CINCO

El obispo lo llamó a capítulo en su oficina y escuchó sin contemplaciones su confesión descarnada y completa, consciente de que no estaba

oficiando un sacramento sino una diligencia judicial. La única debilidad que tuvo con él fue mantener en secreto su verdadera falta, pero lo despojó de sus encomiendas y privilegios sin ninguna explicación pública, y lo mandó a servir de enfermero de leprosos en el hospital del Amor de Dios. Él suplicó el consuelo de decir la misa de cinco para los leprosos, y el obispo se lo concedió. Se arrodilló con una sensación de alivio profundo, y rezaron juntos un Padre Nuestro. El obispo lo bendijo y lo ayudó a incorporarse.

«Que Dios se apiade de ti», le dijo. Y lo borró de su corazón.

Aun después de que Cayetano había empezado a cumplir la condena, altos dignatarios de la diócesis intercedieron a su favor, pero el obispo fue inquebrantable. Descartó la teoría de que los exorcistas terminan poseídos por los mismos demonios que quieren conjurar. Su argumento final fue que Delaura no se había concretado a enfrentarlos con la autoridad inapelable de Cristo, sino que incurrió en la impertinencia de discutir con ellos sobre asuntos de fe. Fue eso, dijo el obispo, lo que comprometió su alma y lo puso al borde de la herejía. Sorprendió más, sin embargo, que el obispo hubiera sido tan severo con su hombre de confianza por una culpa que merecía a duras penas una penitencia de velas verdes.

Martina se había hecho cargo de Sierva María con una devoción ejemplar. También ella estaba atribulada por la negativa del indulto, pero la niña no lo advirtió hasta una tarde de bordado en la terraza, cuando alzó la vista y la vio bañada en lágrimas. Martina no le ocultó su desesperación:

«Prefiero estar muerta a seguir muriéndome en este encierro».

Su única esperanza, dijo, eran los tratos de Sierva María con sus demonios. Quería saber quiénes eran, cómo eran, cómo negociar con ellos. La niña enumeró seis, y Martina identificó a uno como un demonio africano que alguna vez había hostigado la casa de sus padres. Una nueva ilusión la animó.

«Quisiera hablar con él», dijo. y precisó el mensaje: «A cambio de mi alma».

Sierva María se regodeó en la picardía. «No tiene habla», dijo. «Uno lo mira a la cara y ya sabe lo que dice». Con toda seriedad le prometió avisarle para que se viera con él en la siguiente visitación.

Cayetano, por su parte, se había sometido con humildad a las condiciones infames del hospital.

Los leprosos, en estado de muerte legal, dormían por los suelos en barracas de palma con pisos de tierra aplanada. Muchos se arrastraban como mejor podían. Los martes, día de curación general, eran agotadores. Cayetano se impuso el sacrificio purificador de lavar los cuerpos menos válidos en las artesas del establo. En esas estaba el primer martes de la penitencia, con la dignidad sacerdotal reducida al burdo camisón de enfermero, cuando apareció Abrenuncio en el alazán que le regaló el marqués.

«¿Cómo va ese ojo?», le preguntó.

Cayetano no le dio pie para hablar de su desgracia o condolerse de su estado. Le agradeció el colirio que, en efecto, le había borrado de la retina la imagen del eclipse.

«No tiene nada que agradecerme», le dijo Abrenuncio. «Le di lo mejor que conocemos para el deslumbramiento solar: gotas de agua lluvia».

Lo invitó a que lo visitara. Cayetano le explicó que no podía salir a la calle sin licencia. Abrenuncio no le dio importancia. «Si usted conoce las ir debilidades de estos reinos, sabrá que las leyes no se cumplen por más de tres días», le dijo. Puso la biblioteca a su disposición para que continuara sus estudios mientras le hacían justicia. Cayetano lo oyó, con interés pero sin ninguna, ilusión..

«Ahí le dejo esa angustia», concluyo Abrenuncio espoleando el caballo. «Ninguno de ellos puede haber hecho un talento como el suyo para malbaratarlo trafricando mulatos».

El martes siguiente le llevó de regalo el tomo de las Cartas Filosóficas en latín. Cayetano lo hojeó, lo olfateó por dentro, calculó su valor. Cuanto más lo apreciaba menos entendía a Abrenuncio.

«Quisiera saber por qué me complace tanto», le dijo.

«Porque los ateos no acertamos a vivir sin los clérigos», dijo Abrenuncio. «Los pacientes nos encomiendan sus cuerpos, pero no sus almas, y andamos como el diablo, tratando de disputárselas a Dios».

«Eso no va con sus creencias», dijo Cayetano.

«Ni yo mismo sé cuáles son», dijo Abrenuncio.

«El Santo Oficio lo sabe», dijo Cayetano.

Al contrario de lo que pudiera pensarse, aquel dardo entusiasmó a Abrenuncio. «Venga a casa y lo discutimos despacio», dijo. «No duermo más de dos horas por noche, y siempre a retazos, así que cualquier momento será bueno». Espoleó el caballo y se fue.

Cayetano aprendió pronto que un poder grande no se pierde a medias. Las mismas personas que antes lo cortejaban por su privanza le sacaban el cuerpo como a un leproso. Sus amigos de las artes y las letras mundanas se hicieron de lado para no tropezar con el Santo Oficio. Pero a él le daba lo mismo. No tenía más corazón que para Sierva María, y aun así no le bastaba. Estaba convencido de que no habría océanos ni montañas, ni leyes de la tierra o el cielo, ni poder del infierno que pudieran apartarlos.

Una noche, por una inspiración desmesurada, escapó del hospital para colarse de cualquier modo en el convento. Había cuatro puertas. La principal, que era la del torno; otra de igual tamaño del lado del mar, y dos pequeñas de servicio. Las dos primeras eran infranqueables. A Cayetano le fue fácil identificar desde la playa la ventana de Sierva María en el pabellón de la cárcel, por ser la única que ya no estaba condenada. Revisó el edificio palmo a palmo desde la calle buscando en vano una brecha mínima por donde escalarlo.

Estaba apunto de rendirse cuando recordó el túnel por donde la población abastecía el convento durante el Cessatio a Divinis. Los túneles, de cuarteles o de conventos, eran muy de la época. Había no menos de seis conocidos en la ciudad, y otros se fueron descubriendo en el curso de los años con sus arandelas de folletín. Un leproso que había sido sepulturero le reveló a Cayetano cuál era el que buscaba; un albañal en desuso que comunicaba el convento con un solar vecino donde el siglo anterior estuvo el cementerio de las primeras clarisas. Salía justo debajo del pabellón de la cárcel, y frente a un muro alto y áspero que parecía inaccesible. Sin embargo, Cayetano consiguió escalarlo al cabo de muchos intentos frustrados, como creía conseguirlo todo por el poder de la oración.

