PRIMERA PARTE

«Aguanta.

Esto te dolerá como nunca te ha dolido.»

William Fitzsimmons, I Don't Feel ItAnymore


1

«Tú no conoces su secreto», me dijo Win.


«¿Debería?»

Win se encogió de hombros.

«¿Es malo?», pregunté.

«Mucho», respondió Win.

«Entonces quizás no quiera saberlo.»


Dos días antes de conocer el secreto que ella había guardado durante una década -en apariencia el íntimo secreto que no solo nos devastaría a los dos sino que cambiaría el mundo para siempre-, Terese Collins me llamó a las cinco de la mañana para sacarme de un sueño casi erótico y meterme en otro. Solo dijo: «Ven a París».

No había oído su voz en… ¿cuánto?, quizás siete años, y se oía el crepitar de la estática en la línea. Ella no se preocupó por cosas como el hola o cualquier preámbulo. Me desperté del todo y pregunté:

– ¿Terese? ¿Dónde estás?

– En un precioso hotel en la margen izquierda llamado D'Aubusson. Te encantará. Hay un vuelo de Air France que sale esta noche a las siete.

Me senté. Terese Collins. Las imágenes sacudieron mi mente: un biquini de infarto, aquella isla privada, la playa abrasada por el sol, una mirada que derretía el acero, un biquini de infarto.

Vale la pena mencionar dos veces el biquini.

– No puedo.

– París.

– Lo sé.

Casi una década atrás nos fugamos a una isla como dos almas perdidas. Creí que nunca más nos volveríamos a ver, pero lo hicimos. Unos pocos años más tarde me ayudó a salvar la vida de mi hijo. Después, puf, desapareció sin dejar rastro… hasta ahora.

– Piénsalo -añadió ella-. La Ciudad de la Luz. Podríamos amarnos toda la noche.

Conseguí tragar.

– Sí, claro, pero, ¿qué haremos durante el día?

– Si no recuerdo mal es probable que necesites descansar.

– Además de vitamina E -señalé, sin poder evitar la sonrisa-. No puedo, Terese. Tengo una relación.

– ¿Con la viuda del 11-S?

Me pregunté cómo lo sabía.

– Sí.

– Esto no tiene nada que ver con ella.

– Perdona, pero creo que sí.

– ¿Estás enamorado? -preguntó.

– ¿Importaría si dijese que sí?

– No.

Cambié de tema.

– ¿Qué pasa, Terese?

– No pasa nada. Quiero pasar contigo un fin de semana romántico, sensual, lleno de fantasías en París.

Otro trago.

– No he sabido nada de ti en… ¿siete años?

– Casi ocho.

– Te llamé -dije-. Muchas veces.

– Lo sé.

– Te dejé mensajes. Te escribí. Intenté encontrarte.

– Lo sé -repitió.

Siguió un silencio. No me gusta el silencio.

– ¿Terese?

– Cuando necesitaste de mí, cuando me necesitaste de verdad, estuve allí, ¿no?

– Sí.

– Ven a París, Myron.

– ¿Así de sencillo?

– Sí.

– ¿Dónde has estado todos estos años?

– Te lo contaré todo cuando estés aquí.

– No puedo. Tengo una relación con una persona.

De nuevo aquel maldito silencio.

– ¿Terese?

– ¿Recuerdas cuándo nos conocimos?

Sucedió después del mayor desastre de mi vida. Supongo que lo mismo le pasó a ella. Unos amigos bienintencionados nos habían «obligado» a asistir a una gala benéfica, y tan pronto como nos vimos el uno al otro fue como si nuestras respectivas miserias se convirtiesen en imanes. No creo mucho que los ojos sean el espejo del alma. He conocido demasiados pirados capaces de convencerte de esa seudociencia. Pero la tristeza era tan obvia en los ojos de Terese… En realidad emanaba de todo su ser, y aquella noche, con mi propia vida en ruinas, era lo que necesitaba.

Terese tenía un amigo propietario de una pequeña isla caribeña cerca de Aruba. Nos largamos allí aquella misma noche sin decirle nada a nadie. Acabamos pasando allí tres semanas, amándonos casi sin hablar, desapareciendo y desgarrándonos el uno al otro, porque no había mucho más que hacer.

– Por supuesto que lo recuerdo.

– Ambos estábamos destrozados. Nunca hablamos de eso. Pero los dos lo sabíamos.

– Sí.

– Fuiste capaz de superar aquello que te destrozó. Es natural. Nos recuperamos. Nos destruyen y luego nos recuperamos.

– ¿Y tú?

– No pude recuperarme. Ni siquiera creo que lo desease. Estaba destrozada y quizás fue mejor mantenerme así.

– No sé si te sigo.

En ese momento su voz era suave.

– No creí, no, bórralo, sigo sin creer que me gustase ver cómo sería mi mundo reconstruido. No creo que me gustase mucho el resultado.

– ¿Terese?

No respondió.

– Quiero ayudar.

– Quizás no puedas -contestó-. Quizás no tenga sentido.

Más silencio.

– Olvida que he llamado, Myron. Cuídate.

Luego desapareció.

2

– Ah -exclamó Win-, la deliciosa Terese Collins. Un culo de primera clase, algo sensacional.

Estábamos sentados en las destartaladas gradas plegables del gimnasio del Kasselton High School. Los habituales olores a sudor y jabón industrial llenaban el aire. Todos los sonidos, como en todos los gimnasios similares de este vasto continente, llegaban distorsionados, y los extraños ecos formaban el equivalente auditivo de una cortina de baño.

Me encantan los gimnasios como éste. Crecí en ellos. Pasé muchos de mis momentos más felices en idénticos recintos mal ventilados con una pelota de baloncesto en la mano. Me encanta el sonido del driblaje. Me encanta la pátina de sudor que comienza a aparecer en los rostros durante los calentamientos. Me encanta la sensación del cuero granulado en las yemas; ese momento de pureza neorreligiosa cuando te centras en el borde del aro, lanzas la pelota, encestas y no hay nada más en el mundo.

– Me alegra que la recuerdes.

– Un culo de primera clase, algo sensacional.

– Sí, ya te oí la primera vez.

Win había sido mi compañero de habitación en el colegio universitario Duke. Ahora era mi socio y, junto con Esperanza Díaz, mi mejor amigo. Su verdadero nombre era Windsor Horne Lockwood III, y le sentaba bien: rizos dorados separados por una raya trazada con un tiralíneas; tez rubicunda; un rostro patricio; bronceado de golfista; ojos azul hielo. Vestía unos carísimos pantalones de color caqui con una raya que rivalizaba con la del pelo, una americana azul Lily Pulitzer con el forro rosa y verde y un pañuelo en el bolsillo abullonado como la flor lanza agua de un payaso.

Una vestimenta decadente.

– Cuando Terese estaba en la tele -continuó Win con su estirado acento de instituto privado con el tono de alguien que le explica algo obvio a un niño un tanto retrasado-, no podías apreciar la calidad. Estaba sentada detrás de la mesa de los presentadores.

– Aja.

– Pero cuando la vi con aquel biquini -para aquellos que llevan la cuenta, el mismo que mencioné antes, el de infarto-, bueno, es un activo estupendo. Un desperdicio en una presentadora. Es una tragedia cuando lo piensas.

– Como el Hindenburg-señalé.

– Una referencia hilarante -aprobó Win-, y, oh, tan oportuna.

La expresión de Win siempre es altiva. Las personas miran a Win y ven a un elitista, un esnob, alguien con dinero de toda la vida. En su mayor parte, están en lo cierto. Pero hay una parte en la que se equivocan… y esa parte puede hacer que un hombre sufra graves daños.

– Continúa -dijo Win-. Acaba la historia.

– Ya está.

Win frunció el entrecejo.

– Entonces, ¿cuándo te marchas a París?

– No voy.

Había comenzado el segundo cuarto en la cancha. Era un partido de baloncesto de los chicos de quinto grado. Mi novia -el término parece un tanto pobre, pero no estoy seguro de si «amiga con derecho a roce», «persona importante» o «compañera» podría aplicarse-, Ali Wilder, tiene dos hijos, y el menor juega en este equipo. Se llama Jack y no es muy bueno. Lo digo no por juzgar o predecir futuros éxitos -Michael Jordán no empezó a jugar en el equipo del instituto hasta cursar tercero-, sino como una mera observación. Jack es grande para su edad, alto y pesado, lo que a menudo conlleva una falta de velocidad y coordinación. Hay algo como de trotón en su manera de correr.

Pero a Jack le encantaba el juego, y eso lo era todo para mí. Era un chico dulce, encerrado en su mundo pero de una manera positiva, y necesitado, como corresponde a un niño que pierde a su padre de una forma tan trágica y prematura.

Ali no podía venir hasta la media parte y yo, al chico, le apoyaba.

Win continuaba con el entrecejo fruncido.

– A ver si lo entiendo. ¿Has rechazado pasar un fin de semana con la adorable señora Collins y su culo de primera clase en un hotelito de París?

Siempre era un error hablar de relaciones con Win.

– Así es -respondí.

– ¿Por qué? -Win se volvió para mirarme. Parecía perplejo de verdad. Entonces su rostro se relajó-. Ah, espera.

– ¿Qué?

– Ha engordado, ¿no?

Win.

– No tengo ni idea.

– ¿Entonces?

– Ya sabes, estoy comprometido, ¿lo recuerdas?

Win me miró como si estuviese defecando en la cancha.

– ¿Qué? -pregunté.

Se echó hacia atrás en el asiento.

– Eres una maricona como una casa.

Sonó la bocina. Jack se puso las gafas protectoras y fue hacia la mesa de los árbitros con aquella maravillosa media sonrisa tontorrona. Los chicos de quinto grado de Livingston jugaban contra sus archirrivales de Kasselton. Intenté no sonreír con suficiencia ante el entusiasmo, no tanto de los chicos, sino de los padres en las gradas. No quiero generalizar, pero las madres se dividen en dos grupos: las charlatanas, que aprovechan la ocasión para socializar, y las sufridoras, las que viven y mueren cada vez que sus retoños tocan la pelota.

Los padres a menudo son más problemáticos. Algunos consiguen mantener la ansiedad más o menos controlada, reniegan por lo bajo, se muerden las uñas. Otros gritan a voz en cuello. Se meten con los árbitros, los entrenadores y los chicos.

Un padre, sentado dos filas delante de nosotros, tenía lo que Win y yo llamábamos el «síndrome de Tourette del espectador», y se pasaba todo el partido metiéndose a gritos con todos los que tenía a su alrededor.

Mi perspectiva en este campo es mucho más clara que en la de la mayoría. He sido agraciado con el don del atleta natural. Fue una sorpresa para toda mi familia desde el gran triunfo atlético conseguido por un Bolitar mucho antes de que yo apareciese, cuando mi tío Saúl ganó un torneo de tejos en un crucero de la Princess en 1974. Acabé el bachillerato en el Livingston High School como jugador del año. Fui el base estrella de Duke, donde dirigí al equipo en dos temporadas del campeonato de la NCAA. Los Boston Celtics me seleccionaron en primera ronda.

Entonces, pataplum, a tomar viento.

– Cambio -gritó alguien.

Jack se acomodó las gafas y corrió a la cancha.

El entrenador del equipo rival señaló a Jack y gritó:

– ¡Tú, Connor! Te toca el nuevo. Es grande y lento. A ver si lo mueves un poco.

El padre con el síndrome de Tourette gimió:

– Es un partido muy igualado. ¿Por qué lo hacen entrar ahora?

¿Grande y lento? ¿Había oído bien?

Miré al entrenador del Kasselton. Llevaba el pelo con reflejos, peinado con gomina como un puercoespín, y una perilla negra recortada que le daba el aspecto del envejecido bajista de una banda de música. Era alto; yo mido un metro noventa y dos y ese tipo me sacaba cinco centímetros, además de, calculé, unos diez o quince kilos.

– ¿Es grande y lento? -le repetí a Win-. ¿Te puedes creer que el entrenador acabe de gritar eso?

Win se encogió de hombros.

Yo también lo intenté. El calor del juego. Déjalo correr.

El marcador estaba empatado a veinticuatro cuando ocurrió el desastre. Fue inmediatamente después de un tiempo muerto y al equipo de Jack le tocaba subir la pelota hacia la canasta del equipo rival. Kasselton decidió hacer presión por sorpresa. Jack estaba solo. Le pasaron la pelota, pero por un momento, con la presión encima, no supo qué hacer. Ocurre.

Buscó ayuda. Se volvió hacia el banco del Kasselton, el más cercano a él, y el gran entrenador del pelo puntiagudo gritó:

– ¡Lanza! ¡Lanza! -Y señaló la canasta.

La canasta errónea.

– ¡Lanza! -gritó de nuevo el entrenador.

Jack, a quien por naturaleza le gusta complacer y confía en los adultos, le obedeció.

La pelota entró. En la canasta equivocada. Dos puntos para Kasselton.

Los padres de Kasselton estallaron en vivas e incluso risas. Los padres de Livingston alzaron las manos al aire y gimieron por el error del chico de quinto grado. Entonces el entrenador del Kasselton, el tipo del pelo puntiagudo y la perilla de bajista, chocó palmas con el segundo entrenador, señaló a Jack, y le gritó:

– ¡Eh, chico, hazlo de nuevo!

Posiblemente Jack era el chico más alto de la cancha, pero en ese momento parecía como si intentase con todas sus fuerzas ser lo más pequeño posible. La media sonrisa tontorrona desapareció. Le temblaban los labios. Parpadeaba. Todas las partes del chico se encogían y también mi corazón.

Un padre del Kasselton no dejaba de gritar. Se rió, se llevó las manos a la boca como si fuese un megáfono de carne y gritó:

– ¡Pásasela al chico del otro equipo! ¡Es nuestro mejor jugador!

Win le tocó el hombro.

– Vas a callarte ahora mismo.

El padre se volvió hacia Win, y vio la vestimenta decadente, el pelo rubio y las facciones de porcelana. Estaba a punto de burlarse y soltar una réplica, pero algo -probablemente el instinto de supervivencia básico y un cerebro de reptil- hizo que se lo pensara mejor. Sus ojos se cruzaron con los azul hielo de Win y luego los bajó.

– Sí, lo siento, eso estaba demás -se disculpó.

Yo apenas lo oí. No podía moverme. Permanecí sentado en la grada y miraba al ufano entrenador de los pelos puntiagudos. Sentía latir la sangre.

Sonó la bocina; final de la media parte. El entrenador, que no salía de su asombro, continuaba riéndose y sacudiendo la cabeza. Uno de sus ayudantes se acercó para estrecharle la mano. También lo hicieron algunos padres y espectadores.

– Tengo que irme -dijo Win.

No respondí.

– ¿Debería quedarme? ¿Por si acaso?

– No.

Win hizo un gesto y se marchó. Yo seguía mirando al entrenador del Kasselton. Me levanté y comencé a bajar las desvencijadas gradas. Mis pisadas sonaban como truenos. El entrenador caminó hacia la puerta. Lo seguí. Entró en los lavabos sonriendo como el idiota que sin duda era. Lo esperé junto a la puerta.

Cuando salió, le dije:

– Un tipo con clase.

Llevaba las palabras «Entrenador Bobby» bordadas en la camisa. Se detuvo y me miró.

– ¿Perdón?

– Animar a un chico de diez años a que lance a la canasta equivocada -dije-. Y después aquella divertida frase de «Eh, chico, hazlo otra vez» ayudó a humillarlo. Es un tipo con mucha clase, entrenador Bobby.

El entrenador entrecerró los ojos. De cerca era grande, ancho y tenía los brazos gruesos, los nudillos grandes y una frente de Neandertal. Conocía el tipo. Todos lo conocen.

– Parte del juego, amigo.

– ¿Burlarse de un chico de diez años es parte del juego?

– Meterse en su mente. Forzar a tu oponente a cometer un error.

No dije nada. Me tomó la medida y decidió que, podía conmigo. Los tipos grandes como el entrenador Bobby están seguros de que pueden con casi todos. Yo únicamente lo miré.

– ¿Tiene algún problema? -preguntó.

– Son chicos de diez años.

– Sí, claro, chicos. ¿Qué es usted, uno de esos padres mariquitas que creen que todos han de ser iguales en la cancha? Nadie debe sentirse herido, nadie debe ganar o perder… Eh, quizás incluso ni siquiera deberíamos llevar el marcador, ¿no?

El segundo entrenador del Kasselton se acercó. Vestía una camisa a juego que decía «Segundo entrenador Pat».

– ¿Bobby? Está a punto de comenzar la segunda parte.

Me acerqué un paso.

– Déjelo en paz.

El entrenador Bobby me dirigió el previsible gesto burlón y respondió:

– ¿O qué?

– Es un chico sensible.

– Bu, bu. Si es tan sensible, quizás no debería jugar.

– Y quizás usted no debería entrenar.

El segundo entrenador, Pat, se adelantó. Me miró, y aquella sonrisa cómplice que yo conocía muy bien apareció en su rostro.

– Vaya, vaya, vaya.

– ¿Qué? -preguntó Bobby.

– ¿Sabes quién es este tipo?

– ¿Quién?

– Myron Bolitar.

Casi podías ver como Bobby procesaba el nombre, como si en la frente tuviese una ventana y el hámster que corría en la rueda estuviese cogiendo velocidad. Cuando las sinapsis acabaron su función, su sonrisa casi arrancó las esquinas de la perilla.

– Aquella gran «superestrella» -llegó incluso a marcar las comillas con los dedos- que no pudo entrar con los profesionales. ¿El famoso fracaso de la primera vuelta?

– El mismo -añadió el segundo entrenador.

– Ahora lo pillo.

– Eh, entrenador Bobby -dije.

– ¿Qué?

– Deje al chico en paz.

Frunció el entrecejo.

– No querrá meterse conmigo.

– Tiene razón. No quiero. Quiero que deje al chico en paz.

– Ni hablar, amigo. -Sonrió y se me acercó un poco más-. ¿Le causa algún problema eso?

– Sí, por supuesto.

– Entonces, ¿qué le parece si usted y yo lo discutimos un poco cuando acabe el partido? ¿En privado?

Las chispas comenzaron a encenderse en mis venas.

– ¿Me está retando a una pelea?

– Sí. A menos, por supuesto, que sea un gallina. ¿Es un gallina?

– No soy un gallina -respondí.

Algunas veces soy muy bueno en las réplicas cortantes. Intento mantenerme a la par.

– Tengo un partido que dirigir. Pero después usted y yo arreglaremos cuentas. ¿Me sigue?

– Lo sigo.

De nuevo con la réplica instantánea. Voy lanzado.

Bobby apoyó un dedo en mi cara. Pensé en mordérselo; eso siempre capta la atención de cualquiera.

– Es un hombre muerto, Bolitar. ¿Me oye? Un hombre muerto.

– ¿Un hombre tuerto?

– Un hombre muerto.

– Oh, claro, porque si fuese tuerto, no le vería muy bien. Ahora que lo pienso, si fuese un muerto, tampoco podría.

Sonó la bocina. Pat dijo:

– Vamos, Bobby.

– Un hombre muerto -repitió él.

Me llevé una mano al ojo, como si fuese tuerto, y grité: ¿Dónde está? Pero ya se había marchado.

Lo observé. Tenía aquel balanceo lento y seguro, los hombros echados hacia atrás, los brazos moviéndose casi demasiado. Iba a gritarle algo estúpido cuando sentí una mano en mi brazo. Me volví. Era Ali, la madre de Jack.

– ¿De qué iba todo esto? -preguntó Ali.

Ali tiene unos enormes ojos verdes y una cara bonita y franca que encuentro irresistible. Quería levantarla y besarla, pero algunos dirían que ése no era el mejor lugar.

– Nada -respondí.

– ¿Qué tal ha ido la primera parte?

– Perdemos por dos.

– ¿Jack marcó?

– No lo creo, no.

Ali observó mi rostro por un momento y vio algo que no le gustó. Me giré y volví a las gradas. Me senté. Ali se sentó a mi lado. Cuando llevaban dos minutos de juego, me preguntó:

– ¿Cuál es el problema?

– Ninguno.

Me removí en la incómoda grada.

– Mentiroso -dijo Ali.

– Solo estoy siguiendo el juego.

– Mentiroso.

La miré, miré su bonito rostro franco, las pecas que no tendrían que estar allí a su edad pero que la hacían condenadamente adorable, pero también vi algo más.

– Tú también pareces un poco distraída.

No solo hoy, pensé, sino también durante las últimas semanas las cosas no habían ido muy bien entre nosotros. Ali se había mostrado distante y preocupada y no había querido hablar del tema. Yo había estado muy ocupado con el trabajo, así que no había insistido.

Ali mantuvo la mirada en la cancha.

– ¿Jack jugó bien?

– Muy bien -respondí. Luego añadí-: ¿A qué hora sale tu vuelo mañana?

– A las tres.

– Te llevaré al aeropuerto.

Erin, la hija de Ali, se matriculaba en la Universidad Estatal de Arizona. Ali, Erin y Jack iban a volar hasta allí para pasar la semana dedicados a instalar a la estudiante.

– No pasa nada. Ya he alquilado un coche.

– Me gustaría llevarte.

– No te preocupes.

Su tono cortó cualquier discusión sobre el tema. Intenté acomodarme y mirar el partido. Mi pulso continuaba acelerado. Pocos minutos más tarde, Ali preguntó:

– ¿Por qué continúas mirando al otro entrenador?

– ¿Qué entrenador?

– Aquel con el pelo mal teñido y la perilla a lo Robin Hood.

– Busco modelos para acicalarme.

Ella casi sonrió.

– ¿Jack jugó mucho en la primera mitad?

– El tiempo habitual.

Acabó el partido; Kasselton ganó por tres. Sus seguidores aplaudieron. El entrenador, un buen tipo a todas luces, había preferido no hacer jugar a Jack en la segunda mitad. Ali estaba un tanto inquieta por eso -el entrenador por lo general procuraba que todos los chicos jugasen el mismo tiempo-, pero decidió dejarlo correr.

Los equipos se retiraron a los vestuarios para discutir las incidencias del partido con sus entrenadores. Ali y yo esperamos fuera de la puerta del gimnasio, en el pasillo del colegio. No tuve que esperar mucho. Bobby vino hacia mí con el mismo balanceo, aunque ahora sus manos se habían transformado en puños. Lo acompañaban otros tres tíos, incluido Pat, todos grandes, con sobrepeso y ni siquiera la mitad de duros de lo que creían ser. Bobby se detuvo a un metro de mí. Sus tres compañeros se desplegaron con los brazos cruzados sobre el pecho y me miraron.

Por un momento nadie habló. Solo me miraron como si fuesen a comerme.

– ¿Ésta es la parte en la que me meo en los pantalones? -pregunté.

Bobby comenzó de nuevo con el dedo.

– ¿Conoce el Landmark Bar de Livingston?

– Claro.

– Esta noche a las diez. En el aparcamiento de atrás.

– Se pasa de mi hora de recogida -dije-, y tampoco soy de esa clase de citas. Primero una invitación a cenar, unas flores.

– Si no se presenta -se acercó más con el dedo- buscaré alguna otra manera de obtener satisfacción. ¿Me pilla?

No, pero antes de que pudiera pedirle una aclaración se marchó. Sus compañeros lo siguieron. Me miraron por encima del hombro. Los saludé con la mano como si fuese un bebé. Uno de ellos insistió en la mirada y yo le soplé un beso. Se volvió como si le hubiese dado una bofetada.

Soplar un beso. Mi movimiento favorito para provocar la homo-fobia.

Me volví hacia Ali, vi su rostro y pensé: «Oh, oh…».

– ¿Qué demonios ha sido eso?

– Pasó algo durante el partido antes de que llegases -respondí.

– ¿Qué?

Se lo dije.

– ¿Te enfrentaste al entrenador?

– Sí.

– ¿Por qué? -preguntó.

– ¿Qué quieres decir con por qué?

– Lo has complicado todavía más. Es un bocazas. Los chicos lo entienden.

– Jack casi lloraba.

– Entonces yo me ocuparé. No necesito tu rollo de macho.

– No iba de macho. Quería que dejara dé molestar a Jack.

– No me extraña que Jack no jugase en la segunda mitad. Su entrenador probablemente vio tu estúpido comportamiento y fue lo bastante listo como para no avivar las llamas. ¿Ahora te sientes mejor?

– Todavía no -dije-, pero después de que le aplaste la cara en el Landmark sí, creo que sí.

– Ni se te ocurra.

– Ya lo has oído.

Ali sacudió la cabeza.

– No me lo puedo creer. ¿Qué demonios te pasa?

– Estaba apoyando a Jack.

– Ése no es tu papel. Aquí no tienes ningún derecho. Tú no eres…

Se interrumpió.

– Dilo, Ali.

Cerró los ojos.

– Tienes razón. No soy su padre.

– No era eso lo que iba a decir.

Lo era, pero lo dejé correr.

– Puede que no sea mi papel, si es que la cosa iba de eso, solo que no iba de eso. Podría haber ido a por ese tipo incluso si lo hubiese dicho de otro chico.

– ¿Por qué?

– Porque está mal.

– ¿Quién eres tú para reprochárselo?

– ¿Reprochárselo? Puedes hacer las cosas bien o hacerlas mal. Él lo hizo mal.

– Es un estúpido arrogante. Algunas personas son así. Es la vida. Jack lo comprende, o lo comprenderá con la experiencia. Eso es parte del crecimiento; tratar con los estúpidos. ¿Es que no lo ves?

No dije nada.

– Si mi hijo resultó tan herido -prosiguió Ali, furiosa a más no poder-, ¿quién te crees que eres para no decírmelo? Incluso te pregunté de qué estabais hablando en la media parte, ¿lo recuerdas?

– Sí.

– Dijiste que no era nada. ¿En qué estabas pensando, en proteger a la viejecita?

– No, por supuesto que no.

Ali sacudió la cabeza y guardó silencio.

– ¿Qué? -pregunté.

– Te he dejado acercarte demasiado a él.

Sentí que mi corazón se hacía añicos.

– Maldita sea -añadió.

Esperé.

– Para ser un tipo maravilloso que por lo general es la mar de perceptivo, a veces puedes ser muy obtuso.

– Vale, quizás no tendría que haber ido a por él. Pero si hubieses estado allí cuando le gritó a Jack que lo hiciese de nuevo, si hubieses visto el rostro de Jack…

– No estoy hablando de eso.

Me detuve; pensé.

– Entonces tienes razón. Soy obtuso.

Mido un metro noventa, Ali es treinta centímetros más baja. Se me acercó y echó la cabeza hacia atrás para mirarme.

– No voy a Arizona para instalar a Erin. Al menos no solo por eso. Mis padres viven allí y sus padres viven allí.

Sabía a quién se refería con «sus»: a su difunto marido, al fantasma que había aprendido a aceptar e incluso, a veces, a abrazar. El fantasma nunca se va. Ni siquiera estoy seguro de si debería, aunque hay momentos en los que desearía que lo hiciese y, por supuesto, pensar eso es una cosa horrible.

– Ellos, me refiero a los abuelos por las dos partes, quieren que nos vayamos a vivir allí. Para tenernos cerca. Tiene sentido cuando lo piensas.

Asentí porque no sabía qué otra cosa hacer.

– Jack y Erin y, diablos, yo también, lo necesitamos.

– ¿Necesitáis qué?

– Una familia. Sus padres necesitan ser parte de la vida de Jack. No pueden soportar el frío allí arriba más tiempo. ¿Lo entiendes?

– Por supuesto que lo entiendo.

Mis palabras sonaron raras incluso a mis oídos, como si las hubiese dicho otro.

– Mis padres han encontrado un lugar que quieren que veamos -dijo Ali-. Está en el mismo edificio que el de ellos.

– Los edificios no están mal -dije, por decir algo-. Los gastos son pocos. Pagas una tasa mensual y ya está.

Ahora fue ella la que no dijo nada.

– Así que para decirlo claro, ¿qué significa eso para nosotros?

– ¿Quieres trasladarte a Scottsdale? -preguntó.

Titubeé.

Ella apoyó una mano en mi brazo.

– Mírame.

Lo hice. Entonces dijo algo que nunca vi venir:

– Lo nuestro no es para siempre, Myron. Ambos lo sabemos.

Un grupo de chicos pasó corriendo junto a nosotros. Uno chocó conmigo y se disculpó. Un árbitro tocó el silbato. Sonó una bocina.

– ¿Mamá?

Jack, bendito sea su pequeño corazón, apareció por la esquina. Ambos nos volvimos para dedicarle una sonrisa. No nos sonrió. Por lo general, no importa lo mal que haya jugado, Jack viene corriendo como un cachorro, con muchas sonrisas y levantando las manos. Es parte del encanto del chico. Pero aquel día no.

– Hola, chico -dije, porque no estaba seguro de qué decir. En muchas ocasiones oigo a las personas en situaciones similares decir: «Un buen partido», pero los chicos saben que es una mentira y que los compadeces y eso les hace sentirse peor.

Jack corrió hacia mí, me rodeó la cintura con los brazos, enterró su rostro en mi pecho y comenzó a sollozar. Sentí que otra vez se me partía el corazón. Permanecí allí, con las manos en su nuca. Ali miraba mi rostro. No me gustó lo que vi.

– Un mal día -dije-. Todos lo tenemos. No dejes que eso te afecte, ¿vale? Hiciste todo lo que pudiste, no se puede pedir más. -Entonces añadí algo que el chico nunca comprendería pero que era absolutamente cierto-: La verdad es que estos partidos no tienen ninguna importancia.

Ali puso las manos en los hombros de su hijo. Él me soltó, se volvió hacia ella y ocultó el rostro de nuevo. Permanecimos así durante un minuto, hasta que se calmó. Di una palmada y me obligué a sonreír.

– ¿Alguien quiere un helado?

Jack reaccionó de inmediato.

– ¡Yo!

– Hoy no -dijo Ali-. Tenemos que hacer las maletas y prepararnos.

Jack frunció el entrecejo.

– Quizás en otro momento.

Esperé que Jack dijese «jooo, mamá», pero quizás él también había percibido algo en su tono. Agachó la cabeza y luego se volvió hacia mí sin decir nada más. Chocamos los nudillos -así era como nos decíamos hola y adiós, el saludo de los nudillos- y Jack fue hacia la puerta.

Ali hizo un gesto con los ojos para que mirase a la derecha. Seguí el gesto hasta el entrenador.

– Ni sueñes pelearte con él.

– Me desafió -respondí.

– Los grandes hombres se apartan.

– Quizás en las películas. En los lugares llenos con polvos mágicos, conejos de Pascua y hadas bonitas. Pero en la vida real, el hombre que se aparta es considerado un cobardica de tomo y lomo.

– Entonces por mí, ¿vale? Por Jack. No vayas a ese bar esta noche. Prométemelo.

– Dijo que si no iba, buscaría satisfacción o algo así.

– Es un bocazas. Prométemelo.

Me obligó a mirarla a los ojos.

Titubeé pero no mucho tiempo.

– Vale, no iré.

Ella se volvió para alejarse. No hubo ningún beso, ni siquiera uno en la mejilla.

– ¿Ali?

– ¿Qué?

El pasillo de pronto pareció muy vacío.

– ¿Hemos acabado?

– ¿Quieres vivir en Scottsdale?

– ¿Quieres que te responda ahora mismo?

– No. Pero yo ya sé la respuesta. Tú también.

3

No estoy muy seguro de cuánto tiempo pasó. Quizás un minuto o dos. Entonces me fui hacia el coche. El cielo estaba gris. La llovizna me mojó. Me detuve por un momento, cerré los ojos y alcé el rostro al cielo. Pensé en Ali. Pensé en Terese en un hotel de lujo de París.

Bajé el rostro, di dos pasos más y fue entonces cuando vi al entrenador Bobby y a sus colegas en un Ford Expedition.

Un suspiro.

Los cuatro estaban allí: el segundo entrenador Pat al volante, el entrenador Bobby en el asiento del copiloto y los otros dos trozos de carne con ojos sentados atrás. Saqué el móvil y apreté la tecla de marcado rápido. Win respondió a la primera.

– Articule -dijo Win.

Es así como responde siempre, incluso cuando ve con toda claridad en el identificador de llamadas que soy yo, y sí, es cabreante.

– Será mejor que des la vuelta.

– Oh -exclamó Win con la voz de un niño feliz en la mañana de Navidad-, bueno, bueno.

– ¿Cuánto tardarás?

– Estoy al final de la calle. Sospeché que iba a pasar algo así.

– No le dispares a nadie.

– Sí, mamá.

Mi coche estaba cerca del final del aparcamiento. El Expedition me siguió a marcha lenta. La lluvia arreció un poco. Me pregunté cuál sería su plan -sin duda algo estúpidamente chulesco- y decidí seguirle el juego.

Apareció el Jaguar de Win y esperó en la distancia. Yo conduzco un Ford Taurus, también conocido como El Gallinero. Win detesta mi coche. No quiere sentarse en él. Saqué las llaves y apreté el mando a distancia. El coche hizo el típico ruido y se abrieron las cerraduras. Entré. Entonces el Expedition se movió. Aceleró y se detuvo detrás mismo del Taurus para impedirme la salida. Bobby fue el primero en saltar del vehículo; se acariciaba la barbilla. Sus dos colegas lo siguieron.

Exhalé un suspiro y miré como se acercaban por el espejo retrovisor.

– ¿Puedo hacer algo por usted? -pregunté.

– Oí que su chica le metía la bronca -respondió.

– Espiar las conversaciones es de mala educación, entrenador Bobby.

– Me dije que quizás cambiaría de opinión y no aparecería. Así que pensé que podríamos solucionar esto ahora mismo. Aquí.

Bobby acercó su rostro al mío hasta casi tocarlo.

– A menos que sea un gallina.

– ¿Ha comido atún?

El Jaguar de Win se detuvo junto al Expedition. Bobby dio un paso atrás y entrecerró los ojos. Win se apeó. Los cuatro hombres lo miraron y fruncieron el entrecejo.

– ¿Quién demonios es ése?

Win sonrió y levantó una mano como si lo acabasen de presentar en un programa de entrevistas y quisiese agradecer los aplausos del público presente en el estudio.

– Es un placer estar aquí -dijo-. Muchas gracias a todos.

– Es un amigo -expliqué-. Está aquí para nivelar las probabilidades.

– ¿Él? -Bobby rió. El coro lo imitó-. Oh sí, claro.

Salí del coche. Win se acercó un poco más a los tres colegas.

– Le romperé el culo -anunció Bobby.

Me encogí de hombros.

– Le deseo suerte.

– Por aquí hay mucha gente. Hay un claro en el bosque detrás de aquel campo -dijo, y señaló el camino-. Nadie nos molestará allí.

– ¿Tendría la bondad de decirme cómo conoce la existencia de ese claro? -preguntó Win.

– Yo fui aquí al instituto. Allí le rompí el culo a mucha gente. -Sacó pecho mientras añadía-: También fui el capitán del equipo de fútbol.

– Qué guay-dijo Win con un tono monótono-. ¿Puedo llevar su cazadora del equipo en el baile de graduación?

Bobby señaló con un dedo gordo en la dirección de Win.

– Tendrá que usarla para quitarse la sangre si no se calla.

Win intentó con todas sus fuerzas no mostrarse demasiado risueño.

Pensé en mi promesa a Ali.

