar, esperando a que yo les diese la señal de que podían salir. El agente Álvarez estaba con ellas.

Al otro lado de la calle había una fila de bonitos taxis esperando a los clientes. El portero me preguntó:

– ¿Llamo a un taxi, señor? ¿O está esperando un coche?

– Estoy esperando un caballo.

– Sí, señor.

Era un hermoso día y me di cuenta de que no disfrutaba del sol y el aire fresco desde la mañana del domingo.

Ahora eran las 8.13 y los coches de policía de Midtown North deberían haber estado aquí si se hubiesen dado prisa. Éste es el momento más delicado en una recogida, entre la seguridad del lugar donde estabas escondido y la calle donde estás esperando a que lleguen a recogerte.

A las 8.15 aparecieron por la manzana tres coches de policía sin luces ni sirenas. Le hice una seña a Kate, luego bajé del bordillo y levanté la mano. El coche que marchaba delante encendió brevemente las luces y aceleró, luego se detuvo delante de mí. Los otros dos coches frenaron un segundo más tarde. Les mostré mis credenciales a los dos policías que ocupaban el primer coche y les dije:

– World Trade Center, Torre Norte, según las instrucciones, sin luces ni sirenas. Formación abierta. Sin demasiada prisa, pero nos esperan a las ocho y media. -Y añadí-: Mantengan los ojos abiertos por si tenemos compañía y no se detengan por nada que no sea un semáforo.

Ambos asintieron y la oficial que ocupaba el asiento trasero dijo:

– Estamos informados.

– Bien.

Kate, Jill y el agente Álvarez ya estaban en la acera y yo le dije a Jill:

– Su coche ha llegado, señora.

– Nunca he viajado en un coche de policía -dijo con una sonrisa.

No quise decirle: «Se acostumbrará», y le dije:

– Como ya hemos dicho, todos nos reuniremos en el vestíbulo del Windows on the World. Siempre habrá dos agentes con usted.

– Lo veré allí -dijo Jill. Luego miró a Kate y le dijo-: Y también la veré a usted allí.

Jill, pensé, parecía serena, y esperaba que se mantuviera de ese modo si las cosas se ponían feas. Le hice una seña a Álvarez y acompañó a Jill al asiento trasero del coche del medio, luego regresó a donde estaba yo.

Kate y yo nos miramos. No había mucho que decir, de modo que nos besamos y ella dijo:

– Te veré después.

Luego subió al primer coche.

Yo me quedé en la acera con el agente Álvarez y le pregunté:

– ¿Se siente malvado esta mañana?

Sonrió.

– Sí, señor.

Saqué la cinta de Un hombre y una mujer del bolsillo interior de la chaqueta. Era la cinta sobre la que Jill había grabado la otra, pero no tenía la cubierta. Se la di a Álvarez y le dije:

– Proteja esto con su vida. Y quiero decir su vida.

Guardó la cinta en el enorme bolsillo trasero de su pantalón, que estaba hecho especialmente para llevar su libreta de infracciones.

– ¿Ha oído alguna vez que alguien le robase algo a un policía de Nueva York? -dijo.

Le di una palmada en el hombro.

– Le veré allí -dije.

Subió al asiento trasero del coche del medio, junto a Jill.

Yo ocupé el coche que cerraba la formación. Desde el último vehículo podía ver lo que sucedía y, desde el vehículo que abría la marcha, Kate podía introducir cualquier cambio en los planes si era necesario. Jill, en el coche que marchaba entre ambos, en compañía de Álvarez y otros dos policías, estaba en la posición más protegida.

El policía que viajaba en mi coche era un sargento y dijo unas pocas palabras por su radio portátil. El coche delantero realizó un giro en «U» en Central Park South, una maniobra de la que no mucha gente se libra sin la correspondiente sanción, y nos alejamos en nuestro convoy de tres coches.

– ¿Cuál es la ruta? -le pregunté al sargento.

– Vamos a ir por el West Side, a menos que usted prefiera otro camino -dijo.

– Me parece bien. ¿Entiende que alguien podría intentar jodemos? -le pregunté.

– Sí. Ya pueden intentar jodernos todo lo que quieran.