El pabellón era un remanso en la madrugada.

Seguro de que la vigilante dormía fuera, sólo se cuidó de Martina Laborde, que roncaba con la puerta entreabierta. Hasta ese momento lo había tenido en vilo la tensión de la aventura, pero cuando se vio frente a la celda, con el candado abierto en la argolla, el corazón se le salió de quicio. Empujó la puerta con la punta de.los dedos, dejó de vivir mientras duró el chillido de los goznes, y vio a Sierva María dormida a la luz de la veladora del Santísimo. Ella abrió los ojos de pronto, pero se demoró para reconocerlo con el camisón de lienzo de los enfermeros de leprosos.

El le mostró las uñas ensangrentadas.

«Escalé la tapia», le dijo sin voz.

Sierva María no se conmovió.

«Para qué», dijo.

«Para verte», dijo él.

No supo qué más decir, aturdido por el temblor de las manos y las grietas de la voz.

«Váyase», dijo Sierva María.

Él negó con la cabeza varias veces por miedo de que le fallara la voz. «Váyase», repitió ella. «O me pongo a gritar». Él estaba entonces tan cerca que podía sentir su aliento virgen.

«Así me maten no me voy», dijo. Y de pronto se sintió del otro lado del terror, y agregó con voz firme: «De modo que si vas a gritar puedes empezar ya».

Ella se mordió los labios. Cayetano se sentó en la cama y le hizo el relato minucioso de su castigo, pero no le dijo las razones. Ella entendió más de lo que él era capaz de decir. Lo miró sin recelos y le preguntó por qué no tenía el parche en el ojo.

«Ya no me hace falta», dijo él, alentado. «Ahora cierro los ojos y veo una cabellera como un río de oro».

Se fue al cabo de dos horas, feliz, porque Sierva María aceptó que volviera, siempre que le llevara sus dulces favoritos de los portales. Llegó tan temprano la noche siguiente que aún había vida en el convento, y ella tenía el candil encendido para terminar el bordado de Martina. La tercera noche llevó mechas y aceite para alimentar la luz. La cuarta noche, sábado, estuvo varias horas ayudándola a espulgarse de los piojos que habían vuelto a proliferar en el encierro. Cuando la cabellera quedó limpia y peinada, él sintió una vez más el sudor glacial de la tentación. Se acostó junto a Sierva María con la respiración desacordada y se encontró con sus ojos diáfanos a un palmo de los suyos. Ambos se aturdieron. Él, rezando de miedo, le sostuvo la mirada. Ella se atrevió a hablar:

«¿Cuántos años tiene?»

«Cumplí treinta y seis en marzo», dijo él.

Ella lo escudriñó.

«Ya es un viejecito», le dijo con un punto de burla. Se fijó en los surcos de su frente, y agregó con toda la inclemencia de su edad: «Un viejecito arrugado». El lo tomó con buen ánimo. Sierva María le preguntó por qué tenía un mechón blanco.

«Es un lunar», dijo él.

«De afeite», dijo ella.

«De natura», dijo él. «También mi madre lo tuvo».

Hasta entonces no había dejado de mirarla a los ojos y ella no daba muestras de rendirse. Él suspiró hondo, y recitó:

«Oh dulces prendas por mí mal halladas».

Ella no entendió.

«Es un verso del abuelo de mi tatarabuela»,

le explicó él. «Escribió tres églogas, dos elegías, cinco canciones y cuarenta sonetos. Y la mayoría por una portuguesa sm mayores gracias que nunca fue suya, primero porque él era casado, y después porque ella se casó con otro y murió antes que él».

«¿También era fraile?»

«Soldado», dijo él. Algo se movió en el corazón de Sierva María, pues quiso oir el verso de nuevo. Él lo repitió, y esta vez siguió de largo, con voz intensa y bien articulada, hasta el último de los cuarenta sonetos del caballero de amor y de armas, don Garcilaso de la Vega, muerto en la flor de la edad por una pedrada de guerra. Cuando terminó, Cayetano tomó la mano de Sierva María y la puso sobre su corazón. Ella sintió dentro el fragor de su tormenta.

«Siempre estoy así», dijo él, y sin darle tiempo al pánico se liberó de la materia turbia que le impedía vivir. Le confesó que no tenía un instante sin pensar en ella, que cuanto comía y bebía tenía el sabor de ella, que la vida era ella a toda hora y en todas partes, como sólo Dios tenía el derecho y el poder de serIo, y que el gozo supremo de su corazón sería morirse con ella. Siguió hablándole sin mirarla, con la misma fluidez y el calor con que recitaba, hasta que tuvo la impresión de que Sierva María se había dormido. Pero estaba despierta, fijos en él sus ojos de cierva azorada. Apenas se atrevió a preguntar:

«¿ Y ahora?»

«Ahora nada», dijo él. «Me basta con que lo sepas».

No pudo seguir. Llorando en silencio pasó su brazo por debajo de la cabeza de ella para que le sirviera de almohada, y ella se enroscó en su costado. Permanecieron así, sin dormir, sin hablar, hasta que empezaron a cantar los gallos, y él tuvo que apurarse para llegar a tiempo a la misa de cinco. Antes que se fuera, Sierva María le regaló el precioso collar de Oddúa: dieciocho pulgadas de cuentas de nacar y coral. El pánico había sido reemplazado por la zozobra del corazón. Delaura no tenía sosiego, hacía las cosas de cualquier modo, flotaba, hasta la hora feliz en que huía del hospital para ver a Sierva María. Llegaba jadeando a la celda ensopado por las lluvias perpetuas, y ella lo esperaba con tal ansiedad que la sola sonrisa de él le devolvía el aliento. Una noche fue ella quien tomó la iniciativa con los versos que aprendía de tanto oírlos. «Cuando me paro a contemplar mi estado ya ver los pasos por donde me has traído», recitó. y preguntó con picardía:

«¿Cómo sigue?»

