CUATRO

El padre Cayetano Delaura fue invitado por el obispo a esperar el eclipse bajo la pérgola de campánulas amarillas, el único lugar de la casa que dominaba el cielo del mar. Los alcatraces inmóviles en el aire con las alas abiertas parecían muertos en pleno vuelo. El obispo se abanicaba despacio, en una hamaca colgada de dos horcones con cabrestantes de barco, donde acababa de hacer la siesta. Delaura se mecía a su lado en un mecedor de mimbre. Ambos estaban en estado de gracia, tomando agua de tamarindo y mirando por encima de los tejados el vasto cielo sin nubes. Poco después de las dos empezó a oscurecer, las gallinas se recogieron en las perchas y todas las estrellas se encendieron al mismo tiempo. Un escalofrío sobrenatural estremeció el mundo. El obispo oyó el aleteo de las palomas retrasadas buscando a tientas los palomares en la oscuridad.

«Dios es grande», suspiró. «Hasta los animales sienten».

La monja de turno le llevó un candil y unos vidrios ahumados para mirar el sol. El obispo se enderezó en la hamaca y empezó a observar el eclipse a través del cristal.

«Hay que mirar con un solo ojo», dijo, tratando de dominar el silbido de su respiración. «Si no, se corre el riesgo de perder ambos».

Delaura permaneció con el cristal en la mano sin mirar el eclipse. Al cabo de un largo silencio, el obispo lo rastreó en la penumbra, y vio sus ojos fosforescentes ajenos por completo a los hechizos de la falsa noche.

«¿En qué piensas?», le preguntó.

Delaura no contestó. Vio el sol como una luna menguante que le lastimó la retina a pesar del cristal Oscuro. Pero no dejó de mirar.

«Sigues pensando en la niña», dijo el obispo.

Cayetano se sobresaltó, a pesar de que el obispo tenía aquellos aciertos con más frecuencia de la que hubiera sido natural. «Pensaba que el vulgo puede relacionar sus males con este eclipse», dijo. El obispo sacudió la cabeza sin apartar la vista del cielo.

«¿y quién sabe si tienen razón?», dijo. «Las barajas del Señor no son fáciles de leer».

«Este fenómeno fue calculado hace milenios por los astrónomos asirios», dijo Delaura.

«Es una respuesta de jesuita», dijo el obispo.

Cayetano siguió mirando el sol sin el cristal por simple distracción. A las dos y doce parecía un disco negro, perfecto, y por un instante fue la media noche a pleno día. Luego el eclipse recobró su condición terrenal, y empezaron a cantar los gallos del amanecer. Cuando Delaura dejó de mirar, la medalla de fuego persistía en su retina.

«Sigo viendo el eclipse», dijo, divertido. «Adonde quiera que mire, ahí está».

El obispo dio el espectáculo por terminado. «Se te quitará dentro de unas horas», dijo. Se estiró sentado en la hamaca, bostezó y dio gracias al Señor por el nuevo día.

Delaura no había perdido el hilo.

«Con mis respetos, padre mío», dijo, «no creo que esa criatura esté poseída».

Esta vez el obispo se alarmó de veras.

«¿Por qué lo dices?»

«Creo que sólo está aterrorizada», dijo Delaura.

«Tenemos pruebas a manta de Dios», dijo el obispo. «¿O es que no lees las actas?»

Sí. Delaura las había estudiado a fondo, y eran más útiles para conocer la mentalidad de la abadesa que el estado de Sierva María. Habían exorcizado los lugares donde la niña estuvo en la mañana de su ingreso, y cuanto había tocado. A quienes estuvieron en contacto con ella los habían sometido a abstinencias y depuraciones. La novicia que le robó el anillo el primer día fue condenada a trabajos forzados en el huerto. Decían que la niña se había complacido descuartizando un chivo que degolló con sus manos, y se comió las criadillas y los ojos aliñados como fuego vivo.

Hacía gala de un don de lenguas que le permitía entenderse con los africanos de cualquier nación, mejor que ellos mismos entre sí, o con las bestias de cualquier pelaje. Al día siguiente de su llegada, las once guacamayas cautivas que adornaban el jardín desde hacía veinte años amanecieron muertas sin causa. Había fascinado a la servidumbre con canciones demoníacas que cantaba con voces distintas de la suya. Cuando supo que la abadesa la buscaba, se hizo invisible sólo

para ella.

«Sin embargo», dijo Delaura, «creo que lo que nos parece demoníaco son las costumbres de los negros, que la niña ha aprendido por el abandono en que la tuvieron sus padres».

«¡Cuidado!», lo alertó el obispo.

«El Enemigo se vale mejor de nuestra inteligencia que de nuestros yerros».

«Pues el mejor regalo para él sería que exorcizáramos una criatura sana», dijo Delaura.

El obispo se encrespó.

«¿Debo entender que estás en rebeldía?»

«Debe entender que mantengo mis dudas, padre mío», dijo Delaura.

«Pero obedezco con toda humildad».

Así que volvió al convento sin convencer al obispo. Llevaba en el ojo izquierdo un parche de tuerto que le había puesto su médico mientras se le borraba el sol impreso en la retina. Sintió las miradas que lo siguieron a lo largo del jardín y de los corredores sucesivos hasta el pabellón de la cárcel, pero nadie le dirigió la palabra. En todo el ámbito había como una convalecencia del eclipse.

Cuando la guardiana le abrió la celda de Sierva María, Delaura sintió que el corazón se le reventaba en el pecho y apenas si podía tenerse en pie.

Sólo por sondear su humor de esa mañana le preguntó a la niña si había visto el eclipse. En efecto, lo había visto desde la terraza. No entendió que él llevara un parche en el ojo si ella había mirado el sol sin protección y estaba bien. Le contó que las monjas lo habían visto de rodillas y que el convento se había paralizado hasta que empezaron a cantar los gallos. Pero a ella no le había parecido nada del otro mundo.

«Lo que vi es lo que se ve todas las noches», dijo.

Algo había cambiado en ella que Delaura no podía precisar, y cuyo síntoma más visible era un átimo de tristeza. No se equivocó. Apenas habían empezado las curaciones, la niña fijó en él sus ojos ansiosos y le dijo con voz trémula:

«Me voy a morir».

Delaura se estremeció.

«¿Quién te lo dijo?»

«Martina», dijo la niña.

«¿La has visto?»

La niña le contó que había ido dos veces a su celda para enseñarla a bordar, y habían visto juntas el eclipse. Le dijo que era buena y suave y que la abadesa le había dado permiso de hacer las clases de bordado en la terraza para ver los atardeceres en el mar.

