IX

La primera semana de noviembre, cuatro días después del abandono del aeropuerto, se marcharon los últimos italianos. La ciudad quedó sin gobierno. La situación duró cuarenta horas. A las dos de la madrugada entraron los griegos. Permanecieron unas setenta horas y nadie los vio. Todos los postigos de las ventanas estaban cerrados. Nadie salió a la calle. Los mismos griegos se movían, al parecer, de noche. El jueves a las diez de la mañana, bajo una lluvia helada, volvieron a entrar los italianos. Éstos permanecieron treinta y una horas. Seis horas después de su marcha entraron otra vez los griegos. La segunda semana de noviembre se repitió prácticamente la misma operación. Volvieron a entrar los italianos. Esta vez se quedaron alrededor de sesenta horas. Los griegos entraron inmediatamente después de su marcha y pasaron la mañana y la tarde del viernes en la ciudad, pero el sábado por la mañana la ciudad amaneció completamente abandonada. Los griegos se habían ido. Los italianos, quién sabe por qué, no habían vuelto. Tampoco los griegos. En esta situación transcurrieron el sábado y el domingo. El lunes por la mañana se oyeron en la calle, donde durante varios días no se había percibido ninguna presencia humana, los pasos de alguien. A ambos lados, las mujeres abrieron las ventanas con precaución: pasaba Llukan Burgamadhi. Llevaba sobre el hombro derecho la vieja manta de color café y en la mano un hatillo con pan y queso. Parecía regresar a casa. —¡Eh, Llukan! —gritó desde su ventana la mujer de Bido Sherif.

—Estaba allí —dijo Llukan, señalando la fortaleza con la mano—; fui a presentarme, pero ya ves, la cárcel no funciona.

Su voz sonaba casi triste. El cambio reiterado de poderes había interrumpido su último encarcelamiento y, aparentemente, eso lo disgustaba.

—Así que no hay ni griegos ni italianos.

—Yo no sé nada de griegos ni de italianos —dijo Llukan enojado—. Sólo sé que la cárcel no funciona. Las puertas están abiertas. Es para echarse a llorar.

Alguien le preguntó algo más, pero Llukan no respondió. Continuó con sus maldiciones.

—¡Tiempo infame en un lugar infame! Ni en. la cárcel se puede estar; ¿cómo voy a perder el tiempo arriba y abajo yendo todos los días a lo alto de la fortaleza y volviéndome otra vez con las manos vacías? Pasan los días y mi condena no se cumple. Todos mis planes se van al garete. Bien dicen: Italia piojosa, ignorante. ¡Ah, lo que me ha contado un compañero de las cárceles de Escandinavia! ¡Eso sí que son cárceles! Entra uno en buen orden y sale en buen orden. Con plazos fijos, con papeles en regla. No se abren las puertas a tiempo y a destiempo como en una casa de putas.

Las mujeres cerraron los postigos rápidamente, pues Llukan Burgamadhi empezaba a utilizar palabras obscenas. Sólo la madre de Aqif Kaxahu, que estaba sorda, permaneció en la ventana y replicó a Llukan.

—Así es, desdichado, así es. Tienes razón para enfadarte, hijo. ¡Desgraciado tú que no has visto un solo día feliz! Toda la vida pudriéndote en las cárceles. Los gobiernos cambian, pero tú sigues encerrado.

Los pasos de Llukan Burgamadhi se alejaron y la calle quedó nuevamente solitaria. El gato de Nazo atravesó corriendo el empedrado. La gata joven de doña Pino salió al tejadillo de la entrada para espiarlo. Cerca de la hora de la comida pasó un perro desconocido. Por la tarde, a excepción de un pordiosero, no hubo ningún movimiento.

Al día siguiente por la mañana, cuando Llukan Burgamadhi volvió otra vez de la cárcel mascullando insultos, con la manta al hombro y el talego de la comida en la mano, todos supieron que comenzaban los días sin gobierno.

Se abrieron las primeras puertas. La calle fue animándose poco a poco. Hubo quien se aventuró hasta el centro de la ciudad, donde la taberna «Addis Abeba» estaba abierta. En la plaza, el viento impulsaba contra los muros girones de periódico. Había latas vacías por el suelo. El edificio del ayuntamiento resultaba sombrío con las puertas y las ventanas cerradas. Algunas personas rebuscaban en torno a unos cajones vacíos y abandonados, sobre los que podían distinguirse unas letras latinas y griegas, escritas en negro. En el pedestal del único monumento de la ciudad se veían pegados, unos sobre otros, los bandos de los comandantes italiano y griego. Estaban medio rasgados. Alguien encajaba cuidadosamente algunos fragmentos: «Tzakis», «Kat», «K», «NT». La persona en cuestión, con las solapas de la chaqueta alzadas, balanceaba con insistencia la cabeza, pues al parecer no lograba componer palabras completas. El viento frío le arrancaba de las manos los pedazos de papel.