«Yo acabaré, que me entregué sin arte a quien sabrá perderme y acabarme», dijo él. Ella lo repitió con la misma ternura, y continuaron así hasta el final del libro, saltando versos, pervirtiendo y tergiversando los sonetos por conveniencia, jugueteando con ellos a su antojo con un dominio de dueños. Se durmieron de cansancio. La guardiana entró con el desayuno a las cinco, en medio de la algazara de los gallos, y ambos despertaron asustados. Se les paró la vida. La vigilante puso el desayuno en la mesa, hizo una inspección de rutina con el farol, y salió sin ver a Cayetano en la cama.

«Lucifer es un bicho», se burló él cuando recobró el aire. «También a mí me ha vuelto invisible».

Sierva María tuvo que refinar su astucia para que la vigilante no volviera a entrar en la celda aquel día. Tarde en la noche, después de una jornada entera de retozos, se sentían amados desde siempre.

Cayetano, entre broma y de veras, se atrevió a zafarle a Sierva María el cordón del corpiño. Ella se protegió el.pecho con las dos manos, y hubo un destello de furia en sus ojos y una ráfaga de rubor le encendió la frente. Cayetano le agarró las manos con el pulgar y el índice, como si estuvieran a fuego vivo, y se las apartó del pecho. Ella trató de resistir, y él le opuso una fuerza tierna pero resuelta.

«Repite conmigo», le dijo: «En fin a vuestras manos he venido».

Ella obedeció. «Do sé que he de morir», prosiguió

él, mientras le abría el corpiño con sus dedos helados. Ella lo repitió casi sin voz, temblando de miedo: «Para que sólo en mí fuese probado cuánto corta una espada en un rendido». Entonces la besó en los labios por primera vez. El cuerpo de Sierva María se estremeció con un quejido, soltó una tenue brisa de mar y se abandonó a su suerte. Él se paseó por su piel con la yema de los dedos, sin tocarla apenas, y vivió por primera vez el prodigio de sentirse en otro cuerpo. Una voz interior le hizo ver qué lejos había estado del diablo en sus insomnios de latín y griego, en los éxtasis de la fe, en los yermos de la pureza, mientras ella convivía con todas las potencias del amor libre en las barracas de los esclavos. Se dejó guiar por ella, tanteando en las tinieblas, pero se arrepintió en el último instante y se desbarrancó en un cataclismo moral. Permaneció bocarriba con los ojos cerrados.

Sierva María se asustó de su silencio y su quietud de muerte, y lo tocó con un dedo.

«¿Qué le pasa?», le preguntó.

«Déjame ahora», murmuró él. «Estoy rezando».

En los días siguientes sólo tuvieron instantes de sosiego mientras estaban juntos. No se saciaron de hablar de los dolores del amor. Se agotaban a besos, declamaban llorando a lágrima viva versos de enamorados, se cantaban al oído, se revolcaban en cenagales de deseo hasta el límite de sus fuerzas; exhaustos pero vírgenes. Pues él había decidido mantener su voto hasta recibir el sacramento, y ella lo compartió.

En las pausas de la pasión intercambiaron pruebas excesivas. Él le dijo que sería capaz de cualquier cosa por ella. Sierva María le pidió con una crueldad infantil que se comiera por ella una cucaracha. Él la atrapó antes de que ella pudiera impedirlo, y se la comió viva. En otros desafíos vesánicos él le preguntó si se cortaría la trenza por él, y ella dijo que sí, pero le advirtió en broma o en serio que en ese caso tendría que casarse con ella para cumplir la condición de la manda. Él llevó a la celda un cuchillo de cocina,y le dijo: «Veamos si es cierto». Ella se volvió de espaldas para que él pudiera cortar de raíz. Lo instó: «Atrévase». No se atrevió. Días después, ella le preguntó si se dejaría degollar como un chivo. Él dijo que sí con firmeza. Ella sacó el cuchillo y se dispuso a probarlo. Él saltó de terror con el escalofrío final. «Tú no», dijo. «Tú no». Ella, muerta de risa, quiso saber por qué, y él le dijo la verdad:

«Porque tú sí te atreves».

En los remansos de la pasión empezaron a disfrutar también de los tedios del amor cotidiano.

Ella mantenía la celda limpia y en orden para cuando él llegaba con la naturalidad del marido que volvía a casa. Cayetano la enseñaba a leer y escribir y la iniciaba en el culto de la poesía y la devoción del Espíritu Santo, a la espera del día feliz en que fueran libres y casados.

Al amanecer del 27 de abril, Sierva María empezaba a dormirse después que Cayetano abandonó la celda, cuando entraron a buscarla sin anuncio para iniciar los exorcismos. Fue el ritual de un condenado a muerte. La llevaron a rastras al abrevadero, la lavaron a baldazos, la despojaron a tirones de sus collares y le pusieron el camisón brutal de los herejes. Una monja de jardinería le cortó la cabellera hasta la altura de la nuca con cuatro mordiscos de unas cizallas de podar, y la arrojó a la hoguera encendida en el patio. La monja peluquera acabó de tundirle los cabos del tamaño de media pulgada, como lo usaban las clarisas debajo del velo, y fue echándolos al fuego a medida que los cortaba.

Sierva María vio la deflagración dorada y oyó la crepitación de la leña virgen y sintió el tufo acre de cuerno quemado sin que se le moviera un músculo de su rostro de piedra. Por último le pusieron una, camisa de fuerza, la taparon con un trapo fúnebre y dos esclavos la llevaron a la capilla en una parihuela de soldados.

El obispo había convocado al Cabildo Eclesiástico, compuesto por prebendados esclarecidos, y estos habían escogido a cuatro de los suyos para que lo asistieran en el procedimiento de Sierva María. En un último acto de afirmación el obispo se sobrepuso a las miserias de su salud. Dispuso que la ceremonia no fuera en la catedral, como en otras ocasiones memorables, sino en la capilla del convento de Santa Clara, y asumió en persona la ejecución del exorcismo. Las clarisas encabezadas por la abadesa estuvieron en el coro desde antes de los maitines, y allí los cantaron con acompañamiento de órgano, conmovidas por la solemnidad del día que despuntaba.

