Cuando el teléfono sonó, yo soñaba que mi madre me gritaba. Daba tales chillidos que no podía reconocerla, aunque sabía que era ella. Empezamos a discutir sobre Yasmin; luego pasamos a hacerlo sobre vivir en la ciudad y sobre que nunca entendería nada porque en lo único que pensaba era en mí mismo. Mi papel se limitaba a decir: «¡No es cierto!», mientras el corazón se me caía en mi sueño.
Me desperté con brusquedad, legañoso y todavía cansado. Eché una ojeada al teléfono y luego lo cogí. Una voz dijo:
—Buenos días, las siete en punto.
Luego hubo un clic. Guardé el teléfono y me senté en la cama. Respiré hondo. Deseaba volver a dormirme, aunque eso supusiera tener pesadillas. No quería levantarme y pasar otro día como el anterior.
Trudi no estaba en la cama. Puse los pies en el suelo y caminé desnudo por la pequeña habitación del hotel. Tampoco se encontraba en el baño, pero me había escrito una nota y la había dejado en el escritorio.
Querido Marîd:
Gracias por todo. Eres un hombre dulce y encantador. Espero que volvamos a encontrarnos.
Ahora tengo que irme, así que supongo que no te importará si me cobro la tarifa habitual de tu cartera. Te quiero.
Trudi (Mi verdadero nombre es Gunter Erich von S. ) (¿Has hecho como que no lo sabías, o sólo has tratado de ser amable?)
En cuestión de sexo, me he equivocado muy pocas veces en mi vida. En mis fantasías secretas, nunca importa el qué, sino el con quién. He visto y he oído de todo, al menos eso creo. Lo único fingido que nunca había oído —hasta aquella noche, claro— era a ese involuntario animal atrapado en la respiración de una mujer, la primera vez, antes incluso de que el hacer el amor tuviera tiempo para hacerse rítmico. Miré otra vez la nota de Trudi, mientras recordaba todas las veces que Jacques, Mahmud, Saied y yo nos sentábamos ante una mesa del Café Solace y veíamos pasar a la gente. «Ah, ¿ella? Es un cambio de sexo de mujer a hombre, travestido. » Podía descubrir a cualquiera. Era famoso por eso.
Juré que nunca le contaría nada a nadie. Me pregunté si el mundo se cansaría de sus bromas alguna vez; no, no lo creo. Las bromas se sucederán una tras otra, cada vez peor. En ese momento, estaba seguro de que si la edad y la experiencia no acababan con las bromas, no había nada, excepto la muerte, que pudiera hacerlo.
Doblé mis nuevas ropas con cuidado y las metí en la bolsa. Me puse la túnica blanca y la keffiya. Ofrecía un aspecto nuevo, traje árabe pero sin barba. El hombre de las mil caras. Hoy quería que Hajjar cumpliese su promesa de dejarme utilizar los archivos del ordenador de la policía. Deseaba completar cierta información, por cuenta de la policía. Tenía que averiguar cuanto me fuera posible sobre la relación Okking/Bond/Khan.
En lugar de ir a pie, tomé un taxi hasta la comisaría. No es que me hubiera viciado del lujo que «Papa» me costeaba, simplemente, sentía la urgente presión de los acontecimientos. Devoraba el tiempo tan de prisa como él me devoraba a mí. Los daddies zumbaban en mi cabeza y no sentía ni cansancio muscular, ni hambre, ni sed. No estaba enfadado ni asustado. Alguien debió advertirme que no estar asustado era peligroso. Quizá hubiera debido estarlo, un poco.
Vi a Okking comer un desayuno tardío en su frágil fortaleza mientras esperaba que Hajjar volviera a su despacho. Al entrar, el sargento me dirigió una mirada distraída.
—No eres el único cerebro cocido por el que debo preocuparme, Audran —dijo con rudeza—. Tenemos otros treinta pelmazos dándonos información y detalles que extraen de sueños o de los posos del té.
—Entonces te alegrará saber que no tenga ni un maldito retazo de información para ti. He venido a que tú me la proporciones. Dijiste que podía ojear vuestros archivos.
—Oh, sí, claro, pero aquí no. Si Okking te viera, me machacaría el cráneo. Llamaré abajo. Puedes utilizar uno de los terminales de la segunda planta.