Aquellos carteles, rotos por la lluvia y el viento, era lo único que había quedado del ajetreo de los últimos días. La ciudad se había quedado sin gobierno. En el transcurso de un brevísimo espacio de tiempo había perdido los aeroplanos, la batería antiaérea, la sirena de alarma, la casa pública, el proyector y las monjas.

Atraída durante un tiempo por la aventura, después de conocer el sabor del cielo y de los peligros internacionales, la ciudad se sentía aturdida y se refugiaba de nuevo en sus viejas piedras. Sus vínculos con el cielo se habían quebrado de modo definitivo. La lluvia y el viento se esforzaban por devolver el sueño a sus miembros alterados. Aún estaba desquiciada. Los aviones desconocidos que la sobrevolaban ahora no la conocían o fingían no conocerla. Volaban a gran altura dejando atrás un murmullo de menosprecio.

Una de aquellas mañanas, doña Pino, después de cerrar con cuidado la puerta, salió a la calle.

—¿Dónde vas, querida Pino? —le preguntó desde la ventana la mujer de Bido Sherif.

—De boda.

—¿De boda? ¿Pero quién se casa en estos tiempos?

—Se casan —respondió doña Pino—, la gente se casa en todos los tiempos.

El hecho de que doña Pino fuera de boda significaba que la ciudad era capaz de vivir sin gobierno. No obstante, los tiempos eran inciertos, como todos los períodos transitorios. Las normas de vida se habían roto. El juzgado no funcionaba. El periódico no salía a la calle. Ya no había ni bandos del ayuntamiento, ni carteles, ni ordenanzas. Las noticias, tanto nacionales como internacionales, corrían de boca en boca. Su fuente principal era una vieja, desconocida hasta entonces, cuyo nombre se difundió rápidamente durante aquellos días sin rostro. Se llamaba Sose, pero la mayoría la llamaba la «vieja noticia».

Deambulaban por la ciudad los evadidos de la cárcel, algunos leprosos y también algunos rostros desconocidos. Todo era cambiante e indefinido. Las plazas, las callejas, las columnas, guardaban su secreto. La desconfianza de las puertas era manifiesta. Las ventanas, cubiertas por mantas desde el tiempo de los bombardeos, habían quedado marginadas de la vida. Los días eran fríos, sin rostro. Sólo las chimeneas llevaban una vida verdaderamente intensa. Fue entonces cuando reapareció Xexo. Los repiqueteos de la puerta me golpearon la cabeza como un martillo. Quise esconderme, desaparecer, pero ya era inútil. Subía las escaleras, jadeante. Los miedos, las noticias, los sucesos correteaban ante ella como pequeños gatos negros. Era verdaderamente inútil.

—¡Ah, Xexo! —dijo la abuela.

—¡Ah, Xexo! —dijo mamá.

—¿Cómo estás, Xexo? —dijo papá—. ¿Dónde te has metido durante tanto tiempo?

Xexo no respondió. Como de costumbre, se dirigió de inmediato a la abuela.

—¿Has visto, querida Selfixe, cómo resultó lo que yo decía? ¿Has visto qué nos ha enviado el Señor, o no? Te lo advertí, Selfixe: va a manar agua negra de la tierra. Y ahí lo tienes: salió agua negra. ¿Has visto los hoyos de las bombas en Hazmurat? ¿Y en Mechite? ¿Y en Palorto de arriba? Agua negra por todas partes.

—¿Cómo es el agua negra? —pregunté en voz baja a mamá.

—El agua negra sale de la tierra cuando caen las bombas —respondió.

—Pero este pueblo no cambia, no cambia —gritó Xexo con voz ronca, amenazante—. ¿Te has enterado? Han robado el brazo del inglés del mu… mu…, como se llame…

—El museo —dijo papá.

—Lo han robado, Selfixe. Lo han robado.

—Pero ¿quién?, ¿por qué? —preguntó mamá.

