El hombre desnudo que yacía boca abajo, junto a la piscina, podría estar muerto.
Podría ser un ahogado acabado de rescatar de la piscina y tendido sobre la hierba para que se secara mientras llamaban a la policía o a sus familiares. Incluso los objetos del pequeño montón que había en la hierba, junto a su cabeza, podrían haber sido los efectos personales del hombre, cuidadosamente reunidos a plena vista de modo que nadie pensara que sus rescatadores habían robado algo.
Si se juzgaba por el brillante montón, aquél era, o había sido, un hombre rico. En él se encontraban los típicos distintivos de los miembros de la clase adinerada: un clip hecho con una moneda de cincuenta dólares mexicanos, que sujetaba un sustancial fajo de billetes de banco; un encendedor Dunhill de oro, muy usado; una pitillera de oro ovalada con los bordes ondulados y el discreto botón de turquesa que distingue a la marca Fabergé, y el tipo de novela que un rico saca de la biblioteca para llevársela al jardín: The Little Nugget, una vieja obra de P. G. Wodehouse. También había un abultado reloj de oro con una muy usada correa de piel de cocodrilo. Se trataba de un modelo de Girard-Perregaux, diseñado para la gente a quien le gustan los artilugios complejos, y tenía un segundero y dos pequeñas ventanas en la esfera donde se leían la fecha, el mes y la fase de la Juna. La historia que ahora contaba era: 2.30 horas del 10 de junio, con la luna en tres cuartos de su plenitud.
Una libélula azul y verde salió disparada desde los rosales del fondo del jardín y quedó suspendida en el aire a pocos centímetros de la columna vertebral del hombre. Se había visto atraída por el destello del sol de junio sobre la línea de fino vello rubio que le crecía sobre el coxis. Un soplo de brisa llegó desde el mar. El diminuto campo de vello se inclinó con suavidad. La libélula se lanzó nerviosamente a un lado y se detuvo suspendida sobre el hombro izquierdo del hombre, observándolo. La hierba nueva en la que se posaba la boca abierta del hombre se estremeció. Una gran gota de sudor descendió por un flanco de la carnosa nariz y cayó, destellante, sobre la hierba. Con eso bastó. La libélula salió disparada por entre las rosas y pasó por encima de los cristales rotos que había sobre el muro alto del jardín. Puede que fuese bueno para comer, pero se movía.
El jardín donde yacía el hombre consistía en alrededor de cuatro mil metros cuadrados de césped bien cuidado al que rodeaban, por tres lados, apretadas hileras de rosales de los que llegaba el regular zumbido de las abejas. Como fondo de este sonido adormecedor, el mar resonaba con suavidad al pie del acantilado que remataba el jardín.
Desde el jardín no se veía el mar; no se veía nada más que el cielo y las nubes por encima del muro de tres metros y medio. De hecho, sólo podía verse el exterior de la propiedad desde los dos dormitorios de la planta superior de la villa que conformaba el cuarto lado de este muy privado recinto. Desde esas habitaciones uno podía ver ante sí una gran extensión de agua azul y, a ambos lados, las ventanas de las plantas superiores de otras villas y las copas de los árboles de sus respectivos jardines, de tipo perenne mediterráneo, como los robles, los pinos piñoneros, las casuarinas y alguna palmera.
La villa era moderna, un bloque bajo y alargado sin adorno ninguno. En la pared que daba al jardín, pintada de rosa, se abrían cuatro ventanas con marco de hierro, y una puerta central de cristales que conducía a un pequeño cuadrado de baldosas verdes esmaltadas, las cuales se fundían con el césped. La fachada de la casa, que se alzaba a pocos metros de una polvorienta carretera, era casi idéntica. Pero en ella las cuatro ventanas estaban protegidas por rejas, y la puerta principal era de roble.
La villa tenía dos dormitorios de dimensiones medianas en el piso superior y, en la planta baja, una sala de estar y una cocina, parte de la cual había sido usada, levantando una pared, para instalar un retrete. No tenía cuarto de baño.
El lujoso silencio soñoliento de la tarde fue roto por el sonido de un vehículo que bajaba por la carretera. Se detuvo ante la villa. Se produjo el suave choque metálico de una puerta de coche al cerrarse, y éste se alejó. El timbre de la puerta sonó dos veces. El hombre desnudo que yacía junto a la piscina no se movió, pero, al oír el timbre y el vehículo que se alejaba, sus ojos se habían abierto de par en par por un instante. Fue como si los ojos se hubieran enderezado al igual que las orejas de un animal. El hombre recordó de inmediato dónde se encontraba, el día de la semana y la hora de ese día. Los sonidos fueron identificados. Los párpados, con su franja de pestañas cortas color arena, volvieron a caer soñolientos sobre los ojos azul muy pálido, ojos opacos que miraban hacia el interior del hombre. Los pequeños labios crueles se abrieron en un enorme bostezo capaz de desencajar las mandíbulas, lo cual provocó secreción de saliva. El hombre escupió en la hierba y aguardó.
Una mujer joven que llevaba un bolso de malla e iba ataviada con una camisa blanca de algodón y una falda azul corta carente de atractivo, salió por la puerta de cristal y avanzó con largas zancadas hombrunas por las baldosas verdes y el trozo de césped que la separaba del hombre desnudo. A pocos metros de él, dejó caer el bolso de malla sobre la hierba, se sentó y se quitó los zapatos, baratos y polvorientos. A continuación se puso de pie, se desabotonó la camisa, se la quitó y la colocó pulcramente doblada junto al bolso.
La muchacha no llevaba nada bajo la camisa. Tenía la piel agradablemente bronceada por el sol, y sus hombros y delicados pechos resplandecían de salud. Cuando se inclinó para desprender los botones laterales de la falda, quedaron a la vista pequeñas matas de vello castaño claro en sus axilas. La impresión de saludable animalillo campesino se vio realzada por las carnosas caderas bajo un biquini de punto azul desteñido, y por los muslos y piernas gruesos y cortos que aparecieron cuando acabó de desvestirse.
La joven dejó la falda bien doblada junto a la camisa, abrió el bolso de malla, sacó una vieja botella de gasosa que contenía un espeso líquido incoloro, se acercó al hombre y se arrodilló en la hierba a su lado. Vertió entre sus omóplatos un poco de líquido, un aceite de oliva ligero, perfumado con rosas, como lodo en ese rincón del mundo, y, tras flexionar los dedos como un pianista, comenzó a masajearle los músculos esterno-mastoi- deos y trapecios de la parte posterior del cuello.
Este trabajo resultaba duro. El hombre era enormemente fuerte y los abultados músculos de la base del cuello apenas cedían bajo los pulgares de la muchacha, ni siquiera cuando el peso de sus hombros era descargado sobre dichos dedos. Al finalizar con el masaje estaría empapada en sudor y tan por completo exhausta, que se lanzaría a la piscina para luego tenderse a la sombra y dormir hasta que el coche acudiera a recogerla. Pero no era eso lo que la inquietaba mientras sus manos trabajaban de modo automático en la espalda del hombre, sino el horror instintivo que experimentaba ante el cuerpo más perfecto que jamás hubiese visto.
Nada de este horror se manifestaba en el rostro inexpresivo e impasible de la masajista, y los negros ojos rasgados y oblicuos bajo el flequillo de negro cabello corto, grueso, estaban tan vacíos como charcos de aceite; no obstante, en su interior el animal gimoteaba y se encogía, y la muchacha, si se le hubiese ocurrido tomarse el pulso, habría descubierto que lo tenía acelerado.
Una vez más, como había sucedido con tanta frecuencia durante los últimos dos años, se preguntó por qué aborrecía aquel cuerpo espléndido, y una vez más intentó vagamente analizar su revulsión. Quizá esta vez se libraría de unos sentimientos que, con culpabilidad, percibía como mucho menos profesionales que el deseo sexual que algunos de sus pacientes despertaban en ella.
