Sediento.
Arena en la garganta. Los ojos no se abren, o quizás sí.
Oscuridad total.
Rugido de un motor. Intuyo a alguien a mi lado.
– Terese…
Creo que lo digo en voz alta, pero no estoy seguro.
Otro retazo de memoria: voces.
Parecen muy lejanas. No entiendo ninguna de las palabras. Sonidos, eso es todo. Algo furioso. Se acerca. Más fuerte. Ahora en mi oído.
Abro los ojos. Veo blanco.
La voz continúa repitiendo la misma cosa una y otra vez.
Sonidos como «Al-sabr wal-sayf».
No lo entiendo. Quizás sea jerigonza. O algún idioma extranjero. No lo sé.
«Al-sabr wal-sayf».
Alguien grita en mi oído. Cierro los ojos con fuerza. Quiero que calle.
«Al-sabr wal-sayf».
La voz está furiosa, es incesante. Creo que digo que lo siento.
– No lo entiende -dice alguien.
Silencio.
Dolor en el costado.
– Terese… -digo de nuevo.
Ninguna respuesta.
¿Dónde estoy?
Escucho de nuevo una voz, pero no entiendo lo que dice.
Me siento solo, aislado. Estoy tumbado. Creo que tiemblo.
– Permítame que le explique la situación.
Sigo sin poder moverme. Intento abrir la boca pero no puedo. Abro los ojos. Desenfocado. Tengo la sensación de que toda mi cabeza está envuelta en gruesas y pegajosas telarañas. Intento apartar las telarañas. Permanecen.
– Usted solía trabajar para el gobierno, ¿no?
¿La voz me habla a mí? Asiento pero continuó muy quieto.
– Entonces sabe que existen lugares como éste. Que siempre han existido. Al menos habrá oído los rumores.
Nunca creí los rumores. Quizás después del 11-S. Pero no antes. Creo que digo que no, pero eso pudo haber sido solo en mi cabeza.
– Nadie sabe dónde está. Nadie lo encontrará. Podemos retenerlo para siempre. Podemos matarlo en el momento que nos plazca. O podemos dejarle ir.
Siento unos dedos alrededor de mi bíceps. Más dedos alrededor de mi muñeca. Lucho, pero es inútil. Siento un pinchazo en el brazo. No puedo moverme. No puedo detenerlo. Recuerdo que cuando tenía seis años mi papá me llevó al carnaval Kiwanis de la avenida Northfield. Atracciones mecánicas y espectáculos cursis. La Casa del Terror. Así se llamaba una. Espejos, enormes cabezas de payasos y una horrible risa grabada. Entré solo. Después de todo, era un niño mayor. Me perdí, comencé a dar vueltas y no podía encontrar la salida. Una de aquellas cabezas de payaso saltó sobre mí. Empecé a llorar. Me giré. Había otra enorme cabeza de payaso que se burlaba de mí.
Así me sentía ahora.
Lloré y me giré de nuevo. Llamé a mi padre. Él gritó mi nombre, corrió al interior, atravesó una delgada pared, me encontró y todo fue bien.
Papá, pensé. Papá me encontrará. En cualquier momento.
Pero no viene nadie.
– ¿Cómo conoció a Rick Collins?
Digo la verdad. De nuevo. Tan agotado.
– ¿Cómo conoció a Mohammad Matar?
– No sé quién es.
– Usted intentó matarlo en París. Después lo mató antes de que pudiésemos pillarlo en Londres. ¿Quién lo envió a matarlo?
– Nadie. Él me atacó.
Me explico. Entonces algo horrible me ocurre, pero no sé qué es.
Camino. Tengo las manos atadas a la espalda. No veo mucho, solo pequeños puntos de luz. Una mano en cada hombro. Tiran de mí hacia abajo con fuerza.
Tendido de espaldas.
Las piernas atadas juntas. Una correa me oprime el pecho. El cuerpo amarrado a una superficie dura.
No puedo moverme nada.
De pronto los puntos de luz desaparecen. Creo que grito. Quizás estoy cabeza abajo. No estoy seguro.
Una mano gigantesca y húmeda cubre mi rostro. Sujeta mi nariz. Cubre mi boca.
No puedo respirar. Intento moverme. Los brazos atados. Las piernas amarradas.
No puedo moverme. Alguien sujeta mi cabeza. Ni siquiera puedo moverla. La mano oprime con más fuerza mi rostro. No hay aire.
Miedo. Me están asfixiando.
Intento respirar. Mi boca se abre. Respiro. Tengo que respirar. No puedo. El agua llena mi garganta y entra por mi nariz.
Me ahogo. Mis pulmones arden. A punto de estallar. Los músculos gritan. Debo moverme. No puedo. No hay escapatoria.
No hay aire.
Me muero.
Escucho a alguien llorando y me doy cuenta de que el sonido parte de mí.
De pronto un terrible dolor.
Mi espalda se arquea. Mis ojos amenazan con desorbitarse. Grito.
– Oh, Dios, por favor…
La voz es la mía, pero no la reconozco. Tan débil. Tan condenadamente débil.
– Tenemos que hacerle algunas preguntas.
– Por favor. Ya las respondí.
– Tenemos más.
– ¿Y entonces podré irme? La voz es de súplica.
– Es su única esperanza.
Me despierto sobresaltado con una luz brillante en mi rostro.
Parpadeo. Mi corazón se desboca. No consigo respirar. No sé dónde estoy. Mi mente viaja hacia atrás. ¿Cuál es la última cosa que recuerdo? Poner el arma debajo de la barbilla de aquel cabrón y apretar el gatillo.
Hay algo más, en un rincón de mi cerebro, justo fuera de mi alcance. Quizás un sueño. Ya conocen la sensación: te despiertas y la pesadilla es rematadamente vivida, pero, mientras intentas recordar, notas que la memoria se disipa, como el humo que se eleva. Es eso lo que me está pasando ahora. Intento retener las imágenes, pero se esfuman.
– ¿Myron?
La voz es tranquila, modulada. Tengo miedo de la voz. Me encojo. Siento una vergüenza horrible, aunque no estoy seguro de la razón.
Mi voz suena sumisa en mis propios oídos.
– ¿Sí?
– De todas maneras olvidará la mayor parte de esto. Eso es lo mejor. Nadie le creerá, e incluso si lo hacen, no nos pueden encontrar. No sabe dónde estamos. No sabe qué aspecto tenemos. Y no lo olvide: podemos hacer esto de nuevo. Podemos pillarlo cuando queramos. Y no solo a usted. A su familia. A sus padres, en Miami. A su hermano, en Sudamérica. ¿Lo entiende?
– Sí.
– Así que déjelo correr. Estará bien si lo hace, ¿de acuerdo?
Asiento. Pongo los ojos en blanco. Me hundo de nuevo en la oscuridad.
Me desperté asustado.
No era propio de mí. Se me disparó el corazón. El terror me oprimió el pecho y me costaba respirar. Todo eso incluso antes de haber abierto los ojos.
Cuando por fin los abrí -cuando miré a través de la habitación-, sentí que el pulso bajaba y se aliviaba el terror. Esperanza estaba sentada en una silla ocupada con su iPhone. Sus dedos volaban por el teclado; sin duda trabajaba con uno de nuestros clientes. Me gusta mi trabajo, pero a ella le encanta.
La observé por un momento, porque verla me resultaba muy consolador. Esperanza vestía una blusa blanca debajo de su traje de chaqueta gris, pendientes y el pelo negro azulado recogido detrás de las orejas. La persiana, detrás de ella, estaba abierta. Vi que era de noche.
– ¿Con qué cliente estás tratando? -le pregunté.
Sus ojos se abrieron como platos al escuchar el sonido de mi voz. Dejó caer el móvil en la mesa y corrió a mi lado.
– Oh, Dios mío, Myron. Oh, Dios mío…
– ¿Qué pasa, me estoy muriendo?
– No, ¿por qué?
– Por la manera como has corrido. Por lo general te mueves mucho más lentamente.
Comenzó a llorar y besó mi mejilla. Esperanza nunca lloraba.
– Vaya, debo de estar muñéndome.
– No seas imbécil -dijo, y se enjugó las lágrimas de las mejillas.
Me abrazó-. Espera, no, sé un imbécil. Sé el maravilloso imbécil de siempre.
Miré por encima de su hombro. Me encontraba en una sencilla habitación de hospital.
– ¿Cuánto tiempo llevas sentada ahí? -pregunté.
– No mucho -respondió Esperanza sin soltarme-. ¿Qué recuerdas?
Pensé. Karen y Terese baleadas. El tipo que las mató. Yo matándolo a él. Trago saliva y me preparo.
– ¿Cómo está Terese?
Esperanza apartó los brazos y se irguió.
– No lo sé.
No era la respuesta que esperaba.
– ¿Cómo puedes no saberlo?
– Es un poco difícil de explicar. ¿Qué es lo último que recuerdas?
Me concentré.
– Mi último recuerdo claro es cuando mato al cabrón que le disparó a Terese y a Karen. Entonces unos cuantos tíos me saltaron encima.
Ella asintió.
– A mí también me dispararon, ¿no?
– Sí.
Eso explica el hospital.
Esperanza se inclinó sobre mi oído y susurró:
– Vale, escúchame un segundo. Si aquella puerta se abre, si entra una enfermera o quien sea, no digas ni una palabra. ¿Me comprendes?
– No.
– órdenes de Win. Hazlo, ¿de acuerdo?
– Vale. -Luego añadí-: ¿Volaste a Londres para estar conmigo?
– No.
– ¿Qué quieres decir con no?
– Confía en mí, ¿vale? Solo tómate tu tiempo. ¿Qué más recuerdas?
– Nada.
– ¿Nada entre el tiempo que te dispararon y ahora?
– ¿Dónde está Terese?
– Ya te lo dije. No lo sé.
– Eso no tiene sentido. ¿Cómo puedes no saberlo?
– Es una larga historia.
– ¿Qué te parece compartirla conmigo?
Esperanza me miró con sus grandes ojos verdes. No me gustó lo que vi en ellos.
Intenté sentarme.
– ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
– Tampoco lo sé.
– Repito: ¿cómo puedes no saberlo?
– Para empezar, no estás en Londres.
Eso me hizo callar. Miré la habitación como si eso pudiese darme una respuesta. Lo hizo. Mi manta tenía un rótulo y las palabras: «NEW YORK-PRESBYTERIAN MEDICAL CENTER».
No podía ser.
– ¿Estoy en Manhattan?
– Sí.
– ¿Me trajeron en avión?
Ella no dijo nada.
– ¿Esperanza?
– No lo sé.
– Bueno, ¿cuánto tiempo llevo en este hospital?
– Quizás algunas horas, pero no puedo estar segura.
– Lo que dices no tiene ningún sentido.
– Yo tampoco lo entiendo muy bien. Hace dos horas recibí una llamada en la que me decían que estabas aquí.
Mi cerebro estaba confuso y sus explicaciones no me ayudaban.
– ¿Hace dos horas?
– Sí.
– ¿Y antes?
– Antes de esa llamada -dijo Esperanza-, nosotros no teníamos ni idea de dónde estabas.
– Cuando dices «nosotros»…
– Yo, Win, tus padres…
– ¿Mis padres?
– No te preocupes. Les mentimos. Les dijimos que estabas en una zona de África donde el servicio telefónico era pésimo.
– ¿Ninguno de vosotros sabíais dónde estaba?
– Así es.
– ¿Durante cuánto tiempo? -pregunté.
Ella me miró.
– ¿Durante cuánto tiempo, Esperanza?
– Dieciséis días.
Me quedé bloqueado. Dieciséis días. Había estado ausente durante dieciséis días. Cuando intenté recordar, mi corazón se desbocó. Sentí miedo.
«Así que déjelo correr…»
– ¿Myron?
– Recuerdo que me arrestaron.
– Muy bien.
– ¿Estás diciendo que fue hace dieciséis días?
– Sí.
– ¿Os pusisteis en contacto con la policía británica?
– Ellos tampoco sabían dónde estabas.
Tenía un millón de preguntas, pero se abrió la puerta y nos interrumpieron. Esperanza me dirigió una mirada de advertencia. Permanecí en silencio. Entró una enfermera.
– Bueno, bueno, está despierto -dijo.
Antes de que la puerta pudiese cerrarse, alguien la empujó.
Mi papá.
Algo parecido al alivio me dominó al ver a ese hombre mayor. Jadeaba, sin duda por haber corrido para ver a su hijo. Mamá entró detrás de él. Mi madre tiene siempre esa manera de correr hacia mí, incluso en la más habitual de sus visitas, como si yo fuese un prisionero de guerra al que acabasen de liberar. Esta vez lo hizo de nuevo, apartando a la enfermera del camino. Yo solía poner los ojos en blanco cuando lo hacía, aunque me gustaba en secreto. Esta vez no puse los ojos en blanco.
– Estoy bien, mamá. De verdad.
Mi padre se detuvo por un momento, como era su costumbre. Tenía los ojos llorosos y enrojecidos. Miré su rostro. Él lo sabía. No se había creído la historia de África sin servicio telefónico. Con toda probabilidad había ayudado a engañar a mamá. Pero lo sabía.
– Estás tan delgaducho -comentó mamá-. ¿Es que allí no te dieron de comer?
– Déjalo en paz -dijo papá-. Tiene buen aspecto.
– No tiene buen aspecto. Está esquelético. Y pálido. ¿Por qué estás en un hospital?
– Te lo dije -intervino papá-. ¿Es que nunca me escuchas, Ellen? Una intoxicación alimentaria. Se pondrá bien, es un tipo de disentería.
– A ver, ¿por qué estabas en Sierra Madre?
– Sierra Leona -le corrigió papá.
– Creía que era Sierra Madre.
– Estás pensando en la película.
– La recuerdo. Con Humphrey Bogart y Katherine Hepburn.
– Aquella era La reina de África.
– Oh -dijo mamá al comprender la confusión.
Mamá me soltó. Papá se acercó, me apartó el pelo de la frente y me besó la mejilla. La áspera piel sin afeitar rozó la mía. El reconfortante aroma de Oíd Spice flotó en el aire.
– ¿Estás bien? -preguntó.
Asentí. Parecía escéptico.
De pronto los vi muy viejos. Así es como debía ser, ¿no? Cuando no ves a un chico, incluso aunque haya sido por poco tiempo, te maravilla ver cuánto ha crecido. Cuando no ves a una persona mayor, aunque sea por poco tiempo, te maravilla lo mucho que ha envejecido. Ocurre siempre. ¿En qué momento mis robustos padres habían cruzado aquella línea? Mamá tenía los temblores del Parkinson. Iba a peor. Su mente, siempre un tanto excéntrica, comenzaba a deslizarse hacia algo más preocupante. Papá gozaba de una salud aceptable, unas pocas lesiones coronarias, pero ambos se veían tan condenadamente viejos.
«Sus padres en Miami…»Mi pecho comenzó a picarme. De nuevo me costaba respirar.
– ¿Myron? -preguntó papá.
– Estoy bien.
La enfermera se abrió paso. Mis padres se apartaron a un lado. Me metió un termómetro en la boca y comenzó a tomarme el pulso.
– Ya ha pasado la hora de visita -dijo-. Tendrán que marcharse todos.
No quería que se fuesen. No quería estar solo. El terror me dominó y sentí una gran vergüenza. Me obligué a sonreír cuando ella sacó el termómetro y dijo con un entusiasmo un tanto exagerado:
– Duerma un poco. Los veré a todos por la mañana.
Crucé una mirada con mi padre. Todavía escéptico. Le susurró algo a Esperanza. Ella asintió y escoltó a mi madre fuera de la habitación. Mi madre y Esperanza salieron. La enfermera se volvió al llegar a la puerta.
– Señor -le dijo a mi padre-. Tiene que marcharse.
– Quiero estar a solas con mi hijo durante un minuto.
Ella titubeó. A continuación añadió:
– Tiene dos minutos.
Nos quedamos solos.
– ¿Qué te ha pasado? -preguntó mi padre.
– No lo sé -respondí.
Asintió. Acercó la silla a mi cama y me sujetó la mano.
– ¿No te has creído que estuviera en África?
– No.
– ¿Y mamá?
– Le dije que llamaste cuando estaba mera.
– ¿Se lo creyó?
Se encogió de hombros.
– Nunca le había mentido antes, así que sí, se lo creyó. Tu madre ya no es tan avispada como antes.
No dije nada. Entró la enfermera.
– Ahora tiene que marcharse.
– No -contestó mi padre.
– Por favor, no me haga llamar a seguridad.
Noté que el pánico crecía en mi pecho.
– No pasa nada, papá. Estoy bien. Vete a dormir.
Me miró por un momento y se volvió hacia la enfermera.
– ¿Cómo se llama, señorita?
– Regina.
– ¿Regina qué?
– Regina Monte.
– Mi nombre es Al, Regina. Al Bolitar. ¿Tiene hijos?
– Dos hijas.
– Éste es mi hijo, Regina. Puede llamar a seguridad si quiere. Pero no dejaré a mi hijo solo.
Fui a protestar, pero no lo hice. La enfermera se marchó. No llamó a seguridad. Mi padre se quedó toda la noche en la silla junto a mi cama. Llenó mi vaso de agua y me acomodó la manta. Cuando grité mientras soñaba, me hizo callar, me acarició la frente, me dijo que todo iba bien, y durante unos pocos segundos, le creí.
Win me llamó a primera hora de la mañana.
– Ve al trabajo -dijo Win-. No hagas preguntas.
Después colgó. Algunas veces Win me cabrea de verdad.
Mi padre fue a la pastelería que había al otro lado de la calle porque el desayuno del hospital se parecía a aquellas cosas que te tiran los monos en el zoológico. El doctor pasó cuando él no estaba y me dio el alta. Sí, había recibido un disparo. La bala había pasado por mi lado derecho, por encima de la cadera. Pero la habían tratado correctamente.
– ¿Hubiese requerido estar dieciséis días en el hospital? -pregunté.
El doctor me miró de una manera extraña, quizás intrigado al escuchar que un herido de bala que había aparecido inconsciente en el hospital, ahora murmurase algo de dieciséis días, y estoy seguro de que me estaba evaluando para una visita psiquiátrica.
– Es una pregunta hipotética -añadí de inmediato, al recordar el aviso de Win. Luego dejé de hacer preguntas y comencé a asentir a todo.
Papá permaneció conmigo durante el trámite de salida. Esperanza había dejado mi traje en el armario. Me lo puse y me sentí físicamente muy bien. Quise tomar un taxi, pero mi padre insistió en conducir. Solía ser un gran conductor. En mi infancia daba gusto ver la naturalidad con la que conducía, silbando suavemente al compás de la música que sonaba en la radio. Ahora la radio permanecía apagada. Miraba la calle forzando la vista y pisaba mucho el freno.
Cuando llegamos al edificio Lock-Horne, en Park Avenue -les recuerdo de nuevo que el nombre completo de Win es Windsor Horne Lockwood III, para que hagan las cuentas-, papá dijo:
– ¿Quieres que te deje aquí sin más?
Algunas veces mi padre me asombra. La paternidad es cuestión de equilibrio, pero, ¿cómo un hombre puede hacerlo tan bien, con tanta naturalidad? A lo largo de mi vida me ha empujado a sobresalir sin pasarse nunca de la raya. Disfrutaba con mis logros y sin embargo nunca los hacía parecer tan importantes. Amaba sin condiciones, y no obstante se aseguraba de que yo me esforzase por complacerlo. Sabía, como ahora, cuándo estar ahí, y cuándo era el momento de apartarse.
– Estaré bien.
Él asintió. Besé de nuevo la piel áspera de su mejilla; esta vez advertí la flojedad, y bajé del coche. Las puertas del ascensor se abren directamente a mi despacho. Big Cyndi estaba en su mesa, vestida con algo que parecía haber sido arrancado del cuerpo de Bette Davis después de rodar aquella impresionante escena de playa en ¿Qué fue de Baby Jane? Llevaba coletas. Big Cyndi es grande -como dije antes, más de 1,90 y 150 kilos- por todas partes. Tiene las manos grandes, los pies grandes y la cabeza grande. Los muebles siempre tienen el aspecto de ser de juguete a su alrededor, como los que venden para bebés, como en Alicia en el país de las maravillas-, donde la habitación y todas sus pertenencias parecen encogerse a su alrededor.
Se levantó cuando me vio, casi tumbando su propia mesa, y exclamó:
– ¡Señor Bolitar!
– Hola, Big Cyndi.
Se enfurece cuando la llamo Cyndi o Big. Insiste en las formalidades. Soy el señor Bolitar. Ella es Big Cyndi, que, por cierto, es su nombre verdadero. Se lo cambió legalmente hace más de una década.
Big Cyndi cruzó la habitación con una agilidad que desmentía el corpachón. Me rodeó en un abrazo que me hizo sentir como si me hubiesen momificado en un trozo de material aislante. Pero de una manera agradable.
– Oh, señor Bolitar.
Comenzó a lloriquear, un sonido que me hizo recordar las imágenes de unos alces apareándose en el Discovery Channel.
– Estoy bien, Big Cyndi.
– ¡Pero alguien le disparó!
Cambia la voz según el humor. Cuando comenzó a trabajar en el despacho, Big Cyndi no hablaba, prefería gruñir. Los clientes se quejaban, pero no en su presencia y, por lo general, de forma anónima. En aquel momento el tono de Big Cyndi era agudo e infantil, cosa que, con toda sinceridad, resultaba mucho más inquietante que cualquier gruñido.
– Yo le disparé más -dije.
Me soltó y comenzó a reírse. Se cubrió la boca con una mano que tenía más o menos el tamaño de un neumático de camión. Las risas sonaron por toda la habitación y los niños se apresuraron a coger las manos de sus mamarías.
Esperanza apareció en la puerta. En su época, Esperanza y Big Cyndi habían formado una pareja de luchadoras profesionales para FLOW, las Fabulous Ladies of Wrestling. La federación en un principio había querido llamarlas «bellas» en lugar de «fabulosas», pero la cadena de televisión puso el grito en el cielo por el acrónimo resultante: BLOW. [3]
Esperanza, de piel oscura y un aspecto que se puede describir mejor -como a menudo era descrita por los jadeantes presentadores de la lucha- como «suculento», hacía de Pequeña Pocahontas, la ágil belleza que ganaba en habilidad antes de que los malos hiciesen trampas y se aprovechasen de ella. Big Cyndi era su compañera, la Gran Mamá Jefa, que la rescataba de manera que, juntas y con las aclamaciones de la multitud, acababan con los malvados casi desnudos.
Cosas del entretenimiento.
– Tenemos trabajo -dijo Esperanza-, y en abundancia.
Nuestro espacio era relativamente pequeño. Teníamos la recepción y dos despachos, uno para mí y otro para Esperanza. Esperanza había comenzado aquí como mi asistente, secretaria o como sea el nombre políticamente correcto de chica para todo. Había estudiado abogacía en cursos nocturnos y se había convertido en socia de la empresa más o menos por el tiempo en que yo me fui con Terese a aquella isla.
– ¿Qué les dijiste a los clientes? -pregunté.
– Que tuviste un accidente de coche en el extranjero.
Asentí. Fuimos a su despacho. Los negocios estaban un tanto descontrolados después de mi desaparición más reciente. Había que hacer llamadas. Las hice. Mantuvimos la mayoría de los clientes, casi todos; hubo unos pocos a los que no les gustó nada no estar en contacto con su agente durante más de dos semanas. Lo comprendí. Éste es un negocio personal. Requiere de muchos mimos y lisonjas. Cada cliente necesita sentir que es único; parte de la ilusión. Cuando no estás, aunque las razones sean justificadas, la ilusión se desvanece.
Quería preguntar por Terese, Win y un millón de cosas más, pero recordé la llamada de la mañana. Trabajé. Solo trabajé y confieso que fue terapéutico. Me sentía inquieto y nervioso por razones que no acababa de explicarme del todo. Incluso me mordía las uñas, algo que no había hecho desde que estaba en cuarto grado, y buscaba en mi cuerpo costras que pudiese rascar. El trabajo ayudaba.
Cuando tuve una pausa, busqué en la red Terese Collins, Rick Collins y Karen Tower. Primero los tres nombres juntos. No apareció nada. Luego probé solo con Terese. Muy poco, casi todo de su tiempo en la CNN. Alguien aún mantenía una página, «Terese, la preciosa presentadora», con imágenes, la mayoría fotos de medio cuerpo y vídeos de los informativos, pero no la había actualizado en tres años.
Entonces probé con Rick y Karen en Google News.
Esperaba muy poco, quizás un obituario, pero no fue así. Había mucho, si bien la mayoría era de periódicos del Reino Unido. Las noticias casi me sorprendieron; sin embargo todo tenía un sentido un poco estrambótico.
REPORTERO Y ESPOSA ASESINADOS POR TERRORISTAS
LOS ASESINOS, MUERTOS EN UN TIROTEO
Comencé a leer. Esperanza apareció en la puerta.
– ¿Myron?
Levanté el dedo para pedir un momento.
Se acercó a mi mesa y vio lo que estaba haciendo. Exhaló un suspiro y se sentó.
– ¿Sabías esto?
– Por supuesto.
Según los artículos, «las fuerzas especiales que luchaban contra el terrorismo internacional» se habían enfrentado y «eliminado» al legendario terrorista Mohammad Matar, también conocido como «Doctor Muerte». Mohammad Matar había nacido en Egipto, pero se había educado en las mejores escuelas de Europa, incluida España -de ahí el nombre, la combinación del primer nombre islámico con el último en español-, y había estudiado medicina en Estados Unidos. Las fuerzas especiales también habían matado por lo menos a otros tres hombres de la célula: dos en Londres y uno en París.
Había una foto de Matar. Era la misma foto que Berleand me había enviado. Miré al hombre que yo, por utilizar el término periodístico, había eliminado.
Los artículos también mencionaban que el periodista Rick Collins se había acercado a la célula con la intención de infiltrarse y denunciarla, cuando descubrieron su identidad. Matar y sus «sicarios» habían asesinado a Collins en París. Matar había conseguido escapar del cordón francés -aunque al parecer uno de sus hombres había resultado muerto-, y a su llegada a Londres había querido borrar todas las pruebas de la existencia de su célula y de su «siniestro plan terrorista» con el asesinato del productor de Collins, Mario Contuzzi, y la esposa de Collins, Karen Tower. Mohammad Matar y los dos miembros de su célula resultaron muertos en la casa que Collins y Tower compartían.
Miré a Esperanza.
– ¿Terroristas?
Ella asintió.
– Eso explica por qué la Interpol se puso como una moto cuando les mostramos la foto.
– Sí.
– ¿Entonces dónde está Terese?
– Nadie lo sabe.
