II

Habían venido de visita Xexo y doña Pino. Sentadas en el diván de la sala grande, sorbían el café y charlaban con la abuela. Xexo estaba inquieta. La abuela parecía más calmada, aunque no lograba ocultar cierta alarma interior. Doña Pino, menuda, toda vestida de negro, meneaba continuamente la cabeza canija y tras cada palabra de Xexo repetía como espantada: «¡Es la hecatombe!». Me interesaba mucho su conversación y la escuchaba con atención. Hablaban de Isa, el hijo mayor de Mane Voco, quien la semana anterior había hecho algo sin precedentes: se había puesto gafas.

—Cuando me lo dijeron no podía creerlo —decía Xexo—; me levanté, me puse el pañuelo en la cabeza y corrí a casa de Mane Voco. El pobre Mane aún lo sobrellevaba, pero las mujeres tenían el rostro descompuesto. Parecían petrificadas. Estuve por preguntarles qué desgracia les había llegado, pero no me atrevía. No lograba articular palabra. Cuando, de pronto, entró él. Los cristales de las gafas despedían luz. «¿Qué tal, cómo estás?» me dijo. Y pensé que lo mejor sería estar muerta. Se me hizo un nudo en la garganta. No sé cómo me contuve y no me eché a llorar. Miró unos libros en la estantería, después se paró junto a la ventana y, puedes creerlo, se quitó las gafas y las dejó en el alféizar. Después se restregó los ojos con el revés de las manos. Su madre y sus hermanas lo miraban fijamente y les temblaban los labios. Yo, zas, alargué la mano, cogí las gafas y me las puse. ¿Qué voy a deciros, queridas mías? Como si me hubiera vuelto loca. Ese cristal ha de estar maldito. El mundo se volvió todo círculos, como los círculos del infierno. Un movimiento, una ofuscación, un girar, todo se desplomaba y daba vueltas como si lo empujara el diablo. Me las quité a todo correr, me levanté y me marché como una loca.

Xexo suspiró hondamente. La abuela dio la vuelta a la taza.

—¿Por qué habrá hecho eso Isa? —dijo la abuela con amargura—. Un gran muchacho, prudente, inteligente. Que lo hiciera un vago como Lame Kareco Spiri, pase, pero Isa…

—Es la hecatombe —dijo doña Pino.

—Así es, querida Selfixe —prosiguió Xexo—, después nos quejamos de los males que padecemos. Nuestra es la culpa, nuestra. Ayer construyen una casa de papel, hoy los jóvenes se ponen anteojos, mañana quién sabe qué irá a suceder. Pero el que está allá en lo alto —Xexo alzó el dedo hacia el cielo y su voz se tornó amenazadora— lo ve todo, todo lo vigila. Nos lo hará pagar bien caro.

—Es la hecatombe —dijo doña Pino.

Cuando Xexo mencionó la casa de papel, volví sin querer la cabeza hacia el barrio de Gjobek, allí donde aquella extraordinaria casa de fibra, edificada unas semanas antes por los italianos para sus monjas, se erguía entre las severas casas de piedra, extraña e incompatible. Esta construcción insólita desazonó durante largo tiempo a mucha gente. ¿Qué es esta casa de papeí?, decían las viejas que habían visto mundo y habían llegado hasta Turquía. Hemos visto muchas cosas, pero jamás oímos hablar de casas de papel. Son cosas del diablo.

Juzgaban ahora al hijo de Mane Voco con las mismas palabras pavorosas que habían utilizado entonces con la casa de fibra. ¿Por qué, oh monstruo, te has empeñado en ver el mundo del revés? ¿Qué ha pasado para que te rebeles cf y nos envenenes la existencia?

Hablaron largamente de aquel asunto y yo las escuchaba con atención, pues lo que había hecho el hijo de Mane Voco estaba relacionado con un secreto mío. También yo me había puesto varias veces uno de aquellos vidrios malditos. Lo había encontrado en el viejo baúl de la abuela y, jugando con él, me lo llevé un día al ojo. Para mi sorpresa, vi de pronto cómo el mundo se trastocaba.

