La castellana de Vergy ANÓNIMO

Existen personas con un aspecto tan honesto que nos producen de inmediato confianza y si uno se anima a contarles un secreto de amor, no les alcanza el tiempo para desparramarlo y utilizarlo en chismorrees y jaranas. Es entonces que

el que no supo mantener su silencio empieza a vivir los consecuentes contratiempos, ya que cuanto mayor es su amor, el amante más se angustia al pensar que otro sabe lo que más escondido tendría que haber mantenido, y no es extraño que el triste fin sea que el amor en cuestión acabe en medio de sufrimientos y bochorno.

Eso fue lo que pasó en Borgoña con la dama de hidalgo que se había enamorado de ella. El hombre solicitó sus favores de modo tan fervoroso que acabó por aceptarlo, con la salvedad de que si por su culpa se descubrían sus amoríos, la perdería inmediata y definitivamente. Los enamorados combinaron encontrarse en un jardín al que el hidalgo concurriría diariamente a horas marcadas por su querida. Una vez allí, se escondería en un rincón hasta que apareciera en el jardín un perrito. Ese sería el aviso de que la mujer estaba sola en su cuarto y que podía subir con ella. Así se vieron mucho tiempo y sus amoríos se mantenían en tal silencio que nadie pensaba que existiesen.

El hidalgo era bien parecido y atildado, y debido a su coraje gozaba del favor del duque de Borgoña. Por ese motivo iba con frecuencia a la corte, donde lo conoció la duquesa, que se enamoró de él, comenzando a insinuársele de una manera que, a no haber él estado embobado con otra, hubiera notado cabalmente que ésta también lo adoraba. Pero todos los artilugios qu e usaba la duquesa para abrirle el corazón a su galán no eran notados por el hidalgo. La duquesa llegó a acongojarse tanto que un día decidió hablar directamente y dijo al hidalgo:

— Señor, sois bien parecido y valeroso, todos lo reconocen, gracias a Dios; os mereceríais una amiga de gran alcurnia; eso os daría honor y beneficios; una amiga así os vendría muy bien.

— Señora–contestó el hidalgo-, aún no he pensado yo en esas cosas.

— A mi parecer —dijo ella—, considero que una espera prolongada podría perjudicaros. Soy de la opinión de que entréis en relaciones con una dama de alto linaje, siempre que veáis que sois correspondido con fidelidad.

— Señora, en realidad no sé cuál es la causa de que me habléis así, ni adonde queréis llegar. Yo no soy duque ni conde como para tener semejantes aspiraciones, y, aunque quisiera, nunca obtendría los favores de una dama de tal alcurnia.

— Quizá sí —contestó la duquesa—; se han visto y se verán cosas más raras. Contestadme ahora: si yo os entregase mi corazón, yo que estoy en la cima de la nobleza, ¿qué haríais?

El hidalgo contestó así:

— No lo sé, señora, pero no me agradaría tener vuestro amor, por más honor que signifique. Dios me libre de un amor tal que nos deshonraría a los dos y llenaría de oprobio a mi señor; po r ningún precio y de manera alguna haría yo el delito de traicionar de modo tan vil a mi señor.

— ¡Qué imbécil! — profirió fastidiada la duquesa-. ¿Quién os pidió una cosa así?

— Nadie, gracias a Dios; y yo puedo deciros lo mismo, señora–contestó el hidalgo.

En ese momento la duquesa interrumpió la conversación y, llena de resentimiento y despecho, no pensó en otra cosa que no fuera la venganza.

A la noche, mientras yacía junto al duque, empezó a lanzar suspiros y a llorar. El duque quiso saber qué le ocurría.

— Lamento de veras–dijo— ver cómo los grandes hombres no saben determinar quiénes les son fieles o no y sin percatarse, honran a los que los traicionan.

— No sé por qué decís tal cosa–dijo el duque-; no ha de ser por mí, ya que bajo ningún concepto protegería a un traidor sabiendo que lo es.

