Capítulo 8

– La verdad, Fitz, tengo mi propio cepillo y ropa en el coche -dijo Bron-. He venido preparada para quedarme en el hospital por si Lucy me necesitaba.

Antes de que él pudiera responder, ella se volvió y, después de disculparse con las enfermeras por haber derramado el café, fue a lavarse las manos.

Para cuando llegó de nuevo a donde estaba Lucy, ya se había controlado.

– Se supone que Lucy tiene que intentar dormir algo -le dijo Fitz-. He pensado ir a comer algo. ¿Tú tienes hambre?

– Un poco -admitió ella débilmente.

– ¿Estás bien? Parece como si te fueras a desmayar.

– De hambre. ¿Hay cafetería en el hospital?

– Sí, pero no está demasiado bien. Será mejor ir al pueblo. Hay un restaurante encantador…

– Será más rápido ir a casa. Estarás bien durante una hora ¿no es así, Lucy?

La niña asintió.

– No os preocupéis.

– ¿Hay algo que quieres que te traigamos de casa? -le preguntó Fitz a Lucy mientras tomaba del brazo a Bron.

– Mi colgante. Y mi walkman.

– Muy bien.

– Y todas mis cintas. Y mi televisión…

– ¿Tiene su propia televisión? -preguntó Bron horrorizada.

– La tienen todos sus amigos.

– Lo siento, no quería criticar.

Fitz se dirigió de nuevo a Lucy.

– Nada de televisión para una sola noche.

– Bueno, entonces traedme unos libros.

– Muy bien.

– Y un albaricoque -dijo Lucy cuando ya estaban en el pasillo-. Y una lata de refresco… Y chocolate…

Fitz y Bron se miraron y se rieron.

– Se va a poner bien, ¿verdad?

– No si le traemos todo eso.

– Mañana te suplicarán que te la lleves a casa.

– Entonces será mejor que nos aprovechemos de ello todo lo que podamos -dijo él-. ¿Dónde está tu coche?

Ya estaban en el aparcamiento y ella buscó con la mirada su viejo Mini, pero entonces vio el coche de su hermana y se acordó de que había ido en él.

– Es ése.

– Cielo santo. Con eso en el garaje, ¿por qué tomaste el tren ayer?

– ¿Por qué?… Bueno, porque… porque estaba en el taller.

– Ah, ya veo.

– ¿No me crees?

– ¿Por qué no te iba a creer? Será mejor que me sigas hasta casa -dijo él mirando preocupado lo estrecho del sitio donde ella había aparcado-. ¿Quieres que te ayude a salir de ahí?

– ¿Lo harías?

Entonces ella usó el mando a distancia para abrir la puerta, que no se abrió.

– Lo acabas de cerrar.

– ¿Sí?

Entonces Bron se dio cuenta de que no debía haberlo cerrado cuando llegó. Fue a abrirlo de nuevo y entonces la alarma empezó a sonar, haciendo que, de repente, ella fuera el centro de atención de todos los que pasaban por allí. Estaba horrorizada. ¿Qué había hecho ahora? ¿Qué había pasado con la mujer fría que se había metido en un espacio tan pequeño sin pensárselo dos veces?

Fitz le quitó el mando, abrió el coche, quitó la alarma y sacó su maletín. Luego volvió a cerrar el coche.

– Vamos -le dijo tomándola del brazo-. No estás en condiciones de conducir ni un coche de pedales.

– Son los nervios, nada más.

– Sí, claro -dijo él mientras se dirigían a su todo terreno.

– El shock -añadió ella mostrándole las manos temblorosas-. ¿Ves?

– Ya veo.

– Estaré bien dentro de un momento.

– Por supuesto.

Bron se detuvo y lo miró.

– ¿Quieres dejar de darme la razón?

Él la miró también.

– ¿Quieres que discuta contigo?

– No…

– ¿Quieres que te diga que sólo con pensar en ti conduciendo ese monstruo en el estado en que estás me produce escalofríos? ¿Que me puede dar pesadillas?

– ¡No. Soy una buena conductora. Llegué aquí en una pieza, ¿no? Sin un arañazo.

– Es la segunda vez que lo dices. Como si fuera algo excepcional. Prométeme que no vas a volver a conducir.