Comenzó por los pequeños detalles: el cabello del hombre. Posó los ojos sobre la redonda cabeza algo pequeña que remataba el cuello vigoroso. Estaba cubierta por apretados rizos dorado rojizos que deberían haberle traído el agradable recuerdo de los cabellos de formas bien definidas que había visto en las fotografías de estatuas clásicas. Pero los rizos estaban, de alguna forma, demasiado apretados, demasiado juntos entre sí y demasiado pegados al cuero cabelludo. Le hacían rechinar los dientes, como cuando pasaba las uñas por el pelillo de una alfombra. Y los rizos dorados descendían hasta muy abajo del cuello; casi (pensó en términos profesionales) hasta la quinta vértebra cervical. Y allí se detenían de modo abrupto en una línea recta de tiesos pelos rubios.
La muchacha se detuvo para descansar las manos y se sentó sobre las piernas. La hermosa parte superior de su cuerpo ya brillaba de sudor. Se pasó el reverso del antebrazo por la frente para enjugársela y cogió la botella de aceite. Vertió aproximadamente una cucharada en la velluda meseta que se alzaba en la base de la columna del hombre, flexionó los dedos y volvió a inclinarse.
Este embrión de cola dorada que descendía por la hendidura entre las nalgas… en un amante habría sido placentero, excitante, pero en este hombre resultaba, de alguna manera, bestial. No, propio de un reptil. Pero las serpientes no tenían pelo. Bueno, eso no podía evitarlo. A ella le recordaba a un reptil. Desplazó las manos hasta los dos montes formados por los glúteos mayores. Éste era el momento en que muchos de sus pacientes, en particular los jóvenes del equipo de fútbol, se ponían a bromear con ella. A continuación, si no iba con cuidado, llegaban las propuestas. A veces ella podía silenciar estas últimas presionando con fuerza sobre el nervio ciático. En otras ocasiones, y en especial si el hombre le resultaba atractivo, se producían discusiones entre risillas sofocadas, un breve forcejeo y una rápida, deliciosa rendición.
Con este hombre era diferente, casi extraordinariamente distinto. Desde el principio mismo se había comportado como un montón de carne inanimada. En dos años jamás le había dirigido la palabra. Una vez acabada la espalda y llegado el momento de que se diera la vuelta, ni los ojos ni el cuerpo del hombre habían jamás manifestado ni una sola vez el más mínimo interés en ella. Cuando le daba unos golpecitos en el hombro, él se limitaba a rodar sobre sí y contemplar el cielo a través de los párpados semiabiertos, y ocasionalmente dejaba escapar uno de sus largos bostezos estremecedores que constituían el único indicio de que tenía alguna reacción humana.
La muchacha cambió de posición y fue masajeando lentamente la pierna derecha, desde lo alto hacia el tendón de Aqui- les. Cuando llegó a él, volvió los ojos hacia el bello cuerpo. ¿Su revulsión era sólo física? ¿Sería el color rojizo de las quemaduras del sol sobre la piel naturalmente blanca como la leche, ese aspecto como de carne asada? ¿Se trataba de la textura de la piel misma, los poros profundos y muy espaciados sobre la superficie de satén? ¿Las abundantes pecas anaranjadas que le cubrían los hombros? ¿O se debía todo a la asexualidad del hombre? ¿La indiferencia de aquellos espléndidos músculos de un relieve insolente? ¿O era más bien algo de naturaleza espiritual, un instinto animal que le decía que dentro de ese cuerpo maravilloso había una persona malvada?
La masajista se puso de pie, giró con lentitud la cabeza de un lado a otro y flexionó los hombros. Extendió los brazos a ambos lados y luego los alzó, dejándolos en alto durante un momento para aliviarlos de la congestión sanguínea. Avanzó hasta su bolso de red y sacó una toalla de mano con la que se enjugó el sudor del rostro y el cuerpo.
Cuando se volvió hacia el hombre, éste ya había rodado sobre sí y yacía con la cabeza apoyada sobre una mano abierta, contemplando el cielo con rostro inexpresivo. El brazo libre yacía extendido sobre la hierba, esperándola. Ella se arrodilló junto a la cabeza del hombre. Extendió un poco de aceite por sus manos, cogió la mano laxa semiabierta y comenzó a masajear los cortos dedos gruesos.
La joven miró nerviosamente de soslayo el rostro moreno rojizo coronado por apretados rizos rubios. A primera vista no estaba mal: era apuesto en cierto sentido, como un carnicero muy joven, con las mejillas llenas y rosadas, la nariz respingona y el mentón redondo. No obstante, mirado de cerca, había algo cruel en la boca fruncida de labios finos, una calidad porcina en las amplias fosas nasales, y la ausencia de expresión que empañaba los ojos azul muy pálido se derramaba por todo el rostro y le confería el aspecto de un ahogado, de un cadáver. Era como si, reflexionó la muchacha, alguien hubiese cogido una muñeca de porcelana y le hubiese pintado un rostro que infundiera miedo.
La masajista fue ascendiendo por el brazo hasta el enorme bíceps. ¿De dónde había sacado el hombre estos fantásticos músculos? ¿Sería boxeador? ¿Qué hacía con su cuerpo formidable? Los rumores decían que esa villa era de la policía. Los dos sirvientes masculinos eran, obviamente, algún tipo de guardias, a pesar de que se ocupaban de la cocina y la limpieza de la casa. De forma regular, cada mes el hombre se marchaba durante algunos días, y a ella le decían que no acudiera a la casa. Y de vez en cuando le decían que no fuese a la casa durante una semana, o dos, o en todo el mes. En una ocasión, tras una de estas ausencias, el cuello del hombre y la parte superior de su cuerpo se habían convertido en una masa de magulladuras. En otra, el extremo enrojecido de una herida a medio cicatrizar asomaba por debajo de treinta centímetros de escayola que le cubría las costillas a la altura del corazón. Nunca se había atrevido a preguntar por él en el hospital ni en la ciudad. Cuando la enviaron a la casa por primera vez, uno de los sirvientes le había dicho que si hablaba de lo que allí viera, iría a parar a la prisión. Cuando volvió al hospital, el jefe de personal, que nunca antes había reparado en su existencia, la hizo llamar y le dijo lo mismo. Iría a parar a la cárcel. Los dedos fuertes de la muchacha se hundían nerviosamente en el gran músculo deltoides a la altura del hombro. Siempre había sabido que se trataba de un asunto de seguridad de Estado. Tal vez era eso lo que le repugnaba de aquel cuerpo espléndido. Quizá era sólo el miedo que le inspiraba la organización que tenía ese cuerpo bajo su custodia. Cerró los ojos con fuerza ante el pensamiento de quién podría ser él, de qué podría ordenar que le hicieran a ella. Volvió a abrirlos con rapidez. Él podría haberlo advertido. Pero los ojos del hombre contemplaban, inexpresivos, el cielo.
La muchacha cogió el aceite para masajearle la cara.
Los pulgares acababan de presionar apenas las cuencas de los ojos cerrados del hombre, cuando el teléfono comenzó a sonar en el interior de la casa. El sonido llegó con impaciente insistencia hasta el jardín. De inmediato el hombre estuvo sobre una rodilla, como un corredor que espera el disparo de salida. Pero no se movió. El teléfono dejó de sonar. Se oyó el murmullo de una voz. La joven no podía oír lo que estaba diciendo, pero sonaba obediente, como tomando nota de unas instrucciones que se le transmitían. La voz calló y uno de los sirvientes apareció por un breve instante en la puerta, hizo un gesto en dirección al hombre desnudo y se perdió en el interior de la casa. A mitad del gesto, el hombre ya había echado a correr. Ella observó la bronceada espalda que desaparecía como un rayo por la puerta. Sería mejor no permitir que la encontrase allí cuando volviera a salir… sin hacer nada, tal vez escuchando. Se puso de pie, avanzó dos pasos hasta el borde de cemento de la piscina y se zambulló grácilmente.
Aunque haber conocido el nombre del hombre cuyo cuerpo masajeaba podría haber explicado sus sentimientos instintivos, para la paz mental de la muchacha era mejor que no lo supiera.
Su verdadero nombre era Donovan Grant, o Grant «el Rojo». Sin embargo, durante los últimos diez años, había sido Krassno Granitski, con el nombre clave de «Granit».
Era el jefe ejecutor de SMERSH, el aparato asesino del MGB,' y en este momento estaba recibiendo instrucciones por la línea directa del MGB, en Moscú.
1. Ministerio de Seguridad del Estado, servicio secreto soviético.
Grant colgó con suavidad el teléfono y se sentó, mirándolo.
