2

A la mañana siguiente, muy temprano, el teléfono empezó a sonar. Me desperté legañoso y con el estómago revuelto. Oí el timbre del teléfono con la esperanza de que cesara. Pero no lo hizo. Me di la vuelta y traté de ignorarlo. Pero sonó, y sonó… diez, veinte, treinta veces. Me levanté despacio, pasé por encima del cuerpo durmiente de Yasmin, y busqué el aparato entre el montón de ropa.

—¿Sí? —gruñí, cuando al fin lo encontré. No me sentía demasiado amigable.

—Yo me levanto aún más pronto que tú, Audran —dijo el teniente Okking—. Ya estoy en mi despacho.

—Todos dormimos mejor cuando sabemos que te encuentras en el trabajo —dije.

Todavía estaba irritado por lo que me había hecho la noche anterior. Después del interrogatorio de rutina, tuve que devolver el paquete que el ruso me había entregado antes de morir… , sin haber tenido ocasión de inspeccionarlo.

—Recuérdame que me ría dos veces la próxima vez, ahora tengo demasiado trabajo —dijo Okking—. Oye, estoy en deuda contigo por tu cooperación.

Con una mano sostuve el teléfono en mi oreja y con la otra busqué la caja de píldoras. La abrí como pude y saqué un par de pequeños triángulos azules que me despertaban al instante. Los tragué en seco y esperé a oír el resto de la información que Okking dejaba en suspenso.

—¿Y bien? —dije.

—Tu amigo Bogatyrev debió acudir a nosotros. No nos ha costado mucho cotejar sus cintas con nuestros archivos. Su desaparecido hijo murió en un accidente hace casi tres años. Nunca identificamos el cadáver.

Transcurrieron unos segundos de silencio mientras yo pensaba en ello.

—De haberlo hecho, el pobre bastardo no se hubiera reunido conmigo anoche y no habría terminado con ese agujero rojo y el desgarrón en su camisa.

—La vida es así, ¿no resulta gracioso?

—Sí. Recuerda que me ría dos veces la próxima vez. Dime lo que sabéis de él.

¿De quién? ¿De Bogatyrev o de su hijo?

Me da igual, de cualquiera. Todo lo que sé es que un hombrecillo quería que yo le hiciese un trabajo: que encontrara a su hijo. Me despierto esta mañana, y resulta que tanto él como el chico están muertos.

Debió acudir a nosotros —repitió Okking.

—En su tierra tienen la manía de no ir a la policía. Por su propia voluntad, quiero decir.

Okking lo meditó, mientras decidía si le parecía bien o no. Al final, lo soltó.

—Ahí va tu paga —dijo, haciéndose el simpático—: Bogatyrev era una especie de intermediario político del rey Vyacheslav de Bielorrusia y el de Ucrania. El hijo de Bogatyrev se había convertido en un estorbo para la legación bielorrusa. Todas las pequeñas Rusias se matan a trabajar para ganar credibilidad y el muchacho Bogatyrev salía de un escándalo para meterse en otro. Su padre debió dejarle en casa y los dos estarían vivos aún.

—Es posible. ¿Cómo murió el chico?

Okking hizo una pausa. Es probable que hubiera llamado al archivo por su pantalla para asegurarse.

—Todo lo que dice es que murió en un accidente de tráfico. Giró en lugar prohibido y fue embestido por un camión. El otro conductor no fue acusado. El chico no llevaba identificación. Conducía un vehículo robado. Su cuerpo estuvo en el depósito de cadáveres durante un año, pero nadie le reclamó. Después…

—Después, fue vendido como desperdicios.

—Supongo que te sientes implicado en este caso, Marîd, pero no lo estás. Encontrar a ese maníaco de James Bond es competencia de la policía.

—Sí, lo sé.

Hice una mueca; sentí gusto a sarro en la boca. —Te mantendré al corriente —dijo Okking—. Quizá tenga algún trabajo para ti.

Si agarro primero al moddy, le empaqueto y te lo envío a tu oficina.

Seguro, chaval.

Cuando Okking colgó el teléfono, se oyó un agudo clic.

Somos una gran familia feliz.