– Somos dos adultos -dije. Me parecía estar escupiendo vidrio molido con cada palabra-. Tendríamos que ser capaces de evitar llegar a las manos, ¿no le parece?

Miré a Win. Win fruncía el entrecejo.

– ¿De verdad ha utilizado la expresión «llegar a las manos»?

Bobby apareció en mi espacio personal.

– ¿Es un gallina?

Otra vez con la gallina.

Pero soy un gran hombre y los grandes hombres se van. Sí, claro.

– Sí -respondí-. Soy un gallina. ¿Contento?

– ¿Lo habéis escuchado, muchachos? Es un gallina.

Hice una mueca pero me mantuve firme. O débil, todo depende de cómo se mire. Sí, el gran hombre. Ése era yo.

Creo que nunca había visto a Win tan desolado.

– ¿Le importaría mover ahora el coche para que me pueda marchar? -pregunté.

– Vale -respondió Bobby-, pero se lo avisé.

– ¿Me avisó de qué?

Estaba de nuevo en mi espacio personal.

– No quiere pelear, vale. Pero entonces queda abierta la temporada de caza de su chico.

Sentí latir la sangre en mis oídos.

– ¿De qué habla?

– El chico espástico que lanzó a la canasta equivocada será el objetivo durante el resto de la temporada. Si tenemos la oportunidad de que falle, la aprovecharemos. Si vemos una oportunidad para meternos en su mente, la usaremos.

No estoy seguro de si me quedé boquiabierto. Miré hacia Win para asegurarme de que había escuchado bien. Win ya no parecía tan desolado. Se frotaba las manos.

Me volví hacia el entrenador.

– ¿Habla en serio?

– Como la vida misma.

Repasé mi promesa a Ali buscando un agujero. Después de la lesión que acabó con mi carrera en el baloncesto necesité probarle al mundo que me sentía bien. Así que estudié abogacía en Harvard. Myron Bolitar, el estudiante-atleta, el educado e impecable abogado. Me había licenciado en derecho. Eso significaba que podía encontrar agujeros.

En realidad, ¿qué había prometido hacer? Pensé en las palabras exactas de Ali: «Esta noche no vayas al bar. Prométemelo».

Bueno, eso no era un bar, ¿verdad? Era una zona boscosa detrás de un instituto. Claro, podía estar desafiando la intención de la ley, pero no la letra. Aquí lo importante era la letra.

– Pues vamos allá -dije.

Los seis caminamos hacia el bosque. Win prácticamente daba saltos. A unos veinte metros entre los árboles había un claro. El suelo estaba cubierto de colillas y latas de cerveza. El instituto. Nunca cambia.

Bobby ocupó su lugar en el centro del claro. Levantó el brazo derecho y me hizo un gesto para que me acercase. Lo hice.

– Caballeros -llamó Win-, permítanme un momento de su tiempo antes de que ellos comiencen.

Todas las miradas se volvieron hacia él. Win estaba con el segundo entrenador y los otros dos matones cerca de un árbol.

– Creo que sería una negligencia por mi parte -continuó Win- no ofrecerles este importante consejo.

– ¿De qué cono está hablando? -preguntó Bobby.

– No hablo con usted. Este consejo es para sus tres amiguitos. -La mirada de Win recorrió sus rostros-. Quizás se sientan tentados en algún momento de intervenir para ayudar al entrenador Bobby. Ése sería un grave error. El primero que dé aunque solo sea un paso en su dirección acabará hospitalizado. Observen que no he dicho detenido, herido, o siquiera dañado. Hospitalizado.

Todos se limitaron a mirarlo.

– Éste es el final de mi consejo. -Se volvió hacia mí y el entrenador-. Ahora volvamos al asunto que nos ha traído hasta aquí y sigamos con la riña anunciada.

Bobby me miró.

– ¿Este tipo es de verdad?

Pero yo ya estaba metido de lleno en el asunto y eso no era bueno. La furia me consumía. Y eso es un error cuando peleas. Hay que calmar un poco las cosas, evitar que el pulso se dispare, conseguir que la descarga de adrenalina no te paralice.

Bobby me miró y por primera vez vi la duda en sus ojos. Pero en ese momento recordé cómo se había reído, cómo había señalado la canasta equivocada, y lo que había dicho:

«¡Eh, chico, hazlo de nuevo!».

Respiré hondo.

Bobby levantó los puños como un boxeador. Yo hice lo propio, aunque mi pose era mucho menos rígida. Mantuve las rodillas flexionadas, salté un poco. Bobby era un tipo muy grande y el matón local y acostumbrado a intimidar a sus oponentes. Pero estaba fuera de su liga.

Unos rápidos apuntes sobre la pelea. Uno, la regla principal: nunca sabes de verdad cómo irá. Cualquiera puede soltar un puñetazo afortunado. Confiarse demasiado es siempre un error. Pero la verdad era que el entrenador no tenía ninguna posibilidad. No digo eso por falsa modestia o por ser repetitivo. A pesar de que los padres en aquellas gradas querían creer en sus entrenadores y sus ligas de tercer grado, superagresivas, los atletas generalmente se gestan en el útero. De acuerdo, necesitas el ansia, el entrenamiento y la práctica, pero la diferencia, la gran diferencia, es la capacidad natural.

La naturaleza siempre estará por encima de la preparación.

Yo había sido dotado de unos reflejos rapidísimos y una perfecta coordinación mano-ojo. No fanfarroneo. Es como el color del pelo, la estatura o el oído. Es así. Y aquí ni siquiera hablo de los años de entrenamiento para mejorar mi cuerpo y aprender a pelear. Aunque también es eso.

Bobby hizo lo más previsible. Se acercó y lanzó un golpe abierto. Un golpe abierto carece totalmente de efectividad contra un luchador veterano. Aprendes pronto que cuando peleas en serio, la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. Pegas unos golpes estupendos cuando lo sabes.

Me moví un poco a la derecha. No mucho. Lo suficiente para desviar el golpe con la mano izquierda y mantenerme lo bastante cerca para responder. Me metí dentro de la defensa abierta de Bobby. El tiempo se había ralentizado. Podía golpear entre varios objetivos blandos.

Escogí la garganta.

Doblé el brazo derecho y golpeé con el antebrazo en la nuez del cuello.

Bobby soltó un cacareo. La pelea se había acabado en ese instante. Lo sabía, o al menos tendría que haberlo sabido. Tendría que haberme retirado y dejarlo caer jadeando al suelo.

Pero aquella voz burlona seguía sonando en mi cabeza…

«Eh, chico, hazlo de nuevo… El resto de la temporada será un objetivo… Si tenemos una oportunidad para confundirlo, la aprovecharemos… ¡Gallina!»Tendría que haberlo dejado caer. Tendría que haberle preguntado si ya tenía suficiente y darlo por acabado. Pero en aquel momento se había desbordado la furia. No podía contenerla. Doblé el brazo izquierdo y comencé a girar con todas mis fuerzas en el sentido contrario a las agujas del reloj. Pensaba golpearlo de lleno en el rostro con el codo.

Mientras giraba comprendí que sería un golpe tremendo. La clase de golpe que hunde los huesos de un rostro. La clase de golpe que requiere cirugía y meses de calmantes.

En el último instante recuperé algo de sentido común. No me detuve, pero me contuve un poco. En lugar de pegarle de lleno, mi codo cruzó la nariz de Bobby. Brotó la sangre. Se escuchó un sonido como si alguien hubiese pisado una rama seca.

Bobby se desplomó con todo el peso.

– ¡Bobby!

Era el segundo entrenador. Me volví hacia él, levanté las manos con las palmas hacia fuera y grité:

– ¡No!

Pero fue demasiado tarde. Pat dio un paso adelante, con el puño en alto.

El cuerpo de Win apenas se movió. Solo la pierna. Descargó un puntapié en la rodilla izquierda de Pat. La articulación se dobló de lado, de una manera en la que nunca debía doblarse. Pat soltó un alarido y cayó al suelo como si le hubiesen disparado.

Win sonrió y arqueó la ceja hacia los otros dos hombres.

– ¿El siguiente?

Ninguno de los dos se atrevió siquiera a respirar.

Mi furia se disipó en el acto. Bobby estaba ahora de rodillas, sujetándose la nariz como si fuese un animal herido. Lo miré. Me sorprendió mucho ver como un hombre derrotado se parece a un chiquillo.

– Deje que lo ayude.

La sangre manaba de la nariz a través de los dedos.

– ¡Apártese de mí!

– Necesita presionarse la herida. Detener la hemorragia.

– ¡Apártese de mí!

Estaba a punto de decir algo en mi defensa cuando sentí una mano en el hombro. Era Win. Sacudió la cabeza como si quisiese decirme: «No sirve de nada». Tenía razón.

Salimos del bosque sin decir palabra.

Cuando llegué a casa una hora más tarde había dos mensajes de voz. Ambos eran breves y concisos. El primero me sorprendió. Las malas noticias viajan rápido en los pueblos.

«No puedo creer que rompieses tu promesa», dijo Ali.

Pues ya estaba.

Exhalé un suspiro. La violencia no resuelve nada. Win tuerce el gesto cuando lo digo, pero la verdad es que cada vez que recurría a la violencia, que solía ser algo bastante frecuente, nunca acababa allí. La violencia se transmite y reverbera. Resuena y su eco nunca parece acallarse.

El segundo mensaje era de Terese:

«Por favor, ven».

Cualquier intento de ocultar la desesperación había desaparecido.

Dos minutos más tarde vibró mi móvil. El identificador de llamadas me dijo que era Win.

– Tenemos un pequeño problema.

– ¿Cuál es?

– El segundo entrenador va a necesitar cirugía ortopédica.

– ¿Qué pasa con él?

– Es un oficial de policía de Kasselton. Un capitán, para ser precisos, aunque no le pediré llevar su cazadora del equipo en el baile de graduación.

– Vaya.

– Al parecer están pensando en hacer arrestos.

– Ellos comenzaron.

– Oh, sí -dijo Win-, y estoy seguro de que todos en el pueblo aceptarán nuestra palabra frente a la de un capitán de la policía local y tres residentes de toda la vida.

Tenía toda la razón.

– Pero se me ocurre -prosiguió- que podríamos disfrutar de unas semanas en Tailandia mientras mi abogado resuelve este asunto.

– No es mala idea.

– Me han hablado de un nuevo club para caballeros de Bangkok, en la calle Patpong. Podríamos iniciar allí nuestro viaje.

– No lo creo -dije.

– Qué puritano. En cualquier caso, tendrías que desaparecer por un tiempo.

– Ése es mi plan.

Colgamos. Llamé a Air France.

– ¿Queda algún billete para el vuelo de esta noche a París?

– ¿Su nombre, señor?

– Myron Bolitar.

– Ya tiene usted billete. ¿Desea ventanilla o pasillo?

4

Utilicé los puntos de viajero habitual para conseguir alguna ventaja. No necesito bebidas gratuitas o una comida mejor, pero el espacio para las piernas significa mucho para mí.

Cuando viajo en clase turista siempre me toca el asiento entre dos señoras enormes con problemas de espacio, y delante de mí, sin falta, hay una vieja diminuta cuyos pies ni siquiera tocan el suelo, pero que necesita echar el asiento hacia atrás todo lo humanamente posible para llegar casi al orgasmo cuando oye que el respaldo se aplasta contra mis rodillas, tumbándolo al máximo para que pueda pasarme todo el vuelo mirándole la caspa del cuero cabelludo.

No tenía el número de teléfono de Terese, pero recordaba el Hotel D'Aubusson. Llamé y dejé un mensaje en el que le anunciaba que iba de camino. Subí al avión y me puse los auriculares del iPod. Muy pronto me sumí en aquel duermevela de los vuelos, pensando en Ali: la primera vez que salía con una mujer con hijos, nada menos que una viuda, la manera como ella me había dado la espalda después de decir: «Lo nuestro no es para siempre, Myron…».

¿Tenía razón?

Intenté imaginarme la vida sin ella.

¿Amaba a Ali Wilder? Sí.

Había amado a tres mujeres en mi vida. La primera fue Emily Downing, mi novia del colegio universitario Duke. Había acabado por abandonarme en favor de mi rival universitario de Carolina del Norte.

Mi segundo amor, lo más cercano a una compañera del alma que he tenido, fue Jessica Culver, una escritora. Jessica también había aplastado mi corazón como si fuese un vaso de plástico; o quizás al final fui yo quien aplastó el suyo. Es difícil saberlo a estas alturas. La había amado con toda mi alma, pero no había sido suficiente. Ahora estaba casada. Con un tipo llamado Stone. [1] Stone. No es broma.

La tercera, bueno, Ali Wilder. Yo había sido el primer hombre con quien ella había salido después de que su marido muriese en la Torre Norte el 11-S. Nuestro amor era fuerte, pero también más sereno, más maduro, y quizás el amor no debía ser así. Sabía que el final dolería pero no sería devastador. Me pregunté si eso también venía con la madurez, o si después de años de que te rompiesen el corazón, de forma natural comenzabas a protegerte.

O quizás Ali tenía razón. Lo nuestro no era para siempre. Así de sencillo.

Hay un viejo dicho yiddish que me parece muy adecuado, aunque no por elección: «El hombre planea, Dios se ríe». Soy todo un ejemplo. Mi vida ya estaba diseñada. Fui una estrella del baloncesto desde la infancia, destinado a ser un jugador de la NBA con los Boston Celtics. Pero en mi primer partido de la pretemporada, Gran Burt Wesson se me llevó por delante y me arruinó la rodilla. Intenté volver, pero hay una gran diferencia entre valentía y efectividad. Mi carrera se acabó antes de pisar la cancha.

También estaba destinado a ser un hombre de familia como lo había sido el hombre que más admiraba en el mundo: Al Bolitar, mi padre. Se había casado con su novia, mi madre, Ellen, se habían ido a vivir al suburbio de Livingston, en Nueva Jersey, y habían criado una familia, trabajado duro y organizado barbacoas en el patio trasero.

Así se suponía que sería mi vida: un padre amante, 2,6 hijos, las tardes sentado en aquellas gradas destartaladas mirando a mi propio hijo, quizás un perro, una canasta oxidada en la entrada del garaje, visitas a Home Depot y Modwell's Sporting Goods los sábados. Ya se hacen una idea.

Pero aquí estoy, pasados los cuarenta, todavía soltero y sin familia.

– ¿Le apetece alguna bebida? -me preguntó la azafata.

No soy bebedor, pero pedí un whisky con soda. La copa de Win. Necesitaba algo que me adormeciese un poco, que me ayudase a dormir. Volví a cerrar los ojos. De nuevo al bloqueo. El bloqueo es bueno.

Entonces, ¿dónde encajaba Terese Collins, la mujer por la que estaba cruzando el océano?

Nunca pensaba en Terese en términos de amor. Al menos no de esa manera. Pensaba en su piel tersa y su olor de manteca de cacao. Pensaba en la pena que emanaba de ella a oleadas. Pensaba en la manera como habíamos hecho el amor en aquella isla, dos náufragos. Cuando Win por fin vino a buscarme con un yate para llevarme a casa, era más fuerte gracias al tiempo que habíamos pasado juntos. Ella no. Nos dijimos adiós, pero la historia no había acabado. Terese me ayudó cuando más lo necesitaba, hacía ocho años, y entonces había vuelto a desaparecer con su dolor.

Ahora había regresado.

Durante ocho años, Terese Collins había desaparecido no solo para mí, sino de la vista del público. En los noventa, había sido una figura popular de la televisión, la principal presentadora de la CNN, y de pronto, puf, desapareció.

El avión aterrizó y fue hasta la puerta de desembarque. Cogí mi maleta -no hace falta facturar cuando se va solo por un par de noches- y me pregunté qué me esperaba. Fui el tercero en desembarcar, y con mis pasos largos ocupé de pronto el lugar número uno cuando llegamos a la cola de la aduana e inmigración. Había confiado en pasar sin problemas, pero acababan de aterrizar otros tres vuelos y había un atasco. La cola serpenteaba entre las cuerdas al estilo Disney World. Se movía deprisa. Los agentes en su mayoría dejaban pasar a las personas con un gesto, y solo dedicaban una mirada de trámite a cada pasaporte. Cuando fue mi turno, la funcionaría de inmigración miró mi pasaporte, luego mi cara, otra vez el pasaporte, y de nuevo a mí. Su mirada se demoró. Le sonreí, sin pasarme con el encanto Bolitar. No quería que la pobre mujer comenzase a desnudarse detrás del mostrador.

La funcionaría se volvió como si le hubiese dicho una grosería. Le hizo un gesto a un agente. Cuando me miró de nuevo, deduje que debía mejorar mi juego. Agrandar la sonrisa. Aumentar el encanto de poco a máximo.

– Póngase al lado, por favor -dijo ella con el entrecejo fruncido.

Yo continuaba sonriendo como un idiota.

– ¿Por qué?

– Mi colega se ocupará de su caso.

– ¿Soy un caso? -pregunté.

– Por favor, póngase al lado.

Estaba reteniendo la cola y los pasajeros de detrás de mí no estaban nada contentos.

Me aparté. El otro agente uniformado dijo:

– Por favor, sígame.

No me gustó, pero, ¿qué podía hacer? Me pregunté, ¿por qué yo? Quizás había una ley francesa contra ser demasiado encantador; tenía que ser eso.

El agente me llevó a un pequeño cuarto sin ventanas. Las paredes desnudas eran de color beige. Había dos ganchos detrás de la puerta que servían de percheros. Las sillas eran de plástico. Había una mesa en un rincón. El agente cogió mi maleta y la puso sobre la mesa. Comenzó a buscar en su interior.

– Vacíese los bolsillos, por favor. Póngalo todo en esta bandeja. Quítese los zapatos.

Lo hice. Billetero, BlackBerry, monedas, zapatos.

– Tengo que cachearlo.

Lo hizo muy a fondo. Iba a hacerle un chiste sobre cómo lo estaba disfrutando o quizás decirle que, después, un viaje en un Bateau Mouche no estaría nada mal, pero me pregunté cuál debía de ser el sentido del humor francés. ¿Acaso Jerry Lewis no era aquí un ídolo? Quizás un chiste visual sería más apropiado.

– Por favor, siéntese.

Lo hice. Se marchó, llevándose la bandeja con mis pertenencias. Durante media hora me quedé allí solo, esperando sentado, como se suele decir. No me gustó.

Dos hombres entraron en el cuarto. El primero era joven, veintitantos, apuesto, con el pelo rubio y aquella barba de tres días que los chicos guapos utilizan para parecer más duros. Vestía vaqueros, botas y una camisa con las mangas arremangadas hasta el codo. Se apoyó en la pared, cruzó los brazos sobre el pecho y mascó un palillo.

El segundo hombre tendría unos cincuenta y tantos, con unas grandes gafas con montura de acero y un pelo gris que se acercaba peligrosamente a la calvicie. Se secaba las manos con una toalla de papel cuando entró. Su cazadora de cuero parecía una de aquellas que Members Only vendía en 1986.

Para que después hablen de los franceses y su alta costura.

El tipo mayor llevó la conversación.

– ¿Cuál es el propósito de su visita a Francia?

Lo miré, después al mascador del palillo, y de nuevo a él.

– ¿Quién es usted?

– Soy el capitán Berleand. Él es el inspector Lefebvre.

Le hizo un gesto a Lefebvre, que masticó el palillo un poco más.

– ¿El propósito de su visita? -insistió Berleand-. ¿Negocios o placer?

– Placer.

– ¿Dónde se alojará?

– En París.

– ¿En qué parte de París?

– En el Hotel D'Aubusson.

No lo anotó. Ninguno de los dos tenía bolígrafo ni papel.

– ¿Estará solo? -preguntó Berleand.

– No.

Berleand continuaba secándose las manos con la toalla de papel. Se detuvo, utilizó un dedo para subirse las gafas en el puente de la nariz. Cuando seguí sin decir nada más, se encogió de hombros como diciéndome: «¿Y?».

– Me reuniré con un amigo.

– ¿El nombre del amigo?

– ¿Es necesario? -pregunté.

– No, señor Bolitar, soy curioso y hago las preguntas sin ninguna razón aparente.

A los franceses les da por el sarcasmo.

– ¿El nombre?

– Terese Collins.

– ¿Cuál es su ocupación?

– Soy agente.

Berleand pareció confuso. Lefebvre, al parecer, no hablaba inglés.

– Soy representante de actores, atletas, escritores, animadores -expliqué.

Berleand asintió, satisfecho. Se abrió la puerta. El primer agente le dio a Berleand la bandeja con mis pertenencias. Él la dejó en la mesa, junto a mi maleta. Luego comenzó a secarse las manos de nuevo.

– Usted y la señora Collins no viajaron juntos, ¿verdad?

– No, ella ya está en París.

– Comprendo. ¿Cuánto tiempo piensa permanecer en Francia?

– No estoy seguro. Dos, tres noches.

Berleand miró a Lefebvre. Éste asintió, se separó de la pared y fue hacia la puerta. Berleand lo siguió.

– Lamento las molestias -dijo Berleand-. Espero que disfrute de una agradable estancia.

5

Terese Collins me esperaba en el vestíbulo.

Me abrazó, pero no fuerte. Su cuerpo se apoyó en el mío en busca de apoyo, pero tampoco demasiado, ni colapso total ni nada parecido. Ambos nos mostrábamos reservados en nuestro primer encuentro. Así y todo, cuando nos abrazamos, cerré los ojos y me pareció que podía oler la manteca de cacao.

Mi mente regresó a aquella isla del Caribe, pero sobre todo volvió -seamos sinceros- a la cosa que nos definía de verdad: el sexo que te atraviesa el alma. Aquel desesperado sujetarse y destrozarse que te hace comprender, de una forma nada sadomasoquista, que el dolor -el dolor emocional- y el placer no solo se mezclan, sino que se incrementan el uno al otro. Ninguno de los dos tenía interés en las palabras, los sentimientos, los falsos consuelos, el sujetarse las manos, o tan siquiera los abrazos reservados, como si todo eso fuese demasiado tierno, como si una suave caricia pudiese reventar aquella frágil burbuja que de momento nos protegía a ambos.

Terese se apartó. Seguía siendo toda una belleza. Había envejecido un poco, pero en algunas mujeres -quizás en la mayoría de las mujeres de estos tiempos de excesivos estiramientos- un poco de envejecimiento funciona.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– ¿Ésa es tu primera frase después de todos estos años?

Me encogí de hombros.

– Yo empecé con «Ven a París» -dijo Terese.

– Me estoy esforzando en contener el encanto, al menos hasta saber qué está mal.

– Debes de estar agotado.

– Estoy bien.

– Tengo una habitación para nosotros. Un dúplex. Dormitorios separados para que podamos tener esa opción.

No dije nada.

– Tío. -Terese consiguió sonreír-. Es fantástico verte de nuevo.

Yo sentía lo mismo. Quizás nunca había sido amor, pero estaba allí, fuerte, sincero y especial. Ali dijo que lo nuestro no era para siempre. Con Terese, bueno, quizás no estábamos hechos para el día a día, pero había algo, algo difícil de definir, algo que podías poner en un estante durante años y olvidarte y dar por sentado que quizás era así como debía ser.

– Sabías que vendría -dije.

– Sí, y sabes que habría hecho lo mismo si hubieras sido tú quien hubiese llamado.

Lo sabía.

– Estás fantástica -dije.

– Ven. Vayamos a comer algo.

El conserje cogió mi maleta y dirigió de soslayo una mirada de admiración a Terese antes de obsequiarme con aquella sonrisa universal de hombre a hombre que dice: «Menuda suerte, cabrón».

La Rué Dauphine es una calle angosta. Una furgoneta blanca había aparcado en doble fila junto a un taxi y ocupaba casi toda la calle. El conductor del taxi gritaba lo que solo podía suponer eran obscenidades francesas, pero bien podía haber sido solo una forma muy agresiva de pedir indicaciones.

Giramos a la derecha. Eran las nueve de la mañana. En Nueva York a esa hora ya estarían en plena marcha, pero los parisinos aún se estaban levantando de sus camas. Llegamos al Sena por el Pont Neuf. A nuestra derecha, en la distancia, veía las torres de la catedral de Nôtre Dame. Terese comenzó a caminar junto a la ribera en aquella dirección, donde están las casetas verdes famosas por sus libros antiguos, pero que en realidad parecen más interesadas en vender vulgares recuerdos para turistas. Al otro lado del río se alzaba una gigantesca fortaleza con un magnífico tejado abuhardillado que, citando a Bruce Springsteen, era atrevida y austera.

Cuando nos acercamos a Nôtre Dame, dije:

– Te sentirías avergonzada si encorvase la espalda, arrastrase la pierna izquierda y gritase: ¡Santuario!

– Alguien podría confundirte con un turista -contestó Terese.

– Bien dicho. Quizás debería comprarme una gorra con mi nombre escrito en la cinta.

– Sí, entonces pasarías desapercibido.

Terese aún tenía aquella increíble manera de caminar, la cabeza erguida, los hombros echados hacia atrás, la postura perfecta. Otra cosa más de la que acababa de darme cuenta sobre las mujeres de mi vida: todas tenían un andar de fábula. Me resulta sensual el caminar confiado, la manera casi felina que tienen algunas mujeres de entrar en una habitación, como si ya la poseyesen. Puedes saber mucho por la manera como camina una mujer.

Nos detuvimos en la terraza de un bistrot en Saint Michel. El cielo aún estaba gris, pero el sol luchaba para hacerse con el control. Terese se sentó y observó mi rostro durante un largo tiempo.

– ¿Tengo algo entre los dientes? -pregunté.

Terese consiguió sonreír.

– Dios, te he echado de menos.

Sus palabras flotaron en el aire. No sabía si era ella quien hablaba o era la ciudad. París es así. Se ha escrito mucho sobre su belleza y esplendores, y desde luego, todo muy cierto. Cada edificio es una pequeña maravilla arquitectónica, una fiesta para los ojos. París es como una hermosa mujer que se sabe hermosa, le gusta el hecho de ser hermosa y, en consecuencia, no tiene que esforzarse tanto. Es fabulosa y usted y ella lo saben.

Pero más que eso, París te hace sentir, a falta de un término mejor, vivo. Táchelo. París hace que quieras sentirte vivo. Quieres actuar, ser, saborear cuando estás aquí. Quieres sentir, simplemente sentir, y no importa qué. Todas las sensaciones se ven incrementadas. París quiere que llores, rías, te enamores, escribas un poema, hagas el amor y compongas una sinfonía.

Terese pasó la mano por encima de la mesa y cogió la mía.

– Podrías haber llamado -dije-. Podrías haberme dicho que estabas bien.

– Lo sé.

– No me he movido. Mi oficina todavía está en Park Avenue. Todavía comparto el apartamento de Win en el Dakota.

– También has comprado la casa de tus padres en Livingston -añadió ella.

No era un desliz. Terese sabía de la casa. Sabía de Ali. Terese quería que supiese que me había estado siguiendo.

– Desapareciste sin más -dije.

– Lo sé.

– Intenté encontrarte.

– Eso también lo sé.

– ¿Podrías dejar de decir «lo sé»?

– Vale.

– Entonces, ¿qué pasó? -pregunté.

Ella apartó la mano. Su mirada se dirigió hacia el Sena. Una joven pareja pasó junto a nosotros. Discutían en francés. La mujer estaba furiosa. Recogió una lata de refresco aplastada y se la lanzó a la cabeza al chico.

– No lo entenderías -respondió Terese.

– Eso es peor que «lo sé».

Su sonrisa era tan triste…

– Soy un producto caducado. Te hubiera hundido conmigo. Te quiero demasiado como para permitir que eso ocurra.

Lo comprendí solo a medias.

– No lo tomes como una ofensa, pero eso suena como un exceso de racionalización.

– No lo es.

– Entonces, ¿dónde has estado, Terese?

– Oculta.

– ¿De qué?

Ella sacudió la cabeza.

– Entonces, ¿por qué estoy aquí? -pregunté-. Por favor, no me digas que es porque me echabas de menos.

– No. Quiero decir, sí te echo de menos. No tienes idea de cuánto. Pero tienes razón, no te llamé por eso.

– ¿Y?

Apareció el camarero con un delantal negro y camisa blanca. Terese pidió por los dos en un francés fluido. Yo no hablo ni una palabra de francés, así que bien podría haberme pedido un pañal sobre una tostada de pan integral.

– Hace una semana recibí una llamada de mi ex marido.

Ni siquiera sabía que había estado casada.

– No he hablado con Rick en nueve años.

– Nueve años -repetí-. Es más o menos cuando nos conocimos.

Ella me miró.

– No te asombres por mi capacidad matemática. Las matemáticas son uno de mis talentos ocultos. Intento no ufanarme.

– Te estás preguntando si Rick y yo aún estábamos casados cuando nos fugamos a aquella isla -dijo.

– En realidad no.

– Eres tan correcto…

– No -dije. Pensé de nuevo en el dolor del alma en aquella isla-, no lo soy.

– ¿Cómo puedo estar segura?

– De nuevo, talentos ocultos, intento no ufanarme.

– Está bien. Pero déjame que te tranquilice. Rick y yo ya no estábamos juntos cuando nos conocimos.

– Entonces, ¿qué quería tu ex marido Rick?

– Dijo que estaba en París. Que era urgente que viniese.

– ¿A París?

– No, a Six Flags Great Adventure en Jackson, Nueva Jersey. Pues claro que a París.

Ella cerró los ojos. Esperé.

– Lo siento. No era necesario.

– No, me gusta cuando te pones sarcástica. ¿Qué más dijo tu ex?

– Me dijo que me alojase en el Hotel D'Aubusson.

– ¿Y?

– Eso es todo.

Me acomodé en la silla.

– ¿Eso fue todo lo que te dijo? ¿«Eh, Terese, soy Rick, tu ex marido con el que no hablabas desde hace una década, ven a París de inmediato y alójate en el Hotel D'Aubusson, y oh, es urgente»?

– Algo así.

– ¿No le preguntaste por qué era urgente?

– ¿Te estás haciendo el tonto aposta? Por supuesto que se lo pregunté.

– ¿Y?

– No me lo quiso decir. Dijo que necesitaba verme en persona.

– ¿Y tú lo dejaste todo y viniste?

– Sí.

– Después de todos estos años, tú vas… -Me interrumpí-. Espera un momento. Dijiste que estabas oculta.

– Sí.

– ¿También te ocultabas de Rick?

– Me ocultaba de todos.

– ¿Dónde?

– En Angola.

¿Angola? Lo dejé correr por el momento.

– ¿Cómo te encontró Rick?

Apareció el camarero. Traía dos tazas de café y lo que parecía ser un sándwich de jamón y queso sin tapa.

– Los llaman Croque Monsieurs -me explicó.

Lo sabía. Un sándwich de jamón y queso sin tapa, pero con un nombre de fantasía.

– Rick trabajaba conmigo en la CNN -dijo-. Es probablemente el mejor reportero de investigación del mundo, pero detesta estar ante la cámara, así que siempre está fuera de escena. Supongo que me rastreó.

Terese estaba menos bronceada de lo que lo estaba en aquella isla bendecida por el sol. Los ojos azules tenían menos brillo, pero aún veía el anillo dorado en cada pupila. Siempre me han gustado las mujeres de pelo oscuro, pero sus rizos más claros me habían conquistado.

– Bien. Continúa.

– Así que hice lo que me pidió. Llegué aquí hace cuatro días. Desde entonces no he tenido ni una sola noticia de él.

– ¿Lo llamaste?

– No tengo su número. Rick fue muy específico. Me dijo que se pondría en contacto conmigo cuando llegase. Hasta ahora no lo ha hecho.

– ¿Por eso me has llamado?

– Sí. Tú sabes buscar a las personas.

– Si soy tan bueno buscando personas, ¿cómo es que no te pude encontrar?

– Porque no pusiste mucho empeño.

Eso podía ser verdad.

Se inclinó hacia delante.

– Yo estaba allí, ¿lo recuerdas?

Sí, lo recordaba.

No añadió lo obvio. Me había ayudado entonces, cuando una vida muy importante para mí colgaba de un hilo. Sin ella, hubiese fracasado.

– Ni siquiera sabes si tu ex ha desaparecido.

Terese no respondió.

– Bien podría ser que estuviese buscando una pequeña revancha.

Quizás ésta es la idea un tanto retorcida que tiene Rick de lo que es una broma. O quizás, sea lo que sea, no era tan importante. En realidad quizás cambió de opinión.

Siguió mirándome un poco más.

– Si ha desaparecido, no sé muy bien cómo ayudarte. Sí, de acuerdo, puedo hacer algo en casa. Pero estamos en un país extranjero. No hablo ni una palabra del idioma. No tengo a Win para ayudarme, a Esperanza o a Big Cyndi.

– Yo estoy aquí. Hablo el idioma.

La miré. Había lágrimas en sus ojos. La había visto destrozada, pero nunca con ese aspecto. Sacudí la cabeza.

– ¿Qué es lo que no me estás diciendo?

Ella cerró los ojos. Esperé.

– Su voz -respondió.

– ¿Qué pasa con la voz?

– Rick y yo comenzamos a salir en mi primer año de estudios universitarios. Estuvimos casados durante diez años. Trabajamos juntos casi cada día.

– Vale.

– Lo sé todo de él, todos sus estados de ánimo. ¿Sabes a qué me refiero?

– Supongo.

– Pasamos temporadas en zonas de guerra. Descubrimos cámaras de tortura en Oriente Medio. En Sierra Leona vimos cosas que ningún ser humano debería ver. Rick sabía cómo mantener la perspectiva personal. Siempre se mostraba ecuánime, siempre mantenía sus emociones controladas. Detestaba la exageración que acompaña de forma natural a las noticias en la televisión. Así que he oído su voz en toda clase de circunstancias.

Terese volvió a cerrar los ojos.

– Pero nunca le había escuchado ese tono.

Le tendí la mano sobre la mesa, pero ella no la cogió.

– ¿Como qué? -pregunté.

– Había un temblor que nunca le había oído. Creí… creí que quizás había estado llorando. Estaba más allá del terror; y eso en un hombre al que jamás había visto antes asustado. Dijo que quería que estuviese preparada.

– ¿Preparada para qué?

Ahora había lágrimas en sus ojos. Terese unió las manos como si rezase, con la punta de los dedos apoyados en el puente de la nariz.

– Dijo que lo que iba a decirme cambiaría toda mi vida.

Me eché hacia atrás y fruncí el entrecejo.

– ¿Utilizó esa frase exacta, cambiar toda tu vida?

– Sí.

Terese tampoco era aficionada a la hipérbole. No estaba muy seguro de cómo tomármelo.

– ¿Dónde vive Rick? -pregunté.

– No lo sé.

– ¿Podría vivir en París?

– Podría.

Asentí.

– ¿Se volvió a casar?

– Eso tampoco lo sé. Como dije, no hemos hablado en mucho tiempo.

No iba a ser fácil.

– ¿Sabes si todavía trabaja para la CNN?

– Lo dudo.

– Quizás podrías darme una lista de amigos y familiares, algo con lo que empezar.

– Está bien.

Su mano temblaba cuando cogió la taza de café y se la llevó a los labios.

– ¿Terese?

Ella mantuvo la taza levantada, como si la utilizase para protegerse.

– ¿Qué podría decirte tu ex marido que podría cambiar toda tu vida?

Terese desvió la mirada.