— Odiad entonces–siguió ella— a quien hoy no ha cejado en solicitar mis favores y me ha dicho que desde hace mucho no pensaba en otra cosa–y aquí mencionó al hidalgo-, Hasta ahora no se había animado a manifestar su amor. Yo quise contároslo inmediatamente. No es raro que esto se le haya pasado por la cabeza. ¿Acaso se le ha conocido algún amor? Por eso os ruego que cuidéis vuestro honor como corresponde.

El duque se apenó.

— Aclararé esto–dijo-, y ya mismo comienzo a pensar cómo.

No pudo dormir y pasó la noche despierto, disgustado por el hidalgo, al que apreciaba, y cuya amistad perdería a causa de tal bajeza.

A la mañana siguiente dejó el lecho temprano e hizo comparecer al hidalgo a quien su esposa le hacía aborrecer injustificadamente. Sin dilaciones, le habló a solas.

— Estoy muy fastidiado–le dijo–al notar que vos, que tenéis coraje y elegancia, no tenéis lealtad en absoluto. Me decepcionasteis. Creí largo tiempo que actuabais honesta y lealmente, al menos conmigo, que os he manifestado afecto tal. Ignoro de dónde sacasteis la ruin intención de seducir a la duquesa. Es la traición más grande y la bajeza más infame que pueda imaginarse. Os marcharéis de mis dominios inmediatamente. Os arrojo de ellos y os prohíbo el regreso bajo ningún concepto. Cuidaos bien de no asomaros a mis posesiones de ahora en adelante; en caso contrario, sabed que os haré ahorcar.

Al oír estas palabras el hidalgo se quedó de una pieza. Todo su cuerpo empezó a temblar, ya que inmediatamente pensó en su querida, a la que no tenía más forma de ver que en sus idas y venidas y quedándose en la comarca de la que lo expulsaba el duque. También le producía un terrible padecer que su señor lo considerara traidor e infiel. Lleno de desesperación, se sentía ya muerto y acabado.

—¡Señor! —clamó-, por el amor de Dios, nunca creáis que yo pudiera ser tan atrevido. Jamás pensé en el delito del que me acusáis sin motivo. El que me haya culpado de ello ha hecho una maldad.

—De nada os habrán de servir vuestras excusas–contestó el duque-; no les haré caso. La duquesa en persona me ha revelado la forma en que la habéis galanteado y requerido de amores, y es seguro que le habréis dicho cosas que ella no quiso contarme.

—¡La duquesa está faltando a la verdad! — contestó el hidalgo muy acongojado. —¡Para nada os sirven vuestras excusas!

—Cuanto pudiera decir no servirá de mucho, pero sería capaz de cualquier cosa para haceros ver la verdad.

—¡He allí los hechos! —terminó el duque enardecido. Recordaba lo que su mujer le había dicho, y pensaba que era cierto que ninguno sabía que el hidalgo tuviera alguna querida.

—Si vos me juráis seriamente–siguió diciendo el duque–contestar sin evasivas a mis preguntas, yo sabré con certeza si mis sospechas tienen o no fundamento.

El hidalgo estaba ansioso por calmar la ira infundada de su señor y lo acerraba el destierro que lo separaría de su amada, de modo que juró al duque cumplir su voluntad. El duque entonces dijo:

— Debéis saber que la enorme amistad que os profeso impide que yo crea que seáis culpable de una villanía y un oprobio semejantes, como afirma la duquesa. Sólo algo me hace pensar en ello y me confunde: al evaluar vuestra amabilidad, vuestra elegancia y otros indicios que señalan que tenéis amoríos en alguna parte, pienso además que ninguno ha notado que amaseis a ninguna dama o jovenzuela, y me convenzo de que es a mi esposa a la que habéis rondado. No hay nada que atenúe mis dudas y os seguiré considerando culpable, salvo que me reveléis a quién amáis y desterréis de mi ánimo toda sombra de sospecha. Si os resistís a eso, ¡idos como perjuro lejos de mis posesiones, inmediatamente!