«Sí, tienes razón», dije para mí.

Recosté la cabeza en la almohada, aunque sabía que no volvería a coger el sueño. Miraba la pintura resquebrajada del techo, con la esperanza de que otra semana transcurriera sin que se desplomara sobre mí.

—¿Quién era? ¿Okking? —murmuró Yasmin.

Todavía estaba de espaldas, acurrucada y con las manos entre sus rodillas.

—¡Ea, ea! Vuelve a dormirte.

Al instante se había quedado roque. Permanecí embobado un buen rato en espera de que los trifets me hicieran efecto antes de rendirme y ponerme enfermo. Rodé por el colchón y me levanté. Al hacerlo, sentí un martilleo en las sienes. Después del golpe amistoso de Okking la noche anterior, fui a la «Calle» de copas, de un club a otro. En algún momento del recorrido, debí tropezar con Yasmin, porque la tenía a mi lado. Era la prueba irrefutable.

Me arrastré al baño y estuve bajo la ducha hasta que el agua caliente se terminó. Las drogas no me habían subido todavía. Me sequé con la toalla y, mientras, dudaba si tomar otro triángulo azul o pasar de todo y volver a la cama. Me miré al espejo. Estaba horrible, pero siempre me veo así ante el espejo. Me consolé pensando que mi auténtico rostro es más bien parecido. Me lavé los dientes para acabar con el espantoso gusto de la boca. Empecé a peinarme, pero suponía demasiado esfuerzo, así que volví a la otra habitación y saqué una camisa limpia y los téjanos.

Tardé diez minutos en encontrar las botas. Por alguna extraña razón, las encontré debajo de las ropas de Yasmin. Por fin estaba vestido. Si las malditas «píldoras» hicieran su parte, podría enfrentarme al mundo. Ni me hables de comer. Ya comí hace dos días.

Dejé una nota a Yasmin con el encargo de que cerrara la puerta al salir. Ella era una de las pocas personas a las que yo podía dejar sola en mi apartamento. Siempre lo hemos pasado bien juntos y creo que, en cierta frágil e inefable manera, cuidamos el uno del otro. Temíamos exigirnos demasiado, ponernos a prueba, pero los dos sabíamos que algo existía. Creo que era porque Yasmin no había nacido mujer. Tal vez, pasar parte de tu vida de un sexo y el resto de otro afecte tus percepciones. Por supuesto, yo conocía a muchos que habían cambiado de sexo y a quienes no soportaba. No se puede generalizar. Ni siquiera por amabilidad.

Yasmin había sido modificada por completo interior y exteriormente, cuerpo y mente. Tenía uno de esos cuerpos perfectos, de los que se eligen en un catálogo. Te sientas con el tío de la clínica y te muestra el libro. Le dices: «¿Cuánto estas tetas?», y él te da el precio, y tú le preguntas: «¿Y esta cintura?», y él te presenta un presupuesto por romper tus huesos pélvicos y recomponerlos; además, hace desaparecer tu nuez y realza tus rasgos faciales, tu culo y tus piernas. A veces, incluso puedes elegir un nuevo color de ojos. Te arreglan el vello y la barba; se trata de una cuestión de drogas y de un mágico proceso clínico. Acabas con una personalidad reconstruida, igual que un viejo coche de gasolina restaurado.

Miré a Yasmin al otro lado de la habitación. Creo que su más preciado bien era el largo y lacio cabello negro, y había nacido con él. Lo tenía desde el principio. No había mucho más que perteneciera al equipo original —incluso su personalidad, cuando estaba conectada—; pero, en conjunto, era bonita y se lo hacía muy bien. Creo que siempre hay algo que delata un cambio de sexo. Las manos y los pies, por ejemplo, las clínicas no quieren tocarlos, hay demasiados huesos de por medio. Los transexuales femeninos siempre tienen grandes los pies; son pies de hombre. Y, por algún motivo, su voz es algo nasal. Yo lo noto en seguida, aunque nada lo revele.

Creo que soy un experto en entender a la gente. Pero ¿qué digo? Por eso estaba siempre en la cuerda floja y daba el golpe de gracia a quien se sentía derrotado.