«Ajá», dijo él, sin parpadear.

«¿y te dijo cuándo te vas a morir?»

La niña afirmó con los labios apretados para no llorar.

«Después del eclipse», dijo.

«Después del eclipse pueden ser los próximos cien años», dijo Delaura.

Pero tuvo que concentrarse en las curaciones para que ella no notara que tenía un nudo en la garganta. Sierva María no dijo más. Él volvió a mirarla, intrigado por su silencio, y vio que tenía los ojos húmedos.

«Tengo miedo», dijo ella.

Se derrumbó en la cama y se soltó en un llanto desgarrado. Él se sentó más cerca y la reconfortó con paliativos de confesor. Sólo entonces supo Sierva María que Cayetano era su exorcista y no su médico.

«¿Y entonces por qué me cura?», le preguntó.

A él le tembló la voz:

«Porque te quiero mucho».

Ella no fue sensible a su audacia.

Ya de salida, Delaura se asomó a la celda de

Martina. Por primera vez de cerca vio que tenía la piel picada de viruela, el cráneo pelado, la nariz demasiado grande y los dientes de rata, pero su poder de seducción era un fluido material que se sentía de inmediato. Delaura prefirió hablar desde el umbral.

«Esa pobre niña tiene ya demasiados motivos para estar asustada», dijo.

«Le ruego que no se los aumente».

Martina se desconcertó. Nunca se le habría ocurrido pronosticar a nadie el día de su muerte, y mucho menos a una niña tan encantadora e indefensa. Sólo la había interrogado sobre su estado, y por tres o cuatro respuestas se dio cuenta de que mentía por vicio. La seriedad con que Martina lo dijo le bastó a Delaura para comprender que Sierva María le había mentido también a él. Le pidió perdón por su ligereza, y le rogó que no le hiciera ningún reclamo a la niña.

«Yo sabré bien lo que hago», concluyó.

Martina lo envolvió en su hechizo. «Sé quién es su reverencia», dijo, «y sé que siempre ha sabido muy bien lo que hace».

Pero Delaura llevaba un ala herida, por la comprobación de que Sierva María no había necesitado la ayuda de nadie para incubar en la soledad de su celda el pánico de la muerte.

En el curso de esa semana, la madre Josefa Miranda le hizo llegar al obispo un memorial de quejas y reclamos, escrito de su puño y letra. Pedía que se relevara a las clarisas de la tutela de Sierva María, considerada por ella como un castigo tardío por culpas ya purgadas de sobra. Enumeraba una nueva lista de sucesos fenomenales incorporados a las actas, y sólo explicables por un contubernio descarado de la niña con el demonio. El final era una za personal contra ella, y del abuso de llevar comida al convento contra las prohibiciones de la regla.

El obispo le mostró el memorial a Delaura tan pronto como regresó a casa, y él lo leyó de pie, sin que se le moviera un músculo de la cara. Termino enfurecido.

«Si alguien está poseído por todos los demonios es Josefa Miranda», dijo. «Demonios de rencor, de intolerancia, de imbecilidad. ¡Es detestable!»

El obispo se admiró de su virulencia. Delaura lo notó, y trató de explicarse en un tono tranquilo.

«Quiero decir», dijo, «que le atribuye tantos poderes a las fuerzas del mal, que más bien parece devota del demonio».

«Mi investidura no me permite estar de acuerdo contigo», dijo el obispo.

«Pero me gustaría estarlo».

Lo reprendió por cualquier exceso que hubiera podido cometer, y le pidió paciencia para sobrellevar el genio aciago de la abadesa. «Los Evangelios están llenos de mujeres como ella, aun con peores defectos», dijo. «y sin embargo Jesús las enalteció». No pudo continuar, porque el primer trueno de la estación retumbó en la casa y se escapó rodando por el mar, y un aguacero bíblico los apartó del resto del mundo. El obispo se tendió en el mecedor y naufragó en la nostalgia.

«¡Qué lejos estamos!», suspiró.

«¿De qué?»

«De nosotros mismos», dijo el obispo «¿Te parece justo que uno necesite hasta un año para saber que es huérfano?» y a falta de respuesta, se desahogó de su añoranza: «Me llena de terror la sola idea de que en España hayan dormido ya esta noche».

«No podemos intervenir en la rotación de la tierra», dijo Delaura.

«Pero podríamos ignorarla para que no nos duela», dijo el obispo. «Más que la fe, lo que a Galileo le faltaba era corazón».

Delaura conocía aquellas crisis que atormentaban al obispo en sus noches de lluvias tristes desde que la vejez se lo tomó por asalto. Lo único que podía hacer era distraerlo de sus bilis negras hasta que lo venciera el sueño.

A fines de abril se anunció por bando la llegada inminente del nuevo virrey, don Rodrigo de Buen Lozano, de paso para su sede de Santa Fe. Venía con su séquito de oidores y funcionarios, sus criados y sus médicos personales, y un cuarteto de cuerda que le había regalado la reina para sobrellevar los tedios de las Indias. La virreina tenía algún parentesco con la abadesa y había pedido que la alojaran en el convento.

Sierva María fue olvidada en medio de la abrasión de la cal viva, los vapores del alquitrán, el tormento de los martillazos y las blasfemias a gritos de las gentes de toda ley que invadieron la casa hasta la clausura. Un andamio se derrumbó con un estrépito colosal, y un albañil murió y siete obreros más quedaron heridos. La abadesa atribuyó el desastre a los hados maléficos de Sierva María, y aprovechó la nueva ocasión para insistir en que la mandaran a otro convento mientras pasaba el jubileo. Esta vez el argumento principal fue que la vecindad de una energúmena no era recomendable para la virreina. El obispo no le contestó.

Don Rodrigo de Buen Lozano era un asturiano maduro y apuesto, campeón de pelota vasca y de tiro a la perdiz, que compensaba con sus gracias los veintidós años que le llevaba a la esposa. Se reía con todo el cuerpo, aun de sí mismo, y no perdía ocasión de demostrarlo. Desde que percibió las primeras brisas del Caribe, cruzadas de tambores nocturnos y fragancias de guayabas maduras, se quitó los atuendos primaverales y andaba despechugado por entre los corrillos de las señoras.

Desembarcó en mangas de camisa, sin discursos ni alardes de lombardas. En honor suyo se autorizaron fandangos, bundes y cumbiambas, aunque estaban prohibidos por el obispo, y corralejas de toros y peleas de gallos en descampado.