Me eché atrás en la silla e intenté procesar sus palabras.
– Aquí dice que los agentes del gobierno mataron a los terroristas.
– Sí.
– Pero no lo hicieron.
– Es verdad. Fuiste tú.
– Y Win.
– Correcto.
– Pero dejaron nuestros nombres fuera.
– Sí.
Pensé en los dieciséis días, en Terese, en los análisis de sangre, en la muchacha rubia.
– ¿Qué demonios está pasando?
– No sé los detalles -respondió-. En realidad no me importa.
– ¿Por qué no?
Esperanza sacudió la cabeza.
– Algunas veces puedes ser muy tonto.
Esperé.
– Te dispararon. Win lo vio. Durante más de dos semanas no tuvimos ni la más mínima idea de dónde te encontrabas, si estabas vivo, muerto o lo que fuese.
No lo pude evitar. Sonreí.
– Deja de sonreír como un idiota.
– Estabais preocupados por mí.
– Me preocupaba por mi participación en el negocio.
– Te caigo bien.
– Eres un grano en el culo.
– Todavía no lo entiendo -dije, y la sonrisa desapareció de mi rostro-. ¿Cómo es que no recuerdo dónde estuve?
«Déjelo correr…»Mis manos comenzaron a temblar. Las miré, intenté que se detuviesen. No lo hicieron. Esperanza también las miraba.
– Dime. ¿Qué recuerdas?
Mi pierna empezó a temblar. Sentí que algo se cerraba en mi pecho. El pánico comenzaba a funcionar.
– ¿Estás bien?
– Me vendría bien un poco de agua.
Ella salió deprisa y volvió con un vaso. Lo bebí poco a poco, casi con miedo de ahogarme. Miré mis manos. El terremoto. No conseguía que parase. ¿Qué demonios no funcionaba en mí?
– ¿Myron?
– Estoy bien -dije-. ¿Qué pasa ahora?
– Tenemos clientes que necesitan nuestra ayuda.
La miré.
Ella exhaló un suspiro.
– Pensamos que podrías necesitar tiempo.
– ¿Para qué?
– Para recuperarte.
– ¿De qué? Estoy bien.
– Sí, se te ve fantástico. El temblor te queda de maravilla. Y no hagas que me ponga cachonda con tu nuevo tic facial. Demasiado sensual.
– No necesito tiempo, Esperanza.
– Sí, lo necesitas.
– Terese ha desaparecido.
– O está muerta.
– ¿Estás tratando de asustarme?
Ella se encogió hombros.
– Aunque esté muerta, necesito encontrar a su hija.
– No en tu estado.
– Sí, Esperanza, en mi estado.
No dijo nada.
– ¿Qué pasa?
– No creo que estés preparado.
– A ti no te concierne.
Se lo pensó.
– Supongo que no.
– ¿Entonces?
– Tengo algunas cosas sobre el doctor que Collins visitó por la enfermedad de Huntington y aquella organización de los Ángeles.
– ¿Qué has encontrado?
– Puede esperar. Si de verdad vas en serio con esto, si de verdad estás preparado, tienes que llamar a este número con este teléfono.
Me dio un móvil y salió del despacho, sin olvidarse de cerrar la puerta. Miré el número de teléfono. Desconocido, pero no habría esperado otra cosa. Marqué los dígitos y apreté la tecla.
Dos timbrazos más tarde, escuché una voz conocida que decía:
– Bienvenido de entre los muertos, amigo. Encontrémonos en persona en un local secreto. Me temo que tenemos mucho de qué hablar.
Era Berleand.
El local secreto de Berleand estaba en el Bronx.
La calle era un agujero, el local un antro. Comprobé la dirección de nuevo, pero no había ningún error. Era un bar de striptease llamado, según el cartel, «PLACERES EXCLUSIVOS», aunque a primera vista resultaba algo dudoso. Un cartel más pequeño escrito en letras de neón señalaba que era una «SALA PARA CABALLEROS CON CLASE». El término «clase» no parecía tanto un oxímoron sino una irrelevancia. Un club de striptease con clase es un poco como decir «peluca bonita». Puede ser bonita, puede ser fea, pero sigue siendo una peluca.
La sala era oscura y sin ventanas, por lo tanto, a mediodía, que era cuando llegué, tenía el mismo aspecto que a medianoche.
Un negro gigante con la cabeza afeitada me preguntó:
– ¿En qué puedo ayudarle?
– Busco a un francés de unos cincuenta y tantos.
Cruzó los brazos sobre el pecho.
– Ése es Tuesdays -respondió.
– No, me refiero…
– Sé a qué se refiere. -Contuvo la sonrisa y señaló con un grueso brazo tatuado con una D de color verde hacia la pista de baile. Esperaba ver a Berleand en un tranquilo rincón en sombras, pero no, allí estaba, junto al escenario, en primera fila y en el centro, con la mirada enfocada en el… talento.
– ¿Es aquél el francés al que busca?
– Sí.
El gorila se volvió hacia mí. La placa de identificación ponía «ANTHONY». Me encogí de hombros. Miró a través de mí.
– ¿Hay algo más que pueda hacer por usted? -preguntó.
– ¿Puede decirme que no tengo la pinta de los tipos que vienen a un lugar como éste, sobre todo durante el día?
Anthony sonrió.
– ¿Sabe quiénes son los tipos que no vienen a un lugar como éste, sobre todo durante el día?
Esperé.
– Los ciegos.
Se alejó. Caminé hacia Berleand y el bar. La banda sonora ofrecía a Beyoncé cantándole a su novio que él no sabía cómo era ella, que podía tener a otro hombre en un instante, que él era desechable. Esta indignación resultaba un tanto ridícula. Tía, si eres Beyoncé. Eres preciosa, eres famosa, eres rica, le compras a tu novio coches de lujo y prendas carísimas. Sí, sería imposible para ti ligarte a otro tío. El poder femenino.
La bailarina en topless del escenario tenía movimientos que podría describir como lánguidos si hubiera sido capaz de moverse un poco más. Su expresión aburrida me hizo pensar que miraba la carta de ajuste de un canal de televisión, el poste no era tanto un instrumento del oficio sino algo que la mantenía erguida. No quiero parecer puritano, pero no acabo de pillar el atractivo de los locales de topless. Sencillamente, no me dicen nada. No es que las mujeres sean poco atractivas; algunas lo son, otras no. Una vez lo hablé con Win, pero como siempre que se trata de cualquier cosa que incluye al sexo opuesto, fue un error; llegué a la conclusión de que no me acabo de creer la fantasía. Quizás sea un error de mi carácter, pero necesito creer que la dama está de verdad por mí. A Win no podía importarle menos, claro. Comprendo lo meramente físico, pero a mi ego no le gustan los encuentros sexuales mezclados con el comercio, el resentimiento y la lucha de clases.
Tíldenme de anticuado.
Berleand vestía una brillante cazadora gris. No dejaba de acomodarse las gafas y de sonreírle a la aburrida bailarina. Me senté a su lado. Se volvió, hizo aquello de secarse las manos y me observó por un momento.
– Tiene un aspecto fatal -dijo.
– Sí -respondí-, en cambio a usted se le ve fenomenal. ¿Una nueva crema hidratante?
Se comió un par de almendras.
– ¿Así que éste es su local secreto?
Se encogió de hombros.
– ¿Por qué aquí? -Entonces, al pensarlo, añadí-: Espere, ya lo entiendo. Porque no puede estar más lejos del radar, ¿no?
– Eso -asintió Berleand-, y porque me gusta mirar mujeres desnudas.
Miró de nuevo a la bailarina. Yo ya había tenido suficiente.
– ¿Terese está viva? -pregunté.
– No lo sé.
Continuamos sentados allí. Comencé a morderme una uña.
– Usted me advirtió -manifesté -. Dijo que era más de lo que podía manejar.
Él observó a la bailarina.
– Tendría que haberle escuchado.
– No hubiese importado. Hubiesen matado a Karen Tower y a Mario Contuzzi de todas maneras.
– Pero no a Terese.
– Usted, por lo menos, le puso punto y final. El error lo cometieron ellos, no usted.
– ¿Quiénes?
– Bueno, yo entre ellos. -Berleand se quitó las gafas gigantes y se frotó el rostro-. Usamos muchos nombres. Seguridad Interior es quizás el más conocido. Como ya habrá imaginado, soy el enlace francés que trabaja en lo que su gobierno ha denominado «guerra contra el terror». El equivalente británico debería haber estado más atento.
La camarera pechugona se acercó luciendo un escote que le llegaba un poco por encima de las rodillas.
– ¿Quieren champagne?
– No es champagne -le corrigió Berleand.
– ¿Eh?
– Es de California.
– ¿Y?
– El champagne solo puede ser francés. Verá, Champagne es un lugar, no solo una bebida. La botella que me ofrece contiene aquello que quienes carecen de papilas gustativas denominan «vino espumante».
Ella puso los ojos en blanco.
– ¿Quiere un poco más de vino espumante?
– Querida mía, esa cosa ni siquiera se podría utilizar como colutorio para perro. -Levantó la copa vacía-. Por favor, tráigame otro de sus extraordinariamente aguados whiskys. -Me miró-. ¿Myron?
No creía que aquí tuviesen Yoo-hoo.
– Una Coca-Cola Zero. -Cuando ella se alejó, pregunté-: ¿Qué está pasando?
– Hasta donde le concierne a mi gente, el caso está cerrado. Rick Collins tropezó con un complot terrorista. Fue asesinado en París por los terroristas. Mataron también a dos personas vinculadas con Collins en Londres antes de que los matasen. Nada menos que por usted.
– No vi mi nombre en ninguno de los periódicos.
– ¿Está buscando que le atribuyan el mérito?
– Para nada. Pero me pregunto por qué mantuvieron en secreto mi nombre.
– Piense.
Reapareció la camarera.
– Korbel lo llama champagne, don listillo. Y es de California.
– Korbel tendría que llamarlo aguas fecales. Sería más cercano a la verdad.
Ella dejó nuestras copas y se fue.
– Las fuerzas del gobierno no intentan quedarse con el mérito -continuó el capitán-. Hay dos razones para dejar su nombre fuera. La primera, su seguridad. Por lo que tengo entendido, Mohammad Matar convirtió esto en algo personal. Usted mató a uno de sus hombres en París. Quería que viese morir a Karen Tower y Terese Collins antes de matarlo. Si de alguna manera se sabe que mató al Doctor Muerte, habrá personas dispuestas a tomarse revancha en usted y en su familia. -Berleand le sonrió a la bailarina y me tendió la palma-. ¿Tiene un billete de cinco?
Busqué en mi billetera.
– ¿Y la segunda razón?
– Si no estaba allí, si no estaba en el escenario de los asesinatos de Londres, entonces el gobierno no tiene que explicar dónde ha estado durante las dos últimas semanas y pico.
Reapareció la ansiedad. Sacudí la pierna, miré en derredor, quise levantarme. Berleand solo me miró.
– ¿Sabe dónde he estado?
– Sí, tengo una idea. Usted también.
Sacudí la cabeza.
– No.
– ¿No tiene ningún recuerdo de las últimas dos semanas?
No dije nada. Sentí una opresión en el pecho. Me costaba respirar. Cogí la lata de Coca-Cola y comencé a beber a sorbitos.
– Está temblando -dijo.
– ¿Y?
– Anoche. ¿Durmió intranquilo? ¿Tuvo pesadillas?
– Por supuesto. Estaba en un hospital. ¿Por qué?
– ¿Sabe qué es el sueño crepuscular?
Pensé.
– ¿No tiene algo que ver con el embarazo?
– En realidad con el parto. Fue algo muy popular en los cincuenta y sesenta. La teoría era: ¿por qué una mujer debe sufrir los terribles dolores del parto? Así que le inyectaban a la madre una mezcla de morfina y escopolamina. En algunos casos la madre se quedaba dormida del todo. En otros, el objetivo final, la morfina aminoraba el dolor mientras que la combinación hacía que no recordase. La amnesia médica o sueño crepuscular. Dejó de utilizarse porque, uno, los bebés a veces nacían con algo parecido a un estupor por la droga, y dos, todo aquel movimiento en pro de vivir la experiencia. No acabo de entender muy bien el segundo motivo, pero no soy mujer.
– ¿Hay algún punto concreto al que quiera ir a parar?
– Lo hay. Ésa era la manera en los cincuenta o sesenta. Hace más de medio siglo. Ahora tenemos otras drogas y muchísimo tiempo para experimentar con ellas. Imagine la herramienta si pudiésemos perfeccionar aquello que hacían hace más de cincuenta años. Usted podría teóricamente retener a alguien durante un largo período y nunca lo recordaría.
Esperó. No tardé mucho en comprenderlo.
– ¿Es eso lo que me pasó a mí?
– No sé qué le pasó a usted. Ya habrá oído hablar de las cárceles secretas de la CÍA.
– Claro.
– ¿Cree que existen?
– ¿Lugares donde la CÍA lleva a los prisioneros y no se lo dice a nadie? Supongo que sí.
– ¿Supone? No sea ingenuo. Bush admitió que las tenemos. Pero no comenzaron con el 11-S ni acabaron cuando el Congreso investigó el tema en unas cuantas audiencias. Piense en lo que podrían hacer allí solo con tener a los prisioneros en sueño crepuscular prolongado. Hizo que las mujeres olvidasen el dolor del parto, el peor dolor que hay. Podían interrogarlo durante horas, conseguir que dijese e hiciese lo que fuese y que luego lo olvidara.
Mi pierna comenzó a machacar el suelo.
– Muy diabólico.
– ¿Lo es? Digamos que captura a un terrorista. Ya conoce el viejo debate de que, si sabe que va a estallar otra bomba, es legítimo torturarlo para salvar vidas. Bueno, aquí se borra la pizarra. Él no lo recuerda. ¿Hace eso más ético el acto? Usted, mi querido amigo, con toda probabilidad fue interrogado con dureza, quizás torturado. No lo recuerda. Entonces, ¿qué pasa?
– Como un árbol que cae en el bosque cuando no hay nadie alrededor -dije.
– Exactamente.
– Ustedes los franceses y su filosofía.
– Somos algo más que la pequeña muerte de Sartre.
– Es una pena. -Me moví en mi asiento-. Me cuesta creerlo.
– Yo tampoco estoy seguro de creerlo. Pero piénselo. Piense en las personas que de pronto desaparecen y nunca vuelven a aparecer. Piense en las personas que son productivas y sanas y de pronto se convierten en suicidas, desamparadas o desequilibradas. Piense en las personas, personas que siempre le han parecido buenas y normales, que de pronto afirman haber sido abducidas por extraterrestres o comienzan a sufrir el síndrome de estrés postraumático.
«Déjelo correr…»Respirar era de nuevo una lucha. Notaba como mi pecho se atascaba.
– No puede ser así de sencillo -dije.
– No lo es. Como digo, piense en las personas que de pronto se convierten en psicóticas o las personas racionales que sin más afirman tener una revelación religiosa o alucinaciones extraterrestres. Y de nuevo la pregunta moral: ¿está bien el trauma, por un bien superior, si se olvida de inmediato? Los hombres que dirigen esos lugares no son malvados. Consideran que los hacen más éticos.
Me toqué el rostro. Las lágrimas corrían por mis mejillas. No sabía por qué.
– Mírelo desde su punto de vista. El hombre al que mató en París, el que trabajaba con Mohammad Matar. El gobierno creía que estaba a punto de cambiar de bando y proveernos de valiosa información. Hay una gran lucha interna dentro de estos grupos. ¿Por qué estaba usted en medio? Mató a Matar, vale, en defensa propia, pero quizás, solo quizás, lo enviaron a matarlo. ¿Lo ve? Era razonable llegar a la conclusión de que usted sabía algo que podía salvar vidas.
– Así que -me detuve- me torturaron.
Se acomodó las gafas en la nariz sin responder.
– ¿No ha habido nadie que recordase si esto pasa de verdad? -pregunté-. ¿Nadie ha dicho nada?
– ¿Decir qué? Puede empezar a recordar. ¿Qué va a hacer al respecto? No sabe dónde estuvo. No sabe quién lo retuvo. Está aterrorizado porque en el fondo de su corazón sabe que pueden atraparlo de nuevo.
«Su mamá y su papá…»-Así que se quedará callado porque no tiene otra elección. Y quizás, solo quizás, lo que hacen está salvando vidas. ¿Nunca se preguntó cómo acabamos con muchos complots terroristas antes de que se cumpliesen?
– ¿Torturando a las personas y haciendo que olvidaran?
Berleand me dedicó un encogimiento de hombros muy elaborado.
– Si es tan efectivo, ¿por qué no lo utilizaron con personas como Jalid Sheik, Mohammad o algún otro de los terroristas de Al Qaeda?
– ¿Quién dice que no lo han hecho? Hasta ahora, a pesar de todo el jaleo, el gobierno de Estados Unidos solo ha admitido que utilizó la tortura del submarino en tres ocasiones y ninguna desde 2003. ¿De verdad cree que es así? En el caso de Jalid, el mundo entero estaba mirando. Aquél fue el error que su gobierno aprendió de Guantánamo. No lo hagas donde todo el mundo te pueda ver.
Bebí otro sorbo. Miré a mi alrededor. El lugar no estaba lleno, pero tampoco vacío. Vi trajes y tipos en camiseta y vaqueros. Vi a hombres blancos, negros, latinos. Ningún ciego. Anthony el gorila tenía razón.
– ¿Ahora qué? -pregunté.
– La célula ha sido desmantelada, y también, hasta cierto punto, el plan que estuviesen organizando.
– Usted no lo cree.
– No.
– ¿Por qué?
– Porque Rick Collins parecía creer que había encontrado algo muy grande. Algo a largo plazo y de largo alcance. La coalición para la que trabajo se alteró mucho cuando le mostré a usted la foto de Matar. Por eso ahora estoy fuera.
– Lo siento.
– No se preocupe. Están buscando la siguiente célula y el correspondiente complot. Yo no. Yo quiero continuar investigando ésta. Tengo amigos que quieren ayudar.
– ¿Qué amigos?
– Usted los conoció.
Hice memoria.
– El Mossad.
Asintió.
– Collins también había buscado su ayuda.
– ¿Por eso me seguían?
– En un primer momento creyeron que quizás usted lo había asesinado. Yo les aseguré que no lo había hecho. Collins sabía algo, pero no podía decir exactamente qué. Hizo que todos los bandos se enfrentasen; al final resultaba difícil decir dónde depositaba su lealtad. Según el Mossad, interrumpió el contacto con ellos y desapareció una semana antes de morir.
– ¿Tiene alguna idea de por qué?
– Ninguna.
Los ojos de Berleand se fijaron en su copa. Agitó la bebida con el dedo.
– Entonces, ¿por qué está aquí ahora? -pregunté.
– Vine cuando lo encontraron.
– ¿Por qué?
Bebió otro trago largo.
– Ya son muchas preguntas por hoy.
– ¿De qué habla?
Se levantó.
– ¿Adónde va?
– Le expliqué la situación.
– De acuerdo. Tenemos trabajo que hacer.
– ¿Tenemos? Usted ya no tiene nada que ver con esto.
– Está de broma, ¿no? Para empezar, necesito encontrar a Terese.
Me sonrió.
– ¿Puedo ser directo?
– No, en realidad preferiría que continuase mareando la perdiz.
– Se lo digo porque no soy muy bueno comunicando malas noticias.
– Hasta el momento parece hacerlo muy bien.
– Pero nada como esto. -Berleand mantuvo la mirada apartada de mí y fija en el escenario, pero no creo que mirase a la bailarina-. Ustedes los norteamericanos lo llaman una comprobación de la realidad objetiva. Por lo tanto, esto es lo que hay: Terese está muerta, en cuyo caso no puede ayudarla. O como a usted, la tienen retenida en alguna cárcel secreta, en cuyo caso está impotente.
– Yo no estoy impotente -afirmé en una voz que no podría haber sonado más débil.
– Sí, amigo mío, lo está. Incluso antes de ponerme en contacto con él, Win ordenó que todos guardasen silencio respecto a su desaparición. ¿Por qué? Porque sabía que si cualquiera, sus padres, el que fuese, organizaba algún escándalo, usted quizás nunca regresaría a casa. Hubiesen montado un accidente de coche y usted estaría muerto. O un suicidio. Con Terese Collins todavía es más fácil. Podrían matarla y enterrarla, y decir que ha vuelto a ocultarse en Angola. O pueden montar un suicidio y decir que la muerte de su hija fue algo que ya no pudo soportar. No hay nada que pueda hacer por ella.
Me eché hacia atrás en la silla.
– Necesita cuidar de usted mismo -añadió.
– ¿Quiere que me mantenga apartado?
– Sí, y si bien soy sincero cuando digo que usted no tiene la culpa, se lo avisé ya una vez. Usted prefirió no escucharme.
Tenía toda la razón.
– Una última pregunta -dije.
Esperó.
– ¿Por qué me cuenta todo esto?
– ¿Lo de la cárcel secreta?
– Sí.
– Porque a pesar de lo que ellos creen que hace la medicación, no creo que se pueda olvidar del todo. Necesita ayuda, Myron. Por favor, consígala.
Ahora explico cómo descubrí que quizás Berleand tenía razón.
Cuando volví al despacho, llamé a algunos clientes. Esperanza pidió sándwiches en Lenny's. Todos comimos en la mesa. Esperanza habló de su bebé, Héctor. Comprendí que hay pocos clichés más grandes que decir que la maternidad cambia a una mujer, pero en el caso de Esperanza los cambios parecían particularmente sorprendentes y no del todo atractivos.
Cuando acabamos, fui a mi despacho y cerré la puerta. Dejé la luz apagada. Permanecí sentado a mi mesa durante mucho tiempo. Todos tenemos nuestros momentos de contemplación y depresión, pero eso era algo diferente, más profundo y pesado. No podía moverme. Los miembros me pesaban como si fuesen de plomo. A lo largo de los años me había visto metido en más de un lío, así que tenía un arma en mi despacho.
Una Smith Wesson calibre 38 para ser más exactos.
Abrí el último cajón, saqué el arma y la sostuve en mi mano. Las lágrimas corrían por mis mejillas.
Sé lo melodramático que debe de sonar. Esta imagen de pobrecito de mí, sentado solo ante mi mesa, deprimido, con un arma en mi mano; es del todo ridícula cuando lo piensas. De haber tenido una foto de Terese en mi mesa, podría haberla sujetado a lo Mel Gibson en la primera Arma letal y haber metido el cañón en mi boca.
No lo hice.
Pero pensé en hacerlo.
Cuando comenzó a girar el pomo de la puerta de mi despacho -aquí nadie llama, y menos Esperanza-, me moví deprisa y guardé el arma en el cajón. Esperanza entró y me miró.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó.
– Nada.
– ¿Qué estabas haciendo?
– Nada.
Ella me miró.
– ¿Te estabas complaciendo a ti mismo debajo de la mesa?
– Me has pillado.
– Así y todo tienes un aspecto horrible.
– Sí, eso es lo que se comenta en la calle.
– Te diría que te fueses a casa, pero ya has estado ausente demasiados días y no creo que andar dando vueltas solo te vaya a ayudar.
– Estamos de acuerdo. ¿Hay algún motivo para tu intrusión?
– ¿Tiene que haberlo?
– Nunca lo ha habido en el pasado -dije-. Por cierto, ¿por dónde anda Win?
– Por eso he entrado. Está en el Batifono. -Hizo un gesto para que me girase.
En el armario detrás de mi mesa hay un teléfono rojo debajo de lo que parece una campana de vidrio. Si ha visto la primera serie de Batman, sabrá por qué. El teléfono rojo parpadeaba. Win. Lo descolgué y pregunté:
– ¿Dónde estás?
– En Bangkok -respondió Win con su tono un tanto acelerado-, que en realidad es un nombre irónico para este lugar cuando lo piensas.
– ¿Desde cuándo? -pregunté.
– ¿Es importante?
– Solo parece el peor de los momentos -señalé. Luego al recordarlo pregunté-: ¿Qué pasó con aquella muestra de ADN que recogimos de la tumba de Miriam?
– Confiscada.
– ¿Por qué?
– Hombres con placas brillantes y trajes lustrosos.
– ¿Cómo se enteraron?
Silencio.
Entonces aquella oleada de vergüenza. Luego pregunté:
– ¿Yo?
No se molestó en responder.
– ¿Hablaste con el capitán Berleand?
– Lo hice. ¿Tú qué opinas?
– Opino que su hipótesis es creíble.
– No lo entiendo. ¿Por qué estás en Bangkok?
– ¿Dónde debería estar?
– Aquí, en casa, no lo sé.
– En este momento quizás no sea una buena idea.
Pensé en ello.
– ¿Esta línea es segura?
– Del todo. Y tu oficina ha sido inspeccionada esta mañana.
– ¿Qué pasó en Londres?
– ¿Tú me viste matar a Patachunta y Tarará?
– Sí.
– Entonces ya sabes el resto. Los polis entraron al asalto. Era imposible que pudiese sacarte y decidí que lo mejor para mí sería largarme. Abandoné el país de inmediato. ¿Por qué? Porque yo, como acabo de decir, creo que el relato de Berleand es creíble. Por lo tanto, no creí que fuese conveniente para ninguno de los dos que también me pusiesen bajo custodia. ¿Me comprendes?
– Sí. Entonces, ¿cuál es ahora tu plan?
– Permanecer escondido un poco más.
– La mejor manera de hacer que todos estén seguros es llegar al fondo de este asunto.
– Chachi, brother -dijo Win.
Me encanta cuando habla como los tipos de la calle.
– Para ese fin, he echado las redes. Espero conseguir que alguien me hable del destino de la señora Collins. Para decirlo con claridad, y, sí, ya sé que tienes un sentimiento hacia ella, si a Terese la mataron, significa que esto se ha acabado para nosotros. Nuestros intereses han desaparecido.
– ¿Qué me dices de encontrar a su hija?
– Si Terese está muerta, ¿qué sentido tiene?
Pensé. Tenía toda la razón. Había querido ayudar a Terese. Había querido -todavía resulta alucinante pensar en ello- reuniría con su difunta hija. ¿Qué sentido tendría, si Terese estaba muerta?
Bajé la mirada y me di cuenta de que una vez más me mordía una uña.
– Entonces, ¿ahora qué? -pregunté.
– Esperanza dice que estás hecho un asco.
– ¿Tú también vas a protegerme?
Silencio.
– ¿Win?
Win era el mejor a la hora de mantener la voz firme, pero quizás por segunda vez desde que lo había conocido, escuché un quiebro.
– Los últimos dieciséis días fueron difíciles.
– Lo sé, colega.
– Removí cielo y tierra buscándote.
No dije nada.
– Hice algunas cosas que tú nunca aprobarías.
