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En el refugio Pleistoceno, media hora después de haber salido para ir a Nueva York, depositaban los patrulleros a la muchacha en manos de una simpática matrona que hablaba el griego, y requerían la presencia de sus colegas. Luego comenzaron a expedir mensajes espacio-temporales.

Todas las oficinas anteriores al año 218 antes de Jesucristo — la más próxima era Alejandría (250 a 230)- estaban «aún» allí con unos doscientos agentes en total. Se confirmó la imposibilidad de un contacto escrito con el futuro, y unas pocas gestiones corroboraron la prueba. Una apurada reunión tuvo lugar en la Academia, sita, como se sabe, en el periodo Oligoceno, y a ella concurrieron agentes libres ya experimentados. Everard se vio a si mismo presidiendo una reunión de oficiales superiores. En ella todos convinieron que habría que reparar el daño. Pero se temía por aquellos agentes que se habían internado en el tiempo, como lo había hecho el mismo Everard, y que no estuvieron de vuelta al reconstituir la Historia. Everard envió partidas para recogerlos, pero sin gran confianza en el éxito. Les advirtió a todos que estuviesen de vuelta en un día del tiempo local o se atuvieran a las consecuencias.

Un hombre del Renacimiento científico expuso otra cuestión. Concedido; los sobrevivientes tenían el claro y pleno deber de restaurar la Historia, pero también de conocerla a fondo, por lo que habrían de hacerse varios años de trabajo antropológico. Everard rechazó con dificultad la sugerencia. Habían quedado pocos agentes para correr el riesgo. Grupos de estudio debían determinar el momento exacto y las circunstancias del cambio. La disputa sobre los métodos se hizo interminable. Everard escrutó la noche prehumana y acabó preguntándose si los megaterios no estaban haciendo su papel mejor que aquellos antropomórficos sucesores suyos.

Cuando, por fin, recogió todas las partidas despachadas, vació una botella con Van Sarawak, y ambos se emborracharon.

En la reunión del día siguiente, el comité directivo oyó a sus comisionados, que habían recorrido una gran cantidad de años en el futuro. Una docena de patrulleros habían sido rescatados de situaciones más o menos ignominiosas; a otra veintena de ellos había, simplemente, que darles de baja. El informe del grupo espía era más interesante. Parecía ser que dos mercenarios helvéticos se habían incorporado a las fuerzas de Aníbal, en los Alpes, y ganado su confianza. Después de la guerra alcanzaron elevadas posiciones en Cartago. Con los nombres de Phrontes e Himilco, planearon el asesinato de Aníbal y establecieron nuevas marcas de vida lujosa. Uno de los patrulleros había visto sus casas y a ellos mismos.

— Estas presentaban una cantidad de mejoras inauditas en los tiempos clásicos — informó el espía —; ellos me parecieron neldorianos del milenio 205.

Everard asintió. Aquel período era una Edad de bandidos que «ya» había dado a la Patrulla muchísimo trabajo.

— Creo que hemos dado en el clavo — dijo —. No importa que estuvieran o no en Tesino con Aníbal. Tenemos el tiempo justo para detenerlos en los Alpes sin armar una confusión tal que seamos nosotros los que alteremos la Historia. Lo que interesa es que parecen haber suprimido a los Escipiones, y eso es lo que tenemos que evitar.

Un inglés del siglo XIX, competente, pero con el genio del coronel Blimp, extendió un mapa y explicó sus observaciones sobre la batalla, usando un telescopio de rayos infrarrojos para mirar a través de las nubes bajas.

— Y aquí estaban los romanos…

— Ya lo sé — contestó Everard —. Es una delgada línea roja. El momento en que huyeron los que perseguimos es el instante crítico; pero la confusión reinante nos da una probabilidad. Necesitaremos rodear discretamente el campo de batalla, pero no creo que lo podamos conseguir solo con dos agentes en escena. Los malvados van a estar alerta, ya se sabe, vigilando una posible intervención. La oficina de Alejandría puede proporcionarnos los trajes a Van y a mi.

— ¡Oiga! protestó el inglés —, yo creí tener el privilegio…

— No; lo siento — Everard sonrió levemente —. No caben privilegios. Arriesgamos el cuello, precisamente, para anular a un pueblo lleno de gente como usted.