La virreina era casi adolescente, activa y un poco díscola, e irrumpió en el convento como un ventarrón de novedad. No hubo rincón que no registrara, ni problema que no entendiera, ni nada bueno que no quisiera mejorar. En el recorrido del convento quería agotarlo todo con la facilidad de una primeriza. Tanto, que la abadesa creyó prudente ahorrarle la mala impresión de la cárcel.

«No vale la pena», le dijo.

«Sólo hay dos reclusas, y una está poseída por el demonio».

Bastó decirlo para despertar su interés. De nada le valió que las celdas no hubieran sido preparadas ni las reclusas advertidas. Tan pronto como se abrió la puerta, Martina Laborde se arrojó a sus pies con una súplica de perdón.

No parecía fácil después de una fuga frustrada y otra conseguida. La primera la había intentado seis años antes, por la terraza del mar, con otras tres monjas condenadas por distintas causas y con diversas penas. Una lo logró. Fue entonces cuando clausuraron las ventanas y fortificaron el patio bajo la terraza. El año siguiente, las tres restantes amarraron a la guardiana, que entonces dormía dentro del pabellón, y escaparon por una puerta de servicio. La familia de Martina, de acuerdo con su confesor, la devolvió al convento. Durante cuatro años largos siguió siendo la única presa, y no tenía derecho a visitas en el locutorio ni a la misa dominical en la capilla. De modo que el perdón parecía imposible. Sin embargo, la virreina prometió interceder ante el esposo.

En la celda de Sierva María el aire estaba todavía áspero por la cal viva y los resabios del alquitrán, pero había un orden nuevo. Tan pronto como la guardiana abrió la puerta, la virreina se sintió hechizada por un soplo glacial. Sierva María estaba sentada, con la túnica raída y las chinelas sucias, y cosía despacio en un rincón iluminado por su propia luz. No levantó la vista hasta que la virreida la saludó. Ésta percibía en su mirada la fuerza irresistible de una revelación. «Santísimo Sacramento», murmuró, y dio un paso dentro de la celda.

«Cuidado», le dijo la abadesa al oído. «Es como una tigra».

La agarró del brazo. La virreina no entró, pero la sola visión de Sierva María le bastó para hacerse al propósito de redimirla.

El gobernador de la ciudad, que era soltero y mariposón, le ofreció al virrey un almuerzo de hombres solos. Tocó el cuarteto de cuerda español, tocó un conjunto de gaitas y tambores de San Jacinto, y se hicieron danzas públicas y mojigangas de negros que eran parodias procaces de los bailes de blancos. A los postres, una cortina se abrió en el fondo de la sala, y apareció la esclava abisinia que el gobernador había comprado por su peso en oro. Estaba vestida con una túnica casi transparente que aumentaba el peligro de su desnudez. Después de mostrarse de cerca a la concurrencia ordinaria se detuvo frente al virrey, y la túnica resbaló por su cuerpo hasta los pies.

Su perfección era alarmante. El hombro no había sido profanado por el hierro de plata del traficante, ni la espalda por la inicial del primer dueño, y toda ella exhalaba un hálito confidencial. El virrey palideció, tomó aliento, y con un gesto de la mano borró de su memoria la visión insoportable.

«Llévensela, por el amor de Nuestro Señor», ordenó.

«No quiero verla más en el resto de mis días».

Tal vez como represalia por la frivolidad del gobernador, la virreina presentó a Sierva María en la cena que la abadesa les ofreció en su comedor privado. Martina Laborde les había advertido: «No traten de quitarle los collares y las pulseras, y verán lo bien que se porta». Así fue. Le pusieron el traje de la abuela con que llegó al convento, le lavaron y peinaron la cabellera suelta para que le arrastrara mejor, y la virreina misma la llevó de la mano a la mesa del esposo. Hasta la abadesa quedó asombrada de su prestancia, de su luz personal, del prodigio de la cabellera. La virreina murmuró al oído del esposo:

«Está poseída por el demonio».

El virrey se resistió a creerlo. Había visto en Burgos una energúmena que defecó sin pausas toda una noche hasta rebosar el cuarto. Tratando de evitarle a Sierva María un destino semejante, la encomendó a sus médicos. Estos confirmaron que no tenía ningún síntoma de la rabia, y coincidieron con Abrenuncio en que ya no era probable que la contrajera. Sin embargo, nadie se creyó autorizado para dudar de que estuviera poseida por el demonio.

El obispo aprovechó la fiesta para reflexionar sobre el memorial de la abadesa y la situación final de Sierva María. Cayetano Delaura, a su vez, intentó la purificación previa al exorcismo, y se encerró a cazabe y agua en la biblioteca. No lo consiguió. Pasó noches de delirio y días en vela escribiendo versos desaforados que eran su único sedante para las ansias del cuerpo.

Algunos de esos poemas se encontraron en un legajo apenas descifrable cuando la biblioteca fue desmantelada casi un siglo después. El primero, y el único legible por completo, era el recuerdo de sí mismo a los doce años, sentado sobre su baúl de escolar bajo una tenue llovizna de primavera, en el patio empedrado del seminario de Ávila. Acababa de llegar después de varios días de mula desde Toledo, con un vestido de su padre arreglado a su medida, y aquel baúl que pesaba dos veces más que él, porque su madre había puesto dentro cuanto le hiciere falta para sobrevivir con honra hasta el final del noviciado. El portero ayudó a ponerlo en el centro del patio, y allí lo abandonó a su suerte bajo la llovizna.

«Llévalo al tercer piso», le dijo.

«Allá te indicaran cuál es tu lugar en el dormitorio».

En un instante el seminario en pleno estaba asomado a los balcones del patio, pendiente de lo que él haría con el baúl, como el protagonista único de una obra de teatro que sólo él ignoraba. Cuando comprendió que no contaba con nadie, sacó del baúl las cosas que podía llevar en los brazos, y las subió al tercer piso por las empinadas escaleras de piedra viva. El pasante le indicó su lugar en las dos hileras de camas del dormitorio de novicios. Cayetano puso sus cosas encima de la cama, volvió al patio y subió cuatro veces más hasta terminar. Por último agarró de la manija el baúl vacío y lo subió a rastras por las escaleras.

Los maestros y alumnos que lo veían desde los balcones no se volvían a mirarlo cuando pasaba por cada piso. Pero el padre rector lo esperó en el rellano del tercero cuando subió con el baúl, e inició los aplausos. Los demás lo imitaron con una oración. Cayetano supo entonces que había sortear con creces el primer rito de iniciación del seminario, que consistía en subir el baúl hasta el dormitorio sin preguntar nada y sin ayuda de nadie. La rispidez de su ingenio, su buena índole y el temple su carácter fueron proclamados como ejemplo para el noviciado.