El guardia de cabeza redonda que se hallaba de pie junto a él dijo:
– Será mejor que empieces a moverte.
– ¿Te han dado alguna pista sobre el trabajo? -Grant hablaba el ruso a la perfección, aunque con un marcado acento. Podría haber pasado por nativo de cualquiera de las provincias bálticas. Su voz era aguda e inexpresiva, como si estuviera recitando un texto de un libro aburrido.
– No. Sólo me dijeron que te necesitan en Moscú. El avión está de camino. Llegará aquí dentro de una hora. Media hora para repostar, y después de tres o cuatro horas, dependiendo del tiempo que haga, aterrizaréis en Jarkov. Llegarás a Moscú hacia medianoche. Será mejor que hagas el equipaje. Yo pediré el coche.
Grant se puso de pie con nerviosismo.
– Sí. Tienes razón. Pero, ¿no te dijeron siquiera si se trataba de una operación? Me gusta saber las cosas. Hablábamos por una línea segura. Podrían haberte dado alguna pista. Por lo general lo hacen.
– Esta vez no lo han hecho.
Grant salió con lentitud por la puerta acristalada hasta el césped. Si reparó en la muchacha que estaba sentada en el borde más alejado de la piscina, no dio señales de que así fuera. Se inclinó para recoger el libro y los dorados trofeos de su profesión, volvió a entrar en la casa y subió los pocos escalones que lo conducirían a su dormitorio.
Se trataba de una habitación desnuda y amueblada tan sólo con un somier de hierro del que las sábanas arrugadas pendían por un lado hasta el piso, una silla de mimbre, un armario sin pintar y una mesita alta con una jofaina de hojalata. El piso estaba sembrado de revistas inglesas y estadounidenses. Apilados contra la pared, debajo de la ventana, había libros en rústica de llamativas cubiertas y novelas de misterio en tapa dura.
Grant sacó una vapuleada maleta italiana de fibra de debajo de la cama. Metió dentro una selección de prendas respetables y bien lavadas que sacó del armario. A continuación se lavó apresuradamente el cuerpo con agua fría y el inevitable jabón que olía a rosas, y se secó con una de las sábanas de la cama.
Se oyó el ruido de un coche en el exterior. Grant se vistió de prisa con ropas tan sencillas y corrientes como las que había metido en la maleta, se puso el reloj de pulsera, metió sus otras pertenencias en los bolsillos, recogió la maleta y bajó las escaleras.
La puerta delantera estaba abierta. Podía ver a sus dos guardias hablando con el conductor del abollado sedán ZIS.
«Condenados estúpidos -pensó. Aún pensaba en inglés durante la mayor parte del tiempo-. Probablemente están di- ciéndole que se asegure de que suba al avión. Probablemente no pueden ni imaginarse que un extranjero quiera vivir en su condenado país.» Los fríos ojos manifestaban desprecio cuando Grant dejó la maleta en el escalón de entrada para rebuscar entre el grupo de abrigos que colgaban de ganchos en la puerta de la cocina. Encontró su «uniforme», el abrigo gris amarillento y la gorra de tela negra de la oficialidad soviética, se los puso, recogió su maleta, salió de la casa y se instaló en el asiento junto al conductor vestido de paisano, dándole un brutal golpe de hombro a uno de los guardias al pasar.
Los dos hombres retrocedieron sin decir nada, pero lo miraron con ojos duros. El conductor quitó el pie del pedal de embrague y el coche, que ya tenía una marcha puesta, aceleró con presteza por la carretera polvorienta.
La villa se encontraba situada en la costa sudoriental de Crimea, más o menos a medio camino entre Feodosija y Yalta. Era una de las muchas dachas de vacaciones para oficiales que había a lo largo de la costa montañosa preferida por todos, y que forma parte de la Riviera rusa. Grant el Rojo sabía que era un inmenso privilegio que lo alojaran allí en lugar de en alguna triste villa de la periferia de Moscú. Mientras el coche ascendía adentrándose en las montañas, pensó que sin duda lo trataban tan bien como sabían, aunque esta preocupación por su bienestar tuviera dos caras.
Realizaron el viaje de sesenta y cinco kilómetros hasta el aeropuerto de Simferopol en una hora. No había otros coches en la carretera, y los ocasionales carros de caballos de los viñedos se apartaban hasta la cuneta al oír su bocina. Como en todas las zonas de Rusia, un coche significaba un oficial, y un oficial sólo podía significar peligro.
Había rosas por todo el camino, campos de ellas alternados con viñedos, setos conformados de rosales a lo largo de la carretera y, en la entrada al aeropuerto, un vasto macizo circular de las variedades roja y blanca para formar una estrella roja sobre fondo blanco. Grant estaba asqueado de aquellas flores y deseoso de llegar a Moscú y huir de su dulce hedor.
Pasaron de largo ante la entrada del aeropuerto civil y siguieron un muro alto durante aproximadamente un kilómetro y medio, hasta la zona militar del aeródromo. Ante una alta puerta de reja, el conductor enseñó su pase a dos centinelas armados con fusiles, para luego continuar hasta el asfalto de la pista. Varios aviones se encontraban posados sobre ella, como también transportes militares de camuflaje, pequeños bimotores de entrenamiento y dos helicópteros de la marina. El conductor se detuvo para preguntarle a un hombre ataviado con mono de trabajo dónde se encontraba el avión de Grant. De inmediato se oyó un chasquido metálico procedente de la torre de control, y una voz les gritó por los altavoces:
– A la izquierda. Más adelante…, a la izquierda. Número V-BO.
El conductor ya atravesaba obedientemente la pista cuando la voz de hierro volvió a ladrarle:
– ¡Alto!
Clavó los frenos, y se oyó un alarido ensordecedor por encima de sus cabezas. Ambos hombres se agacharon de modo instintivo mientras una escuadrilla de cuatro MiG 17 aparecía desde el sol que estaba poniéndose y pasaba en vuelo rasante sobre ellos, con los frenos aerodinámicos completamente bajos para el aterrizaje. Los aviones tocaron la pista de aterrizaje uno tras otro, desprendiendo nubes de humo azul de las ruedas de proa y, con los reactores aullando, continuaron la rodadura hasta la lejana línea que marcaba el límite, para luego regresar hacia la torre de control y los hangares.
– ¡Continúen!
Pocos metros más adelante llegaron hasta un avión que lucía las letras de identificación V-BO. Se trataba de un bimotor Ilyushin 12. Una pequeña escalerilla de aluminio colgaba de la puerta de la cabina, y el coche se detuvo junto a ella. En la puerta apareció uno de los tripulantes. Descendió la escalerilla y examinó con atención el pase del conductor, así como los documentos de identidad de Grant, para luego despedir al primero con un gesto, y con otro indicarle a Grant que lo siguiera hasta el interior del aparato. No se ofreció a ayudarlo con la maleta, pero Grant subió con ella como si no pesara más que un libro. El tripulante ascendió tras él, cerró la gran escotilla con fuerza y avanzó hasta la carlinga.
Allí había veinte asientos vacíos entre los cuales escoger sentarse. Grant se acomodó en el más cercano a la escotilla y se ajustó el cinturón de seguridad. A través de la puerta abierta de la cabina le llegó un corto murmullo de conversación con la torre de control, los dos motores gimieron y tosieron al encenderse, y el aparato giró tan rápidamente como si fuera un coche, rodó hasta el inicio de la pista de despegue norte-sur y, sin más preliminares, salió disparado por ella y se elevó.
Grant se desabrochó el cinturón de seguridad, luego encendió un cigarrillo Troika de filtro dorado y se repantigó para reflexionar cómodamente sobre su pasada carrera y el futuro inmediato.
Donovan Grant era el resultado de la unión de medianoche entre un alemán profesional de la halterofilia y una camarera de Irlanda del Sur. La unión duró un cuarto de hora sobre la hierba húmeda del exterior de un circo instalado en las afueras de Belfast. Después, el padre le dio a la madre media corona y la madre se marchó contenta a dormir en su cama, en la cocina de un café cercano a la estación de ferrocarriles. Cuando supo que esperaba un bebé, se trasladó a vivir con una tía en la aldea de Aughmacloy, que se encuentra a caballo en la frontera; allí, seis meses más tarde, murió de fiebre puerperal poco después de dar a luz a un niño de cinco kilos y medio. Antes de morir, dijo que el niño debía llamarse Donovan (el levantador de pesas se daba a sí mismo el nombre de «El Poderoso O'Donovan») y llevar el apellido Grant, que era el de ella.
