Muy incompleto es el relato de los evangelios sobre el primer año del ministerio de Jesús entre los judíos. Los teólogos le han llamado el año de la oscuridad, pero las tradiciones ocultas lo consideran importantísimo, porque entonces echó Jesús los cimientos de su futura obra.
Recorrió todo el país y estableció pequeños grupos de discípulos y centros interesantes. En ciudades, villas y aldeas dejó tras sí grupos de fieles estudiantes que mantuvieron viva la llama de la Verdad con la que muy luego encendieron las lámparas de cuantos quedaron atraídos por la luz. Siempre predicaba entre los humildes, creído de que la obra debía comenzar por los peldaños inferiores de la escala social. Pero al poco tiempo, algunos de los más entonados personajes asistieron a las reuniones movidos de pura curiosidad y con ganas de burlarse y reírse, pero hubo quienes, muy impresionados, se quedaron a orar. La levadura estaba bien mezclada con la masa del pueblo judío y comenzaba a actuar.
De nuevo llegó la festividad de Pascua cuando Jesús y sus discípulos estaban en el templo de Jerusalén. Muchos recuerdos le despertaba aquel lugar y en su imaginación veía las mismas escenas en que había tomado parte diecisiete años antes. Una vez más presenció la despiadada matanza de inocentes corderos y el derrame de la sangre sacrificial sobre los altares y las piedras de los atrios. Una vez más vio las necias mojigangas de las ceremonias sacerdotales, que le parecieron más lastimosas que nunca a su preclara mente. Su visión le había mostrado que lo inmolarían como a los corderos del sacrificio, y entonces fijó para en adelante en su mente la comparación que le representaba el Cordero inmolado en el altar de la humanidad.
Tan pura como era esta comparación en su mente, es deplorable que en posteriores siglos cayeran sus adeptos en el error, tan cruel como el de los hebreos, de creer que su muerte era un sacrificio exigido por una sanguinaria Deidad para aplacar su cólera encendida por el pecado del hombre.
El bárbaro concepto de un Dios iracundo cuya cólera contra su pueblo sólo podía apaciguarse por el derrame de la sangre de inocentes animales, se reproduce en el dogma teológico de que la ira de Dios por la desobediencia del hombre, sólo podía y pudo desvanecerse con la sangre de Jesús, el Maestro venido a proclamar el Mensaje de Verdad. Semejante concepto sólo cabe en mentes bárbaras y primitivas; y, sin embargo, se ha predicado y enseñado durante siglos enteros en nombre del mismo Jesús, y los dogmatizantes persiguieron, encarcelaron y quemaron a cuantos repugnaban creer que el supremo Creador del universo fuese un ser tan maligno, cruel y vengativo o que la Mente universal pudiera, con lisonjas y halagos, conceder su perdón a la vista de la muerte del Hombre de las Aflicciones. Parece increíble que semejantes absurdos hayan derivado de las puras enseñanzas de Jesús, y que por la incapacidad de los hombres para comprender y asimilarse la doctrina esotérica de Jesús haya adoptado y enseñado tales despropósitos la Iglesia fundada sobre el ministerio de Jesús. Pero poco a poco se va disipando esta mefítica nube de ignorancia y barbarie mental, de modo que hoy día los eclesiásticos de claro entendimiento ya no aceptan ni enseñan dicho dogma en su original crudeza, y lo pasan en silencio o le dan más atractiva interpretación.