– ¿Todos los miembros de este operativo conocen la misión?

– Sí.

– Y bien, ¿qué piensa del FBI?

Se echó a reír.

– Sin comentarios -dijo.

– ¿Y qué me dice de la CIA?

– Nunca he conocido a ninguno de esos tíos.

Un hombre afortunado. Me apoyé en el respaldo del asiento y miré el reloj. Eran las 8.21 y, dependiendo del tráfico, llegaríamos dentro de unos diez minutos, lo que estaba bien. De todos modos, Nash y su club de amigos llegarían quince minutos más temprano, pensando que nosotros también lo haríamos. Ya podían esperar sentados junto a sus caffè lattes.

La mayoría de las reuniones son jodidos juegos para destrozarte los nervios, y ésta sería a lo grande.

Nos abrimos camino a través del tráfico y, diez minutos más tarde, nos dirigíamos hacia el sur por la Autopista Joe Di Maggio, conocida también como Duodécima Avenida y, ya que estamos, West Street. Discurría junto al Hudson y era un bonito paseo en un día de sol con tráfico moderado.

Había unos ocho kilómetros hasta el World Trade Center, que pude divisar en la distancia, mucho antes de llegar.

En el bolsillo de la chaqueta llevaba una cinta de un Blockbuster de Un hombre y una mujer, que había puesto dentro del estuche de la cinta de Jill que decía: «Propiedad del Hotel Bayview – Por favor, devolver.» Si los federales tenían cualquier clase de orden cuando llegase allí, podrían hacerla efectiva conmigo, con Kate o Jill, y tratar de llevar la cinta, o a nosotros -o a la cinta y nosotros- a otro lugar. Pero esa orden no era válida con el agente Álvarez, aun cuando sospecharan que era él quien tenía la cinta.

En cualquier caso, no creía que Nash y compañía quisieran montar una escena en un restaurante público donde estarían desayunando cerca de trescientas personas. Pero quizá, si en ese momento estaba en uno de mis estados de ánimo perversos, yo les entregase mi copia de Un hombre y una mujer, la versión completa y sin cortes.

Miré a través del parabrisas y pude ver el coche donde iban Jill y Álvarez, pero no así el que llevaba a Kate. El tráfico no era muy denso pero sí errático y había muchos camioneros que conducían peligrosamente esa mañana.

Miré mi reloj. Las 8.24. Acabábamos de pasar junto al helipuerto de la Calle 13 y nos acercábamos a los muelles de Chelsea. Unos cinco kilómetros más a esta velocidad y nos detendríamos en Vesey Street, junto a la Torre Norte, alrededor de las 8.34.

Yo no esperaba tener problemas durante el trayecto hasta el World Trade Center, o en el vestíbulo, o en el ascensor que subía directamente al Windows on the World, en el piso 107. De hecho, no esperaba tener ningún problema durante el desayuno, que sería básicamente un encuentro para mostrar nuestras cartas.

Sé cómo trabaja la mente de Nash, y es un tío paciente, astuto y, a veces, listo. Él quería ver con quién me presentaría yo a la reunión. Quería oír lo que yo tenía que decir. Quería examinar a Jill Winslow y quería ver si realmente teníamos la cinta con nosotros. Nash no llevaría a la reunión a nadie que él no quisiera que oyera nada acerca de una conspiración y un encubrimiento, excepto quizá a Bud Mitchell, quien probablemente ya estuviese enterado a estas alturas de los acontecimientos. Allí no habría nadie de la oficina del fiscal general, a menos que fuese alguien que estuviese metido también en esto, o un impostor, algo que forma parte de la cultura de la CIA. Quiero decir, Ted Nash a menudo se hace pasar por agente del FBI, y cuando lo conocí era un funcionario del Departamento de Agricultura. Y, a veces, se hace pasar por un posible ex amante de Kate Mayfield. Gilipollas.

Y tal vez Nash, también, como era un capullo enfermo, había invitado a Mark Winslow al desayuno con el propósito de alterar a Jill.