Autobuses rojos de dos pisos circulaban junto al Sena cargados de turistas. Todos los autobuses llevaban el anuncio de una tienda en el que aparece una atractiva mujer con la Torre Eiffel en la cabeza. Tenía un aspecto ridículo e incómodo. El sombrero Torre Eiffel se veía pesado, mal equilibrado en la cabeza de la mujer, sujetado por una delgada cinta. El cuello de cisne de la modelo se torcía como si estuviese a punto de quebrarse. ¿A quién se le había ocurrido que era una buena manera de hacer publicidad de la moda?

Aumentaba el número de peatones. La chica que había arrojado la lata aplastada ahora estaba haciendo las paces con el damnificado. Ah, los franceses. Un guardia urbano comenzó a hacer gestos a una camioneta blanca que obstaculizaba el tráfico. Me volví y esperé a que Terese respondiera. Dejó la taza de café.

– No me lo imagino.

Pero había un tono de ahogo en su voz. Una buena pista si estuviese jugando a las cartas con ella. No me mentía. De eso estaba bastante seguro. Pero tampoco me lo estaba contando todo.

– ¿No existe ninguna posibilidad de que tu ex solo se muestre vengativo?

– Ninguna.

Se detuvo, miró a lo lejos e intentó rehacerse.

Había llegado el momento de dar el gran paso.

– ¿Qué fue lo que pasó, Terese?

Ella sabía a qué me refería. Sus ojos rehuían los míos, pero una pequeña sonrisa apareció en sus labios.

– Tú tampoco me lo dijiste nunca -respondió.

– Nuestra regla tácita en la isla.

– Sí.

– Pero ahora no estamos en aquella isla.

Silencio. Ella tenía razón. Yo tampoco le había dicho nunca qué me había llevado a aquella isla, qué me había destrozado. Por lo tanto, quizás me tocaba a mí hablar primero.

– Se suponía que debía proteger a alguien. Me equivoqué. Ella murió por mi culpa. Para complicar las cosas, reaccioné de mala manera.

Violencia, pensé de nuevo. El eco que no se apagaba.

– Has dicho ella -señaló Terese-. ¿Era una mujer a quien debías proteger?

– Sí.

– Visitaste su tumba. Lo recuerdo.

No dije nada. Ahora era el turno de Terese. Me recliné en la silla y dejé que se preparase. Recordé lo que Win me había dicho de su secreto, que era muy malo. Estaba nervioso. Mi mirada vagó sin rumbo y entonces vi algo que captó mi atención.

La furgoneta blanca.

Te acostumbras a vivir de esta manera después de un tiempo. Supongo que en guardia. Miras en derredor y comienzas a ver esquemas y te preguntas. Ésa era la tercera vez que veía la misma furgoneta. O al menos creía que era la misma. Había estado delante del hotel cuando salimos. Para ser más preciso, la última vez que la vi, el agente de tráfico le estaba pidiendo que se moviese.

Sin embargo, seguía estando en el mismo lugar.

Me volví hacia Terese. Ella vio mi expresión y preguntó:

– ¿Qué?

– Puede que la furgoneta blanca nos esté siguiendo.

No añadí «No mires», ni nada por el estilo. Terese no hubiese cometido ese error.

– ¿Qué debemos hacer? -preguntó.

Lo pensé. Las piezas empezaron a encajar. Deseé estar equivocado. Por un momento imaginé que todo eso se podía acabar en cuestión de segundos. El ex marido conducía la furgoneta, nos espiaba. Me acercaba, abría la puerta y lo sacaba de detrás del volante.

Me levanté y miré sin más a la ventanilla del conductor. No tenía sentido seguir el juego si estaba en lo cierto. Había un reflejo, pero así y todo conseguí ver el rostro sin afeitar, y todavía más, el palillo.

Era Lefebvre, el del aeropuerto.

No intentó ocultarse. Se abrió la puerta y salió. De la puerta del pasajero apareció a la vista el poli mayor, Berleand. Se acomodó las gafas y sonrió casi como disculpándose.

Me sentí como un idiota. Los polis de paisano del aeropuerto. Eso me tendría que haber servido de aviso. Los funcionarios de inmigración no vestirían de paisano. El interrogatorio irrelevante. Una demora. Tendría que haberlo visto.

Lefebvre y Berleand metieron las manos en los bolsillos. Pensé que iban a sacar las armas, pero sacaron unos brazaletes rojos con la palabra «policía» escrita en ellos. Se las colocaron en los bíceps. Miré a la izquierda y vi a unos polis de uniforme que venían hacia nosotros.

No me moví. Mantuve las manos a los lados, donde pudiesen verlas con claridad. Tenía una somera idea de lo que estaba pasando, pero ése no era el momento para movimientos bruscos.

Mantuve la mirada fija en Berleand. Se acercó a nuestra mesa, miró a Terese y nos dijo a ambos:

– Por favor, ¿podrían venir con nosotros?

– ¿De qué va esto? -pregunté.

– Hablaremos de ello en comisaría.

– ¿Estamos arrestados? -pregunté.

– No.

– Entonces no iremos a ninguna parte hasta que sepamos de qué se trata.

Berleand sonrió. Miró a Lefebvre. Lefebvre sonrió detrás del palillo.

– ¿Qué? -pregunté.

– ¿Cree que estamos en Estados Unidos, señor Bolitar?

– No, pero creo que ésta es una democracia moderna con algunos derechos inalienables. ¿Estoy equivocado?

– No tenemos los derechos Miranda en Francia. No necesitamos acusarlo para detenerlo. Es más, puedo retenerlos a los dos durante cuarenta y ocho horas casi por puro capricho.

Berleand se acercó a mí, se acomodó de nuevo las gafas y se secó las manos en los costados de los pantalones.

– Se lo preguntaré de nuevo: ¿Tienen la amabilidad de venir con nosotros?

– Me encantaría -respondí.

6

Nos separaron allí mismo, en plena calle.

Lefebvre la escoltó hasta la furgoneta. Fui a protestar, pero Berleand me dirigió una mirada aburrida que indicaba que mis palabras en el mejor de los casos serían superfluas. Me llevó a un coche. Conducía un agente de uniforme. Berleand se acomodó conmigo en el asiento trasero.

– ¿Cuánto dura el viaje? -pregunté.

Berleand consultó su reloj de pulsera.

– Unos treinta segundos.

Quizás calculó en exceso. De hecho, yo había visto el edificio antes: la fortaleza de piedra arenisca «atrevida y austera» al otro lado del río. Los tejados con buhardillas estaban cubiertos con láminas de pizarra, y también las torres cónicas dispersas por todo el conjunto. Podríamos haber ido a pie. Entrecerré los ojos cuando nos acercamos.

– ¿La reconoce? -preguntó Berleand.

No era ninguna sorpresa que antes me hubiese llamado la atención. Dos guardias armados se apartaron cuando nuestro coche atravesó la imponente arcada. El portal parecía unas fauces que nos tragaban por entero. Al otro lado había un gran patio. Ahora estábamos rodeados por imponentes edificios. Fortaleza, sí, eso encajaba. Te sentías un poco como un prisionero de guerra en el siglo XVIII.

– ¿Qué?

La reconocí, sobre todo por los libros de Georges Simenon y porque sabía que en los círculos de las fuerzas de la ley era legendaria.

Había entrado en el patio del 36 Quai des Orfevres: la famosa jefatura de policía francesa. Piensen en Scotland Yard. Piensen en Quantico.

– Vaaaya -estiré la palabra al tiempo que miraba a través de la ventanilla-, sea lo que sea esto, es grande.

Berleand levantó las palmas.

– Aquí no nos ocupamos de las infracciones de tráfico.

Caramba con los franceses. La jefatura de policía era una fortaleza sólida, intimidatoria, gigantesca y absolutamente preciosa.

– Impresionante, ¿no?

– Incluso sus comisarías son maravillas arquitectónicas -comenté.

– Espere a ver el interior.

No tardé en averiguar que Berleand estaba siendo de nuevo sarcástico. El contraste entre la fachada y lo que había en el interior era como un brutal puñetazo. El exterior había sido creado para durar siglos; el interior tenía todo el encanto y la personalidad de los lavabos públicos de una autopista. Las paredes eran de un blanco sucio, o quizás habían sido blancas pero se habían amarilleado con los años. No había pinturas, ningún adorno en las paredes, pero sí los suficientes raspones como para preguntarme si alguien había corrido encima de ellas con zapatos de tacón. El linóleo que cubría el suelo quizás había estado de moda allá por 1957.

No había ascensores hasta donde pude averiguar. Subimos por unas anchas escaleras, la versión francesa de una caminata de precalentamiento. La subida parecía no acabar nunca.

– Por aquí.

Los cables al aire se entrecruzaban en el techo y daban el aspecto de decorado para un anuncio de peligro de incendios. Seguí a Berleand por un pasillo. Pasamos junto a un horno microondas colocado en el suelo. Había impresoras, pantallas y ordenadores junto a las paredes.

– ¿Se trasladan?

– No.

Me llevó a una celda, quizás de metro ochenta por metro ochenta. Individual. Tenía cristales en lugar de barrotes. Dos bancos sujetos a las paredes formaban una V en el rincón. Los colchones eran delgados, azules y tenían el sospechoso aspecto de las colchonetas de lucha que recordaba del gimnasio del instituto. Una manta de color naranja raída, como las de una línea aérea de bajo coste usada durante demasiado tiempo, descansaba plegada sobre el banco.

Berleand abrió los brazos como un maître dándome la bienvenida al Café Maxim's.

– ¿Dónde está Terese?

Berleand se encogió de hombros.

– Quiero un abogado.

– Y yo quiero darme un baño de burbujas con Catherine Deneuve -replicó él.

– ¿Me está diciendo que no tengo derecho a que un abogado esté presente durante el interrogatorio?

– Así es. Puede hablar con uno antes, pero no estará presente durante el interrogatorio. Le seré sincero. Le hará parecer culpable. Y además a mí me cabreará. Así que no se lo recomiendo. Mientras tanto, póngase cómodo.

Me dejó solo. Intenté pensar, sin hacer ningún movimiento brusco. Las colchonetas estaban pegajosas y no quería saber de qué. El olor era rancio, esa horrible mezcla de sudor, miedo y, ejem, otros fluidos corporales. El hedor se colaba en mi nariz y se pegaba. Pasó una hora. Oí el microondas. Un guardia me trajo comida. Pasó otra hora.

Cuando Berleand volvió, yo estaba apoyado en un trozo limpio que había encontrado en la pared de vidrio.

– Espero que su estancia haya sido cómoda.

– La comida -dije-. Esperaba una comida mejor, siendo ésta una cárcel parisina y todo eso.

– Hablaré con el cocinero personalmente.

Berleand abrió la puerta de cristal. Lo seguí por el pasillo. Esperaba que me llevase a una sala de interrogatorios, pero no fue así. Nos detuvimos delante de una puerta con un cartel que decía: «GROUPE BERLEAND». Lo miré.

– ¿Su nombre de pila es Groupe?

– ¿Se supone que eso es un chiste?

Entramos. Deduje que «Groupe» probablemente significaba «grupo» y a juzgar por lo que había en el interior del cuarto comprobé que había acertado. Había seis mesas apiñadas en un despacho que no recibiría el adjetivo de espacioso ni aunque solo hubiese habido una. Debíamos de estar en el último piso, porque el techo de la buhardilla hacía que se inclinase a través de la mayor parte de la habitación. Tuve que agacharme al entrar.

Cuatro de las seis mesas estaban ocupadas con lo que supuse eran otros inspectores, parte del Groupe Berleand. Había monitores anticuados, de aquellos que ocupaban casi la mitad de la mesa. Fotos de familia, banderines de los equipos deportivos favoritos, un cartel de Coca-Cola, un calendario con mujeres desnudas, toda la atmósfera se correspondía muy poco a una jefatura de policía de alto nivel y mucho al cuarto trasero de una tienda de tubos de escape de Hoboken.

– Groupe Berleand -dije-. ¿Es usted el jefe?

– Soy un capitán de la Brigada Criminal. Éste es mi equipo. Siéntese.

– ¿Dónde, aquí?

– Claro. Aquélla es la mesa de Lefebvre. Utilice su silla.

– ¿No hay cuarto de interrogatorios?

– No deja de pensar que está en Estados Unidos. Realizamos todas las entrevistas en el despacho del equipo.

Los otros inspectores parecían no hacer el menor caso de nuestra charla. Dos tomaban café y charlaban. El otro escribía en su mesa. Me senté. Había una caja de toallas de papel en la mesa. Berleand cogió una y comenzó a secarse las manos de nuevo.

– Hábleme de su relación con Terese Collins.

– ¿Por qué?

– Porque me encanta estar al corriente de los últimos cotilleos. -Había sarcasmo bajo ese casi humor-. Hábleme de su relación.

– No la había visto en ocho años.

– Sin embargo, aquí están los dos.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Me llamó para invitarme a pasar unos días en su ciudad.

– ¿Y usted lo dejó todo sin más y voló hasta aquí?

Me limité a enarcar una ceja por respuesta.

Berleand sonrió.

– Casi he estropeado otro estereotipo francés, ¿no?

– Comienza a preocuparme, Berleand.

– ¿Así que vino para una cita romántica?

– No.

– ¿Entonces?

– No sé por qué quería que viniese. Solo intuí que estaba en problemas.

– ¿Y usted la quería ayudar?

– Sí.

– ¿Sabía para qué necesitaba ayuda?

– ¿Antes de llegar? No.

– ¿Y ahora?

– Sí.

– ¿Le importaría decírmelo?

– ¿Tengo otra alternativa? -pregunté.

– En realidad, no.

– Su ex marido ha desaparecido. Le llamó, le dijo que tenía algo urgente que discutir con ella y luego desapareció.

Berleand pareció sorprendido, ya fuese por la respuesta o por el hecho de que me mostrase tan dispuesto a cooperar. Yo tenía mis propias sospechas al respecto.

– Entonces, ¿la señora Collins le llamó para qué, para ayudarla a encontrarlo?

– Así es.

– ¿Por qué a usted?

– Cree que soy bueno para esa clase de cosas.

– Creí que me había dicho que era un agente. Que representaba a artistas. ¿Cómo le convierte eso en bueno a la hora de encontrar a personas desaparecidas?

– Mi negocio es un tanto personal. Me llaman para hacer un montón de cosas extrañas para mis clientes.

– Comprendo -dijo Berleand.

Entró Lefebvre. Aún tenía el palillo. Se acarició la barba y se detuvo a mi derecha. Me miró con una expresión feroz. Damas y caballeros, les presento al poli malo. Miré a Berleand, que parecía estar diciéndole: ¿En serio es necesario? Él se encogió de hombros.

– Usted aprecia a la señora Collins, ¿no es así?

– Sí.

Lefebvre, dispuesto a interpretar a su personaje como tocaba, me continuó mirando como si quisiese despellejarme. Se quitó el palillo de la boca y dijo:

– ¡Mentiroso de sábana! [2]

– ¿Perdón?

– Usted -repitió con un furioso y fuerte acento francés-, usted es un mentiroso de sábana.

– Y usted -repliqué-, es una almohada mentirosa.

Berleand se limitó a mirarme.

– Mierda -dije-. Almohada. ¿Lo pesca?

Berleand parecía mortificado. No podía culparlo.

– ¿Ama a Terese Collins? -preguntó.

Me mantuve en la senda de la verdad.

– No lo sé.

– Pero, ¿están unidos?

– No la he visto en años.

– Eso no cambia nada, ¿verdad?

– No. Supongo que no.

– ¿Conoce a Rick Collins?

Por alguna razón, al escuchar decírselo, me sorprendió que Tere-se hubiese tomado su apellido, pero, claro, se conocían desde la universidad. Supongo que es lo natural.

– No.

– ¿Nunca lo conoció?

– Nunca.

– ¿Qué puede decirme de él?

– Nada de nada.

Lefebvre apoyó una mano en mi hombro y apretó un poco.

– Mentiroso de sábana.

Lo miré.

– Por favor, dígame que no es el mismo palillo del aeropuerto. Porque si lo es, esto que estamos haciendo es muy poco higiénico.

– ¿La señora Collins tiene razón? -preguntó el capitán.

Me volví hacia él.

– ¿Qué?

– ¿Es usted bueno encontrando personas?

Me encogí de hombros.

– Creo que sé dónde está Rick Collins.

Berleand miró a Lefebvre. Lefebvre se irguió un poco.

– ¿Ah sí? ¿Y dónde está?

– En alguna morgue cercana -respondí-. Alguien lo asesinó.

7

Berleand me sacó del despacho del Groupe Berleand y giró a la derecha.

– ¿Adónde vamos? -pregunté.

Se secó las manos en las perneras y respondió:

– Usted sígame.

Caminamos por un pasillo con una abertura lateral que caía cinco pisos. Una red de acero cubría el espacio.

– ¿Para qué está la red? -pregunté.

– Hace dos años trajimos a un sospechoso de terrorismo. Una mujer. Cuando caminábamos por este pasillo, sujetó a uno de los guardias e intentó arrojarse con él por encima de la barandilla.

Miré abajo. Era una caída larga.

– ¿Murieron?

– No, otro agente los sujetó por los tobillos. Por eso ahora hay una red.

Subió dos escalones a lo que parecía ser el ático.

– Cuidado con la cabeza -me avisó Berleand.

– ¿Sospechoso de terrorismo?

– Sí.

– ¿Se ocupan del terrorismo?

– Terrorismo, homicidios, los límites ya no están tan claros. Hacemos un poco de todo.

Entramos en el ático. Esta vez tuve que agacharme mucho. Había prendas en unas cuerdas.

– ¿Aquí hacen la colada?

– No.

– ¿De quién son esas prendas?

– De las víctimas. Aquí es donde las secamos.

– Es una broma, ¿no?

– No.

Me detuve y las miré. Había una camisa azul oscura rasgada y cubierta con manchas de sangre.

– ¿Pertenecen éstas a Rick Collins?

– Sígame.

Abrió una ventana y salió al tejado. Se volvió y me miró para que lo siguiese.

– Es una broma, ¿no? -repetí.

– Una de las grandes vistas de París.

– ¿Desde el tejado del 36 Quai des Orfevres?

Salí al tejado de pizarra y vaya si tenía razón en cuanto al panorama. Berleand encendió un cigarrillo, le dio una calada tan grande que creí que todo el cigarrillo se convertiría en ceniza y soltó el humo en una larga exhalación por la nariz.

– ¿Interroga aquí a menudo?

– Para ser sincero, ésta es la primera vez.

– Podría amenazar con tirar a alguien a la calle.

– No es mi estilo.

– Entonces, ¿por qué estamos aquí?

– No se nos permite fumar en el interior del edificio y estaba desesperado por un cigarrillo.

Dio otra profunda calada.

– No me importa cumplir la norma. Solo fumar en la calle. Puedo subir y bajar los cinco pisos a la carrera como una manera de hacer ejercicio. Pero entonces me quedo sin aliento por el tabaco.

– Se anulan el uno al otro -dije.

– Así es.

– Podría pensar en dejarlo.

– Pero entonces no tendría una razón para subir y bajar las escaleras y entonces no haría ejercicio. ¿Me sigue?

– Todo lo que puedo, Berleand.

Se sentó y miró al espacio. Me hizo un gesto para que hiciese lo mismo. Así que ahí estaba yo, en el tejado de una de las jefaturas de policía más famosas del mundo, contemplando la vista más extraordinaria de Nôtre Dame.

– Mire allí.

Señaló por encima de su hombro derecho. Miré a través del Sena y allí estaba: la Torre Eiffel. Sabía lo turístico que es sentirse impresionado por la Torre Eiffel, pero solo la miré por un momento.

– Sorprendente, ¿no?

– La próxima vez que me detenga, no me olvidaré de traer una cámara.

Se echó a reír.

– Su inglés es muy bueno -comenté.

– Nos lo enseñan desde pequeños. También pasé un semestre en el Amherst College en mi juventud y trabajé durante dos años en un programa de intercambio con Quantico. Oh, y tengo todas las series de los Simpson en DVD en versión original.

– Eso debe bastar.

Dio otra calada al cigarrillo.

– ¿Cómo lo asesinaron? -pregunté.

– No debería decir algo así como: «Aja, ¿cómo sabe que lo han asesinado?»Me encogí de hombros.

– Como usted dijo, aquí no investigan infracciones de aparcamiento.

– ¿Qué puede decirme de Rick Collins?

– Nada.

– ¿Qué me dice de Terese Collins?

– ¿Qué quiere saber?

– Es muy hermosa.

– ¿Es eso lo que quiere saber?

– Investigué un poco. Aquí también vemos la CNN, por supuesto. La recuerdo.

– ¿Y?

– Hace una década ella estaba en la cumbre de su profesión. De pronto desapareció y no hay ni una mención de ella en Google desde entonces. Lo averigüé. Ningún empleo. Ningún domicilio, nada.

No respondí.

– ¿Dónde ha estado?

– ¿Por qué no se lo pregunta a ella?

– Porque ahora mismo se lo pregunto a usted.

– Ya se lo he dicho. No la he visto en ocho años.

– ¿No tenía ni idea de dónde estaba?

– No lo sabía.

Sonrió y me señaló moviendo un dedo.

– ¿Qué?

– Ha dicho no lo sabía. Tiempo pasado. Eso implica que ahora sabe dónde ha estado.

– Su buen inglés -dije-. Ha vuelto para perseguirme.

– ¿Entonces?

– Angola -respondí-, o al menos, eso es lo que me dijo.

Asintió. Una sirena de la policía francesa se puso en marcha. Los franceses tienen una sirena diferente a la nuestra: más insistente, horrible, como el hijo preferido de una alarma de coche barata y el timbre de respuesta equivocada de los programas de preguntas y respuestas. Dejamos que rompiese nuestro silencio y esperamos a que se alejase.

– Hizo algunas llamadas, ¿verdad? -pregunté.

– Unas cuantas.

– ¿Y?

No dijo nada más.

– Sabe que yo no lo maté. Ni siquiera estaba en el país.

– Lo sé.

– ¿Pero?

– ¿Puedo ofrecer otro escenario?

– Adelante.

– Terese Collins asesinó a su ex marido -dijo Berleand-. Necesitaba una manera de hacer desaparecer el cuerpo, alguien en quien pudiese confiar para que le ayudara a limpiar el estropicio. Le llamó a usted.

Fruncí el entrecejo.

– ¿Entonces cuando respondí, ella me dijo: «Acabo de matar a mi ex marido en París, por favor ayúdame»?

– Bueno, quizás solo le dijo que volase aquí. Quizás le dijo el propósito después de su llegada.

Sonreí. Eso ya estaba durando demasiado.

– Usted sabe que ella no me dijo eso.

– ¿Cómo podría saberlo?

– Usted nos estaba escuchando.

Berleand no me miró. Continuó fumando y mirando el panorama.

– Cuando me retuvo en el aeropuerto -añadí-, colocó un micro en alguna parte. Quizás en mi zapato. Lo más probable en el móvil.

Era la única cosa que tenía sentido. Encontraron el cuerpo, quizás buscaron en el móvil de Rick Collins o lo que fuese, encontraron que su ex esposa estaba en la ciudad, le pincharon el teléfono, vieron que ella me llamaba, me retuvieron en el aeropuerto lo suficiente para instalar un micro y comenzaron la vigilancia.

Por eso me había mostrado tan sincero con Berleand; él ya conocía todas las respuestas. Había esperado ganarme su confianza.

– Su teléfono móvil -respondió-. Reemplazamos la batería con un aparato de escucha que contiene la misma carga. Es muy nuevo, lo último en tecnología.

– Por lo tanto, sabe que Terese cree que su ex ha desaparecido.

Movió la cabeza atrás y adelante.

– Sabemos que eso fue lo que le dijo.

– Vamos, Berleand. Escuchó su tono. Estaba desesperada de verdad.

– Parecía estarlo -asintió.

– ¿Y?

Apagó la colilla.

– También escuchamos lo que no decía -manifestó Berleand-. Le ha mentido. Usted lo sabe, yo lo sé. Esperaba que quizás usted pudiese sacárselo, pero vio la furgoneta. -Lo pensó un momento-. Fue entonces cuando se dio cuenta de que lo espiábamos.

– Así que ambos somos muy listos.

– O no tan listos como creemos.

– ¿Han informado a los familiares?

– Lo estamos intentando.

Intenté ser sutil, pero de nuevo me dije que ya no valía la pena.

– ¿Quién es el familiar más cercano?

– Su esposa.

– ¿Tiene un nombre?

– Por favor, no abuse -dijo Berleand.

Sacó otro cigarrillo, se lo metió entre los labios y lo dejó colgar mientras lo encendía con una mano, lo cual mostraba que había hecho eso muchas veces antes.

– Encontraron sangre en el escenario del crimen -explicó-. Mucha. La mayor parte pertenecía a la víctima, claro. Pero las pruebas preliminares nos dicen que también había sangre de otra persona. Así que recogimos una muestra de sangre de Terese Collins y haremos una prueba de ADN.

– Ella no lo hizo, Berleand.

Guardó silencio.

– Hay algo más que no me dice -señalé.

– Hay mucho que no le digo. Usted no es parte del Groupe Berleand.

– ¿No me podría nombrar como adjunto o algo así?

Volvió a mostrar aquella expresión mortificada.

– No puede ser una coincidencia -afirmó-. Que lo asesinasen inmediatamente después de la llegada de su ex.

– Usted oyó lo que me dijo. Su ex parecía asustado. Probablemente se había metido en algún lío; por eso le llamó.

Nos interrumpió el móvil. Berleand lo cogió, se lo llevó al oído y escuchó. Seguro que mi nuevo amigo Berleand sería un estupendo jugador de póquer, pero algo ensombreció su rostro y se quedó allí. Ladró algo en francés, claramente enojado a la vez que intrigado. Luego guardó silencio. Después de unos momentos, cerró el móvil, apagó la colilla y se puso de pie.

– ¿Problemas? -pregunté.

– Eche una última mirada. -Berleand se limpió los fondillos con ambas manos-. No permitimos que muchos turistas vengan aquí.

Lo hice. A algunos les puede resultar extraña esta jefatura con su espectacular vista. Decidí aprovechar la oportunidad para mirar y recordar por qué el asesinato era semejante abominación.

– ¿Adónde vamos? -pregunté.

– El laboratorio ha recibido los resultados preliminares del ADN de la sangre.

– ¿Ya?

Se encogió de hombros en un gesto un tanto teatral.

– Nosotros los franceses somos algo más que vino, comida y mujeres.

– Es una pena. ¿Cuál es el resultado?

– Creo -comenzó, mientras se agachaba para atravesar la ventana- que debemos hablar con Terese Collins.

8

La encontramos en la misma celda en la que yo había estado media hora antes.

Tenía los ojos enrojecidos e hinchados. Cuando Berleand abrió la puerta, desapareció toda pretensión de fortaleza. Se abrazó a mí y yo la retuve. Sollozó contra mi pecho. La dejé hacer. Berleand permaneció allí. Lo miré directamente a los ojos. Él hizo otra vez aquel gran encogimiento de hombros.

– Los dejaremos ir a los dos -dijo-, si están de acuerdo en entregar sus pasaportes.

Terese se apartó y me miró. Ambos asentimos.

– Tengo unas preguntas más antes de que se marche -añadió Berleand. ¿Está de acuerdo?

– Me doy cuenta de que soy una sospechosa -manifestó Terese-. La ex esposa en la misma ciudad después de todos estos años, la llamada telefónica entre nosotros, lo que sea. No importa; solo quiero que atrape a quien mató a Rick. Así que pregunte lo que quiera, inspector.

– Aprecio su sinceridad y cooperación. -Parecía ahora titubeante, casi demasiado deliberado. Algo que había escuchado durante aquella llamada telefónica en el tejado lo había desconcertado. Me pregunté qué se traía entre manos.

– ¿Sabía que su ex marido se había vuelto a casar? -preguntó Berleand.

Terese sacudió la cabeza.

– No lo sabía. ¿Cuándo?

– ¿Cuándo qué?

– ¿Cuándo se volvió a casar?

– No lo sé.

– ¿Puedo preguntarle el nombre de su esposa?

– Karen Tower.

Terese casi sonrió.

– ¿La conoce?

– Sí.

Berleand asintió y volvió a frotarse las manos. Esperaba que preguntase cómo conocía a Karen Tower, pero lo dejó correr.

– Hemos recibido los resultados de los análisis de sangre preliminares del laboratorio.

– ¿Ya? -Terese pareció sorprendida-. Pero si he dado la muestra, cuándo, ¿hará una hora?

– No, la suya, no. Ésa llevará un poco más de tiempo. Se trata de la sangre que encontramos en la escena del crimen.

– Ah.

– Algo curioso.

Ambos esperamos. Terese tragó como si estuviese preparándose para recibir un golpe.

– La mayoría de la sangre, para ser precisos casi toda ella, pertenece a la víctima, Rick Collins -respondió Berleand. Su voz era ahora mesurada, como si estuviese intentando abrirse camino entre lo que fuese que iba a decir-. Eso no es una sorpresa.

Seguimos sin decir nada.

– Pero había otra mancha de sangre que encontramos en la alfombra, no muy lejos del cuerpo. No sabemos muy bien cómo llegó allí. Nuestra teoría original también fue la más obvia: hubo una pelea. Rick Collins hirió a su asesino.

– ¿Y entonces? -pregunté.

– En primer lugar, encontramos cabellos rubios con la sangre. Cabellos rubios largos. Como los de una mujer.

– Las mujeres matan.

– Sí, por supuesto.

Él se interrumpió.

– ¿Pero? -dije.

– Pero todavía parece imposible que la sangre sea del asesino.

– ¿Por qué?

– Porque, según las pruebas de ADN, la sangre y el pelo rubio pertenecen a la hija de Rick Collins.

Terese no gritó. Solo dejó escapar un gemido. Le fallaron las rodillas. Me moví deprisa y la sujeté antes de que cayese al suelo. Interrogué a Berleand con la mirada. Él no parecía sorprendido. La observaba; evaluaba esta reacción.

– Usted no tiene hijos, ¿verdad, señora Collins?

Todo el color había desaparecido de su rostro.

– ¿Puede darnos un segundo? -pregunté.

– No, estoy bien -afirmó Terese. Recuperó el control y miró a Berleand con firmeza-. No tengo hijos. Usted ya lo sabía, ¿verdad?

Berleand no respondió.

– Cabrón -le dijo ella.

Quería preguntar qué estaba pasando, pero quizás era el momento de cerrar la boca y escuchar.

– Aún no hemos podido encontrar a Karen Tower -añadió Berleand-. Pero supongo que esta hija era suya.

– Supongo -dijo Terese.

– Usted, por supuesto, no sabía nada de ella.

– Así es.

– ¿Cuánto hace que se divorciaron usted y el señor Collins?

– Nueve años.

Yo ya había tenido suficiente.

– ¿Qué demonios está pasando aquí?

Berleand no me hizo caso.

– Por lo tanto, incluso si su ex marido se casó muy poco después, esta hija en realidad no podría tener más de cuanto, ¿ocho años?

Eso hizo que reinase el silencio en la habitación.

– Por consiguiente -continuó Berleand-, ahora sabemos que la pequeña hija de Rick estuvo en la escena del crimen y que resultó herida. ¿Dónde cree que está ahora?


Optamos por volver a pie al hotel.

Cruzamos el Pont Neuf. El agua tenía un color verde fangoso. Sonaban las campanas de una iglesia. Los paseantes se detenían en mitad del puente y sacaban fotos. Un hombre me pidió que le sacase una a él y la que supuse era su novia. Se pusieron muy juntos. Conté hasta tres y tomé la foto. Luego les pregunté si les importaba que les hiciese otra. Conté de nuevo hasta tres, la hice y entonces me dieron las gracias y se marcharon.

Terese no había dicho ni una palabra.

– ¿Tienes hambre? -le pregunté.

– Tenemos que hablar.

– De acuerdo.

No se detuvo ni un momento al pasar por el Pont Neuf, la Rue Dauphine y el vestíbulo del hotel. El conserje, en el mostrador de recepción, nos saludó con un amable «Bienvenidos», pero ella pasó a su lado con una rápida sonrisa.

Una vez que se cerraron las puertas del ascensor, se volvió hacia mí y me dijo:

– Tú querías conocer mi secreto, lo que me llevó a aquella isla, por qué he estado huyendo durante todos estos años.

– Si quieres decírmelo… -dije de una manera que sonó incluso compasiva a mis propios oídos-. Si puedo ayudar…

– No puedes. Pero de todas maneras debes saberlo.

Bajamos en el cuarto piso. Abrió la puerta de su habitación, me dejó pasar y cerró la puerta. La habitación era de un tamaño normal, pequeña para lo habitual en Estados Unidos, con una escalera de caracol que llevaba a lo que imaginé era el ático. Se parecía mucho a lo que se suponía que era: una casa parisina del siglo xvi, aunque con un televisor de pantalla plana y DVD incorporado.

Terese fue hacia la ventana para alejarse de mí lo más posible.

– Ahora voy a decirte algo, pero quiero que primero me prometas una cosa.

– ¿Qué?

– Prométeme que no intentarás consolarme -dijo.

– No te entiendo.

– Te conozco. Escucharás esta historia y querrás ayudarme. Querrás abrazarme o sujetarme o decir las cosas correctas, porque es así como eres. No lo hagas. Hagas lo que hagas, estaría mal.

– De acuerdo.

– Prométemelo.

– Lo prometo.

Ella se acurrucó todavía más en el rincón. Al diablo con después; yo quería abrazarla ahora.

– No tienes por qué hacerlo -señalé.

– Sí, debo. Solo que no sé cómo.

No dije nada.

– Conocí a Rick en mi primer año en Wesleyan. Yo venía de Shady Hills, Indiana, y era el perfecto cliché: la reina del baile que sale con el capitán del equipo, con todas las posibilidades de éxito, dulce como el azúcar. Yo era aquella niña guapa y empollona que estudia mucho y se pone muy nerviosa pensando que fracasará en el examen y que luego termina antes que todos y comienza a poner aquellos refuerzos en su libreta. ¿Recuerdas aquellas pequeñas cosas blancas que parecían Life Savers de menta, aquellos caramelos que parecían anillas?

No pude evitar la sonrisa.

– Sí.

– También era aquella chica guapa que quiere que todos escarben debajo de la superficie para ver que es algo más que guapa, pero la única razón por la que escarban es porque eres guapa. Ya sabes de qué va.

Lo sabía. Para algunos eso puede sonar poco modesto. No lo era. Era sincero. Como París, Terese no era ciega a su belleza, ni tampoco fingía lo contrario.

– Así que me teñí el pelo rubio de oscuro para parecer más lista y fui a un colegio pequeño de artes liberales del nordeste. Llegué, como muchas otras chicas, con mi cinturón de castidad bien cerrado y solo mi capitán del instituto tenía la llave. Él y yo íbamos a ser la excepción. Íbamos a hacer que la relación a larga distancia durase.

Yo recordaba también a aquellas chicas de mis años en Duke.

– ¿Cuánto crees que duró? -preguntó.

– ¿Dos meses?

– Digamos que uno. Conocí a Rick. Era un torbellino. Listo, divertido y sensual de una manera que jamás había visto antes. Era el radical del campus, con el pelo rizado, penetrantes ojos azules y la barba que rascaba cuando le besaba…

Su voz se apagó.