Sin embargo, el recuerdo que más había demarcarlo fue su conversación de esa noche en la oficina del rector. Lo había citado para hablarle del único libro que encontraron en su baúl, descosido, incompleto y sin carátulas, tal como él lo rescató por azar de unos cajones de su padre. Lo había leído hasta donde pudo en las noches del viaje, estaba ansioso por conocer el final. El padre recto quería saber su opinión.

«Lo sabré cuando termine de leerlo», dijo él.

El rector, con una sonrisa de alivio, lo guardó bajo llave.

«No lo sabrás nunca», le dijo. «Es un libro prohibido».

Veintiséis años después, en la umbría biblioteca del obispado, cayó en la cuenta de que había leído cuantos libros pasaron por sus manos, autorizados o no, menos aquél. Lo estremeció la sensación de que una vida completa terminaba aquel día. Otra, imprevisible, empezaba.

Había iniciado sus oraciones de la tarde, al octavo día de ayuno, cuando le anunciaron que el obispo lo esperaba en la sala para recibir al virrey.

Era una visita imprevista, aun para el virrey, a quien se le ocurrió a destiempo en el curso de su primer paseo por la ciudad. Tuvo que contemplar los tejados desde la terraza florida mientras llamaban de urgencia a los funcionarios más cercanos y ponían un poco de orden en la sala.

El obispo lo recibió con seis clérigos de su estado mayor. A su diestra sentó a Cayetano Delaura, a quien presentó sin más título que su nombre completo. Antes de empezar la charla el virrey revisó con una mirada de conmiseración las paredes descascaradas, las cortinas rotas, los muebles artesanales de los más baratos, los clérigos empapados de sudor dentro de sus hábitos indigentes. El obispo, tocado en el orgullo, dijo: «Somos hijos de José el carpintero». El virrey hizo un gesto de comprensión, y se lanzó aun recuento de sus impresiones de la primera semana. Habló de sus planes ilusorios para incrementar el comercio con las Antillas inglesas una vez restañadas las heridas de la guerra, de los méritos de la intervención oficial en la educación, de estímulos a las artes y las letras para poner

estos suburbios coloniales a tono con el mundo.

«Los tiempos son de renovación», dijo.

El obispo comprobó una vez más la facilidad del poder terrenal. Tendió hacia Delaura su índice tembloroso, sin mirarlo, y dijo al virrey:

«Aquí el que se mantiene al corriente de esas novedades es el padre Cayetano»

El virrey siguió la dirección del índice, y se encontró con el semblante lejano y los ojos atónitos que lo miraban sin pestañear. Le preguntó a Delaura con un interés real:

«¿Has leído a Leibniz?».,

«Así es, excelencia», dijo Delaura, y precisó:

«Por la índole de mi cargo».

Al final de la visita se hizo evidente que el interés mayor del virrey era la situación de Sierva María. Por ella misma, explicó, y por la paz de la abadesa, cuya tribulación lo había conmovido.

«Todavía carecemos de pruebas terminantes, pero las actas del convento nos dicen que esa pobre criatura está poseída por el demonio», dijo el obispo.

«La abadesa lo sabe mejor que nosotros».

«Ella piensa que habéis caído en una trampa de Satanás», dijo el virrey.

«No sólo nosotros, sino la España entera», dijo el obispo.

«Hemos atravesado el mar océano para imponer la ley de Cristo, y lo hemos logrado en las misas, en las procesiones, en las fiestas patronales, pero no en las almas».

Habló de Yucatán, donde habían construido catedrales suntuosas para ocultar las pirámides paganas, sin darse cuenta de que los aborígenes acudían a misa porque debajo de los altares de plata seguían vivos sus santuarios. Habló del batiburrillo de sangre que habían hecho desde la conquista: sangre de español con sangre de indios, de aquellos y estos con negros de toda laya, hasta los mandingas musulmanes, y se preguntó si semejante contubernio cabría en el reino de Dios. A pesar del estorbo de su respiración y de su tosecita de viejo, terminó sin concederle una pausa al virrey:

«¿Qué puede ser todo eso sino trampas del Enemigo?»

El virrey estaba demudado.

«El desencanto de Su Señoría Ilustrísima es de suma gravedad», dijo.

«No lo vea así Su Excelencia», dijo el obispo de muy buen modo. «Trato de hacer más evidente la fuerza de la fe que requerimos para que estos pueblos sean dignos de nuestra inmolación».

El virrey retomó el hilo.

«Hasta donde entiendo, los reparos de la abadesa son de carácter práctico», dijo. «Piensa que quizás otros conventos tuvieran mejores condiciones para un caso tan dificil».

«Pues sepa Su Excelencia que escogimos a Santa Clara sin vacilar, por la entereza, la eficacia y la autoridad de Josefa Miranda», dijo el obispo. «y Dios sabe que tenemos la razón».

«Me permitiré transmitírselo», dijo el virrey.

«Ella lo sabe de sobra», dijo el obispo. «Lo que me inquieta es por qué no se atreve a creerlo».

Al decirlo sintió pasar el aura de una crisis de asma inminente, y apresuró el final de la visita. Contó que tenía pendiente un memorial de cargos de la abadesa que prometía resolver con el más ferviente amor pastoral tan pronto como la salud le

diera una tregua. El virrey se lo agradeció, y puso término a la visita con una cortesía personal.

También él sufría de un asma pertinaz, y le ofreció sus médicos al obispo. Éste no lo creyó del caso.

«Todo lo mío está ya en las manos de Dios», dijo.

«Tengo la edad en que murió la Virgen».

Al contrario de los saludos, la despedida fue lenta y ceremoniosa. Tres de los clérigos, y entre ellos Delaura, acompañaron al virrey en silencio por los corredores lúgubres hasta la puerta mayor.

La guardia virreinal mantenía a raya a los mendigos con una cerca de alabardas cruzadas. Antes de subir a la carroza, el virrey se volvió hacia Delaura, lo señaló con su índice inapelable, y le dijo:

«No dejes que me olvide de ti».

Fue una frase tan imprevista y enigmática, que Delaura sólo alcanzó a corresponder con una reverencia.