Ya en el recibidor, los trifets florecieron por fin. Fue como si, de repente, el mundo entero diese un profundo respiro, y se expandiera como un globo. Me agarré al pasamanos para mantener el equilibrio y bajé la escalera. No sabía, con exactitud, lo que iba a hacer, pero empezaba a ser hora de conseguir algún dinero. El alquiler se me echaba encima y no quería acudir al «Hombre» para pedirle un préstamo. Metí las manos en los bolsillos y noté los billetes. Claro. El ruso me había dado tres de los grandes la noche anterior. Saqué el dinero y lo conté. Me quedaban unos dos mil ochocientos kiam. Yasmin y yo debimos de darnos una fiesta salvaje con los otros doscientos. Me hubiera gustado recordarla.

Cuando salí a la acera, el sol casi me cegó. No funciono muy bien durante el día. Hice visera con mi mano y miré a uno y a otro lado de la calle. Nadie. El Budayén se oculta de la luz del día. Me dirigí hacia la «Calle» con la vaga idea de hacer algunos recados. Ahora que tenía dinero, podía permitírmelos. Sonreí; las drogas me reanimaron y los dos mil ochocientos kiam lograron el resto. Con ellos tenía pagados el alquiler y todos mis gastos durante los tres meses siguientes. Era el momento de reponer existencias: rellenar la caja de píldoras, darme el lujo de unas cuantas cápsulas y tabletas, pagar un par de deudas y comprar un poco de comida. El resto iría al banco. Tengo tendencia a patearme el dinero si lo llevo demasiado tiempo en el bolsillo. Ahorrarlo es mejor, convertirlo en crédito electrónico. No me permito el uso de una tarjeta de crédito por si me arruino cualquier noche en la que esté demasiado cargado para saber lo que hago. Pago en metálico o no compro. Así no desperdicias bytes, no, sin una tarjeta.

Al llegar a la «Calle», me encaminé hacia la puerta Este. A medida que me aproximaba a la muralla, veía más y más gente: vecinos que paseaban por la ciudad como yo, turistas que entraban en el Budayén en la hora de descanso. Los forasteros no sabían lo que hacían. También a pleno día podían meterse en terribles líos.

Una pequeña barricada se levantaba en la esquina de la calle Cuarta, allí donde estaba en obras. Me apoyé contra los postes para oír las conversaciones de una pareja de busconas esforzándose en el comercio temprano, o quizá todavía era la noche pasada para ellas si no habían hecho suficiente dinero como para irse a casa. Había oído esos asuntos miles de veces, pero James Bond me hizo meditar sobre los moddies, de modo que esas negociaciones cobraban un nuevo significado.

—Hola —dijo el tío bajito y delgado.

Vestía un traje de corte europeo y hablaba el árabe como quien ha estudiado el idioma tres meses en una escuela donde nadie, profesor o alumno, ha estado jamás ni a ocho mil kilómetros de una palmera.

La tía le sacaba casi medio metro, aunque algo lo debía a unas botas negras de tacón de aguja. Tal vez no fuera una mujer de verdad, sino un transexual o un travestido preoperado, pero el hombrecillo no lo sabía, o no le importaba. Ella era impresionante. Las busconas del Budayén necesitan ser impresionantes, sólo para hacerse notar. No tenemos demasiadas mujercitas de su casa, sencillas y dóciles, que vivían en la «Calle». Llevaba una especie de vestido negro, con volantes en la corta falda, sin espalda ni mangas, lo que permitía gran visibilidad por delante, ceñido a la cintura mediante una gruesa cadena de plata con un rosario católico colgando de ella. Iba muy maquillada, de púrpura y rosa, y lucía una hermosa cabellera rojiza, arteramente dispuesta para que enmarcase su rostro, que desafiaba a todas las leyes conocidas de las ciencias naturales.

—¿Quieres alucinar? —preguntó.

Cuando abrió la boca, percibí la voz de quien tiene todavía un buen montón de cromosomas masculinos en cada una de las células de su restaurado cuerpo, fuera lo que fuese que hubiera debajo de aquella falda.