– No puedo creer que esté muerto. Esto va a sonar vulgar, pero Rick era un alma especial. Era bondadoso de verdad. Creía en la justicia y la humanidad. Y alguien lo mató. Alguien acabó con su vida con toda la intención.

No hice ningún comentario.

– Me estoy desviando -dijo ella.

– No hay prisa.

– Sí, la hay. Necesito acabar con esto. Si me demoro, me detendré, me haré pedazos y nunca me lo sacarás. Es probable que Berleand ya lo sepa. Por eso me dejó ir. Deja que te dé la versión resumida. Rick y yo nos licenciamos, nos casamos y trabajamos como reporteros. Con el tiempo acabamos en la CNN, yo delante de las cámaras, Rick detrás. Esa parte ya te la conté. En algún momento quisimos iniciar una familia. O al menos yo lo quise. Rick, creo, no lo tenía tan claro, o quizás intuía lo que se avecinaba.

Terese se acercó a la ventana, apartó con suavidad la cortina a un lado y miró al exterior. Me acerqué un paso. No sé por qué. Solo que de alguna manera necesitaba hacer el gesto.

– Tuvimos problemas de infertilidad. Me dijeron que era algo común. Muchas parejas los tienen. Pero cuando quieres hacerlo, parece que todas las mujeres que encuentras están embarazadas. La infertilidad es uno de los problemas que crece exponencialmente con el tiempo. Todas las mujeres que conocía eran madres, y todas se veían felices y gratificadas, y todo parecía ser muy natural. Comencé a evitar a las amigas. El matrimonio se resintió. El sexo se convirtió solo en algo para la procreación. Tienes un único objetivo. Recuerdo que hice un reportaje de las madres solteras de Harlem, aquellas chicas de dieciséis años que quedaban embarazadas con tanta facilidad, y comencé a odiarlas porque consideraba que era endiabladamente injusto.

Me daba la espalda. Me senté en una esquina de la cama. Quería verle el rostro, aunque solo fuese una parte. Desde mi nuevo punto de observación, conseguía ver un trozo, quizás una vista de cuarto creciente.

– Continúo yéndome por las ramas.

– Estoy aquí.

– Quizás no lo hago. Quizás necesite contarlo de esta manera.

– De acuerdo.

– Visitamos médicos. Lo intentamos todo. Fue todo bastante horrible. Me inyectaron Pergonal, hormonas y Dios sabe qué. Nos llevó tres años, pero finalmente concebimos. Todos lo llamaron un milagro médico. Al principio, tenía miedo hasta de moverme. Cada dolor, cada punzada, creía que iba a abortar. Pero después de un tiempo, me encantó estar embarazada. ¿No suena antifeminista? Siempre decía que las mujeres que hablan y hablan de sus maravillosos embarazos me irritaban, pero yo era como ellas. Me encantaba. No tenía náuseas. El embarazo nunca se me volvería a presentar, era un milagro, y lo disfrutaba. El tiempo voló y, antes de darme cuenta, tenía una hija de dos kilos y medio. Le pusimos el nombre de Miriam, como mi difunta madre.

Un viento gélido heló mi corazón. Ahora sabía cómo iba a acabar la historia.

– Ahora tendría diecisiete años -dijo Terese con una voz muy distante.

Hay momentos en los que sientes que te invade el silencio, y todo permanece inmóvil y frágil. Nos quedamos así, Terese, yo y nadie más.

– Creo que no ha pasado un día en los últimos diez años sin que no haya intentado imaginar cómo sería ahora. Diecisiete años. En el último año de instituto. Por fin habrían pasado los años rebeldes de la adolescencia. La torpe etapa de la adolescencia se habría acabado, y ella sería hermosa. Volvería a ser mi amiga. Se estaría preparando para entrar en la universidad.

Las lágrimas acudieron a mis ojos. Me moví un poco a la izquierda. Los ojos de Terese estaban secos. Empecé a levantarme. Su cabeza giró de inmediato en mi dirección. No, nada de lágrimas. Algo peor. La devastación total, aquella que hace que las lágrimas parezcan una nadería, impotentes. Levantó una palma en mi dirección como si fuese una cruz y yo un vampiro al que detener.

– Fue culpa mía -dijo.

Comencé a sacudir la cabeza, pero ella cerró los ojos fuertemente como si mi gesto fuese un estallido de luz intolerable. Recordé mi promesa, me aparté e intenté mantener una expresión neutra.

– Se suponía que aquella noche yo no debía trabajar, pero en el último minuto necesitaban a alguien que presentase las noticias de las ocho. Yo estaba en casa. Entonces vivíamos en Londres. Rick estaba en Estambul. Pero las ocho de la noche… no sabes cómo deseaba aquel horario de máxima audiencia. No podía perdérmelo. Aunque Miriam estuviera durmiendo. La carrera, ¿no? Llamé a una buena amiga, a la madrina de Miriam, y le pregunté si podía dejarla con ella unas pocas horas. Dijo que no había ningún problema. Desperté a Miriam y la instalé en el asiento trasero. El reloj corría y me urgía llegar a maquillaje. Así que conduje muy rápido. Las calles estaban mojadas. Así y todo, ya casi estábamos allí; como mucho a unos quinientos metros.

Dicen que no recuerdas los grandes accidentes, sobre todo cuando pierdes el conocimiento. Pero yo lo recuerdo todo. Recuerdo que vi los faros. Giré el volante a la izquierda. Quizás habría sido mejor seguir recto. Matarme yo y salvarla a ella. Pero no, fue un impacto lateral. De su lado. Incluso recuerdo su grito. Fue corto, más como una inspiración. El último sonido que hizo. Yo estuve en coma durante dos semanas, pero como Dios tiene un retorcido sentido del humor, me dejó vivir. Miriam murió en el choque.

Nada.

Ahora tenía miedo de moverme. Tenía la sensación de que la habitación estaba inmóvil, como si incluso las paredes y los muebles estuviesen conteniendo el aliento. No pretendía hacerlo, pero di un paso hacia ella. Me pregunté si esa parte del consuelo a menudo no sería egoísta, si el consolador también lo necesita, incluso más que el consolado.

– No -dijo ella.

Me detuve.

– Por favor, déjame sola. Solo por un momento, ¿de acuerdo?

Asentí, pero ella no me miraba.

– Claro, lo que tú digas -respondí.

No añadió nada más, pero de nuevo había dejado sus deseos bien claros. Así que fui hasta la puerta y salí.

9

Salí a la Rué Dauphine aturdido.

Giré a la izquierda y encontré un lugar en el que se cruzaban cinco calles.

Me senté en la terraza de un café llamado Le Buci. Por lo general, me gusta mirar a la gente, pero era difícil concentrarse. Pensé en la vida de Terese. Ahora lo entendía. Reconstruir tu vida para que se parezca a… ¿exactamente a qué?

Saqué el móvil, y porque sabía que me distraería, llamé a mi oficina. Big Cyndi atendió al segundo timbrazo.

– MB Reps.

La M corresponde a Myron. La B a Bolitar. Reps es porque representamos a personas. Se me ocurrió el nombre a mí sólito. Sin embargo, no hago ninguna alharaca de mis dones para el marketing. Cuando representábamos solo a atletas, la agencia se llamaba MB Sports Reps. Ahora es MB Reps. Haré una pausa hasta que se apaguen los aplausos.

– Uuumm -dije-. ¿La actual Madonna, con el detalle del acento británico?

– Bingo.

Big Cyndi puede imitar vocalmente casi a cualquiera o cualquier acento. Digo «vocalmente», porque cuando una mujer mide más de un metro noventa y pesa ciento cincuenta kilos, es difícil triunfar haciendo imitaciones en directo.

– ¿Está Esperanza?

– Espera un momento.

Esperanza Díaz, más conocida como Pequeña Pocahontas, su nombre de luchadora profesional, era mi socia. Esperanza atendió el teléfono y preguntó:

– ¿Estás follando?

– No.

– Entonces más te vale tener una buena razón para estar ahí. Tienes varias reuniones para esta tarde.

– Sí, lo siento. Escucha, necesito que averigües todo lo que puedas de Rick Collins.

– ¿Quién es?

– El ex de Terese.

– Tío, tienes unas citas románticas la mar de curiosas.

Le expliqué lo que había sucedido. Esperanza se calló y supe por qué. Se preocupa por mí. Win es la roca. Esperanza es el corazón. Cuando acabé la explicación dijo:

– ¿Así que ahora mismo Terese no es una sospechosa?

– No lo sé a ciencia cierta.

– Pero, ¿tiene pinta de un asesinato, un secuestro o algo así?

– Supongo.

– Entonces no sé por qué necesitas involucrarte. No tiene ninguna relación con ella.

– Por supuesto que está relacionado.

– ¿Cómo?

– Rick Collins le llamó. Dijo que era urgente, que lo cambiaría todo, y ahora está muerto.

– Entonces, ¿qué es exactamente lo que piensas hacer? ¿Atrapar al asesino? Deja que lo hagan los polis franceses. Folla o vuelve a casa.

– Solo averigua un poco. Eso es todo. Averigua sobre la nueva esposa y la hija, ¿de acuerdo?

– Sí, lo que quieras. ¿Te importa si se lo digo a Win?

– No.

– Folla o vuelve a casa -repitió-. Es una buena frase.

– Tendría que ser una pegatina.

Colgamos. ¿Y ahora qué? Esperanza tenía razón. Eso no era asunto mío. Si pudiese ayudar de alguna manera a Terese, quizás entonces todo tendría sentido. Pero más allá de mantenerla fuera de problemas -aparte de asegurarme de que no le endosasen un asesinato que no había cometido-, no veía cómo podía ayudarla. Berleand no era el tipo de persona que se lo endosaría.

Por la visión periférica vi que alguien se sentaba a la mesa junto a mí.

Me giré y vi a un hombre con un asomo de pelo en la cabeza afeitada. Tenía cicatrices en el cráneo. Su piel era muy morena, y cuando sonrió vi un diente de oro que hacía juego con la cadena que llevaba colgada alrededor del cuello, a la moda urbana más hortera. Quizás guapo, a la manera de un tío peligroso. Llevaba una camiseta blanca debajo de una camisa gris de manga corta sin abrochar. Pantalones negros.

– Mire debajo de la mesa -me dijo.

– ¿Va a mostrarme la pilila?

– Mire o muera.

Su acento no era francés, algo más suave y más refinado. Casi británico o quizás español, casi aristocrático. Eché la silla hacia atrás y miré. Me apuntaba con un arma.

Dejé mis manos sobre el borde de la mesa e intenté respirar con normalidad. Nos miramos fijamente a los ojos. Luego miré alrededor. Había un hombre con gafas de sol en la esquina sin ningún motivo aparente que intentaba con todas sus fuerzas fingir que no nos estaba mirando.

– Escúcheme o morirá de un disparo.

– ¿Como opuesto a vivirá?

– ¿Qué?

– Morirá de un disparo frente a vivirá de un disparo -dije. Y continué-: No importa.

– ¿Ve aquel vehículo verde de la esquina?

Lo veía, no muy lejos del hombre con las gafas de sol que intentaba no mirarnos. Parecía una minifurgoneta o algo así. Había dos hombres sentados en la cabina. Memoricé el número de la matrícula y comencé a planear mi siguiente movimiento.

– Lo veo.

– Si no quiere que le dispare, siga mis instrucciones al pie de la letra. Nos vamos a levantar poco a poco y usted se meterá en la parte de atrás del vehículo. Sin escándalos…

Fue entonces cuando le estrellé la mesa contra el rostro.

En el momento en el que se sentó a mi lado había comenzado a considerar las alternativas. Ahora lo sabía: se trataba de un secuestro. Si subía al vehículo, estaría acabado. ¿Quién no ha escuchado que cuando alguien desaparece las primeras cuarenta y ocho horas son cruciales? Lo que no te dicen -quizás porque es demasiado evidente- es que cada segundo que pasa hace mucho más difícil encontrar a la víctima.

Lo mismo pasaba ahora. Si me metían en el coche, las posibilidades de que me encontrasen caían en picado. En el momento en que me levantase y lo siguiese hasta el coche, estaría perdido. Él no se esperaba un ataque inmediato. Creía que le escuchaba. Que no era una amenaza. Aún está soltando el discurso ensayado.

Así que opté por el elemento sorpresa.

Él también había desviado la mirada, solo por un segundo, para asegurarse de que el vehículo seguía en su lugar. Era todo lo que necesitaba. Mis manos ya sujetaban la mesa. Los músculos de las piernas se tensaron. Me levanté como un resorte.

La mesa dio de lleno en su rostro. Al mismo tiempo me moví de lado, por si acaso disparaba.

Ni hablar.

Mantuve el impulso y continué moviéndome hacia arriba. Si solo tenía que preocuparme por Cicatrices, mi siguiente paso estaba claro: imposibilitarlo. Lastimarlo, herirlo o acabar con su capacidad de lucha de alguna manera. Pero al menos había otros tres hombres. Mi esperanza era que se dispersasen, pero no podía contar con ello.

Buena decisión. Porque no lo hicieron.

Mis ojos buscaron el arma. Como era de esperar, la había dejado caer con el impacto. Me lancé sobre mi adversario. La mesa todavía estaba caída sobre su rostro. La nuca golpeó contra el pavimento con un sonido hueco.

Fui por el arma.

La gente gritó y se dispersó. Me arrojé al suelo, rodé sobre mí mismo hacia el arma, la cogí y continué rodando. Me levanté sobre una rodilla y apunté al tipo de las gafas que había estado esperando en la esquina.

Él también tenía un arma.

– ¡Quieto! -grité.

Levantó el arma en mi dirección. No vacilé. Le disparé en el pecho.

En el momento de apretar el gatillo rodé hacia la pared. La mini-furgoneta verde aceleraba hacia mí. Sonaron disparos. Esta vez no era una pistola.

Las balas de una metralleta destrozaron la pared.

Más gritos.

No había contado con eso. Mis cálculos solo me incluían a mí. Había transeúntes y me enfrentaba a unos locos perdidos que parecían estar muy dispuestos a herir a cualquiera, incluyendo a los transeúntes.

Vi al primer hombre, Cicatrices, al que le había golpeado con la mesa, que se sacudía. Gafas había caído. La sangre me subió a las orejas. Oía mi propia respiración.

Tenía que moverme.

– ¡Todo el mundo al suelo! -le grité a la multitud, y entonces, porque piensas cosas raras incluso en momentos como éste, me pregunté cómo se decía eso en francés o si podían traducirlo o, bueno, el fuego de ametralladora les daría una pista.

Agachado, corrí en la dirección opuesta al movimiento de la furgoneta, hacia donde había estado aparcada. Escuché el chirrido de los neumáticos. Más disparos. Llegué a la esquina y continué corriendo.

Me encontraba de nuevo en la Rué Dauphine. El hotel estaba a unos noventa metros.

¿Podía llegar?

Me arriesgué a mirar atrás. La furgoneta había retrocedido para dar la vuelta. Busqué una calle o un callejón en el que meterme.

Nada. ¿O quizás…?

Había una callejuela al otro lado. Pensé en cruzar, pero entonces quedaría más expuesto. La furgoneta avanzaba hacia mí a toda velocidad. El cañón de un arma asomaba por una ventanilla.

Estaba muy al descubierto.

Movía las piernas como pistones. Mantenía la cabeza gacha, como si eso fuese a convertirme en un blanco más pequeño. Había personas en la calle. Algunas dedujeron lo que estaba pasando y se dispersaron. A otras me las llevé por delante y las hice caer.

– ¡Agáchense! -gritaba porque tenía que gritar alguna cosa.

Otra descarga. Sentí como una bala pasaba por encima de mi cabeza, noté el aire que me movía el pelo.

Entonces escuché las sirenas.

Era otra de aquellas horrorosas sirenas francesas, el pitido corto y estridente; nunca creí que me alegraría tanto de escuchar aquel horrible sonido.

La furgoneta se detuvo. Me moví a un lado y me aplasté contra la pared. La furgoneta dio marcha atrás para dirigirse hacia la esquina. Tenía el arma en la mano y me pregunté si debía disparar. La furgoneta probablemente estaba muy lejos y había demasiados transeúntes en el camino. Ya había sido bastante temerario.

No me gustaba la idea de que huyesen, pero no quería ver las calles acribilladas por más balas.

Se abrió la puerta trasera del vehículo. Vi aparecer a un hombre. Cicatrices se había levantado. Había sangre en su rostro y me pregunté si le habría roto la nariz. Dos días, dos narices rotas. Un buen trabajo si cobrase por ello.

Cicatrices necesitaba ayuda. Miró a lo largo de la calle en mi dirección, pero yo estaba demasiado lejos como para que me viese. Resistí la tentación de saludarlo. Escuché de nuevo las sirenas, que se acercaban. Me giré y vi que dos coches de la poli venían hacia mí.

Los polis se apearon de un salto y me apuntaron con las armas. Por un momento me quedé sorprendido, dispuesto a explicar que aquí yo era el bueno, pero entonces quedó claro. Sujetaba un arma en la mano. Había disparado a alguien.

Los polis gritaron algo que deduje era una orden para que me quedase quieto y levantase las manos, y fue lo que hice. Dejé caer el arma al pavimento y me agaché con una rodilla en el suelo. Los polis corrieron hacia mí.

Miré de nuevo hacia la furgoneta. Quería señalársela a los polis, decirles que la persiguiesen, pero sabía cómo interpretarían cualquier movimiento súbito. Los polis me gritaban órdenes y yo no entendía ninguna de ellas, así que me mantuve inmóvil.

Entonces vi algo que me hizo pensar en echar mano a la pistola.

La puerta trasera de la furgoneta estaba abierta. Cicatrices estaba subiendo. El otro hombre saltó detrás de él y comenzó a cerrar las puertas en el momento en que la furgoneta comenzaba a moverse. El ángulo cambió y solo por un segundo -en realidad menos tiempo, quizás medio segundo- pude ver el interior.

Estaba a bastante distancia, quizás entre sesenta y setenta metros, así que puedo estar equivocado. A lo mejor no estaba viendo lo que creía ver.

Me dominó el miedo. No pude evitarlo; comencé a levantarme. Así estaba de desesperado. Estaba preparado para coger el arma y disparar a los neumáticos. Pero ahora tenía a los polis encima. No sé cuántos eran. Cuatro o cinco. Se lanzaron contra mí y me aplastaron contra el pavimento.

Me resistí y sentí algo agudo, tal vez el extremo de una porra, que se clavaba en los riñones. No me detuve.

– ¡La furgoneta verde! -grité.

Eran demasiados. Sentí que me tiraban los brazos hacia atrás.

– Por favor -fui consciente del miedo desbocado en mi voz e intenté dominarlo-, tienen que detenerlos.

Mis palabras no obtuvieron ningún resultado. La furgoneta había desaparecido. Cerré los ojos e intenté retener el recuerdo de aquel medio segundo. Porque lo que había visto en el interior -o lo que creía haber visto- antes de que se cerrasen las puertas de la furgoneta y se la tragasen por entero era una muchacha con largos cabellos rubios.

10

Dos horas más tarde, estaba en mi apestosa celda en el 36 Quai des Orfevres.

La policía me interrogó durante mucho tiempo. Intenté explicarme lo más llanamente posible y les rogué que buscasen a Berleand. Procuré mantener mi voz firme mientras les decía que buscasen a Terese Collins en el hotel -me preocupaba que el que había venido a por mí pudiese estar interesado también en ella- y sobre todo repetí el número de matrícula de la furgoneta y les dije que la víctima de un secuestro podía estar en la parte trasera.

Primero me dejaron en la calle, lo que era curioso, pero también tenía sentido. Estaba esposado y tenía a dos agentes conmigo todo el tiempo, cada uno sujetándome de un codo. Querían que les explicase qué había pasado.

Me llevaron de nuevo al café Le Buci, en la esquina. La mesa todavía estaba volcada. Había una mancha de sangre en ella. Expliqué lo que había hecho. Ningún testigo había visto a Cicatrices empuñar el arma, solo mi contraataque. Al hombre al que había herido de un disparo se lo habían llevado en una ambulancia. Esperaba que eso significase que estaba vivo.

– Por favor -dije por enésima vez-, el capitán Berleand puede explicarlo todo.

A juzgar por su lenguaje corporal, llegué a la conclusión de que los polis se mostraban un tanto escépticos y aburridos acerca de todo lo que yo decía. Pero no puedes juzgar por el lenguaje corporal. Lo he aprendido a lo largo de los años. Los polis son siempre escépticos; además, de ese modo consiguen más información. Siempre se comportan como si no te creyesen y sigues hablando, intentas defenderte, explicarte y dices cosas que quizás no deberías.

– Tienen que encontrar la furgoneta -repetí-, y de nuevo recité el número de la matrícula como si fuese un mantra.

– Mi amiga se aloja en el D'Aubusson. -Señalé por la calle Rué Dauphine, di el nombre de Terese y el número de habitación.

A todo esto, los polis asentían y respondían con preguntas que no tenían nada que ver con lo que acababa de decir. Contesté las preguntas y continuaron mirándome como si cada palabra que saliera de mi boca fuese un invento.

Entonces me metieron de nuevo en la celda. No creo que nadie la haya limpiado desde mi última visita. O desde que murió De Gaulle. Me preocupaba Terese. Además estaba un tanto preocupado por mí mismo. Le había disparado a un hombre en un país extranjero. Eso se podía demostrar. Lo que no era demostrable -lo que sería difícil, por no decir imposible de corroborar- era mi versión del incidente.

¿Le había disparado a aquel tipo?

Sin ninguna duda. Tenía un arma en la mano.

¿Me hubiese disparado a mí?

No esperé a saberlo. Así que disparé primero. ¿Cómo haces algo así aquí, en Francia?

Me pregunté si alguien más había resultado herido. Había visto más de una ambulancia. Supongo que algún inocente había sido alcanzado por el fuego de la ametralladora. Eso iba a recaer sobre mí. Supongo que si me hubiese ido con Cicatrices, ahora estaría con la chica rubia. Para que hablen de estar aterrorizado. ¿Qué estaría pensando y sintiendo aquella chica, en la caja de la furgoneta, probablemente herida dado que había sangre en la escena del crimen de su padre?

¿Había sido testigo del asesinato de su padre?

Vaya, no nos adelantemos tanto.

– La próxima vez, le sugiero que contrate a un guía particular. Son demasiados los turistas que intentan recorrer París por su cuenta y se meten en problemas.

Era Berleand.

– Vi a una chica rubia en la parte de atrás de la furgoneta -dije.

– Eso he oído.

– Dejé a Terese en el hotel.

– Se marchó unos cinco minutos después que usted.

Permanecí detrás de la puerta de cristal, a la espera de que la abriese. No lo hizo. Pensé en lo que acababa de decirme.

– ¿Nos tenía vigilados?

– No tengo personal para vigilarlos a los dos -respondió-. Pero dígame: ¿cómo interpretó lo que le contó acerca del accidente de coche?

– ¿Cómo…? -Ahora lo entendía-. ¿Puso micros en nuestra habitación?

Berleand asintió.

– No se puede decir que follase mucho.

– Muy gracioso.

– O patético -replicó-. ¿Qué le pareció su relato?

– ¿Qué quiere decir con eso de que qué me pareció su relato? Es horrible.

– ¿Usted la creyó?

– Por supuesto. ¿Quién se inventaría algo así?

Algo pasó por su rostro.

– ¿Me está diciendo que no es verdad?

– No. Todo parece ser correcto. Miriam Collins, de siete años de edad, murió en un accidente cerca de la autopista A-40 en Londres. Terese sufrió heridas graves. He pedido que me manden todo el expediente a mi despacho para repasarlo.

– ¿Por qué? Pasó hace diez años. No tiene nada que ver con esto.

No me respondió. Se acomodó las gafas sobre el puente de la nariz. Me sentí como un perro en exhibición en la celda de plexiglás.

– Supongo que sus colegas de la escena del crimen le han informado de lo que pasó -dije.

– Sí.

– Tienen que encontrar la furgoneta verde.

– Ya la encontramos -respondió Berleand.

Me acerqué más a la puerta.

– La furgoneta era de alquiler -dijo Berleand-. La abandonaron en el aeropuerto Charles de Gaulle.

– ¿La alquilaron con una tarjeta de crédito?

– Sí. Con un nombre falso.

– Tiene que impedir que despegue cualquier vuelo.

– ¿En el aeropuerto más grande del país? -Berleand frunció el entrecejo-. ¿Alguna otra sugerencia para evitar crímenes?

– Solo estoy diciendo…

– Fue hace dos horas. Si tenían que volar ya se han ido.

Otro poli entró en la habitación, le dio a Berleand un papel y se marchó. Berleand la leyó.

– ¿Qué es eso? -pregunté.

– La carta para la cena. Vamos a probar la comida de otro restaurante.

No hice caso del pobre intento humorístico de Berleand.

– Usted sabe que esto no es una coincidencia. Vi a una muchacha rubia en la parte de atrás de la furgoneta.

Él continuaba con la lectura.

– Lo mencionó, sí.

– Podría ser la hija de Collins.

– Lo dudo -dijo Berleand.

Esperé.

– Encontramos a la esposa -dijo Berleand-. Karen Tower. Está bien. Ni siquiera sabía que su marido estaba en París.

– ¿Dónde creía que estaba?

– Aún no sé todos los detalles. Ahora viven en Londres. Scotland Yard se encargó de comunicarle la noticia. Al parecer tenían algunas dificultades matrimoniales.

– ¿Qué pasa con la hija?

– Bueno, ahí está el problema -dijo Berleand. No tienen ninguna hija. Tienen un niño de cuatro años. Está en su casa sano y salvo, con su madre.

Intenté procesar la información.

– La prueba del ADN demostró que la sangre era de la hija de Rick Collins -comencé.

– Sí.

– ¿Sin ninguna duda?

– Ninguna.

– ¿El pelo rubio largo estaba relacionado con la sangre? -pregunté.

– Sí.

– Entonces Rick Collins tiene una hija con pelo largo y rubio -dije más para mí mismo que para él. No tardé mucho tiempo en pensar en otro escenario alternativo. Quizás fue porque estaba en Francia, la supuesta tierra de las amantes. Incluso el anterior presidente había reconocido abiertamente que tenía una, ¿no?

– Una segunda familia -dije.

Claro que no eran solo los franceses. Estaba aquel político de Nueva York al que pillaron conduciendo borracho de camino a visitar a su segunda familia. Los hombres suelen tener hijos con sus amantes. Si añadimos la creencia de Berleand de que había dificultades matrimoniales entre Rick Collins y Karen Tower no había más que sumar. Aún quedaban grandes agujeros por llenar -por ejemplo por qué Collins llamaría a Terese, su primera esposa, para decirle que era urgente que lo viese en París-, pero hay que ir paso a paso.

Comencé a explicarle mi teoría a Berleand, pero vi que no le convencía lo más mínimo, así que interrumpí el rollo.

– ¿Qué es lo que no veo? -pregunté.

Sonó el móvil. De nuevo Berleand habló en francés y me dejó en ascuas. Tenía que ir a un curso de la Berlitz, o hacer algo cuando volviese a casa. Cuando colgó, se apresuró a abrir la puerta y me hizo un gesto para que saliese. Lo hice. Echó a andar por el pasillo a paso ligero.

– ¿Berleand?

– Venga. Tengo que enseñarle algo.

Volvimos a la sala del Groupe Berleand. Lefebvre estaba allí. Me miró como si yo hubiese acabado de salir por el ano de su peor enemigo. Estaba conectando otra pantalla al ordenador, una pantalla plana de treinta pulgadas.

– ¿Qué está pasando? -pregunté.

Berleand se sentó al teclado. Lefebvre se apartó. Había otros dos polis en la sala. Ellos también permanecieron junto a la pared. Berleand miró la pantalla y luego el teclado. Frunció el entrecejo. En la mesa tenía una caja de toallitas de papel. Cogió una y comenzó a limpiar el teclado.

Lefebvre dijo algo en francés que sonó como una queja.

Berleand replicó, señalando el teclado. Acabó de limpiarlo y comenzó a escribir.

– La chica rubia de la furgoneta -me dijo Berleand-. ¿Cuántos años diría que tenía?

– No lo sé.

– Piense.

Lo intenté; sacudí la cabeza.

– Todo lo que vi fue el pelo largo rubio.

– Siéntese.

Acerqué una silla. Él abrió un correo y descargó un archivo.

– Llegará más vídeo -explicó-, pero esta foto es la más clara.

– ¿De qué?

– De la cámara de vigilancia del aparcamiento del aeropuerto De Gaulle.

Apareció una foto en color; yo esperaba algo granuloso en blanco y negro, pero ésta era bastante clara. Centenares de coches -claro, era un aparcamiento-, pero también personas. Miré con atención.

Berleand me señaló la esquina superior derecha.

– ¿Son ellos?

La cámara estaba tan lejos que los sujetos solo se veían a gran distancia. Eran tres hombres. Uno se cubría el rostro con algo blanco, quizás una camisa, para contener la sangre. Cicatrices.

Asentí.

La chica rubia también estaba allí, pero ahora entendí la pregunta. Desde ese ángulo -una toma desde atrás- no podía decir la edad, pero desde luego no tenía seis o siete o siquiera diez o doce años, a menos que fuese de una estatura fuera de lo normal. Era una muchacha crecida. Las prendas sugerían una adolescente, alguien joven, pero en estos días es difícil saberlo a ciencia cierta.

La rubia caminaba entre dos hombres normales. Cicatrices estaba en el extremo derecho.

– Son ellos -dije. Después añadí-: ¿Por qué supusimos que la hija debería de tener unos siete u ocho años? Por el pelo rubio, supongo. Eso me desconcertó. Mi reacción fue exagerada.

– No estoy seguro.

Miré a Berleand. Se quitó las gafas, las dejó sobre la mesa y se frotó el rostro con las dos manos. Ordenó algo en francés. Los tres hombres, incluido Lefebvre, salieron de la habitación. Nos quedamos solos.

– ¿Qué demonios está pasando? -pregunté.

Dejó de frotarse la cara y me miró.

– ¿Es consciente de que nadie más en el café vio al otro hombre apuntarle con un arma?

– Claro que nadie más lo vio. Estaba debajo de la mesa.

– La mayoría de las personas hubiesen levantado las manos y se hubieran marchado en silencio. La mayoría de las personas no hubiesen pensado en aplastar el rostro del hombre con una mesa, cogerle el arma y disparar a su cómplice en medio de un bulevar.

Esperé a que dijese algo más. Como no lo hizo, añadí:

– ¿Qué puedo decir? Soy la hostia.

– El hombre al que le disparó; iba desarmado.

– No cuando le disparé. Sus cómplices se llevaron el arma cuando escaparon. Usted lo sabe, Berleand. Sabe que no me he inventado nada.

Nos sentamos allí durante otro minuto. Berleand miraba la pantalla.

– ¿A qué estamos esperando?

– A que llegue el vídeo -respondió.

– ¿De?

– De la muchacha rubia.

– ¿Por qué?

No respondió. Pasaron otros cinco minutos. Lo acribillé a preguntas. No me hizo caso. Por fin sonó el correo y llegó un vídeo muy corto del aparcamiento. Apretó el botón de play y se echó hacia atrás.

Ahora veíamos a la muchacha rubia con mayor claridad. Desde luego era una adolescente: quizás dieciséis o diecisiete años. Tenía el pelo largo y rubio. El punto de toma aún estaba demasiado lejos para ver bien las facciones, pero había algo conocido en ella, en la manera como erguía la cabeza, la manera como sus hombros se echaban hacia atrás, la postura perfecta…

– Hicimos una prueba de ADN preliminar de aquella muestra de sangre y del pelo rubio -dijo Berleand.

La temperatura en la habitación bajó diez grados. Aparté la mirada de la pantalla y lo miré.

– No solo es la hija del marido -explicó Berleand, con un gesto hacia la rubia de la pantalla-. También es la hija de Terese Collins.

11

Tardé un tiempo en poder articular palabra.

– Dijo preliminar.

Berleand asintió.

– La prueba de ADN definitiva tardará algunas horas más.

– Por lo tanto, podría estar equivocado.

– Poco probable.

– Pero, ¿se han dado casos?

– Sí. Tuve un caso en el que detuvimos a un hombre basándonos en una prueba preliminar como ésta. Resultó que era de su hermano. También sé de un caso de paternidad en el que una mujer llevó a juicio a su novio por la custodia de un hijo. Él afirmaba que el bebé no era suyo. La prueba preliminar de ADN daba una precisión absoluta, pero cuando el laboratorio la examinó a fondo, resultó que era del padre del novio.

Pensé.

– ¿Terese Collins tiene alguna hermana? -preguntó Berleand.

– No lo sé.

Berleand hizo un gesto.

– ¿Qué? -pregunté.

– Ustedes dos tienen una relación muy especial, ¿verdad?

No hice caso de la insinuación.

– ¿Qué pasa ahora?

– Necesitamos que llame a Terese Collins -respondió Berleand-. Así podremos interrogarla un poco más.

– ¿Por qué no le llama usted?

– Lo hicimos. No atiende la llamada.

Me pasó mi móvil. Lo encendí. Una llamada perdida. No me molesté en ver quién era. Había un correo basura con el siguiente texto: «Cuando Peggy Lee cantaba "¿Eso es todo lo que hay?", ¿hablaba de la serpiente en tus pantalones? Tu pequeña pilila necesita Viagra en 86BR22.com».

– ¿Todo eso qué significa? -preguntó Berleand después de leerlo por encima de mi hombro.

– Una de mis viejas novias ha estado hablando fuera de la escuela.

– Su autocrítica -dijo Berleand- es muy encantadora.

Marqué el número de Terese. Sonó durante un rato y luego apareció el buzón de voz. Le dejé un mensaje y colgué.

– ¿Y ahora qué?

– ¿Sabe rastrear la localización de un teléfono móvil? -preguntó.

– Sí.

– También debe de saber que mientras el teléfono está encendido, incluso aunque no se haga ninguna llamada, podemos triangular las coordenadas y localizarlo.

– Sí.

– Por lo tanto no nos preocupábamos en seguir a la señora Collins. Para eso tenemos la tecnología. Pero hace cosa de una hora, apagó el teléfono.

– Quizás se quedó sin batería -dije.

Berleand me miró con el entrecejo fruncido.

– O quizás solo necesitaba un descanso. Usted sabe que tuvo que ser duro hablarme del accidente de coche.

– Entonces, ¿desconecta el teléfono para alejarse de todo?

– Claro.

– ¿En lugar de silenciar el timbre -añadió-, la señora Collins desconecta el teléfono?

– ¿No le convence?

– Por favor. Aún podemos buscar en sus listados de llamadas, ver quién le llamó o a quién llamó. Hace cosa de una hora, la señora Collins recibió la única llamada del día.

– ¿De quién?

– No lo sé. El número rebotó a algún teléfono de Hungría y luego pasó a una página web y entonces lo perdimos. La llamada duró dos minutos. Después de eso, desconectó el teléfono. En aquel momento estaba en el museo Rodin. Ahora no tenemos ni idea de dónde está.

No dije nada.

– ¿Se le ocurre alguna idea?

– ¿De Rodin? Me encanta El Pensador.

– Me mata con sus chistes, Myron. De verdad.

– ¿Va a retenerme?

– Tengo su pasaporte. Puede irse, pero por favor, permanezca en su hotel.

– Donde podrá escucharme -dije.

– Piénselo de esta manera -manifestó Berleand-. Si finalmente tiene suerte, quizás yo pueda encontrar algunas pistas.