Jesús no enseñó semejantes dislates. Muy elevado era su concepto de Dios porque había recibido las enseñanzas superiores de los místicos que le instruyeron en el misterio de la inmanencia de Dios que está en todas partes y en todas las cosas. Había trascendido el blasfemo concepto de Dios que lo representa como una salvaje, vengativa y rencorosa divinidad de tribu, sedienta de sangre, clamando siempre por sacrificios cruentos y abrasadas ofrendas y capaz de las más ruines pasiones humanas. Se dio Jesús cuenta de que tan estúpido concepto era el mismo de otros pueblos, cada uno de los cuales tenía sus peculiares dioses que lo protegían al par que odiaban a los dioses de los demás pueblos. Comprendió que tras estos bárbaros y primitivos conceptos de la divinidad se ocultaba el siempre tranquilo y sereno Ser, el Creador y Gobernador de innumerables universos de millones de mundos, que voltean en el espacio, y muy por encima de los mezquinos atributos otorgados por el hombre a los dioses de su invención. Comprendía Jesús que el dios de cada nación y aun el de cada individuo no era más que la amplificada idea de las características del respectivo individuo o nación, y sabía que no era excepción de esta regla el hebreo concepto de Dios. El dogma de un Dios exigente de sacrificios sangrientos es demasiado despreciable para que lo tome en consideración quienquiera haya apreciado la magnitud y grandiosidad de la idea de un inmanente Ser universal, pues justa será su indignada protesta contra la prostitución de las enseñanzas de Jesús, con la supersticiosa añadidura de tamaño absurdo. Los místicos cristianos no aceptaron jamás tales enseñanzas, aunque las autoridades eclesiásticas lograron impedir hasta hace algunos años que manifestaran abiertamente su protesta. Únicamente los místicos mantuvieron encendida la luz de la Verdad durante las tenebrosas épocas de la Iglesia cristiana. Pero apunta la aurora de un nuevo día y la misma Iglesia ve la luz y en los púlpitos empieza a resonar la verdad del cristianismo místico, de suerte que en el porvenir las enseñanzas del Maestro Jesús fluirán puras y claras y libres de los corruptores dogmas que durante siglos contaminaron la Fuente.
Mientras Jesús recorría silenciosamente los atrios y dependencias del Templo, se indignó a la vista de un espectáculo que más que otro alguno denotaba la degradación del Templo a causa de lo corrompido del sacerdocio. En las escalinatas y en los atrios exteriores se agrupaban los chamarileros, cambiadores y mercaderes que hacían astutos negocios a costa de los forasteros llegados a la fiesta. Los banqueros o cambiadores de moneda daban la del país a cambio abusivo de las extranjeras. Los chamarileros prestaban dinero usurario sobre las cosas que los peregrinos necesitaban empeñar para adquirir el cordero del sacrificio, o las compraban a precios irrisorios. Los mercaderes tenían rebaños de ovejas y corderos, y jaulas de palomas en el sagrado recinto del Templo, para venderlos a los peregrinos que deseaban ofrecer sacrificio. Enseña la tradición que los corruptos sacerdotes cobraban un canon por la concesión de puestos de venta a aquella horda de traficantes en el recinto del Templo. Esta mala costumbre había ido cundiendo de año en año hasta arraigar profundamente, aunque era contraria a las antiguas prácticas.
Le pareció a Jesús que las horribles escenas de los ritos sacrificales se enfocaban en aquella final exhibición de codicia, materialismo Y falta de espiritualidad. Resultaba aquello evidentísima blasfema y sacrilegio, y estremecióse el alma de Jesús de repugnancia e indignación ante tan profanador espectáculo. Se le crisparon los dedos, y empuñando un manojo de nudosas cuerdas que sin duda había empleado algún pastor para acuciar al rebaño, arremetió contra la horda de mercaderes y traficantes sobre cuyos hombros y espaldas descargaba repetidamente los zurriagazos, exclamando con autoritaria voz: «Mi casa, casa de oración será llamada; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones». El manso y amable nazareno fue entonces el riguroso purificador de la prostitución del Templo.
Chamarileros, cambiantes y mercaderes escaparon presurosos, echando a rodar mesas y monedas. No se atrevieron a volver, por que Jesús había suscitado la indignación del pueblo que clamaba por la antigua práctica que protegía al Templo contra semejante invasión. Pero los mercaderes acudieron en queja a los príncipes de los sacerdotes, lamentando amargamente aquella anulación de sus «privilegios» y «franquicias» por las que habían pagado tan crecido impuesto. Se vieron obligados los príncipes de los sacerdotes a devolver el importe de los exigidos derechos de concesión depuestos, por lo que se enojaron muchísimo y juraron vengarse del Maestro que había osado echar a perder su sistema de exacción.
Este vengativo odio fue creciendo a cada momento y ocasionó en gran parte las intrigas y maquinaciones que dos años después dieron por resultado la espantosa escena del Calvario.