– Pero tengo que…

– ¡Prométemelo! -exclamó él mirándola fijamente.

– Fitz…

Él se acercó entonces y le acarició el cabello, lo que hizo que a ella se le olvidara de qué estaba protestando.

– Prométemelo, querida…

Esta vez sus palabras fueron poco más que un susurro y no esperó a que le contestara. La obligó a que cumpliera la promesa con los labios, besándola cariñosamente y rodeándole la cintura con un brazo.

No era momento para mentiras y ella cedió a ese beso con todo su corazón.

Seguía creyendo que, a quien él estaba besando era a su hermana, pero Brooke bien podía compartir unos pocos besos de ese hombre con su hermana cenicienta, seguramente no los echaría en falta.

Él le había dicho que se lo prometiera y Bron pensó que le podía prometer cualquier cosa con tal de que la siguiera besando. Deseó que ese beso durara para siempre y, cuando terminara, le podría mirar a los ojos y ver allí si él sabía la verdad.

Pero cuando él levantó la cabeza, la miró por un momento con infinito cariño y luego le pasó un brazo sobre los hombros para seguir caminando hasta el coche.

¿Eso era todo? ¿Él no lo había notado? El corazón le latía apresuradamente y no se sentía nada contenta.

Un hombre debería ver la diferencia entre una mujer con la que había tenido una hija y su hermana. Aunque se parecieran físicamente. Ella no se parecía nada a Brooke de cualquier otra manera.

– ¿Fitz?

– ¿Sí?

Ella tragó saliva.

– Nada. Sólo… bueno, que voy a tener que volver conduciendo a mi casa.

– Haré que te lo lleven y yo te llevaré a ti.

– Pero es una tontería…

– ¿Sí? Bueno, la semana ha estado llena de tonterías. Confía en mí. Te prometo que sé lo que estoy haciendo. Vamos, tengo hambre.

Ella se subió al coche.

– Yo sé conducir, ¿sabes? Aprobé a la primera -dijo.

– ¿De verdad?

– Sí, lo hice.

Mientras hablaba se puso el cinturón de seguridad, furiosa porque él dudara de ella. Pero tanto como lo había estado Brooke cuando a ella la suspendieron tres veces. Su examinador había dicho que tenía demasiada confianza. Al parecer había conducido por entre el tráfico como en una carrera de fórmula uno, insultando a la gente y haciendo sonar el claxon insistentemente en cuanto alguien la molestaba.

Una de las razones por las que Brooke había dejado su jaguar en casa era porque sabía que a Bron nunca le entraría la tentación de conducirlo. ¡Demonios!

Fitz no había respondido a sus palabras y parecía pensativo. Lo miró ansiosamente. ¿En qué estaría pensando? ¿es que se había dado cuenta por fin de las diferencias entre Brooke y ella?

Tardaron unos diez minutos en volver al pueblo y, durante ese tiempo, ninguno de los dos habló.

Cuando se detuvieron delante de la casa de él, Fitz le preguntó:

– ¿Sabes cocinar?

¿Había vivido con Brooke y no lo sabía?

– ¿Sólo un beso y ya esperas que te haga la comida?

– Bueno, repito la pregunta: ¿Sabes cocinar mejor que contar?

Se lo había buscado. ¿Qué demonios tenía de malo un simple sí?

– Sí -dijo ella, pero sólo para mantener tranquilo a su subconsciente.

– Tal vez puedas hacer un par de tortillas o algo así. Tengo que comprobar algo en mi estudio.

Fitz encendió el ordenador y el escáner y abrió el cajón del escritorio donde guardaba las fotos y papeles que había metido allí el día anterior. Allí estaban las fotos de Brooke con veintiún años. Las miró por un momento y las metió en el escáner.

Debería haberlo sabido. Desde el primer momento en que la vio debía haberse dado cuenta. Ese deseo que había sentido nada más verla debería haberle advertido de que lo que sentía por ella era sólo lujuria. Nunca la había amado. Ella era demasiado egocéntrica como para eso. Si hubiera sabido que ella tenía una hermana lo habría descubierto antes. ¿A qué demonios estaba jugando ella?