—No me importa dónde.
Hajjar llamó por teléfono, me escribió un pase a máquina y lo firmó. Le di las gracias y me dirigí al banco de datos. Una mujer joven con rasgos del sudeste de Asia me condujo hasta una pantalla libre, me enseñó cómo pasar de un menú a otro y me dijo que si tenía alguna duda, la propia máquina me la resolvería. No era ninguna experta en informática ni una bibliotecaria, tan sólo ordenaba la afluencia de tráfico en la gran sala.
Primero comprobé los archivos generales, que parecían los de un nuevo depósito de cadáveres. Al escribir un nombre, el ordenador me daba todos los hechos disponibles sobre esa persona. El primer nombre que entré fue el de Okking. El cursor se detuvo un segundo o dos, luego empezó a escribir en árabe, de derecha a izquierda. Averigüé el nombre de pila de Okking, el primer apellido, la edad, dónde había nacido, qué hacía antes de vivir en la ciudad… Todo eso aparecía en un formulario encima de una gruesa línea doble. Debajo de esa línea estaba la información realmente interesante. Según en qué asiento se encontrase podía ser el historial médico del sujeto, el registro de arrestos, su historial, las implicaciones políticas. la(s) preferencia(s) sexual(es), o cualquier cosa que algún día pudiera ser pertinente.
En cuanto a Okking, debajo de esa doble línea no había nada. Nada en absoluto. Al—Sifr, cero.
Al principio, pensé que se trataba de algún problema del ordenador. Empecé de nuevo, regresé al menú principal, elegí el tipo de información que deseaba, tecleé el nombre de Okking y esperé.
Máshi. Nada.
Estaba seguro de que era obra de Okking. Había borrado sus huellas como Khan, su muchacho, hacía ahora. Si quería viajar a Europa, al país natal de Okking, me enteraría de algo más sobre él, pero sólo hasta el momento en que salió de allí para venir a la ciudad. A partir de entonces, no existía, oficialmente hablando.
Tecleé Universal Export, el nombre clave del grupo de espionaje de James Bond. Lo había visto en un sobre encima del escritorio de Okking. No había entradas.
Lo intenté con James Bond sin esperanza y no conseguí nada, igual que con Xarghis Khan. El verdadero Khan y el «verdadero» Bond nunca habían visitado la ciudad, así que ninguno de los dos tenían su archivo.
Pensé en otras personas a las que pudiera espiar —Yasmin, Friedlander Bey o incluso yo mismo—; pero decidí no satisfacer mi curiosidad hasta una ocasión menos urgente. Entré el nombre de Hajjar y me quedé atónito con lo que leí. Era dos años más joven que yo, jordano, con un arresto moderadamente largo antes de llegar a la ciudad. El perfil psicológico coincidía punto por punto con mi estimación de él. «No te atreviste a confiar en él porque podría correr con un camello a la espalda. » Era sospechoso de pasar drogas y dinero a los prisioneros. En cierta ocasión, fue investigado por la desaparición de una gran cantidad de propiedades confiscadas, pero no se sacó nada en claro. El archivo policial señalaba la posibilidad de que Hajjar se estuviera aprovechando de su posición en la policía y vendiera su influencia a ciudadanos particulares u organizaciones criminales. El informe sugería que no estaba libre de abusos de autoridad como extorsión, fraude organizado y conspiración entre otras transgresiones de la ley.
¿Hajjar? Vamos, ¿a quién se le habría ocurrido semejante idea? Que Alá nos guarde.
Sacudí la cabeza con tristeza. Cualquier Departamento de Policía del mundo es idéntico a otro en dos aspectos: tendencia a abrirte la cabeza a la menor provocación e incapacidad para ver la simple verdad aunque esté ante ellos tendida con las piernas abiertas. La policía no refuerza las leyes, y no pone manos a la obra hasta que se transgreden. Resuelven crímenes con un penoso porcentaje de éxito. En el caso de ser honestos, los policías son una especie de equipo de secretarias que registran los nombres de las víctimas y las declaraciones de los testigos. Al cabo de bastante tiempo, pueden borrar impunemente su información de la copia del sistema de archivos para dejar sitio a otros.