La tía cuidó del niño a regañadientes, y éste creció saludable y extremadamente fuerte, pero muy callado. No tenía amigos. Se negaba a comunicarse con otros niños y, cuando quería algo de ellos, se lo arrebataba valiéndose de los puños. Continuó así en la escuela local, donde era temido y aborrecido, pero adquirió fama en boxeo y lucha durante las fiestas locales, donde su sanguinaria furia combinada con astucia le dieron la victoria sobre muchachos mucho mayores y corpulentos que él.
Fue mediante los combates que llamó la atención de los miembros del Sinn Fein, que usaban Aughmacloy como paso principal de sus idas y venidas entre el norte y el sur, y también de los contrabandistas locales que utilizaban la aldea con los mismos propósitos. Cuando dejó el colegio se convirtió en el hombre fuerte de ambos grupos. Le pagaban bien por el trabajo, pero lo veían lo menos posible.
Fue alrededor de esta época cuando su cuerpo comenzó a experimentar compulsiones extrañas y violentas en torno a los días de luna llena. Cuando, en el octubre de sus dieciséis años, tuvo por primera vez «las sensaciones», como las llamaba él, salió y estranguló un gato. Esto le hizo «sentirse mejor» durante todo un mes. En noviembre, fue un perro pastor grande y, por Navidad, degolló una vaca a medianoche en un cobertizo del vecindario. Estos actos le hacían «sentirse bien». Tenía la sensatez suficiente para darse cuenta de que dentro de poco el pueblo comenzaría a hacerse preguntas acerca de aquellas muertes misteriosas, así que compró una bicicleta y una vez por mes se marchaba al campo. A menudo tenía que llegar muy lejos para encontrar lo que quería y, después de dos meses de tener que satisfacerse con ocas y pollos, corrió el riesgo de degollar a un vagabundo dormido.
Por las noches había tan poca gente en el exterior, que pronto comenzó a salir a la carretera a una hora más temprana, alejándose mucho de su población, de modo que llegaba a aldeas distantes al caer la noche, cuando las personas solitarias regresaban a casa de los campos y las muchachas salían para acudir a sus citas.
Cuando ocasionalmente mataba a una muchacha, no «interfería» en ella para nada. Ese aspecto de la vida, del que había oído hablar, le resultaba del todo incomprensible. Era sólo el maravilloso acto de matar lo que hacía que se «sintiera bien». Nada más.
Hacia el final de su decimoséptimo año, espantosos rumores se propagaban por todo Fermanagh, Tyrone y Armagh. Cuando una mujer fue asesinada a plena luz del día, estrangulada y arrojada con indiferencia en una parva de heno, los rumores se convirtieron en pánico. En los pueblos se formaron grupos de aldeanos, se trajeron refuerzos policiales con perros, y las historias que se contaban acerca del «asesino lunar» atrajeron periodistas a la zona. Varias veces, cuando Grant circulaba en su bicicleta, fue detenido e interrogado, pero contaba con una poderosa protección en Aughmacloy, y siempre eran corroboradas sus historias sobre carreras de entrenamiento para mantenerse en forma para el boxeo, pues ahora constituía el orgullo de la aldea y era el boxeador que representaría a Irlanda del Norte en el campeonato de pesos ligeros.
Una vez más, antes de que fuera demasiado tarde, el instinto evitó que lo descubrieran, y se marchó de Aughmacloy a Belfast, donde se puso en manos de un empresario arruinado que quería que él se hiciera boxeador profesional. En el desvencijado gimnasio, la disciplina era estricta. Constituía casi una prisión, y el día en que la sangre volvió a hervir en las venas de Grant, no le quedó otra alternativa que casi matar a uno de sus sparrings. Cuando tuvieron que quitarlo por segunda vez de encima de un hombre en el cuadrilátero, fue sólo por ganar el campeonato que se salvó de que el empresario lo echara a la calle.
Grant ganó el campeonato en 1945, en su decimoctavo cumpleaños; luego lo llamaron al servicio militar y se convirtió en conductor del Royal Corps of Signáis. [1] El período de entrenamiento en Inglaterra lo calmó un poco, o al menos lo volvió más prudente cuando tenía «las sensaciones». Ahora, en los días de luna llena, se ponía a beber como alternativa. Solía llevarse una botella de whisky a los bosques de los alrededores de Aldershot y bebérsela hasta el final mientras observaba sus sensaciones, fríamente, hasta que lo acometía la inconsciencia. Luego, a primeras horas de la mañana, regresaba al campamento tambaleándose un poco, satisfecho sólo a medias, pero ya desprovisto de peligro. Si lo pillaba un centinela, le caía sólo un día de confinamiento en las barracas, porque su oficial al mando quería tenerlo contento para el campeonato del ejército.
Sin embargo, la sección de transporte de Grant fue enviada con urgencia a Berlín en torno a la época del bloqueo de comunicaciones por parte de los rusos, y se perdió el campeonato. En Berlín, el constante olor a peligro lo intrigaba y lo volvió aún más cuidadoso y astuto. Continuaba emborrachándose como una cuba en luna llena, pero durante el resto del tiempo se dedicaba a observar y trazar planes. Le gustaba todo lo que oía decir de los rusos, su brutalidad, su indiferencia hacia la vida humana y su astucia, y decidió acercarse a ellos. Pero, ¿cómo? ¿Qué podía llevarles de regalo? ¿Qué querían?
Fueron los campeonatos del BAOR [2] lo que finalmente le impulsó a acercarse. Por casualidad, tuvieron lugar en luna llena. Grant, que luchaba por el Royal Corps, recibió una advertencia por aferrar al contrario y lanzar golpes bajos, y fue descalificado en el tercer asalto por persistir en el juego sucio. Todo el estadio le silbó cuando abandonaba el cuadrilátero y, a la mañana siguiente, el oficial al mando lo llamó y, con frialdad, dijo que él era una ignominia para el Royal Corps y que sería devuelto a Inglaterra cuando llegara el siguiente relevo. Los otros conductores lo condenaron al ostracismo y, puesto que nadie quería conducir un transporte con él, tuvieron que trasladarlo al codiciado servicio de correo motorizado.
El traslado no podía resultarle más ventajoso a Grant. Esperó durante unos días y, entonces, cuando un atardecer ya había recogido el correo saliente del día en el cuartel general de Inteligencia Militar instalado en la Reichskanzlerplatz, se fue directamente al sector ruso, esperó con el motor en marcha hasta que se abrió la reja del control británico para dejar entrar a un taxi, y entonces pasó disparado a sesenta y cinco kilómetros por hora a través de las rejas que se cerraban, para detenerse derrapando junto al fortín de cemento del puesto de frontera ruso.
Lo metieron a empujones en la sala de guardia. Un oficial de rostro pétreo, que estaba detrás de un escritorio, le preguntó qué quería.
– Quiero hablar con el servicio secreto soviético -replicó Grant, sin más-. Con el jefe.
El oficial clavó en él una mirada fría. Dijo algo en ruso. Los soldados que lo habían conducido al interior comenzaron a arrastrarlo al exterior. Grant se los sacudió de encima con facilidad. Uno de ellos levantó la ametralladora.
Grant dijo, hablando con tono paciente y de forma clara:
– Tengo un montón de documentos secretos. Ahí fuera. En las bolsas de cuero de la motocicleta. -Tuvo una idea luminosa-. Tendrá usted serios problemas si no se los entregan al servicio secreto.
El oficial les dijo algo a los soldados, y éstos retrocedieron.
– No tenemos servicio secreto -respondió en un inglés carente de soltura-. Siéntese y rellene este formulario.
Grant se sentó ante el escritorio y rellenó un largo formulario que contenía preguntas para cualquiera que desease visitar la zona oriental: nombre, dirección, naturaleza de los asuntos que lo llevaban allí, y demás. Entre tanto, el oficial habló suave y brevemente por teléfono.