En cualquier caso, la reunión era, para Nash, una ocasión para vernos las caras y hablar. El problema vendría después de la reunión, momento en el cual, estaba seguro, Nash haría su movimiento. O, para decirlo de otro modo, era como el banquete al que invitas a tus enemigos a compartir la mesa, hablar y comer, para luego matarlos a todos. En realidad, la idea del desayuno había sido mía, pero seguro que entienden a lo que me refiero.

Nash debía saber, si tenía medio cerebro, que yo movilizaría algunas fuerzas para esta ocasión, y que esas fuerzas serían del NYPD. Por lo tanto, tenía a sus fuerzas esperando en los flancos. Pero como había dicho el sargento que viajaba delante de mí con una escopeta en el regazo: «Ya pueden intentar jodernos todo lo que quieran.» Yo sabía, por supuesto, que tenía un problema con el señor Ted Nash, y parte de lo que estaba ocurriendo estaba relacionado con ese hecho. Pero aun cuando no conociera de nada a ese tío, o incluso aunque me gustara (que no era así), no veo cómo hubiese podido manejar esta situación de otra manera.

– Mis instrucciones son llevarles a usted y a sus acompañantes fuera del edificio y a los coches. ¿Correcto? -dijo el sargento.

– Correcto. En ese momento es cuando podría toparse con algunos agentes federales que tienen otros planes para nosotros.

– En una ocasión tuve una situación como ésta, los federales querían a un tío acusado de tráfico de drogas y yo tenía una orden de arresto para el mismo tío y por los mismos cargos -dijo el sargento.

– ¿Quién se quedó con el tío?

– Nosotros. Pero los federales se lo quedaron más tarde. Al final se salieron con la suya. Ya sabe lo que dicen, el FBI siempre atrapa a su hombre y bla, bla, bla. Pero al principio, sobre el terreno, nosotros somos los que nos llevamos el pato al agua.

– Exacto.

– ¿Adónde iremos después? -preguntó.

– Todavía no estoy seguro. A cualquier parte menos al Centro de Detención Federal.

El sargento lanzó una carcajada.

Miré el río y la costa de Jersey a través de la ventanilla. Mañana, o esta tarde, esperaba estar en las oficinas de la ATTF, en el 26 de Federal Plaza, con mis pies apoyados encima del escritorio de Jack Koenig y con su despacho lleno de los tíos buenos. Los agentes del FBT, a pesar de mis problemas personales con ellos, eran hombres y mujeres rectos, profesionales y muy apegados al texto literal de la ley. Tan pronto como este caso fuese transferido al FBI desde el entretenimiento de Corey a tiempo parcial y en sus horas libres, podría marcharme de vacaciones con Kate. Tal vez ella sintiera curiosidad por saber cómo había pasado un mes y medio en Yemen.

El tráfico se complicó al llegar al túnel Holland y les dije a los tíos del asiento delantero:

– ¿Pueden ver el coche del medio?

– Ya no -dijo el conductor-. ¿Quiere que los llame?

– Sí.

Llamó a los dos coches y el coche delantero, con Kate a bordo, contestó:

– Estamos aquí. Aparcados en Vesey y entrando en la Torre Norte.

– Diez-cuatro.

El segundo coche informó:

– Estamos girando al oeste. Hora prevista de llegada aproximadamente dos minutos.

Miré mi reloj. Las 8.39. Debíamos encontrarnos a unos cinco minutos de la gran plaza peatonal que rodeaba el complejo del Trade Center. Un par de minutos andando hasta el interior del vestíbulo de la Torre Norte, luego hasta el vestíbulo del Windows on the World en el ascensor de alta velocidad.

– Necesito que los dos me acompañen -le dije al sargento.

– Uno de los tíos que va en el primer coche se encargará de vigilar los vehículos. Estamos con usted -respondió el sargento con un asentimiento de cabeza.

– Bien.

Giramos en Vesey Street y a las 8.44 nos detuvimos detrás de los otros dos coches de policía aparcados junto al bordillo. Bajé del coche y los dos policías me siguieron. Hablaron con el policía que vigilaba los coches, quien acababa de apagar su radio portátil y nos dijo:

– Dos civiles -refiriéndose a Kate y Jill- con cuatro agentes en el interior.

Subí los escalones que comunicaban la acera con la plaza elevada y eché a andar hacia la entrada de la Torre Norte. Eran las 8.45.