Bruscamente, los contornos de las casas se tensaron, se redujeron, se tornaron implacablemente nítidos. Durante largo rato, mientras sostenía el cristal pegado a un ojo y cerraba el otro, observé el amplio panorama que se divisaba desde nuestra casa. La visión era sorprendente. Se diría que una mano invisible, como un cristal opaco, hubiera velado hasta entonces el mundo, que ahora se desplegaba ante mí flamante, diáfano. De todos modos, no me gustó el mundo así. Estaba acostumbrado a verlo siempre tras un soplo de vaho, en el que sus contornos se fundían y se disgregaban libremente, sin preocuparse demasiado por las reglas que determinan la definición de los límites. Como si nadie pidiera cuentas a los aleros de los tejados, a las calles o a los postes del teléfono por su leve alejamiento de sus posiciones establecidas. Y sin embargo, a través de ese vidrio redondo, el mundo me resultó rígido, prisionero de formas y ataduras, avaro, incapaz de ofrecer otra cosa que lo ya existente. Semejante a una casa en la que todo, el aceite, el agua, la harina, está calculado al milímetro y nada sobra ni nada se derrama de manera accidental.

No obstante, el cristal me fue de gran utilidad para ver películas. Antes de ir al cine lo lavaba con agua y lo guardaba en el bolsillo. En cuanto apagaban las luces de la sala, lo sacaba y me lo colocaba en el ojo derecho, cerrando el izquierdo. De regreso a casa nadie entendía por qué uno de mis ojos estaba siempre como paralizado. Una tarde, dos gitanos a los que había llevado al cine me miraron con gran extrañeza cuando saqué el cristal y después, durante la proyección, escuché cómo murmuraban varias veces entre sí: «¿Será un espía?».

—Es la hecatombe —exclamó de nuevo doña Pino.

Pero ya habían comenzado sus charlas habituales y aburridas acerca de las apreturas económicas, que no me gustaba escuchar. Para entonces ya me devanaba los sesos intentando comprender cómo es que las personas sólo veían con los ojos y no con los dedos también, o con las mejillas o con alguna otra parte del cuerpo. A fin de cuentas, los ojos no eran sino un pedazo de carne más de nuestro cuerpo. ¿Cómo era que el mundo se metía allí dentro? ¿Cómo no reventábamos con toda esa gran masa de luz, extensión y colores que se derramaba sin descanso en nuestro interior a través de los ojos? Hacía tiempo que me atormentaba el enigma de la visión. Sobre todo el misterio de la ceguera, ante la cual sentía verdadero espanto. Quizás ese miedo se debiera al hecho de que la mayor parte de las maldiciones que escuchaba tenían como objeto los ojos. Al mirar en una ocasión el lavabo embozado, el desagüe me pareció un ojo ciego. Así es como se ciegan los ojos, pensé. El flujo de luz, repleto de imágenes disueltas, no consigue pasar por los orificios de los ojos y eso es la ceguera. Vehip el Ciego, el trovista de la ciudad, tenía justo una humedad oscura así en las cuencas de los ojos.

Ver. ¡Qué cosa tan inexplicable! Vuelvo mi cara hacia los barrios bajos de la ciudad y mis ojos, como dos bombas poderosas, comienzan a aspirar la luz y las imágenes: tejados, chimeneas, alguna higuera aislada, calles, transeúntes. ¿Sienten ellos que yo lo aspiro? Cierro los ojos. Stop. El flujo se detiene. Abro los ojos. El flujo continúa.

Tras una noche agotadora, los aleros de los tejados parecen haberse acercado extraordinariamente unos a otros. Están mojados. Las lajas de piedra se alinean con una repetición torturante. Cae sobre ellas una luz débil. Bajo los tejados se retuercen las calles y las callejuelas, por las que caminan unos pocos transeúntes, algún aldeano con su caballo, algún cura, viejas vestidas de negro que van de visita.