El proceso de soltarme llevó unos veinte minutos. Comencé a caminar por el Quai des Orfèvres hacia el Pont Neuf. Me pregunté cuánto tardaría. Existía la posibilidad de que Berleand ya me estuviese vigilando, pero lo consideré poco probable.

Delante había un coche con la matrícula 97 CS 33.

El código no podía haber sido más simple. El correo basura decía 86 BR 22. Solo tenías que sumarle uno a cada elemento. El ocho se convierte en nueve. La B se convierte en C. Cuando me acerqué al coche, cayó un trozo de papel por la ventanilla del conductor. Estaba pegado a una moneda para que no volase.

Exhalé un suspiro. Primero el código elemental, ahora esto. ¿James Bond se había decidido por la tecnología antigua?

Recogí la nota.


1 RUÉ DU PONT NEUF, QUINTO PISO.

ARROJE EL MÓVIL EN EL ASIENTO TRASERO.


Lo hice. El coche se puso en marcha con mi teléfono encendido en el asiento trasero. Que lo rastreasen. Giré a la derecha. Era el edificio Louis Vouitton, aquel con la cúpula de cristal en la azotea. La tienda de Kenzo estaba en la planta baja y me sentí como un paleto solo con abrir la puerta. Entré en el ascensor de cristal y vi que el quinto piso correspondía a un restaurante llamado Kong.

Cuando el ascensor se detuvo, me recibió una azafata vestida de negro. Medía más de un metro ochenta, vestía un traje negro ajustado como un torniquete y era tan delgada como una lombriz.

– ¿Señor Bolitar? -preguntó.

– Sí.

– Por aquí.

Me llevó por unas escaleras que brillaban en un verde fluorescente que daba acceso a la cúpula de cristal. Podría tildar el Kong de ultramoderno, pero ya estaba casi más allá de eso, algo así como un ultramoderno postmoderno. La decoración era como una geisha futurista. Había televisores de plasma con imágenes de preciosas mujeres asiáticas que te guiñaban a tu paso. Las sillas eran de acrílico transparente, excepto por los rostros impresos de hermosas mujeres con extraños peinados. Los rostros resplandecían, como si tuvieran una luz cada uno. El efecto era un tanto siniestro.

Por encima de mi cabeza colgaba el gigantesco tapiz de una geisha. Los clientes vestían en el mismo estilo que la azafata: elegante y de negro. Lo que hacía que ese lugar funcionase, lo que conseguía que todo fuese fantástico, era la sensacional vista del Sena, casi tan buena como la de la jefatura de policía, y allí, en la mesa con la mejor vista de todas, estaba Win.

– Te he pedido foie gras -dijo.

– Algún día alguien acabará por descubrir nuestro viejo truco.

– Aún no lo han hecho.

Me senté a la mesa.

– Este lugar me resulta conocido.

– Apareció en una película francesa con Francois Cluzet y Kristin Scott Thomas -respondió Win-. Se sentaron a esta misma mesa.

– ¿Kristin Scott Thomas en una película francesa?

– Vivió aquí durante cuatro años y habla un francés fluido.

No me explico cómo Win sabe cosas como ésas.

– En cualquier caso -continuó Win-, quizás por eso el restaurante te está causando, para mantenernos dentro de nuestro entorno francés, un déjà vu.

Sacudí la cabeza.

– No veo películas francesas.

– Oh -dijo Win con un sonoro suspiro-, quizás recuerdas a Sarah Jessica Parker comiendo aquí en el último capítulo de Sexo en Nueva York.

– Bingo -exclamé.

Llegó el foie gras, hígado de oca para los no iniciados. Estaba muerto de hambre y comencé. Sé que las personas defensoras de los derechos de los animales me crucificarían, pero no puedo evitarlo. Adoro el foie gras. Win ya había servido el vino tinto. Bebí un sorbo. No soy un experto, pero sabía como si algún dios hubiese pisado las uvas en persona.

– Supongo que ahora ya conoces el secreto de Terese -manifestó Win.

Asentí.

– Te dije que era duro.

– ¿Cómo te enteraste?

– No fue difícil de descubrir -afirmó Win.

– Permíteme que te lo plantee de otra manera. ¿Por qué te interesó averiguarlo?

– Hace nueve años te fugaste con ella.

– ¿Y?

– Ni siquiera me dijiste adonde ibas.

– Insisto, ¿y?

– Eras vulnerable, así que hice algunas averiguaciones.

– No te correspondía.

– Quizás no.

Comimos un poco más.

– ¿Cuándo llegaste? -pregunté.

– Esperanza me llamó después de vuestra conversación. Mandé que el avión diese la vuelta y vine hacia aquí. Cuando llegué a tu hotel, acababan de arrestarte. Hice algunas llamadas.

– ¿Dónde está Terese?

Supuse que Win había sido quien le había llamado para sacarla de la ratonera.

– Nos encontraremos con ella muy pronto. Ponme al corriente.

Lo hice. No dijo nada. Unió la punta de los dedos para formar una capilla. Win siempre forma una capilla con los dedos. Cuando lo hago yo resulta ridículo. Cuando lo hace él, con las uñas tan bien cuidadas, en cierta forma funciona. Cuando acabé, Win dijo:

– La hostia.

– Buen resumen.

– ¿Cuánto sabes de su accidente? -preguntó.

– Solo lo que te acabo de decir.

– Terese nunca vio el cuerpo -señaló Win-. Eso es algo un tanto curioso.

– Estuvo inconsciente durante dos semanas. No puedes tener un cadáver fuera de la tierra durante tanto tiempo.

– Así y todo -Win movió los dedos-, ¿por qué ahora su difunto ex dijo que aquello que le diría lo cambiaría todo?

Yo también había pensado en eso. Había pensado en el extraño tono de su voz, casi de pánico.

– Tiene que haber alguna otra explicación. Como dije, las pruebas de ADN son preliminares.

– Obviamente, te habrás dado cuenta de que los polis te dejaron ir con la esperanza de que los llevases hasta Terese.

– Lo sé.

– Pero eso no ocurrirá -dijo Win.

– También lo sé.

– Entonces, ¿ahora qué? -preguntó Win.

Eso me sorprendió.

– ¿No vas a intentar convencerme de que no la ayude?

– ¿Serviría de algo que lo hiciese?

– Probablemente no.

– Entonces quizás sea divertido -opinó Win-, y también hay una razón mucho más importante para continuar esta búsqueda.

– ¿De qué se trata?

– Te lo diré más tarde. ¿Así que ahora adonde, jefe?

– No estoy seguro. Me gustaría hablar con la esposa de Rick Co-llins; vive en Londres, pero Berleand tiene mi pasaporte.

Sonó el móvil de Win. Atendió la llamada.

– Articule.

Detesto que diga eso.

Colgó.

– Pues entonces, Londres.

– Acabo de decirte…

Win se levantó.

– Hay un túnel en el sótano de este edificio. Lleva al edificio contiguo. Tengo un coche esperando. Mi avión está en un pequeño aeropuerto cerca de Versailles. Terese está allí. Tengo documentación para los dos. Por favor, date prisa.

– ¿Qué ha pasado?

– Mi gran razón para querer continuar con esta búsqueda. El hombre al que le disparaste hace unas horas acaba de morir. La policía quiere detenerte por asesinato. Creo que quizás tendremos que actuar para limpiar tu nombre.

12

Cuando le dije a Terese el resultado de la prueba de ADN, esperé una reacción diferente.

Terese y yo estábamos en la sala del avión de Win, un Boeing que le había comprado hacía poco a un rapero. Las butacas eran enormes y de cuero. Había una gran pantalla plana de televisión, un sofá, una mullida alfombra y revestimientos de madera. El avión también tenía un comedor y, detrás, un dormitorio separado.

Por si acaso no se han dado cuenta, Win está forrado.

Ganó el dinero al viejo estilo: lo heredó. Su familia era propietaria de Lock-Horne Investments, todavía una de las principales en Wall Street, y Win había cogido sus miles de millones para transformarlos en billones.

La «azafata» -pongo las comillas porque dudo que tuviese mucha preparación en el oficio- era despampanante, asiática, joven y, conociendo a Win, probablemente muy flexible. La placa de identificación ponía «Mii». Su vestimenta parecía sacada de un anuncio de la Pan Am de 1968, con el traje chaqueta, una blusa con encajes e incluso el sombrero bombonera.

Cuando comenzamos a subir, Win dijo:

– El sombrero bombonera.

– Sí -respondí-, hace que te olvides de todo lo demás.

– Me gusta que lleve el sombrero bombonera a todas horas.

– Por favor no entres en más detalles.

Win sonrió.

– Su nombre es Mii.

– Lo he leído en la placa.

– Es algo así como no solo va de ti, Myron, también va de Mii. O yo disfruto teniendo conocimiento carnal solo con Mii.

Me limité a mirarlo.

– Mii y yo nos quedaremos atrás para que tú y Terese podáis tener algo de intimidad.

– ¿Atrás, en el dormitorio?

Win me palmeó la espalda.

– Siéntete bien contigo mismo, Myron. Después de todo, yo me siento bien con Mii.

– Por favor, déjalo ya.

Entré en la cabina. Terese estaba allí. Cuando le hablé del asalto y posterior tiroteo, se mostró muy preocupada. Cuando abordé lo del análisis de ADN que señalaba que ella era la madre de la chica rubia -primero utilizando palabras como «preliminar» e «incompleto» hasta el punto que temí aburrirla- me sorprendió.

Apenas reaccionó.

– ¿Estás diciendo que el análisis de sangre muestra que podría ser la madre de la muchacha?

De hecho, el análisis de ADN preliminar mostraba que ella era la madre de la muchacha, pero quizás eso era algo excesivo para recalcarlo en ese momento. Así que me limité a decir:

– Sí.

De nuevo eso no pareció afectarla. Terese entrecerró los ojos como si tuviese dificultades para escuchar. Hubo un pequeño y casi del todo imperceptible gesto en los ojos. Pero eso fue todo.

– ¿Cómo puede ser?

No dije nada; me encogí de hombros.

Nunca subestimes el poder de la negación. Terese se la sacudió de encima, adoptó la personalidad de reportera y me acribilló a preguntas. Le dije todo lo que sabía. Empezó a quedarse sin respiración. Intentaba contenerse, tanto que veía el temblor en sus labios.

Pero no había lágrimas.

Quería tocarla y no podía. No estoy seguro de por qué. Así que continué sentado y esperé. Ninguno de los dos lo dijo, como si las palabras pudiesen reventar aquella frágil burbuja de esperanza. Sin embargo estaba allí, el proverbial elefante en la habitación, y ambos lo veíamos y lo evitábamos.

Algunas veces las preguntas de Terese parecían profundizar, apuntando coléricamente hacia lo que quizás su ex, Rick, había hecho, o quizás solo para mantener controlada la esperanza. Finalmente se echó hacia atrás, se mordió el labio inferior y parpadeó.

– Entonces, ¿adónde vamos ahora? -preguntó.

– A Londres. Pensé que a lo mejor deberíamos hablar con la esposa de Rick.

– Karen.

– ¿La conoces?

– Sí, la conozco. -Me miró-. ¿Recuerdas que te mencioné que llevaba a Miriam a la casa de una amiga cuando tuve el accidente?

– Sí. ¿Karen Tower era esa amiga?

Ella asintió.

El avión llegó a la altura de crucero. El piloto lo comunicó por el altavoz. Yo tenía otro millón más de preguntas, pero Terese cerró los ojos. Esperé.

– ¿Myron?

– ¿Sí?

– No lo digamos. Todavía no. Ambos sabemos que está aquí con nosotros. Pero no lo verbalicemos, ¿vale?

– Vale.

Abrió los ojos y desvió la mirada. Lo comprendí. El momento era demasiado emotivo incluso para el contacto visual. Como si le hubiesen dado entrada, Win abrió la puerta del dormitorio. Mii, la azafata, tenía puesto el sombrero bombonera y todo lo demás. Win también iba todo vestido y me hizo un gesto para que me uniese a él en el dormitorio.

– Me gusta el sombrero bombonera -comentó.

– Eso dijiste.

– Le queda bien a Mii.

Lo miré. Me hizo entrar en el dormitorio y cerró la puerta. El dormitorio estaba empapelado con un papel que imitaba la piel de tigre, y las mantas, la piel de cebra. Miré a Win.

– ¿Estás canalizando a tu Elvis interior?

– El rapero decoró la habitación. Me estoy acostumbrando.

– ¿Querías algo?

Win señaló el televisor.

– Te miraba mientras hablabas con ella.

Miré la pantalla. Terese continuaba sentada en la butaca.

– Así es como supe el momento adecuado para interrumpir. -Abrió un cajón y metió la mano-. Ten.

Era una Blackberry.

– Tu número todavía funciona; recibirás todas las llamadas, pero serán imposibles de rastrear. Si intentan rastrearte, acabarán en algún lugar del sudoeste de Hungría. Por cierto, el capitán Berleand te dejó un mensaje.

– ¿Es seguro llamarle?

Win frunció el entrecejo.

– ¿No entiendes qué quiere decir no rastreable?

Berleand respondió a la primera.

– Mis colegas quieren detenerlo.

– Pero si soy un tío encantador.

– Eso es lo que les dije, pero no están tan convencidos de que el encanto pueda más que una acusación de asesinato.

– El encanto es un bien escaso. Se lo dije, Berleand. Fue en defensa propia.

– Lo hizo, y nosotros tenemos tribunales, abogados e investigadores que quizás puedan llegar a la misma conclusión.

– No tengo tanto tiempo para desperdiciar.

– ¿Así que no me dirá dónde está?

– No lo haré.

– El restaurante Kong me pareció un sitio un poco turístico. La próxima vez lo llevaré a un pequeño bistrot cerca de Saint Michael donde solo sirven foie gras. Le encantará.

– La próxima vez.

– ¿Aún está en mi jurisdicción?

– No.

– Una pena. ¿Puedo pedirle un favor?

– Por supuesto.

– ¿Su nuevo móvil tiene capacidad para recibir fotos?

Miré a Win. Él asintió. Le dije a Berleand que sí.

– Le envío una foto mientras hablamos. Por favor, dígame si reconoce al hombre que aparece en ella.

Le pasé el teléfono a Win. Él apretó una tecla y encontró la foto. Le eché una buena mirada, aunque lo supe de inmediato.

– Probablemente sea él -dije.

– ¿El hombre al que golpeó con la mesa?

– Sí.

– ¿Es una identificación positiva?

– He dicho probablemente.

– Asegúrese.

Miré de nuevo.

– Supongo que es una foto vieja. El tipo al que golpeé hoy es por lo menos diez años mayor que el que aparece en la imagen. Hay algunos cambios: la cabeza afeitada, la nariz es diferente. Pero en general, diría que estoy muy seguro.

Silencio.

– ¿Berleand?

– De verdad que me gustaría que regresase a París.

No me gustó la manera como lo dijo.

– No puede ser, lo siento.

Más silencio.

– ¿Quién es él? -pregunté.

– Esto es algo que no podrá manejar solo -respondió.

Miré a Win.

– Tengo ayuda.

– No será suficiente.

– No será el primero en subestimarnos.

– Sé con quien está. Conozco su reputación y su riqueza. No es suficiente. Puede ser bueno encontrando a personas o ayudando a atletas que tienen problemas con la ley. Pero no está equipado para manejar esto.

– Si no fuese un tipo tan duro -dije-, diría que ahora mismo me está intentando asustar.

– Si no fuese tan obstinado, me escucharía. Tenga cuidado, Myron. Manténgase en contacto.

Colgó. Miré a Win.

– Quizás podamos enviarle esta foto a alguien en casa que pueda decirnos quién es.

– Tengo un contacto en la Interpol -dijo Win.

No me miraba. Miraba por encima de mi hombro. Me volví para seguir su mirada. De nuevo su mirada estaba puesta en la pantalla.

Terese estaba allí, pero su valor había desaparecido. Estaba doblada sobre sí misma, sollozando. Intenté comprender las palabras, pero sonaban confusas por la angustia. Win cogió el mando a distancia y subió el volumen. Terese repetía la misma cosa una y otra vez, y mientras se deslizaba de la butaca creo que por fin entendí lo que decía:

– Por favor -le rogaba Terese a algún poder superior-. Por favor, que esté viva.

13

Era tarde cuando llegamos al hotel Claridge's, en el centro de Londres. Win había alquilado el ático. Había una gran sala de estar y tres dormitorios grandes, todos con camas enormes y maravillosas bañeras de mármol con la alcachofa de la ducha del tamaño de una alcantarilla. Abrimos las puertas de los balcones. La terraza ofrecía una maravillosa vista de los tejados de Londres, pero con toda franqueza ya estaba cansado de vistas panorámicas. Terese estaba allí con la actitud de un zombi. Pasó de aturdida a emocional. Estaba destrozada, pero también había esperanza. Creo que la esperanza la asustaba más que todo lo demás.

– ¿Quieres volver adentro? -le pregunté.

– Dame un minuto.

No soy un experto en lenguaje corporal, pero cada músculo de su ser parecía tenso y sujeto en una actitud protectora. Esperé cerca del balcón. Su dormitorio era de color azul y amarillo girasol. Miré la cama, y quizás estaba mal, pero quería cogerla en brazos y llevarla a aquella hermosa cama y hacerle el amor durante horas.

Vale, no «quizás». Estaba mal. Pero…

Cuando digo cosas como éstas en voz alta, Win me llama mariquita.

Miré entonces su hombro desnudo y recordé un día después del regreso de aquella isla, después de que ella viniese a Nueva Jersey y me ayudase y sonriese, sonriese de verdad, por primera vez desde que la había conocido, y pensé que a lo mejor me estaba enamorando de ella. Por lo general, entro en las relaciones como una mujer, pensando a largo plazo. Esta vez me dominó, ella sonrió y aquella noche hicimos el amor de otra manera, con un poco más de ternura, y cuando acabamos besé aquel hombro desnudo y entonces ella lloró, también por primera vez. Sonrió y lloró por primera vez conmigo.

Pocos días más tarde, se había ido.

Terese se volvió para mirarme, y fue como si supiese lo que estaba pensando. Por fin pasamos a la sala con sus techos de bóveda de cañón y los encerados suelos de madera. En la chimenea ardía un fuego acogedor. Win, Terese y yo ocupamos nuestros lugares en el cómodo entorno y analizamos con frialdad nuestros siguientes pasos.

Terese fue al grano.

– Necesitamos encontrar una razón para exhumar el cuerpo que hay en la tumba de mi hija, si es que hay un cuerpo.

Lo dijo así. Sin lágrimas, sin titubeos.

– Tendríamos que contratar a un abogado -dije.

– Un procurador -me corrigió Win-. Estamos en Londres. No utilizamos la palabra «abogado», Myron. Decimos procurador.

Me limité a mirarlo y evité preguntarle: «¿Cómo se dice que te den por el culo? ¿Decimos eso en Londres?».

– Haré que mi gente se ocupe de eso mañana a primera hora.

Lock-Horne Investments tiene una sucursal en Londres en la calle Curzon.

– También tendremos que comenzar a investigar el accidente -dije-. Ver si nos podemos hacer con el expediente de la policía, hablar con los inspectores, esa clase de cosas.

Todos estuvimos de acuerdo. La conversación continuó en este estilo, como si estuviésemos en una sala de juntas dispuestos a lanzar un nuevo producto en lugar de preguntarnos si la hija de Terese que había muerto en un accidente de coche podía estar viva. Era una locura siquiera pensarlo. Win comenzó a hacer llamadas. Descubrimos que Karen Tower, la esposa de Rick Collins, aún vivía en la misma casa de Londres. Terese y yo iríamos allí por la mañana para hablar con ella.

Después de un rato, Terese se tomó dos Valium, se fue a su dormitorio y cerró la puerta. Win abrió un armario. Yo estaba agotado, con todo aquello del jet lag y el día que había pasado. Resultaba difícil pensar que había aterrizado en París aquella misma mañana. Pero no quería dejar la habitación. Me encanta sentarme con Win de esta manera. Tenía una copa de coñac en la mano. Por lo general prefiero un batido de chocolate llamado Yoo-Hoo, pero esa noche me mantuve firme con el agua mineral. Pedimos que nos sirviesen unos bocadillos.

Me encanta la normalidad.

Mii asomó la cabeza por la habitación y miró a Win. Él movió los labios para darle una negativa. Su bonito rostro desapareció.

– Todavía no es la hora de Mii -dijo Win.

Sacudí la cabeza.

– ¿Cuál es concretamente tu problema con Mii?

– Mii como azafata, ¿no?

– Asistente de vuelo -me corrigió él, de nuevo con la terminología-. Como con procurador.

– Parece joven.

– Tiene casi veinte años. -Win soltó una risita-. Me encanta cuando tú no lo apruebas.

– No estoy en condición de juzgar -señalé.

– Bien, porque aquí estoy intentando poner una cosa en claro.

– ¿Qué?

– De ti y la señora Collins en el avión. Tú, mi querido amigo, ves el sexo como un acto que requiere un componente emocional. Yo no. Para ti, el acto en sí mismo, no importa lo sensacional que sea físicamente, no es suficiente. Pero yo lo veo desde otra perspectiva.

– Una que por lo general incluye varios ángulos -dije.

– Bien dicho. Pero deja que continúe. Para mí, el acto de dos personas «haciendo el amor» -para usar tu terminología, porque a mí me basta con follar-, ese acto sagrado es maravilloso. Más que eso, lo es todo. De hecho, creo que es en su punto máximo -en su momento más puro, si quieres- cuando lo es todo, el final de todo y el ser todo, cuando no hay un bagaje emocional que lo estropee. ¿Lo ves?

– Sí.

– Es una opción. Eso es todo. Tú lo ves de una manera, yo de otra. Una no es mejor que la otra.

Lo miré.

– ¿Qué quieres decir?

– En el avión te observé hablando con Terese.

– Ya lo has dicho.

– Tú querías abrazarla, ¿no? Después de dejar caer la bomba. Tú querías abrazarla y consolarla. El componente emocional que acabamos de mencionar.

– No te sigo.

– Cuando los dos estabais solos en aquella isla, el sexo era fabuloso y puramente físico. Apenas os conocíais el uno al otro. Sin embargo, aquellos días en la isla te calmaron, te consolaron, calaron en ti y te curaron. Ahora, aquí, cuando lo emocional ha entrado en escena, cuando quieres mezclar esos sentimientos con algo tan inocente como un abrazo, no puedes hacerlo. -Win ladeó la cabeza y sonrió-. ¿Por qué?

Tenía razón. ¿Por qué no lo había hecho? Más que eso, ¿por qué no podía?

– Porque hubiese dolido -respondí.

Win se volvió como si eso lo hubiese dicho todo. No era así. Sabía que muchos creían que Win utilizaba la misoginia para protegerse a sí mismo, pero nunca me lo había creído. Era una respuesta demasiado fácil.

Consultó su reloj.

– Una copa más -dijo Win-, y entonces iré a la otra habitación, porque, oh, a ti te encantará esto, Mii es tan cachonda…

Sacudí la cabeza. Sonó el teléfono. Win lo atendió, habló un momento y colgó.

– ¿Estás muy cansado? -me preguntó.

– ¿Por qué, qué pasa?

– El policía que investigó el accidente del coche de Terese se llama Nigel Manderson y ahora está jubilado. Uno de mis hombres me informa de que en este momento se está emborrachando en un pub cerca de Coldharbour Lane, por si quieres hacerle una visita.

– Vamos allá.

14

Coldharbour Lane está en el sur de Londres, tiene casi dos kilómetros de largo y une Camberwell con Brixton. La limusina nos dejó en un lugar llamado Suns and Doves, cerca del final por el lado de Camberwell. El edificio tenía un tercer piso que solo llegaba hasta la mitad, como si alguien se hubiese cansado y dicho: «Bah, cono, no necesitamos más espacio. Con esto basta».

Seguimos una manzana más allá y entramos en un callejón. Había un local mezcla de sex shop y artículos para drogatas y una tienda de comida ecológica que estaban abiertas.

– Esta zona tiene reputación por las bandas y el tráfico de drogas -comentó Win, como si fuese un guía turístico-. De ahí que el apodo de Coldharbour Lane es, no te lo pierdas, Crackharbour Lane.

– Conocida por las bandas y el tráfico de drogas -dije-, aunque no por la creatividad para los sobrenombres.

– ¿Qué esperas de las bandas y traficantes de drogas?

El callejón era oscuro y sucio y yo continuaba pensando en que Bill Sikes y Fagin acechaban juntos tras ladrillos oscuros. Llegamos a un pub cochambroso llamado Careless Whisper. De inmediato recordé una vieja canción de George Michael y aquellas ahora famosas cuartetas en las que el enamorado del corazón roto nunca podrá volver a bailar porque «los pies culpables no tienen ritmo». Música de los ochenta. Deduje que el nombre no tenía nada que ver con la canción, pero probablemente sí con la indiscreción.

Estaba equivocado.

Abrimos la puerta y fue como entrar en una dimensión anterior. La melodía de Our House, el éxito de Madness, salió a la calle junto con dos parejas, ambas abrazadas, más para mantenerse en pie que por afecto. El olor de las salchichas friéndose flotaba en el aire. El suelo estaba pegajoso. El local era ruidoso, estaba abarrotado y, desde luego, cualquier ley antitabaco que rigiese en este país no había llegado a este callejón. Seguramente pocas leyes lo habían hecho.

El lugar era new wave, que equivalía a decir oíd wave, y estaba orgulloso de serlo. En el televisor de pantalla panorámica aparecía un petulante Judd Nelson en El club de los cinco. Las camareras se movían entre la bullanguera concurrencia con vestidos negros, lápiz de labios brillante, el pelo liso y los rostros blancos casi Kabuki. Llevaban guitarras colgadas alrededor del cuello. Se suponía que debían tener el aspecto de las modelos en aquel videoclip, Adicto al amor, de Robert Palmer, excepto que eran algo más maduras y menos atractivas. Como si hubiese una nueva versión del videoclip con las actrices de Las chicas de oro.

Madness acabó de hablarnos de su casa en medio de la calle, y Bananarama apareció para ofrecernos ser nuestra Venus, fuego para nuestro deseo.

Win me tocó con el puño.

– La palabra «Venus».

– ¿Qué?-grité.

– Cuando yo era joven -explicó Win-, creía que cantaban «Soy tu pene». Me equivocaba.

– Gracias por compartirlo.

Pese a que los adornos eran new wave de los ochenta, el local seguía siendo un bar de clase obrera. Hombres duros y mujeres que habían visto de todo venían después de un día de trabajo, y maldita sea si no se lo merecían. No podías fingir que pertenecías a su mundo. Yo iba con téjanos, pero así y todo estaba muy lejos de encajar. Win, sin embargo, destacaba como una hamburguesa doble en un centro de dietética.

Los clientes -algunos llevaban hombreras, corbatas de cuero y gomina en el pelo- miraban furiosos a Win. Siempre era así. Conocemos los prejuicios obvios y los estereotipos, y Win sería el último en pedir comprensión, pero la gente lo ve y lo odia. Juzgan por el aspecto, no es ninguna novedad. Las personas veían en Win la encarnación de los privilegios inmerecidos. Querían herirlo. Había sido así toda su vida. Ni siquiera yo sabía toda la historia -«el origen» de Win, por utilizar el léxico de los superhéroes-, pero una de aquellas palizas infantiles lo marcó. No quiso volver a tener miedo nunca más. Así que utilizó su dinero, sus talentos naturales, y pasó años desarrollando sus capacidades. Cuando nos conocimos en la universidad ya era un arma letal.

Win caminó entre las miradas con una sonrisa. El bar era viejo y ruinoso, y parecía casi un decorado, algo que solo conseguía hacerlo parecer más auténtico. Las mujeres eran grandotas, pechugonas y con peinados que parecían nidos de ratas. Muchas llevaban aquellas sudaderas con un hombro al aire al estilo de Flashdance. Una le echó el ojo a Win. Le faltaban varios dientes. Llevaba cintas en el pelo que no parecían añadir nada, al estilo Madonna de los principios, y su maquillaje parecía haber sido aplicado con una pistola de paintball en un armario a oscuras.

– Bueno, bueno -le dijo a Win-. Sí que eres guapo.

– Sí -respondió Win-. Lo soy.

El camarero nos hizo un gesto cuando nos acercamos. Llevaba una camiseta que decía: «FRANKIE DICE RELÁJATE».

– Dos cervezas -pedí.

Win sacudió la cabeza.

– Quiere decir dos pintas de cerveza rubia.

De nuevo con la terminología.

Pregunté por Nigel Manderson. El camarero ni parpadeó. Sabía que sería inútil. Me volví y grité:

– ¿Quién de ustedes es Nigel Manderson?

Un hombre vestido con una camisa blanca con volantes y los hombros cuadrados levantó su copa. Parecía acabado de salir de un videoclip de Spandau Ballet.

– Salud, compañero.

La voz arrastrada llegó desde el final de la barra. Manderson tenía las manos alrededor de la copa como si fuese un pichón que se hubiese caído del nido y necesitase protección. Tenía los ojos llorosos y venillas en la nariz, como si alguien le hubiese dado un pisotón a una araña.

– Bonito lugar.

– ¿No es una locura? Es un pequeño diamante en bruto que me recuerda tiempos mejores. ¿Quién cono es usted?

Le dije mi nombre y le pregunté si recordaba un accidente de coche mortal ocurrido hacía diez años. Mencioné a Terese Collins. Me interrumpió antes de que acabase.

– No lo recuerdo.

– Era una presentadora famosa. Su hija murió en el accidente. Tenía siete años.

– Sigo sin recordarlo.

– ¿Tuvo muchos casos en los que muriesen niñas de siete años?

Se giró en el taburete para mirarme.

– ¿Me está llamando mentiroso?

Sabía que su acento era legítimo, auténtico, pero a mí me sonaba como a Dick Van Dyke en Mary Poppins. Casi esperaba que añadiese «caballero».

Le mencioné la esquina donde había ocurrido el accidente y la marca del coche. Escuché un sonido extraño y miré a mi izquierda. Alguien estaba jugando a los marcianitos en una máquina.

– Estoy jubilado -dijo.

Insistí, le repetí con paciencia todos los detalles que conocía. El televisor estaba detrás de Manderson. Confieso que me encanta El club de los cinco y me distraía un poco. No entiendo por qué me gusta la película. El reparto tenía que ser una broma: ¿«un punk cachas»?, ¿qué tal Emilio Estevez, que no tiene ni un músculo en el cuerpo? ¿Un matón de instituto convincente?, ¿qué tal Judd Nelson? Sí, Ludd Nelson. ¿Quién ocupaba el segundo lugar? Sería como, para mantener la analogía de Las chicas de oro, filmar una película de Marilyn Monroe con Bea Arthur. Sin embargo, Nelson y Estevez funcionaban y la película funcionaba, y a mí me encantaba; me conozco todas las frases.

Al cabo de un rato Nigel Manderson dijo:

– Quizás recuerde algo.

No era muy convincente. Acabó su copa y pidió otra. Observé como la servía el camarero y él la recogía en el momento en que tocó la pegajosa madera de la barra.

Miré a Win. Su rostro era, como siempre, impenetrable.

La mujer con el maquillaje de paintball -difícil de calcular la edad, bien podían ser unos plácidos cincuenta o unos duros veinticinco, aunque yo me inclinaba más por lo último- le dijo a Win:

– Vivo cerca de aquí.

Win le dirigió aquella mirada altanera que hace que la gente le odie.

– ¿Quizás en el callejón?

– No -dijo ella con una gran carcajada. Win era tan excéntrico…-. Tengo un piso en un sótano.

– Debe de ser divino -manifestó Win con una voz bañada en sarcasmo.

– Oh, no es nada especial -afirmó «Paintball», sin captar el tono de Win-. Pero tiene una cama.

Ella se arregló los calentadores rosas y rojos y le dedicó un guiño a Win.

– Una cama -repitió. Por si acaso él no captaba la indirecta.

– Suena encantador.

– ¿Quieres verlo?

– Señora -Win la miró de frente-, antes preferiría que me sacasen el semen con un catéter.

Otro guiño.

– Es una manera muy curiosa de decir que sí.

– ¿Qué puede decirme del accidente? -le pregunté a Manderson.

– A ver, ¿quién cono es usted?

– Un amigo de la conductora.

– Eso es mentira.

– ¿Por qué dice eso? -Él bebió otro trago. Acabó Bananarama. Comenzó a sonar la balada clásica de Duran Duran, Save a Prayer. Se hizo silencio en el bar. Alguien bajó las luces mientras los clientes encendían los mecheros y comenzaban a balancearlos como si estuviesen en un concierto.

Nigel también levantó su mechero.

– Se supone que debo aceptar su palabra sin más. ¿Lo envía ella?

Tenía toda la razón.

– Incluso si así fuese, ¿entonces qué? Aquel accidente fue… ¿cuándo dijo?

Se lo había dicho dos veces. Lo había escuchado dos veces.

– Hace diez años.

– Y ella ahora, ¿qué necesita saber?

Comencé a formular una pregunta pero me hizo callar. Atenuaron las luces un poco más. Todos cantaron que en aquel momento no debíamos rezar una plegaria, y que por alguna razón debíamos reservarla para la mañana siguiente. ¿La mañana siguiente a qué? Todos se balancearon atrás y adelante por la bebida y el canto con los mecheros todavía levantados. Con tanta cabellera, me percaté del elevado riesgo de incendio. La mayoría de los parroquianos, incluido Nigel Manderson, tenían lágrimas en los ojos.

Eso no nos conducía a ninguna parte. Decidí pincharle un poco.

– El accidente no ocurrió de la manera que dice su informe.

Apenas me miró.

– ¿Ahora me está diciendo que cometí un error?

– No, estoy diciendo que mintió y ocultó la verdad.

Eso hizo que se detuviese. Bajó el mechero. Lo mismo hicieron otros. Miró en derredor y saludó a los amigos, buscando apoyo. No me preocupaba. Continué mirándolo. Win ya se encargaba de evaluar la competencia. Iba armado, lo sabía. No me había mostrado el arma y sabía que son muy difíciles de conseguir en el Reino Unido. Pero Win tenía por lo menos un arma encima.

No creí que la fuésemos a necesitar.

– Lárguese -dijo Manderson.

– Si mintió en alguna cosa, voy a descubrir qué es.

– ¿Diez años más tarde? Buena suerte. Además, yo no tuve nada que ver con el informe. Todo estaba preparado cuando llegué allí.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Yo no fui el primero al que llamaron, amigo.

– ¿Quién fue?

Sacudió la cabeza.

– ¿Dice que lo envió la señora Collins?

De pronto recordó el nombre y que estaba casada.

– Sí.

– Bueno, ella tenía que saberlo. O quizás pregúntele a la amiga a quien llamaron.

Dejé que eso calase. Después continué:

– ¿Cuál era el nombre de la amiga?

– Que me cuelguen si lo sé. Escuche, ¿quiere luchar contra molinos? Yo solo firmé el informe. No me importa ya nada. Cobro mi miserable pensión. Ahora no me pueden hacer nada. Sí, lo recuerdo, ¿vale? Llegué al escenario. Su amiga, la muchacha rica, no recuerdo su nombre. Ella llamó a alguien de las alturas. Uno de mis superiores ya estaba allí, un gusano pretencioso llamado Reginal Stubbs, pero no se moleste en llamarle; el cáncer lo mató hace tres años, gracias a Dios. Se llevaron el cuerpo de la pequeña. Se llevaron a la madre al hospital. Eso es todo lo que sé.