Ah. sí, la policía ayuda a las viejas damas a cruzar la calle. Eso me han dicho.
Uno a uno, entré los nombres de todos los que estaban relacionados con Nikki, empezando por su tío, Bogatyrev. Las entradas del viejo ruso y de Nikki decían exactamente lo que Okking me había contado de ellos. Pensé que si Okking podía haberse autoeliminado del sistema, también podía alterar sus registros. No encontraría nada útil si no era de modo accidental o bajo la supervisión de Okking. Proseguí con escasas esperanzas de éxito.
No tenía ninguna. Por último cambié de opinión y leí las entradas de Yasmin, «Papa», Chiri, las «Viudas Negras», Seipolt y Abdulay. Los archivos me dijeron que Hassan era probablemente un hipócrita, porque no empleaba injertos cerebrales para su negocio por motivos religiosos pero era un conocido pederasta. Eso no me sonaba a nuevo. Lo único que debí sugerirle a Hassan algún día es que el muchacho americano, que ya tenía el cráneo preparado, sería más útil como herramienta de contabilidad que sentado en un taburete en la tienda vacía de Hassan.
La única persona en la que no hurgué fue en mí. No deseaba saber lo que pensaban de mí.
Después de investigar los archivos del historial de mis amigos, miré los registros de la compañía telefónica de las llamadas de la comisaría de policía. Tampoco allí encontré nada revelador. Okking no debió usar el teléfono de su oficina para llamar a Bond. Era como si me encontrase en el centro de un montón de carreteras radiales, todas ellas sin indicadores.
Salí de allí con material para pensar, pero sin nuevas pistas. Me gustó saber lo que decían los archivos de Hajjar y los otros, y la reticencia que mostraba hacia Okking —y, misteriosamente, no hacia Friedlander Bey— pues, aunque no fuera informativa, resultaba provocadora. Pensé en todo ello mientras deambulaba por el Budayén. En unos minutos me encontraba otra vez en mi apartamento.
¿Para qué había ido allí? Bien, no quería pasar otra noche en la habitación del hotel. Como mínimo, un asesino sabía que estaba allí. Necesitaba otro centro de operaciones en el que pudiera sentirme a salvo, un día o dos al menos. Mientras me acostumbraba cada vez más a dejar que los daddies me ayudaran en mis planes, mis decisiones eran más rápidas y estaban menos influidas por las emociones. Ahora tenía los sentimientos bajo control, fríos y seguros. Quería enviarle un mensaje a «Papa» y después encontrar otro lugar para dormir de manera temporal.
Mi apartamento estaba tal y como yo lo había dejado. Desde luego, no había estado mucho tiempo fuera, aunque parecía que hiciera semanas; tenía el sentido del tiempo distorsionado. Arrojé la bolsa encima de la cama, me senté y murmuré el código de Hassan al teléfono. Sonó tres veces antes de que respondiera.
—Marhaba —dijo. Parecía cansado.
—Hola, Hassan, soy Audran. Necesito ver a Friedlander Bey, esperaba que me concertases una entrevista.
—Se alegrará de que demuestres interés por hacer las cosas de la manera adecuada, hijo mío. De hecho, querrá verte y enterarse de tus progresos. ¿Quieres una cita para esta tarde?
—Lo más pronto que puedas, Hassan.
—Me encargaré de ello, oh, inteligentísimo, y te llamaré después para explicarte cómo hemos quedado.
—Gracias. Antes de que cuelgues, quiero hacerte una pregunta. ¿Sabes si existe alguna relación entre «Papa» y Lutz Seipolt?
Hubo un largo silencio mientras Hassan configuraba su respuesta.
—No por mucho tiempo, hijo mío. Seipolt ha muerto, ¿no?
—Lo sé —dije con impaciencia.
—Seipolt estaba metido en el comercio de importación-exportación. Vendía baratijas, nada que pudiera interesar a «Papa».
—Entonces, por lo que tú sabes, ¿«Papa» jamás intentó sacar tajada del negocio de Seipolt?
—Hijo mío, los negocios de Seipolt apenas merecían ser mencionados. Era sólo un pequeño comerciante, como yo.
—Pero, al contrario que tú. creyó que necesitaba ingresos secundarios para vivir. Tú trabajas para Friedlander Bey y Seipolt para los alemanes.