—¿Por qué va a ser? Porque están poseídos por el diablo, querida. Porque éste es el tiempo del maligno. Todo en esta hora se vuelve del revés. Dios nos arrojó un brazo inglés, pero espera y verás cuando nos tire barbas alemanas, uñas judías y narices de negros.

Xexo habló y habló durante largo rato. Mientras lo hacía, yo intentaba imaginar cómo se las ingeniaría Dios para conseguir que nevara uñas, pelos, barbas y narices. Pensaba también en el maligno. En cuanto se marchara Xexo le preguntaría a la abuela por él. ¿Por qué se había descarriado? ¿Por dónde iba y quién le prohibía andar por el buen camino? Quizá se hubiera vuelto malo precisamente porque no lo dejaban andar por el camino recto. Cualquiera, si le prohibes que ande por el camino recto, se vuelve malo. Sentía lástima del maligno, de aquel pobre descarriado.

Por la calle pasaba Maksut. Llevaba una cabeza bajo el brazo que me resultaba conocida. Hacía tiempo que no veía a su bonita esposa. Hasta que llegara la primavera y saliera de nuevo al porche debería pasar mucho tiempo. En su casa debía de haberse levantado ya toda una pirámide de cabezas cortadas, como las de Gengis Khan. ¿Qué estará haciendo… rgarita? (Su silueta, su cara, su nombre, acudieron amputados a mi memoria, como un pan roído por los ratones.)

Xexo se fue. Las sospechas respecto al robo del brazo del inglés recayeron en principio sobre Qani Kekez, después sobre el cronista Xivo Gavo. Otros sospechaban de un granuja de Varosh. Decían que era posible que hubiera vendido el brazo a un monasterio situado más allá de la montaña.

La ciudad se ocupaba de sucesos ínfimos, irrelevantes. El vagabundo Lame Kareco Spiri vagaba por las calles, borracho, suspirando por el burdel.

—Lo han cerrado, lo han cerrado —decía lloriqueando—. Mi cálido refugio, mi nido. Mi pequeña casa alfombrada de plumas. Me la han cerrado, amigos, me la han cerrado. ¿Qué voy a hacer yo ahora, pobre de mí? ¿Dónde voy a refugiar mis huesos en estas noches de invierno? Llukan Burgamadhi se unía a él con frecuencia. —Mi cálido refugio, mi nido de plumas —repetía miméticamente Llukan.

—¡Largaos, bribones, no tenéis vergüenza! —les gritaban las viejas—. Despeñaos por ahí.

—¡Ay, nidito mío perdido! ¡O solé miol —suspiraba como chalado Lame Kareco Spiri, lanzando besos a las viejas con la mano.

—¡Lárgate, perdido! ¡Así te parta un rayo y te borre de la superficie de la tierra!

—Como si las estrellas no brillaran, como si el sol se hubiera apagado.

—Como si el sol se hubiera apagado —repetía Llukan. —¡Que os abrase a los dos, malditos! Era en verdad un período de monotonía. Todo se arrastraba por el suelo. Las vacas seguían pastando en el campo del aeropuerto. Dino Chicho había interrumpido sus investigaciones. Su imaginación decaía.

Precisamente en esta fase de somnolencia, la ciudad intentó una vez más restablecer contacto con el gran mundo y lo hizo mediante el viejo antiaéreo de la fortaleza.

El cañón, abandonado desde los tiempos de la monarquía en la torre occidental de la fortaleza, se divisaba desde cualquier rincón de la ciudad. Su largo cuello, con cierto cansancio, apuntaba siempre hacia el cielo. Era un objeto familiar y querido por todos, igual que su vecino, el viejo reloj instalado en la otra torre, muy cerca. Pero con el paso de los años, la gente había olvidado casi la utilidad de aquel largo cañón, con sus manivelas, ruedecillas y mecanismos que había en su base. Desde el momento de su inauguración (los viejos recordaban perfectamente la fiesta que había organizado el ayuntamiento, los discursos patrióticos, la música, las botellas de cerveza y al gitano Lamche que, después de emborracharse como una cuba, se había tirado desde el muro de la fortaleza y se había hecho trizas sobre el camino) el antiaéreo no había disparado nunca.

El día del primer bombardeo, cuando tras el susto inicial la gente se escondió en los sótanos, en el fondo de sus conciencias refulgió débilmente el recuerdo del arma. Recordaron que aquel largo tubo metálico, aquellos instrumentos y mecanismos que llevaban el nombre de antiaéreo estaban hechos precisamente para una oportunidad como aquella. Les resultó casi como una revelación y entonces se preguntaron unos a otros, algunos con sorpresa, otros con irritación:

—¿Y nuestro antiaéreo? ¿Por qué no ha disparado nuestro antiaéreo?