Esperé.
– Seguí sin encontrarte.
Comprendí a qué se refería. Win tiene fuentes que le están vedadas a cualquier otro que yo conozca. Tiene dinero e influencia, y la verdad es que me quiere. Nada lo asusta. Pero sabía que había pasado unos dieciséis días muy duros.
– Ahora estoy bien -dije-. Vuelve a casa cuando creas que es seguro.
– Come otra albóndiga -me dijo mamá.
– Ya no puedo más, mamá, gracias.
– Una más. Estás muy delgado. Prueba la de cerdo.
– De verdad que no me gusta.
– ¿Qué? -Mamá me miró sorprendida-. Pero si siempre te ha encantado comerlas en el restaurante chino.
– Mamá, el Fong's Garden cerró cuando yo tenía ocho años.
– Lo sé. Pero así y todo…
Pero así y todo… La gran frase final de los debates con mamá. Uno podría atribuir con toda razón el recuerdo del restaurante chino a un cerebro que envejece. Uno se puede equivocar. Mamá ha estado haciendo el comentario de que ya no me gustaban las albóndigas desde que tenía nueve años.
Estábamos en la cocina de mi casa de la infancia en Livingston, Nueva Jersey. En la actualidad dividía mis noches entre esta residencia y el lujoso apartamento de Win en el Dakota, en la calle 72 Oeste y Central Park Oeste. Cuando mis padres se trasladaron a Miami hace unos años, les compré esa casa. Uno podría preguntarse con razón los motivos psicológicos para comprarla -había vivido aquí con mis padres hasta los treinta y tantos y, de hecho, todavía dormía en el dormitorio del sótano que había montado cuando iba al instituto-, pero al final pocas veces me quedaba aquí. Livingston es una ciudad para familias que crían niños, no para solteros que trabajan en Manhattan. El apartamento de Win está mucho mejor ubicado y es solo un poco más pequeño, metro cuadrado más o menos, que un principado europeo.
Pero mamá y papá habían vuelto a la ciudad, así que aquí estábamos.
Provengo de la Generación de la Culpa, en la que todos supuestamente detestábamos a nuestros padres y encontrábamos en sus acciones todos los motivos por los cuales nosotros mismos éramos unos adultos infelices. Quería a mi padre y a mi madre. Me encantaba estar con ellos. No viví en aquel sótano hasta bien entrado en la edad adulta por una cuestión de dinero. Lo hice porque me gustaba estar allí, con ellos.
Acabamos la cena, tiramos las cajas de la comida y lavamos los cubiertos. Hablamos un poco de mi hermano y de mi hermana. Cuando mamá mencionó el trabajo de Brad en Sudamérica, sentí un breve pero agudo dolor, algo cercano a un déjà vu, pero mucho menos agradable. Se me cerró el estómago. Comencé de nuevo a morderme las uñas. Mis padres intercambiaron una mirada.
Mamá estaba cansada. Es algo que ahora le pasa con mucha frecuencia. Le di un beso en la mejilla y la vi subir las escaleras. Se apoyaba en la barandilla. Recordé los días pasados, viéndola subir los escalones con un andar gracioso y una coleta que se sacudía, su mano muy lejos de la condenada barandilla. Miré a papá. No dijo nada, pero creo que él también había vuelto al pasado.
Papá y yo pasamos al estudio. Encendió el televisor. Cuando yo era pequeño, papá tenía un sillón reclinable Barca Lounger de un horrible color marrón. El tapizado de vinilo estaba roto en las costuras y sobresalía algo metálico. Mi papá, que no era precisamente un manitas, lo mantenía en su lugar con cinta aislante. Sé que las personas critican las horas que los norteamericanos dedican a mirar la televisión, y con buen motivo, pero algunos de mis mejores recuerdos estaban en esa habitación, por la noche, con él tumbado en la silla arreglada con cinta aislante y yo en el diván. ¿Alguien más recuerda aquella programación estelar de la CBS los sábados por la noche? Allin the Family, MASH, Mary Tyler Moore, The Bob Newhart Show y The Carol Burnett Show. Mi padre se reía con tantas ganas por algo que había dicho Archie Bunker, y su risa era tan contagiosa, que yo comenzaba a reírme de la misma forma, aunque en realidad no entendía mucho los chistes.
Al Bolitar había trabajado de firme en su fábrica de Newark. No era un hombre a quien le gustase jugar al póquer, estarse con los amigos o ir de bares. El hogar era su solaz. Le resultaba relajante estar con la familia. Había empezado muy pobre, era muy listo y probablemente había tenido sueños más allá de la factoría de Newark -fantásticos y grandes sueños-, pero nunca los compartió conmigo. Yo era su hijo. No cargas a tu hijo con cosas como ésas, por nada del mundo.
Esa noche, se quedó dormido durante una reposición de Seinfeld. Observé como bajaba y subía su pecho, la barba que comenzaba a blanquear. Al cabo de un rato me levanté en silencio, bajé al sótano, me metí en la cama y miré el techo.
Mi pecho comenzó a cerrarse de nuevo. Me dominó el pánico. Mis ojos no querían cerrarse. Cuando lo hacían, cuando conseguía empezar un viaje nocturno de cualquier tipo, las pesadillas me devolvían a la conciencia. No conseguía recordar los sueños, pero el miedo se quedaba. Estaba bañado en sudor. Me sentaba en la oscuridad, aterrorizado, como un niño.
A las tres de la mañana un recuerdo cruzó mi cerebro como un relámpago. Bajo el agua. Incapaz de respirar. Esa imagen duró menos de un segundo, no más, y fue reemplazada por otra sonora.
«Al-sabr wal-sayf…»
Mi corazón se disparó como si intentase escapar del pecho.
A las tres y media de la mañana, subí las escaleras de puntillas y me senté en la cocina. Intenté ser lo más silencioso posible, pero lo sabía. Mi padre tenía el sueño más ligero del mundo. En la niñez, cuando intentaba pasar por delante de su puerta en plena noche, solo para hacer una rápida visita al baño, él se despertaba como si alguien hubiese dejado caer un cubo de agua helada en su ingle. Así que, como un hombre crecido y de mediana edad, un hombre que se consideraba a sí mismo más valiente que la mayoría, sabía lo que pasaría si entraba de puntillas en la cocina.
– ¿Myron?
Me volví mientras él bajaba las escaleras.
– No pretendía despertarte, papá.
– Oh, ya estaba despierto. -Papá vestía unos calzoncillos que habían visto tiempos mejores y una vieja camiseta de Duke gris que era dos tallas más grande-. ¿Quieres que prepare unos huevos revueltos?
– Perfecto.
Lo hizo. Nos sentamos y hablamos de cosas sin importancia. Intentó no parecer demasiado preocupado, cosa que solo me hizo sentir todavía más protegido. Volvieron más recuerdos. Mis ojos se inundaban con lágrimas y parpadeaba para quitarlas. Las emociones llegaron a tal punto que ya no podía decir de verdad qué sentía. Tenía claro que me esperaban muchas noches de pesadillas. Lo comprendía. Pero sabía una cosa a ciencia cierta: no permanecería quieto mucho tiempo.
Cuando llegó la mañana llamé a Esperanza.
– Antes de desaparecer -dije-, estabas averiguando algunas cosas para mí.
– Buenos días a ti también.
– Lo siento.
– No te preocupes. ¿Qué decías?
– Estabas investigando el suicidio de Sam Collins y aquel código de ópalo y la entidad benéfica Salvar a los Ángeles.
– Sí.
– Quiero saber qué has encontrado.
Por un momento esperé una discusión, pero Esperanza debió de notar algo en mi tono.
– Vale, nos encontraremos dentro de una hora. Podré mostrarte lo que tengo.
– Lamento llegar tarde -se disculpó Esperanza-, pero Héctor vomitó en mi blusa y tuve que cambiarme y entonces la niñera comenzó a hablarme de un aumento y Héctor empezó a abrazarse a mí…
– No te preocupes -dije.
El despacho de Esperanza todavía reflejaba en parte su pintoresco pasado. Había fotografías de ella con el minúsculo vestido de ante de Pequeña Pocahontas, la «princesa india», interpretada por una latina. Su Cinturón del Campeonato Intercontinental por Equipos, una cursilería que si se pusiese alrededor de la cintura de Esperanza se le caería probablemente desde las costillas hasta por encima de las rodillas, estaba enmarcado detrás de su mesa. Las paredes estaban pintadas de color lila y otros tonos de púrpura; nunca consigo recordar el nombre. La mesa era labrada y de roble macizo, conseguida en una tienda de antigüedades por Big Cyndi, y aunque estaba aquí cuando la trajeron, seguía sin saber cómo la habían hecho pasar por la puerta.
Pero en aquel momento el tema dominante en esa habitación, para citar el libro de cabecera del político, era el cambio. Las fotografías del hijo de Esperanza, Héctor, en poses tan comunes y obvias que rayaban el tópico, ocupaban la mesa y el armario. Estaban los habituales retratos de niños -el arco iris de fondo al estilo del estudio fotográfico Sears-, junto con la del niño sentado en el regazo de Santa Claus y el Conejo de Pascua. Había una foto de Esperanza y su marido, Tom, que sujetaban a un Héctor vestido de blanco en su bautismo, y otra con un personaje de Disney que desconocía. La foto más grande mostraba a Héctor montado en un pequeño vehículo infantil, quizás un camión de bomberos en miniatura, y Esperanza mirando a la cámara con la mayor y más tonta sonrisa que yo había visto en ella.
Esperanza había sido la más libre de los espíritus libres. Había sido una bisexual promiscua, que con orgullo salía con un hombre, después con una mujer, y otro hombre, sin importarle qué pensaban los demás. Se había metido en la lucha libre porque era una manera divertida de ganar dinero, y cuando se cansó de aquello comenzó a estudiar derecho por las noches, mientras trabajaba como ayudante mía durante el día. Eso puede parecer muy poco compasivo, pero la maternidad había domado un poco aquel espíritu. Lo había visto antes, con otras amigas. Lo entiendo a medias. No me había enterado de la existencia de mi propio hijo hasta el momento en que era casi un hombre y, por consiguiente, nunca había experimentado aquel momento de transformación cuando nace tu hijo y de pronto todo tu mundo se reduce a una masa de tres kilos trescientos gramos. Eso era lo que le había ocurrido a Esperanza. ¿Ahora era más feliz? No lo sé. Pero nuestra relación había cambiado, como debía ser, y como soy egoísta, no me gustaba.
– Ésta es la cronología -dijo Esperanza-. A Sam Collins, el padre de Rick, le diagnosticaron la enfermedad de Huntington hace aproximadamente cuatro meses. Se suicidó unas pocas semanas más tarde.
– ¿Está probado que fue un suicidio?
– Según el informe de la policía, no hay nada sospechoso.
– Vale, continúa.
– Después del suicidio, Rick Collins visitó a la doctora Freída Schneider, la genetista de su padre. También hay varias llamadas a su consulta. Me tomé la libertad de llamar a la consulta de la doctora Schneider. Está un tanto ocupada, pero nos concederá quince minutos durante la pausa para el almuerzo. A las doce y media en punto.
– ¿Cómo lo has conseguido?
– MB REPS hará una gran donación al Terence Cardinal Cooke Health Care Center.
– Me parece justo.
– Saldrá de tu gratificación.
– Perfecto, ¿qué más?
– Rick Collins llamó al centro CryoHope, cerca del New-York Presbyterian. Trabajan mucho con sangre del cordón umbilical, almacenamiento de embriones y células madre. Lo dirigen cinco médicos de diversas especialidades, así que es imposible saber con quién trataba. También llamó varias veces a Salvar a los Ángeles. Así que ésta es la cronología: primero habló con la doctora Schneider, cuatro veces en el curso de dos semanas. Luego habló con CryoHope. Eso de alguna manera lleva a Salvar a los Ángeles.
– Bien -dije-. ¿Podemos conseguir una cita con CryoHope?
– ¿Con quién?
– Con uno de los médicos.
– Hay un obstetra ginecólogo -dijo Esperanza-. ¿Le digo que quieres una prueba de embarazo?
– Hablo en serio.
– Ya lo sé, pero no estoy segura de con quién probar. Intento averiguar a qué médico llamó.
– Quizás la doctora Schneider pueda ayudarnos.
– Podría ser.
– ¿Has encontrado algo con aquella nota de cosas pendientes que mencionaba el ópalo?
– No. Busqué en Google todas las letras. «Ópalo» por supuesto, tiene un millón de entradas. Cuando introduje «HHK», lo primero que salió fue una compañía de seguros médicos. Se ocupan de inversiones para la investigación del cáncer.
– ¿Cáncer?
– Sí.
– No veo cómo encaja.
Esperanza frunció el entrecejo.
– ¿Qué?
– No veo dónde encaja nada de todo esto -respondió-. Es más, me parece una colosal pérdida de tiempo.
– ¿Por qué?
– ¿Qué es exactamente lo que esperas encontrar? El médico trató a un viejo con la enfermedad de Huntington. ¿Qué puede tener eso que ver con unos terroristas que asesinan a personas en París y Londres?
– No tengo ni idea.
– ¿Ninguna pista?
– Ninguna.
– Probablemente no tenga ninguna conexión en absoluto.
– Probablemente.
– Pero no tenemos nada mejor que hacer.
– Eso es lo que haremos. Haremos preguntas hasta que salga algo. Todo este asunto comenzó con un accidente de coche hace una década. Luego no tenemos nada hasta que Rick Collins descubrió que su padre tenía la enfermedad de Huntington. No sé cuál es la relación, y lo único que se me ocurre hacer es dar marcha atrás y seguir su camino.
Esperanza cruzó las piernas y empezó a jugar con un rizo del pelo. Esperanza tiene el pelo muy oscuro, negro azulado, con aspecto de estar siempre desordenado. Cuando comienza a tirar de un rizo, significa que algo la inquieta.
– ¿Qué?
– Nunca llamé a Ali durante tu ausencia -dijo.
Asentí.
– Ni ella me llamó nunca, ¿no?
– ¿Así que habéis acabado? -preguntó Esperanza.
– Al parecer.
– ¿Utilizaste mi frase favorita para abandonarla?
– La olvidé.
Esperanza suspiró.
– Bienvenido a Abandonadalandia. Población: tú.
– Oh, no. Quizás sería más apto decir población: yo.
– Oh… -Un instante de silencio-. Lo siento.
– No pasa nada.
– Win dijo que te revolcaste con Terese.
Casi se me escapó «Win se revolcó con Mii», pero me preocupó que Esperanza pudiese malinterpretarlo.
– No veo la importancia -dije.
– No te revolcarías cuando estás acabando con otra, a menos que te importe mucho Terese. Un montón.
Me eché hacia atrás.
– ¿Y qué?
– Así que necesitamos ir a toda marcha, si eso ayuda. Pero también necesitamos comprender la verdad.
– ¿Qué es…?
– Es probable que Terese esté muerta.
Permanecí en silencio.
– He estado contigo cuando has perdido a seres queridos -me recordó Esperanza-. No es algo que soportes bien.
– ¿Quién lo hace?
– Tienes razón. Pero también te estás enfrentando a lo que sea que te pasó. Y todo junto ya es mucho.
– Estaré bien. ¿Algo más?
– Sí -dijo ella-. Aquellos dos tipos a los que Win y tú disteis una paliza.
El entrenador Bobby y el entrenador ayudante Pat.
– ¿Qué pasa con ellos?
– La policía de Kasselton ha estado por aquí unas cuantas veces. Se supone que debes llamarles cuando regreses. Sabes que el tipo que Win descalabró pertenece a la poli, ¿no?
– Win me lo dijo.
– Necesitó de una intervención quirúrgica en la rodilla y se está recuperando. El otro tipo, el que comenzó la pelea, tenía una pequeña cadena de tiendas de electrodomésticos. Las grandes cadenas lo dejaron sin negocio y ahora trabaja como encargado en Best Buy, en Paramus.
Me puse en pie.
– Vale.
– ¿Vale qué?
– Tenemos tiempo antes de encontrarnos con la doctora Schneider. Vayamos a Best Buy.
El polo azul de Best Buy se estiraba a través de la barriga de Bobby. Se apoyaba en un televisor mientras atendía a una pareja asiática. Busqué alguna señal de la paliza, pero no encontré ninguna.
Esperanza me acompañaba. Al cruzar el local, un hombre vestido con una camisa de franela de leñador corrió hacia ella.
– Perdón -dijo con el rostro iluminado como el de un niño en la mañana de Navidad. Pero, Dios mío, ¿no es usted Pequeña Pocahontas?
Contuve una sonrisa. Nunca deja de sorprenderme cuántas personas todavía la recuerdan. Me dirigió una mirada severa y se volvió hacia el admirador.
– Lo soy.
– Vaya. No me lo puedo creer. Esto es fantástico. Es un gran placer conocerla.
– Gracias.
– Solía tener su póster en mi dormitorio. Cuando tenía dieciséis años.
– Me siento halagada… -comenzó ella.
– También hay algunas manchas en aquel póster -añadió él con un guiño -, sabe a qué me refiero.
– … y asqueada. -Se despidió con un gesto y se alejó-. Adiós.
La seguí.
– Manchas -dije-. Tendrías que sentirte un tanto halagada.
– Desgraciadamente, lo estoy -respondió.
Olviden lo que dije antes de que la maternidad había domado su espíritu. Esperanza seguía siendo lo más grande.
Dejamos atrás al encargado de información y fuimos hacia Bobby. Escuché al hombre asiático preguntar cuál era la diferencia entre un televisor de plasma y un televisor LCD. Bobby sacó pecho y habló de los pros y los contras, pero no entendí nada. Entonces el hombre preguntó por los televisores DLP, que significa procesador digital de luz. A Bobby le encantaban los DLP. Comenzó a explicar por qué.
Esperé.
Esperanza movió la cabeza hacia Bobby.
– Por lo que escucho creo que se mereció la paliza.
– No. No peleas con las personas para darles una lección; solo peleas por supervivencia o autoprotección.
Esperanza torció el gesto.
– ¿Qué?
– Win tiene razón. Algunas veces eres muy mariquita.
El entrenador le sonrió a la pareja asiática y dijo:
– Tómense su tiempo, ahora mismo vuelvo y podemos hablar de la entrega gratuita.
Se acercó a mí y sostuvo mi mirada.
– ¿Qué quiere?
– Decirle que lo siento.
El entrenador no se movió. Tres segundos de silencio. Después continuó:
– Ya está, ya lo ha dicho.
Dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia sus clientes.
Esperanza me dio una palmada en la espalda.
– Chico, ha sido purificante.
La doctora Freída Schneider era baja y rolliza, con una gran sonrisa. Era una judía ortodoxa y llevaba un vestido modesto y una gorra. Me reuní con ella en la cafetería del Terence Cardinal Cooke Health Care Center, en la Quinta Avenida con la 103. Esperanza estaba haciendo unas llamadas. La doctora Schneider me preguntó si quería algo de comer. Rehusé la invitación. Ella pidió un bocadillo. Nos sentamos. Rezó por lo bajo y comenzó a devorar el bocadillo como si éste la hubiese insultado.
– Solo tengo diez minutos -dijo a modo de explicación.
– Creí que eran quince.
– Cambié de idea. Gracias por la donación.
– Necesito hacerle unas preguntas referentes a Sam Collins.
Schneider tragó el bocado.
– Eso dijo su colega. Usted sabe todo aquello de la confidencialidad paciente-cliente, ¿no? Para saltarme el discurso.
– Por favor.
– Está muerto, así que quizás deba decirme a qué se debe su interés en él.
– Tengo entendido que se suicidó.
– No me necesita para que le diga eso.
– ¿Eso es común entre los pacientes con Huntington?
– ¿Sabe qué es la enfermedad de Huntington?
– Sé que es genética.
– Es un desorden neurológico genético hereditario. -Lo dijo entre bocados-. La enfermedad no mata de forma directa, pero a medida que progresa el trastorno, lleva a muchas complicaciones mortales como la neumonía, fallos cardíacos y no quiera saber qué más. La enfermedad trastorna lo físico, lo psicológico y lo cognoscitivo. No es un trastorno agradable. Y sí, el suicidio es algo bastante habitual. Algunos estudios muestran que uno de cada cuatro lo intenta con un siete por ciento de éxito, por muy irónico que parezca la palabra «éxito» cuando se habla de suicidio.
– ¿Ése fue el caso con Sam Collins?
– Había tenido una depresión antes de ser diagnosticado. Resulta difícil saber qué fue primero. La enfermedad por lo general comienza con un trastorno físico, pero hay muchos casos en los que empieza como un trastorno psiquiátrico o cognoscitivo. Por lo tanto, la depresión pudo haber sido la primera señal de la enfermedad de Huntington mal diagnosticada. En realidad no importa mucho. En cualquier caso ya está muerto debido al Huntington; el suicidio solo es otra complicación letal.
– Tengo entendido que la enfermedad de Huntington se hereda.
– Sí.
– Si uno de los padres lo tiene, el hijo tiene una posibilidad entre dos de contraerla.
– Para no complicarlo, diré que sí, que es así.
– Si el padre no la tiene, el hijo tampoco. Ya está. La línea familiar está limpia.
– Continúe.
– Por lo tanto, eso significa que uno de los padres de Sam Collins la tuvo.
– Exactamente. Su madre vivió hasta los ochenta sin ningún síntoma de Huntington, por lo que es probable que viniese por el lado de su padre, que murió joven y, por lo tanto, no tuvo tiempo de mostrar ningún síntoma.
Me acerqué un poco.
– ¿Hizo la prueba a los hijos de Sam Collins?
– No es algo que le concierna.
– Me refiero específicamente a Rick Collins. Que también está muerto. Es más, asesinado.
– A manos de un terrorista, según los informes de prensa.
– Sí.
– No obstante, ¿cree que el diagnóstico de su padre tiene algo que ver con el asesinato?
– Así es.
Freída Schneider mordió otro bocado y sacudió la cabeza.
– Rick Collins tiene un hijo -dije.
– Lo sé.
– Y quizás una hija.
Eso la detuvo en mitad del bocado.
– ¿Perdón?
No estaba muy seguro de cómo llevar el tema.
– Rick Collins quizás no sabía que estaba viva.
– ¿Quiere explicármelo?
– No hay tiempo. Solo tenemos diez minutos.
– Es verdad.
– ¿Y?
Ella exhaló un suspiro.
– Sí, se le hizo la prueba a Rick Collins.
– ¿Y?
– El análisis de sangre muestra que el mismo número de CAG se repite en cada uno de los alelos HTT.
La miré.
– Vale, no importa. En resumen, lamentablemente los resultados fueron positivos. No consideramos el análisis de sangre como un diagnóstico porque podrían pasar años, incluso décadas, antes de que apareciesen los síntomas. Pero Rick Collins ya estaba mostrando corea, unos movimientos espasmódicos que no puedes controlar. Nos pidió que lo mantuviésemos en secreto. Lógicamente aceptamos.
Reflexioné. Rick tenía el Huntington. Ya tenía síntomas; ¿cómo hubiesen sido sus últimos años? Su padre se había preguntado lo mismo y había acabado con su vida.
– ¿Al hijo de Rick le hicieron las pruebas?
– Sí, Rick insistió, algo que confieso que es poco habitual. Se debate mucho cuando se trata de estas pruebas, sobre todo con un niño. Me refiero a que si descubres que un chico acabará por tener este desorden…, ¿no es una terrible carga con la que vivir? ¿Es mejor saberlo ahora para que puedas vivir con plenitud? Si das positivo, ¿te atreverías a tener hijos que seguramente tendrán un cincuenta por ciento de probabilidades de contraer la enfermedad? E incluso sabiéndolo, ¿es una vida que se pueda llevar? La cuestión ética puede ser muy confusa.
– Pero, ¿Rick sometió a su hijo a las pruebas?
– Sí. Rick era un reportero hasta la médula. No creía en no saber. El hijo, afortunadamente, dio negativo.
– Eso tuvo que ser un alivio para él.
– Sí.
– ¿Conoce usted el centro CryoHope?
Meditó la pregunta.
– Creo que hacen investigaciones y almacenamiento. Se ocupan sobre todo de guardar células madre y cosas por el estilo.
– Después de que Rick Collins viniese a verla, también los visitó a ellos. ¿Tiene alguna idea de por qué?
– No.
– ¿Qué me dice de Salvar a los Ángeles? ¿Los ha oído mencionar?
Schneider sacudió la cabeza.
– No hay cura para la enfermedad de Huntington, ¿no?
– Correcto.
– ¿Y qué me dice de las células madre?
– Espere, señor Bolitar, volvamos atrás. Usted dijo que Rick Collins podría tener una hija.
– Sí.
– ¿Le importaría explicármelo?
– ¿Le dijo a usted que había tenido una hija que murió hace diez años en un accidente de coche?
– No. ¿Por qué iba a hacerlo?
Pensé.
– Cuando encontraron el cuerpo de Rick en París había sangre en la escena del crimen. Las pruebas de ADN demostraron que pertenecía a una hija.
– Pero acaba de decir que la hija está muerta. No lo entiendo.
– Tampoco yo hasta ese momento. Pero hábleme usted de la investigación con células madre.
Ella se encogió de hombros.
– Por el momento no son nada más que especulaciones. En teoría se podrían reemplazar las neuronas dañadas en el cerebro trasplantando células madre del cordón umbilical. Hemos visto algunos signos alentadores en animales, pero todavía no se han realizado pruebas clínicas con seres humanos.
– Así y todo, si usted estuviese muriéndose y desesperada…
Una mujer entró en la cafetería.
– ¿Doctora Schneider?
Ella levantó un dedo, engulló el último trozo del bocadillo y se levantó.
– Para los moribundos y desesperados, sí, cualquier cosa es posible. Todo, desde una cura milagrosa a… bueno, el suicidio. Se han acabado los diez minutos, señor Bolitar. Vuelva en otro momento y lo llevaré a recorrer las instalaciones. Se sorprenderá por el entusiasmo y el buen trabajo. Gracias por la donación y buena suerte con lo que sea que está intentando hacer.
El centro CryoHope resplandecía, con una mezcla ideal de lo más moderno de la instalación médica y un banco de lujo. El mostrador de la recepción era alto y de madera oscura. Me apoyé en él, y Esperanza a mi lado. Observé que la recepcionista, una belleza rolliza y bobalicona, no llevaba anillo de bodas. Pensé en cambiar de plan. Una mujer soltera. Podía poner en marcha mi encanto, y ella caería rendida ante mi hechizo y respondería a todas mis preguntas. Esperanza sabía qué estaba pensando y solo me dirigió una mirada. Me encogí de hombros. De todas maneras, la recepcionista no sabría nada de nada.