El hidalgo no se decidía. ¡Dura alternativa! Si revelaba la verdad como debía por su juramento, se podía dar por muerto, ya que así quebraría lo prometido a su dueña y no dudaba que la perdería si ella se enteraba; si no revelaba la verdad al duque sería perjuro y falso, habría de dejar esas tierras y perder a su querida. Recordaba los goces que había pasado entre sus brazos y al pensar que no le sería posible llevársela, dudaba de sí podría subsistir sin ella. En medio de esa congoja que lo atormentaba, el hidalgo no sabía si explicarlo todo y quedarse o mentir y desterrarse. Las aguas del corazón subieron hasta sus ojos y bañaron su rostro. El duque entonces se conmovió, pensando que había algo que su favorito no se animaba a decir.

— Noto–dijo de repente–que no confiáis en mí como sería debido. ¿Pensáis que si me reveláis en secreto lo que ocultáis, yo diría a nadie una palabra? Primero dejaría que me arrancaran de a uno los dientes

— ¡Ah! —contestó el hidalgo—. Dios es testigo de que no sé qué decir ni qué hacer. Quisiera morir antes que perder lo que perdería al descubrir la verdad, si mi amada se enterara de ello.

Entonces el duque dijo:

— Por mi cuerpo y alma y por el aprecio y confianza que os debo como a uno de los míos, os aseguro que en vida mía ninguno se enterará de lo que habléis, sea cual fuere su importancia.

El hidalgo contestó entre lágrimas:

— Señor, os lo diré todo. Quiero a vuestra sobrina de Vergy, ella me quiere, y los dos nos queremos tanto que más es imposible.

— Decid ahora —dijo el duque—, si deseáis que guarde el secreto: ¿es verdad que nadie más que vosotros dos lo sabe? El hidalgo contestó:

— ¡Lo juro, nadie más!

— ¡Qué raro! — dijo el duque-. ¿Cómo os arregláis para encontraros y para concertar el sitio y el momento? — En verdad–dijo, el hidalgo-, no os esconderé el procedimiento, ya que conocéis todo el secreto.

Acto seguido le reveló sus andanzas, lo que habían acordado y el ardid del perrito. Cuando lo supo todo, el duque dijo al hidalgo:

— Quiero que permitáis que os acompañe a la primera cita, porque deseo verificar sin duda que las cosas son como decís. Mi sobrina no sabrá de mi presencia.

— Señor, gustoso aceptaré que me acompañéis esta noche, si no os parece mal u os fastidia.

El duque contestó que, al contrario de fastidiarlo, esto le gustaría y divertiría. Combinaron ambos, pues, para ir de noche a pie hasta la residencia de la sobrina del duque, que era cercana.

A la hora convenida estaban en el jardín. El duque vio inmediatamente venir al perrito hasta la punta del jardín, donde el hidalgo lo colmó de mimos. Dejó luego al duque; éste fue detrás de él hasta cerca de las habitaciones y se quedó allí inmóvil, escondiéndose bajo un árbol grande y espeso cuyas hojas lo ocultaban totalmente. Vio al hidalgo ingresar en la mansión y a su sobrina recibirlo en un patio; luego observó y oyó el cordial recibimiento que ella le hizo con sus brazos y boca, abrazándolo dulcemente y dándole cientos de besos antes de hablarle. El hidalgo también la besaba y abrazaba diciéndole:

— ¡Mi señora, mi amiga, mi amor, mi corazón, ardor y confianza de mi existencia, cómo necesitaba estar junto a vos como ahora, después de tanto tiempo!

— Mi querido señor–contestaba la dama-, mi dulce amigo, mi dulce amor, en ningún instante la tristeza dejó de oprimirme lejos de vos, pero ahora nada me apena ya, porque está junto a mí mi querido y porque volvéis a mí sano y alegre. Os doy la bienvenida, mi amigo.

— ¡Amiga, en buena hora os encuentro! — dijo el hidalgo. El duque, apostado cerca de ambos, escuchó todo. Identificó tan seguramente a su sobrina por la voz y la figura que ya no dudó de que la duquesa mentía y se alegró de certificar que el hidalgo no hubiera hecho bajeza alguna como creyera erróneamente antes.