La calle de Varosh remonta la pendiente con esfuerzo, mientras a su derecha desciende bruscamente la de Gjobek, la cual, tras alejarse de la casa de fibra de las monjas italianas, como si en ella se albergase la peste, viene a estrellarse en la calle de Varosh, momento en que, como consecuencia de la colisión, ambas se tuercen. Más allá, el Callejón de los Locos, ciego y obstinado, se abalanza sobre la coqueta calle del Liceo, pero en el último instante ésta burla astutamente el golpe hurtándose a un lado. Entonces el Callejón de los Locos, como en busca de pendencia con las otras calles, se deja caer cuesta abajo y atraviesa el barrio haciendo los más bruscos y sorprendentes desvíos.

Entre esas curvas esperaba yo que apareciera Ilir, el otro hijo de Mane Voco, mi más íntimo compañero. En cuanto lo vi venir, bajé a todo correr las escaleras y salí a la calle.

—¿Vamos al matadero? —dijo Ilir—. No hemos estado nunca.

—¿Al matadero? ¿Para qué?

—¿Cómo? Para ver. Ver cómo descuartizan las vacas y las ovejas.

—¿Qué se puede ver en un matadero? No hay más que ver las carnicerías. Reses colgadas de un gancho, unas patas arriba y otras patas abajo.

—Las carnicerías son otra cosa —dijo Ilir—. En el matadero es distinto. Allí ves cómo las matan. Aquello no es una tienda. ¿Me entiendes? Aquello es el matadero.

La palabra matadero era una de las más utilizadas en los últimos tiempos y con un sentido no muy preciso.

—La semana pasada, a los matarifes se les escapó un toro de las manos y salió corriendo enloquecido —prosiguió Ilir—. Se echaron todos sobre él y lo golpearon con lo que tenían más a mano hasta que el toro cayó por las escaleras y se rompió la crisma. Va allí mucha gente mayor, sólo para mirar.

La verdad es que los lugares donde había alguna cosa interesante que ver en la ciudad se contaban con los dedos de la mano. Dejando aparte el cine, donde acudía la gente poco seria y los niños, quedaban dos lugares donde, con seguridad, podían presenciarse peleas, sobre todo los domingos: el barrio de los gitanos y la plaza tras la mezquita del mercado, donde los descargadores se repartían el dinero. El resto de las peleas eran casuales y surgían en lugares imprevisibles. Además, en los últimos tiempos, muchas de ellas no se desarrollaban tal como prometían los propios contendientes al comienzo de la pendencia. Dos o tres veces había oído murmurar a los espectadores: «Bueno, en nuestra época sí que saltaban chispas», y se marchaban desalentados. Tan sólo los gitanos y sobre todo los descargadores se sacudían sin problemas y ponían en práctica casi todo lo que prometían al comienzo.

El matadero constituía, pues, una nueva diversión, así que no continué oponiéndome.

Mientras subíamos por el empedrado, vimos a Javer y a Maksut, el hijo de Nazo, que bajaban. No cambiaban palabra y parecían enfadados. Nosotros tampoco dijimos nada. El hijo de Nazo tenía los ojos un poco saltones y yo no podía mirarlos sin repulsión. Un día, al oír a una mujer que decía a su vecina dos veces seguidas: «Así se te salten los ojos», me acordé de pronto de los ojos del hijo de Nazo. Después, cada vez que me lo cruzaba por la calle, imaginaba que se le salían los ojos de las órbitas, se le caían al suelo y después, mientras rodaban por el empedrado, yo los pisaba sin querer y los ojos reventaban.

—¿Qué te pasa? —dijo Ilir—. ¿Por qué pones esa cara?

—Por el hijo de Nazo. Tengo náuseas cuando lo veo.

—A Isa tampoco le gusta —respondió—. Últimamente, en cuanto se menciona su nombre, Isa tuerce la cara, lo mismo que tú ahora.