— Pero ¡caramba!

— Tengo que ir yo — afirmó sencillamente —. No sé por qué, pero tengo que ir yo.

Van Sarawak fue detrás de él.


* * *

Dejaron su vehículo tras un grupo de árboles y atravesaron el campo.

Rodeándolo, y arriba, en el espacio, había cien patrulleros armados, pero aquel era un triste consuelo para los que se hallaban entre lanzas y flechas. Bajas nubes eran barridas por un viento frío y ululante. Llovía. La soleada Italia estaba disfrutando su caída definitiva.

La coraza le pesaba sobre los hombros a Everard al andar sobre un barro resbaladizo y sangriento. Llevaba yelmo, grebas, un escudo romano en el brazo izquierdo y una espada al costado; pero en la mano derecha sostenía un tronador. A su lado trotaba Van Sarawak, análogamente vestido y armado, entornando los ojos bajo el penacho de oficial, agitado por el viento.

Atronaban el espacio trompetas y tambores, lo que era trabajo perdido entre los gritos de los hombres y el ruido de los pasos, los relinchos de los caballos sin jinete y las silbantes flechas. Solo algunos capitanes y exploradores estaban aún montados. ¡Cuán a menudo, antes de inventarse los estribos, lo que comenzara siendo una carga de caballería se terminó en batalla a pie, cuando los lanceros habían caído de sus monturas! Los cartagineses atacaban, martilleaban con un afilado metal entre los escudos de las filas romanas. Aquí y allá, la lucha se iba resolviendo en pequeños núcleos, en que los hombres maldecían y acuchillaban al extranjero.

El combate había sobrepasado ya su área inicial. La muerte rondaba a Everard. Corría este tras las fuerzas romanas, hacia el distante resplandor de las águilas. Pisando yelmos y cadáveres, descubrió un pendón rojo y púrpura que ondeaba triunfal. Resaltando monstruosos contra el cielo gris, levantando sus trompas y barritando, venía un escuadrón de elefantes.

La guerra fue siempre igual; no un asunto limpio, cuestión de líneas sobre un mapa, sino hombres que sudaban, sangraban y boqueaban aturdidos.

Un joven esbelto, moreno, yacía herido, retorciéndose y tratando débilmente de arrancarse una jabalina clavada en su estómago. Era un hondero cartaginés, pero el robusto campesino que estaba a su lado, mirándose sin creer el muñón de un brazo, no le prestaba atención.

Una bandada de cuervos los sobrevolaba, meciéndose en el viento y esperando.

— ¡Por aquí! — murmuraba Everard —. ¡Aprisa, por amor de Dios! La línea va a ceder de un momento a otro.

Alentaba roncamente, mientras trotaba tras los estandartes de la República. Pensó que siempre había preferido que venciese Aníbal. Encontraba algo repelente la fría y prosaica codicia de Roma. Y ahora estaba allí, tratando de salvar la ciudad. ¡Ah!, la vida es a veces una cosa rara.

Era algo consolador el que Escipión fuese uno de los pocos hombres decentes que quedaran después de la guerra.

Los gritos y clamores crecían, y los italianos retrocedían. Everard vio algo así como una ola que avanzaba a estrellarse contra una roca; pero era al revés: la roca se adelantaba gritando y apuñalando.

Echó a correr. Un legionario pasó, aullando de pánico. Un canoso veterano escupió en el suelo, se ató las sandalias y permaneció en su puesto hasta que acabaron con él. Los elefantes de Aníbal barritaban y atacaban por doquier. Las filas de cartagineses se mantenían firmes, avanzando al salvaje compás de sus tambores.

Everard vio hombres a caballo que sostenían las águilas en alto y gritaban, pero nadie les hacía caso.

Un grupo de legionarios pasó corriendo. Su jefe llamó a los dos patrulleros.

— ¡Eh, vosotros; aquí! ¡Vamos, a la lucha, por Venus!