—¡Por la vida de mis ojos! ¿Es eso cierto? ¿Seipolt un espía?—Habría apostado que ya lo sabías. No importa. ¿Alguna vez has tenido tratos con él?
—¿A qué te refieres?
La voz de Hassan se hizo más áspera.
—Negocios. Importación-exportación. Tenéis eso en común.
—Oh, bueno, le compraba artículos de vez en cuando, si me ofrecía productos europeos particularmente interesantes, pero no creo que él me haya comprado nada.
Eso no me llevaba a ninguna parte. A petición de Hassan, le di un rápido repaso a los acontecimientos desde mi descubrimiento del cuerpo de Seipolt. Cuando terminé, él volvía a estar muy preocupado. Le hablé sobre Okking y los registros de la policía, falsificados.
—Por eso deseo ver a Friedlander Bey.
—¿Tienes alguna sospecha? —me preguntó Hassan.
—No, se trata de la información que ha desaparecido de los archivos, y del hecho de que Okking sea un agente extranjero. No puedo creer que tenga todos los recursos del departamento trabajando en estos asesinatos y todavía no me haya proporcionado ni una sola partícula de información que me resulte útil. Estoy seguro de que sabe mucho más de lo que me cuenta. «Papa» me prometió que presionaría a Okking para averiguar lo que sabe. Necesito oírlo todo.
—Por supuesto, hijo mío, no te preocupes por eso. Está hecho. Inshallah. Entonces, ¿no tienes idea de cuánto sabe «n realidad el teniente?
—Ése es el estilo del/7/c. O esconde algo o sabe menos que yo. Es un maestro dando rodeos.
—A Friedlander Bey no le puede ir con rodeos.
—Lo intentará.
—No le saldrá bien. ¿Necesitas más dinero, oh, inteligentísimo?
Mierda, todavía podía gastar más dinero.
—No, Hassan, tengo bastante por ahora. «Papa» se ha mostrado más que generoso.
—Si necesitas más dinero en efectivo para proseguir tu investigación, sólo tienes que ponerte en contacto conmigo. Estás haciendo un trabajo excelente, hijo mío.
—Al menos, no estoy muerto todavía.
—Tienes el ingenio de un poeta, querido. Ahora debo irme. Los negocios son los negocios, ya sabes.
—De acuerdo, Hassan. Vuelve a llamarme cuando hayas hablado con «Papa».
—Alabado sea Alá por tu bienestar.
—Allahyisallimak —dije.
Me levanté y colgué el auricular. Luego, busqué el otro objeto que había hallado en el bolso de Nikki: el escarabajo cogido de la colección de Seipolt. La reproducción de bronce relacionaba directamente a Nikki con Seipolt, como el anillo que había visto en la casa del alemán. Claro que ahora, con Seipolt entre los seres queridos que nos habían abandonado, esos objetos tenían dudoso valor. El doctor Yeniknani todavía tenía el moddy casero, eso podía ser una prueba importante. Pensé que había llegado el momento de preparar un informe de todo lo que sabía, para, en caso de necesitarlo, acudir con él a las autoridades. No a Okking, por supuesto, ni a Hajjar. No estaba seguro de a qué autoridades, pero sabía que debía haber algunas en alguna parte. Los tres objetos no bastaban para convencer a nadie en un tribunal de justicia europeo, pero eran suficientes para la justicia islámica.
Encontré el escarabajo bajo el borde de mi colchón. Abrí la cremallera de mi bolsa y metí el recuerdo de turista de Seipolt bajo mis ropas. Lo empaqueté con cuidado, asegurándome de que todo lo que poseo se hallaba fuera del apartamento. Luego apilé un montón de desperdicios y basura, por aquí y por allí. No estaba como para perder el tiempo limpiando. Cuando terminé, no quedó nada en la habitación que indicase que yo había pasado por allí alguna vez. Sentí una aguda tristeza, había vivido en mi apartamento más que en ningún otro lugar en mi vida. Si algo podía ser llamado mi hogar, con razón, era ese pequeño apartamento. Ahora se trataba de una gran habitación vacía, con ventanas sucias y un colchón roto sobre el suelo. Salí, cerrando la puerta tras de mí.