Se quedó toda la noche, en tanto el hidalgo y la dama permanecían en su cuarto. Antes del alba el duque vio que se despedían, se intercambiaban cientos de besos y suspiraban profundamente al saludarse. Combinaron la cita siguiente y se separaron llorando. El hidalgo salió y la mujer cerró la puerta luego de seguirlo con la mirada hasta que no fue visible, puesto que no podía seguirlo de otro modo. El duque dejó también el sitio, y pronto se reunió con el hidalgo, que se quejaba para sí de lo breve que había resultado la noche y del amanecer que había cortado su gozo. El duque se acercó a él, lo abrazó calurosamente y le dijo:

— Os afirmo que siempre os apreciaré, porque me dijisteis la pura verdad y no me habéis engañado en nada.

— Gracias, señor–contestó el hidalgo-, pero por Dios os pido que sepáis guardar mi secreto, pues de lo contrario perdería mi amor, mi paz y mi contento, y por cierto que perecería si me enterara que alguien que no fuerais vos estaba al tanto.

— Quedaos tranquilo–dijo el duque–que vuestro secreto está tan seguro que nunca se ha de hablar de él.

Ese día, en el almuerzo, el duque estuvo más gentil que nunca con el hidalgo, lo que asustó y fastidió tanto a la duquesa que debió irse de la mesa simulando una súbita enfermedad, y se arrojó en el lecho muy disgustada.

El duque fue con ella al terminar la comida. La hizo incorporar en el lecho y mandó que los dejaran a solas. Cuando no hubo testigos, el duque preguntó a su esposa cuál era la causa de esa brusca molestia.

— ¡Que Dios me ayude! — contestó la duquesa-. Cuando hace un momento me senté a la mesa, no creía que tuvierais tan poco tino y débil discernimiento para manifestar tal aprecio al que me ofendió. Al ver que le dabais todavía mejor trato que antes, me condolí y fastidié tanto que no pude seguir más allí.

— Mi dulce amiga–dijo el duque-, jamás he de creer, ni por lo que me dijisteis ni por lo que oirá persona pudiese contarme, que el hidalgo sea culpable de lo que lo acusáis. En cambio sé que es absolutamente inocente y que jamás pensó realizar una vileza tal. He conocido todos sus asuntos, y no querráis saber más.

Se fue entonces el duque. La duquesa se quedó cavilando. y no hubiera podido quedarse tranquila en su vida si no sabía algo más, pese a la prohibición recién impuesta. Empezó a pensar qué ardid podría enterarla de lo que se le velaba; mientras, resolvió esperar hasta la noche, cuando él duque estuviera en sus brazos: entonces se las arreglaría para averiguar lo que quería. Por consiguiente, se atuvo a este plan. Cuando el duque llegó a dormir, ella se apartó en el lecho, simulando estar enojada. Lo hizo tan bien que el duque creyó que estaba disgustadísima. Al besarla como si nada, ella dijo:

— Sois falso, mentiroso e infiel; me ponéis cara de amor y jamás me amasteis en serio. Muy estúpida fui en tanto tiempo creyendo en vuestras palabras; ahora me he desengañado totalmente.

— ¿Por qué? — dijo el duque. La engañosa le contestó:

— ¿Acaso no me prohibisteis saber lo que vos conocéis bien?

— ¿Qué? ¡Por Dios, querida, decid!

— Lo que el hidalgo os dijo, las falsedades y visiones que os hizo tragar. Pero no puedo enterarme. Poco me vale amaros con lealtad. Jamás vi ni oí nada que no supierais vos inmediatamente; en cambio, vos me escondéis bien vuestro pensamiento. Enteraos entonces de que en el futuro ya no tendré igual confianza ni sentir por vos como hasta ahora.

La duquesa entonces empezó a llorar y suspirar fuertemente.

El duque le tuvo tanta compasión que le dijo:

— Mi amiga, no quiero disgustaros por ningún motivo. Pero no puedo revelaros lo que deseáis sin caer en una gran vileza.

— Señor–respondió la duquesa-, no habléis del asunto. Noto que no confiáis en mí para decirme un secreto. Y me sorprende mucho, ya que jamás visteis secretos, importantes o no, ser revelados por mí cuando quisisteis contármelos. Lo digo de corazón, nunca mencionaré a nadie lo que me digáis. — Diciendo esto, la duquesa reanudó su llanto. El duque la abrazó y besó acongojado y acabó cediendo.