Enseguida entraron los prelados del Cabildo Eclesiástico, los prebostes de tres órdenes y los principales del Santo Oficio. Aparte de estos últimos, no había ni habría ningún civil. El obispo entró el último en atuendo de gran ceremonia, llevado en andas por cuatro esclavos y con un aura de aflicción inconsolable. Se sentó frente al altar mayor,junto al catafalco de mármol de los funerales grandiosos, en una poltrona giratoria que le facilitaba el manejo del cuerpo. A las seis en punto, los dos esclavos llevaron a Sierva María en la parihuela, con la camisa de fuerza y todavía tapada con el paño morado. El calor se hizo insoportable durante la misa cantada. Los bajos del órgano retumbaban en el artesonado, y apenas si dejaban grietas para las voces insípidas de las clarisas invisibles detrás de las celosías del coro. Los dos esclavos medio desnudos que habían llevado la parihuela de Sierva María permanecieron en guardia junto a ella. La descubrieron al final de la misa y la dejaron tendida como una princesa muerta sobre el catafalco de mármol. Los esclavos del obispo lo pusieron junto a ella en la poltrona, y los dejaron solos en un amplio espacio frente al altar mayor.

Lo que siguió fue una tensión invivible y un silencio absoluto que parecían el preludio de algún prodigio celestial. Un acólito puso al alcance del obispo el acetre del agua bendita. Él agarró el hisopo como un mazo de guerra, se inclinó sobre Sierva María, y la asperjó a lo largo del cuerpo murmurando una oración. De pronto profirió el conjuro que estremeció los fundamentos de la capilla.

«Quienquiera que seas», gritó. «Por orden de Cristo, Dios y Señor de todo lo visible y lo invisible, de todo lo que es, lo que fue y lo que ha de ser, abandona ese cuerpo redimido por el bautismo vuelve a las tinieblas».

Sierva María, fuera de sí por el terror, gritó también. El obispo aumentó la voz para acallarla, pero ella gritó más. El obispo aspiró a fondo y volvió a abrir la boca para continuar el conjuro, pero el aire se le murió dentro del pecho y no pudo expulsarlo. Se derrumbó de bruces, boqueando como un pescado en tierra, y la ceremonia terminó con un estrépito colosal.

Cayetano encontró aquella noche a Sierva María tiritando de fiebre dentro de la camisa de fuerza. Lo que más lo indignó fue el escarnio del cráneo pelado. «Dios del cielo», murmuró con una rabia sorda, mientras la liberaba de las correas. «Cómo es posible que permitas este crimen». Tan pronto como quedó libre, Sierva María le saltó al cuello, y permanecieron abrazados sin hablar mientras ella lloraba. Él la dejó desahogarse. Luego le levantó la cara y le dijo: «No más lágrimas».

Y enlazó con Garcilaso:

«Bastan las que por vos tengo lloradas».

Sierva María le contó la terrible experiencia de la capilla. Le habló del estruendo de los coros que parecían de guerra, de los gritos alucinados del obispo, de su aliento abrasador, de sus hermosos ojos verdes enardecidos por la conmoción.

«Era como el diablo», dijo.

Cayetano trató de calmarla. Le aseguró que a pesar de su corpulencia titánica, su voz tormentosa y sus métodos marciales, el obispo era un hombre bueno y sabio. Así que el pavor de Sierva María era comprensible, pero no corría ningún riesgo.

«Lo que quiero es morirme», dijo ella.

«Te sientes furiosa y derrotada, como me siento yo por no poder ayudarte», dijo él. «Pero Dios ha de gratificarnos en el día de la resurrección».

Se quitó el collar de Oddúa que Sierva María le había regalado, y se lo puso a ella a falta de los suyos. Se tendieron en la cama, uno al lado del otro, y compartieron sus rencores, mientras el mundo se apagaba y sólo iba quedando el cositeo del comején en el artesonado. La fiebre cedió. Cayetano habló en las tinieblas.

«En el Apocalipsis está anunciado un día que no amanecerá nunca», dijo. «Quiera Dios que sea hoy».

Sierva María habría dormido una hora desde que se fue Cayetano, cuando un ruido nuevo la despertó. Frente a ella, acompañado por la abadesa, estaba un sacerdote viejo de talla imponente, de piel parda atesada por el salitre, con la testa de crines paradas, las cejas agrestes, las manos montaraces, y unos ojos que invitaban a la confianza.

Antes de que Sierva María acabara de despertar, el sacerdote le dijo en lengua yoruba:

«Te traigo tus collares».

Los sacó del bolsillo, tal como la ecónoma del convento se los había devuelto por exigencia suya.

A medida que se los colgaba en el cuello a Sierva María los iba enumerando y definiendo en lenguas africanas: el rojo y blanco del amor y la sangre de Changó, el rojo y negro de la vida y la muerte de Elegguá, las siete cuentas de agua y azul pálido de Yemayá. Él se paseaba con tacto sutil del yoruba al congo y del congo al mandinga, y ella lo seguía con gracia y fluidez. Si al final pasó al castellano

fue sólo por consideración con la abadesa, incrédula de que Sierva María fuera capaz de tanta dulzura.

Era el padre Tomás de Aquino de Narváez, antiguo fiscal del Santo Oficio en Sevilla y párroco del barrio de los esclavos, escogido por el obispo para sustituirlo en los exorcismos por sus impedimentos de salud. Su historial de hombre duro no

dejaba dudas. Había llevado a la hoguera a once herejes,judíos y mahometanos, pero su crédito se fundaba sobre todo en las almas numerosas que había logrado arrebatarles a los demonios más astutos de Andalucía. Era fino de gustos y maneras con la dicción dulce de los canarios. Había nacido aquí, hijo de un procurador del rey que se casó con su esclava cuarterona, y había hecho su noviciado en el seminario local una vez demostrada la limpieza de su linaje por cuatro generaciones de blancos. Sus buenas calificaciones le merecieron el doctorado en Sevilla, donde vivió y predicó hasta sus cincuenta años. De regreso a la tierra había pedido la parroquia más humilde, se apasionó por las religiones y las lenguas africanas, y vivió como otro esclavo entre los esclavos. Nadie parecía mejor hecho para entenderse con Sierva María y enfrentarse con más razón a sus demonios. Sierva María lo reconoció al instante como un arcángel de salvación, y no se equivocó. En presencia de ella desarticuló los argumentos de las actas y le demostró a la abadesa que ninguno de ellos era terminante. Le enseñó que los demonios de América eran los mismos de Europa, pero su advocación y su conducta eran distintas. Le explicó las cuatro reglas de uso para reconocer la posesión demoníaca y le hizo ver qué fácil resultaba al demonio servirse de ellas para que se creyera lo contrario. Se despidió de Sierva María con un pellizco de cariño en la mejilla.

«Duerme tranquila», le dijo. «Con peores enemigos me las he visto».