Devolví las llaves a Qasim, el casero. Le sorprendió y le preocupó el que me fuera.
—Me ha gustado vivir en tu edificio — dije —, pero a Alá le place que me mude.
Me abrazó y pidió a Alá que nos guiase en la rectitud hasta el paraíso.
Fui al banco y empleé la tarjeta para retirar todo el dinero de mi cuenta y la cancelé. Metí los billetes en el sobre que Friedlander Bey me había mandado. Cuando encontrase un lugar, lo sacaría y lo contaría. Me sentía un poco molesto por no saberlo ahora.
Mi tercera parada fue el hotel Palazzo di Marco Aurelio. Estaba vestido con galabiyya y keffiya, pero con el cabello corto y sin barba. No creo que el recepcionista me reconociera.
—Pagué una semana por adelantado — dije—, pero asuntos de negocios me obligan a irme antes de lo planeado.
—Nos apena oír esto, señor —murmuró el tipo de la oficina—. Ha sido un placer tenerle con nosotros.
Asentí y dejé la tarjeta de mi habitación sobre el mostrador.
—Déjeme ver…
Introdujo el número de habitación en su terminal, comprobó que el hotel me debía un dinero e imprimió el comprobante.
—Han sido muy amables —dije.
Sonrió.
—El placer es nuestro —respondió.
Me entregó el comprobante y me señaló al cajero. Le di las gracias de nuevo. Minutos después, metí el dinero que me habían devuelto en la bolsa con el resto.
Con mi dinero, mis moddies y daddies, y mi ropa dentro de la bolsa, caminé hacia el suroeste, más allá del Budayén y más allá del distrito de las tiendas lujosas, junto al Boulevard el-Jameel. Fui a un barrio de fellahin, de calles y callejones tortuosos, de casas pequeñas de techo plano, necesitadas de un buen encalado, con ventanas cubiertas por persianas o finas celosías de madera. Algunas estaban en mejor estado, con tentativas de jardín en la tierra yerma, a los pies de las paredes. Otras parecían abandonadas, con dentados postigos colgando al sol, como lenguas de perros. Me dirigí a una que parecía bien conservada y llamé a la puerta. Esperé unos minutos hasta que se abrió. Un hombre alto y corpulento, con una poblada barba negra, me miró. Sus ojos se achicaron, con sospecha, mientras en la comisura de su boca mascaba una astilla de madera. Esperó a que fuese yo quien hablara.
Sin ninguna confianza, empecé mi historia.
—Mis amigos me han abandonado en esta ciudad. Me han robado toda la mercancía y mi dinero. En el nombre de Alá y del apóstol de Dios, que las bendiciones y la paz sean con él, suplico vuestra hospitalidad por hoy y esta noche.
—Ya veo —dijo el hombre con voz hosca—. La casa está cerrada.
—No le daré motivo de ofensa. Podré…
—¿Por qué no trata de pedirlo donde la hospitalidad es más generosa? La gente me ha dicho que hay familias por los alrededores que tienen bastante para comer ellos y también para los perros y los extranjeros. Yo tengo suerte de poder ganar un poco de dinero para judías y pan para mi esposa y mis hijos.
Lo comprendí.
—Sé que no está usted para problemas. Cuando me robaron, mis compañeros no sabían que siempre guardo un poco de dinero extra en mi bolsa. Me arrebataron con avaricia todo lo que había a la vista, y me dejaron con bastante para vivir uno o dos días, hasta que pueda regresar y pedirles cuentas legalmente.
El hombre me contemplaba sólo en espera de que apareciera algo mágico.
Me descolgué la bolsa y la abrí. Permití que me viera hurgar bajo la ropa —mis camisas, mis pantalones, calcetines— hasta que di con los billetes y los saqué.
—Veinte kiam —dije con tristeza—, es todo lo que me han dejado.
La expresión de mi nuevo amigo sufrió una rápida selección de emociones. En ese vecindario, los billetes de veinte kiam hacen notar su presencia con ruido y estrépito. Quizá no estaba muy seguro de mí, pero yo sabía lo que pensaba.
—Si me diese el beneficio de su hospitalidad y protección para los próximos dos días — dije—. Le pagaré con todo este dinero que aquí ve.