—Es verdad, la ciudad tiene un antiaéreo. ¿Por qué no se ha oído funcionar?

La primera desilusión fue amarga, sobre todo para nosotros, los chiquillos. Cuando la gente volvió a salir a la calle, volvían la cabeza hacia la torre occidental, donde su tubo continuaba perfilándose, cansado y macizo, sobre el fondo del cielo.

Por la tarde se supo la verdad sobre el silencio del antiaéreo: tenía un defecto. Los mecánicos del ayuntamiento comenzaron a trabajar aquella misma noche en su reparación. Al día siguiente por la mañana, las mujeres se preguntaban unas a otras desde las ventanas:

—¿Lo han arreglado?

—No, aún no.

—¿Por qué no?

La pregunta se repitió en todas partes. Cada mañana, cada tarde, cada noche. El defecto era, al parecer, grave. Entonces llegó la batería antiaérea, la que derribó luego al primer avión inglés. Dos días más tarde, el viejo antiaéreo disparó por primera vez. El regocijo general, sobre todo de los niños, fue incontenible. En contraste con las ráfagas de la batería, el estampido del cañón era aislado y poderoso. Había en él algo verdaderamente regio.

Pero ni aquel día ni el resto de los días consiguió derribar ningún aeroplano. En la bodega, Ilir me repetía a diario: «Es terrible, seguro que hoy derriba alguno». Pero no sucedió así. Cada día, al salir del sótano, nos invadía la tristeza. Nos acercábamos a los mayores para escuchar lo que decían. Lo que oíamos era amargo. No tenían la menor confianza. Tras cada bombardeo no se cansaban de repetir:

—Es demasiado viejo para derribar los aviones de hoy en día.

Durante las semanas en que la ciudad estuvo pasando alternativamente de manos de los italianos a las de los griegos, y viceversa, nadie tocó el antiaéreo. Si los italianos estaban en la ciudad, disparaba, como de costumbre, contra los aviones ingleses. Cuando entraban los griegos, disparaba contra los aviones italianos, que bombardearon cuatro veces seguidas. Ninguno de los contendientes tocó el antiaéreo en el transcurso de las evacuaciones. Estas se hacían con gran rapidez y con enorme alboroto, de modo que a ambas partes debía de resultarles difícil bajar el pesado cañón desde lo alto de la fortaleza. O se trataba quizá de que, con el desbarajuste, se olvidaban de él o aparentaban olvidarlo, seguros de que, cuando recuperaran la ciudad, volverían a encontrar allí aquel viejo socarrón, igual que lo habían encontrado las veces anteriores.

Uno de aquellos días sin gobierno apareció en el cielo un aeroplano desconocido, procedente de una dirección de la que nunca procedían los aviones. Quizá se tratara del mismo piloto despistado que una semana antes había arrojado sobre la ciudad unas hojillas escritas en alemán que comenzaban con el siguiente llamamiento: «¡Ciudadanos de Hamburgo!».

Los aeroplanos desorientados, que daban vueltas sin objeto alguno sobre la ciudad, se habían convertido últimamente en algo común. Sin duda extraviaban el rumbo tras algún enfrentamiento, o fingían hacerlo, de camino hacia el frente. Seguramente no querían dirigirse hacia el lugar preestablecido y por eso, en cuanto se presentaba la ocasión, sobre todo si hacía mal tiempo, se separaban de sus compañeros y emprendían paseos caprichosos por el cielo, esperando a que transcurriera el tiempo de servicio. Hacían poco más o menos lo mismo que nosotros cuando alguna mañana, en lugar de acudir a la escuela, nos íbamos corriendo al campo y regresábamos a casa a la hora de comer.

El aeroplano desconocido volaba con lentitud, cansinamente, como con desgana. Debía de regresar de alguna confrontación, aunque procedía de una dirección sumamente sospechosa. Más tarde, intentando comprender por qué el piloto despistado —con toda probabilidad el mismo que arrojara días atrás las octavillas de Hamburgo— había dejado caer de pronto una bomba sobre la ciudad, la gente pensó que quizás había comprobado durante el vuelo que le sobraba una y se preguntaba dónde podría deshacerse de ella. (Normalmente, los pilotos despistados arrojaban las bombas en el interior de los bosques o sobre las montañas.) En ese momento había visto a sus pies nuestra ciudad y se había dicho: «Pues tiraré la bomba sobre esta ciudad de la que no conozco ni el nombre». Y la había dejado caer. Pero en aquella ocasión la ciudad no se resignó. Hacía tiempo que el largo cañón del antiaéreo excitaba su fantasía en aquellos días de aburrimiento. El deseo de volver a entrometerse en los asuntos del cielo estaba a punto de despertarse. La tentación de castigar el cielo se tornaba especialmente intensa cuando pasaban aviones desconocidos.