—Quizá —dijo el tipo, cauteloso.

—¿Buscas algo en especial?

El hombre se humedeció los labios con nerviosismo.

—Esperaba encontrar a Ashla.

—Oh, nene, lo siento. Labios, caderas o huellas dactilares. Yo no tengo el de Ashla. —Aguardó un instante y escupió—. Habla con aquella chica, creo que tiene a Ashla.

Había señalado a una nueva que conocía. El pavo dio las gracias y cruzó la calle. Por casualidad, vi los primeros ojos de puta.

—Jodido tío —dijo entre risas, y volvió a mirar la calle en busca de dinero para la comida.

Dos minutos más tarde, otro hombre llegó y mantuvieron la misma conversación.

—¿Buscas a alguien en especial?

El tipo era algo más alto que el primero y bastante más fuerte.

—¿Brigitte? —dijo, como si se disculpara.

Ella hurgó en su bolso de vinilo negro y sacó una ristra de moddies de plástico. Un moddy es mucho más grande que un daddy, que suele ir conectado precisamente a un enchufe al lado del moddy que empleas, o en el enchufe central del cráneo si no estás preparado para los moddies, o si te gusta ser tú mismo. La chica cogió un moddy de plástico rosa y guardó el resto en su bolso.

—Aquí está, la mujer de tu vida. Brigitte, es muy popular, tiene mucha clase. Te costará más.

—Lo sé —repuso el pavo—. ¿Cuánto?

—Dímelo tú —contestó ella, con el pensamiento de que podía ser un policía que fuera de tanteo.

Estas cosas sucedían por allí todavía, donde las autoridades religiosas se quedaban sin infieles a los que perseguir.

—¿Cuánto quieres gastar?

—¿Cincuenta?

—¿Por Brigitte, tío?

—¿Cien?

—Y quince por la habitación. Ven conmigo, cielo.

Se alejaron por la calle Cuarta. ¿No es magnífico el amor?

Yo sabía quién era Ashla y quién Brigitte, pero me preguntaba quiénes serían el resto de los moddies de la serie. Creo que no merecía la pena desperdiciar cien kiam por saberlo. Más quince por la habitación. De modo que esa buscona de cabello castaño se iría con su corazoncito, se autoconectaría Brigitte y se convertiría en Brigitte. Eso era todo lo que el tipo recordaría de su ser, y así ocurriría siempre, fuera quien fuese la persona que usara el moddy Brigitte, mujer, travesti o transexual.

Atravesé la puerta Este. Me hallaba a medio camino del banco cuando, de repente, me detuve ante una joyería. Algo rondaba por mi mente. Una idea trataba de aflorar a mi consciencia. Era un sentimiento incómodo y molesto, y parecía no haber modo de evitarlo. Quizá sólo se trataba de los trifets que había tomado. Cuando estoy tan eufórico, puedo preocuparme por pensamientos sin importancia. Pero no, era más que un simple efecto de las drogas. Había algo acerca del asesinato de Bogatyrev o la conversación telefónica que yo había mantenido con Okking. Algo andaba mal.

Medité sobre todo lo que podía recordar del asunto. Nada raro destacaba en mi memoria. Noté que el consejo de Okking había sido un poco brusco, pero esa rudeza era habitual en un policía: «Mira, esto es competencia de la policía, no necesitamos que metas las narices, anoche tenías un trabajo pero se desintegró ante tu rostro, así que muchas gracias». Había oído lo mismo de Okking cientos de veces. ¿Por qué hoy me sentía tan inseguro?

Sacudí la cabeza. Si había algo, ya saldría. Lo archivé en el fondo de mi mente, allí se cocería hasta evaporarse o materializarse en un hecho frío y sólido que podría utilizar. Entretanto, no quería preocuparme. Deseaba disfrutar de la calidez, la fuerza y la confianza que las drogas me proporcionaban. Había pagado por ellas cuando estaba hecho polvo, por eso quería sacarle partido a mi dinero.

Diez minutos más tarde, mientras me dirigía al cajero automático del banco, mi teléfono volvió a sonar. Lo descolgué de mi cinturón.