— Bella señora–dijo—, ¿qué hacer?; confío tanto en vos como para no esconderos nada que yo sepa, pero os pido que no soltéis prenda, porque os aviso que si me traicionáis os daré muerte.

— Acepto la pena, ya que no es posible que os haga nada malo.

El duque confió en la sinceridad de su esposa y le reveló paso a paso el cuento de su sobrina como lo había conocido por el hidalgo; cómo fueron ambos al jardín, al rincón, y cómo vino el perrito; le contó toda la verdad del ingreso del hidalgo a la mansión y su salida, no escondió nada de lo que había presenciado.

Al saber la duquesa que el hidalgo que la había desdeñado había preferido a una dama por debajo de su alcurnia, se sintió ofendida a muerte. Pero disimuló y juró al duque conservar el secreto so pena de morir si lo contaba.

Pero el tiempo le fue poco para molestar a la querida del que la afrentara tan duramente y, en la primera ocasión y sitio adecuado que se presentó, habló con la sobrina del duque dejándole entrever taimadamente que estaba al tanto de todo.

La oportunidad se dio en Pascuas. Ese día el duque reunió a toda su corte. Hizo venir a todas las damas de sus tierras y antes que nada a su sobrina, la castellana de Vergy. Al verla la duquesa, le bulló la sangre, porque la detestaba profundamente, pero pudo disimular su ánimo. La recibió mejor que otras veces, aunque se moría por espetarle lo que le atravesaba el corazón y tanto le costaba callar. Cuando se levantaron las mesas, la duquesa se llevó a las damas a su cuarto para prepararse con tranquilidad para el baile. La oportunidad era demasiado justa como para que la duquesa sofrenara su boca y dijo a la señora de Vergy, como en broma:

— Castellana, poneos hermosa por amor a vuestro bello hidalgo.

— De veras no sé, señora–contestó tranquilamente la castellana-, de qué amor habláis; yo no quiero tener amigos que no lo sean para mi honor y el de mi esposo.

— Ya lo creo–retrucó la duquesa-, lo que no impide que os tengan por maestra en el arte de adiestrar perros.

Las damas escucharon el diálogo, pero no entendieron a qué se aludía y, por ser el momento, fueron tras la duquesa al salón de baile. La castellana se puso horriblemente blanca e intranquila. Entró en un dormitorio y se arrojó gimiendo sobre la cama. Al pie del lecho yacía una doncella, pero en lo oscuro la señora no la divisó. La castellana empezó a lamentarse y a despacharse a voces:

— ¡Ah! mi Dios, ¿qué acabo de oír? ¡La duquesa me ha echado en cara tener mí perrito bien adiestrado! ¡Sólo puede estar enterada de eso, seguro, por aquel que yo quería y que me ha engañado! ¡Y jamás le habría confiado algo así de no haber tenido ambos mucha confianza, y de no amarla más que a mí, a quien traicionó! Me doy cuenta de que no me ama, ya que quebró su juramento. ¡Y yo que lo quería tanto que pasaba noche y día pensando en él! ¡Era todo mi contento, mi gusto, mi placer, mi gozo, mi alivio, mi sostén! ¡Cómo no pensar en él cuando no estaba conmigo! ¡Ah, delicado amigo! ¿Cómo hicisteis esta maldad? Creía que erais conmigo más fiel que Tristán con Iseo, y os quería más que a mí misma. Desde que os conocí jamás he dicho o realizado cosa alguna, ni grande ni chica, que pudiese enojarnos, que justificara vuestro resentimiento y deslealtad y os llevase a quebrar nuestro amor dejándome por otra y descubriendo nuestro secreto. ¡Ay, querido! yo jamás habría podido haceros eso a vos; si Dios me hubiera entregado la tierra entera y aun todo el cielo y el Edén a cambio de vos, no habría aceptado, porque erais mi tesoro, mi salud, mi contento, y lo que me acongoja más es ver que no me amabais. ¡Ah, mi dulce amor! Quién hubiera imaginado que ese hombre me haría mal, a mí, que siempre hacía todo por satisfacerlo, él, que siempre afirmaba que era mío y me tenía por su mujer. Y hablaba de modo tan afectuoso que creía en él y nunca habría pensado que hallase motivos para trocarme por una duquesa o una reina. Creía que se consideraba mi amigo para siempre: si él hubiese muerto antes, mi amor era tan enorme que con seguridad yo no hubiera vivido mucho más, ya que hubiese sido mejor para mí perecer con él que vivir sin verlo.