Las palabras de ella diciéndole que Lucy tenía una tía le resonaban en la cabeza. Se lo había dicho; le había dicho que le iba a dar a Lucy ese día especial y luego iba a volver a ser ella misma. Si él hubiera estado pensando con la cabeza en vez de con…

La imagen de ella apareció en la pantalla. La imagen de Brooke. Marcó la parte de debajo de la ceja izquierda y la amplió. No había ninguna cicatriz. Bueno, la verdad era que no habría necesitado mirar. Pudiera ser que su cerebro hubiera estado de vacaciones, pero su cuerpo lo había sabido, había respondido desde el principio.

Bron encontró todo lo necesario para hacer las tortillas y luego buscó un delantal. ¿Un delantal? Se miró los manchados pantalones y pensó que ya era demasiado tarde para eso. Probablemente ya era también demasiado tarde para salvarlos, ni siquiera lavándolos.

Se dirigió al lavadero, puso el tapón de la pila y abrió el agua fría. Luego se quitó las botas y los pantalones y los metió en el agua. Eso, o los arruinaba del todo o los limpiaba. Estaba llegando a un punto en el que ya no le importaba nada la preciosa ropa de su hermana. Había demasiadas de las demás posesiones de Brooke que necesitaban su amor y su cuidado. Tampoco le importaría mucho si Fitz le diera un poco de amor y la cuidara con cariño.

Y, pensando en Fitz, había dicho que no tardaría mucho, así que era mejor que se pusiera los vaqueros antes de que lo hiciera.

Demasiado tarde también. El ruido del agua corriendo debió acelerar su vuelta. Se detuvo en seco en la puerta cuando se encontró con su alta figura apoyada contra la mesa de la cocina con los brazos cruzados, en una actitud que la puso nerviosa súbitamente.

– Los pantalones -dijo como una tonta-. Los he metido en agua.

Ése no era el momento de ponerse en plan virgen tímida porque la viera en bragas un hombre al que apenas conocía. Brooke no lo haría. Y Brooke le había mostrado mucho más que las bragas.

¡Cielos, sus bragas!

Bajo el jersey de seda, cuyo coste probablemente daría de comer a la población de todo un poblado africano durante un año, llevaba sólo unas bragas de algodón con el día de la semana escrito en color rosa en la parte trasera.

Eran parte de un conjunto que se había comprado en el mercadillo del pueblo porque eran baratas, ella no tenía un céntimo ese día y estaba completamente segura de que nadie se las iba a ver nunca.

Brooke se las habría quitado antes de mostrarlas.

Por suerte, Fitz no parecía tener ojos para nada más que para sus piernas. Bueno, eran largas, así que había mucho que mirar; largas y bronceadas. Después de lo que pareció una eternidad, él levantó la mirada.

– Tienes unas rodillas muy interesantes.

¿Ella estaba allí, semidesnuda en su cocina y lo único que se le ocurría decir era que tenía unas rodillas interesantes? Sus rodillas no eran interesantes. Estaban llenas de cicatrices de las veces que se había caído. Ella odiaba sus rodillas. Además, eran visibles cualquier día en que se le ocurriera ponerse una falda. ¿Por qué no le había hecho él un cumplido a sus muslos? No había nada de malo en ellos. Ni en su trasero que, como los muslos, se habían formado con los años de subir y bajar corriendo las escaleras de su casa. Su trasero se merecía una mención. ¡No! Lo tenía escondido tras esas malditas bragas. Tenía que ver cómo podía llegar hasta su bolsa y se ponía los vaqueros sin darse la vuelta.

– ¿Las rodillas? -dijo riéndose-. Ah, mis rodillas…

Aquello no funcionaba, así que dijo tranquilamente mientras retrocedía dentro del lavadero:

– Por favor, ¿podrías pasarme mi bolsa?

Él la siguió, puso la bolsa sobre la tabla de planchar y siguió acercándose.

– ¿No tenías algo importante que hacer?

– Sí. Muy importante -dijo Fitz sin dejar de acercarse.

El lavadero era pequeño y él le bloqueó la luz que entraba por la pequeña ventana, haciendo que su rostro quedara en la sombra y su expresión fuera ilegible.

Estaba lo suficientemente cerca como para que le pusiera una mano en la nuca a ella.