Empleó Jesús los meses siguientes en recorrer diversas comarcas del país, por donde extendió su obra con ganancias de nuevos discípulos.
No asumió Jesús por entonces la actitud de un gran predicador, sino más bien la de un modesto instructor que se limitaba a enseñar a los pocos que se le unían en cada lugar por donde pasaba. Observaba muy pocas ceremonias, la principal el bautismo, que según dijimos era un rito esenio de oculto y místico significado. El relato evangélico del ministerio de Jesús en aquel tiempo denota cómo iba actuando la levadura en la masa mental de los judíos.
Por entonces afligióse amargamente Jesús al recibir la noticia de lo sucedido a su primo y precursor Juan el Bautista, quien se había atrevido a llevar sus predicaciones y censuras al seno de una corte corrompida y había atraído sobre su cabeza las naturales consecuencias de su temeridad. Herodes había encerrado a Juan en una mazmorra y corrían rumores de que le aguardaba más aciaga suerte, como no tardó en sobrevenir. Con el horror de un verdadero místico, rechazó en absoluto la vil oferta de libertad y vida que le hicieron si quebrantaba sus ascéticos votos y cedía a los pasionales deseos de una princesa real. Sufrió su destino como quien conoce la Verdad, y la cabeza ofrecida en la regia bandeja no expresaba en su rostro ni la más leve expresión de temor ni pesar. Juan había vencido aun en su misma muerte.
Retiróse otra vez Jesús al desierto al enterarse de la muerte de Juan. Añadíase a su tristeza el convencimiento de que le aguardaba nueva tarea que emprender, porque la muerte de Juan requería combinar la obra del Bautista con la del propio ministerio de Jesús. Los discípulos de ambos instructores habían de fusionarse en una sola corporación dirigida por el mismo Maestro, con el auxilio de los más valiosos y capaces discípulos. La trágica muerte de Juan tuvo poquísima influencia en el futuro ministerio del Maestro, quien por ello buscó el sosiego y la inspiración del desierto para considerar los planes y pormenores de su nueva obra. Desde que salió del desierto despojóse de aquel manto de reserva y retraimiento que hasta entonces lo caracterizara Y presentóse impávidamente ante el pueblo como ardoroso predicador de las multitudes Y desapasionado orador público. Ya no más círculos de pocos oyentes. El mundo había de ser desde entonces su tribuna y la humanidad su auditorio.
Al regresar de Samaria y Judea, puso de nuevo en Galilea el escenario de su principal actuación. El nuevo espíritu que infundía en sus predicaciones atrajo la atención pública y enorme gentío acudía a escucharle. Hablaba con un nuevo aire de autoridad, muy diferente de su primer suave tono como instructor de unos pocos. De sus labios salían parábolas, alegorías y otras hermosas figuras orientales de dicción, por lo que muchas personas cultas acudían a escuchar al joven y elocuente predicador. Parecía penetrar por intuición en la mente de los que le escuchaban, y sus exhortaciones les conmovían el corazón como un personal llamamiento a la justicia y a la rectitud de pensamiento y de conducta. De entonces en adelante tomó su ministerio el carácter de activa propaganda en vez de la acostumbradamente tranquila misión del místico.
Entonces comenzó aquella notable serie de prodigios que evidentemente realizó Jesús para llamar la atención pública y al propio tiempo hacer benéficas obras. No se conducía así Jesús por vanagloria personal ni deseo de excitar el interés apasionado de las gentes, pues semejante conducta era incompatible con su carácter, sino que sabía muy bien que nada como los prodigios sería capaz de despertar el curioso interés de una raza oriental, Y una vez despertado lo aprovecharía para excitar a su vez en las gentes un verdadero y fervoroso interés espiritual que excedería en mucho a la demanda de milagros. Al adaptar esta norma de conducta, seguía Jesús el ejemplo de los yoguis de la India, con cuya actuación se había familiarizado durante su permanencia en aquella tierra.