Para cuando Grant acabó, dos militares más, suboficiales con gorras de infantería verde grisáceo y galones de rango en sus uniformes color caqui, habían entrado en la habitación. El oficial de frontera entregó el formulario, sin mirarlo, a uno de ellos, y los hombres se llevaron a Grant al exterior y lo metieron, junto con su motocicleta, en la parte trasera de una furgoneta cubierta, cuya puerta cerraron con llave tras él. Después de una rápida carrera de un cuarto de hora, la furgoneta se detuvo, y cuando Grant salió de ella se encontró con que estaba en el patio trasero de una gran construcción nueva. Lo llevaron al interior del edificio, lo trasladaron en ascensor a un piso superior y lo dejaron a solas en una celda sin ventanas. No contenía nada más que un banco de hierro. Pasada una hora durante la cual, suponía él, habían examinado los documentos secretos, lo llevaron a una cómoda oficina donde, tras el escritorio, se encontraba sentado un oficial que lucía tres hileras de condecoraciones y los galones dorados de un coronel.
El escritorio estaba vacío, excepto por un cuenco de rosas.
Diez años más tarde, Grant miraba por la ventanilla del avión hacia un amplio conjunto de luces que se hallaba a seis mil metros más abajo, y que supuso que era Jarkov; su reflejo en la ventanilla le sonrió sin alegría.
Rosas. A partir de aquel momento su vida no había sido otra cosa que rosas. Rosas, rosas todo el tiempo.
– ¿Así que le gustaría trabajar en la Unión Soviética, señor Grant?
Había pasado media hora y el coronel del MGB estaba aburrido con la entrevista. Pensaba que ya le había extraído todos los datos militares de algún interés a aquel desagradable soldado británico. Unas pocas palabras para recompensar al hombre por el rico botín de secretos que le habían proporcionado sus bolsas de correo, y luego el hombre podría bajar a las celdas y, en el momento oportuno, ser embarcado hacia Vorkuta u otro campo de trabajo.
– Sí, me gustaría trabajar para ustedes.
– ¿Y qué trabajo podría hacer, señor Grant? Tenemos muchos trabajadores no cualificados. No necesitamos conductores de camiones y -el coronel sonrió fugazmente-, si hay que practicar boxeo, tenemos muchos hombres capaces de boxear. Dos posibles campeones olímpicos entre ellos, por cierto.
– Soy un experto en matar personas. Lo hago muy bien. Me gusta.
El coronel vio la roja llama brillando en los ojos azul pálido. Pensó: «Habla en serio. Además de ser desagradable, está loco.» Contempló a Grant con frialdad, preguntándose si merecería la pena malgastar comida para alimentarlo en Vorkuta. Tal vez sería mejor hacerlo fusilar. O arrojarlo de vuelta al sector británico y dejar que su propia gente se preocupara por él.
– Usted no me cree -dijo Grant, con impaciencia. Aquél era el hombre equivocado, la sección incorrecta-. ¿Quién se encarga del trabajo duro de ustedes por aquí? -Estaba seguro de que los rusos tenían algún tipo de escuadrón asesino. Todo el mundo decía que así era-. Déjeme hablar con ellos. Mataré a alguien para ellos. A quien quieran. Ahora.
El coronel lo miró con amargura. Tal vez sería mejor que informara del asunto.
– Espere aquí. -Se levantó y salió de la oficina, dejando la puerta abierta. Apareció un guardia que se apostó en la entrada y clavó los ojos en la espalda de Grant, con la mano en la pistola.
El coronel se encaminó a la habitación siguiente. Estaba vacía. En el escritorio había tres teléfonos. Levantó el receptor que comunicaba con la línea directa de la oficina del MGB en Moscú. Cuando el operador militar respondió, él di jo:
– SMERSH.
Cuando SMERSH respondió, pidió para hablar con el jefe de Operaciones. Diez minutos más tarde colgó el receptor. ¡Qué suerte! Una solución sencilla, constructiva. Con independencia del camino que tomara, saldría bien. Si el inglés tenía éxito, sería espléndido. Y aun en el caso de que fracasara, crearía muchísimos problemas en el sector occidental: problemas para los británicos porque Grant era uno de los suyos, problemas con los alemanes porque el atentado asustaría a muchos de sus espías, problemas con los estadounidenses porque ellos aportaban la mayor parte de los fondos para la red Baum- garten, y ahora pensarían que la seguridad de Baumgarten no era buena. Satisfecho de sí mismo, el coronel regresó a su oficina y volvió a sentarse ante Grant.
– ¿Habla en serio?
– Por supuesto que sí.
– ¿Tiene buena memoria?
– Sí.
– En el sector británico hay un alemán llamado doctor Baumgarten. Vive en el apartamento número 5 del 22 de Kur- fürstendamm. ¿Sabe dónde está eso?
– Sí.
– Esta noche, será usted devuelto con su motocicleta al sector británico. Se le cambiarán las placas de matrícula. Su gente estará buscándolo. Le llevará un sobre al doctor Baumgarten. La inscripción especificará que debe ser entregado en mano. Con su uniforme y ese sobre, no tendrá ninguna dificultad. Dirá que el mensaje es tan privado que debe ver al doctor Baumgarten a solas. Entonces lo matará. -El coronel hizo una pausa. Sus cejas se alzaron-. ¿Sí?
– Sí -replicó Grant, imperturbable-. Y si lo consigo, ¿me darán más trabajos como éste?
– Es posible -contestó el coronel, con indiferencia-. Primero debe demostrar lo que puede hacer. Cuando haya concluido su cometido y regrese al sector soviético, puede preguntar por el coronel Boris. -Pulsó un timbre y entró un hombre vestido de paisano. El coronel hizo un gesto hacia él-. Este hombre le dará comida. Más tarde le entregará el sobre y un cuchillo afilado de manufactura estadounidense. Se trata de un arma excelente. Buena suerte.
El coronel extendió un brazo para coger una rosa del cuenco, cuyo perfume aspiró con deleite.
Grant se puso de pie.
– Gracias, señor -se despidió con tono cordial.
El coronel no respondió ni alzó los ojos de la rosa. Grant siguió al hombre vestido de paisano al exterior de la oficina.
El avión rugía sobrevolando el territorio central de Rusia. Habían dejado atrás los altos hornos que ardían a lo lejos, al este de Stalino [3] y, al oeste, la cinta plateada del Dniéper que se bifurcaba en Dnepropetrovsk. [4] El charco de luz que rodeaba Jarkov había señalado la frontera de Ucrania, y el resplandor menor de la población del fosfato de Kursk había aparecido y desaparecido. Ahora, Grant sabía que la sólida negrura ininterrumpida de allá abajo ocultaba la estepa donde billones de toneladas de grano ruso susurraban y ondulaban en la oscuridad. Ya no habría más oasis de luz hasta que, dentro de una hora, hubiesen cubierto los restantes cuatrocientos ochenta kilómetros que los separaban de Moscú.
Porque a estas alturas, Grant lo sabía todo de Rusia. Tras el rápido, limpio, sensacional asesinato de un vital espía de Alemania Occidental, Grant apenas había acabado de escabullirse de vuelta al otro lado de la frontera y había llegado más o menos a tientas hasta el «coronel Boris», cuando lo vistieron con ropas de paisano, le pusieron un casco de aviador que cubrió su cabello y lo metieron precipitadamente en un avión vacío del MGB que lo condujo directamente a Moscú.
Entonces comenzó un año de semirreclusión en el que Grant se dedicó a mantenerse en forma y a aprender ruso, mientras la gente iba y venía a su alrededor: interrogadores, informadores, médicos. Entre tanto, los espías soviéticos en Inglaterra e Irlanda del Norte habían investigado su pasado de forma minuciosa.
Al final de ese año, a Grant le concedieron un certificado de salud política tan limpio como pueda conseguir cualquier extranjero en Rusia. Los espías habían confirmado su historia. Los informadores ingleses y estadounidenses dijeron que sentía un desinterés absoluto por la política o las costumbres sociales de cualquier país del mundo, y los médicos y psicólogos se mostraron de acuerdo en que era un maníaco depresivo en estado avanzado, cuyos períodos coincidían con la luna llena. Añadieron también que Grant era un narcisista y un asexuado, y que su tolerancia al dolor era elevada. Estas peculiaridades aparte, su salud física era soberbia y, aunque su nivel educativo era espantosamente bajo, era por naturaleza tan astuto como un zorro. Todos estuvieron de acuerdo en que Grant era un miembro extremadamente peligroso de la sociedad, y que debía mantenérselo apartado.