Mientras cruzaba la plaza llena de gente oí un sonido como un ligero temblor en la distancia y vi que algunas personas miraban hacia el cielo. Los dos policías que me acompañaban también levantaron la vista y uno de ellos dijo:

– Parece como si un avión se acercara volando muy bajo hacia Newark.

Continuamos caminando, luego me detuve y me volví para ver lo que todo el mundo estaba mirando.

Llegando desde el norte, justo sobre Broadway se veía un enorme avión de pasajeros, volando a baja altura y a gran velocidad. Miré por encima del hombro y alcé la vista hacia la Torre Norte del World Trade Center, confirmando que la torre era más alta que la trayectoria que llevaba el avión y que éste se dirigía hacia la torre.

Ahora la gente que me rodeaba había comenzado a gritar y varias personas se echaron al suelo.

Una mujer que estaba a mi lado dijo:

– Oh, Dios mío…

CAPÍTULO 54

El sol había salido hacía más de una hora pero su luz estaba oscurecida por el humo de los incendios.

Desde el balcón de mi apartamento, que miraba hacia el sur, veía el origen de las dos enormes columnas de humo negro, y también podía ver el resplandor de los reflectores de emergencia, iluminando la oscuridad del lugar donde las Torres Gemelas habían estado erguidas hasta la mañana de ayer.

En algún momento de la noche perdí mi chaqueta durante la operación de búsqueda y rescate, y el resto de mis ropas y mi piel estaban negras por un hollín aceitoso que yo sabía que apestaba, pero cuyo olor ya no era capaz de percibir.

Sabía que debía ducharme y cambiarme de ropa antes de regresar pero, por alguna razón, no quería desvincularme de donde había estado.

Miré mi reloj por primera vez, limpié la suciedad del cristal, y vi que eran las 7.32. Era difícil entender que ya habían transcurrido casi veinticuatro horas. Hubo momentos durante el día en los que el tiempo parecía pasar muy de prisa, y lo que yo creía que era una hora, eran muchas; pero el tiempo pareció paralizarse por la noche, que se me hizo interminable, incluso después de que el sol despuntara en el horizonte.

Tosí un escupitajo negro en mi ennegrecido pañuelo y volví a meterlo en el bolsillo.

Yo había comprendido lo que estaba pasando antes de que ocurriese por el trabajo que hago, pero la mayoría de las personas que me rodeaban, entre ellos, el personal de los servicios de urgencia, y los dos policías que me acompañaban, pensaron que era un accidente. Cuando el segundo avión se estrelló contra la Torre Sur a las 9.03, todo el mundo comprendió lo increíble.

Yo había pasado las primeras horas posteriores al ataque buscando a Kate, pero cuando la enormidad de la tragedia y la pérdida de vidas se volvieron evidentes, me dediqué simplemente a buscar a cualquiera que aún estuviese con vida entre las ruinas humeantes.

Recordé la última transmisión por radio de uno de los policías: «Dos civiles con cuatro agentes en el interior»

Había tratado de llamar a Kate por el móvil, pero todos los móviles estaban apagados, y seguían apagados.

A las 6.30 de esta mañana, cuando abandoné lo que había sido la Torre Norte, no se había encontrado ningún superviviente y no se esperaba encontrar a muchos.

El viaje de regreso a casa había sido tan surrealista como el lugar que acababa de abandonar. Las calles del centro estaban casi desiertas y la gente que había en ellas parecía encontrarse en estado de shock. Había encontrado un taxi a unas veinte manzanas al norte de lo que habían sido las Torres Gemelas, y el taxista, un hombre llamado Mohammed, se echó a llorar al verme y continuó llorando durante todo el trayecto hasta la Calle 72 Este. El portero del edificio, Alfred, también lloraba cuando bajé del taxi.

Miré las columnas de humo que se elevaban hacia el cielo y por primera vez sentí que las lágrimas se deslizaban por mis mejillas tiznadas.