– Mi mujer está embarazada -dije, e hice un gesto hacia Esperanza-. Nos gustaría ver a alguien para hablar sobre el tema de conservar la sangre del cordón umbilical de nuestro bebé.
La recepcionista me dirigió una sonrisa ensayada. Nos entregó un puñado de folletos a todo color y papel satinado y nos hizo pasar a una habitación con sillones de terciopelo. Había grandes fotografías artísticas de niños en la pared, y uno de aquellos diagramas del cuerpo humano que te recuerdan las clases de biología de noveno. Rellenamos un formulario. Me pidieron mi nombre. Me sentí tentado de poner cualquier cosa, pero me mantuve con Mark Kadison, porque era un amigo mío y si lo llamaban, él solo se reiría.
– ¡Hola!
Entró un hombre vestido con una bata blanca, corbata y las mismas gafas de montura oscura que utilizan los actores cuando quieren parecer inteligentes. Nos estrechó las manos y se sentó en otra de las butacas.
– ¿De cuánto está?
Miré a Esperanza.
– De tres meses -respondió ella con el entrecejo fruncido.
– Enhorabuena. ¿Es el primero?
– Sí.
– Bien, me alegra ver que están haciendo algo sensato al pensar en guardar la sangre del cordón umbilical de su bebé.
– ¿Nos puede decir la tarifa? -pregunté.
– Mil dólares por el procesamiento y almacenamiento. Después están los pagos anuales por el almacenamiento. Sé que puede parecer-Íes caro, pero es una oportunidad única. La sangre del cordón umbilical contiene células madre que salvan vidas. Así de sencillo. Pueden tratar anemias y leucemias. Pueden luchar contra las infecciones y ayudar contra algunos tipos de cáncer. Hemos avanzado mucho en la investigación que puede llevar a tratamiento para las enfermedades coronarias, el Parkinson y la diabetes. No, todavía no podemos curarlas. Pero, ¿quién sabe qué pasará dentro de unos años? ¿Están familiarizados con los trasplantes de médula?
– Más o menos -respondí.
– Los trasplantes de sangre del cordón umbilical funcionan mejor y son mucho más seguros; no precisan de ningún procedimiento quirúrgico para obtenerla. Necesita un ochenta y tres por ciento de coincidencia para que funcione la médula. Solo necesita un sesenta y siete por ciento con la sangre del cordón umbilical. Eso es ahora; ahora mismo. Hoy estamos salvando vidas con los trasplantes de células madre. ¿Me siguen?
Ambos asentimos.
– Porque éste es el factor clave: el único momento para almacenar sangre del cordón umbilical es inmediatamente después del nacimiento de su bebé. Es lo que hay. No puede decidir hacerlo cuan-do el niño tiene tres años, o quizás, Dios no lo quiera, cuando un hermano se ponga enfermo.
– Entonces, ¿cómo funciona? -pregunté.
– Es indoloro y sencillo. Cuando tienen el bebé, la sangre se recoge del cordón umbilical. Separamos las células madre y las congelamos.
– ¿Dónde se guardan las células madre?
Él abrió los brazos.
– Aquí mismo, en un entorno seguro. Tenemos guardias, generadores de emergencia y una cámara blindada. Como lo que podría encontrar en cualquier banco. La opción que trabajamos aquí con la mayoría, y es la que les recomiendo, es la que se llama «banco familiar». En resumen, ustedes guardan las células madre de su bebé para su uso. Su bebé puede necesitarla. Un hermano. Incluso uno de ustedes o quizás un tío o una tía. Quien sea.
– ¿Cómo saben que la sangre del cordón umbilical servirá?
– No hay garantías. Eso deben saberlo. Pero las probabilidades de que exista una correspondencia son muy grandes. Además, bueno, a mí me parece que son una pareja de descendencias mezcladas. Es difícil encontrar coincidencias, así que este tema puede ser muy importante para ustedes. Ah, y permítanme señalarles que las células madre de las que estamos hablando son del cordón umbilical, no tienen nada que ver con la polémica sobre las células madre de embriones.
– ¿No guardan embriones?
– Lo hacemos, pero es algo totalmente aparte de lo que a ustedes les interesa. Eso es para problemas de infertilidad y cosas por el estilo. No se daña ningún embrión en la investigación de células madre del cordón umbilical o el almacenamiento. Quiero dejarlo bien claro.
Tenía una sonrisa de oreja a oreja.
– ¿Es usted médico? -pregunté.
La sonrisa flaqueó un poco.
– No, pero tenemos cinco en el personal.
– ¿Qué clase de médicos?
– El centro tiene líderes en todos los campos. -Me alcanzó un folleto y me señaló la lista de los cinco médicos-. Tenemos a un genetista que trabaja con enfermedades hereditarias. Tenemos a un hematólogo que se encarga de los trasplantes. Tenemos a un obstetra ginecólogo que es pionero en el tema de la infertilidad. Tenemos a un oncólogo pediatra que investiga con células madre para encontrar tratamientos del cáncer en los niños.
– Permítame que le haga una pregunta hipotética.
Se inclinó hacia nosotros.
– Yo guardo la sangre del cordón umbilical de mi hijo. Pasan los años. Entonces contraigo alguna enfermedad. Quizás ustedes todavía no tienen la cura, pero yo quiero probar algo experimental. ¿Puedo utilizar la sangre?
– Es suya, señor Kadison. Puede hacer con ella lo que quiera.
No tenía ni idea de cómo seguir con aquello. Miré a Esperanza. No me ayudó ni lo más mínimo.
– ¿Puedo hablar con uno de sus médicos? -pregunté.
– ¿Hay alguna pregunta que no haya sido capaz de contestar?
Intenté por otro camino.
– ¿Tienen un cliente llamado Rick Collins?
– ¿Perdón?
– Rick Collins. Es un amigo mío; me lo recomendó. Quiero asegurarme de que es un cliente.
– Esa información es confidencial. Estoy seguro de que lo comprenderá. Si alguien preguntase por usted, le respondería lo mismo.
Un callejón sin salida.
– ¿Alguna vez ha oído mencionar una entidad benéfica llamada Salvar a los Ángeles?
Su rostro se cerró.
– ¿Lo ha oído?
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– Solo he formulado una pregunta.
– Le he explicado a usted el proceso -dijo, y se levantó-. Les sugiero que lean los folletos. Esperamos que escojan nuestro centro. Les deseo la mejor de las suertes.
– Una pérdida de tiempo -comenté en la acera.
– Sí.
– Win tenía la teoría de que quizás la sangre que encontraron en la escena del crimen provenía del cordón umbilical.
– Eso explicaría mucho -opinó Esperanza.
– Excepto que no veo cómo. Digamos que Rick Collins guardó la sangre de su hija Miriam. ¿Entonces qué? ¿Viene aquí, pide que la descongelen, la lleva a París y se derrama en el suelo cuando lo asesinan?
– No -dijo ella.
– ¿Entonces qué?
– Estamos pasando por alto algo obvio. Un paso o puede que unos cuantos. Quizás mandó la muestra congelada a París. Quizás estaba trabajando con algunos médicos en un programa experimental, ensayos humanos, que nuestro gobierno no aprobaría. No lo sé, pero, ¿tiene más sentido que la muchacha sobreviviese al accidente de coche y estuviese oculta durante diez años?
– ¿Viste su rostro cuando mencionamos Salvar a los Ángeles?
– No te extrañe. Son un grupo que protesta contra el aborto y la investigación de células madre de los embriones. ¿Te fijaste en como su rollo de ventas recalca que la sangre del cordón umbilical no tiene nada que ver con la controversia de las células madre?
Pensé.
– En cualquier caso, tenemos que investigar a Salvar a los Ángeles.
– Nadie responde al teléfono -dijo ella.
– ¿Tienes una dirección?
– Están en Nueva Jersey. Pero…
– Pero, ¿qué?
– Estamos corriendo en círculos. No hemos descubierto nada. Y luego está la realidad: nuestros clientes merecen algo mejor que esto. Les dimos nuestra palabra de que trabajaríamos duro por ellos. Y no lo estamos haciendo.
No dije nada.
– Eres el mejor de los agentes -añadió-. Yo soy buena en lo que hago. Soy muy buena. Soy mejor negociadora de lo que tú serás nunca, y sé cómo encontrar negocios rentables para nuestros clientes más que tú. Pero conseguimos clientes porque confían en ti. Porque lo que de verdad quieren es que su agente se preocupe por ellos, y en eso tú eres muy bueno.
Se encogió de hombros; esperó.
– Entiendo lo que dices. La mayor parte del tiempo nos metemos en estos follones para proteger a un cliente. Pero esta vez es más grande. Mucho más grande. Vosotros queréis que me mantenga volcado en nuestros intereses personales. Lo comprendo. Pero necesito solucionar esto.
– Tienes complejo de héroe -dijo ella.
– Eso no es noticia.
– Algunas veces te hace volar a ciegas. Lo haces muy bien cuando sabes adonde vas.
– Ahora mismo, voy a Nueva Jersey. Tú vuelve a la oficina.
– Puedo ir contigo.
– No necesito una niñera.
– Mala suerte, ya tienes una. Vamos a Salvar a los Ángeles. Si es un callejón sin salida, regresamos a la oficina y trabajamos toda la noche. ¿Hecho?
– Hecho -respondí.
Un callejón sin salida. En el más puro sentido literal.
Seguimos las indicaciones del GPS hasta el edificio de oficinas ubicado en Ho-Ho-Kus, Nueva Jersey, al final de una calle sin salida. Había un gimnasio, el Ed's Body Shop, una escuela de karate llamada Eagle's Talón y un estudio fotográfico con un escaparate muy cursi llamado Official Photography de Albin Laramie. Señalé las letras en el cristal cuando pasamos.
– Oficial -dije-. Porque en realidad no querrías las fotos no oficiales de Albin Laramie.
Había fotos de bodas en las que se había utilizado un objetivo tan borroso que era difícil saber dónde comenzaba el novio y dónde acababa la novia. Había provocativas poses de modelos, la mayoría de mujeres en biquini. Había horribles fotos de bebés en tonos sepia que imitaban un falso Victoriano. Los bebés iban vestidos con batas y tenían un aspecto siniestro. Cada vez que veo una fotografía victoriana auténtica de un bebé no puedo evitar pensar: el que aparece en esta foto está muerto y enterrado. Quizás sea más morboso que la mayoría, pero, ¿quién quiere estas fotos tan afectadas?
Entramos en el vestíbulo y miramos el directorio. Se suponía que Salvar a los Ángeles estaba en el despacho 3 B, pero la puerta estaba cerrada a cal y canto. Vimos en la puerta la señal descolorida donde una vez había habido una placa.
La oficina más cercana pertenecía a Bruno y Asociados. Preguntamos por la entidad benéfica vecina.
– Se han marchado hace meses -nos dijo la recepcionista. Su placa ponía «Minerva». No sabía si era su nombre o el apellido-. Se mudaron inmediatamente después del robo.
Enarqué una ceja y me acerqué.
– ¿Robo? -pregunté.
Soy muy bueno con este tipo de interrogatorios.
– Sí. Les robaron todo. Tuvo que ser… -frunció el entrecejo- eh, Bob, ¿cuándo fue el robo en la oficina de al lado?
– Hace tres meses.
Eso fue casi todo lo que Minerva y Bob nos pudieron decir. En la televisión, los detectives siempre preguntan si el inquilino ha dejado una nueva dirección. Nunca he visto a una persona que lo haga en la vida real. Salimos y miramos la puerta de Salvar a los Ángeles durante un segundo. La puerta no tenía nada que decirnos.
– ¿Estás preparado para volver al trabajo? -preguntó Esperanza.
Asentí. Salimos a la calle. Parpadeé para protegerme del resplandor del sol y escuché a Esperanza decir:
– Vaya, vaya.
– ¿Qué?
Me señaló un coche al otro lado de la calle.
– Mira la calcomanía en el parachoques trasero.
Ya la conocen. Son aquellos óvalos blancos con letras negras que muestran dónde has estado. Creo que comenzó con las ciudades europeas. Un turista regresaba de un viaje a Italia y ponía ROM en la parte de atrás del coche. Ahora todas las ciudades parecen tener uno, una forma de mostrar el orgullo patriótico o algo por el estilo.
Esta calcomanía decía «HHK».
– Ho-Ho-Kus -dije.
– Sí.
Pensé de nuevo en aquel código.
– Ópalo en Ho-Ho-Kus. Quizás el cuatro-siete-uno-dos es el número de una casa.
– Ópalo puede ser el nombre de una persona.
Nos volvimos hacia donde habíamos aparcado y nos esperaba otra sorpresa. Un Cadillac Escalade negro estaba aparcado detrás de nosotros, y nos impedía la salida. Vi a un hombre fornido con un traje marrón que venía hacia nosotros. Tenía el pelo muy corto, el rostro grande y anguloso y el aspecto de un delantero de los Green Bay Packer de 1953.
– ¿Señor Bolitar?
Reconocí la voz. La había oído dos veces antes. Una vez al teléfono cuando llamé a Berleand, y otra en Londres, segundos antes de perder el conocimiento.
Esperanza se puso delante de mí, como si quisiese protegerme. Apoyé la mano con suavidad en su hombro para hacerle saber que no pasaba nada.
– Agente especial Jones -dije.
Dos hombres, supuse que también agentes, salieron del Escalade. Dejaron la puerta abierta y se apoyaron en el costado. Ambos llevaban gafas de sol.
– Necesito que venga conmigo -dijo.
– ¿Estoy arrestado? -pregunté.
– Todavía no. Pero de verdad debería venir conmigo.
– Esperemos a que tenga usted la orden de arresto -dije-. También traeré a mi abogado. Haremos esto de acuerdo con las reglas.
Jones se acercó un paso.
– Preferiría no presentar cargos formales. Aunque sé que usted ha cometido crímenes.
– Usted es testigo, ¿no?
Jones se encogió de hombros.
– ¿Dónde me llevó después de perder el conocimiento? -pregunté.
Él fingió un suspiro.
– No tengo ni idea de qué me está hablando. Pero ninguno de los dos tiene tiempo para esto. Vayamos a dar un paseo, ¿de acuerdo?
Cuando fue a cogerme del brazo, Esperanza dijo:
– Agente especial Jones.
Él la miró.
– Tengo una llamada para usted -dijo ella.
Esperanza le entregó su móvil. Jones frunció el entrecejo pero lo cogió. Yo también fruncí el entrecejo y la miré. Su rostro no me reveló ninguna pista.
– ¿Hola? -dijo Jones.
El teléfono tenía el volumen lo bastante alto como para que yo escuchase la voz al otro lado con toda claridad. La voz dijo:
– Cromo, estilo militar, con el logotipo de Gucci grabado en la esquina inferior izquierda.
Era Win.
– ¿Eh? -preguntó Jones.
– Veo la hebilla de su cinturón a través de la mira de mi fusil, aunque estoy apuntando seis centímetros más abajo -respondió Win-. Quizás cinco centímetros sería más apropiado en su caso.
Mis ojos se fijaron en la hebilla del tipo. Ahí estaba. No tenía idea de lo que significaba «cromo, estilo militar», pero allí estaba el logotipo de Gucci grabado en la esquina inferior izquierda.
– ¿Gucci con el salario del gobierno? -comentó Win-. Tiene que ser una copia.
Jones mantuvo el teléfono pegado al oído, y comenzó a mirar en derredor.
– Supongo que hablo con el señor Windsor Horne Lockwood.
– No tengo ni idea de qué me está hablando.
– ¿Qué quiere?
– Muy sencillo. El señor Bolitar no irá con usted.
– Está amenazando a un agente federal. Ése es un delito capital.
– Estoy comentando su sentido de la estética -replicó Win-. Dado que su cinturón es negro y sus zapatos son marrones, aquí el único que está cometiendo un crimen es usted.
Los ojos de Jones se fijaron en los míos. Había una extraña calma en ellos para un tipo al que están apuntando con un fusil a la ingle.
Miré a Esperanza. Ella rehuyó mi mirada. Comprendí algo un tanto obvio: Win no estaba en Bangkok. Me había mentido.
– No quiero montar una escena -dijo Jones. Levantó ambas manos-. De acuerdo, vale, aquí nadie está forzando a nadie. Que pase un buen día.
Se volvió y se dirigió de vuelta a su coche.
– ¿Jones? -llamé.
Me miró, protegiéndose los ojos del sol.
– ¿Sabe qué le pasó a Terese Collins?
– Sí.
– Dígamelo.
– Si viene conmigo.
Miré a Esperanza. Ella le pasó el móvil a Jones de nuevo.
– Solo para dejar esto bien claro -dijo Win-. No podrá ocultarse. Su familia no podrá ocultarse. Si le ocurre algo a él, será la destrucción total. Todo lo que usted ama o le interesa. Y no, no es una amenaza.
El teléfono enmudeció.
Jones me miró.
– Un tipo encantador.
– No tiene usted idea.
– ¿Preparado para marchar?
Lo seguí hasta el coche y entré.
Cruzamos el puente George Washington y regresamos a Manhattan. Jones me presentó a los dos agentes del asiento delantero, pero no recuerdo sus nombres. El Escalade salió por la calle 79 Oeste. Unos minutos más tarde se detuvo en Central Park Oeste. Jones abrió la puerta, cogió su maletín y dijo:
– Vayamos a dar un paseo.
Me apeé. El sol aún brillaba con fuerza.
– ¿Qué le pasó a Terese? -pregunté.
– Primero necesita conocer el resto.
No era así, pero no tenía ningún sentido insistir. Ya me lo diría en su momento. Jones se quitó la americana marrón y la dejó en el asiento de atrás. Supuse que los agentes aparcarían para después escoltarnos, pero Jones dio una palmada en el techo y el coche se marchó.
– ¿Solo nosotros? -pregunté.
– Solo nosotros.
Su maletín era de otra época, rectangular con cerraduras de combinación. Mi padre tenía uno igual donde llevaba los contratos y las facturas, los bolígrafos y un pequeño magnetófono para ir y venir de su despacho en la factoría de Newark.
Jones entró en el parque por la 67 Oeste. Pasamos por delante del Tavern on the Green, las luces en los árboles atenuadas. Lo alcancé y dije:
– Esto parece una novela de capa y espada.
– Es una precaución. Quizás del todo innecesaria. Pero en mi oficio a veces comprendes el porqué.
Me pareció un tanto melodramático, pero de nuevo no quise insistir. Jones se mostró de pronto sombrío y meditabundo, y no tenía idea de por qué. Miraba a los que corrían, a los que patinaban, a los ciclistas, a las mamas con los cochecitos.
– Sé que suena un tanto ridículo -dijo-, pero patinan, viven, trabajan, aman, ríen, y no tienen ni idea de lo frágil que es todo.
Torcí el gesto.
– Permítame adivinar. Usted, agente especial Jones, es el silencioso centinela que los protege, aquel que sacrifica su propia vida para que la ciudadanía pueda dormir tranquila por la noche. ¿Va de eso?
Sonrió.
– Supongo que me lo merecía.
– ¿Qué le pasó a Terese?
Jones continuó caminando.
– Cuando estábamos en Londres usted me puso bajo custodia.
– Sí.
– ¿Y después?
Se encogió de hombres.
– Esto funciona en compartimientos estancos. No lo sé. Lo entregué a alguien de otro departamento. Ahí acabó mi parte.
– Algo moralmente muy conveniente.
Hizo una mueca pero no se detuvo.
– ¿Qué sabe de Mohammad Matar? -preguntó.
– Solo lo que leí en los periódicos -respondí-. Era, supongo, un tipo muy malo.
– El peor de los malos. Un radical extremista muy educado que hacía que otros radicales terroristas se mearan de miedo en la cama. A Matar le encantaba la tortura. Creía que la única manera de matar infieles era infiltrarse y vivir entre ellos. Fundó una organización terrorista llamada Muerte Verde. Su lema es: «Al-sabr wal-sayf sawf yu-dammir al-kafirun».
Me sacudió un espasmo.
«Al-sabr wal-sayf».
– ¿Qué significa? -pregunté.
– La paciencia y la espada destruirán a los pecadores.
Sacudí la cabeza con la voluntad de aclararla.
– Mohammad Matar pasó casi toda su vida en Occidente. Se crió en España, pero pasó algún tiempo en Francia e Inglaterra. Doctor Muerte es más que un apodo; fue a la Facultad de Medicina de Georgetown e hizo su residencia aquí mismo, en la ciudad de Nueva York. Pasó doce años en Estados Unidos bajo varios nombres falsos. Adivine qué día se marchó de Estados Unidos.
– No estoy de humor para adivinanzas.
– El 10 de septiembre de 2001.
Ambos dejamos de hablar por un momento, y, casi de forma inconsciente, nos volvimos hacia el sur. No, no hubiésemos podido ver las torres, aunque continuasen en pie. Pero se debían presentar los respetos. Siempre y esperemos que para siempre.
– ¿Me está diciendo que él estaba involucrado?
– ¿Involucrado? Es difícil de decir. Pero Mohammad lo sabía. Su partida no fue una coincidencia. Tenemos a un testigo que lo sitúa en el Pink Pony a principios de aquel mes. ¿El nombre le suena?
– ¿No era aquel club de striptease donde se reunían los terroristas antes del 11-S?
Jones asintió. Una excursión escolar desfiló ante nosotros. Los niños -que tendrían unos diez u once años- vestían camisas verdes con el nombre del colegio bordado en la pechera. Un maestro delante y otro detrás.
– Usted mató a un gran jefe terrorista -añadió Jones-. ¿Tiene idea de lo que le harían sus seguidores si descubriesen la verdad?
– ¿Por eso se atribuyó el mérito de matarlo?
– Por eso mantuvimos su nombre en secreto.
– Se lo agradezco de verdad.
– ¿Es un sarcasmo?
Ni yo estaba seguro.
– Si continúa dando palos de ciego, acabará por saberse la verdad. Habrá dado un puntapié a un avispero y saldrá un enjambre de terroristas.
– Suponga que no les tengo miedo.
– Entonces es que está loco.
– ¿Qué le pasó a Terese?
Nos detuvimos al llegar a un banco.
Puso un pie en el asiento y apoyó el maletín en la rodilla. Buscó en el interior.
– La noche antes de matar a Mohammad, usted abrió la fosa de Miriam Collins para sacar pruebas destinadas a un análisis de ADN.
– ¿Espera una confesión?
Jones sacudió la cabeza.
– No lo entiende.
– ¿Qué es lo que no entiendo?
– Confiscamos los restos. Es probable que lo sepa.
Esperé.
Jones sacó un sobre.
– Aquí tiene los resultados de las pruebas de ADN que quería.
Tendí la mano. Jones jugó durante un momento a dudar si me lo daría o no. Pero ambos lo sabíamos. Estaba ahí por eso. Me entregó el sobre. Lo abrí. Lo primero era una foto de la muestra de hueso que Win y yo habíamos sacado aquella noche. Pasé la página, pero Jones ya caminaba.
– Las pruebas fueron concluyentes. Los huesos que sacaron pertenecen a Miriam Collins. El ADN corresponde a Rick Collins como padre y a Terese Collins como madre. Además, los huesos coinciden con el tamaño y el desarrollo aproximado de una niña de siete años.
Leí el informe. Jones continuó caminando.
– Esto podría ser falso -dije.
– Podría -admitió Jones.
– ¿Cómo explica la sangre encontrada en la escena del crimen en París?
– Acaba de plantear una interesante posibilidad -señaló.
– ¿Cuál?
– Quizás aquellos resultados eran falsos.
Me detuve.
– Acaba de decir que quizás yo falsifiqué el análisis de ADN -añadió-. ¿No sería más racional suponer que lo hicieron los franceses?
– ¿Berleand?
Se encogió de hombros.
– ¿Por qué haría tal cosa?
– ¿Por qué lo haría yo? Pero no acepte mi palabra. En este maletín tengo la muestra de hueso original. Cuando acabemos, se la daré. Usted puede mandar que hagan todos los análisis que quiera.
La cabeza me daba vueltas. Continuó caminando. Tenía sentido. Si Berleand había mentido, todo lo demás encajaba. Si quitábamos de la ecuación los sentimientos y el deseo, ¿qué parecía más probable? ¿Que Miriam Collins hubiera sobrevivido al accidente y acabado en la habitación de su padre asesinado, o que Berleand mentía sobre los resultados?
– Se metió en esto porque quería encontrar a Miriam Collins -señaló Jones-. Ya lo ha hecho. Por eso debería dejarlo en nuestras manos. Sea lo que sea lo que está pasando, lo que sí sabe a ciencia cierta es que Miriam Collins está muerta. Esta muestra de hueso le dará la prueba que necesita.
Sacudí la cabeza.
– Hay demasiado humo como para que no haya fuego.
– ¿Qué humo? ¿Los terroristas? Casi todo el humo se le puede atribuir al intento de Rick Collins de infiltrarse en la célula.
– La muchacha rubia.
– ¿Qué pasa con ella?
– ¿La capturaron en Londres?
– No. Se había largado cuando llegamos. Sabemos que la vio. Tenemos un testigo del apartamento de Mario Contuzzi, un vecino que declaró haber visto cómo la perseguía.
– Entonces, ¿quién es ella?
– Un miembro de la célula.
Enarqué las cejas.
– ¿Una adolescente rubia yihadista?
– Sí. Las células siempre son una mezcla. Inmigrantes sin papeles, nacionalistas árabes y, sí, unos cuantos occidentales locos. Sabemos que las células terroristas están aumentando los esfuerzos para reclutar occidentales caucáseos, sobre todo mujeres. La razón es bastante obvia: una rubia guapa puede entrar en lugares donde no puede entrar un árabe. La mayoría de las veces la chica tiene graves problemas edípicos. Ya sabe cómo es; algunas chicas se dedican al porno, otras duermen con radicales.
No estaba muy seguro de creerle.
Una pequeña sonrisa apareció en sus labios.
– ¿Por qué no me dice qué otras cosas le preocupan?
– Un montón de cosas.
Sacudió la cabeza.
– En realidad no, Myron. Ahora se reduce a una sola cosa, ¿no? Se pregunta por el accidente de coche.
– La versión oficial es mentira -dije-. Hablé con Karen Tower antes de que la asesinasen. Hablé con Nigel Manderson. El accidente no ocurrió de la manera que dijeron.
– ¿Ése es su humo?
– Lo es.
– Si lo despejo, ¿lo dejará?
– Aquella noche estaban encubriendo algo.
– Si lo despejo, ¿lo dejará? -repitió Jones.
– Creo que sí.
– Vale. Vamos a discutir unas teorías alternativas. -Jones continuó caminando-. El accidente de coche de hace diez años. Lo que cree que ocurrió en realidad… -Se detuvo y se volvió hacia mí-. Bueno, no, dígamelo. ¿Qué cree que encubrían?