El virrey se dirigió al convento para contarle a la abadesa los resultados de la visita. Horas después, ya con el pie en el estribo, ya pesar del acoso de la virreina, le negó el indulto a Martina Laborde, porque le pareció un mal precedente para los muchos reos de lesa majestad humana que encontró en las cárceles.

El obispo había permanecido inclinado hacia adelante, tratando de apagar los silbidos de su respiración con los ojos cerrados, hasta que Delaura regresó. Los ayudantes se habían retirado en puntillas y la sala estaba en sombras. El obispo miró en torno suyo y vio las sillas vacías alineadas contra la pared, ya Cayetano solo en la sala. Le preguntó en voz muy baja:

«¿Hemos visto jamás un hombre tan bueno?»

Delaura respondió con un gesto ambiguo. El obispo se incorporó con un movimiento difícil y permaneció apoyado en el brazo de la poltrona hasta que te dominó la respiración. No quiso cenar. Delaura se apresuró a encender un candil para alumbrarle el camino del dormitorio.

«Hemos estado muy mal con el virrey», dijo el obispo.

«¿Había alguna razón para estar bien?», preguntó Delaura. «No se toca a la puerta de un obispo sin un anuncio formal».

El obispo no estaba de acuerdo y se lo hizo saber con una gran vivacidad. «Mi puerta es la de la Iglesia, y él se comportó como un cristiano de los de antes», dijo. «El impertinente fui yo por culpa de mi mal de pecho, y algo he de hacer por en-

mendarlo». Ya en la puerta del dormitorio había cambiado de tono y de tema, y despidió a Delaura con una palmadita familiar en el hombro.

«Ruega por mí esta noche», le dijo. «Temo que sea muy larga».

En efecto, se sintió morir con la crisis de asma que había presentido durante la visita. Como no lo alivió un vomitivo de tártaro ni otros paliativos extremos, tuvieron que sangrarlo de urgencia. Al amanecer había recobrado el buen ánimo.

Cayetano, desvelado en la biblioteca vecina, no se enteró de nada. Empezaba los rezos de la mañana cuando le anunciaron que el obispo lo esperaba en su dormitorio. Lo encontró desayunando en la cama con un tazón de chocolate acompañado de pan y queso, respirando como un fuelle nuevo y con el espíritu exaltado. A Cayetano le bastó con verlo para darse cuenta de que sus decisiones estaban tomadas.

Así era. Contra la solicitud de la abadesa, Sierva María se quedaba en Santa Clara, y el padre Cayetano Delaura seguía a cargo de ella con la confianza plena del obispo. No se mantendría bajo régimen carcelario, como hasta entonces, y debía participar de las ventajas generales de la población del convento. El obispo agradecía las actas, pero su falta de rigor contrariaba la claridad del proceso, de modo que el exorcista debía proceder según su propio criterio. Ordenó por último que Delaura visitara al marqués en nombre suyo, con poderes para resolver cuanto hiciera falta, mientras él tenía tiempo y salud para atenderlo en audiencia.

«No habrá ninguna instrucción más», le dijo el obispo para terminar. «Que Dios te bendiga».

Cayetano corrió al convento con el corazón desmandado, pero no encontró a Sierva María en su celda. Estaba en la sala de actos, cubierta de joyas legítimas y con la cabellera extendida a sus pies, posando con su exquisita dignidad de negra para un célebre retratista del séquito del virrey. Tan admirable como su belleza era el juicio con que obedecía al artista. Cayetano cayó en éxtasis. Sentado en la sombra y viéndola a ella sin ser visto, le sobro el tiempo para borrar cualquier duda del corazón.

A la hora nona el retrato estaba terminado. El pintor lo escudriñó a distancia, le dio dos o tres pinceladas finales, y antes de firmarlo le pidió a Sierva María que lo viera. Era idéntica, parada en una nube, y en medio de una corte de demonios sumisos. Ella lo contempló sin prisa y se reconoció en el esplendor de sus años. Por fin dijo:

«Es como un espejo».

«¿Hasta por los demonios?», preguntó el pintor.

«Así son», dijo ella.

Terminada la pose, Cayetano la acompañó hasta la celda. Nunca la había visto caminar, y lo hacía con la gracia y la facilidad con que bailaba. Nunca la había visto con un traje distinto del balandrán de reclusa, y el vestido de reina le daba una edad y una elegancia que le revelaron hasta qué punto era ya una mujer. Nunca habían caminado juntos, y le encantó el candor con que se acompañaban.

La celda era distinta gracias a los dones de persuasión de los virreyes, que en la visita de despedida habían convencido a la abadesa de las buenas razones del obispo. El colchón era nuevo, las sábanas de lino y las almohadas de plumas, y habían puesto utensilios para el aseo cotidiano y el baño del cuerpo. La luz del mar entraba por la ventana sin crucetas y resplandecía en las paredes recién encaladas. Como la comida era la misma de la clausura, ya no fue necesario llevar nada de fuera, pero Delaura se las arregló siempre para pasar de contrabando algunas exquisiteces de los portales. Sierva María quiso compartir la merienda, y Delaura se conformó con uno de los bizcochuelos que sustentaban el prestigio de las clarisas. Mientras comían, ella hizo un comentario casual:

«He conocido la nieve».

Cayetano no se alarmó. En otra época se habló de un virrey que quiso traer la nieve de los Pirineos para que la conocieran los aborígenes, pues ignoraba que la teníamos casi dentro del mar en la Sierra Nevada de Santa Marta. Tal vez, con sus artes novedosas, don Rodrigo de Buen Lozano había coronado la hazaña.

«No», dijo la niña. «Fue en un sueño».

Lo contó: estaba frente a una ventana donde caía una nevada intensa, mientras ella arrancaba y se comía una por una las uvas de un racimo que tenía en el regazo. Delaura sintió un aletazo de pavor.

Temblando ante la inminencia de la última respuesta, se atrevió a preguntarle:

«¿ Cómo terminó?»

«Me da miedo contárselo», dijo Sierva María.

Él no necesitó más. Cerró los ojos y rezó por ella. Cuando terminó era otro.

«No te preocupes», le dijo. «Te prometo que muy pronto serás libre y feliz, por la gracia del Espíritu Santo».