Extendí los veinte billetes ante sus ojos asombrados.
El hombre hizo un ademán. Si hubiera tenido los bemoles grandes y bien plantados, me lo habría robado. No le gustaban los extraños; ¡mierda, a nadie le gustaban los extraños! No le gustaba la idea de invitar a uno a su casa durante un par de días. Pero veinte kiam equivalían a la paga de varios días. Cuando le miré con fijeza, sabía que ya no me estaba evaluando más; había gastado los veinte kiam de cien maneras diferentes. Todo lo que yo debía hacer era esperar.
—No somos ricos, señor.
—Entonces los veinte kiam les vendrán bien.
—Sí, claro, señor y deseo tenerlos, sin embargo me avergüenza que alguien tan excelente como usted sea testigo de la miseria de mi casa.
—He visto una miseria mayor de la que puedas imaginar, amigo mío, y he salido de ella como tú puedes hacerlo. No siempre he sido como aparento ante ti. Fue voluntad de Alá que me viera arrojado a los más profundos pozos de miseria, para que pudiera recuperar lo que me ha sido arrebatado. ¿Me ayudarás? Alá dará buena fortuna a todos los que sean generosos conmigo en mi camino.
Durante un buen rato, el fellah me miró, confuso. Yo sabía que al principio pensó que estaba un poco loco y lo mejor que podía hacer era alejarse de mí lo antes posible. Mi cháchara parecía el discurso de un príncipe secuestrado de los cuentos antiguos, de las historias que se cuentan en el corazón de la noche, entre susurros alrededor del fuego, después de una cena sencilla y antes de sumirse en los sueños. Pero a la luz del día, nada resultaba plausible. Nada excepto el dinero, ondeando en mi mano como las hojas de una palmera. Los ojos de mi amigo estaban fijos en los veinte kiam y dudo que pudiera describir mi rostro a alguien.
Por fin, fui admitido en la casa de mi anfitrión, Ishak Jarir. Mantuvo una disciplina estricta y no vi a ninguna mujer. En el segundo piso dormían los miembros de la familia y tenían unas alacenas para almacenar. Jarir abrió la sencilla puerta de madera de uno de ellos y me metió bruscamente allí.
—Aquí estarás a salvo —dijo susurrando—. Si tus pérfidos amigos vienen y preguntan por ti, nadie en esta casa te ha visto. Pero debes quedarte sólo hasta después de las oraciones de mañana.
—Doy gracias a Alá porque, en su sabiduría, me ha guiado hacia un hombre tan generoso como tú. Todavía tengo algo que hacer y si todo sucede como preveo, volveré con un billete doble del que tienes en la mano. El doble será tuyo.
Jarir no quiso oír más detalles.
—Que tu empresa sea próspera. Pero te lo advierto, si vuelves después de las últimas plegarias, no serás admitido.
—Será como dices, honorable.
Miré por encima del hombro al montón de harapos que serían mi hogar esa noche, sonreí con inocencia a Ishak Jarir y salí de la casa reprimiendo un escalofrío.
Regresé por la angosta y empedrada calle que pensaba me conduciría al Boulevard el-Jameel. Cuando la calle empezó a curvarse hacia la izquierda, supe que había cometido un error, aunque iba en la dirección correcta, así que la seguí. Pero al pasar la curva, no había nada, excepto las desnudas paredes de ladrillo de los edificios que se cerraban en un fétido callejón sin salida. Murmuré una maldición y volví sobre mis pasos.
Un hombre me cortaba el camino. Era delgado, con barba mal recortada y descuidada y una sonrisa bovina en el rostro. Llevaba una camisa amarilla de punto con el cuello abierto, un traje de calle marrón arrugado y desaliñado, keffiya blanca con un cordón rojo y zapatos deportivos marrones. Su necia expresión me recordaba a Fuad, el idiota del Budayén. Era evidente que me había seguido hasta la calle sin salida. No había oído que anduviese detrás de mí.
No me gusta que la gente me siga con sigilo. Abrí mi bolsa mientras le miraba. Él se detuvo, mientras cambiaba su peso de un pie a otro y sonreía. Saqué un par de daddies y cerré la cremallera de la bolsa. Empecé a caminar hacia él, pero me detuvo poniéndome una mano en el pecho. Bajé la vista a su mano y luego la alcé hacia su rostro.