– ¿Vio a la niña? -pregunté.

Apartó la mirada de su copa.

– ¿Qué?

– Dijo que se llevaron el cuerpo de la pequeña. ¿Usted lo llegó a ver?

– Por todos los santos, estaba en una bolsa -respondió-. Pero a juzgar por la cantidad de sangre no había quedado mucho que ver aunque hubiera mirado en el interior.

15

Por la mañana Terese y yo fuimos a casa de Karen Tower mientras Win se reunía con sus «procuradores» para hacer parte del trabajo legal, como conseguir el expediente del accidente del coche y -ni siquiera quiero pensar en ello- ver la manera de exhumar el cadáver de Miriam.

Tomamos un taxi londinense, de esos de color negro, que, comparado con el resto de los servicios de taxi de todo el mundo, es uno de los sencillos placeres de la vida. Terese estaba bien y concentrada. Le relaté mi conversación con Nigel Manderson en el pub.

– ¿Crees que la mujer a la que llamaron era Karen Tower? -preguntó.

– ¿Quién si no?

Asintió y no dijo nada más. Llevábamos viajando en silencio unos minutos cuando Terese se inclinó hacia delante y dijo:

– Déjenos en la próxima esquina.

El taxista lo hizo. Ella comenzó a caminar. Yo había estado en Londres pocas veces así que no conocía muy bien la zona, pero sabía que ésa no era la dirección de Karen Tower. Terese se detuvo en la esquina. El sol empezaba a calentar. Se protegió los ojos. Esperé.

– Aquí es donde ocurrió el accidente -me explicó Terese.

La esquina era de lo más anodina.

– No había vuelto a estar aquí.

No vi ninguna razón por la que tendría que haber estado, pero no dije nada.

– Salí por aquella rampa. Lo hice muy rápido. Un camión apareció en mi carril más o menos por allí. -Señaló-. Intenté apartarme, pero…

Miré a un lado y a otro como si aún pudiese haber una pista reveladora una década más tarde, extrañas huellas de neumáticos o algo así. No había nada. Terese caminó de nuevo. La alcancé.

– La casa de Karen, bueno, supongo que ahora es la casa de Rick y Karen, ¿no?, está en aquella rotonda a la izquierda.

– ¿Cómo quieres hacer esto?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Quieres que vaya yo solo? -pregunté.

– ¿Por qué?

– Quizás pueda sacar algo más de ella.

Terese sacudió la cabeza.

– No lo conseguirás. Solo quédate conmigo, ¿vale?

– Vale.

Ya había docenas de personas en la casa de Royal Crescent. Personas que venían a dar el pésame. No lo había considerado, pero claro, Rick Collins estaba muerto. La gente vendría para consolar a la viuda y presentar sus respetos. Terese titubeó al pie de los escalones de la entrada, pero luego sujetó mi mano con firmeza.

En cuanto entramos, noté que Terese se tensaba. Seguí su mirada hasta un perro -un collie barbudo; lo sé porque Esperanza tiene uno de la misma raza- que estaba acurrucado en un felpudo en un rincón. El perro parecía viejo y cansado y no se movía. Terese soltó mi mano y se agachó para acariciar al perro.

– Hola, chica -susurró-. Soy yo.

El perro movió la cola como si le costase un gran esfuerzo. El resto del cuerpo permaneció inmóvil. Había lágrimas en los ojos de Terese.

– Ésta es Casey -me dijo-. Se la regalamos a Miriam cuando cumplió cinco años.

La perra consiguió levantar la cabeza. Le lamió la mano. Terese se quedó allí, de rodillas. Los ojos de Casey se veían lechosos por las cataratas. La vieja perra intentó mover las patas y levantarse. Terese la calmó y encontró un punto detrás de las orejas. Así y todo giró la cabeza como si quisiese mirarla a los ojos. Terese se movió hacia delante para que le fuese más fácil. El momento era enternecedor y yo me sentía como un intruso.

Casey solía dormir debajo de la cama de Miriam. Se agachaba y reptaba por el suelo hasta conseguir meterse debajo y luego se giraba de manera que su cabeza asomase. Era como si montase guardia.

Terese acarició a la perra y comenzó a llorar. Me aparté para ocultarlas de la vista de cualquiera, darles tiempo. Terese tardó algunos minutos en rehacerse. Cuando lo hizo, cogió de nuevo mi mano.

Entramos en la sala. Había una cola de quizás unas quince personas que esperaban para presentar sus condolencias.

Los murmullos y las miradas comenzaron en el momento en el que entramos. No lo había pensado, pero ahí estaba la ex esposa que se había marchado durante casi una década, y ahora aparecía en la casa de la actual esposa. Eso daría que hablar.

La gente se apartó y una mujer vestida de negro con mucha elegancia -me dije que sería la viuda- pasó entre ellos. Era guapa, menuda, casi como una muñeca con grandes ojos verdes. Yo no sabía a qué atenerme, pero sus ojos parecieron iluminarse cuando vio a Terese. Los de Terese también. Las dos mujeres se sonrieron con tristeza la una a la otra, el tipo de sonrisa que ofreces a alguien al que adoras pero al que desearías estar viendo en mejores circunstancias.

Karen abrió los brazos. Las dos mujeres se abrazaron, sujetándose la una a la otra, muy quietas. Me pregunté por un momento qué clase de amistad habían compartido estas dos mujeres y deduje que debía de haber sido algo muy profundo.

Cuando dejaron de abrazarse, Karen hizo un gesto con la cabezay comenzaron a salir de la sala. Terese echó la mano hacia atrás y sujetó la mía, así que las acompañé. Fuimos hacia lo que los británicos probablemente llaman «el salón de diario» y Karen cerró las puertas correderas. Se sentaron en un diván como si lo hubiesen hecho mil veces y supiesen cuáles eran sus respectivos lugares. Ninguna incomodidad.

Terese me miró.

– Éste es Myron -dijo.

Tendí la mano. Karen Tower la estrechó con la suya, pequeña.

– Lamento su pérdida -manifesté.

– Gracias. -Karen miró a Terese-. ¿Él es…?

– Es complicado -respondió Terese.

Karen asintió.

Señalé atrás con el pulgar.

– ¿Quieren que espere en la otra habitación?

– No -dijo Terese.

Me quedé donde estaba. Nadie estaba seguro de cómo seguir, pero seguro que yo no iba a tomar la iniciativa. Permanecí callado con todo el estoicismo de que soy capaz.

Karen fue al grano.

– ¿Dónde has estado, Terese?

– Aquí y allá.

– Te he echado de menos.

– Yo también te he echado de menos.

Silencio.

– Quería encontrarte -continuó Karen-, y explicarte. De Rick y de mí.

– No hubiese importado -afirmó Terese.

– Eso fue lo que dijo Rick. Ocurrió poco a poco. Tú no estabas. Comenzamos a pasar tiempo juntos, en busca de compañía. Llevó mucho tiempo antes de que se convirtiese en algo más.

– No necesitas explicármelo -insistió Terese.

– No, supongo que no.

No había ninguna disculpa en su voz, ninguna expectativa de perdón o comprensión. Ni ambas parecían tenerlas.

– Desearía que vosotros hubieseis acabado mejor -manifestó Terese.

– Tenemos un hijo, Matthew -dijo Karen-. Tiene cuatro años.

– Eso he oído.

– ¿Cómo te has enterado del asesinato?

– Yo estaba en París -respondió Terese.

Eso hizo reaccionar a Karen. Parpadeó y se apartó un poco.

– ¿Es allí dónde has estado todo este tiempo?

– No.

– Entonces no estoy muy segura de entenderlo.

– Rick me llamó -dijo Terese.

– ¿Cuándo?

Terese le explicó la llamada de auxilio de Rick. El rostro de Karen, que ya se parecía bastante a una máscara mortuoria, perdió un poco más de color.

– ¿Rick te pidió que fueses a París? -preguntó Karen.

– Sí.

– ¿Qué quería?

– Esperaba que quizás tú lo supieses -manifestó Terese.

Karen sacudió la cabeza.

– No hemos hablado mucho últimamente. Estábamos pasando por una racha bastante mala. Rick se había vuelto retraído. Yo confiaba en que solo fuese porque estaba detrás de una gran historia. Ya sabes cómo se ponía en esos casos.

Terese asintió.

– ¿Cuánto tiempo ha estado así?

– Tres, cuatro meses; desde que murió su padre.

Terese se tensó.

– ¿Sam?

– Creí que lo sabías.

– No.

– Sí, en invierno. Se tomó un frasco de pastillas entero.

– ¿Sam se suicidó?

– Estaba enfermo, algo terminal. Nos lo ocultó durante la mayor parte del tiempo. Rick no supo hasta qué punto había llegado a ser grave. Supongo que fue algo insoportable al final y decidió acelerar lo inevitable. Rick se puso como loco, pero luego comenzó con una nueva investigación importante. A veces desaparecía durante semanas. Cuando le preguntaba dónde había estado, me replicaba de mala manera y luego se disculpaba, pero no me lo decía. O si no, me mentía.

Terese aún trataba de orientarse.

– Sam era un hombre muy dulce -comentó Terese.

– Yo nunca llegué a conocerlo muy bien -manifestó Karen-. Solo lo visitamos un par de veces, y ya estaba demasiado enfermo para venir hasta aquí.

Terese tragó saliva, intentó recuperar el control.

– Así que Sam se suicida y Rick se encierra en el trabajo.

– Algo así.

– ¿Y no te quiso decir qué investigaba?

– No.

– ¿Se lo preguntaste a Mario?

– No me lo quiso decir.

No pregunté quién era Mario. Deduje que Terese ya me lo diría más tarde.

Terese continuó; ya iba lanzada.

– Pero, ¿tienes alguna idea de en lo que estaba trabajando?

Karen observó a su amiga.

– ¿Hasta qué punto estabas bien escondida, Terese?

– Muy bien.

– Quizás fuese eso en lo que estaba trabajando. Intentaba encontrarte.

– No le hubiese llevado meses.

– ¿Estás segura?

– Incluso si se tratase de eso, ¿por qué lo haría?

– Intento no comportarme como la esposa celosa -dijo Karen-. Pero podría pensar en algo así como si el suicidio de su padre le hubiera hecho preguntarse sobre sus elecciones en la vida.

Terese torció el gesto.

– ¿Tú crees…?

Karen se encogió de hombros.

– Ni hablar. Incluso si creyésemos que Rick estaba intentando, no sé, conectar conmigo o recuperarme, ¿por qué me iba a decir que se trataba de una emergencia?

Karen pensó en eso.

– ¿Dónde estabas tú cuando te encontró?

– En un remoto lugar del noroeste de Angola.

– Y cuando te dijo que era urgente, tú lo dejaste todo y fuiste, ¿no?

– Sí.

Karen unió las manos como si eso lo aclarase todo.

– Él no mintió para que fuese a París, Karen.

Karen no parecía convencida. Había parecido triste antes de que entrásemos. Ahora parecía derrotada. Terese me miró. Asentí.

Era hora de presionar un poco.

– Necesitamos preguntarte por el accidente -dijo Terese.

Las palabras golpearon a Karen como una pistola paralizante. Alzó los ojos; se veían desenfocados. Me pregunté por el uso de la palabra «accidente», como si ella hubiese comprendido a qué se refería Terese. No había duda de que así era.

– ¿Qué pasa con el accidente?

– Tú estabas allí. Me refiero al escenario.

Karen no respondió.

– ¿Estabas?

– Sí.

Terese parecía un tanto sorprendida por la respuesta.

– Nunca me lo dijiste.

– ¿Por qué iba a hacerlo? Olvida eso; ¿cuándo te lo iba a decir?

Nunca hablamos de aquella noche. Nunca jamás. Te despertaste. Yo no podía decirte algo así como: «Hola, ¿cómo te sientes? Yo estuve allí».

– Dime lo que recuerdas.

– ¿Por qué? ¿Qué diferencia habría ahora?

– Dímelo.

– Te quiero, Terese. Siempre te querré.

Algo cambió. Lo vi en su lenguaje corporal. Quizás un envaramiento de la columna vertebral.

La mejor amiga se estaba apartando. Un adversario estaba saliendo a la superficie.

– Yo también te quiero.

– No creo que pase un día sin que piense en ti. Pero te marchaste. Tenías tus razones y tu dolor, y lo comprendí. Pero te fuiste. Inicié una vida con Rick. Teníamos problemas, pero él era todo mi mundo. ¿Lo entiendes?

– Por supuesto.

– Lo amaba. Era el padre de mi hijo. Matthew solo tiene cuatro años, y alguien asesinó a su padre.

Terese esperó.

– Así que ahora mismo estamos de luto. Me estoy ocupando de ello. Estoy intentando mantenerme a flote y proteger a mi hijo. Así que lo siento. No voy a hablar de un accidente que ocurrió hace diez años. Hoy no.

Se levantó. Todo tenía sentido; sin embargo, algo en su tono sonaba curiosamente a hueco.

– Yo intento hacer lo mismo -dijo Terese.

– ¿Qué?

– Estoy intentando proteger a mi hija.

Karen mostró otra vez aquella mirada de sacudida por una pistola paralizante.

– ¿De qué hablas?

– ¿Qué le pasó a Miriam? -preguntó Terese.

Karen observó el rostro de Terese. Luego se volvió hacia mí, como si yo pudiese ofrecerle algo de cordura. Mantuve mi mirada firme.

– ¿Tú la viste aquella noche?

Karen Tower no respondió. Abrió las puertas corredizas y desapareció entre la multitud de dolientes.

16

Cuando Karen salió de la sala, me acerqué a la mesa de escritorio.

– ¿Qué haces?

– Espío.

La mesa era de caoba. En ella había un abrecartas dorado que también servía de lupa. Los sobres abiertos estaban colocados en posición vertical en los viejos casilleros. No me sentía a gusto haciéndolo, pero tampoco me sentía mal. Saqué mi Blackberry. La que Win me había dado tenía una cámara muy buena. Comencé a abrir sobres y tomar fotos.

Encontré extractos de tarjetas de crédito. No tenía tiempo para mirarlos todos, pero necesitaba los números de las cuentas. Había facturas de teléfono -que me interesaban- y facturas de electricidad -que no me interesaban-. Abrí los cajones y comencé a buscar entre el contenido.

– ¿Qué estás buscando? -preguntó Terese.

– Un sobre que diga: «GRAN PISTA EN EL INTERIOR».

Esperaba un milagro. Algo de Miriam. Quizás fotos. Como no las había, tenía las facturas, las tarjetas de crédito, los números de teléfono. Tendríamos que conseguir alguna información a partir de ahí. Esperaba encontrar una agenda, pero no había ninguna.

Encontré unas cuantas fotos de personas que supuse que eran Rick, Karen y su hijo Matthew.

– ¿Éste es Rick? -pregunté.

Ella asintió.

No sabía cómo interpretarlo. Tenía una nariz prominente, ojos azules y un pelo rubio que estaba a medio camino entre ondulado y rebelde. Un hombre no puede evitarlo: ve a un ex y lo evalúa. Comencé a hacerlo y entonces me detuve. Dejé las fotos donde las había encontrado y continué la búsqueda. Se habían acabado las fotos. Ninguna hija rubia se había mantenido oculta durante años. Ninguna foto vieja de Terese.

Me giré y vi el ordenador en una cómoda.

– ¿De cuánto tiempo crees que disponemos? -pregunté.

– Montaré guardia junto a la puerta.

Encendí el Mac. Se puso en marcha en segundos. Hice clic en el icono de la parte inferior. Apareció la agenda. Nada en el último mes. A la derecha, solo había una anotación en «Pendiente». Leí:


OPAL

HHK

4714


No tenía ni idea de cuál podía ser el significado, pero la prioridad estaba marcada como alta.

– ¿Qué? -preguntó Terese.

Le leí la nota y le pregunté si tenía idea de lo que podía significar. No lo sabía. El tiempo continuaba siendo un factor importante. Dudé de si era conveniente mandarle por mail el contenido de la agenda a Esperanza, pero eso dejaba huellas. Aunque bien pensado, ¿qué más daba? Win tenía varias direcciones de correo electrónico anónimas. Envié copias de los datos del calendario y de la agenda. Luego pasé a la sección de archivos enviados y los borré para que nadie se diese cuenta.

¿A que soy listo?

Aquí estaba yo buscando entre las pertenencias de un hombre que había sido asesinado hacía poco mientras su viuda y su hijo le lloraban en la otra habitación. Me sentía todo un héroe. A la salida quizás debería darle un puntapié a la vieja perra.

– ¿Quién es ese Mario del que hablabais? -le pregunté a Terese.

– Mario Contuzzi. Era el mejor amigo y asistente de producción de Rick. Lo hacían todo juntos.

Busqué el nombre en la agenda. Bingo. Anoté los números del móvil y el fijo en mi teléfono.

De nuevo muy listo.

– ¿Sabes dónde queda la calle Wilsham? -pregunté.

– Está a un paso de aquí. ¿Mario todavía vive allí?

Asentí y marqué el número de teléfono de la casa de Mario. Un hombre con acento norteamericano respondió:

– ¿Hola?

Colgué.

– Está en casa -dije.

Espero que los detectives aficionados estén tomando nota.

– Tendríamos que acercarnos.

Abrí el archivo de fotos. Había muchas fotos pero ninguna destacaba. No podía enviarlas por correo electrónico. Eso me llevaría horas. Las fotos eran normales, lo que equivale a decir conmovedoras. Karen con aspecto dichoso junto a su hombre. Rick también parecía feliz. Sus rostros resplandecían mientras sujetaban a su hijo. Iphoto tiene la característica de que te permite poner el cursor sobre un acontecimiento y las fotos pasan como si fueran una película. Miré «MATTHEW HA NACIDO, SU PRIMER CUMPLEAÑOS» y otras más. De nuevo todo muy conmovedor.

Me detuve en una foto muy reciente que ponía «FINAL DE FÚTBOL DE PAPÁ». Rick y Matthew vestían las camisetas del Manchester United. Rick mostraba una amplia sonrisa y sujetaba a su hijo. Estaba sudando a chorros. Casi podías decir que estaba sin aliento y entusiasmado por ello. Matthew a sus cuatro años se acurrucaba contra él, vestido con las prendas de portero -aquellos guantes enormes y aquel ojo negro de mentira- e intentando parecer serio. Pensé que ese chico ahora crecería sin aquel padre sonriente y pensé en Jack, otro chico que tenía que crecer sin su padre, y en mi propio padre, en lo mucho que lo había amado y en que todavía lo necesitaba, y entonces cerré el archivo.

Nos escabullimos por la puerta principal sin despedirnos. Miré atrás y vi al pequeño Matthew en una silla en un rincón. Vestía un traje oscuro.

Los niños de cuatro años no deben llevar trajes oscuros. Los niños de cuatro años deben vestir prendas de portero y estar junto a sus papas.


Mario Contuzzi abrió la puerta sin preguntar quién llamaba. Era delgado y nervudo y me recordó a un perro Weinmaraner. Movió su afilado rostro en dirección a Terese.

– Vaya jeta que tienes.

– A mí también me alegra verte, Mario.

– Acabo de recibir una llamada de un amigo que está en casa de Karen. Dice que te presentaste sin anunciar. ¿Es verdad?

– Sí.

– ¿En qué pensabas? -La cabeza de Mario se movió hacia mí-. ¿Y por qué has traído a este soplapollas contigo?

– ¿Lo conozco? -pregunté.

Mario llevaba aquellas gafas de carey que siempre pensé que no debían de ser cómodas. Vestía un pantalón de traje y una camisa blanca que se había estado abrochando.

– No tengo tiempo para esto. Por favor, vete.

– Tenemos que hablar -dijo Terese.

– Demasiado tarde.

– ¿Y eso cómo debo tomármelo?

Él abrió los brazos.

– Te marchaste, Terese, ¿lo recuerdas? Quizás tenías tus motivos. A mí ya me vale. Tú decidiste. Pero te marchaste y ahora que está muerto quieres por fin tener una pequeña charla. Olvídalo. No tengo nada que decirte.

– Eso fue hace mucho tiempo -afirmó ella.

– Es lo que te quiero decir. Rick esperaba que volvieses. ¿Lo sabías? Te esperó durante dos años. Tú estabas deprimida y desesperada, todos lo comprendíamos, pero eso no te impidió liarte con el Señor Baloncesto aquí presente.

Me señaló con el pulgar. Yo era el Señor Baloncesto aquí presente.

– ¿Rick lo sabía? -preguntó Terese.

– Por supuesto. Creíamos que estabas destrozada, quizás vulnerable. No te perdíamos de vista. Creo que Rick confiaba en que volverías. En cambio te largaste a una pequeña isla para hacer una orgía privada con Cabeza de Canasta.

Me señaló de nuevo con el pulgar. Ahora era Cabeza de Canasta.

– ¿Me estabais siguiendo? -preguntó Terese.

– Teníamos un ojo puesto en ti, sí.

– ¿Durante cuánto tiempo?

No respondió. De pronto necesitó desarremangarse.

– ¿Durante cuánto tiempo, Mario?

– Siempre supimos dónde estabas. No estoy diciendo que continuáramos hablando de ello y de que llevabas seis años en aquel centro de refugiados, no era como si estuviésemos siempre pendientes de ti. Pero lo sabíamos. Por eso me sorprende verte con Bozo el Musculitos aquí presente. Creíamos que habías abandonado a este imbécil hacía años.

De nuevo movió el pulgar hacia mi rostro.

– ¿Mario?

Me miró.

– Si me señala otra vez con el pulgar, se lo haré tragar.

– Las amenazas físicas del gigantón del campus -dijo, con una expresión de burla en el rostro afilado-. Como si estuviese de nuevo en el instituto.

Estaba a punto de atizarle, pero me dije que no serviría de nada.

– Tenemos algunas preguntas que hacerle -dije.

– ¿Se supone que debo contestarlas? No lo pilla, ¿verdad? Ella es-taba casada con mi mejor amigo y luego se fue a la cama con usted en una isla desierta. ¿Sabe cómo se sintió?

– ¿Mal?

Eso lo detuvo. Miró de nuevo a Terese.

– Escucha, no pretendo meterte la bronca padre, pero no deberías estar aquí. Rick y Karen tenían algo bueno. Tú renunciaste a eso hace mucho.

Miré a Terese. Hacía lo imposible por mantenerse firme.

– ¿Me culpó? -preguntó ella.

– ¿De qué?

Ella no respondió.

Los hombros de Mario se hundieron junto con, supuse, su furia. Su voz se suavizó.

– No, Terese, nunca te culpó. Por nada, ¿vale? Yo te culpé por largarte, y sí, es cierto, aquello no me concernía. Pero él nunca te culpó, ni por un segundo.

Ella no dijo nada.

– Tengo que prepararme -dijo Mario-. Estoy ayudando a Karen con los arreglos. Arreglos. Como si fuese una obra coral. Qué palabra más imbécil.

Terese aún parecía atontada, así que intervine.

– ¿Se le ocurre alguna idea de quién pudo haberlo matado?

– ¿Qué pasa, Bolitar, ahora se ha hecho poli?

– Estábamos en París cuando lo mataron.

Se volvió hacia Terese.

– ¿Viste a Rick?

– No tuve la oportunidad.

– Pero, ¿te llamó?

– Sí.

– Maldita sea. -Mario cerró los ojos. Seguía sin invitarnos a pasar, así que más o menos me colé en el umbral y él dio un paso atrás. Esperaba encontrarme una casa de soltero -no estoy seguro del porqué-, pero había juguetes en el suelo. Había biberones vacíos en un mostrador.

– Me casé con Ginny -le dijo a Terese-. ¿La recuerdas?

– Por supuesto. Me alegra saber que eres feliz, Mario.

Él se tomó un respiro para tranquilizarse, evaluar las cosas.

– Tenemos tres hijos. No dejamos de decir que vamos a comprarnos una casa más grande, pero nos gusta este lugar. Además, las casas tienen unos precios de locura en Londres.

No dijimos nada.

– Así que Rick te llamó -le dijo Mario a Terese.

– Sí.

Él sacudió la cabeza.

Yo rompí el silencio.

– ¿Había alguien que quisiese matar a Rick?

– Rick era uno de los mejores reporteros de investigación del mundo. Cabreó a un montón de gente.

– ¿Alguien en particular?

– No. Sigo sin entender qué tiene que ver esto con cualquiera de vosotros dos.

Quería explicárselo, pero no teníamos tiempo.

– ¿Podría hacernos el favor de aguantarnos un poco?

– ¿Por qué, es que va a ser divertido?

– Por favor, Mario -intervino Terese-. Es importante.

– ¿En qué te basas para decir que lo es?

– Tú me conoces. Sabes que si pregunto es importante.

Pensó en ello.

– ¿Mario?

– ¿Qué quieres saber?

– ¿En qué estaba trabajando Rick?

Él desvió la mirada; se mordió el labio inferior.

– Hace unos meses comenzó a investigar una entidad benéfica llamada Salvar a los Ángeles.

– ¿Qué pasa con ellos?

– La verdad es que no estoy seguro. Comenzaron como un grupo evangélico, el típico grupo del derecho a la vida, con manifestaciones delante de las clínicas abortivas, la planificación familiar, la investigación de células madre y todo eso. Pero se disolvieron. Estaba obsesionado por averiguar todo lo que pudiera sobre ellos.

– ¿Qué encontró?

– Poca cosa por lo que vi. La estructura financiera parecía un tanto extraña. No pudimos rastrearla. Básicamente estaban contra el aborto y la investigación de células madre, y a favor de las adopciones. La verdad es que me pareció un grupo bastante sólido. No quiero entrar en la discusión entre pro vida y pro libertad de elección, pero creo que ambos bandos estarían de acuerdo en que la adopción es una alternativa viable. Ésa parece ser la dirección que seguían. En lugar de poner bombas en las clínicas, Salvar a los Ángeles trabajaba para que los embarazos no deseados siguiesen el desarrollo normal y conseguir que se adoptasen a los bebés.

– ¿Rick estaba interesado en ellos?

– Sí.

– ¿Por qué?

– No lo sé.

– ¿Qué lo impulsó a investigarlos?

– Tampoco lo sé a ciencia cierta.

Su voz se apagó.

– Pero tienes una sospecha.

– Comenzó cuando volvió a casa después de la muerte de su padre. -Mario se volvió hacia Terese-. ¿Sabes lo de Sam?

– Karen me lo dijo.

– Suicidio.

– ¿Estaba enfermo?

– Huntington -contestó Mario.

Terese pareció sorprendida.

– ¿Sam tenía el mal de Huntington?

– Sorprendida, ¿no? Lo mantuvo oculto, pero cuando empeoró, no quiso pasar por eso. Tomó el camino fácil.

– Pero… cómo… nunca lo supe.

– Tampoco Rick. Y ya que estamos, tampoco Sam hasta el final.

– ¿Cómo es posible?

– ¿Sabes algo del mal de Huntington? -preguntó Mario.

– Una vez hice un reportaje -respondió ella-. Es algo estrictamente hereditario. Uno de tus padres tiene que tenerlo. Si es así, tienes una posibilidad entre dos de contraerlo.

– Eso es. La teoría es que el padre de Sam, el abuelo de Rick, lo tenía, pero que murió en Normandía antes de que la enfermedad se manifestase. Así que Sam no tenía ni idea.

– ¿Rick se hizo las pruebas? -preguntó Terese.

– No lo sé. Ni siquiera le contó a Karen toda la historia, solo que su padre había descubierto que tenía una enfermedad terminal. Pero de todas maneras, se quedó en Estados Unidos durante un tiempo. Creo que se iba a ocupar de poner en orden las cosas de su padre. Fue entonces cuando se enteró de esa entidad llamada Salvar a los Ángeles.

– ¿Cómo?

– No tengo ni idea.

– Dijiste que estaban contra la investigación de las células madre. ¿Estaba eso relacionado de alguna manera con el Huntington?

– Podría ser, pero Rick me pidió investigar sobre todo las finanzas. Seguir el dinero. Ése siempre es el viejo lema. Rick quería saber todo lo posible al respecto, y qué personas lo dirigían, hasta que me dijo que abandonase la historia.

– ¿Renunció?

– No. Solo quería que yo lo dejase. Él no. Solo yo.

– ¿Sabes por qué?

– No. Apareció por aquí, se llevó todos mis archivos y luego dijo algo muy extraño. -Mario miró primero a Terese y luego a mí-. Dijo: debes tener cuidado, tienes una familia.

Esperamos.

– Así que contesté lo obvio: tú también. Pero no hizo caso. Vi que estaba muy nervioso. Terese, tú sabes cómo era. No lo asustaba nada.

Ella asintió.

– Estaba asustado cuando habló conmigo por teléfono. Así que intenté que me hablase, que se abriese. No quiso. Se marchó a la carrera y no volví a saber nada de él. Nunca. Hasta la llamada de hoy.

– ¿Alguna pista de dónde están esos archivos?

– Por lo general guarda copias en el despacho.

– Podría ser de ayuda si pudiésemos verlos.

Mario la miró.

– Por favor, Mario. Sabes que no te lo pediría si no fuese importante.

Él continuaba enfadado, pero pareció comprender.

– Iré a echar una ojeada mañana por la mañana, ¿vale?

Miré a Terese. No estaba seguro de hasta qué punto debíamos presionar. Ese hombre parecía conocer a Rick Collins mejor que cualquiera. Le tocaba hablar a ella.

– ¿Rick te habló de Miriam últimamente? -preguntó.

Mario alzó la mirada. Se tomó su tiempo; esperé una larga respuesta. Pero todo lo que dijo fue:

– No.

Esperamos a que dijese algo más. No lo hizo.

– Creo -prosiguió Terese- que existe una posibilidad de que Miriam continúe con vida.

Si Mario Contuzzi sabía algo al respecto, el tipo tenía que ser un psicópata. No estoy diciendo que las personas no puedan mentir, fingir y engañar. Lo he visto hacer muchísimas veces por alguno de los grandes. La manera en que los grandes lo hacen es engañándose a sí mismos para creer que la mentira es la verdad o que son los psicópatas más sinceros. Si Mario sospechaba que Miriam estaba viva, tenía que encajar en una de estas dos categorías.

Hizo una cara como si hubiese oído mal. Su voz tenía un tono furioso.

– ¿De qué estás hablando?

Pero decirlo en voz alta había agotado a Terese. Seguí yo. Intenté mantener un tono de cordura mientras le hablaba de las muestras de sangre y el pelo rubio. No le mencioné haberla visto en el vídeo ni nada de eso. Lo dicho era ya bastante difícil de encajar. La mejor manera de presentarlo era con las pruebas científicas -los análisis de ADN- y no a partir de mi intuición basada en verla caminar en un vídeo de una cámara de vigilancia.

Durante un buen tiempo no dijo nada.

– El análisis de sangre tiene que estar equivocado.

Ninguno de los dos dijo nada.

– Un momento, creen que vosotros matasteis a Rick, ¿no?

– En un primer momento creyeron que Terese había tenido algo que ver.

– ¿Qué pasa con usted, Bolitar?

– Yo estaba en Nueva Jersey cuando lo asesinaron.

– Entonces creen que Terese lo hizo, ¿no?

– Sí.

– Usted sabe cómo son los polis. Juegan a confundirte. ¿Qué mejor juego mental puede haber que decirle que su hija muerta puede estar viva todavía?

Fui yo quien entonces torció el gesto.

– ¿En qué podría ayudar eso para achacarle el crimen?

– ¿Cómo voy a saberlo? Pero vamos, Terese, sé que lo deseas. Demonios, yo también. Pero, ¿cómo puede ser posible?

– Una vez que eliminas lo imposible, lo que queda, no importa lo improbable que sea, debe ser la verdad -cité.

– Sir Arthur Conan Doyle -dijo Mario.

– Sí.

– ¿Hasta ahí llegan sus lecturas, Bolitar?

– Estoy dispuesto a llegar hasta donde sea necesario.

17

Cuando estábamos a una manzana de distancia, Terese dijo:

– Tengo que visitar la tumba de Miriam.

Tomamos otro taxi y viajamos en silencio. Cuando llegamos a la reja del cementerio, nos detuvimos en la entrada. Los cementerios siempre tienen una reja y una verja. ¿Qué será lo que están protegiendo?

– ¿Quieres que espere aquí? -pregunté.

– Sí.

Así que me quedé al otro lado de la verja, como si tuviese miedo de pisar el suelo sagrado, que, supongo, tenía. Mantuve a Terese a la vista por razones de seguridad, pero cuando se puso de rodillas me volví y comencé a caminar. Pensé en lo que estaría pasando por su mente, las imágenes que desfilaban por su cabeza. No era una buena idea, así que llamé a Esperanza a Nueva York.

Tardó seis toques en responder.

– Hay una diferencia horaria, imbécil.

Miré mi reloj. Eran las cinco de la mañana en Nueva York.

– Vaya -exclamé.

– ¿Qué pasa ahora?

Decidí empezar a lo grande. Le hablé a Esperanza del resultado de la prueba de ADN y de la muchacha rubia.

– ¿Es su hija?

– Al parecer.

– Eso -dijo Esperanza- es un gran follón.

– Lo es.

– ¿Qué necesitas de mí?

– Cogí un montón de fotos, extractos de tarjetas de crédito, teléfonos, de todo, y te las envié por e-mail. Ah, y hay algo extraño sobre unos ópalos y algo en cosas pendientes.

– ¿Ópalos como las piedras?

– No tengo ni idea. Puede ser un código.

– Soy terrible con los códigos.

– Yo también, pero quizás algo cuadre. De cualquier manera, comencemos por averiguar en qué estaba metido Rick Collins. Su padre se suicidó. -Le di el nombre y la dirección-. Quizás podamos investigarlo.

– ¿Investigar un suicidio?

– Sí.

– ¿Investigarlo para qué?

– Para ver si hay algo sospechoso, no lo sé.

Hubo un silencio. Comencé a caminar.

– ¿Esperanza?

– Me gusta.

– ¿Quién?

– Margaret Thatcher. ¿De quién estamos hablando? Terese, idiota. Tú me conoces. Odio a todas tus novias.

Pensé.

– ¿Te gusta Ali? -dije.

– Me gusta. Es una buena persona.

– ¿Escucho un pero?

– Pero no es para ti.

– ¿Por qué no?

– No hay intangibles -respondió.

– ¿Y eso qué significa?

– ¿Qué te convierte en un gran atleta? -preguntó Esperanza-. No un buen atleta. Hablo de un nivel profesional, un miembro del primer equipo Oíd American, de todo eso.

– Habilidad, trabajo duro, la genética.

– Hay muchos tipos que lo tienen. Pero lo que los separa, lo que divide a los grandes de los casi, son los intangibles.

– ¿Qué pasa con Ali y yo?

– No hay intangibles.

Escuché a un bebé llorar de fondo. El hijo de Esperanza, Héctor, tenía dieciocho meses.

– Sigue sin dormir toda la noche -dijo Esperanza-, así que te imaginas lo entusiasmada que estoy con tu llamada.

– Lo siento.

– Lo superaré. Cuídate. Dile a Terese que no afloje. Ya aclararemos esto.