Era uno de aquellos raros días en que habíamos salido a jugar. Nos habíamos alejado mucho, hasta el pie de la fortaleza, allí donde se alza la casa solitaria del artillero Avdo Babaramo. En la bodega o en el café, el viejo Avdo solía contar historias de guerras y, aunque nosotros no habíamos visto en sus manos más que pepinos y calabazas y nunca balas de cañón, ello no impedía que gozara del respeto de todos.

Cuando se oyó el ruido del motor estábamos jugando precisamente a la puerta del viejo Avdo. Algunos transeúntes se detuvieron y, haciendo visera con la mano para defenderse de la luz, buscaban con los ojos el aeroplano.

—¡Mira dónde está! —dijo uno.

—Parece un avión italiano.

El viejo Avdo y su anciana mujer salieron a la ventana. Otras personas se detuvieron en el camino, poniéndose también las manos sobre la frente.

El avión volaba lento. El ruido llegaba ondulante, ronco, solitario. Entre la multitud se hizo el silencio. De pronto, alguien volvió la cabeza hacia las ventanas de Avdo Babaramo y le gritó:

—¡Viejo Avdo, ¿por qué no disparas de una vez con el antiaéreo desde allá arriba? Sacúdele bien a ése que viene a fastidiar.

La multitud murmuró. A nosotros se nos salía el corazón por la boca.

—¡Tírale, viejo Avdo! —gritamos dos o tres.

—Dejad en paz a ese diablo —dijo el viejo Avdo con severidad desde la ventana—. Que se vaya a donde quiera.

—Derríbalo, viejo Avdo —gritamos todos los chavales.

—¡Basta ya, diablillos! —dijo alguien—. Guardad silencio.

—¿Por qué se van a callar? Tienen razón. Dispárale, Avdo. Mira dónde está el cañón, sin servir para nada.

—¿Qué falta nos hace meternos en líos? —dijo Harilla Lluka apareciendo entre la multitud—. Mejor será dejar que siga su camino, no vaya a ser que se enfade y la emprenda con nosotros…

—Bastante hemos aguantado ya, muchacho.

El rostro de Avdo Babaramo comenzó a ensombrecerse, después se iluminó. Una vena fina, azul, se le abultaba en la frente. Encendió un cigarrillo.

—¡Tírale, viejo Avdo! —gritó Uir, casi con un gemido.

De pronto, el avión dejó caer algo negro por la cola y poco después se oyó el estallido de una bomba.

Sucedió entonces algo maravilloso que a nosotros nos pareció imposible. Prácticamente toda la multitud gritó encolerizada:

—¡Dispara a ese perro, viejo Avdo!

Había salido a la puerta. Sus ojos centelleaban y no paraba de tragar saliva. Su mujer salió tras él, alarmada. El aeroplano volaba lentamente sobre la ciudad. Sin comprender cómo, el viejo Avdo se encontró en medio del gentío, que ascendía por el empinado camino en dirección a la entrada de la fortaleza.

—¡Tírale, dispara a ese perro! —se oía por todas partes.

La torre del antiaéreo estaba justo sobre el camino. El viejo Avdo, al frente de la turba enfurecida, atravesó el umbral de la fortaleza.

—¡Rápido, viejo Avdo! —gritaban todos—. ¡Se marcha! ¡Se marcha!

No se nos permitió entrar en la fortaleza. Nos quedamos fuera, aplaudiendo de impaciencia, ya que el avión se alejaba hacia las montañas. Todo el mundo volvió a gritar:

—¡Se marcha! ¡Se marcha!

Pero de pronto el aeroplano dio un giro y comenzó a aproximarse de nuevo. Desde luego volaba sin objeto alguno.

Se oyeron voces a lo lejos:

—¡Las gafas, las gafas!

—¡Rápido, las gafas!

—¡Las gafas del viejo Avdo!

Alguien corrió como un poseso hacia abajo y con idéntica velocidad volvió a subir, llevando en la mano las gafas del viejo Avdo.

