CAPITULO 18

Guardo todavía conmigo un ejemplar del Oxford Times de aquel lunes, con la cuidadosa puesta en escena para un único lector fantasmal. Al mirar la foto ahora algo desvaída del músico caído, al recorrer los símbolos dibujados en tinta china y releer las preguntas preparadas para Petersen, puedo volver a sentir, como si me tocaran unos fríos dedos a la distancia, el estremecimiento que había percibido en la voz de Seldom cuando murmuró en el pub que quizá faltaran demasiados días para el jueves. Puedo entender sobre todo, al verlas aferradas todavía al papel, el horror que le provocaba la imprevisible vida propia de las conjeturas en el mundo real. Pero aquella mañana resplandeciente yo estaba limpio de premoniciones y leía con entusiasmo, en el que también había algo de orgullo y probablemente también alguna estúpida vanidad, aquella historia de la que sabía casi todo por anticipado.

Lorna me había llamado muy temprano con un tono de sobreexcitación. Acababa de ver, ella también, la nota en el diario y quería almorzar "sí o sí" conmigo para que le contara absolutamente todo. No podía perdonarse, ni perdonarme, haberse quedado en su casa la noche anterior mientras yo estaba allí en el concierto. Me odiaba por esto pero se escaparía al mediodía del hospital para encontrarme en el café francés de Little Clarendon St., de modo que ni pensara en hacer planes con Emily para el almuerzo. Nos encontramos en el Café de París y reímos y charlamos de las muertes y comimos crepés de jamón con esa alegría algo irresponsable, invulnerable a todo, de los enamorados. Le conté a Loma lo que nos había dejado saber Petersen: que el percusionista había tenido una operación muy grave de pulmón y que su médico estaba sorprendido de que no hubiera muerto antes.

– Igual que en el caso de Clark y de Mrs. Eagle-ton -dije, y esperé su reacción a mi pequeña teoría. Loma se quedó pensativa por un momento.

– Pero no es exactamente así en el caso de Mrs. Eagleton -dijo-. Yo la encontré en el hospital dos o tres días antes de su muerte y estaba radiante porque los análisis habían dado una remisión parcial de su cáncer. Justamente, el médico le había dicho que podía vivir muchos años más.

– Bueno -dije, como si aquello fuera un obstáculo menor-, pero ésa fue seguramente una conversación privada entre ella y su médico, el asesino no tenía modo de saber sobre esto.

– ¿Elige personas que viven más de lo debido? ¿Eso es lo que estás tratando de decir?

Su cara se ensombreció por un instante y me indicó la pantalla del televisor en la barra, que ella tenía casi de frente. Giré en mi silla y vi la cara sonriente de una nenita con rulos, con un número de teléfono debajo y el ruego a toda Inglaterra para que llamaran.

– ¿Es la nenita que vi en el hospital? -le pregunté. Asintió con la cabeza.

– Está ahora primera en la lista nacional de trasplantes, le quedan a lo sumo cuarenta y ocho horas.

– ¿Cómo está el padre? -pregunté; todavía recordaba vívidamente sus ojos trastornados.

– No lo vi en los últimos días, creo que tuvo que volver al trabajo.

Extendió su mano sobre la mesa para entrelazar la mía, como si quisiera apartar rápidamente aquella nube imprevista, y llamó con un gesto a la camarera para pedir otro café. Le expliqué con un dibujo sobre una servilleta la posición en la que estaba el percusionista en la glorieta y le pregunté si se le ocurría alguna forma en que se pudiera provocar un paro respiratorio.

Lorna pensó durante un momento, mientras revolvía el café.

– Se me ocurre una sola que no dejaría rastros: alguien con la fuerza suficiente que hubiera trepado por atrás y le oprimiera con las manos al mismo tiempo la boca y la nariz. Se llama la muerte de Burke, por William Burke; quizá viste su estatua en Madame Tussaud's. Era un escocés que tenía una posada y mató así a dieciséis viajeros, para vender los cadáveres a los diseccionistas de la época. En una persona con la capacidad pulmonar muy reducida bastarían unos pocos segundos para ahogarla. Yo diría que el asesino lo estaba asfixiando de este modo, sin saber que el haz de luz volvería sobre él Cuando el foco iluminó al percusionista, lo soltó inmediatamente, pero el paro respiratorio y también probablemente cardíaco ya estaba en marcha. Lo que ustedes vieron después, las manos en la garganta, como si un fantasma lo estuviera ahorcando, es la reacción refleja típica de alguien que no consigue respirar.

– Otra cosa -dije-. ¿Volviste a hablar con tu amigo forense sobre la autopsia de Clark? El inspector Petersen cree tener una explicación distinta.

– No -dijo Lorna-, pero me invitó varias veces a cenar. ¿Te parece que debería aceptar y tratar de averiguarlo?

Reí.

– No, no -dije-: puedo vivir con ese misterio.

Lorna miró con preocupación su reloj.

– Tengo que volver al hospital -dijo-, pero todavía no me contaste sobre la serie. Espero que no sea muy difícil: ya no me acuerdo nada de matemática.

– No, lo sorprendente es justamente lo simple que era la solución. La serie no es más que uno, dos, tres, cuatro… en la notación simbólica que usaban los pitagóricos.

– ¿La hermandad de los pitagóricos? -preguntó Lorna, como si aquello le trajera un vago recuerdo.