¡Amor, amor! ¿Es correcto que él haya revelado de tal modo tus secretos? Así me pierde como yo lo perdí a él; sin él no puedo vivir y la existencia no me interesa. Pido a Dios que me conceda la muerte y se apiade de mi alma; que honre a quien me engañó; yo lo disculpo, ya que hasta me será grato morir por él.

La castellana calló, después murmuró: —¡Querido amigo, a Dios os confío!

En ese momento, al sentir desmayar su corazón, cruzó los brazos y una blancura de muerte tino su faz; se desvaneció con gran congoja y quedó muerta, blanca y descompuesta sobre la cama.

Mientras, su amado no sospechaba nada y hablaba y bailaba en el salón, divirtiéndose. Prontamente, intrigado por no ver a su amada, musitó al duque:

— Señor, ¿por qué vuestra sobrina falta tanto y no viene al baile? ¿Le ordenasteis una penitencia?

El duque lanzó una ojeada a la reunión. Después tomó de la mano al hidalgo conduciéndolo al cuarto, más no hallando allí a la castellana le sugirió que buscase en el dormitorio, y luego se fue para dejar a los enamorados saludarse tranquilos. El hidalgo, agradeciéndole el gesto, entró en el dormitorio, donde la mujer yacía en la cama. El hidalgo la abrazó y besó sus labios, pero los encontró fríos y sus miembros endurecidos y no dudó de que estaba irremediablemente muerta.

— ¡Ay! ¿Qué ha pasado? — gritó enajenado-, ¡Mi amiga ha muerto!

Entonces la sirvienta, que seguía a los pies del lecho, se incorporó y le dijo:

— Señor, creo que sin duda ha muerto, porque no quiso vivir más desde que entró, debido a su amigo y un perrito con el que la duquesa se mofó y la torturó, lo que le produjo una congoja mortal.

Al saber el hidalgo que él era el que la había muerto por lo que había contado al duque, se llenó de desesperación.

— ¡Ay! — profirió-, dulce amor mío, la más gentil y excelente y sincera que haya jamás existido, yo te maté como un traidor infiel. Hubiera debido pagar yo esa indiscreción, y vos no padecer ningún mal. Pero había tanta fidelidad en vuestro corazón, que quisisteis ser la primera en padecer las consecuencias de mi mal proceder. ¡Pero yo haré justicia por la traición que hice!

Al decir esto, desenfundó una espada que colgaba de la pared, se traspasó el corazón y cayó muerto sobre su amada.

Viendo la moza ambos cuerpos exánimes, huyó aterrada. Buscó al duque, al que contó lo que había presenciado; no dejó de contarle nada de los hechos ni las palabras de la duquesa sobre el perrito. El duque enfureció, entró en el cuarto y, sacando del cadáver del hidalgo la espada con que se traspasara el pecho, se arrojó, mudo, al salón en que se bailaba y se enseñoreaba el alborozo. Cumplió entonces la promesa hecha a la duquesa y le dio un tremendo golpe en la cabeza. La duquesa cayó a sus pies, ante los espantados asistentes, en medio del truncado baile.

Reveló entonces el duque la funesta historia de los enamorados. Nadie dejó de llorar, especialmente cuando vieron en un lado a la duquesa y en otro a la castellana y su amigo. La corte se despidió con enorme tristeza y aflicción.

Al día siguiente el duque hizo sepultar juntos a los amantes en el mismo féretro, y a la duquesa aparte. Pero el incidente lo entristeció de tal modo que ya no volvió a reír. Al poco tiempo se enroló en la Cruzada y se fue tras los mares y en esas tierras se hizo templario.

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