Los ocultistas adelantados no ven nada «sobrenatural» ni increíble en estos «milagros» de Jesús. Por el contrario, saben que son el resultado de la aplicación de ciertas leyes naturales, perfectamente establecidas, que aunque ignoradas de la generalidad de las gentes las conocen y aplican eventualmente los ocultistas adelantados del mundo entero. Los escépticos e incrédulos podrán mofarse de estas cosas y los cristianos tibios querrán que se les expliquen o justifiquen tan maravillosos hechos; pero el ocultista avanzado no necesita «explicaciones» ni justificación, pues tiene más fe que el devoto vulgar, porque conoce la existencia y el uso de estos ocultos poderes latentes en el hombre. Ningún fenómeno ni efecto físico es sobrenatural, porque las leyes de la naturaleza actúan plenamente en el mundo físico y no es posible contravenidas; pero en dichas leyes hay ciertas fases y principios tan poco conocidos de la generalidad de las gentes que al manifestarse parece como si trascendieran las leyes de la naturaleza y se produjera lo que se llama un «milagro». La tradición oculta nos enseña que Jesús estaba muy versado en el conocimiento y aplicación de las fuerzas ocultas de la naturaleza, y que cuantos prodigios operó durante su ministerio entre los judíos, fueron juegos infantiles en comparación de los que hubiera podido realizar si lo considerara necesario. En efecto, se cree que nada dicen los evangelistas ni demás autores del Nuevo Testamento acerca de los más admirables milagros de Jesús, porque siempre recomendaba a sus discípulos que no dieran mucha importancia a tales fenómenos. Los milagros referidos en los evangelios fueron los de mayor dominio público. Las verdaderas maravillas eran demasiado sagradas para entregadas a los comentarios del vulgo.
Cuando el Maestro y sus discípulos llegaron a Caná, en donde anteriormente había operado su primer milagro, la conversión del agua en vino, realizó una de las más admirables manifestaciones de su oculto poder. Un conspicuo ciudadano de Capemaum, ciudad distante de allí unos veinticinco kilómetros, vino a Jesús en súplica de que curase a su hijo en casa moribundo, Y que se apresurara a ir a Capemaum antes de que muriese. Jesús miró con amable sonrisa al suplicante, diciéndole que se volviese a su casa porque su hijo ya estaba bueno y sano. Los circunstantes quedaron asombrados de la respuesta, y los incrédulos sonrieron maliciosamente previendo el fracaso del joven Maestro cuando se recibiese la noticia de la muerte del enfermo. Los que de entre sus discípulos no estaban muy firmes en la fe y eran de apocado ánimo, se descorazonaron al pensar en la posibilidad del fracaso. Pero Jesús prosiguió tranquilamente su instructiva labor con aire de seguridad y sin ulterior observación. Era la hora séptima cuando Jesús dijo que estaba sano y salvo el enfermo.
El padre apresuróse a regresar a su casa para ver si el Maestro había o no acertado. Transcurrieron en Caná dos días sin noticias de Capernaum. Los que se habían mofado cuando el festín de bodas reiteraron sus chacotas y el dicterio de «charlatán» volvió a pasar de labio en labio. Pero entonces vinieron noticias de Capemaum, diciendo que al llegar el padre a su casa lo había recibido gozosamente la familia con gritos de júbilo, porque a la hora séptima había remitido la fiebre y quedado el enfermo fuera de peligro.
Sin embargo, el milagro no era mayor que el realizado por los ocultistas en toda época ni que las análogas curaciones efectuadas por los terapeutas hipnóticos Y sugerentes de nuestros días.
Fue sencillamente la aplicación de las fuerzas sutiles de la naturaleza puestas en actividad por la concentración mental. Fue un ejemplo de lo que hay día se llama «tratamiento telepático». Al decir esto no intentamos en modo alguno menoscabar el mérito de la operación realizada por Jesús, sino tan sólo representar al lector que el mismo poder poseen otros hombres y no es «sobrenatural», sino la pura actuación de leyes naturales.