—¿De verdad? ¿Así que a Isa también le parece que se le van a saltar los ojos y se le van a caer al suelo?

—¿Qué dices?

Preferí no continuar.

En nuestra dirección, con una manta sobre los hombros y el hatillo de la comida en la mano, se acercaba Llukan Burgamadhi.

—Eh, Llukan, ¿ya has salido de la cárcel? —le preguntó un transeúnte.

—Salí, salí.

—¿Cuándo vuelves a entrar?

—Bueno, la cárcel sabe esperar a los hombres…

Desde los tiempos de Turquía, Llukan Burgamadhi había ido decenas de veces a prisión por pequeños delitos. Así lo recordaban todos, bajando por el camino de la cárcel, con la manta marrón y el hatillo a cuestas.

—¿Ya has salido, Llukan? —le preguntó otro.

—Ya he salido, querido.

—¿Por qué no dejas la manta en la celda? Al fin y al cabo vas a volver pronto.

Llukan comenzó a soltar maldiciones. Alzaba la voz a medida que se alejaba.

Nos dirigíamos al centro. Las calles estaban repletas de sonidos extraños. Era día de mercado. Los campesinos afluían a la plaza de todas direcciones. Los cascos de los caballos resonaban, resbalaban, arrancaban chispas del empedrado. En las cuestas, los campesinos tiraban de las bridas de sus jamelgos y, uniendo su cuerpo, su sudor y su resuello al de las bestias, los ayudaban a acometer la cuesta con mayor ímpetu.

A ambos lados de la calle, las ventanas de las grandes casas estaban cerradas a cal y canto. Tras ellas, sentadas en mullidos cojines, las mujeres de los agaes se quejaban sin duda en ese instante del olor de los aldeanos que ascendía de la calle, se tapaban las narices con los dedos, palidecían, sentían ganas de vomitar. Opulentas, de rostros blancos y redondos, salían muy raramente por la ciudad. Se decía que estaban sufriendo mucho, pues la frontera con Grecia estaba cerrada y no podían comer anguilas de Yanina, que les sentaban bien para el reumatismo. Aparte de los campesinos, a quienes ellas llamaban siempre «Kicho», sin olvidarse de anteponer a dicho nombre las palabras «con perdón», lo mismo que cuando mencionaban el retrete, se decía que las mortificaba mucho este tiempo en que vivían sentadas en hilera sobre los cojines, sorbiendo interminables tazas de café, esperaban el retorno de la monarquía.

Algunos soldados italianos permanecían en pie ante las carteleras del cine, observando a los viandantes. Los rótulos de las tiendas se alineaban a continuación. Los cacharreros, los barberos, la taberna «Addis Abeba», los albarderos, una pancarta con la palabra «Vinagre», después un cartel que comenzaba con la palabra «ordeno», escrita en gruesos caracteres.

Seguimos caminando. El matadero estaba ya cerca. No se escuchaban balidos de oveja, no había olor a sangre, por ninguna parte aparecía letrero alguno anunciando su proximidad y, no obstante, se sabía que el matadero estaba ya cerca. El silencio del empedrado en los alrededores y una cierta soledad en las esquinas no revelaban sino su creciente proximidad. Comenzamos a subir por una escalera de cemento, una escalera húmeda, pulida, sin la más leve semejanza con las escaleras normales de piedra. Era muy alta y en sus peldaños no se observaba ningún ornamento, ni el más tosco cincelado. Ascendimos con esfuerzo. En lo alto reinaba un silencio sepulcral. Ni voces de hombres, ni berridos de bestias. ¿Qué es lo que hacían allí? Finalmente llegamos. Todo estaba dispuesto. Estaban de pie, con los rostros fríos, indiferentes, y esperaban. Iban bien vestidos, con camisas blancas de cuello duro y corbata. Algunos se cubrían con borsalinas. Uno de ellos llevaba un viejo sombrero de copa. Éste último consultó el reloj.