La abadesa quedó tan bien dispuesta, que lo invitó al célebre chocolate perfumado de las clarisas, con las galletitas de anís y los prodigios de repostería reservados a los elegidos. Mientras lo tomaban en el refectorio privado, él impartió sus instruc-

ciones para los pasos siguientes. La abadesa las acató complacida.

«No tengo ningún interés en que a esa infeliz le vaya bien o mal», dijo. «Lo que le ruego a Dios es que salga cuanto antes de este convento».

El padre le prometió que pondría la mayor diligencia para que fuera asunto de días, ojalá de horas. Al despedirse en el locutorio, ambos complacidos, ni el uno ni el otro podía imaginarse que nunca más volverían a verse.

Así fue. El padre Aquino, como lo llamaban sus feligreses, se fue caminando hasta su iglesia, pues hacía tiempo que rezaba poco y lo compensaba ante Dios reviviendo cada día el martirio de sus nostalgias. Se demoró en los portales, aturdido por los pregones de los vendedores de todo, a la espera de que bajara el sol para atravesar el barrizal del puerto.

Compró los dulces más baratos y una fracción de la lotería de los pobres con la ilusión incorregible de ganársela para restaurar su templo perdulario. Se entretuvo una media hora conversando con las matronas negras, sentadas como ídolos monumentales frente a las baratijas de artesanía expuestas en el suelo sobre esteras de yute. Hacia las cinco cruzó el puente levadizo de Getsemaní, donde acababan de colgar el cadáver de un perro gordo y siniestro para que se supiera que había muerto de rabia. El aire tenía el olor a rosas de principios de mayo, y el cielo era el más diáfano del mundo El barrio de los esclavos, al borde mismo de la

marisma, estremecía por su miseria. En las barracas de arcilla con techos de palma se convivía con los gallinazos y los cerdos, y los niños bebían del pantano de las calles. Sin embargo, era el barrio más alegre, de colores intensos y voces radiantes, y más al atardecer, cuando sacaban las sillas para gozar de la fresca en mitad de la calle. El párroco repartió los dulces entre los niños de la marisma, y se quedó con tres para su cena. El templo era un rancho de bahareque y techo de palma amarga con una cruz de palo en el caballete. Tenía escaños de tablones macizos, un solo altar con un solo santo y un púlpito de madera donde el párroco predicaba los domingos en lenguas africanas. La casa cural era una prolongación de la iglesia por detrás del altar mayor, donde el párroco vivía en condiciones mínimas en un cuarto con una cama de viento y una silla rústica. Al fondo había un patiecito pedregoso y una pérgola de parras con racimos pasmados, y una cerca de espinas que lo separaba de la marisma. La única agua de beber era la de un aljibe de argamasa en un rincón del patio.

Un sacristán viejo y una niña huérfana de catorce años, ambos mandingas conversos, eran los ayudantes en la iglesia y en la casa, pero no hacían falta después del rosario. Antes de cerrar la puerta, el párroco se comió los tres últimos dulces con un vaso de agua, y se despidió de los vecinos sentados en la calle con su fórmula de rutina en castellano:

«Buenas y santas noches os depare Dios a todos».

A las cuatro de la mañana el sacristán que vivía, a una cuadra de la iglesia dio los primeros toques para la misa única. Antes de las cinco, en vista de que el padre se demoraba, fue a buscarlo en su cuarto. No estaba. Tampoco lo encontró en el patio. Siguió buscándolo en los alrededores, porque a veces se iba a conversar desde muy temprano en los patios vecinos. No lo encontró. A los pocos feligreses que acudieron les anunció que no había misa porque no encontraban al párroco. A

las ocho, ya con el sol caliente, la niña del servicio fue a sacar agua del aljibe, y allí estaba el padre Aquino, flotando bocarriba con las calzas que se, dejaba puestas para dormir. Fue una muerte triste y sentida, y un misterio que nunca se esclareció, y que la abadesa proclamó como la prueba terminante de la inquina del demonio contra su convento.

La noticia no llegó hasta la celda de Sierva María, que se quedó esperando al padre Aquino con una ilusión inocente. No supo explicarle a Cayetano quién era, pero le transmitió su gratitud por la devolución de los collares y la promesa de rescatarla. Hasta entonces les había parecido a ambos que el amor les bastaba para ser felices. Fue Sierva María quien se dio cuenta, desengañada por el padre Aquino, de que la libertad dependía sólo de ellos mismos. Una madrugada, después de largas horas de besos, le suplicó a Delaura que no se fuera. Él lo tomó a la ligera y se despidió con un beso más. Ella saltó de la cama y se abrió de brazos

en la puerta.

«O no se va o me voy yo también».

Le había dicho a Cayetano en alguna ocasión que le hubiera gustado refugiarse con él en San Basilio de Palenque, un pueblo de esclavos fugitivos a doce leguas de aquí, donde sería recibida sin duda como una reina. A Cayetano le pareció una

idea providencial, pero no la vinculó con la fuga. Confiaba más bien en formalismos legales. En que el marqués recobrara a su hija con la comprobación indiscutible de que no estaba poseída, y en obtener el perdón y la licencia de su obispo para integrarse a una comunidad civil donde las bodas de clérigos o de monjas fueran tan frecuentes que no escandalizaran a nadie. De modo que cuando

Sierva María lo puso en la encrucijada de quedarse o llevársela, Delaura trató de distraerla una vez más. Ella se le colgó del cuello y lo amenazó con gritar. Estaba amaneciendo. Asustado, Delaura logró liberarse con un empellón, y escapó en el

momento en que empezaban los maitines. La reacción de Sierva María fue feroz. Por cualquier contrariedad banal le arañó la cara a la guardiana, se encerró con tranca y amenazó con prenderle fuego a la celda e incinerarse en ella si no la dejaban irse. La guardiana, fuera de sí por la cara ensangrentada, le gritó:

«Atrévete, bestia de Belzebú».

Como única réplica, Sierva María le prendió fuego al colchón con la lámpara del Santísimo. La intervención de Martina con sus modos sedantes impidió la tragedia. De todos modos, la guardiana pidió en el informe de aquel día que la niña fuera trasladada a una celda mejor protegida en el pabellón de la clausura.