Por entonces ocurrió en la vida de Jesús un suceso con nueva manifestación de su poder, que relatan los evangelios, pero del cual da más pormenores la tradición oculta. Llegó Jesús a su familiar ciudad de Nazaret la víspera de un sábado y después del nocturno descanso asistió en la mañana del día siguiente al servicio religioso de la sinagoga de la localidad y ocupó el mismo asiento en que acostumbraba a acomodarse cuando de niño iba con José, y por supuesto que acudirían a su memoria los familiares recuerdos de su niñez. Mucha fue su sorpresa al oír que le llamaban para dirigir el servicio, pues conviene advertir que Jesús era por nacimiento y educación rabino o sacerdote regular, y por tanto tenía derecho a dirigir el servicio religioso. Sin duda sus convecinos deseaban escuchar sus exhortaciones. Ocupó Jesús la presidencia de la sinagoga y procedió a leer el servicio regular de la acostumbrada manera prescrita por los hábitos y leyes de la Iglesia. Sucediéronse ordenadamente las oraciones, los himnos y las lecturas. Llegada la hora del sermón, tomó Jesús el libro sagrado y escogió por tema el pasaje de Isaías que dice: «El espíritu del Señor está en mí porque me ha ungido para predicar la buena nueva, etc.» En seguida comenzó a explayarse sobre el tema: pero en vez de las usuales y esperadas frases áridamente vulgares, quisquillosas y de puro tecnicismo teológico, predicó de un modo a que no estaban acostumbrados los nazarenos. Su primera frase fue: «Hoy se ha cumplido esta escritura ante nosotros». El auditorio quedó profundamente impresionado por estas palabras.
Prosiguió Jesús refiriéndose al concepto que tenía de su ministerio y de su mensaje, y prescindiendo de toda precedente y rancia autoridad, proclamó valientemente que había venido a establecer un nuevo concepto de la Verdad, que subvertiría el sistema sacerdotal de formulismo y falta de espiritualidad, y que desdeñando fórmulas y ceremonias penetraría el espíritu de las sagradas enseñanzas. Reprendió después severamente la deficiencia de adelanto espiritual del pueblo judío, su materialismo y afán de goces corporales y su apartamiento de los supremos ideales de la raza. Predicó la mística doctrina y exhortó les a que se ocuparan en los problemas de conducta en la vida diaria. Expuso las enseñanzas de la Cábala en forma sencillamente inteligible y práctica, recomendó qué aspiraran a llegar a las cumbres de la espiritualidad y abandonaran los bajos deseos a que estaban apegados. Enumeró las malas costumbres y prejuicios de las gentes y censuró los mezquinos formulismos y supersticiones culturales. Exhortóles a que desecharan las ilusiones de la vida material y siguieran a la Luz del Espíritu doquiera los condujere. Estas y otras muchas cosas les dijo.
Entonces se alborotó la congregación, y desde los bancos llovieron sobre él las interrupciones, dicterios y contradictorias negaciones, mofándose algunos de que presumiera ser el portador del Mensaje. Otros le decían que obrase algún milagro en prueba de sus afirmaciones, a los que se negó resueltamente por considerar impropio y contrario a las costumbres ocultistas ceder a semejantes demandas. Entonces vociferaron llamándole charlatán e impostor y le echaron en cara la humildad de su nacimiento y la artesana condición de su padre, sin creer que tal hombre tuviese derecho a pretender la posesión de tan extraordinarios poderes y privilegios. Jesús respondió con la famosa frase: «Nadie es profeta en su tierra».
Sin atemorizarse por la hostilidad de sus convecinos, arremetió enérgicamente contra sus prejuicios y estrechez de miras, contra su mojigatería y supersticiones, y rasgando el velo hipócrita con que encubrían su falsa piedad, mostró les sus desnudas almas en toda su horrible impureza moral. Los abrumó de ardientes invectivas y cáusticas acusaciones, sin perdonar merecido dicterio.