Colgó. Miré el teléfono. Por lo general Win y Esperanza odian cuando me meto en cosas como éstas. De pronto toda renuencia había desaparecido. Me pregunté por qué.

Al otro lado de la calle, un hombre con gafas, zapatillas de baloncesto Chuck Taylor negras y una camiseta verde pasó con toda tranquilidad. Mis antenas comenzaron a zumbar. Tenía el pelo corto y oscuro. También lo era su piel, lo que llamamos semítico, lo que yo a menudo confundo con latino, árabe, griego o, joder, italiano.

Llegó a la esquina y desapareció. Esperé a ver si volvía a aparecer. No lo hizo. Miré alrededor para ver si alguien más había entrado en escena. Pasaron varias personas más, pero ninguna puso en marcha mis antenas.

Cuando Terese reapareció tenía los ojos secos.

– ¿Cogemos un taxi? -preguntó.

– ¿Conoces esta zona?

– Sí.

– ¿Hay alguna estación de metro cerca?

Casi podía escuchar a Win diciendo: «En Londres, Myron, lo llamamos el tubo o el subterráneo».

Asintió. Caminamos dos calles. Ella abría la marcha.

– Sé que esto suena como la pregunta más idiota conocida por la humanidad -comencé-, pero, ¿estás bien?

Terese asintió.

– ¿Crees en alguna cosa sobrenatural?

– ¿A qué te refieres?

– Fantasmas, espíritus, percepción extrasensorial, cualquiera de esas cosas.

– No. ¿Por qué, tú sí?

No respondió a la pregunta directamente.

– Ésta es tan solo la segunda vez que visito la tumba de mi hija.

Metí la tarjeta de crédito en la máquina expendedora y dejé que Terese apretase los botones correctos.

– Detesto estar ahí. No porque me infunda tristeza. Sino porque no siento nada. Cualquiera creería que todo ese sufrimiento, todas las lágrimas que se han derramado allí… ¿alguna vez te has parado a pensar en ello en un cementerio? Cuántas personas han llorado. Cuántas personas han dicho el último adiós a los seres queridos. Piensas, no sé, que todo ese sufrimiento humano se levantaría en pequeñas partículas para formar algo así como una sensación cósmica negativa. Quizás un cosquilleo en los huesos, un temblor helado en la nuca, algo.

– Pero tú nunca lo sentiste -dije.

– Nunca. Toda la idea de enterrar a los muertos y de poner una lápida sobre los restos… parece un desperdicio de espacio, algo que se conserva desde una época supersticiosa.

– Sin embargo -señalé-, hoy quisiste volver.

– No para presentar mis respetos.

– Entonces, ¿para qué?

– Esto te parecerá una locura.

– Adelante.

– Quise volver para ver si algo había cambiado en la última década. Para ver si esta vez podía sentir alguna cosa.

– No suena como una locura.

– No «sentir» de esa manera. No lo estoy diciendo bien. Creí que venir aquí podría ayudarme.

– ¿De qué manera?

Terese continuó caminando.

– Ahí está la cosa. Supuse… -Se detuvo, tragó saliva.

– ¿Qué? -pregunté.

Parpadeó a la luz del sol.

– No creo en lo sobrenatural, pero, ¿sabes en qué creo?

Sacudí la cabeza.

– Creo en el vínculo maternal. No sé de qué otra manera decirlo. Soy su madre. Ése es el vínculo más poderoso conocido por la humanidad, ¿no? El amor de una madre por su hijo es superior a todo. Por lo tanto, debería sentir algo, de una manera u otra. Debería ser capaz de estar junto a la tumba y saber si mi propia hija está viva o no. ¿Sabes a qué me refiero?

Mi reacción instintiva era ofrecerle un rollo compasivo como por ejemplo «¿Cómo podrías?» o «No te martirices más», pero me detuve antes de decir una estupidez. Tengo un hijo, al menos biológico. Ahora es mayor y está haciendo su segunda temporada de servicio en ultramar, esta vez en Kabul. Me preocupo a todas horas por él y, si bien no lo creo posible, no dejo de pensar que sabría si algo malo le ocurriese. Sentiría o imaginaría un viento helado en el interior de mi pecho o alguna tontería como ésa.

– Sé a qué te refieres.

Bajamos por una escalera mecánica que parecía no acabar nunca. Miré atrás. Ninguna señal del hombre de las gafas.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Terese.

– Volvemos al hotel. Comenzarás a mirar lo que encontramos en casa de Karen. Piensa en el código del ópalo, a ver dónde te lleva. Esperanza te enviará por mail lo que encuentre. Algo le ocurrió a Rick hace poco; algo que le hizo cambiar su vida y buscarte. Lo mejor que podemos hacer ahora mismo es intentar descubrir quién lo mató, por qué y en qué estaba trabajando en los últimos meses. Por lo tanto, necesitas revisar sus cosas, ver qué salta a la vista.

– ¿Qué piensas de nuestra conversación con Karen? -preguntó Terese.

– Vosotras dos estabais muy unidas, ¿no?

– Sí, mucho.

– Entonces te lo diré cortésmente: no creo que Karen fuese del todo sincera. ¿Y tú?

– Antes de hoy hubiese dicho que le confiaría mi vida -contestó Terese-. Pero tienes razón. Está mintiendo en algo.

– ¿Se te ocurre qué puede ser?

– No.

– Volvamos atrás y probemos otra cosa. Dime todo lo que recuerdas del accidente.

– ¿Crees que oculto algo?

– Por supuesto que no. Pero ahora que sabes todo esto, me pregunto si hay alguna cosa de aquella noche que pueda parecerte diferente.

– No, nada. -Miró a través de la ventanilla, pero solo estaba la oscuridad del túnel-. He pasado la última década intentando olvidar aquella noche.

– Lo comprendo.

– No, no lo comprendes. He vuelto a repasar aquella noche en mi cabeza cada día durante los últimos diez años.

No dije nada.

– He mirado aquella noche desde todos los ángulos. Lo he pensado todo, he pensado en todos los «si hubiese»: si hubiese conducido más lento, si hubiese tomado una ruta diferente, si la hubiese dejado en casa, si no hubiese tenido tanta ambición, todo. No hay nada más que recordar.

Nos bajamos del vagón y caminamos hacia la salida.

Cuando entramos en el vestíbulo, vibró mi móvil. Win me había enviado el siguiente mensaje:


LLEVA A TERESE AL ÁTICO. LUEGO VE A LA HABITACIÓN 118. SOLO.


Dos segundos más tarde, Win añadió:


POR FAVOR, EVITA RESPONDER CON COMENTARIO INGENIOSO Y HOMÓFOBO REFERENTE A «SOLO».


Win era la única persona que conocía con una verborrea superior en los textos que en persona. Llevé a Terese al ático. Había un portátil con conexión a Internet. Se lo señalé.

– Quizás puedas investigar a esa entidad, Salvar a los Ángeles.

– ¿Adónde vas? -preguntó.

– Abajo. Win quiere hablar conmigo.

– ¿No puedo ir?

– Dijo que solo.

– No me gusta mucho la idea -señaló Terese.

– Tampoco a mí, pero me resulta más conveniente no preguntar.

– ¿Hasta qué punto llega su locura?

– Win es cuerdo. Solo que en exceso racional. Ve las cosas en blanco y negro. -Luego añadí-: Tiende a ser de esos para los que el fin justifica los medios.

– Sus medios pueden ser bastante expeditivos -afirmó ella.

– Sí.

– Lo recuerdo de cuando te ayudé a encontrar a aquel donante.

No dije nada.

– Win no estará intentando evitar herir mis sentimientos, ¿verdad?

– Win y preocuparse por los sentimientos de una mujer. -Imité con las manos el oscilar de una balanza-. No creo que eso sea posible.

– Será mejor que vayas.

– Sí.

– ¿Me dirás qué pasa?

– Lo más probable es que no. Si Win no quiere contarte una cosa es por tu bien. Tienes que confiar en él.

Terese asintió y se levantó.

– Voy a ducharme y después me pondré con internet.

– Vale.

Fue hacia el dormitorio. Yo hacia la puerta que daba al pasillo.

– ¿Myron?

Me volví hacia ella. Me miraba. Era hermosa, vulnerable, fuerte y estaba allí como si se estuviese preparando para recibir un golpe, y yo quería ponerme delante y protegerla.

– ¿Qué? -pregunté.

– Yo te quiero -dijo Terese.

Lo dijo así. Mirándome de lleno, hermosa, vulnerable y fuerte. Algo en mi pecho se remontó y echó a volar. Me quedé allí, inmóvil, sin poder articular palabra.

– Sé que no podría ser peor el momento y no quiero que interfiera en lo que estamos haciendo ahora. Pero sea como sea, si Miriam está viva o resulta la peor de las bromas pesadas, quiero que lo sepas: te quiero. Cuando esto se acabe, sea cual sea el resultado, quiero más que nada que tú y yo lo intentemos.

Abrí y cerré la boca; la abrí de nuevo.

– Estoy más o menos saliendo con alguien.

– Lo sé. Sé que el momento es fatal. Pero no pasa nada. Si tú la quieres, entonces ya está. Si no, aquí estoy.

Terese no esperó una respuesta. Se volvió, abrió la puerta del dormitorio y desapareció en el interior.

18

Entré tambaleándome en el ascensor.

¿Cómo decía aquella canción de Snow Patrol de hace un par de años? Aquellas tres palabras dicen tanto… pero no son suficientes.

Una mierda. Eran suficientes.

Pensé en Ali en Arizona. Pensé en Terese de pie allí diciéndome que me quería. Era probable que Terese estuviese en lo cierto; la mejor respuesta era no permitir que interfiriese. Pero estaba allí. Y me carcomía.

Las cortinas estaban echadas en la habitación 118.

Iba a encender las luces, pero entonces me lo pensé mejor. Win estaba sentado en una butaca. Escuché el tintinear del hielo en lo que fuese que estaba bebiendo. El alcohol nunca parecía afectar a Win, aunque era muy temprano.

Me senté delante de él. Habíamos sido amigos durante mucho tiempo. Nos conocimos como estudiantes en la Universidad de Duke. Recuerdo haber visto su foto en el libro de nuevos estudiantes el primer día que llegué al campus. El pie de la foto lo citaba como Windsor Horne Lockwood III de alguna escuela muy pretenciosa del Main Line de Filadelfia. Tenía la cabellera perfecta y la expresión altiva. Mi padre y yo acabábamos de subir todas mis maletas hasta mi habitación del cuarto piso. Típico de mi padre. Me llevó a Carolina del Norte desde Nueva Jersey, sin quejarse ni una vez, insistiendo en cargar las cosas más pesadas él mismo, nos sentamos para descansar un poco y yo comencé a pasar las páginas del libro, le señalé la foto de Win y dije:

«Eh, papá, mira a este tipo. Apuesto a que no lo veré nunca en los cuatro años».

Estaba equivocado.

Durante mucho tiempo sentí que Win era indestructible. Había matado a muchos, pero a nadie que no pareciese merecerlo, y sí, sé lo inquietante que resulta. Pero la edad tiene su propia manera de ganar terreno en todos nosotros. Aquello que parece excéntrico e inquietante cuando tienes los veinte o treinta se convierte en algo más cercano a lo patético a los cuarenta.

– Será difícil conseguir el permiso para exhumar el cuerpo -comenzó Win-. No tenemos ningún motivo para la petición.

– ¿Qué pasa con los resultados de la prueba de ADN?

– Las autoridades francesas se niegan a entregar los resultados. También intenté la ruta más directa: un soborno.

– ¿Nadie dispuesto a aceptarlo?

– Todavía no. Lo habrá, pero llevará algún tiempo, cosa que al parecer no tenemos.

Pensé.

– ¿Tienes alguna sugerencia?

– Sí.

– Te escucho.

– Sobornamos a los sepultureros. Lo hacemos nosotros mismos esta noche al amparo de la oscuridad. Solo necesitamos una pequeña muestra. La enviamos a nuestro laboratorio, comparamos el ADN con el de Terese -levantó la copa- y ya está.

– Macabro -dije.

– Y efectivo.

– ¿Crees que tiene algún sentido?

– ¿Qué quieres decir?

– Sabemos cuál será el resultado.

– Dímelo.

– Escuché el tono en la voz de Berleand. Habló de prematuro e inconcluyente, pero ambos lo sabemos. Vi a aquella muchacha en el vídeo de vigilancia. Vale, no su rostro y desde lejos. Pero tiene el andar de su madre, si sabes a lo que me refiero.

– ¿Qué pasa con el culo de su madre? -preguntó Win-. Ésa sería una prueba concluyente.

Me limité a mirarlo.

Él exhaló un suspiro.

– Los gestos a menudo dicen más que las facciones o incluso la estatura -admitió-. Entendido.

– Sí.

– Tú y tu hijo lo tenéis -comentó Win-. Cuando se sienta, sacude la pierna como lo haces tú. Tiene tus movimientos, la manera cómo tus dedos se separan de la pelota, en el momento de lanzar, aunque no tus resultados.

No creo que Win hubiese mencionado antes a mi hijo.

– Todavía tenemos la necesidad de hacerlo -dije. Pensé de nuevo en el axioma de Sherlock Holmes de eliminar lo imposible-. Al final del día, la respuesta más obvia es algún tipo de error en el análisis de ADN de Berleand. Necesitamos saberlo a ciencia cierta.

– De acuerdo.

Detestaba la idea de profanar una tumba, sobre todo la de alguien que había muerto tan pequeña. Se lo comentaría a Terese, pero ella había dejado muy claro cómo se sentía respecto a aquello de ceniza a las cenizas. Le dije a Win que siguiese adelante.

– ¿Por eso querías verme a solas? -pregunté.

– No.

Win bebió un largo trago, se levantó y llenó su copa. No se molestó en ofrecerme. Sabía que no tolero el alcohol. Aunque mido un metro noventa y peso casi ciento diez kilos, soy incapaz de soportar el alcohol de la misma manera que una chica de dieciséis años que toma su primer cóctel.

– Tú viste el vídeo de la chica rubia en el aeropuerto -dijo.

– Sí.

– Y ella estaba con el hombre que te atacó. El que aparece en la foto.

– Tú lo sabes.

– Lo sé.

– Entonces, ¿qué pasa?

Apretó un botón del móvil y se lo acercó a la oreja.

– Por favor, reúnase con nosotros.

Se abrió la puerta de la habitación vecina. Entró una mujer alta con un traje chaqueta azul oscuro. Tenía el pelo negro azabache y los hombros anchos. Parpadeó, se llevó la mano a los ojos y preguntó:

– ¿Por qué están tan bajas las luces?

Tenía acento británico. Como era cosa de Win, supuse que la mujer era algo del estilo de Mii. Pero no era el caso. Cruzó la habitación y tomó asiento.

– Ella -dijo Win-, pertenece a la Interpol aquí en Londres.

Dije algo rutinario, como «Es un placer». Ella asintió y miró mi rostro como si fuese una pintura moderna que no entendiese del todo.

– Dígaselo -pidió Win.

– Win me envió la foto del hombre al que usted atacó.

– Yo no lo ataqué. Él me apuntó con un arma.

Lucy Probert lo descartó con un gesto como si fuese basura en el mar.

– Mi división en la Interpol se ocupa del tráfico internacional de niños. Tal vez piensa que el mundo de ahí es algo bastante perverso, pero créame, es mucho más perverso de lo que imagina. Los crímenes a los que me enfrento; bueno, se puede enloquecer con lo que las personas hacen con los más vulnerables. En nuestra batalla contra esa depravación, su amigo Win ha sido un aliado muy valioso.

Miré al mencionado amigo y como siempre su rostro no reveló nada. Durante mucho tiempo, Win había sido -a falta de un término mejor- un vigilante. Salía por las noches y se paseaba por las calles más peligrosas de Nueva York o Filadelfia con la ilusión de ser atacado para así acabar con aquellos que atacaban a los más débiles. Leía de un pervertido que había salido bien librado debido a un tecnicismo legal o algún maltratador que había conseguido que su esposa retirase la denuncia, y él les hacía lo que llamábamos «una visita nocturna». Hubo el caso de un pedófilo que la policía sabía que había secuestrado a una niña pero se negaba a hablar. Se vieron obligados a soltarlo. Win le hizo una visita nocturna. Habló. Encontraron a la niña, ya muerta. Nadie sabe dónde está ahora el pedófilo.

Había pensado que quizás Win lo había dejado o al menos había aminorado el ritmo, pero ahora me daba cuenta de que no había sido así. Había comenzado a hacer más viajes al extranjero. Había sido un «valioso aliado» en la lucha contra el tráfico de niños.

– Así que cuando Win me pidió un favor -prosiguió Lucy-, se lo hice. De todas maneras, ésta parecía una petición bastante inocua; introducir la foto que el capitán Berleand le había enviado en el programa de búsqueda y dar con una identificación. Algo ordinario, ¿no?

– Así es.

– Pues no. En la Interpol tenemos muchas maneras de identificar a las personas a partir de las fotos. Por ejemplo, está el software de reconocimiento facial.

– ¿Señorita Probert?

– Sí.

– En realidad no necesito una lección de tecnología.

– Fantástico, porque no tengo el tiempo ni las ganas de darle una. Lo que quiero decir es que peticiones así son bastante habituales. Introduje la foto en el sistema antes de acabar la jornada, suponiendo que el ordenador la procesaría durante la noche y me daría una respuesta. ¿Eso es simplificar las cosas demasiado para usted?

Asentí, al comprender que sería un error interrumpirla. Era obvio que estaba inquieta y yo no ayudaba.

– Así que cuando llegué al trabajo esta mañana, esperaba tener una identidad para comunicársela. Pero no fue ése el caso. En cambio, ¿cómo puedo decir esto cortésmente?, fue como si a alguien se le hubiese ocurrido lanzar por la ventana todo tipo de residuos intestinales. Alguien había revisado mi escritorio. Habían accedido a mi ordenador y realizado una búsqueda. No me pregunte cómo lo sé; lo sé.

Se detuvo y comenzó a buscar en el bolso. Encontró un cigarrillo y se lo puso en los labios.

– Malditos norteamericanos y su cruzada contra el tabaco. Si uno de ustedes dice algo acerca de las reglas de no fumar…

Ninguno de los dos lo hizo.

Lo encendió, dio una profunda calada y soltó el humo.

– En resumen, aquella foto estaba clasificada o era máximo secreto o pongan ustedes su propia terminología.

– ¿Sabe por qué?

– ¿Por qué estaba clasificada?

– Sí.

– No. Estoy en un cargo muy alto de la cadena alimentaria de la Interpol. Si estaba por encima de mi cabeza, es que se trata de algo ultrasensible. Su foto hizo sonar las alarmas hasta lo más alto. Me llamaron al despacho de Mickey Walter, el gran jefe de Londres. No había tenido el honor de ser recibida por Mickey en dos años. Me llamó, me hizo sentar y quiso saber de dónde había conseguido la foto y por qué había hecho la petición.

– ¿Qué le dijo?

Ella miró a Win y supe la respuesta.

– Que había recibido el soplo de una fuente fiable de que el hombre de la foto podía estar involucrado en el tráfico de niños.

– ¿Le pidió el nombre de la fuente?

– Por supuesto.

– ¿Usted se lo dio?

– Yo hubiese insistido -intervino Win.

– No tenía alternativa -afirmó la mujer-. Lo hubiesen averiguado de todas maneras. Si buscaban en mis registros de teléfono o mis correos electrónicos, podían rastrearlo.

Miré a Win. Ninguna reacción. Ella estaba equivocada; no hubiesen podido rastrearlo, pero comprendí cuál era su situación. A todas luces se trataba de algo grande. No cooperar hubiese sido el final de su carrera y quizás algo peor. Win hubiese hecho bien en insistir en que ella diese nuestros nombres.

– ¿Y ahora qué?

– Quieren hablar conmigo -dijo Win.

– ¿Saben que estás aquí?

– No, todavía no. Mi procurador les ha informado de que me presentaré voluntariamente dentro de una hora. Estamos alojados aquí con un nombre falso, pero si lo buscan acabarán por encontrarnos.

La mujer miró su reloj.

– Será mejor que me vaya.

Pensé en el tipo de las gafas de sol que había puesto en marcha mis antenas.

– ¿Hay alguna probabilidad de que alguno de los suyos me esté siguiendo?

– Lo dudo.

– Es usted sospechosa -señalé-. ¿Cómo sabe que no la siguieron hasta aquí?

Ella miró a Win.

– ¿Es imbécil o sencillamente sexista?

Win se lo pensó.

– Sexista.

– Soy agente de la Interpol. Tomo precauciones.

Pero no las precauciones suficientes como para que no te pillasen. Me guardé el pensamiento. No era justo. Ella no podía saber que poner aquella foto en el sistema provocaría una explosión.

Todos nos levantamos. Ella me estrechó la mano y besó la mejilla de Win. Win y yo volvimos a sentarnos cuando se marchó.

– ¿Qué vas a decirle a la Interpol? -pregunté.

– ¿Hay alguna razón para mentir?

– No, que yo sepa.

– Entonces les diré la verdad; la mayor parte. Mi mejor amigo, que serías tú, fue atacado por ese hombre en París. Quería saber quién era. Cubriremos a Lucy sosteniendo que le mentí diciendo que el hombre estaba involucrado en el tráfico de niños.

– Que por lo que sabemos es una posibilidad.

– Muy cierto.

– ¿Te importa si le hablo a Terese de esto?

– Siempre que dejes fuera el nombre de Lucy.

Asentí.

– Necesitamos conseguir una identificación de ese tipo.

Bajé con Win hasta el vestíbulo un tanto espectacular del Claridge's. No había ningún cuarteto de cuerdas interpretando conciertos, pero deberían tenerlo. La decoración era moderna de clase alta británica, que equivale a decir una mezcla de inglés antiguo y art déco, hecho en un estilo lo bastante relajado para los turistas vestidos con téjanos y lo bastante altivo como para imaginar que algunas sillas y quizás las molduras del techo frunzan sus aristocráticas narices con cierto desprecio. Me gustaba. En cuanto Win se marchó, caminé hacia el ascensor cuando algo me detuvo.

Las zapatillas de baloncesto Chuck Taylor negras.

Me moví hacia los ascensores, me detuve y me palpé los bolsillos. Me volví con una expresión de desconcierto, como si acabase de darme cuenta de que había olvidado algo. Myron Bolitar, el gran actor. Aproveché la oportunidad para mirar con discreción al hombre con las zapatillas negras.

Nada de gafas. Esta vez una sudadera azul. Una gorra de béisbol que no había estado allí en el cementerio. Pero lo sabía. Era mi tipo. Y era bueno. Las personas tienen la tendencia a recordar muy poco. Un tipo con gafas y el pelo corto. Si te pones una gorra y una sudadera sobre la camiseta, nadie se fijará en ti a menos que miren mucho.

Casi se me había escapado, pero ahora lo sabía a ciencia cierta: me seguía. El chico del cementerio había vuelto.

Había varias maneras de jugar, pero no estaba de humor para mostrarme tímido. Caminé por el angosto pasillo hacia las habitaciones que usaban para reuniones y conferencias. Era domingo, así que estaban vacías. Me crucé de brazos, me apoyé en la entrada del guardarropa y esperé a que apareciese mi hombre.

Cuando lo hizo -cinco minutos más tarde-, lo cogí por la camiseta y lo arrastré al interior del guardarropa.

– ¿Por qué me está siguiendo?

Me miró desconcertado.

– ¿Es mi barbilla prominente? ¿Mis hipnóticos ojos azules? ¿Mi bien formado culo? Por cierto, ¿me hacen parecer gordo estos pantalones? Dígame la verdad.

El hombre me miró otro segundo, quizás dos, y entonces hizo lo que yo había hecho antes: atacó.

Comenzó con un golpe en el rostro con la base de la palma. Lo paré. Se giró para lanzar un codazo. Rápido. Más rápido de lo que había esperado. El golpe aterrizó en el costado izquierdo de mi barbilla. Moví la cabeza para disminuir el impacto, pero así y todo sentí como se sacudían los dientes. Continuó con el ataque, lanzando otro golpe, luego un puntapié lateral, seguido por un puñetazo al cuerpo. El golpe al cuerpo fue el más duro, en la parte inferior de las costillas. Dolería. Si alguna vez ve el boxeo en televisión, incluso por casualidad, oirá que cualquier comentarista dirá las mismas cosas: los golpes al cuerpo son acumulativos. El oponente los sentirá en el último asalto. Eso es verdad pero no del todo. Los golpes al cuerpo también duelen en el momento. Te hacen encoger y bajar las defensas.

Tenía problemas.

Parte de mi cerebro comenzó a reprocharme: menuda estupidez hacer esto sin un arma o sin Win como respaldo. No obstante, la mayor parte de mi cerebro ya se había puesto en el modo de supervivencia. Incluso la pelea al parecer más inocente -en un bar, en un campo de fútbol, donde sea- hace que tu adrenalina se dispare porque tu cuerpo sabe aquello que tu mente no quiere aceptar: esto va de supervivencia. Existe la probabilidad de que mueras.

Caí al suelo y me aparté rodando sobre mí mismo. El guardarropa era pequeño. Ese tipo sabía lo que se hacía. No se apartó, intentaba darme pisotones, perseguirme. Me dio un puntapié en la cabeza; las estrellas explotaron como sacadas de una película de dibujos animados. Me pregunté si debía gritar pidiendo ayuda, cualquier cosa que consiguiera detenerlo.

Rodé otra vez y quizás otra más para tomar nota de su ritmo. Dejé el vientre desprotegido, con la ilusión de que decidiese descargarme un puntapié. Lo hizo. En el momento en que empezó a doblar la rodilla invertí el rodar hacia él, doblado por la cintura, con las manos preparadas. El puntapié aterrizó en medio de la tripa, pero yo estaba preparado. Le sujeté el pie contra el cuerpo con ambas manos y rodé con fuerza. Él tenía dos alternativas. Dejarse caer al suelo de inmediato o ver cómo se le partía el hueso del tobillo como una rama seca.

Sabía lanzar golpes mientras caía, pero la mayor parte de ellos no fueron efectivos.

Ambos estábamos en el suelo. Yo estaba magullado y mareado, pero tenía dos grandes ventajas. Una, que aún le sujetaba el pie, aunque notaba que aflojaba la sujeción. Dos, ahora que estábamos en el suelo, el tamaño se volvió importante, y lo digo sin segundas. Le sujetaba la pierna con ambas manos. Intentó abrirse paso a puñetazos. Me acerqué a él metiendo la cabeza en su pecho. Cuando un oponente te está arrojando puñetazos, la mayoría de las personas creen que deben dejarle espacio al tipo. Pero es justo lo contrario. Apoyas el rostro en su pecho y disminuyes su potencia. Eso fue lo que hice.

Intentó pegarme en las orejas, pero para eso necesitaba las dos manos, y se hacía vulnerable. Levanté la cabeza con fuerza y muy rápido y lo alcancé debajo de la barbilla. Cayó hacia atrás. Me lancé encima.

En aquel momento la lucha era cuestión de fuerza, técnica y tamaño. Le había derrotado en dos de tres: fuerza y tamaño. Yo aún estaba mareado por el ataque inicial, pero el golpe con la cabeza había ayudado. Aún le sujetaba la pierna. Se la giré con fuerza. Él rodó con ella y fue entonces cuando cometió su gran error.

Volvió su espalda hacia mí, dejándola a la vista.

Lo solté y me eché encima suyo, con mis piernas cerrándose alrededor de su cintura, mi brazo derecho alrededor del cuello. Sabía lo que le venía a continuación. El miedo hizo que comenzase a titubear. Bajó la barbilla para parar mi codo. Le pegué en la nuca con un golpe de palma. Eso lo debilitó. Me apresuré a sujetarle la frente y la tiré hacia atrás. Intentó resistirse, pero le había levantado la barbilla lo suficiente. Mi codo pasó por debajo de la abertura y llegó a su garganta. La llave estranguladora a punto.

Ya lo tenía. Solo era cuestión de tiempo.

Entonces oí un sonido, mejor dicho una voz, que gritaba algo en un idioma extranjero. Dudé en soltarlo para ver quién era, pero me mantuve en mi posición. Ése fue mi error. Un segundo hombre había entrado en el cuarto. Me golpeó en la nuca, seguramente con un golpe dado con el canto de la mano, un clásico golpe de karate. Un entumecimiento me dominó como si todo mi cuerpo se hubiese convertido en un «hueso de la música» golpeado de la manera equivocada. Aflojé la llave.

Escuché que el hombre gritaba de nuevo, en el mismo idioma extranjero. Me confundió. El primer hombre se escapó de mi sujeción, jadeando en busca de aliento. Rodó sobre sí mismo. Ahora eran dos. Miré al segundo hombre. Me apuntaba con un arma.

Estaba acabado.

– No se mueva -me dijo el hombre con acento extranjero.

Mi cerebro buscó una salida, pero estaba demasiado lejos. El primer hombre se levantó. Aún jadeaba con fuerza. Nos miramos el uno al otro, nuestras miradas se cruzaron, y vi algo extraño en sus ojos. No era odio. Quizás respeto. No lo sé.

Miré de nuevo al hombre que llevaba el arma.

– No se mueva -dijo por segunda vez-, y no nos siga.

Entonces ambos escaparon.

19

Fui tambaleando hasta el ascensor. Esperaba llegar a mi habitación sin ser visto, pero el ascensor se detuvo en el vestíbulo. Una familia de seis norteamericanos miró mi camisa rota, la boca sangrando y todo el resto, sin embargo entraron y saludaron. Durante los pisos siguientes presencié como la hermana mayor incordiaba a su hermano, la madre rogaba que dejaran de hacerlo, el padre intentaba no hacerles caso y los otros dos hermanos se pellizcaban el uno al otro cuando los padres no miraban.

Cuando llegué a la habitación, Terese se desesperó, pero solo por unos momentos. Me ayudó y llamó a Win. Win llamó a un médico. El doctor llegó sin tardanza y declaró que no había nada roto. Estaría bien. Me dolía la cabeza, probablemente se trataba de una conmoción. Anhelaba descansar. El doctor me dio algo y todo se volvió un tanto difuso. Lo siguiente que recuerdo fue notar la presencia de Win al otro lado de la habitación a oscuras. Abrí un ojo y después el otro.

– Eres un idiota -dijo Win.

– No, estoy bien, de verdad, no empieces con las preocupaciones.

– Tendrías que haberme esperado.

– A nadie le gustan los tipos que te dan la lata con «ya te lo dije» después de que pasan las cosas.

Me esforcé por sentarme. Mi cuerpo estaba más o menos dispuesto, pero mi cabeza protestó con fuerza. Me la sujeté con las dos manos, con la voluntad de evitar que se partiese.

– Creo que he aprendido algo -dije.

– Te escucho.

Las cortinas aún estaban abiertas. Había anochecido. Consulté mi reloj. Eran las diez de la noche, y recordé algo.

– El cementerio.

– ¿Qué pasa con el cementerio?

– ¿Van a exhumar el cadáver?

– ¿Todavía quieres intentarlo?

Asentí y me vestí deprisa. No me molesté en despedirme de Terese. Lo habíamos hablado antes. Ella no veía ninguna razón para estar allí. Win había llamado a una limusina para que nos recogiese en la entrada, entramos en un aparcamiento privado y entonces cambiamos de coches.. -Ten-dijo Win.

Me dio un revólver pequeño, un NAA Black Widow. Lo miré.

– ¿Un veintidós?

Normalmente Win prefería las armas grandes. Algo así como un bazuca o un lanzagranadas.

– El Reino Unido tiene unas leyes muy estrictas respecto a llevar armas. -Me dio una pistolera para el tobillo-. Será mejor que la mantengas oculta.

– ¿Es eso lo que llevas tú?

– Cielos, no. ¿Quieres algo más grande?

No quería. Me sujeté la pistolera al tobillo. Me recordaba a una tobillera que usaba cuando jugaba al baloncesto.

Cuando llegamos al cementerio, esperaba sentir, cómo decirlo, algo morboso, pero no. Había dos hombres junto a la fosa y ya casi habían acabado. Ambos vestían chándales de color azul marino. La mayor parte de la excavación la habían hecho horas antes con una pequeña excavadora amarilla que había aparcada a la derecha como si contemplase su obra. Los dos tipos de chándal solo tenían que apartar una delgada capa de tierra de la tapa del féretro para abrirlo y sacar unas pocas muestras, un trozo de hueso o algo así. Luego lo cerrarían y volverían a taparlo con la tierra.

Quizás ahora sí me sentía morboso.

Una lluvia muy fina cayó sobre nosotros. Miré hacia abajo. Win hizo lo mismo. Estaba oscuro, pero nuestros ojos se habían acomodado lo suficiente para ver las sombras. Los hombres estaban agachados, casi fuera de nuestra vista.

– Dijiste que habías aprendido algo.

Asentí.

– Los hombres que me seguían. Hablaban hebreo y sabían el Krav Maga.

El Krav Maga es el arte marcial israelí.

– Y eran buenos -añadió Win.

– ¿Ves adonde quiero ir a parar?

– Un buen sabueso, un buen peleador, se va sin matarte, habla en hebreo. -Win asintió-. El Mossad.

– Explica el interés despertado.

Debajo de nosotros escuchamos maldecir a uno de los hombres.

– ¿Hay algún problema? -preguntó Win.

– Pusieron una cerradura en el féretro -dijo una voz. Encendió una linterna. Ahora todos veíamos el ataúd-. Por todos los diablos, ¿por qué? Mi casa no tiene una cerradura de este tipo. Estamos intentando abrirlo con diferentes llaves.

– Rómpalo -ordenó Win.

– ¿Está seguro?

– ¿Quién se va a enterar?

Los dos hombres soltaron una carcajada de la manera que solo podían hacerlo dos hombres que excavasen una tumba.

– Es verdad -admitió uno.

Win volvió su atención hacia mí.

– ¿Por qué Rick Collins estaría involucrado con el Mossad?

– No se me ocurre.

– ¿Por qué un accidente de coche ocurrido hace diez años despierta el interés del servicio secreto israelí?

– Tampoco se me ocurre.

Win lo pensó.

– Llamaré a Zona. Quizás ella pueda ayudarnos.

Zorra era un travestí muy peligroso que nos había ayudado en el pasado y que había trabajado para el Mossad a finales de los ochenta.

– Podría funcionar. -Pensé sobre ello-. Supongamos que el tipo que golpeé con la mesa era del Mossad. Eso explicaría algunas cosas.

– Como que la Interpol se pusiese de los nervios cuando intentamos conseguir una identificación -dijo Win.

También pensé en ello.

– Pero si era del Mossad, ¿quién era el tipo al que le disparé?

Win pensó en eso.

– Aún no sabemos lo suficiente. Llamemos a Zorra a ver qué puede encontrar.

Escuchamos el ruido de esfuerzos y golpes que venían desde abajo. Entonces una voz gritó:

– Ya está.

Miramos abajo. La linterna mostró dos manos que levantaban una tapa. Los hombres gruñeron por el esfuerzo. El ataúd tenía un tamaño regular. Eso me sorprendió. Había esperado algo más pequeño para una niña de siete años. Pero quizás ahí estaba la cuestión, ¿no? Quizás era eso lo que me estaba salvando de sentirme fatal: no creía que fuésemos a encontrar el esqueleto de una niña de siete años.