—¿Sí? —dije.

—¿Marîd? Soy Nikki.

Nikki era una loca transexual que trabajaba como puta para uno de los chacales de Friedlander Bey. Un año antes fuimos amigos, pero era todo un problema. Cuando estabas con ella, tenías que llevar su ritmo de pastillas y bebidas; una copa de más, y Nikki se volvía agresiva e incoherente. Cada salida acababa en bronca. Antes de sus modificaciones, Nikki había sido un hombre alto y musculoso, más fuerte que yo, creo. Incluso después del cambio de sexo, resultaba imposible de dominar en una pelea. El intento de separarla de quien ella imaginaba que le había insultado era algo terrible. Calmarla y llevarla a casa, sana y salva, te dejaba agotado. Finalmente, decidí que me gustaba cuando era ella misma, pero que el resto no valía la pena. La veía de vez en cuando, nos saludábamos y nos hacíamos confidencias, pero no quería exponerme a ninguna de sus borracheras, llantos y problemas sin sentido.

—Dime, Nikki, ¿estás ocupada?

—Marîd, cariño, ¿puedo verte hoy? Necesito que me hagas un favor.

«Ya está liada», pensé.

—Sí, creo que sí. ¿Qué ocurre?

Hubo un corto silencio mientras pensaba cómo decírmelo.

—Ya no quiero trabajar para Abdulay.

Así se llamaba el ayudante de Friedlander. Abdulay tenía una docena de chicas y chicos conectados por todo el Budayén.

—Eso es fácil —dije.

Había hecho ese tipo de trabajo muchas veces, y me había sacado algunos kiam adicionales de aquí y allá. Yo tenía buenas relaciones con Friedlander Bey, en privado le llamaba «Papa». Era dueño de casi todo el Budayén y tenía el resto de la ciudad en su bolsillo. Yo siempre mantengo mi palabra, lo cual suponía una valiosa recomendación para alguien como Bey. «Papa» era un anciano. Se rumoreaba que debía contar unos doscientos años de edad, y, ahora como entonces, me lo creo. Tenía una noción anticuada del honor, los negocios y la lealtad. Dispensaba favores y castigos con una arcana idea de Dios. Poseía muchos de los clubs, prostíbulos y restaurantes del Budayén, pero no desalentaba a la competencia. Todo iba bien si algún independiente quería trabajar en el mismo lado de la calle. «Papa» actuaba a sabiendas de que no te molestaría si tú no le molestabas. Sin embargo, ofrecía toda clase de atractivos alicientes. Después de todo, un puñado de agentes autónomos acabaron trabajando para él porque por ellos mismos no conseguían esos pingües beneficios. No es que tuviera contactos, él era el contacto.

En el Budayén había un lema: «Los negocios son los negocios». Nada de lo que perjudicaba a los agentes autónomos podía perjudicar a Friedlander Bey. Había suficiente para todos. Otra cosa hubiera ocurrido de ser «Papa» un tipo avaricioso. Un día me contó que en una época fue así; pero después de ciento cincuenta o ciento sesenta años, ya no tienes necesidades. Fue lo más triste que me habían dicho en mi vida.

Oí la profunda respiración de Nikki.

—Gracias. Marîd. ¿Sabes dónde estoy? Ya no prestaba mucha atención a sus idas y venidas. —No, ¿dónde?

—Pasando una temporada con Tamiko.

«Estupendo —pensé—, sencillamente estupendo.» Tamiko era una de las «hermanas Viudas Negras».

—¿En la calle Trece?

—Si.

—Ya sé, ¿qué te parece si me paso, digamos… , a las dos? Nikki titubeó.

—¿Puedes pasarte a la una? Necesito hacer unas cosas.

Fue una imposición, pero me sentía generoso; debían ser los triángulos azules.

—Muy bien —dije por los viejos tiempos—, estaré allí sobre la una, inshallah.

—Eres un cielo, Marîd. Nos vemos. Salam. Y cortó la comunicación.

Colgué el auricular en mi cinturón. En ese momento me sentía como si no tuviera nada en la cabeza. Siempre te sientes así hasta que te baja.

Загрузка...