No dije nada.
– El coche se estrelló. Supongo que esa parte se la cree. A Terese la llevaron al hospital. Supongo que también se lo cree. Entonces, ¿dónde comienza a fallar? Usted cree, por favor, ayúdeme, Myron, que una trama en la que participaron la mejor amiga de Terese Collins y al menos uno o dos polis ocultó a su hija de siete años por alguna razón desconocida, la criaron en secreto durante todos estos años… ¿y entonces?
Seguí sin decir nada.
– Y en esta conspiración asume que yo le miento sobre el resultado de la prueba de ADN, que ahora puede averiguar de forma independiente que no he hecho.
– Estaban encubriendo algo -insistí.
– Sí -dijo.
Esperé. Nos dirigimos hacia el tiovivo del parque.
– El accidente ocurrió de la manera que le relataron. Un camión que iba hacia la autopista A-40. La señora Collins giró el volante y eso fue todo. Un desastre. También conoce los antecedentes. Estaba en casa. Recibió una llamada para que fuese a los estudios y presentar el informativo a la hora de mayor audiencia. No había pensado salir aquella noche, por lo tanto, supongo que en cierta manera es comprensible.
– ¿El qué?
– El jorobado nunca ve la joroba en su propia espalda. Es un refrán griego.
– ¿Qué tiene que ver con esto?
– Quizás nada. El refrán se refiere a los defectos. Somos muy rápidos a la hora de ver los defectos de los demás. No somos así con nosotros mismos. También somos malos jueces de nuestras propias capacidades, sobre todo cuando tenemos una hermosa zanahoria delante.
– No entiendo ni una palabra.
– Claro que sí. Usted quiere saber qué se estaba encubriendo, pero es tan obvio… ¿Terese Collins no había recibido un terrible castigo con la muerte de su hija? No sé si les preocupaban las ramificaciones legales o solo la culpa que la madre cargaría sobre ella misma. Terese Collins estaba borracha aquella noche. ¿Podría haber evitado el accidente de haber estado sobria? Quién sabe; el chófer del camión cometió un fallo, pero quizás si su reacción hubiese sido un poco más rápida…
Intenté hacerme a la idea.
– ¿Terese estaba borracha?
– Su análisis de sangre mostró que había superado el límite legal.
– ¿Eso fue lo que encubrieron?
– Así es.
Las mentiras tienen un determinado olor. También la verdad.
– ¿Quién lo sabía? -pregunté.
– Su marido. También Karen Tower. La encubrieron porque temían que la verdad pudiese destrozarla.
La verdad quizás ya lo había hecho de todas maneras, pensé. Un peso oprimió mi pecho al comprender otra verdad: Terese con toda probabilidad lo sabía. En algún nivel, sabía de su culpabilidad. Cualquier madre se sentiría destrozada por una tragedia como aquélla, pero aquí estaba, diez años más tarde, y Terese aún trataba de enmendarlo.
¿Qué me había dicho Terese cuando me llamó desde París? No quería reconstruir.
Lo sabía. De forma subconsciente. Pero lo sabía.
Me detuve.
– ¿Qué le pasó a Terese?
– ¿Despejado el humo, Myron?
– ¿Qué le pasó a ella? -pregunté de nuevo.
Se volvió para mirarme a la cara.
– Necesito que lo deje, ¿vale? No soy de los que dicen que el fin justifica los medios. Sé todos los argumentos contra la tortura y estoy de acuerdo. Pero el tema es confuso. Digamos que atrapa a un terrorista que ya ha matado a miles, y ahora mismo tiene una bomba oculta que matará a millones de niños. ¿Le daría un puñetazo para conseguir la respuesta y salvarlos? Por supuesto. ¿Lo golpearía de nuevo? Supongamos que solo sean mil o cien o diez. Cualquiera que no lo entienda del todo… bueno, yo desconfiaría de esa persona. También es un extremista.
– ¿Adonde quiere ir a parar?
– Quiero devolverle su vida. -La voz de Jones era ahora suave, casi una súplica-. Sé que no me creerá. No me gusta lo que le hicieron a usted. Por eso le digo esto. Estoy protegido. Jones ni siquiera es mi verdadero nombre, y estamos aquí en este parque porque ni siquiera tengo un despacho. Incluso su amigo Win tendría problemas para localizarme. Lo sé todo de usted. Conozco su pasado. Sé cómo se destrozó la rodilla y cómo intentó superarlo. No ha tenido demasiadas segundas oportunidades. Ahora le estoy dando una.
Jones miró a lo lejos.
– Tiene que olvidarse de esto y seguir con su vida. Por su bien. -Hizo un gesto con la barbilla-. Y el de ella.
Durante un momento tuve miedo de mirar. Seguí su mirada; mis ojos se movieron de izquierda a derecha, y de pronto me quedé inmóvil. Me llevé la mano a la boca. Intenté soportar el golpe a pie firme, sentí que algo se sacudía en mi pecho.
En aquella extensión verde, mirándome con lágrimas en los ojos, pero tan hermosa como siempre, estaba Terese.
Durante el ataque en Londres, Terese había recibido un disparo en el cuello.
Yo estaba de nuevo ocupado con aquel encantador hombro, y lo besé con suavidad, cuando vi la cicatriz. No, a ella no la habían drogado o llevado a un agujero negro. Había estado en un hospital en las afueras de Londres y después la habían trasladado a Nueva York. Sus heridas habían sido más graves que las mías. Había perdido sangre. Aún le dolía mucho y se movía con cuidado.
Estábamos de nuevo en el apartamento de Win en el edificio Dakota, en mi dormitorio, abrazados y mirando el techo. Ella descansaba la cabeza en mi pecho. Sentía como mi corazón latía contra el suyo.
– ¿Crees en lo que dijo Jones? -le pregunté.
– Sí.
Deslicé la mano por la curva de su espalda y la estreché. La sentí temblar un poco. No quería perderla de vista.
– Una parte de mí siempre supo que me estaba engañando -manifestó-. Lo deseaba tanto… Esta oportunidad de redención, ya sabes. Como si mi hija perdida hacía tanto estuviese allí fuera y tuviese una oportunidad para rescatarla.
Comprendía el sentimiento.
– Entonces, ¿qué hacemos ahora? -pregunté.
– Permanecer aquí contigo y solo estar. ¿Podemos hacerlo?
– Podemos. -Mantuve la mirada en el techo. Entonces, porque nunca soy capaz de dejar las cosas en paz, añadí-: ¿Cuando Miriam nació, tú y Rick guardasteis la sangre del cordón umbilical?
– No.
Punto muerto.
– ¿Todavía quieres que hagamos la prueba de ADN para estar seguros? -pregunté.
– ¿Tú qué opinas?
– Creo que deberíamos hacerlo -respondí.
– Entonces hagámoslo.
– Tendrás que dar una muestra de ADN -dije-. Así tendremos con qué comparar. No tenemos el ADN de Rick, pero sí podemos confirmar que la niña era tuya. Parto de que solo diste a luz una vez.
Silencio.
– ¿Terese?
– Solo di a luz aquella vez -afirmó.
Más silencio.
– ¿Myron?
– ¿Sí?
– No puedo tener más hijos.
No dije nada.
– Fue un milagro que Miriam naciese. Pero después de dar a luz, me tuvieron que hacer una histerectomía de emergencia porque tenía fibromas. No puedo tener más hijos.
Cerré los ojos. Quería decirle algo que le sirviese de consuelo, pero parecería compasivo o superfluo. Así que la estreché un poco más. No quería mirar adelante. Solo quería estar ahí y abrazarla.
La expresión yiddish volvió a mi mente una vez más: el hombre planea, Dios se ríe.
Noté que ella comenzaba a apartarse. La abracé con fuerza.
– ¿Demasiado pronto para esta conversación? -dijo.
Pensé.
– Con toda probabilidad es demasiado tarde.
– ¿Eso qué significa?
– Ahora mismo, quiero estar aquí contigo y solo estar.
Terese dormía cuando oí la llave de la puerta principal. Miré el reloj despertador. La una de la mañana.
Me puse la bata en el momento en que entraron Mii y Win. Mii me hizo un gesto y dijo:
– Hola, Myron.
– Hola, Mii.
Fue hacia la otra habitación. En cuanto hubo salido, Win comentó:
– Cuando se trata de sexo, me gusta tomar el enfoque de Mii primero.
Me limité a mirarlo.
– Lo mejor de todo es que, en realidad, no hace falta mucho para tener contenta a Mii.
– Por favor, déjalo.
Win se acercó y me abrazó con fuerza.
– ¿Estás bien? -preguntó.
– Estoy bien.
– ¿Quieres saber algo curioso?
– ¿Qué?
– Ésta ha sido la vez que más tiempo hemos estado apartados desde nuestros días en Duke.
Asentí, esperé que aflojase el abrazo y me aparté.
– Me mentiste cuando dijiste que estabas en Bangkok.
– No, no lo hice. Creo que es el nombre más popular de entre los puticlubs.
Sacudí la cabeza. Fuimos a la habitación con muebles Luis no-sé-cuántos con ornadas esculturas y bustos de tipos con melena. Nos sentamos en los butacones de cuero que había delante de la chimenea de mármol. Win me arrojó una botella de Yoo-Hoo y se sirvió un whisky muy caro de una licorera.
– Iba a tomar café -dijo-, pero eso hace que Mii esté despierta toda la noche.
Asentí.
– ¿Ya se te acaban las bromas sobre Mii?
– Dios, eso espero.
– ¿Por qué mentiste en el tema de Bangkok?
– ¿Tú qué crees? -preguntó.
La respuesta era obvia. Sentí la ola de vergüenza que se estrellaba sobre mí.
– Te denuncié, ¿no?
– Sí.
Sentí las lágrimas, el miedo, la ahora conocida falta de respiración. Mi pierna derecha comenzó a temblar.
– Tenías miedo de que pudiesen pillarme de nuevo -dije-, y si lo hacían y me obligaban a hablar, yo les daría la información errónea.
– Sí.
– Lo siento.
– No tienes nada que lamentar.
– Creí… supuse que sería más fuerte.
Win bebió un sorbo de su copa.
– Eres el hombre más fuerte que jamás he conocido.
Esperé un instante y luego, porque no lo pude evitar, dije:
– ¿Más fuerte que Mii?
– Más fuerte. Pero ni de cerca tan flexible.
Continuamos sentados en un cómodo silencio.
– ¿Empiezas a recordar? -preguntó.
– Es vago.
– Necesitarás ayuda.
– Lo sé.
– ¿Tienes la muestra de hueso para el análisis de ADN?
Asentí.
– Si confirma lo que aquel tipo te dijo, ¿se habrá acabado?
– Jones respondió a casi todas mis preguntas.
– Oigo un pero.
– En realidad, hay muchos peros.
– Te escucho.
– Llamé al número que me dio Berleand -dije-. Ninguna respuesta.
– Eso no se puede considerar un pero.
– ¿Conoces su teoría sobre el complot de Mohammad Matar?
– ¿De que continúa adelante sin él?
– Si es verdad, el complot es un peligro para todos. Tenemos la responsabilidad de ayudar.
Win movió la cabeza adelante y atrás.
– Eh -exclamó.
– Jones cree que si los seguidores de Matar descubren lo que hice, vendrán a por mí. No me gusta la sensación de esperar o vivir con miedo.
A Win le gustó más ese razonamiento.
– ¿Preferirías tomar una postura proactiva?
– Creo que sí.
Win asintió.
– ¿Qué más?
Bebí un buen trago.
– Vi a aquella muchacha rubia. La vi caminar. Vi su rostro.
– Ah -exclamó Win-. Como manifestaste antes, ¿advertiste similitudes, quizás genéticas, entre ella y la encantadora señora Collins?
Me acabé el Yoo-Hoo.
– ¿Recuerdas los juegos de ilusiones ópticas con los que jugábamos cuando éramos niños? -preguntó Win-. ¿Mirabas una figura y tanto podías ver una vieja bruja como una muchacha hermosa? También estaba aquella que podía ser un conejo o un pato.
– No es lo que ocurrió.
– Pregúntate esto: supón que Terese no te ha llamado desde París. Supón que caminas por la calle para ir a tu despacho y la chica rubia pasa junto a ti. ¿Te habrías detenido y exclamado: ¡vaya, esa muchacha tiene que ser la hija de Terese!?
– No.
– Por lo tanto, es una cuestión de situación. ¿Lo ves?
– Lo veo.
Permanecimos en silencio un rato más.
– Obviamente -añadió Win-, solo porque sea una cuestión de situación, no significa que no sea verdad.
– Es lo que hay.
– Y quizás podría ser divertido atrapar a un gran terrorista.
– ¿Estás conmigo?
– Todavía no -respondió-. Pero después de que acabe esta copa y vaya a mi dormitorio, lo estaré.
La mente puede ser muy tontorrona y terca.
La lógica nunca es lineal. Va adelante y atrás, rebota en las paredes, hace virajes cerrados y se pierde durante los recorridos. Cualquier cosa puede ser un catalizador, por lo general algo que no tiene relación con el trabajo que haces, algo que envía tus pensamientos hacia una dirección inesperada; una dirección que inevitablemente conduce a una solución a la que el pensamiento lineal nunca te habría llevado.
Eso fue lo que pasó. Fue así cómo empecé a relacionarlo todo.
Terese se movió cuando volví al dormitorio. No le hablé de mis pensamientos sobre la muchacha rubia, de situación o de cualquier otra clase. No quería ocultarle nada, pero no había ningún motivo para decírselo en aquel momento. Intentaba cicatrizar. ¿Por qué romper aquellas suturas hasta no saber más?
Volvió a dormirse. La abracé y cerré los ojos. Me di cuenta de lo poco que había dormido desde mi regreso del hiato de dieciséis días. Me sumergí en un mundo de pesadillas y me desperté sobresaltado alrededor de las tres de la mañana. El corazón me latía con fuerza. Había lágrimas en mis ojos. Solo recordaba la sensación de algo que me apretaba, que me oprimía, algo tan pesado que no podía respirar. Me levanté de la cama. Terese continuaba durmiendo. Me agaché para besarla con suavidad.
Había un ordenador portátil en la sala. Me conecté a internet y busqué Salvar a los Ángeles. Apareció la página. En la cabecera había un rótulo que decía «SALVAR A LOS ÁNGELES» y en letra más pequeña «SOLUCIONES CRISTIANAS». El texto hablaba de la vida, el amor y Dios. Hablaba de reemplazar la palabra «elección» con la palabra «soluciones». Había testimonios de mujeres que se habían decidido por la «solución de adoptar» y no de «asesinar». Había parejas que habían tenido problemas de infertilidad que hablaban de cómo el gobierno quería «experimentar cruelmente» con sus «nonatos», mientras Salvar a los Ángeles podía ayudar a un embrión congelado a «realizar su propósito final: vivir» a través de la solución cristiana de ayudar a otra pareja estéril.
Había escuchado los mismos argumentos antes. Recordé que Mario Contuzzi los había mencionado de pasada. Había dicho que el grupo parecía ser de derecha, pero no extremista. Estaba de acuerdo. Continué navegando. Había una declaración de compartir el amor de Dios y salvar a los «niños nonatos». Había una declaración de fe que comenzaba con la creencia en la Biblia, que es «la inspirada y completa palabra de Dios sin error», y pasaba a la santidad de la vida. Había enlaces en los que podías clicar para ir a las adopciones, los derechos, el programa de actos y los recursos para madres parturientas.
Pasé a la sección de preguntas más frecuentes y leí las respuestas a los cómo y por qué; daban apoyo a las madres solteras, buscaban parejas estériles que podían beneficiarse de los embriones congelados, formularios para rellenar, costes, cómo hacer donaciones, cómo unirte al equipo de Salvar a los Ángeles. Era muy impresionante. A continuación venía la galería de fotos. Pinché en la página uno. Había fotos de dos mansiones soberbias que se utilizaban para las madres solteras. Una se parecía a las que se ven en una plantación de Georgia, blanca con columnas de mármol y enormes sauces llorones a su alrededor. La otra parecía el perfecto hotelito de cama y desayuno: una casa pintoresca, casi en exceso victoriana, con torrecillas, torres, ventanas de cristales de colores, una galería y un tejado de pizarra azul con buhardillas. Los textos enfatizaban la confidencialidad de ambas mansiones y de sus habitantes -nada de nombres ni direcciones-, mientras que las fotografías casi te hacían anhelar que te hubiesen embarazado.
Pasé a la página dos y fue entonces cuando tuve mi momento catalizador-tontorrón-terco-no lineal.
Había fotografías de los bebés. Las imágenes eran hermosas, adorables y conmovedoras, la clase de fotos destinadas a asombrar y enternecer a cualquiera con sangre en las venas.
A mi mente retorcida le gusta jugar a los contrastes. Ves a un cómico lamentable y piensas en lo grande que es Chris Rock. Ves una peli que intenta asustarte con litros de sangre a todo tecnicolor, y piensas en como Hitchcock te mantiene pegado al asiento incluso en blanco y negro. En aquel momento, mientras miraba a los «ángeles salvados», pensé en cuan perfectas eran estas imágenes comparadas con aquellas horrorosas fotos victorianas que había visto en aquel cursi escaparate unas horas antes. Me recordó también que había aprendido algo más allí, el HHK, la posibilidad de que significase Ho-Ho-Kus, y cómo lo había descubierto Esperanza.
De nuevo el cerebro humano: miles de millones de sinapsis que crepitan, suenan, se mezclan, saltan, chispean. No alcanzas a entenderlo, pero así es como debió de ocurrir dentro de mi cabeza: Official Photography, HHK, Esperanza, cómo nos habíamos conocido, sus días de luchadora FLOW, el acrónimo de las Fabulous Ladies of Wrestling.
De pronto todo cuajó. Bueno, quizás no todo. Pero algo. Lo suficiente para saber adónde iría a la mañana siguiente.
A aquel cursi escaparate en Ho-Ho-Kus. La Official Photography de Albin Laramie, o, para aquellos que saben que están apuntando un acrónimo, OPAL.
El hombre que estaba detrás del mostrador de la Official Photography de Albin Laramie tenía que ser Albin. Vestía una capa. Una capa brillante. Como si fuese Batman o el Zorro. La barba parecía un boceto hecho con un Telesketch, el pelo un enredado pero preciso desorden y toda su persona gritaba que no era un mero artista, sino el «¡Artiste!», hablaba por teléfono y fruncía el entrecejo cuando entré.
Me acerqué. Levantó un dedo para indicarme que esperase.
– No lo pilla, Leopold. ¿Qué te puedo decir? El hombre no pilla los ángulos, la textura o el color. No tiene ojo.
Volvió a levantar el dedo para que esperase otro minuto. Lo hice. Cuando colgó, exhaló un suspiro teatral.
– ¿En qué puedo ayudarle?
– Hola -respondí-. Me llamo Bernie Worley.
– Y yo -dijo él, con una mano sobre el corazón- soy Albin Laramie.
Hizo este pronunciamiento con gran orgullo y garbo. Me recordó a Mandy Patinkin en La princesa prometida; casi esperaba que me dijese que yo había matado a su padre, y que me preparara a morir.
Le dirigí una sonrisa mundana.
– Mi esposa me pidió que recogiese unas fotos.
– ¿Tiene el resguardo?
– Lo perdí.
Albin frunció el entrecejo.
– Pero tengo otro número, si eso le ayuda.
– Quizás. -Se acercó a un teclado, movió los dedos y me miró-. ¿Sí?
– Cuatro-siete-uno-dos.
Me miró como si yo fuese la cosa más estúpida en este precioso mundo de Dios.
– No es un número de orden.
– Oh. ¿Está seguro?
– Es un número de sesión.
– ¿Un número de sesión?
Apartó la capa hacia atrás con ambas manos como un pájaro que podría estar desplegando las alas.
– Sí, de una sesión fotográfica.
Sonó el teléfono y él se apartó como si ya se hubiese olvidado de mí. Lo estaba perdiendo. Retrocedí un paso e hice mi propia interpretación teatral. Parpadeé y formé una O perfecta con la boca. Myron Bolitar, el ingenuo asombrado. Ahora me miraba con curiosidad. Recorrí la tienda sin perder la expresión de asombro.
– ¿Hay algún problema? -me preguntó.
– Su trabajo. Es maravilloso -proclamé.
Se acicaló. No ves a menudo a un hombre adulto acicalarse en la vida real. Durante los siguientes diez minutos o poco más no dejé de darle coba por su trabajo. Le pregunté por la inspiración y dejé que charlase sobre los estilos, la luz, el tono, los matices y otras cosas.
– Marge y yo tenemos un bebé -dije, sin olvidar sacudir mi cabeza como muestra de admiración ante la horrible monstruosidad victoriana que había convertido a un bonito bebé en mi tío Morty con Herpes-. Tendríamos que fijar una cita para traerla.
Albin continuó acicalándose en su capa. Acicalarse, pensé, era lo que le tocaba a un hombre con capa. Hablamos del precio, que era del todo ridículo, y por el cual habría necesitado de una segunda hipoteca. Le seguí el juego. Por último, dije:
– Mire, aquí tiene el número que me dio mi esposa. El número de sesión. Dijo que si veía estas fotos sería algo sensacional. ¿Cree que podría ver las fotos de la sesión 4-7-1-2?
Si le pareció extraño que en un primer momento hubiese dicho que venía a recoger las fotos y ahora quería mirar las de una sesión, la nota no había sonado por encima del estrépito del auténtico genio.
– Sí, por supuesto, están aquí en el ordenador. Debo decírselo, no me gusta la fotografía digital. Para su hija pequeña, quiero utilizar la clásica cámara de cajón. Hay mucha más textura en el trabajo.
– Eso sería estupendo.
– Así y todo utilizo la digital para archivarlas en la red. -Comenzó a escribir y apretó el retorno-. Bueno, está claro que no son fotos de una niña. Aquí las tiene.
Albin giró la pantalla hacia mí. Un montón de fotos diminutas aparecieron en la pantalla. Sentí que mi pecho se comprimía incluso antes de que clicase en una, y la imagen llenó toda la pantalla. No había ninguna duda.
Era la muchacha rubia.
Intenté no perder la calma.
– Necesitaré una copia.
– ¿De qué tamaño?
– El que sea, trece por veinte sería fantástico.
– Estará lista dentro de una semana a contar del martes que viene.
– La necesito ahora.
– Imposible.
– Tiene el ordenador conectado a la impresora de color que está allí -dije.
– Sí, pero eso no daría una calidad fotográfica.
No tenía tiempo para explicaciones. Saqué mi billetera.
– Le daré doscientos dólares por una copia.
Sus ojos se entrecerraron, pero solo por un instante. Por fin estaba comprendiendo que pasaba alguna cosa, pero era un fotógrafo, no un abogado o un médico. Aquí no había un acuerdo de confidencialidad. Le di los doscientos dólares. Él se dirigió a la impresora. Vi un enlace que decía «Información personal». Lo pinché mientras él recogía la copia.
– ¿Perdón? -preguntó Albin.
Retrocedí, aunque ya había visto lo suficiente. El nombre que aparecía era Carrie. ¿Su dirección?
La puerta vecina. La fundación Salvar a los Ángeles.
Albin no sabía el apellido de Carrie. Cuando insistí, me hizo saber que tomaba fotos para Salvar a los Ángeles, nada más. Solo le daban los nombres de pila. Cogí la foto y fui a la puerta vecina. Salvar a los Ángeles seguía cerrado. Ninguna sorpresa. Encontré a Minerva, mi recepcionista favorita, en Bruno y Asociados y le mostré la foto de la rubia Carrie.
– ¿La conoce?
Minerva me miró.
– Ha desaparecido. Intento encontrarla.
– ¿Es usted un detective privado?
– Lo soy. -Era más fácil que dar explicaciones.
– Qué emocionante.
– Sí. Se llama Carrie. ¿La reconoce?
– Trabaja allí.
– ¿En Salvar a los Ángeles?
– Bueno, no trabajaba. Era una de las internas. Estuvo durante unas semanas el veranó pasado.
– ¿Puede decirme alguna cosa de ella?
– Es hermosa, ¿verdad?
No dije nada.
– Nunca supe su nombre. No era muy agradable. En realidad ninguno de sus internos lo era. Amor a Dios, supongo, pero no hacia las personas de verdad. Nuestros despachos comparten un baño al final del pasillo. Yo la saludaba. Ella hacía como que no me veía. ¿Sabe a lo que me refiero?
Le di las gracias a Minerva y volví al despacho 3 B. Me detuve delante de la puerta y la miré. De nuevo: la mente. Dejé que las piezas cayesen a través de la cavidad del viejo cerebro como los calcetines en una lavadora. Pensé en la página web que había leído la noche anterior, en el nombre de la organización. Miré la foto que tenía en la mano. El pelo rubio. El rostro hermoso. Los ojos azules con aquel anillo dorado alrededor de cada pupila y, no obstante, vi exactamente lo que Minerva quería decir.
Ningún error.
Algunas veces ves fuertes similitudes genéticas en un rostro, como el anillo dorado alrededor de la pupila. Entonces también ves algo más que es como un eco. Aquello fue lo que vi en el rostro de la muchacha. Un eco.
Un eco, estaba seguro, de su madre.
Miré de nuevo la puerta. Miré de nuevo la foto. Y mientras iba asimilando su significado, sentí que un escalofrío recorría mi espalda.
Berleand no había mentido.
Sonó mi móvil. Era Win.
– Han acabado con la prueba de ADN de los huesos.
– No me lo digas. Coinciden con Terese como madre. Jones decía la verdad.
– Sí.
Miré la foto un poco más.
– ¿Myron?
– Creo que ahora lo comprendo. Creo que ahora sé lo que está pasando.
Volví a la ciudad; para ser más específicos, a las oficinas de Cryo-Hope.
No podía ser.
Ése era el pensamiento que me daba vueltas por la cabeza. No sabía si esperaba estar en lo cierto o en lo equivocado; pero como dije, la verdad tiene un cierto olor. En cuanto a aquello de «no puede ser», de nuevo recurrí al axioma de Sherlock Holmes: cuando elimines lo imposible, aquello que queda, no importa lo improbable que parezca, debe ser la verdad.
Me sentí tentado de llamar al agente especial Jones. Tenía la foto de la muchacha. La tal Carrie era probablemente una terrorista, una simpatizante o quizás -en el mejor de los casos- estaba retenida contra su voluntad. Pero aún era demasiado pronto para hacerlo. Podría hablar con Terese, explicarle esa posibilidad, pero también me pareció prematuro.
Necesitaba saberlo a ciencia cierta antes de despertar las esperanzas de Terese o acabar con ellas.