Bron cerró los ojos y no se movió. Debería protestar, debería preguntarle qué estaba haciendo, pero sólo respirar ya le estaba costando mucho. Puede que a ella nunca la hubieran tocado antes con semejante sensibilidad, pero sabía perfectamente lo que Fitz estaba haciendo.

Él avanzó otro paso, acercándose lo suficiente como para que supiera que, fuera lo que fuese lo que estaba sintiendo, no lo estaba sintiendo ella sola.

– Fitz…

– Calla, te voy a besar, Bronte Lawrence. Es el cuarto beso, dado que no sabes contar…

Ella cerró los ojos cuando los labios de Fitz se acercaron a su oreja. Fue perfecto. No, mejor. Los dedos de él se habían movido desde su nuca hasta meterse por debajo del borde del jersey y su boca estaba deslizándose por la mejilla.

¿Bronte? ¿La había llamado Bronte? Abrió los ojos. ¿El lo sabía? ¿Entonces por qué…?

Gimió de placer cuando los dedos de él le acariciaron el hombro, cuando llegaron hasta su columna vertebral.

Bron estaba en guerra consigo misma. El sentido común le decía que parara aquello inmediatamente.

Pero entonces surgió inesperadamente la Bron que casi había olvidado que existía. La parte de ella que había estado pensando con el corazón en vez de con la cabeza desde que abrió la carta de Lucy, la que le decía que hiciera lo que él le estaba diciendo, que se callara y disfrutara de aquello porque podría ser que no tuviera otra oportunidad.

El sentido común se impuso momentáneamente.

– No lo entiendes, Fitz…

Pero entonces la otra Bronte gimió cuando él le mordisqueó el lóbulo de la oreja y dijo:

– Sí, entiendo. Créeme que lo entiendo.

Siguió besándola y acariciándola, haciendo que se apretara contra su cuerpo, contra la dura necesidad que sentía por ella.

Bajo esas circunstancias no era sorprendente que su concentración se esfumara un poco, que el sentido común decidiera irse a paseo y que ella no pudiera recordar qué era lo que le tenía que decir.

– Fitz…

– Y también sé otra cosa -dijo él sin dejar de besarla-. Sé que si no hago el amor contigo ahora mismo, probablemente me muera de frustración y, ¿cómo le vas a explicar eso a Lucy?

– Eso es chantaje.

La sonrisa de él hizo que a ella le temblaran las rodillas.

– Sólo si no quieres jugar. Pero quieres hacerlo, ¿no es así, Bronte?

– Sí… -dijo ella y asintió para asegurarse de que él la había entendido-. Por lo menos… ¿Cómo lo has sabido?

– Brooke no se ruborizaba nunca.

Y, ante esas palabras, Bron se ruborizó inmediatamente.

– Ella tenía unas rodillas exquisitas. Y no tenía esa cicatriz en la ceja. Además de que no aprobó a la primera el examen de conducir. Me lo dijo ella misma.

– Oh -dijo ella respirando con dificultad-. Bueno, por lo menos ahora que los dos sabemos quienes somos…

– ¿Sí?

– ¿Podríamos ir a un lugar más cómodo?

Él sonrió de nuevo.

– ¿A dónde quieres?

Entonces ella pensó en la hermosa cama antigua de él, pero no podía decir eso. Pero no tuvo que decir nada, era como si Fitz le pudiera leer el pensamiento.

– ¿Qué le vamos a decir a Lucy? -dijo Bron de repente mientras volvían al hospital como dos adolescentes sintiéndose culpables por haberse olvidado del tiempo y llegaban tarde a casa.

– Nada. Sigue con tu plan original, Bronte. Pon alguna excusa a lo de Francia y luego vuelve como tú misma. Eso era lo que habías pensado, ¿no?

No había habido tiempo para hablar ni pensar. Ni siquiera para cenar. Sólo había habido la acuciante necesidad de conocerse el uno al otro, de sentir el calor de la piel contra piel. Pero, al parecer, las palabras eran innecesarias.

– Si tú apareces en Francia y le dices que Brooke te ha pedido que vayas en su lugar, ella…

– Se enfadará mucho.