Cuando llegó el informe a las manos del jefe de personal del MGB, éste estaba a punto de escribir «Mátenlo», en el margen, cuando tuvo otra idea.
En la URSS hay que llevar a cabo una gran cantidad de asesinatos, no porque el ruso medio sea un ser cruel, aunque algunas de sus etnias se encuentran entre los pueblos más crueles del mundo, sino como un instrumento de política gubernamental. Las personas que actúan en contra del Estado son enemigos del Estado, y el Estado no tiene espacio para los enemigos. Hay demasiado que hacer para dedicarles una parte del precioso tiempo y, si se convierten en una molestia persistente, acaban muertos. En un país con una población de 200.000.000 de habitantes, uno puede matar a varios miles de ellos sin echarlos en falta. Si, como sucedió durante las dos purgas más grandes, había que matar a un millón de personas en un año, tampoco eso constituía una pérdida grave. El problema serio era la escasez de verdugos. Los verdugos tienen una «vida» corta. Se cansan del trabajo. El alma enferma a causa del mismo. Después de diez, veinte, cien estertores de muerte, el ser humano, por subhumano que pueda ser, adquiere, tal vez por osmosis con la muerte misma, un germen de muerte que entra en su cuerpo y lo devora como un cancro. Se apoderan de él la melancolía y la bebida, y una horrenda lasitud que nubla los ojos, ralentiza los movimientos y destruye la precisión. Cuando el jefe ve estos signos, no le queda otra alternativa que la de ejecutar al verdugo y buscar otro.
El jefe de personal del MGB era consciente de este problema y de la constante búsqueda, no sólo del asesino refinado, sino también del carnicero común. Y allí tenía por fin a un hombre que parecía ser un experto en ambas formas de matar, dedicado a su oficio y, si debía creerse en los médicos, destinado a ello sin lugar a dudas.
El jefe de personal escribió una corta nota mordaz en los documentos de Grant, los clasificó como «SMERSH Otdyel II» y los arrojó en su bandeja de salida.
La sección 2 de SMERSH, a cargo de Operaciones y Ejecuciones, asumió la custodia del cuerpo de Donovan Grant, cambió su nombre por el de Granitski y lo inscribió en sus libros.
Los dos años siguientes fueron duros para Grant. Tuvo que volver a la escuela, y a una escuela que le hacía anhelar los astillados pupitres del cobertizo de chapa de zinc, colmado del olor de los niños y el zumbido adormecedor de las moscardas, que había sido su única concepción de lo que era la escuela. Ahora, en la Escuela de Inteligencia para Extranjeros de las afueras de Leningrado, apretado entre las filas de alemanes, che- cos, polacos, bálticos, chinos y negros, todos con rostros serios y concentrados, y bolígrafos que corrían por las libretas de notas, luchaba con asignaturas que eran un puro galimatías para él.
Había cursos de «Conocimientos de Política General», que incluían la historia de los movimientos obreros, del Partido Comunista y de las Fuerzas Industriales del mundo, y las enseñanzas de Marx, Lenin y Stalin, todos salpicados de nombres extranjeros que apenas era capaz de escribir. Había lecciones sobre «El enemigo de clase contra el que luchamos», con conferencias sobre Capitalismo y Fascismo; semanas dedicadas a «Táctica, Agitación y Propaganda», y más semanas centradas en el problema de las minorías poblacionales, de las razas coloniales, los negros, los judíos. Cada mes concluía con exámenes en los que Grant se sentaba y escribía estupideces analfabetas, entremezcladas con fragmentos de olvidada historia inglesa y consignas comunistas mal escritas, e inevitablemente, en una ocasión, le rompieron lo que había escrito delante de toda la clase.
Pero resistió, y cuando llegaron a «Asignaturas Técnicas» las cosas le fueron mejor. Era rápido en comprender los rudimentos de Códigos y Criptografía, porque quería entenderlos. Era bueno en Comunicaciones, y de inmediato comprendió el enredo de contactos, fusibles, mensajeros y apartados de correo, y obtuvo notas excelentes en Trabajo de Campo, en el cual cada estudiante tenía que planear y llevar a cabo falsas misiones en los suburbios y el campo que rodeaba Leningrado. Por último, cuando llegó el momento del examen de Vigilancia, Discreción, «La seguridad primero», Presencia de Ánimo, Coraje y Serenidad, obtuvo las mejores notas de toda la clase.
Al final del año, el informe enviado a SMERSH concluía lo siguiente: «Valor político nulo. Valor operacional excelente», lira precisamente lo que quería oír Otdyel II.
El año siguiente lo pasó, con sólo otros dos estudiantes extranjeros entre varios centenares de rusos, en la Escuela para el Terror y Maniobras de Distracción Estratégica, situada en Kuchino, en las afueras de Moscú. Allí, Grant superó triunfante los cursos de judo, boxeo, atletismo, fotografía y radio, bajo la supervisión general del famoso coronel Arkady Fotoyev, padre del moderno espionaje soviético, y completó su instrucción en armas pequeñas en manos del teniente coronel Nikolai Godlovsky, el campeón soviético de tiro con rifle.
En dos ocasiones durante este año, y sin previo aviso, un coche del MGB acudió a buscarlo en la noche de luna llena y lo llevó a una de las cárceles de Moscú. Allí, con una capucha negra sobre la cabeza, se le permitió llevar a cabo ejecuciones con diversas armas: la soga, el hacha, el subfusil ametrallador. Antes, durante y después de estas acciones, se le hicieron electrocardiogramas, se le tomó la presión sanguínea y lo sometieron a otras varias pruebas médicas, pero los propósitos y hallazgos de las mismas no le fueron comunicados a él.
Fue un buen año y Grant tenía la sensación, muy correcta, de que estaban satisfechos con él.
En 1949 y 1950, a Grant se le permitió salir en pequeñas operaciones con los Grupos Móviles o Avanposts, que se llevaban a cabo en los países satélites. Se trataba de apaleamientos y simples asesinatos de espías rusos y empleados de Inteligencia sospechosos de traición u otras aberraciones. Grant ejecutaba estos cometidos de forma limpia, precisa y sin llamar la atención, y aunque lo vigilaban de modo constante y minucioso, jamás manifestó la más leve desviación de las normas que se le exigían, ni tampoco ninguna debilidad de carácter o de destreza técnica. Puede que habría sido diferente si le hubiesen pedido que matara cuando llevaba a cabo un trabajo en solitario durante el período de luna llena; pero sus superiores, que se daban cuenta de que durante ese período él se hallaría fuera del control de ellos, o del suyo propio, escogían fechas sin riesgo para las operaciones en las cuales intervenía. El período de plenilunio quedaba reservado exclusivamente para carnicerías en las prisiones y, de vez en cuando, se las programaba como recompensa por haber realizado con éxito alguna operación a sangre fría.
En 1951 y 1952, la utilidad de Grant se hizo más plena y oficialmente reconocida. Como resultado de su excelente trabajo, sobre todo en el sector oriental de Berlín, se le concedió la ciudadanía soviética y sucesivos aumentos de sueldo que, hacia 1953, llegaba a la bonita suma de 5.000 rublos por mes. En 1953 se le ascendió al grado de comandante, con derechos retroactivos de retiro que se remontaban al día en que contactó por primera vez con el «coronel Boris», y se le adjudicó una villa en Crimea. Se nombró a dos guardaespaldas como adjuntos suyos, en parte para protegerlo a él y en parte para evitar la posibilidad de que le diera por «convertirse en civil», como denomina la jerga del MGB a la deserción. Una vez al mes, se lo transportaba a la cárcel más cercana y se le permitían tantas ejecuciones como candidatos disponibles había.
Naturalmente, Grant no tenía amigos. Era odiado, temido o envidiado por todos los que entraban en contacto con él. Ni siquiera contaba con ninguno de esos conocidos profesionales que pasan por amistad en el discreto y cauteloso mundo de la oficialidad soviética. Pero, si se daba cuenta de ese hecho, no le importaba. Los únicos individuos que le interesaban eran sus víctimas. El resto de su vida se encontraba en su propio interior. Y estaba rica y emocionantemente poblada por sus propios pensamientos.