—No me gusta que me toquen —dije.
Se retiró como si hubiera profanado lo más sagrado de lo sagrado.
—Mil perdones —murmuró.
—¿Me sigues por algún motivo?
—Creí que podía interesarte lo que tengo aquí.
Me señaló un maletín de imitación de piel que llevaba en una mano.
—¿Eres un vendedor?
—Vendo moddies, señor, y una amplia selección de útiles e interesantes potenciadores para los negocios. Me gustaría mostrártelos.
—No, gracias.
Levantó el entrecejo, ahora no tan bovino, como si le hubiera pedido que continuase.
—No tardaré ni un momento y seguramente encontrarás lo que andas buscando.
—No busco nada en particular.
—Seguro que sí, o no te habrías modificado el cerebro, ¿quieres?
Acepté. Se arrodilló y abrió su maletín de muestras. Estaba decidido a que no me vendiera nada. No hago negocios con ratas.
Estaba sacando moddies y daddies del maletín y los alineaba en fila india ante él. Cuando terminó, me miró. Estaba orgulloso de su mercancía.
—¿Bien? —dijo.
Hubo un silencio premonitorio.
—¿Bien qué?
—¿Qué opina de ellos?
—¿Los moddies? No se parecen a ninguno de los que he visto. ¿Qué son?
Cogió el primero de la fila. Me lo lanzó y lo recogí. De un rápido vistazo comprobé que no tenía etiqueta, estaba hecho de un plástico más rudimentario que los moddies que había visto en la tienda de Laila y en los zocos. Ilegal.
—Éste ya lo conocías —dijo el hombre, dirigiéndome una mirada lastimera.
Eso hizo que le mirase con dureza.
Se quitó la keffiya. Un cabello castaño y ralo le colgaba y cubría sus orejas. Parecía como si no se lo hubiera lavado en un mes. Con una mano se quitó el moddy que llevaba. El tímido vendedor desapareció. Las mandíbulas del tipo se relajaron y sus ojos perdieron visión, pero con la rapidez de la práctica, se conectó otro de sus moddies de fabricación casera. De repente, sus ojos se achicaron y su boca mostró una dura y sádica mueca. Se transformó en otro hombre. No necesitaba disfraces materiales; el conjunto de todas sus posturas, maneras, expresiones y modo de hablar era más efectivo que cualquier combinación de pelucas y maquillaje.
Me encontraba en un apuro. Tenía a James Bond en mi mano y contemplaba los fríos ojos de Xarghis Moghadhíl Khan. Estaba contemplando la locura. Alargué el brazo y me conecté los dos daddies. Uno proporcionaba a mis músculos una fuerza no natural y desesperada, sin fatiga ni dolor hasta que mis tejidos se rompiesen. El otro cortaba todo sonido. Necesitaba concentrarme. Khan me miró con burla. Tenía una gran daga en la mano, con la empuñadura de plata e incrustaciones de piedras de colores y el cuerpo de oro.
—Siéntate —leí en sus labios—. En el suelo.
Yo no iba a sentarme, por supuesto. Mi mano se movió unos centímetros, en busca de la pistola de agujas bajo mi ropa. Se movió y se detuvo porque recordé que la pistola de agujas se hallaba bajo la almohada de mi habitación del hotel. En aquel momento, la camarera ya la habría encontrado. Y la pistola estaba tranquilamente en el fondo de mi bolsa de cremallera. Me alejé de Khan.
—Hace mucho tiempo que le persigo, señor Audran. Le vi en la comisaría de policía, en casa de Friedlander Bey, en la de Seipolt, en el hotel. Podía haberle matado esa noche cuando simulé que era un maldito ladrón, pero no deseaba ser interrumpido. Esperé el momento adecuado. Ahora, señor Audran, ahora morirá.