Fuera de sí la encolerizada congregación, fingieron indignarse justamente los hipócritas y formalistas que se habían visto con tanto desprecio tratados por un presuntuoso joven de ínfima clase de su virtuosa población. Lamentaban haberle otorgado el lisonjero honor de presidir la sinagoga como muestra de consideración a un joven paisano que regresaba de una excursión misionera por el país y el extranjero, y que tan groseramente acababa de corresponder a la cortesía, demostrando con ello la poca estimación en que los tenía. Semejante conducta no era posible que la resistieran fuerzas humanas. Así es que descargó sobre él la tempestad. Todos los circundantes se levantaron de sus asientos y abalanzándose Contra Jesús lo echaron de la tarima y lo sacaron a empellones de la sinagoga, empujándolo después por las calles hasta los suburbios de la población. Jesús no se resistió Contra el atropello, pues consideraba indigno luchar con aquella gente; pero al fin se vio precisado a defenderse, porque la manifiesta intención de las turbas era arrojarlo a un precipicio abierto en una colina, allende los límites de la población. Esperó pacientemente a que lo empujaran hasta el mismo borde del precipicio, y cuando ya no faltaba más que un empellón para dar con él en el fondo del abismo, utilizó en defensa propia sus ocultos poderes. No quiso dejar tendidos sin vida a sus pies a quienes lo maltrataban ni nadie recibió golpe ni herida de sus manos, sino que volviéndose de pronto y con firme dominio de sí mismo les lanzó una sola mirada. ¡Pero qué mirada!
En ella se concentraba la poderosa Voluntad vigorizada por el oculto conocimiento y la mística disciplina. Era la mirada del Maestro ocultista cuyo poder no es capaz de resistir el hombre ordinario. Las turbas, ante la influencia de tan formidable energía retrocedieron presas de vil miedo y profundo terror. Se les erizaron los cabellos, se les desencajaron los ojos, flaquearon sus rodillas y con gritos de espanto emprendieron desordenada huida dejando paso libre al hombre misterioso que transcurría con aquella pavorosa mirada que parecía horadar el velo de la mortalidad y percibir cosas inefables y ocultas a la penetración humana. Sin detenerse a contemplar los lugares de su juventud, salió el Maestro de Nazaret, olvidando para siempre que había sido su residencia familiar. Verdaderamente no recibe el profeta honor en su patria. Quienes debieran haber sido sus más firmes mantenedores fueron los primeros en violentamente despreciarlo. El atentado de Nazaret fue la profecía del Calvario y Jesús no lo ignoraba. Pero había entrado en el Sendero y no retrocedía.
Dejando atrás a Nazaret, establecióse en Capemaum, que fue como si dijéramos su centro de operaciones o cuartel general durante el resto de su ministerio hasta su muerte. La tradición enseña que la madre y algunos hermanos de Jesús fueron también a vivir a Capemaum; y asimismo refiere la tradición que tanto los hermanos y hermanas que se quedaron en Nazaret, como los que se trasladaron a Capemaum, estaban penosamente enojados con él por su conducta en la sinagoga, que les había parecido irrespetuosa, y por ello le miraban como un excéntrico pariente cuyas andanzas habían perturbado a la familia. Se le conceptuaba hasta cierto punto como el «hijo malo» y «pariente aborrecible», excepto por su madre, que le amaba entrañablemente por ser el primogénito. La madre y algunos hermanos de Jesús se avecindaron en Capernaum, pero no quisieron recibirle en su casa, porque era un expulso y vagabundo. Refiriéndose una vez a esto, dijo que mientras las aves tenían su nido y los brutos su madriguera, el Hijo del Hombre no tenía donde reclinar su cabeza. Así vagabundeó por su propia patria lo mismo que hiciera por naciones extranjeras, como un asceta que se sustentaba de las limosnas de las gentes que le querían y escuchaban sus palabras. Vivió al estilo de los ascetas indostánicos que aún hoy día visten el amarillo sayal y empuñan el cuenco del mendicante sin moneda ni vales en su bolsa. Los ascetas judíos, que tal era Jesús, tienen hoy sus análogos en los mendicantes de India y Persia.
Pero conviene advertir que en la época de Jesús era rarísimo espectáculo el de un rabino que, renunciando a los emolumentos de su categoría sacerdotal, viviese ascéticamente o como misérrimo mendicante. Era tal proceder de todo punto contrario a las costumbres domésticas y ahorrativas de la raza, imitado de los esenios o de lejanísimos países; pero lo veían con malos ojos las autoridades y el pueblo, quienes preferían las sinagogas y el Templo con sus zalameros y bien nutridos sacerdotes de pomposas vestiduras y atractivas ceremonias.