El centro tenía un aparcacoches. Le di las llaves y entré. Tras haber descubierto que tenía la enfermedad de Huntington, Rick Collins había venido aquí de inmediato. A primera vista tenía sentido. Cryo-Hope encabezaba la investigación con células madre. Era natural creer que había venido aquí con la ilusión de encontrar algo que pudiese salvarlo de su destino genético.
Pero no había sido así.
Recordé el nombre del médico que aparecía en el folleto.
– Querría ver al doctor Sloan -le dije a la recepcionista.
– ¿Su nombre?
– Myron Bolitar. Dígale que se trata de Rick Collins y una muchacha llamada Carrie.
Cuando salí, Win estaba junto a la puerta principal, apoyado en la pared con la calma de quien mira pasar el tiempo. Su limusina esperaba en el aparcamiento, pero él se quedó conmigo.
– ¿Qué? -preguntó.
Se lo conté todo. Lo escuchó sin interrumpirme ni formular preguntas aclaratorias. Cuando acabé, dijo:
– ¿El siguiente paso?
– Se lo diré a Terese.
– ¿Alguna idea de cómo reaccionará?
– Ninguna.
– Podrías esperar. Investigar un poco más.
– ¿Qué?
Cogió la foto.
– La muchacha.
– Lo haremos. Pero necesito decírselo a Terese ahora.
Sonó mi móvil. El identificador de llamada mostró un número desconocido.
Atendí y conecté el altavoz.
– ¿Hola?
– ¿Me ha echado de menos?
Era Berleand.
– Usted no me llamó.
– Habíamos quedado en que se mantendría fuera del caso. Llamarlo podría haberlo alentado a volver a la investigación.
– Entonces, ¿por qué me llama ahora?
– Porque ahora tiene un grave problema -dijo.
– Le escucho.
– ¿Estás en modo altavoz?
– Sí.
– ¿Win está ahí?
– Aquí estoy -dijo Win.
– ¿Cuál es el problema? -pregunté.
– Estamos captando algunas charlas muy peligrosas que provienen de Paterson, Nueva Jersey. Se mencionó el nombre de Terese.
– ¿El de Terese, pero no el mío?
– Puede que lo hayan aludido. Es charla. No siempre es clara.
– ¿Cree que saben de nosotros?
– Sí, parece probable.
– ¿Alguna idea de cómo?
– Ninguna. Los agentes que trabajan con Jones, los que se lo llevaron en custodia, son los mejores. Ninguno de ellos hubiese hablado.
– Alguno tuvo que hacerlo.
– ¿Estás seguro?
Lo repasé todo en mi cabeza. Pensé en quién más había estado allí aquel día en Londres que hubiese podido decirles a los otros terroristas que yo había matado a su jefe Mohammad Matar. Miré a Win. Él levantó la foto de Carrie y enarcó una ceja.
Cuando eliminas lo imposible…
– Llama a tus padres -dijo Win-. Los llevaremos a una casa de Lockwood, en Palm Beach. Añadiremos la mejor seguridad para Esperanza; quizás Zorra esté disponible o aquel tipo, Cari, de Filadelfia. ¿Tú hermano todavía está en las excavaciones, en Perú?
Asentí.
– Entonces estará seguro.
Sabía que Win se quedaría con Terese y conmigo. Win comenzó a hacer llamadas. Cogí el móvil y desconecté el altavoz.
– ¿Berleand?
– Sí.
– Jones insinuó que quizás usted mintió sobre el resultado de la prueba de ADN en París.
Berleand no abrió la boca.
– Sé que dijo la verdad.
– ¿Cómo?
Pero yo ya había dicho demasiado.
– Tengo que hacer unas llamadas. Le volveré a llamar.
Colgué y llamé a mis padres. Esperaba que atendiese mi padre, así que naturalmente la que atendió fue mi madre.
– Mamá, soy yo.
– Hola, cariño. -La voz de mi madre sonaba cansada-. Acabo de volver del médico.
– ¿Estás bien?
– Lo podrás leer esta noche en mi blog -dijo mamá.
– Espera un momento, acabas de volver del médico, ¿no?
Mamá exhaló un suspiro.
– Te lo acabo de decir, ¿no?
– Así es, y, por lo tanto, estoy preguntando por tu salud.
– Será el tema de esta noche en mi blog. Si quieres saber más, léelo.
– ¿No me lo dirás?
– No lo tomes como algo personal, cariño. De esta manera no tengo que repetirme si alguien más pregunta.
– ¿Así que para eso utilizas el blog?
– Aumenta las visitas a mi página. ¿Lo ves?, ahora tú estás interesado. Así que tendré más visitas.
Damas y caballeros, mi madre.
– Ni siquiera sabía que tuvieses un blog.
– Oh, claro, estoy muy pero que muy a la última. También soy de MyFace.
Escuché a mi padre gritar en el fondo:
– Es MySpace, Ellen.
– ¿Qué?
– Se llama MySpace.
– Creía que era MyFace.
– Ése es el Facebook. También estás ahí, y en MySpace.
– ¿Estás seguro?
– Sí, estoy seguro.
– Escucha al señor Bill Gates. De pronto lo sabe todo de internet.
– Y tu madre está bien -gritó papá.
– No se lo digas -protestó ella-. Ahora no visitará mi blog.
– Mamá, esto es importante. ¿Puedo hablar con papá un momento?
Papá se puso al teléfono. Se lo expliqué deprisa y con el mínimo de detalles posible. Papá lo pilló a la primera. No hizo preguntas ni discutió. Acababa de explicarle que iríamos a recogerlos para llevarlos a otro lugar cuando mi llamada en espera pitó para avisar de otra llamada. Era Terese.
Me despedí de mi padre y atendí la llamada.
– Estoy a unos dos minutos de ti -le dije a Terese-. No salgas hasta que yo llegue.
Silencio.
– ¿Terese?
– Ella llamó.
Escuché el sollozo en su voz.
– ¿Quién llamó?
– Miriam. Acabo de hablar con ella por teléfono.
Me esperaba en la puerta.
– Dime qué pasó.
Temblaba como una hoja. Se acercó a mí y la abracé con los ojos cerrados. Esa conversación, lo sabía, sería terrible. Ahora lo comprendía. Comprendía por qué Rick Collins le había dicho que estuviese preparada. Sabía por qué le había advertido que cambiaría su vida.
– Sonó mi teléfono. Atendí y una muchacha al otro lado dijo: «¿Mamá?».
Intenté imaginar el momento, escuchar aquella palabra de tu propia hija, convencido de que era alguien a quien amabas por encima de cualquier otra cosa del mundo y que en cuya muerte habías participado.
– ¿Qué más dijo?
– Que la tenían secuestrada.
– ¿Quiénes?
– Terroristas. Me pidió que no se lo dijese a nadie.
Permanecí en silencio.
– Un hombre con un acento muy cerrado le arrebató el teléfono. Dijo que llamaría más tarde con sus exigencias.
La retuve en mis brazos.
– ¿Myron?
Conseguimos llegar hasta el diván. Me miró con ilusión y -sé cómo sonará esto- con amor. Se me partió el corazón cuando le entregué la fotografía.
– Ésta es la muchacha rubia que vi en París y en Londres.
Ella miró la foto durante un minuto sin hablar. Luego dijo:
– No lo entiendo.
No estaba seguro de qué decir. Me pregunté si había visto el parecido, si quizás también para ella alguna de las piezas comenzaba a encajar.
– ¿Myron?
– Es la chica que vi -repetí.
Ella sacudió la cabeza.
Sabía la respuesta, pero pregunté de todas maneras:
– ¿Qué pasa?
– No es Miriam -afirmó.
Miró de nuevo; se enjugó las lágrimas.
– Quizás, no lo sé, quizás Miriam se hizo alguna operación de cirugía estética… Han pasado muchos años. Es como un cambio, ¿no? Tenía siete años la última vez que la vi…
Sus ojos volvieron a mi rostro, con la esperanza de encontrar algún consuelo. No le ofrecí ninguno. Comprendí que había llegado el momento y me zambullí de cabeza.
– Miriam está muerta -dije.
La sangre desapareció poco a poco de su rostro. Mi corazón se partió de nuevo. Quería abrazarla otra vez, pero sabía que era un movimiento equivocado. Lo fue digiriendo, intentó mantenerse racional, sabía lo importante que era todo esto.
– Pero, ¿la llamada telefónica…?
– Tu nombre apareció en unas conversaciones. Creo que están tratando de hacerte salir.
Miró de nuevo la foto.
– ¿Así que es un fraude?
– No.
– Pero acabas de decir…
Terese intentaba con todas sus fuerzas no perder el hilo. Intenté pensar en la mejor manera de decirlo y comprendí que no la había. Tendría que dejar que lo viese de la manera que yo lo había hecho.
– Retrocedamos unos meses -dije-, cuando Rick descubrió que tenía la enfermedad de Huntington.
Me miró.
– ¿Qué es lo primero que hubiese hecho? -pregunté.
– Someter a su hijo a la prueba.
– Así es.
– ¿Entonces?
– Así que fue a CryoHope. Sigo pensando que fue allí en busca de una cura.
– ¿La encontró?
– No. ¿Conoces al doctor Everet Sloan?
– No. Espera, vi su nombre en el folleto. Trabaja en CryoHope.
– Correcto. También se hizo cargo de la consulta del doctor Aa-ron Cox.
No dijo nada.
– Acabo de encontrar su nombre. Pero Cox era tu obstetra ginecólogo. Cuando tú y Rick tuvisteis a Miriam.
Terese se limitó a mirarme.
– Tú y Rick teníais graves problemas de fertilidad. Me dijiste lo difícil que había sido hasta que… bueno, aquello que llamaste un milagro médico, aunque es bastante común. Una fertilización in vitro.
Ella seguía sin poder o querer hablar.
– In vitro, por definición, es cuando los óvulos se fertilizan con el esperma fuera de la matriz y luego el embrión es transplantado al útero de la mujer. Mencionaste haber tomado Pergonal para aumentar el número de óvulos. Eso ocurre en casi todos los casos. Luego están los embriones sobrantes. Durante los últimos veintitantos años, los embriones se congelan. Algunas veces los descongelan para utilizarlos en la investigación de células madre. Otras los utilizan cuando la pareja quiere intentarlo de nuevo. En ocasiones, cuando uno de los cónyuges muere, el otro lo utiliza, o si acabas de descubrir que tienes cáncer y todavía quieres un hijo. Eso ya lo sabes. Hay temas legales complejos que incluyen el divorcio y la custodia, y muchos embriones son destruidos sin más o permanecen congelados mientras la pareja decide.
Tragué saliva porque ahora ella había visto adonde quería ir a parar.
– ¿Qué pasó con tus otros embriones?
– Fue nuestro cuarto intento -contestó Terese-. Ninguno de los embriones había cuajado. No te puedes imaginar lo terrible que fue. Cuando finalmente funcionó, fue maravilloso… -Su voz se apagó-. Solo nos quedaban dos embriones. Íbamos a guardarlos por si acaso queríamos intentarlo de nuevo, pero entonces aparecieron los fibromas y, bueno, no había manera de quedar embarazada otra vez. El doctor Cox me dijo que los embriones no habían sobrevivido al proceso de congelación.
– Mintió.
Terese miró de nuevo la foto de la muchacha rubia.
– Hay una entidad llamada Salvar a los Ángeles. Están en contra de la utilización de embriones en las investigaciones de células madre y la destrucción de embriones de cualquier forma, tamaño o manera. Durante casi dos décadas han hecho de todo para que los embriones fuesen adoptados, por así decirlo. Tiene sentido. Hay centenares de miles de embriones almacenados, y hay parejas que podrían concebir con esos embriones y darles una vida. El tema legal es complicado. La mayoría de los estados no permiten adopciones de embriones porque, en cierto sentido, la madre que da a luz no es más que una alquilada. Salvar a los Ángeles quiere implantar los embriones guardados en mujeres infértiles.
Ahora lo vio.
– Oh, Dios mío…
– No conozco todos los detalles. Uno de los ayudantes del doctor Cox era un gran partidario de Salvar a los Ángeles. ¿Recuerdas a un tal doctor Jiménez?
Terese sacudió la cabeza.
– Salvar a los Ángeles presionó a Cox cuando comenzaba a poner en marcha CryoHope. No sé si le asustó la publicidad negativa, si hubo un pago o si era partidario de la causa de Salvar a los Ángeles. Quizás tuvo claro que muchos embriones no tenían ninguna posibilidad de ser usados, y, bueno, ¿por qué no? ¿Para qué mantenerlos congelados o destruirlos? Así que los entregó en adopción.
– Entonces, ¿esta muchacha es mi hija? -preguntó Terese con la mirada fija en la foto.
– Si hablamos en términos biológicos, sí.
Se limitó a mirar el rostro sin moverse.
– Cuando el doctor Sloan se hizo cargo hace seis años, descubrió lo que se había hecho. Estaba en una situación difícil. Durante un tiempo dudó si permanecer callado, pero consideró que era ilegal y médicamente antiético. Al final buscó un camino intermedio. Se puso en contacto con Rick y le pidió permiso para permitir que los embriones fuesen adoptados. No sé qué pasó por la mente de Rick, pero supongo que cuando tuvo que escoger entre destruir los embriones o darles una oportunidad de vida, escogió la vida.
– ¿Por qué no se pusieron en contacto conmigo?
– Tú ya les habías dado el permiso cuando empezaste el tratamiento. Rick, no. Además nadie sabía dónde estabas. Rick lo firmó. No sé si fue legal o no. De todas maneras, el hecho ya se había consumado. El doctor Sloan solo intentaba aclarar aquel follón por si acaso hubiese algo que pudiese necesitar de una investigación de antecedentes clínicos. En este caso, lo había. Cuando Rick descubrió que tenía la enfermedad de Huntington, quería asegurarse de que la familia que había adoptado los embriones supiese de su salud. Acudió a CryoHope. El doctor Sloan le contó la verdad, que los embriones habían sido implantados años atrás vía Salvar a los Ángeles. No sabía quiénes eran los padres adoptivos, y le dijo a Rick que haría una solicitud para conseguir la información de Salvar a los Ángeles. Creo que Rick no quiso esperar.
– ¿Crees que forzó la entrada de sus oficinas?
– Parece lógico -respondí.
Por fin apartó la mirada de la foto.
– ¿Dónde está ahora?
– No lo sé.
– Es mi hija.
– Biológica.
Algo pasó por su rostro.
– No me vengas con esas. Tú descubriste lo de Jeremy cuando él tenía catorce años. Todavía lo consideras tu hijo.
Quería decirle que mi situación era distinta, pero ella tenía razón. Jeremy era mi hijo biológico, pero nunca me había visto como su padre. Me había enterado de su existencia demasiado tarde como para marcar una diferencia en su crianza, pero ahora seguía siendo parte de mi vida. ¿Esta situación era en algo diferente?
– ¿Cómo se llama? -preguntó Terese-. ¿Quién la crió? ¿Dónde vive?
– Su primer nombre puede ser Carrie, pero no lo sé a ciencia cierta. No sé el apellido ni dónde vive.
Bajó la foto a su regazo.
– Tenemos que decírselo a Jones -dije.
– No.
– Si tu hija fue secuestrada…
– Tú no te lo crees, ¿verdad?
– No lo sé.
– Vamos, sé sincero conmigo. Crees que ella está relacionada con esos monstruos; que ella es una de las muchachas de las que habló Jones, con los problemas edípicos.
– No lo sé. Pero si ella es inocente…
– Es inocente de todas las maneras. No puede tener más de diecisiete. Si de alguna manera se vio atrapada en esto porque era joven e impresionable, Jones y sus amigos de Seguridad Interior nunca lo comprenderán. Su vida se habrá acabado. Tú viste lo que hicieron contigo.
No dije nada.
– No sé por qué ella está con ellos -añadió Terese-. Quizás sea el síndrome de Estocolmo. Quizás tuvo unos padres terribles o es una adolescente rebelde; demonios, sé que yo lo fui. No importa. No es más que una cría. Y es mi hija, Myron. ¿Lo entiendes? No es Miriam, pero aquí tengo una segunda oportunidad. No puedo darle la espalda a ella. Por favor.
Seguí sin decir nada.
– Quizás pueda ayudarla. Es como… es como estaba destinado a ser. Rick murió intentando salvarla. Ahora es mi turno. La llamada dijo que no se lo dijese a nadie excepto a ti. Por favor, Myron. Te lo suplico. Por favor, ayúdame a rescatar a mi hija.
Con Terese a mi lado llamé a Berleand.
– Jones comentó que usted de alguna manera mintió o manipuló el resultado de la prueba de ADN -dije.
– Lo sé.
– ¿Lo hizo?
– Él quería verlo fuera del caso. Yo también. Por eso no devolví su llamada.
– Pero llamó antes.
– Para advertirle. Eso es todo. Todavía debe mantenerse apartado.
– No puedo.
Berleand exhaló un suspiro. Pensé en aquel primer encuentro, en el aeropuerto, el pelo canoso, las gafas con las monturas muy grandes, la manera como me había llevado a aquel tejado en el 36 Quai des Orfèvres y lo bien que me caía.
– ¿Myron?
– Sí.
– Antes dijo saber que no le había mentido sobre los resultados de la prueba de ADN.
– Así es.
– ¿Es algo que dedujo porque tengo un rostro digno de confianza y un carisma casi sobrenatural?
– Eso sería un no.
– Entonces, por favor, explíquemelo.
Miré a Terese.
– Necesito que me prometa algo.
– Oh, oh.
– Tengo información que usted considerará valiosa. Usted probablemente tiene información que yo consideraré valiosa.
– Quiere que hagamos un intercambio.
– Como aperitivo.
– Como aperitivo -repitió-. Entonces, antes de que acepte, ¿por qué no me informa del plato principal?
– Formamos un equipo. Trabajamos juntos. Mantenemos a Jones y al resto de la fuerza fuera.
– ¿Qué pasa con mis contactos del Mossad?
– Solo nosotros.
– Comprendo. Oh, espere, no, no lo comprendo.
Terese se acercó más para escuchar lo que él decía.
– Si el plan de Matar continúa en marcha, quiero que nosotros acabemos con él. No ellos.
– ¿Por qué?
– Porque quiero mantener a la muchacha rubia fuera de esto.
Hubo una pausa. Luego Berleand dijo:
– Jones le dijo que había hecho la prueba con los huesos de la tumba de Miriam Collins.
– Me lo dijo.
– Y que correspondían a los de Miriam Collins.
– Lo sé.
– Entonces perdóneme pero no le entiendo. ¿Por qué estaría interesado en proteger a esta probablemente terrorista peligrosa?
– No puedo decírselo a menos que esté de acuerdo en trabajar conmigo.
– ¿Y mantener a Jones fuera?
– Sí.
– ¿Por qué quiere proteger a la muchacha rubia, que es una presunta implicada en los asesinatos de Karen Tower y Mario Contuzzi?
– Como dijo, presunta.
– Por eso tenemos tribunales.
– No quiero verla en uno. Lo comprenderá en cuanto le diga lo que sé.
Berleand guardó silencio.
– ¿Tenemos un trato? -pregunté.
– Hasta cierto punto.
– ¿Qué significa?
– Significa que una vez más está pensando a corto plazo. Solo le preocupa una persona. Lo comprendo. Asumo que me explicará en unos momentos por qué es importante para usted. Pero lo que estamos tratando podría atañer a miles de vidas. Miles de padres, madres, hijos e hijas. La charla que escuché sugiere que hay en marcha algo muy grande, no solo un ataque, sino una serie de ataques a lo largo de varios meses. En realidad no me importa una muchacha, no si lo comparo con los miles que pueden morir.
– Entonces, ¿qué me promete?
– No me dejó acabar. Que no me importe la muchacha tiene una doble cara. No me importa si la atrapan y no me importa si escapa al juicio. Así que, sí, estoy con usted. Intentaremos solucionar esto nosotros mismos; algo que he estado haciendo muy bien solo. Pero si nos vemos superados en número o potencia de fuego, me reservo el derecho de llamar a Jones. Mantendré mi palabra y le ayudaré a proteger a la muchacha. Pero aquí la prioridad es detener a los terroristas antes de que cumplan con su misión. Una vida no vale la de miles.
Pensé en ello.
– ¿Tiene hijos, Berleand?
– No. Pero por favor no me venga con el rollo paterno. Es insultante -hizo una breve pausa y añadió-: Espere, ¿me está diciendo que la muchacha rubia es hija de Terese Collins?
– En cierta manera.
– Explíquese.
– ¿Tenemos un trato?
– Sí, con las reservas que acabo de explicarle. Dígame lo que sabe.
Se lo conté todo, las visitas a Salvar a los Ángeles, a la Official Photography de Albin Laramie, el descubrimiento de las adopciones de los embriones, la llamada «a mamá» que Terese acababa de recibir. Me interrumpió varias veces con sus preguntas. Se las respondí lo mejor que pude. Cuando acabé se lanzó sin más.
– En primer lugar, necesitamos encontrar la identidad de la muchacha. Haremos copias de la foto. Le enviaré una a Lefebvre. Si es norteamericana, quizás estuvo en París en algún programa de intercambio. Podrá mostrarla por ahí.
– Vale.
– ¿Dijo que la llamada llegó al móvil de Terese?
– Si.
– Supongo que el número no apareció en la pantalla.
No se me había ocurrido preguntar. Miré a Terese. Ella asintió.
– Sí -respondí.
– ¿A qué hora?
Miré a Terese. Ella miró en su registro de llamadas y me la dijo.
– Le llamaré de nuevo en cinco minutos -dijo Berleand. Colgó.
– ¿Todo en orden? -preguntó Win, que entraba en ese momento.
– De coña.
– Ya nos hemos encargado de tus padres. También de Esperanza y del despacho.
Asentí. El teléfono sonó de nuevo. Era Berleand.
– Quizás tenga algo.
– Adelante.
– La llamada a Terese se hizo desde un móvil desechable adquirido al contado en Danbury, Connecticut.
– Es una ciudad bastante grande.
– A lo mejor puedo reducirla un poco. Le dije que habíamos escuchado conversaciones que provenían de una posible célula en Pa-terson, Nueva Jersey.
– Así es.
– La mayoría de las comunicaciones van o vienen de ultramar, pero hemos visto algunas que permanecen en Estados Unidos. ¿Sabe que muchos criminales a menudo se comunican por correo electrónico?
– Tiene su lógica.
– Porque es un tanto anónimo. Abren una cuenta con un proveedor gratuito y las utilizan. Lo que muchas personas no saben es que ahora podemos saber dónde se creó la cuenta. No es que ayude mucho. La mayoría de las veces se abren desde un ordenador público, en una biblioteca o un cibercafé, algo por el estilo.
– ¿Y en este caso?
– La conversación mencionaba una dirección creada hace ocho meses en la biblioteca Mark Twain, en Redding, Connecticut, a menos de quince kilómetros de Danbury.
Pensé.
– Es un vínculo.
– Sí. Más que eso, la biblioteca la utilizan muchos estudiantes de la academia Carver. Podríamos tener suerte. Su «Carrie» podría ser una de las estudiantes.
– ¿Puede comprobarlo?
– Ahora me llaman. Redding está a una hora y media de aquí. Podríamos ir hasta allí y mostrar la foto.
– ¿Quiere que conduzca yo?
– Creo que será lo mejor -respondió Berleand.
Convencí a Terese para que se quedase por si necesitábamos algo en la ciudad, una tarea bastante difícil. Le prometí que le llamaríamos en el momento en que supiésemos algo. Aceptó a regañadientes. No hacía falta que estuviésemos todos allí y dispersar nuestros recursos. Win permanecería cerca, sobre todo para proteger a Terese, pero ellos podían intentar investigar otros caminos. La clave era, con toda probabilidad, Salvar a los Ángeles. Si podíamos encontrar sus archivos, nos enteraríamos del nombre completo de Carrie y de la dirección, buscar a sus padres adoptivos, de alquiler o como quiera que se llamen, y ver si de esa manera podíamos encontrarla.
En el camino, Berleand me preguntó:
– ¿Alguna vez se ha casado?
– No. ¿Y usted?
– Cuatro veces. -Sonrió.
– Vaya.
– Todos acabaron en divorcio. No lamento ninguno.
– ¿Sus ex esposas dirían lo mismo?
– Lo dudo. Pero ahora somos amigos. No soy bueno reteniendo a las mujeres, solo consiguiéndolas.
Sonreí.
– No me imaginaba que usted fuera de esa clase.
– ¿Porque no soy guapo?
Me encogí de hombros.
– La imagen está sobrevalorada -dijo él-. ¿Sabe qué tengo?
– No me lo diga. Un gran sentido del humor, ¿verdad? Según las revistas femeninas, el sentido del humor es la cualidad más importante en un hombre.
– Sí, por supuesto, y el cheque está en el correo -dijo Berleand.
– Así que no es eso.
– Soy un hombre muy divertido, pero no es eso.
– ¿Y entonces qué? -pregunté.
– Se lo dije antes.
– Dígamelo de nuevo.
– El carisma. Tengo un carisma casi sobrenatural.
Sonreí.
– Eso es difícil de rebatir.
Redding era más rural de lo que había esperado, una tranquila y poco pretenciosa ciudad de arquitectura de los puritanos de Nueva Inglaterra, casas suburbanas postmodernas de pésima construcción, tiendas de antigüedades junto a la carretera, granjas viejas. Encima de la puerta verde de la modesta biblioteca una placa anunciaba:
«BIBLIOTECA MARK TWAIN»
Abajo, en letras de imprenta más pequeñas:
«DONACIÓN DE SAMUEL L. CLEMENS»
Me pareció curioso, pero no era el momento de pararse. Nos dirigimos a la mesa de la bibliotecaria.
Dado que Berleand tenía la placa oficial, incluso aunque estuviese muy lejos de su jurisdicción, le dejé llevar la voz cantante.
– Hola -le dijo a la bibliotecaria. Su placa de identificación decía «Paige Wesson». Nos dirigió una mirada de hastío, como si Berleand estuviese devolviendo un libro que se había llevado hacía mucho y le ofreciera una pobre excusa que había escuchado un millón de veces-. Estamos buscando a esta joven desaparecida. ¿La ha visto?
Le mostró la placa en una mano y la foto de la rubia en la otra. La bibliotecaria miró primero la placa.
– Usted es de París -dijo.
– Sí.
– ¿Esto se parece a París?
– Ni de cerca -admitió Berleand-. Solo que el caso tiene ramificaciones internacionales. Esta joven fue vista por última vez cuando la secuestraban en mi jurisdicción. Creemos que pudo haber utilizado los ordenadores de esta biblioteca.
Ella cogió la foto.
– Creo que no la he visto nunca.
– ¿Está segura?