Oímos un gorgoteo. Un hombre lavaba el suelo con una manguera negra de goma. Otro empujaba el agua con un escobón hacia los canales laterales. Una avalancha fluida se estrelló junto a nuestros pies. Miramos hacia abajo, retrocedimos, pero ya era tarde. El suelo estaba ensangrentado. Era evidente que todo había sucedido antes de nuestra llegada. Sin embargo, los hombres no se movían, lo que significaba que se preparaba una nueva matanza. El agua espumeaba con fuerza sobre los grandes cuajarones de sangre, los arrastraba sobre el piso de cemento y se los llevaba antes de que pudieran solidificarse.

Entonces lo vimos todo. Alrededor había un cobertizo de una sola planta, también de cemento, que circundaba la nave por todas partes. De su techo pendían cientos de ganchos de hierro. Debajo estaban las ovejas y entre ellas los aldeanos vestidos con prendas de lana negra y pellizas igualmente negras, encorvados sobre los lomos de los animales y con las manos fuertemente aferradas a su lana. Ellos esperaban también.

La gente que pasaba el rato mirando no se impacientaba. Dos de ellos habían sacado los rosarios y los manipulaban con morosidad. Nunca había visto sus caras. El del sombrero de copa miró el reloj: al parecer, había llegado el momento. De pronto vimos a los matarifes, vestidos de blanco, con las manos delgadas y enrojecidas. Se situaron en pie junto al caño, justo en el centro del recinto, y cuando los aldeanos comenzaron a empujar sus reses hacia ellos desde los habitáculos laterales, ni siquiera se movieron. Nos pareció escuchar un fragor apagado, provocado por los miles de pezuñas que rozaban suavemente el suelo. El fragor era hondo, rítmico y se prolongó largamente. Cuando las hileras de ganado llegaron junto al caño, donde esperaban los matarifes, vimos relumbrar de pronto los cuchillos en sus manos. Comenzaba.

Sentí dolor en la mano derecha. Las uñas de Ilir se me clavaban en la carne. Tenía ganas de vomitar.

—Vámonos.

Ninguno había pronunciado esta palabra y, sin embargo, tapándonos los ojos con la mano buscamos a ciegas la escalera.

Descendimos por fin. Nos marchamos. A medida que nos alejábamos de la carnicería, las calles se iban animando. Unos volvían del mercado con coles en las manos. Otros se dirigían a él. ¿Sabían acaso lo que estaba sucediendo allá arriba, en el matadero?

—¿Dónde os habíais metido? —tronó de pronto una voz, como caída del cielo. Alzamos la cabeza. Apareció ante nosotros Mane Voco, el padre de Ilir. Llevaba en las manos un pan de maíz y un manojo de cebolletas.

—¿Dónde estabais? —insistió—. ¿Por qué estáis tan pálidos?

—Estábamos allí… en el matadero.

—¿En el matadero?

Las cebolletas se agitaron en su mano, como serpientes.

—¿Qué pintabais vosotros en el matadero?

—Nada, papá, fuimos sólo para ver.

—¿Para ver qué?

Las cebolletas se tranquilizaron y sus tallos colgaron flácidamente.

—Nunca más volváis al matadero —dijo Mane Voco con voz suave.

Sus dedos buscaban algo en el pequeño bolsillo del chaleco. Por fin lo encontró. Medio leke.

—Tomad, idos ambos al cine.

Mane Voco se fue. Poco a poco íbamos saliendo de nuestro desconcierto. La visión del mercado, que atravesábamos ahora, nos tranquilizaba. Sobre los tenderetes, sobre los cestos, sobre los pañuelos extendidos, se ofrecía un mundo verde que no existía en nuestras casas. Coles, verduras, cebollas, sonrisas de los valles, leche, rocío matutino, queso, perejil y, en medio de todo aquello, el tintineo del dinero. Preguntas. Respuestas. Preguntas. ¿Cuánto? ¿Cuánto? ¿Cuánto? Murmullos. Maldiciones. «¡Que se te atragante! ¡Ojalá te lo gastes en medicinas!». ¡Cuánto veneno resbalaba por la lechuga, por las coles! Y resbalaban los gusanos, resbalaba la muerte. ¿Cuánto?