La ansiedad de Sierva María apresuró la de Cayetano por encontrar un recurso inmediato distinto de la fuga. Trató de ver en dos ocasiones al marqués, y en ambas fue impedido por los mastines, que encontró sueltos y de su cuenta en la casa sin dueño. La verdad era que el marqués nó volvería a estar allí. Vencido por sus miedos interminables, había tratado de refugiarse al amparo de Dulce Olivia, y ella no le dio puertas. La había llamado por todos los medios desde que le empezaron las soledades, y sólo había recibido respuestas de burlas en pajaritas de papel. De pronto apareció sin ser llamada y sin anunciarse. Había barrido y compuesto la cocina, inservible por falta de uso, y la marmita borboritaba a fuego alegre en la hornilla. Estaba vestida de domingo con volantes de organza, y acicalada con afeites y bálsamos de moda, y lo único que tenía de loca era un sombrero de grandes alas con peces y pájaros de trapo.

«Te agradezco que hayas venido», le dijo el marqués. «Me sentía muy solo». y terminó con un lamento:

«He perdido a Sierva».

«Es culpa tuya», dijo ella sin darle importancia.

«Hiciste todo para que se perdiera».

La cena era un ajiaco al modo criollo, con tres carnes y lo más escogido de la huerta. Dulce Olivia lo sirvió con unas maneras de señora de casa

que le iban muy bien a su atuendo. Los perros bravos la seguían acezantes, se le enredaban entre las piernas, y ella los entretenía con susurros de novia. Se sentó a la mesa frente al marqués, como podrían haber estado cuando eran jóvenes y no le temían al amor, y comieron en silencio, sin mirarse, sudando a raudales y tomando la sopa con un desinterés de matrimonio viejo. Después del primer plato, Dulce Olivia hizo una tregua para suspirar, y tomó conciencia de sus años

«Así hubiéramos sido», dijo.

El marqués se contagió de su crudeza. La vio gorda y envejecida, con dos dientes menos, y los ojos marchitos. Así hubieran sido, quizás, si él hubiera tenido el coraje de contrariar a su padre.

«Tal pareces en tu sano juicio», le dijo.

«Siempre lo he estado», dijo ella. «Fuiste tú el que no me vio nunca como era».

«Yo te distinguí entre la montonera cuando todas eran jóvenes y bellas y era difícil distinguir a la mejor», dijo él.

«Me distinguí yo misma para ti», dijo ella. «Tú no. Siempre fuiste como ahora: un pobre diablo».

«Me insultas en mi propia casa», dijo él.

La inminencia del altercado entusiasmó a Dulce Olivia. «Es tan mía como tuya», dijo. «Como es mía la niña aunque la haya parido una perra».Y sin dar tiempo a la réplica, concluyó:

«Y lo peor son las malas manos en que la has dejado».

«En las manos de Dios», dijo él.

Dulce Olivia gritó enfurecida:.

«En las del hijo del obispo, que la tiene emputecida y empreñada».

«Si te muerdes la lengua te envenenas!», gritó el marqués, escandalizado.

«Sagunta aumenta pero no miente», dijo Dulce Olivia.

«Y no intentes humillarme, que ya sólo te quedo yo para empolvarte la cara cuando te mueras».

Era el final de siempre. Sus lágrimas empezaron a caer en el plato como goterones de sopa. Los perros se habían dormido, pero los despertó la tensión del pleito y alzaron las cabezas alertas y gruñeron con la garganta. El marqués sintió que le faltaba el aire.

«Ya ves», dijo furioso, «es así como hubiéramos sido».

Ella se levantó sin terminar. Quitó la mesa, lavó los platos y las cazuelas con una rabia sórdida, y a medida que los lavaba iba rompiéndolos en el fregadero. Él la dejó llorar, hasta que vació los escombros de la vajilla como una avalancha de granizo en el cajón de la basura. Se fue sin despedirse. El marqués no supo nunca, ni lo supo nadie, en qué momento Dulce Olivia había dejado de ser ella, y sólo seguía siendo una aparición en las noches de la casa. El infundio de que Cayetano Delaura era hijo del obispo había sustituido al más antiguo de que eran amantes desde Salamanca. La versión de Dulce Olivia, confirmada y pervertida por Sagunta, decía en efecto que Sierva María estaba secuestrada en el convento para saciar los apetitos satánicos de Cayetano Delaura, y que había concebido un hijo de dos cabezas. Sus saturnales, decía Sagunta, habían contaminado a la comunidad enera de las clarisas.

El marqués no se repuso jamás. Tantaleando en el tremedal de la memoria buscó un refugio contra el terror, y sólo encontró el recuerdo de Bernarda enaltecido por la soledad. Trató de conjurarlo con las cosas que más odiaba de ella, sus vientos fétidos, sus repostadas ríspidas, sus juanetes de gallo, y cuanto más quería envilecerla más se la idealizaban los recuerdos. Derrotado por la añoranza le mandó recados de tanteos al trapiche de Mahates donde la suponía desde que se fue, y allí estaba. Le mandó razón de que olvidara sus rencores y regresara a casa, para que ambos tuvieran al menos con quién morir. Ante la falta de respuesta, se fue a buscarla.

Tuvo que remontar los afluentes de la memoria.

La hacienda que había sido la mejor del virreinato, estaba reducida a la nada. Era imposible distinguir el camino entre la maleza. Del ingenio solo quedaban los escombros, las máquinas carcomidas por el óxido, las osamentas de los dos últimos bueyes todavía uncidas al brazo del trapiche. El pozo de los suspiros era lo único que parecía con vida a la sombra de los totumos. Antes de divisar la casa entre las breñas calcinadas de los cañaverales, el marqués percibió el perfume de los jabones de Bernarda, que había terminado por ser su olor natural, y se dio cuenta de cuán ansioso estaba por verla. En la baranda del pórtico, sentada en un mecedor y comiendo cacao con la mirada inmóvil en el horizonte, allí estaba. Tenía una saya de algodón rosado y el cabello todavía húmedo por el baño reciente en el pozo de los suspiros.

El marqués la saludó antes de subir los tres escalones del portal: «Buenas tardes». Bernarda le contestó sin mirarlo, como si el saludo hubiera sido de nadie. El marqués subió a la baranda, y desde allí recorrió el horizonte completo con una mirada continua por encima de la maleza. Hasta donde alcanzaba la vista no había sino monte salvaje y sólo los totumos del pozo. «¿ Qué se ha hecho la gente?», preguntó. Bernarda, igual que su padre, volvió a contestarle sin mirarlo. «Se han ido todos»,

dijo. «No hay un ser vivo en cien leguas a la redonda».