—Ahora disparará —gritó alguien.

—El avión viene hacia aquí.

—Se acerca como un cordero que va al matadero.

—¡Dale, viejo Avdo, que salga humo!

El cañón disparó. Nuestros gritos no eran más débiles que su estampido. Nos estallaba el corazón de alegría. Ahora gritábamos todos: los hombres, las mujeres, las viejas y, por supuesto, nosotros.

El antiaéreo disparó otra vez. Esperábamos que el aeroplano se desplomara al primer tiro, pero no cayó. Volaba lentamente sobre la ciudad, como si el piloto se hubiera dormido. No tenía ninguna prisa.

Cuando el cañón disparó por tercera vez, el avión estaba justo sobre el centro de la ciudad.

—Ahora lo derriba —gritó una voz ronca—. Ahora sí que lo abate, ya que está ante sus mismas narices.

—¡Dale a ese perro!

—¡Dale al hijo de puta!

—¡Dale, hombre, dale!

Pero el aeroplano no caía. Comenzó a alejarse por el norte. El antiaéreo disparó aún varias veces más, antes de que el avión quedara fuera de su alcance.

—¡Ah, no se da buena maña el viejo Avdo, no! —dijo alguien.

—Él no tiene la culpa; está acostumbrado a los cañones antiguos.

—¿A los cañones de Turquía? —preguntó Ilir.

—Quizás.

Suspiramos. Teníamos la garganta seca.

El antiaéreo disparó una vez más, pero el avión estaba ya muy lejano. Había una altanería odiosa en su vuelo.

—¡Se escapa, el muy perro! —dijo alguien.

Ilir tenía lágrimas en los ojos. Yo también. Cuando el antiaéreo disparó el último obús y la gente empezó a dispersarse, una niña pequeña rompió a llorar desconsoladamente.

El gentío descendía de la torre con Avdo Babaramo al frente. Estaba pálido. Las manos le temblaban mientras se enjugaba la frente con un pañuelo. Sus ojos miraban en torno desconcertados, sin detenerse en parte alguna. Su mujer le salió al paso atravesando la multitud.

—Ven, querido —le dijo—. Ven a echarte, que estarás cansado. Estas cosas ya no son para ti. Tú eres un hombre de buen corazón. Ven.

El hombre quiso decir algo, pero no pudo. La saliva se le había secado. Sólo cuando hubo traspuesto el umbral, volvió la cabeza y componiendo una expresión difícil dijo algo con esfuerzo, entre el dolor y la sonrisa.

—No estaba escrito.

La gente se iba.

—No estaba escrito —repitió el artillero, paseando su mirada por todos los asistentes, como si buscara su aprobación antes de que se marcharan y lo dejaran solo con su fracaso.

—No te preocupes, viejo Avdo —le dijo un muchacho—. Ya probaremos otro día y seguro que entonces acertamos.

El viejo Avdo cerró la puerta…

La gente se dispersó.


DECLARACIONES DE LA VIEJA SOSE (a falta de crónica)


Me duelen las articulaciones. Tendremos un invierno húmedo. Ha estallado una guerra asesina en todas partes, hasta en el país del Imperio del Sol, donde la gente es amarilla. Los ingleses envían dinero e incluso oro a todos los países. Stalin, el de la barba roja, fuma en pipa y piensa, piensa constantemente. Dice: «Tú sabes mucho, inglés, pero yo también sé». «¡Ah, querida Xiko Hanxe», dijo anteayer Majnur, la dueña de los Kavoj, a Hanxe, la de los Pleshtaj, «a ver si se acaba esta guerra con el griego, que me muero por una anguila de Janina». «Aparta, perdida», le replicó Hanxe, «a mí se me mueren los niños por falta de pan y tú me vienes con anguilas de Janina». Y se pusieron a decirse insultos, como muerta de hambre, italiana, eso y aquello. En cuanto se abra el ayuntamiento, a Avdo Babaramo le van a poner una multa por disparar con el cañón sin permiso del gobierno. Dicen que, cuando lleguen las primeras nieves, ya se habrá acabado la guerra contra Grecia. La nuera de los Kailaj está otra vez preñada. Las de los Puse están las dos de nueve meses, como si se hubieran puesto de acuerdo. La vieja Hava ha caído en cama. «No pasaré de este invierno, no», dice. Quiere hacer testamento. Murió por fin la pobre Qazime. ¡Que Dios la tenga en su gloria!

Загрузка...