Asentí.

– Los estudiamos al pasar en una materia de la carrera: Historia de la Medicina. Creían en la trasmigración de las almas, ¿no es cierto? Hasta donde me acuerdo tenían una teoría muy cruel sobre los deficientes mentales, que después llevaron a la práctica los espartanos y los médicos de Crotona… La inteligencia era el valor supremo y creían que los retardados eran la reencarnación de las personas que habían cometido en sus vidas anteriores las faltas más graves. Esperaban a que cumplieran catorce años, la edad crítica de mortandad en el síndrome Down, y a los que sobrevivían los usaban como conejillos de Indias para sus experimentos médicos. Fueron los primeros que intentaron trasplantes de órganos… el propio Pitágoras tenía un muslo de oro. Fueron también los primeros vegetarianos, pero tenían prohibido comer habas -dijo con una sonrisa-. Y ahora, de verdad, me tengo que ir.

Nos despedimos en la puerta del café; yo tenía que volver al Instituto para redactar el primer informe de mi beca y pasé las dos horas siguientes revisando papers y transcribiendo referencias. A las cuatro menos cuarto bajé, como todas las tardes, al common room donde se reunían los matemáticos a tomar café. La sala estaba más llena de lo habitual, como si nadie se hubiera quedado en su oficina ese día, y percibí de inmediato los murmullos de excitación. Al verlos así todos juntos, tímidos, desarreglados, corteses, volvió a mí la frase de Seldom. Sí, aquí estaban, dos mil quinientos años después, con las monedas en la mano, esperando en orden por su taza, los arduos alumnos de Pitágoras. Había un diario abierto sobre una de las mesitas y pensé que estarían todos comentando o preguntándose sobre la serie de símbolos. Pero me equivocaba. Emily se unió a mí en la cola del café y me dijo con los ojos brillantes, como si me hiciera parte de un secreto todavía de pocos:

– Parece que lo logró -me dijo, como si todavía le resultara difícil a ella misma creerlo, y al ver mi cara de desconcierto dijo-: ¡Andrew Wiles! Pidió dos horas adicionales para mañana en la conferencia de Teoría de Números en Cambridge. Está demostrando la conjetura de Shimura-Taniyama… si llega hasta el final quedará probado el último teorema de Fermat. Hay todo un grupo de matemáticos que piensa hacer el viaje a Cambridge para estar allí mañana. Puede ser el día más importante de la historia de la matemática.

Vi que Podorov había entrado con su aire hosco de siempre y, al ver la cola, había decidido sentarse a leer el diario en el sillón. Me dirigí hacia él haciendo equilibrio con mi taza demasiado llena y mi muffin. Podorov levantó los ojos del diario y paseó la mirada en torno con una mueca de desprecio.

– ¿Y? ¿Se anotó para ir a la excursión mañana? Puedo prestarle mi cámara de fotos -dijo-. Todos quieren tener la fotito del último pizarrón de Wiles con el q.e.d. [2]

– Todavía no estoy seguro si iré -dije. -¿Por qué no? Hay un ómnibus gratis y Cambridge es también muy hermoso, a la manera británica. ¿Ya estuvo allí?

Dio vuelta la página distraídamente y sus ojos tropezaron con la gran nota sobre los crímenes y la serie de símbolos. Leyó las dos o tres primeras líneas y volvió a mirarme con una expresión en la que había algo de alarma y recelo.

– Usted sabía de todo esto ayer, ¿no es cierto? ¿Desde cuándo están ocurriendo estas muertes?

Le dije que la primera había ocurrido casi un mes atrás, pero que recién ahora la policía había decidido revelar los símbolos.

– ¿Y cuál es el papel de Seldom en todo esto?

– Los mensajes después de cada muerte le están llegando a él. El segundo mensaje, con el símbolo del pez, apareció aquí mismo, pegado en la puerta giratoria de la entrada.

– Ah, sí, ahora recuerdo un pequeño alboroto esa mañana. Vi a la policía, pero creí que alguien había roto un vidrio.

Volvió al periódico y terminó rápidamente de leer la nota.

– Pero aquí no aparece en ningún lado el nombre de Seldom.

– La policía no quiso divulgar esto, pero los tres mensajes estaban dirigidos a él.

Volvió a mirarme y su expresión había cambiado, como si algo lo divirtiera secretamente.

– De modo que alguien está jugando al gato y al ratón con el gran Seldom. Quizá haya entonces después de todo una justicia divina. Un Dios matemático, por supuesto -dijo, de una manera enigmática-. ¿Cómo imagina usted la cuarta muerte? -me dijo-. Una muerte que convenga a la antigua solemnidad del Tetraktys… -miró en derredor como buscando inspiración-. Me parece recordar que a Seldom le gustaba el bowling, por lo menos en una época -dijo-: un juego que no era muy conocido en Rusia. Recuerdo que en su charla comparó los puntos del Tetraktys con la disposición de los bolos al comienzo del juego. Y hay una jugada en la que se derriban todos los bolos de una vez.

– Strike -dije.

– Sí, exactamente, ¿no es una palabra magnífica? -y repitió con su fuerte acento ruso y con una sonrisa extraña, como si pudiera imaginar una bola implacable y cabezas que rodaban- ¡Strikel

Загрузка...