Bernarda no se había enterado hasta entonces de que Sierva María estaba en el convento. Lo supo casi por casualidad, una noche en que encontró a Dulce Olivia barriendo y ordenando la casa, y la confundió con una alucinación de las suyas. En busca de alguna explicación racional, se dio a registrar cuarto por cuarto, y en el recorrido cayó en la cuenta de que no había visto a Sierva María desde hacía tiempo. Caridad del Cobre le dijo lo que sabía: «El señor marqués nos avisó que se iba muy lejos y que no la veríamos más». Como la luz estaba encendida en el dormitorio del marido, Bernarda entró sin tocar. Estaba desvelado en la hamaca, entre el humo de las bostas que ardían a fuego lento para espantar a los mosquitos. Vio a la extraña mujer transfigurada por la bata de seda, y también pensó que era una aparición, porque estaba pálida y mustia, y parecía venir de muy lejos. Bernarda le preguntó por Sierva María.

«Hace días que no está con nosotros», dijo él.

Ella lo entendió en el peor sentido y tuvo que sentarse en el primer sillón que encontró para tomar a lento.

«Quiere decir que Abrenuncio hizo lo que había que hacer», dijo.

El marqués se santiguó:

«jDios nos libre!»

Le contó la verdad. Tuvo el cuidado de explicarle que no la había informado a tiempo porque quiso tratarla, de acuerdo con lo que ella quería, como si hubiera muerto. Bernarda lo escuchó sin parpadear con una atención que no le había merecido en doce años de mala vida común.

«Sabía que iba a costarme la vida», dijo el marqués, «pero en pago de la de ella».

Bernarda suspiró: «Quiere decir que ahora nuestra vergüenza es de dominio público». Vio en los párpados del marido el destello de una lágrima, y un temblor le subió de las entrañas. Esta vez no era la muerte sino la certidumbre ineludible de lo que tarde o temprano tenía que suceder. No se equivocó. El marqués se levantó de la hamaca con sus últimas fuerzas, se derrumbó frente a ella y se soltó en un llanto áspero de viejo inservible. Bernarda capituló por el fuego de las lágrimas de hombre que se escurrieron por sus ingles a través de la seda. Confesó, con todo lo que odiaba a Sierva María, que era un alivio saber que estaba viva.

«Siempre he entendido todo, menos la muerte», dijo.

Volvió a encerrarse en su cuarto, a melaza y cacao, y cuando salió al cabo de dos semanas era un cadáver errante. El marqués había notado trajines de viaje desde muy temprano, y no les prestó atención. Antes que calentara el sol vio salir a Bernarda por el portón del patio en una mula mansa, y seguida por otra con el equipaje. Muchas veces se había ido así, sin muleros ni esclavos, sin despedirse de nadie ni dar razones de nada. Pero el marqués supo que aquella vez se iba para no volver, porque además del baúl de siempre llevaba las dos múcuras repletas de oro puro que tuvo enterradas durante años debajo de la cama.

Tirado a la bartola en la hamaca, el marqués recayó en el terror de que lo acuchillaran los esclavos, y les prohibió entrar en la casa aun durante el día. Así que cuando Cayetano Delaura fue a visitarlo por orden del obispo, tuvo que empujar el portón y entrar sin ser invitado, porque nadie respondió a los aldabonazos. Los mastines se alborotaron en sus jaulas, pero él siguió adelante. En el huerto, con la chilaba sarracena y el gorro toledano, el marqués hacía la siesta en la hamaca, cubierto por completo por los azahares de los naranjos. Delaura lo con-

templó sin despertarlo, y fue como ver a Sierva María decrépita y hecha trizas por la soledad. El marqués despertó, y tardó en reconocerlo por el parche en el ojo. Delaura levantó la mano con los dedos extendidos en señal de paz.

«Dios lo guarde, señor marqués», dijo. «¿Cómo está?»

«Aquí», dijo el marqués. «Pudriéndome».

Apartó con una mano lánguida las telarañas de la siesta y se sentó en la hamaca. Cayetano se excusó por entrar sin ser invitado. El marqués le explicó que nadie hacía caso del aldabón porque se había perdido la costumbre de recibir visitas.

Delaura habló en tono solemne: «El señor obispo, muy atareado y mal del asma, me manda en representación suya». Una vez cumplido el protocolo inicial, se sentó junto a la hamaca y fue al asunto que le abrasaba las entrañas.

«Quiero informarle que me ha sido encomendada la salud espiritual de su hija», dijo.

El marqués lo agradeció y quiso saber cómo estaba.

«Bien», dijo Delaura, «pero quiero ayudarla a que esté mejor».

Explicó el sentido y el método de los exorcismos. Le habló de la potestad que dio Jesús a sus discípulos para expulsar de los cuerpos los espíritus inmundos, y sanar enfermedades y flaquezas. Le contó la lección evangélica de Legión y los dos mil cerdos endemoniados. Sin embargo, lo primordial era establecer si Sierva María estaba en realidad poseída. Él no lo creía, pero requería la ayuda del marqués para disipar cualquier duda. Ante todo, dijo, quería saber cómo era la hija antes de entrar en el convento.

«No lo sé», dijo el marqués. «Siento que la conozco menos cuanto más la conozco».

Lo atormentaba la culpa de haberla abandonado a su suerte en el patio de los esclavos. A eso atribuía sus silencios, que podían durar meses; las explosiones de violencia irracional, la astucia con que se burlaba de la madre colgándoles a los gatos el cencerro que ella le ponía en el puño. La mayor dificultad para conocerla era su vicio de mentir por placer.

«Como los negros», dijo Delaura.

«Los negros nos mienten a nosotros, pero no entre ellos», dijo el marqués.

En el dormitorio, Delaura separó con una sola mirada lo que fue la profusa utilería de la abuela y los objetos nuevos de Sierva María: las muñecas vivas, las bailarinas de cuerda, las cajas de música.

Sobre la cama, tal como la hizo el marqués, seguía la maletita con que la llevó al convento. La tiorba cubierta de polvo estaba de cualquier modo en un rincón. El marqués explicó que era un instrumento italiano caído en desuso, y magnificó las facultades de la niña para tocarla. Empezó afinándola por distracción, y no sólo terminó tocándola de buena memoria, sino cantando la canción que cantaba con Sierva María.

Fue un instante revelador. La música le dijo a Delaura lo que el marqués no había acertado a decirle de la hija. Éste, a su vez, se conmovió tanto que no pudo terminar la canción. Suspiró:

No se imagina lo bien que le quedaba el sombrero».

Delaura se contagió de su emoción.

«Veo que la quiere mucho», le dijo.

«No se imagina cuánto», dijo el marqués.«Daría el alma por verla».

Delaura sintió una vez más que el Espíritu Santo no se saltaba el mínimo detalle.

«Nada será más fácil», dijo, «si podemos demostrar que no está poseída»

«Hable con Abrenuncio», dijo el marqués. «Desde el principio ha dicho que Sierva esta sana, pero sólo él puede explicarlo».