Él entró en busca de un asiento. La casa estaba desportillada, y unos arbustos de florecitas moradas despuntaban por entre los ladrillos del piso. En el comedor estaba la mesa antigua con las mismas sillas carcomidas por el comején, el reloj parado en una hora de quién sabía cuándo, y todo en un aire de un polvo invisible que se sentía al respirar. El marqués se llevó una de las sillas, se sentó junto a Bernarda, y le dijo en voz muy baja:

«He venido por usted».

Bernarda no se inmutó, pero hizo con la cabeza una afirmación apenas perceptible. Él le contó su estado: la casa solitaria, los esclavos agazapados detrás de los arbustos con los cuchillos listos, las noches interminables.

«Aquello no es vida», dijo

«Nunca lo ha sido», dijo ella.

«Tal vez pudiera serlo», dijo él.

«No me diría tal cosa si de veras supiera cuánto lo odio», dijo ella.

«También yo he creído siempre que la odio»,

dijo él, «y ahora me sucede que no lo sé a ciencia cierta».

Bernarda le abrió entonces sus entrañas para que él se viera dentro a la luz del día. Le contó cómo fue que su padre la mandó con el pretexto de los arenques y los encurtidos, cómo lo engañaron con el truco viejo de la lectura de la mano, cómo acordaron que ella lo violara cuando él se hacía el desentendido, y cómo habían planeado la maniobra fría y certera de concebir a Sierva María para atraparlo de por vida. Lo único que él debía agradecerle era que no hubiera tenido corazón para el último acto acordado con su padre, que era echarle un chorro de láudano en la sopa para no tener que sufrirlo.

«Yo misma me puse la soga al cuello», dijo. «Pero no me arrepiento. Era demasiado esperar que además de todo tuviera que amar a esa pobre sietemesina, o a usted, que ha sido la causa de mis desgracias».

Con todo, el último peldaño de su degradación había sido la pérdida de Judas Iscariote. Buscándolo en otros se había entregado a la fornicación sin freno con los esclavos del trapiche, que era lo que más asco le daba antes de atreverse la primera vez. Los escogía en cuadrillas y los despachaba en fila india en la guardarraya de los platanales hasta que la miel fermentada y las tabletas de cacao resquebrajaron sus encantos, y se volvió hinchada y fea, y los ánimos no le alcanzaron para tanto cuerpo. Entonces empezó a pagar. Primero con oropeles a los más jóvenes, según la belleza y el calibre, y al final en oro puro con los que pudiera. Tardó demasiado en descubrir que escapaban en masa a San Basilio de Palenque para ponerse a salvo de su hambrina insaciable.

«Entonces supe que hubiera sido capaz de matarlos a machetazos», dijo, sin una lágrima. «y no sólo a ellos sino también a usted y a la niña, y al baratero de mi padre, y a todo el que se había cagado en mi vida. Pero ya no era nadie para matar a nadie.

Permanecieron en silencio viendo el atardecer sobre las breñas. Un tropel de animales remotos se oyó en el horizonte, y una voz de mujer inconsolable los llamó por sus nombres, uno por uno, hasta que se hizo noche. El marqués suspiró:

«Ya veo que no tengo nada que agradecerle».

Se levantó sin prisas, volvió a poner la silla en su lugar, y se fue por donde había venido, sin despedirse y sin una luz. Lo único que se encontró de él, dos veranos más tarde, en una vereda sin rumbo, fue la osamenta carcomida por los gallinazos.

Martina Laborde había hecho aquel día una sesión de bordado que duró la mañana entera para terminar una labor atrasada. Almorzó en la celda de Sierva María, y luego fue a la suya para hacer la siesta. Por la tarde, ya en las últimas puntadas, le habló con una rara tristeza.

«Si alguna vez sales de este encierro, o si salgo primero, acuérdate siempre de mí», le dijo. «Ha de ser mi única gloria».

Sierva María no lo entendió hasta el día siguiente, cuando la guardiana la despertó a gritos porque Martina no amaneció en su celda. Habían registrado a fondo el convento y no hallaron ni un rastro. La única noticia que se tuvo de ella fue un papel escrito con su letra florida que Sierva María encontró debajo de la almohada: Rezaré tres veces al día porque seais muy felices.

Estaba todavía aturdida por la sorpresa, cuando entró la abadesa con la vicaria y otras reverendas de infantería, y con una patrulla de guardias armados de mosquetes. Tendió una mano colérica para tocar a Sierva María, y le gritó:

«Eres cómplice y serás castigada».

La niña levantó la mano libre con una determinación que paralizó a la abadesa en su sitio.

«Los vi salir», dijo.

La abadesa quedó atónita.

«¿No estaba sola?»

«Eran seis», dijo Sierva María.

No parecía posible, y menos aún que salieran por la terraza, cuya única vía de escape era el patio fortificado. «Tenían alas de murciélago», dijo Sierva María aleteando con los brazos. «Las abrieron en la terraza, y se la llevaron volando, volando, hasta el otro lado del mar». El capitán de la patrulla se santiguó espantado y cayó de rodillas.

«Ave María Purísima», dijo.

«Sin pecado original concebida», dijeron a coro.

Fue una fuga perfecta, planeada por Martina en sus mínimos detalles con un sigilo absoluto, desde que descubrió que Cayetano pasaba las noches en el convento. Lo único que no previó, o que no le importó, fue que debía cerrar desde dentro la entrada del albañal para evitar cualquier sospecha. Los investigadores de la fuga lo encontraron abierto, lo exploraron, descubrieron la verdad, y lo tapiaron de inmediato por sus dos extremos. Sierva María fue mudada a la fuerza a una celda con candado en el pabellón de las enterradas vivas. Esa noche, bajo una luna espléndida, Cayetano se rompió los puños tratando de derribar la tapia del túnel.

Arrebatado por una fuerza demente corrió en busca del marqués. Empujó el portón sin tocar y entró en la casa desierta, cuya luz de dentro era la misma de la calle, porque los muros de cal parecían transparentes por la claridad de la luna. La limpieza, el orden de los muebles, las flores de los canteros, todo era perfecto en la casa abandonada. El quejido de los goznes había alborotado a los mastines, pero Dulce Olivia los calló en seco con una orden marcial. Cayetano la vio en las sombras verdes del patio, hermosa y fosforescente. con la túnica de marquesa y el cabello adornado de camelias vivas de olores frenéticos y alzó la mano con la cruz del índice y el pulgar.

«En el nombre de Dios: ¿quién eres?», preguntó.