– No, no lo estoy. Mire a su alrededor. -Lo hicimos. Había jóvenes en casi todas las mesas-. Docenas de chicos vienen aquí todos los días. No estoy diciendo que no haya estado nunca aquí. Solo digo que no la conozco.
– ¿Podría mirar en sus ordenadores, ver si tiene una tarjeta de alguien que se llame Carrie de primer nombre?
– ¿Tiene usted una orden judicial? -preguntó Paige.
– ¿Podríamos mirar en los registros de los últimos ocho meses en su ordenador?
– La misma pregunta.
Berleand le sonrió.
– Que tenga un buen día.
– Lo mismo digo.
Dejamos a Paige Wesson y fuimos hacia la puerta. Sonó mi móvil. Era Esperanza.
– He podido conectarme con alguien de la academia Carver -dijo Esperanza-. No tienen a ningún estudiante registrado que se llame Carrie de primer nombre.
– Fantástico -dije. Le di las gracias, colgué y se lo comuniqué a Berleand.
– ¿Alguna sugerencia? -preguntó Berleand.
– Nos separamos y les mostramos la foto a los estudiantes que están aquí.
Observé la sala y vi a tres adolescentes en una mesa situada en un rincón. Dos llevaban cazadoras universitarias, aquellas que tienen el nombre escrito en la pechera y las mangas de cuero sintético, las mismas que había llevado cuando estaba en el instituto Livingston. El tercero era el típico chico de colegio privado: la mandíbula firme, una buena estructura ósea, el polo y el pantalón de marca. Decidí empezar con ellos.
Les mostré la foto.
– ¿La conocéis?
El chico del colegio privado fue quien me respondió.
– Creo que se llama Carrie.
Bingo.
– ¿Conocéis su apellido?
Tres sacudidas de cabeza.
– ¿Va a tu colegio?
– No -dijo el chico del colegio privado-. Supongo que vive en la ciudad. La hemos visto por aquí.
– Está como un tren -opinó Cazadora Universitaria Uno.
El chico de la mandíbula firme asintió.
– Y tiene un culo estupendo.
Fruncí el entrecejo. «Encantado de conocerte, Mini-Win», pensé.
Berleand me miró. Le hice una seña para indicarle que quizás tenía algo. Se unió a nosotros.
– ¿Sabéis donde vive? -pregunté.
– No. Pero Kenbo se la tiró.
– ¿Quién?
– Ken Borman. Se la tiró.
– ¿Se la tiró? -preguntó Berleand.
Lo miré.
– Ah, se la tiró -dijo Berleand.
– ¿Dónde podemos encontrar a Kenbo? -pregunté.
– Está en la sala de pesas del campus.
Nos indicaron cómo llegar y nos marchamos.
Había esperado encontrarme con un cachas.
Escuchas un apodo como Kenbo y te dicen que se ha tirado a una rubia que está como un tren y que lo encontrarás en la sala de pesas, y asoma a la superficie la imagen de un chico guapo con músculos en la cabeza. No era el caso. Kenbo tenía el pelo tan oscuro y liso como si se lo hubieran teñido y planchado. Le colgaba sobre un ojo como una pesada cortina negra. Su complexión era pálida, sus brazos delgados, las uñas pintadas de negro. A este aspecto lo llamábamos «gótico» en mis tiempos.
Cuando le entregué la foto, vi como su ojo -solo podía verle uno porque el otro estaba cubierto por el pelo- se abría como un plato. Nos miró y vi el miedo en su rostro.
– Tú la conoces -dije.
Kenbo se levantó, retrocedió unos pasos, se giró y de pronto echó a correr. Miré a Berleand.
– No esperará que lo persiga yo, ¿verdad? -dijo él.
Me lancé en su persecución. Kenbo había salido del gimnasio y corría a través del campus, bastante grande, de la academia Carver. La herida de bala me dolía, pero no lo bastante como para demorarme. Había algunos estudiantes por el lugar, ningún profesor a la vista, pero alguien acabaría por llamar a las autoridades. No podía ser bueno.
– ¡Espera! -grité.
No lo hizo. Se desvió a la izquierda y desapareció detrás de un edificio. Llevaba los pantalones caídos muy a la moda, demasiado caídos, y eso ayudaba. Tenía que estar levantándoselos. Lo seguí, acortando la distancia. Sentía un dolor en la rodilla, un recordatorio de la vieja herida; salté una verja de tela metálica. Corrió a través del campo de deportes de hierba artificial. No me molesté en llamarlo de nuevo. Solo sería un desperdicio de tiempo y fuerza. Se dirigía hacia los límites del campus, lejos de los testigos, y lo interpreté como una buena señal.
Cuando llegó a una abertura cerca del bosque, me lancé a sus pies, le rodeé la pierna con el brazo de una manera que hubiese hecho sentirse orgulloso a cualquier defensor de la NFL y lo hice caer a tierra. Cayó más fuerte de lo que me hubiese gustado, se giró para separarse e intentó apartarme a puntapiés.
– No voy a herirte -grité.
– Déjeme en paz.
Me monté en su pecho y le sujeté los brazos como si hubiese sido su hermano mayor.
– Cálmate.
– ¡Apártese de mí!
– Solo intento encontrar a esta muchacha.
– No sé nada.
– Ken.
– ¡Apártese de mí!
– ¿Me prometes que no te escaparás?
– Apártese. ¡Por favor!
Estaba sujetando a un indefenso y aterrorizado chico de instituto. ¿Y el siguiente bis? ¿Ahogar a un gatito? Me aparté.
– Estoy intentando ayudar a esta muchacha -repetí.
Se sentó. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Se las enjugó y ocultó el rostro en el brazo.
– ¿Ken?
– ¿Qué?
– Esta chica ha desaparecido y es probable que corra un serio peligro.
Me miró.
– Intento encontrarla.
– ¿No la conoce?
Sacudí la cabeza. Berleand por fin apareció a la vista.
– ¿Son polis?
– Él lo es. Yo trabajo en esto por una razón personal.
– ¿Qué razón?
– Estoy intentando ayudar -no veía otra manera de decirlo-, estoy intentando ayudar a su madre biológica a encontrarla. Carrie ha desaparecido, y es probable que esté metida en un problema.
– No lo entiendo. ¿Por qué han venido a mí?
– Tus amigos nos dijeron que te la habías ligado.
Agachó la cabeza una vez más.
– De hecho, dijeron que habías hecho algo más que ligártela.
Se encogió de hombros.
– ¿Y?
– ¿Cuál es su nombre completo?
– ¿Tampoco saben eso?
– Está en problemas, Ken.
Berleand llegó junto a nosotros. Jadeaba muy fuerte. Metió la mano en el bolsillo -creí que para sacar un lápiz- y en vez de eso sacó un cigarrillo. Sí, eso ayudaría.
– Carrie Steward -dijo.
Miré a Berleand. Asintió, jadeó un poco más y consiguió decir:
– Llamaré.
Sacó el móvil y empezó a caminar con el teléfono en alto para buscar cobertura.
– No entiendo por qué huiste -dije.
– Mentí -respondió-, a mis amigos, ¿vale? Nunca me acosté con ella. Solo dije que lo había hecho.
Esperé.
– Nos conocimos en la biblioteca. Era tan hermosa… La acompañaban otras dos rubias, todas con el aspecto de haber salido de Los chicos del maíz. Era siniestro. La cuestión es que la estuve mirando durante tres días. Por fin salió sola. Me acerqué y la saludé. Al principio no me hizo el menor caso. Me refiero a que pasaba de mí, pero esta chica me producía escalofríos. No obstante, me dije, ¿qué tengo que perder? Así que continué hablando; tenía mi iPod. Le pregunté qué música le gustaba y me respondió que no le gustaba la música. No me lo podía creer, y le hice escuchar algo de Blue October. Vi que su rostro cambiaba. El poder de la música, ¿no?
Se calló. Miré. Berleand hablaba por teléfono. Transmití el nombre de Carrie Steward a Esperanza y Terese. Que ellas también comenzasen a investigar. Continuaba temiendo que alguien de la escuela se acercase a nosotros, pero hasta el momento, todo en calma. Nos habíamos sentado en la hierba, de cara al campus. El sol comenzaba a ponerse, pintando el cielo de un color naranja intenso.
– ¿Qué pasó? -pregunté.
– Comenzamos a hablar. Me dijo que se llamaba Carrie. Quería escuchar otras canciones. No dejaba de mirar a un lado y a otro, como si tuviese miedo de que sus amigas pudieran verla charlando conmigo. Me hizo sentir como un perdedor, quizás era aquello de chica de ciudad frente a alumno de colegio privado, no lo sé. De todas maneras eso fue lo que pensé. Al principio. Nos encontramos varias veces más después de aquello. Ella venía a la biblioteca con sus amigas y luego salíamos para ir a la parte de atrás, charlábamos y escuchábamos música. Un día le hablé de un grupo que tocaba en Norwalk. Le pregunté si quería ir. Se puso pálida. Parecía muy asustada. Le dije que tampoco era para tanto. Carrie dijo que quizás podríamos intentarlo. Le dije que podía pasar a recogerla por su casa. Entonces se le fue la olla. Lo juro, del todo.
El aire comenzaba a refrescar. Berleand acabó de hablar por teléfono. Me miró, vio nuestros rostros y comprendió que lo mejor era mantenerse apartado.
– ¿Qué pasó después?
– Me dijo que aparcase al final de Duck Run Road. Que se reuniría conmigo allí a las nueve. Así que aparqué allí unos minutos antes de las nueve. Estaba oscuro. Esperé. No había luz en la carretera ni en ninguna parte. Seguí esperando. Eran las nueve y cuarto. Escuché un ruido y entonces de pronto abrieron la puerta de mi coche y me sacaron.
Ken se interrumpió. Lloraba de nuevo. Se secó las lágrimas.
– Alguien me dio un puñetazo en la boca. Me arrancó dos dientes. -Me lo mostró-. Me sacaron del coche. No sé cuántos eran. Cuatro, quizás cinco, y me daban de puntapiés. Yo solo me tapaba, me ponía las manos sobre la cabeza, creía que iba a morir. Luego me puse de espaldas. Sin moverme. Seguía sin poder verles las caras, ni quería hacerlo. Uno de ellos me mostró una navaja. Dijo: «Ella no quiere volver a hablar contigo. Si dices una palabra de esto mataremos a tu familia».
Ken y yo continuamos sentados y no dijimos nada por unos momentos. Miré a Berleand. Sacudió la cabeza. No había nada referente a Carrie Steward.
– Eso es todo -dijo-. Nunca la volví a ver. Ni a ninguna de las chicas con las que iba. Es como si hubiesen desaparecido.
– ¿Se lo dijiste a alguien?
Sacudió la cabeza.
– ¿Cómo explicaste tus heridas?
– Dije que me habían golpeado a la salida del concierto. No se lo dirá a nadie, ¿verdad?
– No se lo diré a nadie. Pero necesitamos encontrarla, Ken. ¿Tienes alguna idea de dónde podría estar Carrie?
No dijo nada.
– ¿Ken?
– Le pregunté dónde vivía. No me lo quiso decir.
Esperé.
– Pero un día -se detuvo, respiró hondo- la seguí cuando salió de la biblioteca.
Ken desvió la mirada y parpadeó.
– Entonces, ¿sabes dónde vive?
Se encogió de hombros. -Quizás, no lo sé. No lo creo. -¿Puedes mostrarme hasta dónde la seguiste? Ken sacudió la cabeza.
– Puedo indicarle cómo se llega. Pero no iré con usted, ¿vale? Ahora mismo solo quiero irme a casa.
La cadena que nos cerraba el paso tenía un cartel que decía: «CAMINO PRIVADO».
Nos detuvimos y aparcamos a la vuelta de la esquina. No había nada a la vista excepto campos de cultivo y bosques. Hasta ese momento nuestras diversas fuentes no habían encontrado a ninguna Carrie Steward. El nombre bien podía ser un seudónimo, pero todos continuaban buscando. Esperanza me llamó:
– Tengo algo que quizás te interese.
– Adelante.
– Mencionaste a un tal doctor Jiménez, un joven residente que había trabajado con el doctor Cox cuando puso en marcha Cryo-Hope.
– Así es.
– Jiménez también está vinculado a Salvar a los Ángeles. Asistió a un seminario que patrocinaron hace dieciséis años. Haré una búsqueda, a ver si nos puede dar alguna pista respecto a la adopción de embriones.
– Está bien.
– ¿Carrie es diminutivo de algo? -preguntó.
– No lo sé. ¿Quizás de Carolina?
– Lo comprobaré y te volveré a llamar cuando sepa algo.
– Una cosa más. -Le indiqué la intersección más cercana-. ¿Puedes buscar la dirección en Google y ver qué encuentras?
– No aparece nada en la dirección respecto a quién vive ahí. Al parecer estás en una zona de campos de cultivo. Ninguna idea de quién es el propietario. ¿Quieres que lo busque?
– Por favor.
– Te llamo tan pronto como pueda.
Colgué.
– Eche una ojeada -dijo Berleand.
Señaló un árbol que había cerca de la entrada. Había una cámara de seguridad que enfocaba la cadena.
– Una seguridad muy estricta para ser una granja -comentó.
– Ken nos habló del camino privado. Dijo que Carrie había entrado.
– Si lo hacemos, sin duda nos verán.
– Eso si la cámara funciona. Podría ser simulada.
– No -dijo Berleand-. Una simulada estaría más a la vista.
Tenía razón.
– Podríamos ir caminando -sugerí.
– Es una intrusión -señaló Berleand.
– Qué más da. Tenemos que hacer algo, ¿no? Tiene que haber una casa o algo al final del camino. -Entonces recordé algo-. Espéreme un momento.
Llamé a Esperanza.
– Estás delante del ordenador, ¿no?
– Así es.
– Busca en el mapa de Google la dirección que te di.
Escuché un rápido tecleo.
– Vale, la tengo.
– Ahora clica en la opción de foto de satélite y amplíala.
– Espera. Vale, ya está.
– ¿Qué hay al final de un pequeño camino en el lado derecho de la carretera?
– Mucho verde y lo que parece ser una casa muy grande vista desde arriba. Quizás a unos ciento ochenta metros de donde estás, no más. Es muy solitario.
– Gracias. Colgué.
– Hay una casa grande.
Berleand se quitó las gafas, las limpió, las sostuvo a la luz y las limpió un poco más.
– ¿Qué creemos que está pasando aquí?
– ¿Quiere saber la verdad?
– Lo prefiero.
– No tengo ni idea.
– ¿Cree que Carrie está en la casa grande? -preguntó.
– Solo hay una manera de averiguarlo -respondí.
Como la cadena impedía el paso del coche, decidimos ir a pie. Llamé a Win y le informé de todo lo que estaba pasando por si acaso las cosas se ponían muy mal. Decidió venir después de llamar a Terese una vez más. Berleand y yo hablamos y llegamos a la conclusión de que bien podíamos intentar ir hasta la puerta y llamar.
Aún había luz, pero el sol ya se ponía. Saltamos la cadena y comenzamos a caminar por la mitad del camino, por delante de la cámara de seguridad. Había árboles a ambos lados. Al menos la mitad tenían carteles que decían: «PROHIBIDA LA ENTRADA». El camino no estaba pavimentado, pero sí en muy buen estado. En algunos lugares había gravilla, pero la mayor parte era de tierra. Berleand hizo una mueca y caminó de puntillas. No dejaba de secarse las manos en las perneras y de lamerse los labios.
– Esto no me gusta -dijo.
– ¿No le gusta qué?
– La tierra, el bosque, los insectos. Es muy poco limpio.
– De acuerdo -dije-, pero, ¿aquel tugurio de striptease era higiénico?
– Eh, aquel era un club para caballeros con clase. ¿No leyó el cartel?
Ante nosotros vi un seto y, más allá, un poco más lejos, un tejado de pizarra gris azulado con buhardillas.
Algo sonó en mi cabeza. Aceleré el paso.
– ¿Myron?
Oí detrás de nosotros el ruido de la cadena contra el suelo y luego un coche. Caminé más rápido, con el deseo de echar una mirada. Miré atrás en el momento en que se detenía un coche de la policía del condado. Berleand se detuvo. Yo no.
– ¿Señor? Está entrando en una propiedad privada.
Llegué a la esquina. Había una cerca que rodeaba la propiedad. Más seguridad. Pero desde ese punto ventajoso, veía la fachada de la mansión.
– Deténgase donde está. Ya ha ido bastante lejos.
Me detuve. Miré la casa. La visión confirmó lo que había sospechado desde que había visto las buhardillas. Tenía el aspecto del hostal perfecto, una pintoresca y casi exagerada casa victoriana con torres, torretas, vidrieras, una galería, y sí, un techo con buhardillas.
La había visto en la página web de Salvar a los Ángeles.
Era uno de sus hogares para madres solteras.
Dos agentes de policía salieron del coche.
Eran jóvenes, musculosos y caminaban con el garbo airoso de los polis. También llevaban sombreros de la Policía Montada. Pensé que los sombreros de la Policía Montada tienen un aspecto ridículo y parecen contraproducentes para las actividades de las fuerzas de la ley, pero eso me lo callé.
– ¿Podemos hacer algo por ustedes caballeros? -preguntó uno de los agentes.
Era el más alto de los dos, las mangas de la camisa cortaban sus bíceps como dos torniquetes. Su placa de identificación ponía: «Taylor».
Berleand sacó la foto.
– Buscamos a esta chica.
El agente cogió la foto, la miró y se la pasó a su compañero, que, según la placa, se llamaba «Erickson».
– ¿Usted es? -preguntó Taylor.
– El capitán Berleand de la Brigade Criminelle de París.
Berleand le entregó a Taylor la placa y la identificación. Taylor las cogió con dos dedos como si Berleand le hubiese dado una bolsa de papel con excrementos de perro. Observó la identificación por un momento y luego me señaló a mí con la barbilla.
– ¿Quién es su amigo?
Levanté una mano en señal de saludo.
– Myron Bolitar. Es un placer conocerlo.
– ¿Qué relación tiene usted con esto, señor Bolitar?
Iba a decir que era una larga historia, pero entonces pensé que quizás no era tan complicado.
– La muchacha que buscamos puede ser la hija de mi novia.
– ¿Puede ser? -Taylor miró a Berleand-. Bien, inspector Clouseau, ¿quiere usted decirme qué están haciendo aquí?
– Inspector Clouseau -repitió Berleand -.Es muy divertido. Porque soy francés, ¿no?
Taylor solo lo miró.
– Trabajo en un caso de terrorismo internacional -respondió Berleand.
– ¿Es un hecho?
– Sí. El nombre de esta chica ha aparecido en el curso de las investigaciones. Creemos que vive aquí.
– ¿Tiene usted una orden?
– El tiempo es esencial.
– Lo interpretaré como un no. -Taylor suspiró y miró a su compañero, Erickson. Erickson mascaba un chicle sin decir palabra. Taylor me miró-. ¿Es verdad, señor Bolitar?
– Lo es.
– Entonces, ¿la quizás hija de su novia está mezclada en una investigación de terrorismo internacional?
– Sí.
Se rascó un granito que tenía en su mejilla de bebé. Intenté adivinar sus edades. Lo más probable es que tuviesen veintitantos, aunque bien podían pasar por adolescentes. ¿Cuándo habían comenzado los polis a parecer tan jóvenes?
– ¿Sabe qué es este lugar? -preguntó Taylor.
Berleand comenzó a sacudir la cabeza, incluso mientras yo decía:
– Es un hogar para madres solteras.
Taylor asintió.
– Se supone que es confidencial.
– Lo sé.
– Pero tiene toda la razón. Por lo tanto, comprenderá por qué se preocupan tanto por proteger su intimidad.
– Lo comprendemos.
– Si un lugar como éste no es un refugio seguro, ¿qué lo es? Vienen aquí para escapar de las miradas curiosas.
– Lo entiendo.
– ¿Está seguro de que la quizás hija de su novia no está aquí porque está embarazada?
Me pareció una pregunta justa.
– Eso es irrelevante. El capitán Berleand se lo puede decir. Esto va de un complot terrorista. Si está embarazada o no, no supondrá ninguna diferencia.
– Las personas que dirigen este lugar nunca han causado ningún problema.
– Lo comprendo.
– Esto sigue siendo Estados Unidos de América. Si no le permiten entrar en su propiedad, usted no tiene ningún derecho a estar aquí sin una orden.
– Eso también lo comprendo -dije. Miré hacia la mansión-. ¿Fueron ellos quienes los llamaron?
Taylor me miró, y supuse que estaba a punto de decirme que no era asunto mío. En vez de eso, miró también hacia la casa.
– Por curioso que resulte, no. Por lo general lo hacen. Cuando entran los chicos, lo que sea. Nos enteramos de ustedes por Paige Wesson, de la biblioteca, y luego alguien lo vio perseguir a un chico en la academia Carver.
Taylor continuó mirando la casa como si acabase de materializarse.
– Por favor, escúcheme -dijo Berleand-. Éste es un caso muy importante.
– Esto sigue siendo Estados Unidos -repitió Taylor-. Si ellos no quieren hablar con usted, tendrá que aceptarlo. Dicho esto… -Taylor miró de nuevo a Erickson-. ¿Ves alguna razón para no llamar a la puerta y mostrarles la foto?
Erickson lo pensó un momento. Sacudió la cabeza.
– Ustedes dos quédense aquí.
Se adelantaron, abrieron la verja y caminaron hacia la puerta principal. Oí un motor en el fondo. Me volví. Nada. Quizás un coche que pasaba por la carretera principal. El sol se había puesto, se oscurecía el cielo. Miré la casa. Una quietud total. No había visto ningún movimiento, ninguno desde que habíamos llegado.
Oí el motor de otro coche, esta vez en la dirección general de la casa. De nuevo no vi nada. Berleand se me acercó.
– ¿No tiene un mal presentimiento? -preguntó.
– No tengo uno bueno.
– Creo que deberíamos llamar a Jones.
Sonó mi móvil en el momento en que Taylor y Erickson llegaban a la escalinata de la galería. Era Esperanza.
– Tengo algo que debes ver.
– ¿Sí?
– ¿Recuerdas que te dije que el doctor Jiménez había asistido a un seminario de Salvar a los Ángeles?
– Sí.
– Encontré a otras personas que también lo hicieron. Visité sus páginas en Facebook. Uno de ellos tiene toda una galería de fotos de los asistentes. Te envío una. Es una foto del grupo. El doctor Jiménez está de pie en el extremo derecho.
– Vale, espero a que cortes.
Colgué y el Blackberry comenzó a zumbar. Abrí el e-mail de Esperanza y cliqué en el adjunto. La foto se cargó poco a poco. Berleand miró por encima de mi hombro.
Taylor y Erickson llegaron a la puerta principal. Taylor tocó el timbre. Un adolescente rubio abrió la puerta. No estaba lo bastante cerca como para oírlos. Taylor dijo algo. El chico respondió.
La foto se cargó en mi Blackberry. La pantalla era muy pequeña, y también lo eran los rostros. Apreté la opción de zoom, moví el cursor a la derecha y otra vez el zoom. La figura se amplió, pero entonces era borrosa. Apreté el enfoque. Apareció un reloj de arena mientras se enfocaba la foto.
Miré de nuevo la puerta principal de la casa victoriana. Taylor se adelantó, como si quisiese entrar. El chico rubio levantó la mano. Taylor miró a Erickson. Vi la sorpresa en su rostro. Ahora oía a Erickson. Sonaba furioso. El adolescente parecía asustado. Aproveché la espera para acercarme.
La foto quedó enfocada. La miré, vi el rostro del doctor Jiménez, y casi dejé caer el teléfono. Fue una conmoción, sin embargo, al recordar lo que Jones me había dicho, las cosas comenzaron a encajar de una manera fulminante.
El doctor Jiménez -muy astuto al utilizar un nombre español y la probable identidad de un hombre moreno-, era Mohammad Matar.
Antes de poder procesar lo que eso significaba, el adolescente gritó:
– ¡No pueden entrar!
– Apártate -dijo Erickson.
– ¡No!
A Erickson no le gustó la respuesta. Levantó los brazos como si se dispusiese a apartar al adolescente rubio a un lado. El adolescente de pronto sacó una navaja. Antes de que nadie pudiese moverse, la levantó y la clavó en el pecho de Erickson.
Oh no-Guardé el móvil en mi bolsillo y eché a correr hacia la puerta. Un súbito ruido me detuvo en seco.
Disparos.
Habían alcanzado a Erickson. Se giró con la navaja todavía en el pecho y se desplomó. Taylor echó mano a la pistola, pero no tuvo ninguna oportunidad. Más disparos rompieron el silencio de la noche. El cuerpo de Taylor se sacudió una vez, dos, y luego cayó hecho un ovillo.
Oí de nuevo los motores, un coche que subía por el camino, y otro que se acercaba por detrás de la casa. Busqué a Berleand. Corría hacia mí.
– ¡Corra hacia el bosque! -grité.
Los neumáticos chirriaron con la brutal frenada. Otra ráfaga.
Corrí hacia los árboles y la oscuridad, lejos de la casa y el camino privado. El bosque, pensé. Si conseguíamos llegar al bosque, podríamos escondernos. Un coche cruzó el terreno a gran velocidad; sus faros nos buscaban. Disparaban al azar. No miré atrás para saber de dónde venían. Encontré una roca y me oculté detrás. Me volví y vi a Berleand todavía a la vista.
Más disparos. Berleand cayó.
Me levanté de detrás de la roca, pero Berleand estaba muy lejos. Dos hombres se le echaron encima. Otros tres saltaron de un jeep, todos armados. Corrieron hacia Berleand, al tiempo que disparaban ciegamente al bosque. Una bala impactó en un árbol justo detrás de mí. Me agaché cuando otra descarga pasó por encima de mi cabeza.
Por un momento no se escuchó nada. Luego:
– ¡Salga ahora!
La voz del hombre tenía un fuerte acento de Oriente Medio. Espié, agachado. Estaba oscuro, la noche caía por momentos, pero veía al menos que dos de los hombres tenían el pelo oscuro, la piel morena y barba. Varios llevaban pañuelos verdes alrededor del cuello, de aquellos que utilizas para taparte el rostro en un atraco. Se gritaban los unos a los otros en un lenguaje que no comprendía, pero que supuse debía de ser árabe.
¿Qué demonios estaba pasando?
– Salga o le haremos daño a su amigo.
El hombre que lo dijo parecía ser el jefe. Dio órdenes y señaló a izquierda y derecha. Dos hombres comenzaron a moverse hacia mí. Otro volvió al coche y utilizó los faros para alumbrar el bosque. Permanecí agachado, con la mejilla contra el suelo. El corazón latía con fuerza en mi pecho.
No había traído ningún arma. Qué estúpido. Tan rematadamente estúpido.
Metí la mano en el bolsillo e intenté coger el móvil.