No quería mirar más, así que me aparté. Estaba allí solo para observar, para asegurarme de que sacasen una muestra de la tumba. Ya era locura sin saber que todo lo relacionado con esta prueba era contundente. Si daba negativo, no quería que alguien dijese: Pero, ¿cómo sabe usted que era de la tumba correcta? O: ¿Quizás ellos solo dijeron que cavaron, pero no lo hicieron? Quería eliminar todas las variables posibles.

– El ataúd está abierto- avisó uno de los sepultureros.

Vi a Win que miraba abajo. Otra voz salió del agujero en un susurro.

– Jesús bendito.

Luego silencio.

– ¿Qué? -pregunté.

– Un esqueleto -respondió Win, sin desviar la mirada-. Pequeño. Con toda probabilidad de un niño.

Todos nos quedamos inmóviles.

– Tome una muestra -dijo Win.

– ¿Qué clase de muestra? -preguntó uno de los sepultureros.

– Un hueso. Un trozo de tela si encuentra alguno. Guárdelos en esas bolsas de plástico.

Ahí había enterrada una niña. Supongo que en realidad no lo esperaba. Miré a Win.

– ¿Es posible que estemos equivocados?

Win se encogió de hombros.

– El ADN no miente.

– Entonces si ésta no es Miriam Collins, ¿de quién es el esqueleto?

– Hay otras posibilidades -señaló Win.

– ¿Como cuáles?

– Hice que uno de mis hombres investigase un poco. Alrededor de la fecha del accidente, desapareció una niña pequeña de Brentwood. La gente estaba segura de que el padre la había matado, pero el cuerpo nunca se encontró. El padre continúa en libertad hasta el día de hoy.

Pensé en lo que Win había dicho.

– Tienes razón. Nos estamos adelantando a los hechos.

Win no hizo ningún comentario.

Miré de nuevo al interior del agujero. Un rostro sucio nos alcanzó una bolsa de plástico.

– Todo suyo, compañero. Buena suerte y váyase al infierno.

Win y yo nos marchamos entonces, con un pequeño trozo de hueso de una niña a la que habíamos sacado de su tranquilo sueño en mitad de la noche.

20

Llegamos al Claridge's a las dos de la mañana. Win se fue de inmediato para disfrutar un poco de Mii. Yo me di una larga ducha caliente. Cuando miré en el minibar de la habitación, una pequeña sonrisa cruzó mi rostro. Estaba lleno de Yoo-Hoos. De chocolate. Así era Win.

Me bebí uno frío y esperé a que el azúcar hiciese efecto. Encendí el televisor y fui cambiando de canales, porque eso es lo que hacen los hombres de verdad. Series norteamericanas de la temporada pasada. La puerta de Terese estaba cerrada, pero no creía que durmiese. Permanecí solo y respiré profundamente.

El reloj marcaba las dos de la mañana. Las ocho de la tarde en Nueva York. Las cinco de la tarde en Scottsdale, Arizona.

Miré mi teléfono. Pensé en Ali, Erin y Jack en Arizona. No sabía gran cosa de Arizona. Era el desierto, ¿no? ¿Quién quiere vivir en el desierto?

Marqué el número de móvil de Ali. Sonó tres veces antes de que respondiese con un desconfiado:

– ¿Hola?

– Hola.

– Tu número no aparece en el identificador de llamadas -dijo Ali.

– Tengo otro teléfono, pero es el mismo número.

Silencio.

– ¿Dónde estás? -preguntó Ali.

– En Londres.

– ¿Londres, en Inglaterra?

– Sí.

Escuché un sonido. Me pareció que era Jack. Ali dijo: «Un momento, cariño, estoy al teléfono». Advertí que no dijo con quien hablaba por teléfono. Por lo general lo hubiese hecho.

– No sabía que estabas en el extranjero -dijo Ali.

– Recibí una llamada de un amigo con problemas. Ella estaba…

– ¿Ella?

Me detuve.

– Sí.

– Vaya, no has tardado mucho.

Estaba a punto de decir que no era lo que creía, pero me detuve.

– La conozco desde hace diez años.

– Ya veo. Entonces solo una súbita visita a Londres para ver a una vieja amiga.

Silencio.

Entonces escuché de nuevo la voz de Jack que preguntaba quién estaba al teléfono. El sonido viajaba a través de algún desierto de Estados Unidos y a través del Océano Atlántico y hacía que me encogiese.

– Tengo que irme, Myron. ¿Querías alguna cosa?

Buena pregunta. Quizás la había, pero no era el momento.

– Creo que no.

Colgó sin decir palabra. Miré el teléfono, sentí el peso, entonces pensé, espera un segundo: Ali lo había acabado, ¿no? ¿No lo había dejado bien claro, cuándo, hacía dos días? Además, en realidad, ¿qué había querido conseguir con esa maldita llamada telefónica?

¿Por qué había llamado?

¿Porque detestaba los cabos sueltos? ¿Porque quería hacer lo correcto, fuese lo que fuese lo que significase?

El dolor de la pelea comenzaba a reaparecer. Me levanté, me desperecé e intenté mantener los músculos relajados. Miré la puerta de Terese. Estaba cerrada. Me acerqué y espié en la habitación. La luz estaba apagada. Permanecí atento a su respiración. Ningún sonido. Comencé a cerrar la puerta.

– Por favor, no te vayas -dijo Terese.

Me detuve y respondí:

– Intenta dormir.

– Por favor.

Siempre he intentado ir con mucho cuidado cuando se trata de asuntos del corazón. Siempre hice lo correcto. Nunca fingí. Excepto por aquella vez en una isla hacía diez años. Me preocupaban los sentimientos y las repercusiones y lo que venía después.

– No te vayas -dijo ella de nuevo.

No lo hice.

Cuando nos besamos, hubo una tensión y luego una explosión, un dejarse ir como nunca había sentido antes, un dejarse ir como si te quedases muy quieto y te rindieses, y tu corazón late contra las costillas, y tu pulso se dispara y tus rodillas se aflojan, tus dedos se curvan, tus orejas se levantan y todas las partes de tu cuerpo se relajan y te entregas felizmente.

Aquella noche sonreímos. Lloramos. Besé aquel precioso hombro desnudo. Y por la mañana, ella se había marchado de nuevo.


Pero solo de la cama.

Encontré a Terese tomando café en la sala. La cortina estaba abierta. Para citar una vieja canción, el sol de la mañana en su rostro mostraba su edad; y me gustaba. Vestía el albornoz del hotel y estaba un poco entreabierto, solo un indicio del botín que tapaba. No creo haber visto nunca nada tan hermoso.

Terese me miró y sonrió.

– Hola -le dije.

– Acaba de una vez con las frases seductoras. Ya me has llevado a la cama.

– Maldita sea, me pasé toda la noche ensayándola.

– Bueno, de todas maneras has estado despierto toda la noche. ¿Café?

– Sí, por favor.

Lo sirvió. Me senté a su lado con sumo cuidado. La paliza estaba haciéndose sentir. Hice una mueca y pensé en tomar alguno de los analgésicos que el médico me había dejado. Pero no enseguida. Quería estar sentado con esa mujer espectacular y tomar nuestro café en silencio.

– Celestial -dijo ella.

– Sí.

– Desearía que pudiésemos quedarnos aquí para siempre.

– No estoy seguro de poder permitirme pagar la habitación.

Ella sonrió. Tendió la mano para coger la mía.

– ¿Quieres escuchar algo terrible?

– Dime.

– Parte de mí quiere olvidar todo esto y escapar contigo.

Sabía a qué se refería.

– He soñado tantas veces con esta oportunidad de redención… Ahora que quizás ha llegado, no puedo evitar la sensación de que me destruirá.

Me miró.

– ¿Tú qué piensas?

– No dejaré que te destruya -respondí.

Su sonrisa era triste.

– ¿Crees que tienes ese poder?

Tenía razón, pero algunas veces hago declaraciones tontas como ésas.

– Entonces, ¿qué quieres hacer?

– Descubrir qué pasó en realidad aquella noche.

– De acuerdo.

– No tienes por qué ayudar -dijo.

– Tengo que hacerlo, sobre todo después de lo que dijiste anoche.

– Es verdad.

– ¿Cuál es nuestro próximo paso? -pregunté.

– Acabo de hablar por teléfono con Karen. Le dije que había llegado el momento de decirlo todo.

– ¿Qué respondió?

– No protestó. Nos encontraremos dentro de una hora.

– ¿Quieres que te acompañe?

Ella sacudió la cabeza.

– Esta vez tenemos que estar las dos solas.

– De acuerdo.

Permanecimos sentados allí y tomamos nuestro café; no queríamos movernos, ni hablar, ni hacer nada.

Terese rompió el silencio:

– Uno de nosotros debería decir: «En cuanto a lo de anoche…».

– Te lo dejaré a ti.

– Fue de puta madre.

Sonreí.

– Sí. Sabía que debía dejártelo a ti.

Se levantó. La miré. Solo vestía el albornoz. Señoras, ahórrense los encajes, sus Victoria's Secret, sus tangas, sus medias de seda, sus picardías. A mí que me den una mujer hermosa con un albornoz siempre que quieran.

– Me voy a dar una ducha -dijo.

– ¿Es una invitación?

– No.

– Oh.

– No hay tiempo.

– Puedo ser rápido.

– Lo sé. Pero cuando lo haces, no es tu mejor trabajo.

– Ay.

Se inclinó y me besó suavemente en los labios.

– Gracias.

Estaba a punto de soltar una respuesta burlona -algo así como «díselo a todas tus amigas u otra dienta satisfecha»-, pero algo en su tono me contuvo. Algo en su tono me abrumó y me hizo sufrir. Le apreté la mano y permanecí en silencio, y luego la miré mientras se alejaba.

21

Win me echó una mirada y dijo:

– Por fin has mojado.

Iba a discutir, pero, ¿qué sentido tenía?

– Sí.

– Detalles, por favor.

– Un caballero no besa y luego lo cuenta.

Me miró desconsolado.

– Tú sabes que me encantan los detalles.

– Y tú sabes que nunca te los cuento.

– Solías dejarme mirar. Cuando salíamos con Emily en la facultad, tú solías dejarme mirar por la ventana.

– No te dejaba. Tú lo hacías. Cuando arreglaba aquella persiana, tú por lo general la volvías a romper. Eres un cerdo, ¿lo sabías?

– Algunos me llamarían un amigo interesado.

– Pero la mayoría te llamaría un cerdo.

Win se encogió de hombros.

– Quiéreme con todos mis defectos.

– ¿Dónde estamos? -pregunté.

– Ambos estábamos mojando.

– Aparte de eso.

– Se me acaba de ocurrir algo -dijo Win.

– Te escucho.

– Quizás haya una explicación más simple sobre cómo llegó lasangre de la muchacha muerta a la escena del crimen. Aquella organización benéfica Salvar a los Ángeles. Una de las cosas que hacen es la investigación con células madre, ¿no?

– Supongo que de alguna manera. Creo que están en contra.

– Sabemos que Rick Collins quizás descubrió que tenía la enfermedad de Huntington. Su padre desde luego la tenía.

– Te sigo.

– La gente en la actualidad guarda la sangre de los cordones umbilicales de sus hijos; la congelan o hacen algo así para un uso futuro. Está repleta de células madre y la idea es que en algún lugar o en algún momento esas células madre pueden salvar la vida de tu hijo, incluso la tuya. Quizás Rick Collins guardó la de su hija. Cuando descubrió que tenía la enfermedad de Huntington, decidió que podía utilizarla.

– Las células madre no curan el mal de Huntington.

– No, todavía no.

– O sea que tú crees que tenía la sangre del cordón umbilical congelada cuando lo asesinaron y entonces, qué, ¿se derritió?

Win se encogió de hombros.

– Esa hipótesis tiene menos sentido que la de que Miriam Collins haya estado viva todo este tiempo.

– ¿Qué pasa con el pelo rubio?

– Hay muchas rubias en este mundo. La mujer que tú viste bien podía ser otra.

Pensé.

– Así y todo sigue sin decirnos quién mató a Rick Collins.

– Es verdad.

– Todavía creo que, sea lo que sea, esto comenzó con el accidente de coche de hace diez años. Sabemos que Nigel Manderson mintió.

– Así es -admitió Win.

– Karen Tower está ocultando algo.

– ¿Qué pasa con ese tipo, Mario?

– ¿Qué pasa con él?

– ¿Está ocultando algo?

Pensé sobre ello.

– Puede ser. Lo veré esta mañana para buscar entre los archivos de trabajo de Rick. Entonces haré otro intento con él.

– Después también tenemos a los israelíes, quizás el Mossad, que te siguen. Llamé a Zorra. Ella hablará con sus fuentes.

– Bien.

– Por último, tu enfrentamiento parisino y aquella foto que levantó la alarma en la jerarquía de la Interpol.

– ¿Tu entrevista con la Interpol fue bien?

– Formularon preguntas; yo les relaté mi historia.

– Hay una cosa que no entiendo -dije-. ¿Cómo es que todavía no me han pillado a mí?

Win sonrió.

– Ya sabes por qué.

– Me siguen.

– Respuesta correcta.

– ¿Los has visto?

– Un coche negro en la esquina, a la derecha.

– Es probable que el Mossad también me esté siguiendo.

– Eres un hombre muy popular.

– Es porque sé escuchar a la gente. A la gente le gusta un buen oyente.

– Desde luego.

– También soy muy divertido en las fiestas.

– Y un bailarín muy elegante. ¿Qué quieres hacer con los que te espían?

– Me gustaría perderlos de vista.

– Ningún problema.


Perder a tu sombra es bastante fácil. En este caso, Win nos metió en un coche con los cristales tintados. Fuimos a un aparcamiento subterráneo con varias salidas. El coche se marchó. Aparecieron otros dos. Entré en uno, Win en el otro.

Terese estaba ahora con Karen. Yo iba de camino para ver a Mario Contuzzi.

Veinte minutos más tarde, toqué el timbre del apartamento de Contuzzi. Ninguna respuesta. Consulté mi reloj. Había llegado unos cinco minutos antes. Pensé en el caso, en cómo la Interpol se había puesto como loca por aquella foto.

¿Quién era el tipo que me apuntó con un arma en París?

Había intentado todos los caminos para dar con la identidad del hombre. Quizás, si tenía un minuto libre, debería intentar la ruta más directa.

Llamé al teléfono privado de Berleand.

Dos timbrazos después, respondió una voz y dijo algo en francés.

– Por favor, querría hablar con el capitán Berleand.

– Está de vacaciones. ¿En qué puedo ayudarle?

¿Vacaciones? Intenté imaginarme a Berleand disfrutando de un tiempo de ocio en la playa de Cannes, pero la figura no encajaba.

– De verdad, necesito ponerme en contacto con él.

– ¿Puedo preguntar quién lo llama?

No tenía ningún sentido no decirlo.

– Myron Bolitar.

– Lo siento. Está de vacaciones.

– Por favor, ¿podría ponerse en contacto con él y pedirle que llame a Myron Bolitar? Es urgente.

– Espere un momento.

Esperé.

Un minuto más tarde, otra voz -ésta áspera y con un acento norteamericano perfecto- apareció en el teléfono.

– ¿Puedo ayudarlo?

– No lo creo. Quiero hablar con el capitán Berleand.

– Puede hablar conmigo, señor Bolitar.

– Pero es que usted no suena como un hombre muy agradable -señalé.

– No lo soy. Ha sido divertido cómo se escapó de nuestra vigilancia, pero esto no es gracioso.

– ¿Quién es usted?

– Puede llamarme agente especial Jones.

– ¿Puedo llamarlo superagente especial Jones? ¿Dónde está el capitán Berleand?

– El capitán Berleand está de vacaciones.

– ¿Desde cuándo?

– Desde que le envió a usted aquella foto violando el protocolo. Él fue el que le envió aquella foto, ¿no?

Titubeé. Entonces dije:

– No.

– Seguro. ¿Dónde está usted, Bolitar?

En el interior del apartamento de Contuzzi sonaba el teléfono. Una, dos, tres veces.

– ¿Bolitar?

Se detuvo al sexto timbrazo.

– Sabemos que todavía está en Londres. ¿Dónde está?

Colgué y miré hacia la puerta de Mario. El teléfono que llamaba -sonaba como debía sonar un teléfono, no como el tono de un móvil- había sonado como el de una línea terrestre. Vaya. Apoyé la mano en la puerta. Era gruesa y resistente. Apoyé la oreja en la fría superficie, marqué el número de Mario y vi como aparecía el número en la pantalla de mi móvil. La conexión tardó un par de segundos.

Cuando escuché el débil sonar del móvil de Mario a través de la puerta -el teléfono fijo había sido fuerte; éste no- el miedo inundó mi pecho. Bien podía no tener importancia, pero en la actualidad la mayoría de las personas no recorren ni la más mínima distancia, incluido las visitas al baño, sin el móvil enganchado o encima. Se puede lamentar este hecho, pero las posibilidades de que un tipo quetrabaja en las noticias de la tele deje el móvil detrás mientras se va al despacho parecían remotas.

– ¿Mario? -grité.

Comencé a aporrear la puerta.

– ¿Mario?

No esperaba que respondiese. Apoyé de nuevo la oreja en la puerta para escuchar no sabía qué, quizás un gemido. Un gruñido. Una llamada. Algo.

Ningún sonido.

Consideré mis opciones. No muchas. Me eché hacia atrás, levanté el pie y golpeé la puerta. No se movió.

– Reforzada con acero, amigo. Nunca la echará abajo.

Me volví hacia la voz. El hombre vestía un chaleco de cuero negro sin camisa o camiseta debajo y, lamento decirlo, no tenía un físico muy agraciado. Su cuerpo, demasiado a la vista, era delgado y fofo. Llevaba un aro en la nariz. Se estaba quedando calvo y el poco pelo que le quedaba estaba peinado como un indio mohicano. Calculé su edad en unos cincuenta y algo. Parecía que había salido de un bar gay en 1979 y que acabase de llegar a casa.

– ¿Conoce a los Contuzzi? -pregunté.

El hombre sonrió. Esperaba otra pesadilla dental, pero mientras que el resto de su cuerpo pasaba por varias etapas de decadencia, sus dientes resplandecían.

– Ah -dijo-. Es norteamericano.

– Sí.

– Amigo de Mario, ¿no?

No había ningún motivo para entrar a darle una larga explicación.

– Sí.

– Bueno, ¿qué puedo decirle, compañero? Por lo general son una pareja muy discreta, pero ya sabe lo que dicen: cuando la esposa no está, el ratón baila.

– ¿A qué se refiere?

– Tenía una chica ahí dentro. Tuvo que alquilarla, ya sabe a qué me refiero. La música era estridente, y muy mala. The Eagles. Dios, ustedes los norteamericanos deberían estar avergonzados.

– Hábleme de la chica.

– ¿Por qué?

No tenía tiempo para más. Saqué mi arma. No lo apunté. Solo la saqué.

– Pertenezco a la policía norteamericana-dije-. Me preocupa que Mario pueda estar en serio peligro.

Si mi arma o las súplicas habían molestado al aspirante a Billy Idol, no me di cuenta. Encogió los hombros huesudos.

– ¿Qué puedo decirle? Joven, rubia, no la vi bien. Apareció anoche cuando yo salía.

Joven, rubia. Mi corazón empezó a latir deprisa.

– Necesito entrar en ese apartamento.

– No puede abrirse paso a puntapiés. Se romperá el pie.

Apunté con mi arma a la cerradura.

– Un momento. ¿De verdad cree que está en peligro?

– Sí.

Exhaló un suspiro.

– Hay una llave auxiliar encima de la puerta. En el marco, allí.

Levanté la mano y la pasé por el borde del marco de la puerta. Allí estaba la llave. La metí en la cerradura. Billy Idol se puso a mi lado. El pestazo del humo de cigarrillo se desprendía de su cuerpo como si lo hubiesen usado como cenicero. Abrí la puerta y entré. Billy Idol me siguió pegado a los talones. Dimos dos pasos y nos quedamos inmóviles.

– Oh, Jesús bendito…

No dije nada. Miré, incapaz de moverme. Lo primero que vi fueron los pies de Mario. Estaban atados a la mesa de centro con cinta plástica. Los juguetes que había visto estaban desparramados a un lado. Me pregunté si Mario los había mirado en sus últimos segundos de vida.

Los pies estaban desnudos. Junto a ellos había un taladro. Había unos pequeños agujeros, diminutos círculos perfectos de color rojo terroso, a través de los dedos y en el talón. Los agujeros los habían hecho con el taladro. Recuperé el movimiento de las piernas y me acerqué. Había otras marcas de taladro. En las rodillas. En las costillas. Mis ojos se movieron poco a poco hacia el rostro. Había marcas de taladro debajo de la nariz, en las mejillas y en la boca, otra en la barbilla. El rostro afilado de Mario me miraba, los ojos torcidos. Había muerto en una terrible agonía.

Billy Idol susurró de nuevo:

– Oh, Jesús bendito.

– ¿A qué hora escuchó la música fuerte?

– ¿Qué?

No tuve la fuerza para repetirlo de nuevo, pero él lo pilló.

– A las cinco de la mañana.

Torturado. La música la habían utilizado para cubrir los gritos. No quería tocar nada, pero la sangre parecía bastante fresca. El polvo de hueso ensuciaba el suelo. Miré de nuevo el taladro. El ruido de la broca y los gritos mientras atravesaba la carne y el cartílago y penetraba el hueso.

Entonces pensé en Terese, a solo unas pocas manzanas de distancia con Karen. Eché a correr hacia la puerta.

– ¡Llame a la policía! -grité.

– Espere, ¿adónde va?

No tenía tiempo para responder. Guardé el arma y saqué mi móvil sin dejar de correr. Marqué el número de Terese. Una llamada. Dos llamadas. Tres. El corazón amenazaba con estallar en mi pecho. Apreté el botón del ascensor varias veces. Miré a una ventana durante el cuarto timbrazo y entonces la vi. Me miraba.

La muchacha rubia de la furgoneta.

Me vio, dio media vuelta y corrió. No alcancé a verle bien el rostro. En realidad, podía haber sido cualquier muchacha rubia. Excepto que no lo era. Era la misma muchacha. Estaba seguro.

¿Qué demonios estaba pasando?

Mi cabeza empezó a dar vueltas. Comencé a buscar las escaleras, pero se abrió la puerta del ascensor. Entré y apreté el botón del vestíbulo.

La llamada a Terese pasó al buzón de voz.

No podía ser. Debía de estar en casa de Karen. La casa de Karen tenía cobertura; no estaba fuera de alcance. Incluso si estaba en mitad de una conversación seria, Terese lo atendería. Sabía que solo le llamaría si fuese una emergencia.

Demonios, ¿y ahora qué?

Pensé en el taladro. Pensé en Terese. Pensé en el rostro de Mario Contuzzi. Pensé en la rubia. Aquellas imágenes giraron en mi cabeza mientras el ascensor se detenía y se abría la puerta.

¿A qué distancia estaba de Karen?

A dos manzanas.

Salí a la carrera al tiempo que apretaba el botón de llamada rápida de Win. Respondió a la primera e incluso antes de que pudiese decir «Articule» dije:

– Ve a casa de Karen. Mario está muerto; Terese no responde al teléfono.

– Estoy a diez minutos -respondió Win.

Colgué y de inmediato vibró mi móvil. Siempre corriendo, levanté el teléfono para poder ver el identificador de llamada. Me detuve.

Era Terese.

Apreté el botón de respuesta y me lo acerqué al oído.

– ¿Terese?

Ninguna respuesta.

– ¿Terese?

Entonces escuché el sonido chirriante de un taladro.

La descarga de adrenalina me robó el aliento. Cerré los ojos con fuerza, pero solo durante un segundo. No había tiempo que perder. Me dolían las piernas, pero las forcé al máximo.

El sonido chirriante se detuvo y entonces sonó una voz de hombre:

– La venganza es una puta, ¿no le parece?

El refinado acento inglés, la misma cadencia que cuando me había dicho en París: «Escúcheme o lo mataré…».

El hombre al que había golpeado con la mesa. El hombre de la foto.

Se cortó la llamada.

Cogí el arma; en ese momento corría con el móvil en una mano y el arma en la otra. El miedo es algo curioso. Consigue que hagas cosas milagrosas -todos hemos leído relatos de personas que apartan un coche de encima de los seres amados, por citar un caso-, pero también te puede paralizar, hacer cosas terribles al cuerpo y a la mente, hacer difícil incluso respirar. Correr de pronto puede parecer pesado, como moverse a través de un metro de nieve. Necesitaba calmarme incluso mientras el terror abría un agujero en mi pecho.

Delante de mí veía la casa de Karen.

La muchacha rubia estaba delante de la puerta principal.

Cuando me vio, desapareció en el interior de la casa de Karen. Era una trampa muy obvia, pero, ¿qué alternativas tenía? Las llamadas desde el teléfono de Terese -el sonido del taladro- aún resonaban en mis oídos. Aquello había sido algo importante, ¿no? ¿Qué había dicho Win? Diez minutos. Lo más probable es que quedaran seis o quizás siete.

¿Podía esperar? ¿Debía?

Me agaché y me acerqué más a la casa. Apreté el botón de llamada rápida. Win dijo: «Cinco minutos». Colgué.

La rubia estaba ahora dentro de la casa. No sabía quién más estaba allí o cuál era la situación. Cinco minutos. Podía esperar cinco minutos. Serían los más largos de mi vida, pero podía hacerlo, necesitaba hacerlo, mantenerme disciplinado frente al pánico. Continué agachado, me acurruqué debajo de una ventana y escuché. Nada. Ningún grito. Ningún taladro. No sabía si eso era un alivio o que había llegado demasiado tarde.

Me mantuve agachado, con la espalda apoyada en la pared. La ventana estaba por encima de mi cabeza. Intenté imaginar la disposición de la casa. Esa ventana daba a la sala. Bien, ¿y entonces? Entonces nada. Esperé. Era agradable la sensación del arma en la mano; su peso, un consuelo. Las armas de cualquier tamaño son sustanciosas. Era un buen tirador, aunque no excelente. Tienes que practicar mucho para ser excelente. Pero sabía apuntar al centro del pecho y por lo general me acercaba bastante.

Entonces, ¿y ahora qué?

Mantén la calma. Espera a Win. Él es muy bueno en estas cosas.

«La venganza es una puta, ¿no le parece?»El acento refinado, el tono calmo. Pensé en Mario y aquellos malditos agujeros, el increíble dolor mientras escuchaba aquel maldito acento refinado. ¿Cuánto había durado? ¿Cuánto había tenido que sufrir el dolor Mario? ¿Al final había dado la bienvenida a la muerte o había luchado?

Las sirenas sonaron a lo lejos. Quizás era la policía que iba a casa de Mario.

No llevaba reloj, así que miré la hora en el móvil. Si Win estaba en lo cierto -y por lo general lo estaba- aún le quedaban tres minutos para llegar. ¿Qué debía hacer?

Mi arma.

Me pregunté si la rubia la había visto. Lo dudaba. Como Win había dicho, las armas de fuego no son habituales en el Reino Unido. Quien estuviese en el interior de la casa, sin duda creería que iba desarmado. Por duro que fuese, guardé el arma, la metí de nuevo en la pistolera.

Tres minutos.

Sonó mi móvil. El identificador mostró que era de nuevo el teléfono de Terese. Dije un hola titubeante.

– Sabemos que está fuera -dijo la voz refinada-. Tiene diez segundos para entrar con las manos en alto o le dispararé a una de estas elegantes señoras en la cabeza. Uno, dos…

– Ya voy.

– Tres, cuatro…

No había elección. Me levanté de un salto y corrí hacia la puerta.

– Cinco, seis, siete…

– No les haga daño. Ya casi estoy allí.

No les haga daño. Vaya tontería. Pero, ¿qué otra cosa podía decir?

Hice girar el pomo. Estaba abierto. Se abrió la puerta. Entré.

– Dije con las manos arriba -me recordó la voz refinada.

Levanté las manos bien alto. El hombre de la foto estaba al otro lado de la habitación. Un trozo de esparadrapo blanco le cruzaba el rostro. Debajo de los ojos estaban las marcas negras que aparecen cuando te rompen la nariz. Hubiese obtenido algún consuelo por ello de no haber sido por una cosa: él tenía un arma en la mano. Además, Terese y Karen estaban de rodillas delante de él, con las manos detrás de la espalda y de cara a mí. Ambas parecían relativamente ilesas.

Miré a izquierda y derecha. Otros dos hombres, ambos con armas que apuntaban a mi cabeza.

Ninguna señal de la muchacha rubia.

Permanecí perfectamente inmóvil, con las manos en alto, intentando parecer lo menos amenazador posible. Win tenía que estar cerca. Un minuto o dos. Necesitaba conseguir tiempo. Hice contacto visual con el hombre con el que me había enfrentado en París. Mantuve el tono calmo, controlado.

– Escuche, hablemos, ¿vale? No hay ninguna razón…

Apoyó el arma en la nuca de Karen Tower, me sonrió y apretó el gatillo.

Se escuchó un sonido ensordecedor, un pequeño chorro de sangre, una inmovilidad absoluta: siguió un momento de animación suspendida y entonces el cuerpo de Karen cayó al suelo como una marioneta con los hilos cortados. Terese gritó. Quizás grité yo también.

El hombre comenzó a mover el arma hacia Terese.

OhDios míoohDiosmíoohDiosmío…

– ¡No!

El instinto me dominó y fue como un mantra: salva a Terese. Me zambullí, así como suena, como si estuviese en una piscina, hacia ellos. Sonaron los disparos de los dos tipos a mi izquierda y derecha, pero habían cometido el error de tenerme cubierto apuntando sus armas a mi cabeza. Sus disparos acabaron saliendo demasiado altos. Por el rabillo del ojo vi a Terese que rodaba sobre sí misma mientras él comenzaba a apuntarle.

Tenía que moverme deprisa.

Intentaba hacer varias cosas a la vez: mantenerme agachado, evitar las balas, cruzar la habitación, desenfundar el arma, matar al cabrón. Estaba acortando la distancia. Moverme en zigzag hubiese sido la ruta preferida, pero no había tiempo. El mantra continuó sonando en mis oídos: salva a Terese. Tenía que llegar a él antes de que apretase de nuevo el gatillo.

Grité más fuerte, no por miedo o dolor, sino para llamar su atención, para hacer que por lo menos titubease o se volviese hacia mí; cualquier cosa para distraerlo, aunque solo fuese por medio segundo, de su objetivo de disparar a Terese.

Me estaba acercando.

El tiempo estaba haciendo aquella cosa de entrar y salir. Probablemente un segundo, quizás dos, habían pasado desde la ejecución de Karen. Eso era todo. Y ahora, sin tiempo para pensar o planear, estaba casi sobre él.

Pero llegaría demasiado tarde. Lo veía. Me estiré, como si pudiese cubrir la distancia de esa manera. No podía. Aún estaba demasiado lejos.

Él apretó de nuevo el gatillo. Sonó otro disparo. Terese se desplomó.

Mi grito se convirtió en un gutural alarido de angustia. Una mano entró en mi pecho y me aplastó el corazón. Continué moviéndome, incluso mientras él movía el arma hacia mí. El miedo había desaparecido; ahora me movía impulsado por el odio puro e instintivo. El arma casi apuntaba en mi dirección, casi sobre mí, cuando me agaché y me estrellé contra su cintura. Disparó otra bala, pero se perdió en el aire.

Lo empujé contra la pared, lo arrastré de los pies. Él movió la culata del arma contra mi espalda. En algún otro mundo y en algún otro momento, eso hubiese dolido, pero en aquel momento, el impacto tuvo la repercusión de una picadura de mosquito. Ya no me dolía, no me importaba. Caímos con todo el peso. Lo dejé ir y me aparté, intentando conseguir el mínimo de distancia que me permitiese coger el arma de la pistolera.

Aquello fue un error.

Estaba tan preocupado por desenfundar el arma, con matar al cabrón, que casi había olvidado que había otros dos hombres armados en la habitación. El hombre que estaba a mi derecha corrió hacia mí con el arma en alto. Me eché hacia atrás cuando disparó, pero de nuevo fue demasiado tarde.

La bala me alcanzó.

Un dolor brutal. Sentí como el metal ardiente entraba en mi cuerpo, me robaba el aliento, me tumbaba de espalda. El hombre apuntó de nuevo, pero sonó otro disparo que alcanzó al hombre en el cuello con tanta fuerza que casi lo decapitó. Miré más allá del cuerpo que se desplomaba, pero ya lo sabía.

Win había llegado.

El otro hombre, el tipo que había estado a mi izquierda, se volvió justo a tiempo para ver a Win girarse y apretar de nuevo el gatillo. El gran proyectil lo alcanzó en mitad del rostro y su cabeza explotó. Miré a Terese. No se movía. El hombre de la foto -el hombre al que le había disparado- comenzaba a correr para meterse en el salón de diario. Escuché más disparos. Escuché alguien que gritaba: «Quieto, deténgase». No le hice caso. De alguna manera me arrastré hacia el salón. La sangre manaba de mi cuerpo. No lo sabía bien, pero supuse que la bala me había alcanzado en algún lugar cerca del estómago.

Me arrastré a través de la abertura, sin siquiera ver si era seguro. «Muévete», pensé, «pilla a ese cabrón y mátalo». Ya estaba junto a la ventana. Yo sufría y quizás deliraba, pero alcancé a sujetarle una pierna. Intentó apartarme a puntapiés, pero no lo consiguió. Lo hice caer al suelo.

Luchamos, pero no era contrincante para mi furia. Le aplasté un ojo con el pulgar, debilitándolo. Lo sujeté por el cuello y comencé a apretar. Empezó a mover brazos y piernas, me golpeó en el rostro y el cuello. Continué apretando.

– ¡Quieto! ¡Suéltelo!

Voces a lo lejos. Conmoción. Ni siquiera estaba seguro de que fuesen reales. Era como si sonase algo arrastrado por el viento. Quizás podía ser una alucinación. El acento sonaba norteamericano, incluso conocido.

Continué apretando aquella garganta.

– ¡Dije quieto! ¡Ahora! ¡Suéltelo!

Estaba rodeado. Seis, ocho hombres, quizás más. La mayoría con las armas apuntando.

Mis ojos se cruzaron con los del asesino. Había algo burlón en ellos. Sentí que aflojaba la mano. No sabía si era la orden de que lo soltara o si la bala me robaba las fuerzas. Aparté la mano. El asesino tosió y escupió y luego intentó aprovechar la ventaja.

Levantó el arma.

Tal y como yo había esperado. Había desenfundado la mía de la pistolera. Le sujeté la muñeca con la mano izquierda.

La voz norteamericana conocida gritó:

– No.

En realidad no me importaba si me disparaba. Sin soltarle la muñeca, le metí la pistola debajo de la barbilla y apreté el gatillo. Sentí algo húmedo y pegajoso en la cara. Luego solté el arma y caí sobre el cuerpo inmóvil.

Hombres, muchos de ellos por la sensación, se me echaron encima. Ahora que había hecho lo que tenía que hacer, mi fuerza y voluntad de vivir se esfumaron. Les dejé que me diesen la vuelta, me esposasen e hiciesen lo que quisieran, pero no había necesidad de que me sujetasen. La lucha se había acabado. Me pusieron boca arriba. Giré la cabeza y miré el cuerpo inmóvil de Terese. Sentí un dolor tan enorme como aquel que me consumía.

Sus ojos estaban cerrados y, muy pronto, también se cerraron los míos.

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