Nos alejamos. Al fondo de la plaza, un soldado italiano tocaba la armónica mirando pasar a las muchachas. Llegamos hasta las carteleras. No había película.

Regresamos a nuestras casas. Al subir la escalera oí la risa de mi tía, la menor. Xexo y doña Pino estaban aún allí. La tía, sentada en una silla, balanceaba una pierna y reía a carcajadas. Xexo volvió los ojos dos o tres veces hacia la abuela, quien no hizo sino fruncir ligeramente los labios, como diciendo: «Qué le vamos a hacer, querida Xexo, así son las muchachas de ahora».

Llegó papá.

—¿Lo has oído? —le dijo la tía en cuanto entró—. En Tirana han atentado contra Víctor Manuel.

—Me lo han contado en el café.

—El autor del atentado había escondido el revólver en un ramo de rosas.

—¿Ah, sí?

—Mañana lo ahorcan. Tiene diecisiete años.

—¡Oh, esos pobres muchachos! —exclamó la abuela.

—Es la hecatombe.

—¡Qué pena que no acertara! —dijo la tía—. Se lo impidieron las rosas.

—¿Qué sabes tú de todo eso? —dijo mamá casi con reprobación.

—Lo sé —dijo la tía.

Xexo se puso el gorro y, tras despedirse, se fue. Poco después se marchó también doña Pino.

Subí a la segunda planta. Había cierta animación en las calles. Regresaban del mercado los últimos viandantes. Maksut, el hijo de Nazo, llevaba bajo el brazo un repollo, que parecía una cabeza cortada. Tuve la impresión de que sonreía para sus adentros.

Los campesinos habían comenzado a marcharse. Poco más tarde, las calles de Varosh y de Palorto, las de Hazmurat, de Chetemel y de Zalli, la carretera y el puente del río se llenarían de sus negras pellizas, que se alejarían y se alejarían en dirección a sus aldeas, que nunca llegaban a verse. Como un caballo amarrado al palenque, esa tarde la ciudad devoraría el verdor que habían traído. Aquella materia verde y suave que habían traído consigo, el rocío de los prados y el resonar de las esquilas, eran demasiado escasos y resultaban incapaces de suavizar tan siquiera un poco su aspereza. Los aldeanos se iban. Sus pellizas negras bailaban ahora bajo el crepúsculo. El empedrado despedía las últimas chispas de irritación bajo los cascos de los caballos. Era tarde. Debían apresurarse para llegar a sus aldeas. Ni siquiera volvían la cabeza para mirar la ciudad que se quedaba sola con sus piedras. Desde la alta prisión de la fortaleza se difundía un tableteo apagado. Como cada tarde, los guardianes comprobaban los barrotes de las ventanas de la cárcel, golpeándolos rítmicamente con un hierro.

Contemplaba a los últimos campesinos que atravesaban ahora el puente del río y pensaba en lo extraño que resultaba dividir a los hombres en campesinos y ciudadanos. ¿Cómo son las aldeas? ¿Dónde están y por qué no se ven? En realidad, ni siquiera creía en la existencia de las aldeas. Me parecía que los campesinos que ahora se alejaban simulaban dirigirse a ellas, pero en realidad no iban a ninguna parte; simplemente se desperdigaban para acurrucarse en algún rincón tras los promontorios repletos de arbustos que rodeaban la ciudad y allí esperaban durante una semana, hasta que llegara el siguiente día de mercado, para llenar de nuevo nuestras calles de verdor, esquilas y rocío.