Establecida en Capernaum su base de operaciones, dio Jesús a los discípulos algún tanto de organización, confiriendo a varios de ellos cierta autoridad y ordenándoles el cumplimiento de determinados deberes de su ministerio. Por algún motivo eligió sus lugartenientes de entre los pescadores que habían ejercido este oficio en aguas de Capernaum. Los pescadores de peces se convirtieron en pescadores de hombres. Muy popular fue Jesús entre el gremio de pescadores, y las tradiciones, así como el Nuevo Testamento, refieren que a veces, cuando los pobres pescadores no habían pescado nada en todo el día, les mandaba que tendieran sus redes en determinado punto y con gozosa sorpresa las sacaban rebosantes de peces.
Numerosas pruebas de su bondad dio Jesús por doquiera fue, de modo que los pobres y humildes le miraban y hablaban como amigo del pueblo; pero esta popularidad le concitó la animadversión de las autoridades que achacaban sus buenas obras a móviles egoístas, entre ellos el de subvertir en su favor las masas para con su apoyo proclamarse Mesías. Así, cada obra de compasión y misericordia de Jesús, era nuevo incentivo del receloso odio que habían sentido siempre hacia él las autoridades civiles y eclesiásticas.
Su deseo de aliviar el sufrimiento de los pobres y desvalidos le dio mucho prestigio entre ellos, al paso que lo desdeñaban las llamadas clases superiores. Jesús decía que la plebe era la sal de la tierra, y en cambio la plebe lo miraba como su campeón y consejero.
Especialmente en los enfermos empleaba sus ocultos poderes e hizo maravillosas curaciones de las que sólo unas cuantas habla el Nuevo Testamento; pero la tradición oculta refiere que las curaciones eran diarias y que por doquiera iba dejaba tras sí numerosas gentes sanadas de toda clase de enfermedades y que centenares de enfermos acudían a que los curase. Dice el evangelio que a muchos curó por el sencillo procedimiento de imposición de manos, el preferido de los terapeutas ocultistas.
Dícese que estando en Capernaum le llamó la atención un loco que de repente se puso a gritar: «Sé que eres el único Hijo de Dios». Jesús le dirigió algunas palabras de autoridad y le curó de su trastorno por métodos que emplean cuantos ocultistas conocen la índole de los trastornos síquicos. Los cristianos vulgares de hoy día no creen en la posesión demoníaca, pero Jesús compartía la creencia en la obsesión, según la entienden los metapsíquicos, si juzgamos por las palabras que empleó para curar la dolencia de aquel perturbado. Aconsejamos al lector que consulte los evangelios en consonancia con estas lecciones, a fin de estudiar el asunto con arreglo a las normas consuetudinarias pero iluminadas por la interpretación mística del cristianismo.
La fama terapéutica de Jesús no tardó en abrumar sus energías físicas, pues diariamente realizaba una labor capaz de una docena de hombres y su naturaleza se rebelaba contra el exceso de trabajo a que la sometía. Las calles de Capernaum se llenaron de gentes anhelosas de curación, como si toda la ciudad estuviese enferma. Al fin notó que su obra como terapeuta sobrepujaba a la de instructor, y después de un período de meditación, dejó de escuchar los clamores de los pacientes que en Capernaum le solicitaban y reanudó su peregrinación como instructor, de modo que de allí en adelante sólo curaba incidentalmente y dedicaba la mayor parte del tiempo en predicar la Verdad a quienes estaban dispuestos a escucharla. Muy penoso fue para un corazón tan tierno como el de Jesús desatender el enjambre de enfermos acudidos a Capernaum, pero necesario le era hacerlo así, porque de lo contrario se hubiera limitado a ser un terapeuta ocultista de enfermedades del cuerpo en vez de Mensajero de la Verdad cuya obra había de encender en muchos lugares la Llama del Espíritu que sería la verdadera Luz del Mundo mucho después de pulverizados los cuerpos físicos de los vivientes entonces.
Seguido de sus discípulos se marchó Jesús a campo abierto para difundir las alegres nuevas e infundir en los corazones la paz que trasciende toda comprensión.