Aunque, por supuesto, tenía a SMERSH. Nadie de la Unión Soviética que tenga a SMERSH de su lado tiene necesidad de preocuparse por los amigos ni, de hecho, por nada más que por mantener las negras alas de SMERSH sobre su cabeza.
Grant estaba aún pensando vagamente en cuál era su posición ante los superiores, cuando el avión comenzó a perder altura al captar la señal del radar del aeropuerto de Tushino, justo al sur del resplandor rojo que era Moscú.
Estaba ya en lo más alto, era el jefe ejecutor de SMERSH y, por tanto, de toda la Unión Soviética. ¿A qué podía aspirar ahora? ¿A otro ascenso? ¿A más dinero? ¿A más chucherías de oro? ¿A objetivos más importantes? ¿A técnicas mejores?
La verdad es que no parecía haber nada más a lo que aspirar. ¿O existía algún otro hombre del que nunca había oído hablar, en algún otro país, al que habría que apartar a un lado antes de que la supremacía absoluta fuese suya?
SMERSH es la organización oficial asesina del gobierno soviético. Opera tanto dentro como fuera del país, y en 1955 tenía un total de 40.000 agentes, hombres y mujeres. SMERSH es una contracción de «Smiert Spionam», que significa «Muerte a los l.spías». Es un nombre que sólo utiliza el personal de la organización y los oficiales soviéticos. Ningún miembro cuerdo del público permitiría que dicha palabra pasara por sus labios.
El cuartel general de SMERSH es un edificio grande, feo y moderno emplazado en la Sretenka Ulitsa. Está en el número 13 de esta calle ancha y gris, y los peatones mantienen los ojos li jos en el suelo al pasar ante los dos centinelas armados con subfusiles ametralladores apostados a ambos lados de las anchas escaleras que conducen hasta la gran puerta doble de hierro. Si lo recuerdan a tiempo, o si pueden hacerlo sin llamar la atención, cruzan la calle y pasan por la otra acera.
La dirección de SMERSH tiene su centro en el segundo piso. La sala más importante del segundo piso es una habitación muy grande y luminosa pintada con ese verde oliva pálido que constituye el denominador común de todas las oficinas gubernamentales del mundo entero. Opuestas a la puerta insono- i izada, dos amplias ventanas dan al patio que hay detrás del edificio. El piso está completamente cubierto por una colorida moqueta caucasiana de la mejor calidad. En el extremo izquierdo de la habitación hay un macizo escritorio de roble. La superficie del mismo se halla cubierta de terciopelo rojo sobre el que descansa una gruesa hoja de vidrio.
A la izquierda del escritorio hay cestas de ENTRADA y SALIDA de correspondencia y, a la derecha, cuatro teléfonos.
Desde el centro del escritorio, formando una letra T con él, se extiende una mesa de conferencias dispuesta diagonalmente respecto de la sala. Ante ella se alinean ocho sillas de respaldo recto tapizadas en cuero rojo. También esta mesa está cubierta de terciopelo del mismo color, pero no cuenta con un vidrio que lo proteja. Sobre ella hay ceniceros, y dos pesadas garrafas de agua con sus vasos.
En las paredes pueden verse cuatro grandes cuadros con marco dorado. En 1955, éstos eran, además de un retrato de Stalin encima de la puerta y otro de Lenin entre las dos ventanas, en las paredes restantes, uno frente al otro, un retrato de Bulganin y, donde hasta el 13 de enero de 1954 había colgado el de Beria, [5] uno del general del ejército Ivan Aleksandrovitch Serov, jefe del Comité de Seguridad de Estado.
En la pared de la izquierda, debajo del cuadro de Bulganin, hay un enorme Televisor, [6] o aparato de televisión, dentro de un bello armario de madera de roble lustrada. Oculto dentro del mismo hay un magnetófono que puede encenderse desde el escritorio. El radio de recepción del micrófono del aparato abarca toda la extensión de la mesa, y los cables del mismo se encuentran ocultos en las patas de la misma. Junto al Televisor puede verse una puerta pequeña que conduce a un retrete y lavabo privado, y a una pequeña sala de proyección para visio- nar películas secretas.
Debajo del retrato del general Serov hay una librería que contiene, en los estantes superiores, las obras de Marx, Engels, Lenin y Stalin y, en lugar más accesible, libros en todos los idiomas acerca de espionaje, contraespionaje, métodos policiales y criminología. Junto a la librería, contra la pared, se alza una mesa larga y estrecha donde descansan una docena de álbumes encuadernados en piel con fechas doradas estampadas en las cubiertas. Estos contienen fotografías de ciudadanos soviéticos y extranjeros que han sido asesinados por SMERSH.
Aproximadamente a la hora en que Grant estaba a punto de aterrizar en el aeropuerto de Tushino, poco antes de las once y inedia de la noche, un hombre de unos cincuenta años, de aspecto duro y constitución gruesa, se encontraba de pie ante dicha mesa hojeando el volumen de 1954.
El jefe de SMERSH, el coronel general Grubozaboyschi- kov, conocido en el edificio como «G.», iba vestido con una impecable casaca color caqui de cuello alto, y pantalones de caballería azul oscuro con dos finas listas rojas verticales a los lados. Los pantalones acababan en unas botas de montar de cuero negro blando muy lustroso. En el pecho de la casaca lucía tres hileras de cintas de condecoraciones: dos órdenes de Lenin, la orden de Suvorov, la orden de Alexander Nevsky, la orden de la Bandera Roja, dos órdenes de la Estrella Roja, la medalla de los Veinte Años de Servicio, y medallas por la Defensa de Moscú y la Toma de Berlín. Al final de éstas venían la cinta rosa y gris del CBE, [7] y la color rojo púrpura y blanca de la Medalla al Mérito, de Estados Unidos. Por encima de las cintas colgaba la enorme estrella dorada de Héroe de la Unión Soviética.
El rostro que había sobre el alto cuello de la casaca era es- Irecho y afilado. Tenía bolsas flojas debajo de los ojos, los cuales eran redondos, castaños y sobresalían como mármoles pulidos bajo espesas cejas castañas. Llevaba el cráneo completamente afeitado y la tirante piel blanca brillaba a la luz de la araña central. La boca era ancha y severa sobre el mentón profundamente hendido. Se trataba de un semblante duro e inflexible, de formidable autoridad.
Uno de los teléfonos del escritorio sonó suavemente. El hombre avanzó con pasos contenidos y precisos hasta la silla alta que había detrás del escritorio. Se sentó en ella y cogió el receptor del teléfono rotulado en blanco con las letras V. Ch. listas letras son la sigla de Vysoko-chastoty, o Alta Frecuencia. Sólo unos cincuenta oficiales supremos están conectados al panel de control de V. Ch., y son todos ministros de Estado o jefes de secciones selectas. La controla una pequeña centralita telefónica del interior del Kremlin, operada por oficiales profesionales de seguridad. Ni siquiera ellos pueden escuchar las conversaciones que se mantienen a través de la misma, pero cada palabra que se dice queda automáticamente grabada.
– ¿Sí?
– Serov al habla. ¿Qué acción se ha emprendido desde la reunión del Presidium de esta mañana?
– Tengo una reunión aquí mismo dentro de pocos minutos, camarada general… el RUMID [8], el GRU [9] y, por supuesto, el MGB. Después de eso, si se decide emprender la acción, me reuniré con los jefes de Operaciones y de Planificación. En caso de que se decida por la liquidación, he tomado la precaución de traer a Moscú al especialista necesario. Esta vez supervisaré personalmente los preparativos. No nos interesa otro asunto Khoklov.3
– Bien sabe el diablo que no. Telefonéeme después de la primera reunión. Deseo informar al Presidium mañana por la mañana.
– Desde luego, camarada general.
El general G. colgó el receptor y pulsó un botón que había debajo de su escritorio. Al mismo tiempo, encendió el magnetófono. Su ayudante de campo, un capitán del MGB, entró en la sala.
– ¿Han llegado ya?
– Sí, camarada general.