«Un ánima en pena», dijo ella. «¿Y usted?»

«Soy Cayetano Delaura», dijo él, «y vengo a rogarle de rodillas al señor marqués que me escuche un instante».

Los ojos de Dulce Olivia centellearon de furia.

«El señor marqués no tiene nada que escuchar de un rufián», dijo.

«¿ y quién es usted para decirlo con tal dominio?»

«Soy la reina de esta casa», dijo.

«Por el amor de Dios», dijo Delaura. «Avísele al marqués que vengo a hablarle de su hija».Y sin más vueltas, con la mano en el pecho, dijo:

«Muero de amor por ella».

«Una palabra más y suelto los perros», dijo

Dulce Olivia indignada, y señaló hacia la puerta:

«Fuera de aquí».

Era tanta la fuerza de su autoridad, que Cayetano salió de la casa caminando hacia atrás para no perderla de vista.

El martes, cuando Abrenuncio entró en su cubículo del hospital encontró a Delaura destruido por las vigilias mortales. Le contó todo, desde los motivos reales de su castigo hasta las noches de amor en la celda. Abrenuncio se quedó perplejo.

«Me hubiera imaginado cualquier cosa de usted, menos estos extremos de demencia».

Cayetano, sorprendido a su vez, le preguntó:

«¿Nunca ha pasado por esto?»

«Nunca, hijo mío», dijo Abrehuncio. «El sexo es un talento y yo no lo tengo».

Trató de disuadirlo. Le dijo que el amor era un sentimiento contra natura, que condenaba a dos desconocidos a una dependencia mezquina e insalubre, tanto más efímera cuanto más intensa. Pero Cayetano no lo oyó. Su obsesión era huir lo más lejos posible de la opresión del mundo cristiano.

«Sólo el marqués puede ayudarnos con la ley»,

dijo. «He querido suplicárselo de rodillas pero no lo encontré en casa» «No lo encontrará nunca», dijo Abrenuncio. «Las voces que le llegaron es que usted trató de abusar de la niña. Y ahora veo que desde el punto de vista de un cristiano no le falta razón». Lo miró a los ojos:

«¿No teme condenarse?»

«Creo que ya lo estoy, pero no por el Espíritu Santo», dijo Delaura sin alarma. «Siempre he creído que él toma más en cuenta el amor que Abrenuncio no pudo ocultar la admiración que le causaba aquel hombre recién liberado de las r servidumbres de la razón. Pero no le hizo promesas falsas, y menos cuando estaba de por medio el Santo Oficio.

«Ustedes tienen una religión de la muerte que les infunde el valor y la dicha para enfrentarla», le dijo. «Yo no: creo que lo único esencial es estar vivo».

Cayetano corrió al convento. Entró a pleno día por la puerta del servicio y atravesó el jardín sin precaución alguna convencido de ser invisible por el poder de la oración. Subió al segundo piso, atravesó un corredor solitario de techos muy bajos que comunicaba los dos cuerpos del convento, y entró en el mundo silente y enrarecido de las enterradas vivas. Sin saberlo, había pasado frente a la nueva celda donde Sierva María lloraba por él.

Estaba a punto de alcanzar el pabellón de la cárcel cuando lo frenó un grito a sus espaldas:

«¡Alto!»

Se volvió y vio una monja con la cara cubierta por el velo, y un crucifijo alzado contra él. Dio un paso adelante, pero la monja le interpuso a Cristo.

«¡Vade retro!», le gritó.

'A sus espaldas oyó otra voz: «Vade retro». y luego otra y otra: «Vade retro». Giró varias veces sobre sí mismo y se dio cuenta de que estaba en el centro de un círculo de monjas fantásticas de caras veladas que lo acosaban a gritos con sus crucifijos:

Vade retro, Satanas!

Cayetano llegó al final de sus fuerzas. Fue puesto a disposición del Santo Oficio, y condenado en un juicio de plaza pública que arrojó sobre él sospechas de herejía y provocó disturbios populares y controversias en el seno de la Iglesia. Por una gracia especial cumplió la condena como enfermero en el hospital del Amor de Dios, donde vivió muchos años en contubernio con sus enfermos, comiendo y durmiendo con ellos por los suelos, y lavándose en sus artesas aun con aguas usadas, pero no consiguió su anhelo confesado de contraer la lepra.

Sierva María lo había esperado en vano. A los tres días dejó de comer en una explosión de rebeldía que agravó los indicios de la posesión. Trastornado por la caída de Cayetano, por la muerte indescifrable del Padre Aquino… Por la resonancia pública de una desventura que escapó a su sabiduría y a su poder, el obispo reasumió los exorcismos con una energía inconcebible en su estado ya su edad. Sierva María, esta vez con el cráneo rapado a navaja y la camisa de fuerza, lo enfrentó con una ferocidad satánica, hablando en lenguas o con aullidos de pájaros infernales. El segundo día se sintió un bramido inmenso de ganados embravecidos, la tierra tembló, y ya no fue posible pensar que Sierva María no estuviera a merced de todos los demonios del averno. De regreso a la celda le aplicaron una lavativa de agua bendita, que era el método francés para expulsar los que pudieran quedar en sus entrañas.

El acoso prosiguió por tres días más. Aunque llevaba una semana sin comer, Sierva María logró liberar una pierna y le dio al obispo un golpe de talón en el bajo vientre que lo derribó por los suelos. Sólo entonces se dieron cuenta de que había podido soltarse porque su cuerpo era tan escuálido que ya no lo sujetaban las correas. El escándalo aconsejaba interrumpir lo exorcismos, y así lo estimó el Cabildo Eclesiástico, pero el obispo se opuso.

Sierva María no entendió nunca qué fue de Cayetano Delaura, por qué no volvió con su cesta de primores de los portales y sus noches insaciables. El 29 de mayo, sin alientos para más, volvió a soñar con la ventana de un campo nevado, donde Cayetano Delaura no estaba ni volvería a estar nunca. Tenía en el regazo un racimo de uvas doradas que volvían a retoñar tan pronto como se las comía. Pero esta vez no las arrancaba una por una, sino de dos en dos, sin respirar apenas por las ansias de ganarle al racimo hasta la última uva. La guardiana que entró a prepararla para la sexta sesión de exorcismos la encontró muerta de amor en la cama con los ojos radiantes y la piel de recién nacida. Los troncos de los cabellos le brotaban como burbujas en el cráneo rapado, y se les veía crecer.

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