Delaura vio su encrucijada. Abrenuncio podía serle providencial, pero hablar con él podía tener implicaciones indeseables. El marqués pareció leerle el pensamiento.

«Es un gran hombre», dijo.

Delaura hizo un gesto significativo con la cabeza.

«Conozco los expedientes del Santo Oficio», dijo.

«Cualquier sacrificio será poco para recuperarla», insistió el marqués. y como Delaura no daba muestras de nada, concluyó:

«Se lo ruego por el amor de Dios».

Delaura, con una grieta en el corazón, le dijo:

«Le suplico que no me haga sufrir más».

El marqués no insistió. Cogió la maletita sobre la cama y le pidió a Delaura que se la llevara a la hija.

«Al menos sabrá que pienso en ella», le dijo.

Delaura huyó sin despedirse. Protegió la maletita bajo la capa y se envolvió en ella, porque llovía a mares. Tardó en darse cuenta de que su voz interior iba repitiendo versos sueltos de la canción de la tiorba. Empezó a cantarla en voz alta, azotado por la lluvia, y la repitió de memoria hasta el final. En el barrio de los artesanos dobló a la izquierda de la ermita, todavía cantando, y tocó a la puerta de Abrenuncio.

Al cabo de un largo silencio, se oyeron los pasos cojitrancos, y la voz medio dormida:

«¡Quién es!»

«La ley», dijo Delaura.

Fue lo único que se le ocurrió para no gritar el nombre. Abrenuncio abrió el portón creyendo que en verdad era gente del gobierno, y no lo reconoció. «Soy el bibliotecario de la diócesis», dijo Delaura. El médico le franqueó el paso en el zaguán en penumbra, y lo ayudó a quitarse la capa ensopada. En su estilo propio le preguntó en latín:

«¿En qué batalla perdió ese ojo?»

Delaura le contó en su latín clásico el percance del eclipse, y se extendió en detalles sobre la persistencia del mal, aunque el médico del obispo le había asegurado que el parche era infalible. Pero Abrenuncio sólo le puso atención a la pureza de su latín.

«Es de una perfección absoluta», dijo asombrado. «¿De dónde es?»

«De Ávila», dijo Delaura.

«Pues más meritorio aún», dijo Abrenuncio.

Le hizo quitar la sotana y las sandalias, las puso a escurrir, y le echó encima su capa de liberto sobre las calzas atascadas. Luego le quitó el parche y lo tiró en el cajón de la basura. «Lo único malo de ese ojo es que ve más de lo que debe», dijo. Delaura estaba pendiente de la cantidad de libros apelmazados en la sala. Abrenuncio lo notó, y lo condujo a la botica, donde había muchos más en estantes altos hasta el techo.

«¡Espíritu Santo!», exclamó Delaura. «Esto es la biblioteca del Petrarca».

«Con unos doscientos libros más», dijo Abrenuncio.

Lo dejó curiosear a gusto. Había ejemplares únicos que podían costar la cárcel en España. Delaura los reconocía, los hojeaba engolosinado y los reponía en los estantes con el dolor de su alma. En posición privilegiada, con el eterno Fray Gerundio, encontró a Voltaire completo en francés, y una traducción al latín de las Cartas Filosóficas.

«Voltaire en latín es casi una herejía», dijo en broma.

Abrenuncio le contó que era traducido por un monje de Coimbra que se daba el lujo de hacer libros raros para solaz de peregrinos. Mientras Delaura lo hojeaba, el médico le preguntó si sabía francés.

«No lo hablo, pero lo leo», dijo Delaura en latín, y agregó sin falsos pudores: «y además griego, inglés, italiano, portugués y un poco de alemán».

«Se lo pregunto por lo que dijo de Voltaire», dijo

Abrenuncio. «Es una prosa perfecta».

«Y la que más nos duele», dijo Delaura. «Lástima que sea de un francés».

«Usted lo dice por ser español»,dijo Abrenuncio.

«A mi edad, y con tantas sangres cruzadas, ya no sé a ciencia cierta de dónde soy», dijo Delaura. «Ni quién soy».

«Nadie lo sabe por estos reinos», dijo Abrenuncio. «Y creo que necesitarán siglos para saberlo».

Delaura conversaba sin interrumpir el examen de la biblioteca. De pronto, como le ocurría a menudo, se acordó del libro que le confiscó el rector del seminario a los doce años, y del cual recordaba sólo un episodio que había repetido a lo largo de la vida a quien pudiera ayudarlo.

«¿Recuerda el título?», preguntó Abrenuncio.

«Nunca lo supe», dijo Delaura. «y daría cualquier cosa por conocer el final».

Sin anunciárselo, el médico le puso enfrente un libro que él reconoció al primer golpe de vista. Era una antigua edición sevillana de Los cuatro libros del Amadís de Gaula. Delaura lo revisó, trémulo, y se dio cuenta de que estaba a punto de ser insalvable.

Al fin se atrevió:

«¿Sabe que éste es un libro prohibido?»

«Como las mejores novelas de estos siglos», dijo Abrenuncio. «Y en lugar de ellas ya no se imprimen sino tratados para hombres doctos. ¿Qué

leerían los pobres de hoy si no leyeran a escondidas

las novelas de caballería?»

«Hay otras», dijo Delaura. «Cien ejemplares de la edición príncipe del Quijote se leyeron aquí el mismo año en que fueron impresos».

«Se leyeron no», dijo Abrenuncio. «Pasaron por la aduana hacia los distintos reinos».

Delaura no le puso atención, porque había logrado identificar el precioso ejemplar del Amadís de Gaula.

«Este libro desapareció hace nueve años del capítulo secreto de nuestra biblioteca y nunca le hallamos el rastro», dijo.

«Debí imaginármelo», dijo Abrenuncio. «Pero hay otros motivos para considerarlo un ejemplar histórico: circuló durante más de un año de mano en mano, por lo menos entre once personas, y por lo menos tres murieron. Estoy seguro de que fueron víctimas de algún efluvio ignoto», «Mi deber sería denunciarlo al Santo Oficio»,

dijo Delaura.

Abrenuncio lo tomó en broma:

«¿He dicho una herejía?»

«Lo digo por haber tenido aquí un libro prohibido y ajeno, y no haberlo denunciado».

«Ese y muchos otros», dijo Abrenuncio, señalando con un amplio círculo del índice sus anaqueles atestados. «Pero si fuera por eso usted habría venido hace tiempo, y yo no le hubiera abierto la puerta».