Recuerdo vagamente que subí en el ascensor con Alfred, quien tenía una llave maestra, y recuerdo que entré en mi apartamento. Después de haber estado casi dos meses fuera, no me resultaba familiar, y permanecí inmóvil durante unos minutos, tratando de deducir por qué estaba allí y qué debía hacer a continuación. Luego fui hasta la puerta del balcón porque podía ver el humo negro a la distancia y me sentí atraído hacia él porque me resultaba más familiar que mi hogar.

Cuando atravesé la sala de estar, algo que había en el sofá -una manta- me llamó la atención y me acerqué. Me arrodillé junto a Kate, que estaba dormida, envuelta en la manta, que la cubría por completo excepto su rostro ennegrecido y un brazo, que descansaba sobre su pecho. En la mano tenía aferrado el teléfono móvil.

No la desperté, sino que permanecí mirándola durante mucho tiempo. Alfred no la había visto cuando llegó o bien, en su estado de confusión, había pensado que yo sabía que ella estaba en casa.

Dejé que siguiera durmiendo en el sofá y salí al balcón, donde me encontraba ahora, contemplando el humo, que parecía interminable.

La puerta se deslizó a mi espalda y me volví. Nos miramos durante unos segundos, luego dimos unos pasos vacilantes y caímos literalmente en los brazos del otro. Y lloramos.


Nos sentamos, medio dormidos, en dos sillas metálicas en el balcón y contemplamos la oscuridad que envolvía el bajo Manhattan, el puerto y la Estatua de la Libertad. No había aviones en el cielo, los teléfonos no sonaban, los cláxones estaban mudos y en las calles no se veía un alma.

En ese momento resultaba difícil intentar comprender la magnitud del desastre, y ninguno de los dos había visto u oído ninguna noticia, porque habíamos estado allí cuando la noticia estaba ocurriendo, y aparte de unas pocas radios y un montón de rumores, Kate y yo sabíamos menos que la gente que vivía en Duluth.

Finalmente le pregunté a Kate:

– ¿Qué pasó con Jill?

Kate permaneció unos segundos en silencio antes de contestar.

– Yo fui la primera en llegar al ascensor y decidí esperarla… Jill entró en el vestíbulo acompañada del agente Álvarez y otro policía… los tres entraron en el ascensor y yo decidí esperarte…

No dije nada y Kate no continuó. Unos minutos después dijo:

– Antes de entrar en el ascensor, Jill me dijo: «¿Debería esperar con usted aquí hasta que llegue John?» Y yo le contesté: «No, está en buenas manos con esos dos agentes de policía. Yo subiré dentro de unos minutos.» Lo siento.

– No, no lo sientas -dije.

Me pregunté, por supuesto, quién más habría subido hasta el piso 107 de la Torre Norte antes de que el avión se estrellara contra ella. Lo que sabía, sin duda, porque les había preguntado a un centenar de policías y bomberos, era que casi nadie que se encontrase en las plantas superiores había conseguido bajar antes de que la Torre Norte se derrumbase a las 10.30.

– ¿Piensas volver? -preguntó Kate.

Asentí.

– Yo también -dijo.

Ambos nos levantamos y le dije:

– Dúchate tú primero.

Ella asintió, me acarició la camisa con los dedos y dijo:

– Trataré de que la limpien.

Entró en la sala de estar y yo la miré mientras se alejaba, casi en estado de trance, hacia el dormitorio.

Me volví y miré el perfil vacío de la ciudad y pensé en Jill Winslow, en mi compañero Dom Fanelli, en el agente Álvarez y en los otros policías que estaban con ellos. Y también pensé en Ted Nash, realmente muerto en esta ocasión aunque no del modo que yo habría elegido, y en Jack Koenig, Liam Griffith y quienquiera que hubiese estado con ellos allí arriba. Pensé, asimismo, en toda la gente que conocía y que trabajaba allí, y en los que no conocía y que habían estado allí. Aferré la barandilla del balcón y, por primera vez, sentí furia.

– Malditos cabrones.


Hasta el viernes no regresé al Hotel Plaza a recoger nuestras cosas de la suite y hacer que abriesen la caja de seguridad para reclamar el objeto dejado por la señora Winslow.

El subgerente del hotel se mostró muy servicial, pero me informó de que no había ningún objeto perteneciente a la señora Winslow en la caja de seguridad.

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