Me preguntaba por qué a los hombres se les había ocurrido reunir tanta piedra y madera y hacer con ellas muros y tejados de toda clase, para después darle el nombre de ciudad a todo ese enorme montón de calles, de aleros, de chimeneas y de patios. Pero aún más incomprensible me resultaba la expresión «ciudad ocupada», pronunciada cada vez con mayor frecuencia en las conversaciones de los mayores. Nuestra ciudad estaba ocupada. Esto significaba que había en ella soldados extranjeros. Lo sabía, pero lo que me atormentaba era otra cosa. No lograba imaginar la existencia de una ciudad sin ocupar. Además, si nuestra ciudad no estuviera ocupada, ¿no serían aquellas las mismas calles, las mismas fuentes y tejados, las mismas personas, y no tendría yo el mismo padre y la misma madre y no vendrían de visita Xexo, doña Pino, la tía Xemo y todas las personas que acostumbraban a hacerlo?

—No sois capaces de entender lo que significa una ciudad libre porque estáis creciendo en la esclavitud —me dijo una vez Javer cuando se lo pregunté—. Resulta difícil explicarlo, créeme. Todo será tan distinto entonces, tan hermoso, que al principio nos sentiremos aturdidos.

—¿Tanto vamos a comer?

—Claro que comeremos. Sí, sí, claro. Pero habrá otras muchas cosas. ¡Oh, sí! Hay otras muchas cosas que yo mismo no sé muy bien.


El sol brillaba intermitentemente entre las nubes. Caía una lluvia de gotas escasas que parecía sonreír tímidamente. La puerta de madera se abrió y doña Vino salió a la calle. Menuda, toda vestida de negro, con el bolso color rojo de sus instrumentos bajo el brazo, partió con paso vivo por la calzada. La lluvia caía leve y gozosa. En algún lugar había boda. Doña Vino se dirigía allí. Había engalanado a todas las novias de la ciudad. Sus manos secas, extrayendo del bolso un sinfín de pinzas, de hilos, de fibras, de cajas, llenaban los rostros de las novias de salpicaduras de estrellas, de ramitas de ciprés, de signos celestes que flotaban en el misterio blanco de los polvos.

Mi aliento empañó tenuemente el cristal y doña Vino se emborronó. Sólo se distinguía su movimiento negro al fondo de la calle. De ese mismo modo saldría para vestir un día a mi propia novia. ¿Vuedes hacerle una estrella en la mejilla, doña Vino? Llevaba tiempo pensando en aquella pregunta.

Entretanto, ella había pasado a la otra calle, allí donde habitualmente parecía aún más pequeña, entre las casas de una altura insoportable. Tras los portones pesados, cargados de barras metálicas, estaban las bellas novias.


FRAGMENTO DE CRÓNICA

…nos encontramos nuevamente, esta vez en Nuremberg. Acaban de anunciar la alegre noticia de que pronto visitará nuestro país el gran amigo de Albania, Ettore Mutti [1], secretario del partido fascista, y nuestra ciudad se apresta a recibirlo. Tribunales. Audiencia. Propiedad. El cadáver de un vecino de nuestra ciudad, L. Xuano, ha sido encontrado en el río. Asesinado cuando se disponía a testificar en el pleito de los Angoni contra los Karllashe. Este viejo litigio, que se prolonga desde hace sesenta años, ha ocasionado incontables desgracias a la región. Se ha descubierto que Ahmet Zog, el sátrapa esquilmador del pueblo de Albania, había adquirido en Viena un palacio valorado en ciento ochenta mil lekes para su amante, Misi. El hombre más gordo de la ciudad es actualmente Aqif Kaxahu; pesa ciento cincuenta kilos. Son expulsados del liceo varios elementos perturbadores. Todos aquellos ciudadanos que posean aún armas sin licencia deben presentarse en la comandancia. Último plazo, día 17 del mes corriente. El comandante de la plaza, Bruno Arcivocale. Nuestro conciudadano, Bido Sherif, regresó ayer de Tirana, donde había permanecido por espacio de diez días. Nacimientos. Matrimonios. Defunciones. A. Dhrami y Z. Bashar han tenido un varón. Contrajeron matrimonio N. Fico y E. Karafil, F. Dobiy Dh. Xarba. Defunciones. Z. Babameto.

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