Everard sacudió la cabeza y siguió su camino. El romano saltó hacia él y gritó:

— ¡Ven acá, cobarde! — un rayo atontador cortó sus palabras y lo hizo caer en el barro. Sus hombres se estremecieron, alguien sollozó, y todo el grupo le siguió en su huida.

Los cartagineses estaban ya muy cerca; escudo contra escudo, y las espadas tintas en sangre.

Everard pudo ver una lívida cicatriz en la mejilla de un hombre y la grande y ganchuda nariz de otro. Una lanza arrojada hizo resonar su yelmo. Bajó la cabeza y corrió. Se trababa combate ante él. Quiso dar un rodeo y tropezó en un acuchillado cadáver. Un romano cavó sobre él, a su vez. Sarawak maldijo y lo quitó de en medio. Una espada atravesó el brazo del venusiano. Más allá, los hombres de Escipión estaban cercados y se batían sin esperanza. Everard se detuvo, aspiró el aire y miró a través de la lluvia. Su armadura relucía, mojada. Una tropa de jinetes romanos galopaba, cubierta de barro hasta los ollares de sus monturas. Debía de ser Escipión, hijo, que acudía a salvar a su padre. El ruido de los cascos atronaba la tierra.

— ¡Por allí!

Van Sarawak gritó y señaló. Everard se agazapó en su sitio, mientras la lluvia chorreaba de su casco y corría por su cara. Desde otro punto venía una tropa cartaginesa al encuentro de las águilas, y a su frente destacaban dos hombres cuya estatura y extrañas facciones los identificaban como neldorianos. Vestían igual que los legionarios, pero cada uno llevaba un arma de fino cañón.

— ¡Por este lado! — Everard se irguió sobre sus talones y se lanzó al encuentro. El cuero de su coraza crujió. Antes de ser vistos, estaban los patrulleros casi encima de los cartagineses. Entonces, un jinete dio la alarma. ¡Dos locos romanos! Everard le vio refunfuñar entre sus barbas. Uno de los neldorianos levantó su aniquilador. Everard sintió qué se le contraía el estómago. El cruel rayo azul y blanco zigzagueó donde él había estado. Hizo un disparo, y uno de los caballos africanos se abatió con estrépito metálico. Van Sarawak se afirmó y disparó rápido. Uno, dos, tres, cuatro…, y uno de los neldorianos cayó en el barro.

Los soldados formaban el cuadro en torno a los Escipiones. La escolta neldoriana gemía de terror. Debían de conocer ya los efectos del barreno, pero aquellos golpes invisibles eran otra cosa: fulminaban. El segundo de los bandidos dominó su caballo y se volvió para huir.

— ¡Cuidado con el que usted derribó, Van! — avisó Everard —. Sáquelo del campo de batalla; quiero hacerle una pregunta.

Se arrastró hasta hallar un caballo sin jinete y se montó rápidamente, persiguiendo al neldoriano, antes que este se diera cuenta de ello.

Tras él, Publio Cornelio Escipión y su hijo luchaban por incorporarse a sus tropas, que se batían en retirada. Everard volaba a través de aquel caos. Exigía velocidad a su montura, satisfecho de perseguir al neldoriano. Si este alcanzaba el vehículo, se escaparía la presa.

El mismo pensamiento pareció habérsele ocurrido al que huía, que refrenó el caballo y apuntó. Everard vio el cegador relámpago y sintió en la mejilla la picadura de un proyectil que falló por poco. Puso su aniquilador a toda fuerza y avanzó disparando.

Otro rayo enemigo alcanzó a su caballo en pleno pecho. El animal se vino abajo y Everard cayó de la silla. Sus adiestrados reflejos suavizaron la caída; saltó sobre sus pies y atacó a su enemigo.

Había perdido su arma, caída en el barro, y no tenía tiempo de buscarla. No importaba; podría recuperarla después, si vivía. El rayo aniquilador, a tal amplitud, no era bastante fuerte para derribar a un hombre dejándole sin sentido, pero el neldoriano arrojó su arma, y su caballo, debilitado, cerraba los ojos.

La lluvia azotaba el rostro de Everard. El neldoriano saltó del caballo y desnudó la espada. Everard lo hizo también.

— Como desee… — dijo en latín —. Uno de nosotros quedará sobre el terreno.

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