– ¡Última oportunidad! -avisó el jefe a voz en cuello-. Comenzaré por dispararle a las rodillas.
– ¡No le escuche! -gritó Berleand.
Mis dedos encontraron el teléfono en el momento en que se escuchaba una única detonación en el aire nocturno.
Berleand soltó un alarido.
– ¡Salga ahora! -repitió el jefe.
Apreté la tecla correspondiente a la llamada rápida de Win. Berleand gemía. Cerré los ojos con el deseo de que desaparecieran los gemidos. Necesitaba pensar.
Entonces se oyó la voz de Berleand entre sollozos.
– ¡No le escuche!
– ¡La otra rodilla!
Otro disparo.
Berleand soltó un alarido de agonía. El sonido me atravesó como una puñalada, destrozó mis entrañas. Tenía claro que no podía mostrarme. Si descubrían mi posición, ambos acabaríamos muertos. Win ya tendría que haber oído lo que estaba pasando. Llamaría a Jones y a las fuerzas del orden. No tardarían mucho.
Oía el llanto de Berleand.
Entonces de nuevo, esta vez más débil, la voz de Berleand:
– ¡No… le… escuche!
Oí el movimiento de los hombres en el bosque, no muy lejos. No tenía alternativa. Tenía que moverme. Miré la mansión victoriana a mi derecha. Mis dedos se cerraron alrededor de una piedra bastante grande mientras algo que se parecía a un plan comenzaba a formarse en mi cabeza.
– Tengo una navaja. Ahora voy a arrancarle los ojos -gritó el jefe.
Vi un movimiento en la casa. A través de la ventana. No tenía mucho tiempo. Me levanté con las rodillas dobladas dispuesto para entrar en acción.
Lancé la piedra todo lo fuerte que pude en la dirección opuesta a la casa. La piedra golpeó contra un árbol con un sonido hueco.
El jefe volvió la cabeza hacia el sonido. Los hombres que se movían entre los árboles también fueron en aquella dirección, disparando las armas. El jeep se desvió para ir hacia donde la piedra había caído.
Al menos, eso era lo que esperaba que ocurriese.
No esperé a saberlo. Tan pronto como la piedra dejó mi mano, eché a correr entre los árboles hacia el costado de la casa. Me estaba alejando de los gritos de Berleand y de los hombres que intentaban matarme. Ahora estaba más oscuro, era casi imposible ver, pero no dejé que eso me detuviese. Las ramas azotaron mi rostro. No me importó. Solo disponía de segundos. El tiempo era lo único que importaba, pero me parecía que tardaba una eternidad en acercarme al edificio.
Sin interrumpir la carrera, cogí otra piedra.
– ¡Ahora voy a arrancarle un ojo! -avisó el jefe.
Oí el grito de Berleand: ¡No!, y al instante los alaridos.
Se había acabado el tiempo.
Todavía corriendo, utilicé el impulso para lanzar la piedra hacia la casa. La lancé con todas mis fuerzas, hasta tal punto que casi me disloqué el hombro. A través de la oscuridad vi moverse la piedra en un arco ascendente. En el lado derecho de la casa -el lado donde me encontraba- había una ventana grande. Seguí la trayectoria de la piedra, convencido de que se iba a quedar corta.
No fue así.
La piedra golpeó la ventana de lleno y el cristal saltó hecho añicos. Se desató el pánico. Eso era lo que buscaba. Volví hacia el bosque mientras los hombres armados corrían hacia la casa. Vi a dos adolescentes rubios -un chico y una chica- que corrían hacia la ventana rota desde el interior. Una parte de mí se preguntó si la chica sería Carrie, pero no había tiempo para un segundo vistazo. Los hombres gritaron algo en árabe. No vi lo que sucedió después. Yo estaba dando la vuelta, todo lo rápido que podía, dispuesto a aprovechar la distracción para situarme detrás del jefe.
Vi que se apeaba el hombre del jeep. Él también corrió hacia la ventana rota. Aquélla era su tarea principal: proteger la casa. Había atravesado su perímetro. Ahora estaban dispersos e intentaban reagruparse. Reinó la confusión.
Siempre fuera de la vista y sin perder el tiempo, conseguí retroceder más allá de mi primer escondite. El jefe estaba de espaldas a mí, de cara a la casa. Yo a unos cincuenta o sesenta metros de él.
¿Cuánto tardaría en llegar la ayuda?
Demasiado.
El jefe gritaba órdenes. Berleand yacía en el suelo junto a sus pies. Inmóvil. Y todavía peor, en silencio. Se habían acabado los gritos. Habían cesado los gemidos.
Tenía que llegar hasta él.
No estaba seguro de cómo. Una vez que saliese de entre los árboles me encontraría al descubierto y del todo vulnerable. Pero no tenía elección.
Eché a correr hacia el jefe.
Había avanzado quizás unos tres pasos cuando oí que alguien gritaba un aviso. El jefe se volvió hacia mí. Yo aún estaba a unos treinta metros. Mis piernas se movían deprisa, pero todo lo demás se había ralentizado. El jefe también llevaba un pañuelo verde alrededor del cuello, como un forajido en una película del Oeste. Tenía una barba abundante. Era más alto que los demás, quizás 1,85 metros, y fornido. Empuñaba una navaja en una mano y una pistola en la otra. Levantó el arma hacia mí. Dudé entre lanzarme al suelo o desviarme hacia un lado, cualquier cosa para evitar el disparo, pero mi mente evaluó en un instante la situación y comprendí que aquí no serviría un súbito cambio. Sí, podría fallar la primera bala, pero entonces quedaría totalmente expuesto. Sin duda el segundo disparo no fallaría. Además mi distracción se había acabado. Los otros hombres ya venían de regreso hacia nosotros. Ellos también dispararían.
Tenía la esperanza de que se asustase y errase el tiro.
Apuntó el arma. Vi sus ojos y la calma que la sencilla certidumbre moral da a un hombre. No tenía ninguna oportunidad. Ahora lo tenía claro. No fallaría. Entonces, una fracción de segundo antes de que apretase el gatillo, aulló de dolor y miró hacia abajo.
Berleand le mordía la pantorrilla, la sujetaba con los dientes como un rottweiler furioso.
El arma del jefe bajó para apuntar al cráneo de Berleand. Con una descarga de adrenalina, me lancé hacia él, con los brazos por delante. Pero antes de que pudiese llegar, oí el disparo y vi el retroceso del arma. El cuerpo de Berleand se sacudió cuando alcancé al jefe. Rodeé con los brazos al hijo de puta y mantuve el impulso de la inercia. En la caída, coloqué mi antebrazo contra la nariz del cabrón. Caíamos con fuerza, todo el peso de mi cuerpo detrás del antebrazo. Su nariz reventó como una calabaza. La sangre me salpicó en la cara. La noté caliente en mi piel. Gritó, pero aún le quedaban fuerzas para luchar. A mí también. Eludí un golpe con la cabeza. Intentó rodearme con un abrazo de oso. Un movimiento fatal. Dejé que sus brazos me rodeasen. Cuando comenzó a apretar, liberé los brazos en el acto. Ahora estaba del todo indefenso. No vacilé. Pensé en Berleand, en cómo ese hombre había hecho sufrir a mi amigo. Era hora de acabar con esto.
Los dedos de mi mano derecha formaron una garra. No fui a por los ojos, la nariz o cualquier otro punto blando para debilitar o herir. En la base de la garganta, por encima de la caja torácica, hay una zona hundida donde la tráquea no está protegida. Hundí con todas mis fuerzas los dos dedos y el pulgar en el hueco y le sujeté la garganta como las garras de un halcón. Lloraba cuando tiré de la tráquea hacia mí, grité como un animal mientras un hombre moría en mis manos.
Le arrebaté el arma de la mano inmóvil.
Los hombres corrían hacia nosotros. Aún no habían disparado por miedo a herir a su jefe. Rodé sobre mí mismo hacia el cuerpo a mi derecha.
– ¿Berleand?
Estaba muerto. Ahora lo veía. Sus ridículas gafas con la montura grande estaban torcidas en aquel rostro blando y maleable. Quería llorar. Quería abandonar todo eso, abrazarlo y llorar.
Los hombres se acercaban. Levanté la cabeza. Tenían problemas para verme, pero las luces de la casa detrás de ellos los convertían en siluetas perfectas. Levanté el arma y disparé. Cayó un hombre. Moví el arma a la izquierda. Disparé de nuevo. Cayó el segundo. Comenzaron a responder al fuego. Rodé de nuevo hacia el jefe y utilicé su cuerpo como escudo. Volví a disparar. Cayó el tercero.
Sirenas.
Corrí agachado hacia la casa. Los coches de la policía entraron a toda velocidad. Oí un helicóptero, quizás más de uno, por encima de nosotros. Más disparos. Dejaría que ellos se ocupasen. Quería entrar en la casa.
Pasé junto a Taylor. Muerto. La puerta seguía abierta. El cuerpo de Erickson estaba caído en la galería con la navaja todavía hundida en su pecho. Pasé por encima de él y me zambullí en el vestíbulo.
Silencio.
No me gustó.
Tenía la pistola del jefe en mi mano. Apoyé mi espalda en la pared. El lugar era un desastre. El papel de las paredes se caía a trozos.
La luz estaba encendida. Por el rabillo del ojo vi a alguien que corría, oí pisadas que bajaban las escaleras. Tenía que ser un nivel inferior. Un sótano.
En el exterior sonaban los disparos. Alguien gritaba con un megáfono para exigir la rendición. Podía ser Jones. Tocaba esperar. De todas maneras no tenía ninguna oportunidad para sacar a Carrie de allí. Tenía que permanecer a la espera, vigilar la puerta, no permitir que nadie entrase o saliese. Era lo que tocaba. Esperar.
Quizás tendría que haber hecho eso. Quizás tendría que haberme quedado allí y no haber ido nunca a aquel sótano si el chico rubio no hubiese bajado corriendo las escaleras.
Lo llamé «chico». No era justo. Parecía tener unos diecisiete años, quizás dieciocho, no mucho más joven que los hombres de pelo oscuro que acababa de matar sin el menor titubeo. Pero cuando ese adolescente de pelo rubio, pantalón caqui y camisa bajó corriendo las escaleras -con un arma en la mano- no disparé en el acto.
– ¡Quieto! -grité-. Suelta el arma.
El rostro del chico se retorció para convertirse en algo que parecía una siniestra máscara mortuoria. Levantó el arma y apuntó. Salté, rodé sobre mí mismo a la izquierda y me levanté disparando. No busqué un disparo mortal, a diferencia de lo que había hecho en el exterior. Disparé a las piernas. Disparé bajo. El adolescente gritó y cayó. Aún retenía el arma, aún mantenía aquella expresión de máscara mortuoria. Apuntó de nuevo.
Salí del vestíbulo y pasé al pasillo, donde me encontré cara a cara con la puerta del sótano.
Había alcanzado al chico rubio en la pierna. Era imposible que me siguiese. Contuve el aliento, sujeté el pomo con la mano libre y abrí la puerta.
Una oscuridad total.
Mantuve el arma contra el pecho. Bien apretado contra la pared para convertirme en un blanco lo más pequeño posible. Comencé a bajar las escaleras paso a paso, tanteaba el camino con mi pie. Una mano sujetaba el arma, la otra buscaba el interruptor de la luz. No lo encontré. Con el cuerpo siempre a un lado, bajé las escaleras, pie izquierdo un paso, pie derecho reuniéndose con el primero. Me pregunté por la munición. ¿Cuántas balas me quedaban? Ni idea.
Escuché unos murmullos.
No había ninguna duda. Las luces podían estar apagadas, pero había alguien en la oscuridad. Tal vez más de uno. De nuevo me debatí sobre si hacer lo correcto: detenerme, permanecer quieto, volver hacia lo alto de la escalera, esperar a que llegasen los refuerzos. Habían cesado los disparos en el exterior. Estaba seguro de que Jones y sus hombres tenían controlada la zona.
Pero no lo hice.
Mi pie izquierdo llegó al último escalón. Escuché un rascar que me puso la carne de gallina. Mi mano libre palpó la pared hasta que encontré el interruptor, o para ser más preciso, interruptores. Tres seguidos. Puse mi mano debajo de ellos, preparé el arma, respiré a fondo, y luego levanté los tres a la vez.
Más tarde recordaría los otros detalles. Los grafitis árabes pintados en las paredes, las banderas verdes con las medias lunas tintas en sangre, los carteles de los mártires con ropa de combate y fusiles de asalto. Más tarde recordaría los retratos de Mohammad Matar durante las muchas y diferentes etapas de su vida, incluido el tiempo cuando había trabajado como médico residente con el nombre de Jiménez.
Pero en aquel momento, todo aquello no era más que un telón de fondo.
Porque allí, en el rincón más apartado del sótano, vi algo que me hizo detener el corazón. Parpadeé; miré de nuevo; no podía creerlo, sin embargo, tenía todo el sentido.
Un grupo de adolescentes rubias y niños estaban acurrucados junto a una mujer embarazada con un burka negro. Sus ojos eran azul hielo, y todos me miraban con odio. Comenzaron a hacer un ruido, quizás un gruñido, como una única persona, y entonces me di cuenta de que no era un gruñido. Eran palabras, repetidas una y otra vez…
«Al-sabr wal-sayf».
Me aparté de ellas, sacudiendo la cabeza.
«Al-sabr wal-sayf».
El cerebro comenzó de nuevo con aquello de la sinapsis: el pelo rubio. Los ojos azules. CryoHope. El doctor Jiménez que era Mohammad Matar. Paciencia. La espada.
Paciencia.
Contuve un grito cuando comprendí la verdad: Salvar a los Ángeles no había utilizado los embriones para ayudar a las parejas estériles. Los habían utilizado para crear el arma definitiva, para infiltrar, para prepararse para la yihad global.
La paciencia y la espada derrotarán a los pecadores.
Las rubias comenzaron a venir hacia mí, pese a ser quien tenía el arma. Algunas continuaron con la cantinela. Otras gritaron. Unas cuantas, las más aterrorizadas, se ocultaron detrás de la mujer embarazada vestida con el burka. Me moví deprisa hacia las escaleras. Desde arriba, llegó una voz conocida que decía mi nombre.
– ¿Bolitar? ¿Bolitar?
Le di la espalda a la monstruosidad nacida en el infierno que estaba debajo, subí las escaleras, me zambullí a través de la puerta y la cerré. Como si eso pudiese ayudar. Como si eso pudiese hacer que todo desapareciese.
Jones estaba allí. También sus hombres con chalecos antibalas. Jones vio la expresión de mi rostro.
– ¿Qué pasa? -me preguntó-. ¿Qué hay ahí abajo?
Pero yo ni siquiera podía hablar, ni siquiera podía formar las palabras. Corrí al exterior, hacia Berleand. Me tumbé junto a su cuerpo inmóvil. Esperaba un cambio, rogaba para que quizás en la confusión hubiese cometido un error. No lo había hecho. Berleand, aquel pobre y maravilloso cabrón, estaba muerto. Lo retuve un segundo, quizás dos. No más.
El trabajo no se había acabado. Berleand hubiese sido el primero en decírmelo.
Todavía necesitaba encontrar a Carrie.
Mientras corría hacia la casa, llamé a Terese. Ninguna respuesta.
Me uní al grupo de búsqueda. Jones y sus hombres ya estaban en el sótano. Hicieron subir a las rubias. Las miré, miré sus ojos llenos de odio. Ninguna era Carrie. Encontramos a otras dos mujeres vestidas con los tradicionales burkas negros. Ambas estaban embarazadas. Los agentes comenzaron a llevarse a las prisioneras al exterior; Jones me miró con una expresión de horror e incredulidad. Miré atrás y asentí. Estas mujeres no eran madres. Eran incubadoras, portadoras de embriones.
Buscamos un poco más, abrimos todos los armarios, encontramos manuales de entrenamiento y películas, ordenadores, horror sobre horror. Pero no a Carrie.
Saqué el móvil y volví a llamar a Terese. Siguió sin responder. No estaba en el móvil. No estaba en el apartamento del Dakota.
Salí con paso inseguro. Win había llegado. Me esperaba en la galería. Nuestras miradas se encontraron.
– ¿Terese? -pregunté.
Win sacudió la cabeza.
– Se ha ido.
De nuevo.
Provincia de Cavinda. Angola, África
Tres semanas más tarde.
Llevamos viajando en esta camioneta desde hace más de ocho horas a través del más desquiciado territorio. No he visto ni una persona o siquiera un edificio en más de seis horas. Había estado antes en zonas remotas, pero esta eleva la condición de remota a la enésima potencia.
Cuando llegamos a la choza, el conductor se detiene y apaga el motor. Me abre la puerta y me alcanza la mochila. Me señala el sendero. Me dice que hay un teléfono en la choza. Cuando quiera regresar, debo llamarlo. Vendrá a recogerme. Le doy las gracias y comienzo a caminar por el sendero.
Siete kilómetros más adelante, veo el claro.
Terese está allí. Me da la espalda. Cuando regresé al Dakota aquella noche, ella, como había dicho Win, se había ido. Había dejado una nota escueta:
«Te quiero tanto, tanto».
No había más.
Terese se ha teñido el pelo de negro. Supongo que lo mejor para mantenerse oculta. Las rubias destacarían, incluso aquí. Me gusta el cambio. La miro caminar alejándose de mí, y no puedo evitar la sonrisa. Mantiene la cabeza erguida, los hombros echados hacia atrás, la postura perfecta. Recuerdo aquel vídeo de la cámara de vigilancia, la manera como había visto que Carrie tenía la misma postura perfecta, el mismo caminar lleno de confianza.
Terese está rodeada por tres mujeres negras con vistosos atavíos. Camino hacia ellas. Una de las mujeres me ve y le susurra algo. Terese se vuelve, curiosa. Cuando sus ojos me ven, todo su rostro se ilumina. También, supongo, el mío. Deja caer el cesto que sujeta y corre en mi dirección. No hay ningún titubeo. Corro a su encuentro. Me rodea con los brazos y me acerca a ella.
– Dios, te he echado de menos -dice.
La abrazo. Eso es todo. No quiero decir nada. Todavía no. Quiero fundirme en este abrazo. Quiero desaparecer en él y permanecer en sus brazos para siempre. En lo más profundo de mi alma sé que es donde pertenezco, abrazándola, y solo por unos momentos, quiero y necesito esa paz.
– ¿Dónde está Carrie? -pregunto.
Me coge de la mano y me lleva hasta una esquina del claro. Señala a través del campo hacia otro pequeño claro. A unos cien metros, Carrie está sentada con dos chicas negras de su edad. Todas trabajan en algo. No sé en qué. Recogen o pelan. Las chicas negras se ríen. Carrie no.
Carrie también tiene el pelo teñido de negro.
Me vuelvo hacia Terese. Miro sus ojos azules con el borde dorado alrededor de las pupilas. Su hija tiene el mismo anillo dorado. Lo vi en aquella foto. El andar confiado, el anillo de oro. El inconfundible eco genético.
«¿Qué más se ha transmitido?», me pregunté.
– Por favor, comprende por qué tuve que huir -dice Terese-. Es mi hija.
– Lo sé.
– Tenía que salvarla.
– Sí.
– Ella te dio su número de teléfono la primera vez que llamó.
– Sí.
– Podrías habérmelo dicho.
– Lo sé. Pero escuché a Berleand. No vale la vida de miles de personas para nadie excepto para mí.
La mención de Berleand me provoca un dolor agudo. Me pregunto qué decir después. Me protejo los ojos y miro de nuevo hacia Carrie.
– ¿Comprendes lo que ha sido su vida?
Terese no mira, no parpadea.
– Fue criada por terroristas.
– Es peor que eso. Mohammad Matar hizo su residencia médica en el Columbia-Presbyterian en el mismo momento en que la fertilización in vitro y el almacenamiento de embriones comenzaba a ser importante. Vio la oportunidad para un golpe terrible: paciencia y la espada. Salvar a los Ángeles era un grupo terrorista radical que se disfrazaba como cristianos de extrema derecha. Utilizó la coerción y la mentira para conseguir los embriones. No los dio a parejas estériles. Utilizó a las mujeres musulmanas simpatizantes con su causa como madres de alquiler. Como un almacén hasta que los embriones naciesen. Entonces él y sus seguidores criaron a sus hijos para que fueran terroristas desde el primer día. Nada más. A Carrie no se le permitió relacionarse con nadie. Nunca conoció el amor, ni siquiera en la niñez. Nunca conoció la ternura. Nadie la abrazó. Nadie la consoló cuando lloraba en su sueño. Ella y los demás fueron adoctrinados desde el primer día de su vida para matar infieles. Eso es lo que hay. Nada más. Fueron criados para ser el arma final, para pasar como uno de nosotros y estar preparados para la guerra santa final. Imagínatelo. Matar buscaba embriones de padres rubios y de ojos azules. Sus armas podían ir a cualquier parte porque quién iba a sospechar de ellos.
Espero que Terese reaccione, que haga un gesto. No lo hace.
– ¿Los capturaste a todos?
– No fui yo. Deshice el grupo principal en Connecticut. Jones encontró más información en el interior de aquella casa y supongo que algunos de los terroristas supervivientes fueron interrogados. -No quería pensar en cómo, o quizás sí, ya no lo sé-. Muerte Verde tenía otro campamento en las afueras de París. Fue asaltado en cuestión de horas. El Mossad y los israelíes bombardearon un gran campo de entrenamiento en la frontera sirio-iraquí.
– ¿Qué pasó con los niños?
– A algunos los mataron. Otros están en custodia.
Terese comienza a bajar la colina.
– ¿Crees que como Carrie nunca conoció antes el amor ahora no debería conocerlo?
– No es eso lo que digo.
– Pues es como suena.
– Te estoy hablando de la realidad.
– Tú tienes amigos que han criado niños, ¿no? -pregunta.
– Por supuesto.
– ¿Qué es lo primero que te dirán? Que sus hijos nacieron de cierta manera. Programados. La naturaleza por encima de la crianza. Los padres pueden criarlos e intentar mantenerlos en la senda correcta, pero al final son poco más que cuidadores. Algunos chicos acabarán siendo dulces. Otros acabarán sicóticos. Tienes amigos que han criado a sus hijos de idéntica manera. Uno de los chicos es abierto, el otro es callado, uno es un miserable, el otro es generoso. Los padres aprenden muy pronto que su influencia es limitada.
– Ella nunca ha conocido lo que es el amor, Terese.
– Pues ahora lo conocerá.
– No sabes de lo que es capaz.
– No sé de lo que es capaz nadie.
– Ésa no es una respuesta.
– ¿Qué más esperas que diga? Ella es mi hija. La vigilaré. Eso es lo que hace una madre. También la protegeré. Y estás equivocado. Conociste a Ken Borman. Aquel chico del colegio privado.
Asiento.
– Carrie se sintió atraída. A pesar del indescriptible infierno que vivió cada día, de alguna manera sintió la conexión. Intentó apartarse. Por eso estaba con Matar en París. Para ser reeducada.
– ¿Estaba allí cuando Rick fue asesinado?
– Sí.
– Su sangre estaba en el escenario del crimen.
– Dice que intentó defenderlo.
– ¿Te lo crees?
Terese me sonríe.
– Perdí a una hija. Haré lo que sea, cualquier cosa, para recuperarla. ¿Lo entiendes? Tú me podrías decir, por ejemplo, que ha sobrevivido y ahora es un monstruo horrible. No cambia nada.
– Carrie no es Miriam.
– Sigue siendo mi hija. No voy a renunciar a ella.
Detrás de Terese su hija se levanta y comienza a bajar la colina. Se detiene y mira hacia nosotros. Terese sonríe y saluda. Carrie responde. Quizás también sonríe, pero no lo sé a ciencia cierta. Tampoco puedo decir a ciencia cierta que Terese se equivoca. Me lo pregunto. Me pregunto por aquel adolescente rubio que bajó las escaleras corriendo para dispararme, por qué titubeé. La naturaleza frente a la crianza. Si la chica en aquella colina hubiese sido genéticamente de Matar, si una chica concebida y después criada por extremistas locos se convierte en extremista loca, la mataríamos sin vacilar. ¿Es diferente debido a la genética? ¿Debido al pelo rubio y los ojos azules?
No lo sé. Estoy demasiado cansado para pensarlo.
Carrie nunca ha conocido el amor. Ahora lo conocerá. Supongamos que a usted y a mí nos hubiesen criado como a Carrie. ¿Sería mejor si nos destruyesen sin más como tantos productos caducados? ¿Acaso algún resto de humanidad básica acabará por imponerse?
– ¿Myron?
Miro el hermoso rostro de Terese.
– Yo no renunciaría a tu hijo. Por favor no renuncies a la mía.
No digo nada. Sujeto su hermoso rostro entre mis manos, la acerco a mí, beso su frente, mantengo mis labios allí y cierro los ojos. Siento sus brazos que me rodean.
– Cuídate -digo.
Me aparto. Hay lágrimas en sus ojos. Echo a andar por el sendero.
– No tendría que haber vuelto a Angola -me dice.
Me detengo y me vuelvo hacia ella.
– Podría haberme ido a Myanmar, a Laos o a algún lugar donde nunca hubieses podido encontrarme.
– Entonces, ¿por qué escogiste este lugar?
– Porque quería que me encontrases.
Ahora también hay lágrimas en mis ojos.
– Por favor, no te vayas -dice ella.
Estoy tan cansado… Ya no duermo. Los rostros de los muertos están allí cuando cierro los ojos. Los ojos azul hielo me miran. Las pesadillas acosan mis sueños, y cuando me despierto, estoy solo.
Terese camina hacia mí.
– Por favor, quédate conmigo. Solo por esta noche, ¿vale?
Quiero decir algo, pero no puedo. Ahora las lágrimas caen deprisa. Ella me abraza, e intento con todas mis fuerzas no derrumbarme. Mi cabeza se apoya en su hombro. Me acaricia el pelo y me acuna.
– Tranquilo -susurra Terese-. Ya se ha acabado.
Mientras ella me tenga entre sus brazos, me lo creo.
Pero hoy mismo, en algún lugar de Estados Unidos, un autocar aparca delante de un monumento nacional rodeado por un numeroso público. El autocar lleva a un grupo de chicos de dieciséis años en un viaje de estudios a través del país. Hoy es el tercer día de su viaje. Brilla el sol. El cielo está despejado.
Se abre la puerta del autocar. Los adolescentes se bajan entre risas.
El último en bajar es un chico de pelo rubio.
Tiene los ojos azules con un anillo dorado alrededor de cada pupila.
Y aunque carga con una pesada mochila, camina hacia la muchedumbre con la cabeza erguida, los hombros echados hacia atrás y la postura perfecta.