Resultaba maravillosamente sencillo leer en sus labios. El mundo entero se había relajado y se movía a la mitad de la velocidad normal. Él y yo teníamos todo el tiempo que necesitábamos…
La boca de Khan se torció. Me gustaba esa parte. Me acorraló hacia atrás, dentro del callejón. Mis ojos permanecían fijos en su brillante cuchillo, con el que Khan no sólo intentaba matarme sino también mutilar mi cuerpo. Dijo que tapizaría las sucias piedras y los desperdicios con mis tripas como guirnaldas de fiesta. Algunas personas sienten terror ante la muerte, otros sienten más terror de la agonía que la precede. Para ser honesto, yo soy de estos últimos. Sabía que algún día tenía que morir, pero esperaba que fuera de una forma rápida y sin dolor, en la cama si tenía suerte. Ser torturado antes por Khan no era mi modo favorito de largarme de este mundo.
Los daddies me evitaban el pánico. Si me dejaba llevar por él, me convertirían en souvlaki en cinco minutos. Retrocedí más de prisa buscando algo en el callejón que me diera una oportunidad contra el maníaco y su daga. Corría contra reloj.
Los labios de Khan se separaban de sus dientes y me dirigía reveladores gritos sin palabras. Sostenía el cuchillo a la altura del hombro, acercándose hacia mí como lady Macbeth. Le dejé dar tres pasos y luego me moví hacia la izquierda y le embestí. Esperaba verme huir hacia atrás y cuando me abalancé sobre él, retrocedió. Mi mano izquierda buscó su muñeca derecha y mi brazo izquierdo contuvo su antebrazo, agarrando su mano con fuerza. Le retorcí la mano del cuchillo hacia atrás con mi mano derecha, contra el punto de apoyo de mi mano derecha. Normalmente eso basta para desarmar a un atacante, pero Khan era fuerte, más fuerte de lo que debería ser aquel demacrado cuerpo; la locura le concedía un poder adicional y también su moddy y sus daddies.
La mano libre de Khan me cogió por la garganta y me forzó la cabeza hacia tras. Tenía mi pierna derecha entre las suyas, y con ella separé sus pies. Ambos nos desplomamos y, mientras caíamos, cubrí su rostro con mi mano derecha. Le golpeé la parte de atrás de su cabeza contra el suelo con tanta fuerza como fui capaz. Mi rodilla cayó encima de su puño y su mano se abrió. Arrojé su cuchillo a lo lejos y empleé las dos manos para golpear la cabeza de Khan contra el asqueroso suelo. Khan estaba aturdido, pero no por mucho tiempo. Se deshizo de mi dominio y se lanzó contra mí, desgarrando mi carne a mordiscos. Forcejeamos tratando de sacar alguna ventaja, pero luchábamos tan apretados que no podía emplear los puños. Ni siquiera era capaz de librar mis manos. Mientras tanto, él me hería, me clavaba sus negras uñas, me hacía sangre con sus dientes, me golpeaba con sus rodillas.
Khan se reía y me empujó a un lado. Entonces, dio un salto y, antes de que yo pudiera escapar, se puso sobre mí. Me inmovilizó los brazos con una rodilla y una mano. Levantó el puño para golpearme en la garganta. Grité y traté de deshacerme de él, mas no podía moverme. Luché, y vi una fanática luz de victoria en sus ojos. Canturreó una plegaria inarticulada. Con un salvaje bramido, me golpeó en la sien con el puño. Casi perdí el conocimiento.
Khan corrió a buscar su cuchillo. Me obligué a sentarme y buscar, desesperado, en mi bolsa. Khan había encontrado el cuchillo y avanzaba hacia mí. Abrí la bolsa y lo arrojé todo al suelo. Justo cuando Khan estaba a tres pasos de mí, le herí con una gran explosión de mi arma. Dio un gorjeante grito y se desplomó junto a mí. Estaría fuera de combate durante varias horas.
Los daddies bloqueaban bastante mi dolor, pero no todo; el resto lo mantenían a distancia. Sin embargo, todavía no podía moverme y pasaron unos minutos antes de que fuera capaz de hacer algo útil. Vi como la piel de Khan se volvía azul cianótico mientras luchaba por coger aire en sus pulmones. Tuvo convulsiones y, de repente, se relajó por completo, a pocos centímetros de mí. Me senté y respiré hasta que conseguí sacudirme los efectos de la lucha. Luego, lo primero que hice fue quitarle el moddy de Khan de la cabeza. Llamé al teniente Okking para darle la buena nueva.