Se volvió hacia él, y concluyó de buen talante: «En cambio, me alegro de que haya venido ahora, por el placer de verlo aquí».

«El marqués, ansioso por la suerte de su hija, me sugirió que viniera», dijo Delaura.

Abrenuncio lo hizo sentar frente a él, y ambos se abandonaron al vicio de la conversación, mientras una tormenta apocalíptica convulsionaba el mar. El médico hizo una exposición inteligente y erudita de la rabia desde el origen de la humanidad, de sus estragos impunes, de la incapacidad milenaria de la ciencia médica para impedirlos. Dio ejemplos lamentables de cómo se la había confundido desde siempre con la posesión demoníaca, al igual que ciertas formas de locura y otros trastornos del espíritu. En cuanto a Sierva María, al cabo de casi ciento cincuenta días no parecía probable que la contrajera. El único riesgo vigente, concluyó Abrenuncio, era que muriera como tantos otros por la crueldad de los exorcismos.

La última frase le pareció a Delaura una exageración propia de la medicina medieval, pero no la discutió, porque servía bien a sus indicios teológicos de que la niña no estaba poseída. Dijo que los tres idiomas africanos de Sierva María, tan diferentes del español y el portugués, no tenían ni mucho menos la carga satánica que les atribuían en el convento. Había numerosos testimonios de que tenía una fuerza fisica notable, pero no había ninguno de que fuera un poder sobrenatural. Tampoco se le había probado ningún acto de levitación o adivinación del futuro, dos fenómenos que por cierto servían también como pruebas secundarias de santidad. Sin embargo, Delaura había procurado el apoyo de cofrades insignes, y aun de otras comunidades, y ninguno se había atrevido a pronunciarse contra las actas del convento ni a contrariar la credulidad popular. Pero era consciente de que ni sus criterios ni los de Abrenuncio convencerían a nadie, y mucho menos los dos juntos.

«Seríamos usted y yo contra todos», dijo.

«Por eso me sorprendió que viniera», dijo

Abrenuncio. «No soy más que una pieza codiciada en el coto de caza del Santo Oficio».

«La verdad es que ni siquiera sé a ciencia cierta por qué he venido», dijo Delaura. «A no ser que esa criatura me haya sido impuesta por el Espíritu Santo para probar la fortaleza de mi fe».

Le bastó con decirlo para liberarse del nudo de suspiros que lo oprimía. Abrenuncio lo miró a los ojos, hasta el fondo del alma, y se dio cuenta de que estaba a punto de llorar.

«No se atormente en vano», le dijo con un tono sedante. «Tal vez sólo haya venido porque necesitaba hablar de ella».

Delaura se sintió desnudo. Se levantó, buscó los rumbos de la puerta, y no escapó en estampida porque estaba a medio vestir. Abrenuncio lo ayudó a ponerse la ropa todavía mojada, mientras trataba de demorarlo para seguir la charla. «Con usted conversaría sin parar hasta el siglo venturo»,

le dijo. Trató de retenerlo con un frasquito de un colirio transparente para curar la persistencia del eclipse en su ojo. Lo hizo regresar de la puerta para buscar la maletita que había olvidado en algún lugar de la casa. Pero Delaura parecía presa de un dolor mortal. Agradeció la tarde, la ayuda médica, el colirio, pero lo único que concedió fue la promesa de volver otro día con más tiempo.

No podía soportar el apremio de ver a Sierva María. Apenas si advirtió, ya en la puerta, que era noche cerrada. Había escampado, pero los albañales estaban rebosados por la tormenta, y Delaura se echó por el medio de la calle con el agua a los tobillos. La tornera del convento trató de cerrarle el paso por la proximidad de la queda. Él la hizo a un lado:

«Orden del señor obispo».

Sierva María se despertó asustada y no lo reconoció en las tinieblas. Él no supo cómo explicarle por qué iba a una hora tan distinta y agarró al vuelo el pretexto:

«Tu padre quiere verte».

La niña reconoció la maletita, y la cara se le reencendió de furia.

«Pero yo no quiero», dijo.

Él, desconcertado, le preguntó por qué «Porque no», dijo ella. «Prefiero morirme».

Delaura trató de zafarle la correa del tobillo sano creyendo que la complacía.

«Déjeme», dijo ella. «No me toque».

Él no le hizo caso, y la niña le soltó una ráfaga de escupitajos en la cara. Él se mantuvo firme, y le ofreció la otra mejilla. Sierva María siguió escupiéndolo. Él volvió a cambiar la mejilla, embriagado por la vaharada de placer prohibido que le

subió de las entrañas. Cerró los ojos y rezó con el alma mientras ella seguía escupiéndolo, más feroz cuanto más gozaba él, hasta que se dio cuenta de la inutilidad de su rabia. Entonces Delaura asistió al espectáculo pavoroso de una verdadera energúmena. La cabellera de Sierva María se encrespó con vida propia como las serpientes de la Medusa, y de la boca salió una baba verde y un sartal de improperios en lenguas de idólatras. Delaura blandió su crucifijo, lo acercó a la cara de ella, y gritó aterrado:

«Sal de ahí, quienquiera que seas, bestia de los infiernos».

Sus gritos atizaron los de la niña, que estaba a punto de romper las hebillas de.las correas. La guardiana acudió asustada y trató de someterla, pero sólo Martina lo consiguió con sus maneras celestiales. Delaura huyó.

El obispo estaba inquieto de que no hubiera llegado a la lectura de la cena. Se dio cuenta de que flotaba en una nube personal donde nada de este mundo ni del otro le importaba, como no fuera la imagen terrorífica de Sierva María envilecida por el diablo. Huyó a la biblioteca pero no pudo leer. Rezó con la fe exacerbada, cantó la

canción de la tiorba, lloró con lágrimas de aceite ardiente que le abrasaron las entrañas. Abrió la maletita de Sierva María y puso las cosas una por una sobre la mesa. Las conoció, las olió con un deseo ávido del cuerpo, las amó, y habló con ellas en hexámetros obscenos, hasta que no pudo más.

Entonces se desnudó el torso, sacó de la gaveta del mesón de trabajo la disciplina de hierro que nunca se había atrevido a tocar, y empezó a flagelarse con un odio insaciable que no había de darle tregua hasta extirpar en sus entrañas hasta el último vestigio de Sierva María. El obispo, que había quedado pendiente de él, lo encontró revolcándose en un lodazal de sangre y de lágrimas.

«Es el demonio, padre mío», le dijo Delaura. «El más terrible de todos».

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