9

La luna apareció sobre las montañas y arrancó a la nieve un pálido resplandor. A lo lejos, en el Norte, un glaciar reflejó su luz y un lobo aulló.

Los Cro-Magnon cantaban en su cueva, y el sonido de sus voces se esparcía, penetrando débilmente por el pórtico.

Deirdre permanecía en la oscuridad, mirando al exterior. La luz de la luna, al dar en su cara, descubrió un brillo de lágrimas. Empezaba a llorar cuando Sarawak y Everard se le aproximaron por la espalda.

— ¡Qué pronto volvéis! — se alivió ella —. Me dejasteis aquí esta mañana.

— No ha sido una tarea larga — le contestó Van Sarawak, que había aprendido el griego ático por hipnosis.

— Espero…- y trató de sonreír — que hayáis acabado vuestro cometido y podáis descansar del trabajo.

— Sí — respondió Everard —; lo acabamos.

Estuvieron juntos un rato, contemplando un paisaje invernal.

— ¿Es cierto que, como decís, no puedo volver a mi tierra?

— Me temo que no. Los encantamientos…

Everard cambió una mirada con Van Sarawak. Habían obtenido el permiso oficial para decir a la muchacha la verdad de cuanto quisiera saber y llevarla a donde quisiera.

Van Sarawak insistía en llevársela a Venus y al mismo siglo en que vivían, y Everard estaba demasiado cansado para discutir.

Deirdre respiró largamente.

— Que así sea — concedió —. No voy a desperdiciar mi vida lamentándome. Pero ¡quiera el Gran Baal que los míos vivan felices en mi país!

— Estoy seguro de ello — afirmó Everard.

De pronto, no pudo hacer nada más. Solo quería dormir. Dejó a Van Sarawak decir lo que había de decirse y obtener las recompensas que hubiera. Saludó con el gesto a sus compañeros y dijo:

— Me voy a acostar. ¡Buena suerte, Van! El venusiano cogió a la chica por el brazo, mientras Everard se retiraba lentamente a su habitación.

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