– No por mucho tiempo. Ya la has oído, Bron. Ella te ama. Puedes tener un nombre distinto, pero sigues siendo la misma persona, así que no podrá evitar amarte de nuevo.

– ¿Sabes que llevas la camisa al revés?

Él se soltó el cinturón de seguridad entonces.

– No, pero ya que lo dices, me la colocaré, si me ayudas.

Ella se rió y lo rodeó con los brazos, tiró de la camisa y se la sacó por la cabeza.

– Por Dios, mujer, ¿qué haces? Estamos en un aparcamiento público.

– Si entras ahí con la camisa así, todo el mundo sabrá lo que he estado haciendo -dijo ella dejando de reír-. No podemos empezar con una mentira, Fitz. Tenemos que contarle la verdad.

– No sabes lo que me estás pidiendo. No sabes…

Ella le puso una mano en la boca.

– Sí. Lo sé. Yo hice esto, no tú, y yo se lo contaré. Tú eres el ancla de su vida, debe poder confiar en ti y tú no puedes fallar a esa confianza.

– Yo quiero que ella te ame, que confíe en ti.

– Y yo, pero me lo tengo que ganar, Fitz. Por mí misma.

– ¿Estás segura?

– Nunca he estado más segura de nada en mi vida. Vamos. -Bron se inclinó sobre él, le dio un beso y fue a salir-. Se estará preguntando qué nos ha pasado.

– No es la única -dijo él poniéndose de nuevo la camisa-. Quédate aquí. Yo te ayudaré a bajar.

Ella esperó, no porque necesitara su ayuda, sino por el placer de sentir sus manos alrededor de la cintura.

Al cabo de un momento, él lo hizo y ella se agarró a su cuerpo.

– Todo irá bien, Bronte, lo entenderá -le dijo él cuando ya estuvieron fuera.

– ¿Seguro? -dijo ella tratando de sentir lo que sentiría si fuera Lucy-. Espero que tengas razón.

– Confía en mí. Toma, sujeta esto mientras yo cargo con la televisión.

Ella tomó el carrito en que habían metido todo lo que Lucy les había pedido. -¿Qué ha pasado con eso de nada de televisión por esta noche?

– Me he sentido culpable. No he podido soportar imaginármela en el hospital sin poder ver los dibujos animados de la mañana mientras nosotros estamos en casa divirtiéndonos.

Ella volvió a ruborizarse.

– Yo he venido para quedarme con ella, Fitz.

– ¿Sí? ¿Y quién se está sintiendo culpable ahora?

Bron no quiso responder, así que Fitz añadió:

– Entiendo. En eso soy un experto. Viene con la paternidad. Lo empiezas a sentir desde el principio. No me di cuenta de lo mucho que te afecta hasta que me encontré a mí mismo pensando en cómo podía convencer a tu hermana para que se casara conmigo y así Lucy pudiera tener lo que deseaba…

– Ya le habías pedido antes que se casara contigo -dijo ella de repente, temiendo mirarlo a los ojos.

Pero él le puso un dedo bajo la barbilla y la obligo a mirarlo.

– Se lo pedí por Lucy y ella se rió, pero cuando repetí ayer la oferta, tú no te reíste, sólo pareciste muy sorprendida. Si yo no hubiera estado tan idiota, me habría dado cuenta de que tú no podías ser Brooke. Ella nunca habría ido a la fiesta de un colegio sólo para hacer feliz a una niña. Nunca fue tan amable y generosa.

– Pero tú la amenazaste.

– ¿Fue por eso por lo que tú viniste, Bronte? ¿Para proteger el buen nombre de tu hermana? -dijo él riendo-. ¿De verdad te crees que a ella le hubiera importado cualquier amenaza que yo le hubiera dirigido? Me conoce demasiado bien como para eso.

Por supuesto que así era. Él había sido su amante. Brooke había llevado a su hija e, incluso ahora, seguía afectándole de alguna manera. Él estaba haciendo como si no le importara, pero le importaba. Él simplemente había estado haciendo el amor a la imagen de Brooke, tratando de revivir un pasado imposible, de vivir un futuro imposible.

Fue entonces cuando Bronte se dio cuenta de que si ella estaba viviendo un sueño, no era el suyo, entonces ese brillante mundo nuevo que se había forjado, se rompió en pedazos.

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