– Hágalos pasar.
Al cabo de pocos minutos traspasaron la puerta seis hombres, cinco de ellos vestidos con uniforme, y sin echarle apenas una mirada al hombre que se encontraba detrás del escritorio, ocuparon sus sillas ante la mesa de conferencias. Se trataba de tres oficiales superiores, jefes de sus departamentos respectivos, y todos iban acompañados de un ayudante de campo. En la Unión Soviética, ningún hombre acude solo a una conferencia. Por su propia protección y para tranquilidad de su departamento, inevitablemente se hace acompañar de un testigo para que dicho departamento pueda tener versiones independientes de lo que sucedió en la conferencia y, por encima de todo, de lo que dijo en su nombre. Resulta importante en el caso de que haya una investigación subsecuente. En la conferencia no se toman notas y las decisiones les son comunicadas oralmente a los diferentes departamentos.
Al otro lado de la mesa se encontraba el teniente general Slavin, jefe del GRU, el departamento de Inteligencia del Estado Mayor del Ejército, con un coronel a su lado. Al extremo se encontraba sentado el teniente general Vozdvishensky del RU- MID, el departamento de Inteligencia del Ministerio del Exterior, con un hombre de mediana edad vestido de paisano. De espaldas a la puerta, se hallaba el coronel de Seguridad del Estado, Nikitin, jefe de Inteligencia del MGB, el servicio secreto soviético, con un comandante a su lado.
– Buenas noches, camaradas.
Un cortés y prudente murmullo se elevó entre los oficiales. Cada uno sabía, y pensaba que era el único en saberlo, que en la habitación había micrófonos; y cada uno, sin decírselo a su ayudante de campo, había decidido pronunciar las mínimas palabras posibles de acuerdo con la buena disciplina y las necesidades del Estado.
– Fumemos. -El general G. sacó un paquete de cigarrillos Moskwa-Volga y encendió uno con un mechero Zippo estadounidense. Se oyeron chasquidos de encendedores en torno a la mesa. El general G. aplastó el tubo de cartón que remataba su cigarrillo, de modo que quedó casi plano, y lo sujetó entre los dientes al lado derecho de la boca. Estiró los labios hacia atrás, dejando los dientes a la vista, y comenzó a hablar con frases cortas y explosivas que salían con una especie de siseo entre los dientes y el cigarrillo inclinado hacia arriba.
– Camaradas, nos hemos reunido por orden del camarada general Serov. El general Serov, en nombre del Presidium, me ha ordenado que ponga en conocimiento de ustedes ciertos asuntos de política de Estado. Tenemos, pues, que conferenciar y aconsejar una línea de acción que sea acorde con esta política y la refuerce. Debemos llegar a una decisión lo antes posible. Pero nuestra decisión será de una importancia suprema para el listado. Deberá ser, por lo tanto, una decisión correcta.
El general G. hizo una pausa para permitir que los presentes se hicieran cargo del significado de sus palabras. Con lentitud, examinó uno a uno los rostros de los tres oficiales superiores que se encontraban ante la mesa. Sus ojos le devolvieron miradas imperturbables. Por dentro, estos hombres tremendamente importantes se sentían inquietos. Estaban a punto de tni- iar a través de la puerta del infierno. Estaban a punto de entelarse de un secreto de Estado, el conocimiento del cual podría, en el futuro, tener las más peligrosas consecuencias para ellos. Sentados en la silenciosa sala, se sentían bañados por la espantosa incandescencia que irradia del centro de todos los poderes en la Unión Soviética: el Presidium Supremo.
La última ceniza cayó del extremo del cigarrillo del general G. sobre su casaca. Él se la sacudió y arrojó la boquilla a la papelera de documentos secretos descartados que había junto a su escritorio. Encendió otro cigarrillo y volvió a hablar con el mismo entre los dientes.
– El consejo que debemos dar tiene relación con un notable acto de terrorismo que debe llevarse a cabo en territorio enemigo dentro de tres meses.
Seis pares de ojos inexpresivos estaban clavados en el jefe de SMERSH, esperando.
– Camaradas -el general G. se repantigó en su silla y su voz se volvió explosiva-, la política exterior de la URSS ha entrado en una nueva etapa. Hasta ahora, era una política «dura»… una política -se permitió la broma a costa del nombre de Stalin- de acero. Esta política, por eficaz que fuera, había creado tensiones en Occidente, sobre todo en los Estados Unidos, que estaban volviéndose peligrosos. Los estadounidenses son un pueblo impredecible. Son histéricos. Los informes de nuestra Inteligencia comenzaron a señalar que estábamos empujando a los Estados Unidos al borde de un ataque atómico sorpresa contra la U.R.S.S. Ustedes han leído esos informes y saben que digo la verdad. No queremos una guerra semejante. Si debe haber una guerra, seremos nosotros quienes escojamos el momento. Ciertos grupos estadounidenses poderosos, sobre todo el grupo del Pentágono liderado por el almirante Radford, contaron con el propio éxito de nuestra política «dura» como ayuda a sus violentos planes. Así pues, se decidió que había llegado la hora de cambiar nuestros métodos, al tiempo que conservábamos los objetivos. Se creó una política nueva: una política «dura-blanda». Ginebra fue el comienzo de esta política. Nos mostramos «blandos». China amenaza las islas de Quemoy y Matsu. Nos mostramos «duros». Abrimos nuestras fronteras a muchísimos periodistas, actores y artistas, aunque sabíamos que muchos de ellos eran espías. Nuestros líderes ríen y cuentan chistes en las recepciones de Moscú. En medio de los chistes nosotros lanzamos la bomba de prueba más grande de todos los tiempos. Los camaradas Bulganin, Krus- chov y el camarada general Serov -el general incluyó cuidado- sámente los nombres para que quedaran grabados- visitan la In dia y Oriente e injurian a los ingleses. A su regreso, mantienen conversaciones amistosas con el embajador británico acerca de la próxima visita de buena voluntad que harán a Londres. Y así nos comportamos en los demás ámbitos: la caricia y el garrote, la sonrisa y el ceño fruncido. Y Occidente está confundido. Las tensiones se relajan antes de tener tiempo de consolidarse. Las reacciones de nuestros enemigos son torpes; su estrategia, desorganizada. ¡Entre tanto, el pueblo llano ríe de nuestros chistes, vitorea a nuestros equipos de fútbol y babea de deleite cuando ponemos en libertad a unos cuantos prisioneros de guerra a los que ya no deseamos alimentar!
En torno a la mesa se vieron sonrisas de placer y orgullo. ¡Qué política tan brillante! ¡Qué manera de dejarlos como unos estúpidos en el propio Occidente!
– Al mismo tiempo -prosiguió el general G., sonriendo apenas ante el placer que había ocasionado-, continuamos avanzando sigilosamente en todas partes: revolución en Marruecos, armas enviadas a Egipto, amistad con Yugoslavia, problemas en Chipre, levantamientos en Turquía, huelgas en Inglaterra, grandes avances políticos en Francia… no existe un solo frente en el mundo donde no estemos avanzando silenciosamente.
El general G. vio cómo los ojos brillaban de codicia en torno a la mesa. Los hombres ya estaban ablandados. Había llegado el momento de ser duro. Ya era hora de que sintieran la nueva política sobre sí mismos. También los servicios de Inteligencia tendrían que poner su grano de arena en la gran partida que estaba jugándose en nombre de ellos. Con tranquilidad, el general G. se inclinó hacia delante. Apoyó el codo derecho en el escritorio y alzó el puño en el aire.
– Pero, camaradas -dijo con voz suave-, ¿dónde ha estado el fallo al poner en práctica la política de Estado de la URSS? ¿Quién ha sido siempre blando cuando deseábamos ser duros? ¿Quién ha sufrido derrotas cuando la victoria visitaba a todos los otros departamentos de Estado? ¿Quién, con sus estúpidos desatinos, ha dejado a la Unión Soviética como una necia ante el resto del mundo? ¿QUIÉN?
La voz había subido hasta ser casi un grito. El general G. pensó en lo bien que estaba transmitiendo la denuncia exigida por el Presidium. ¡Qué espléndidamente sonaría cuando la reprodujera para Serov!
Contempló los semblantes pálidos, expectantes, que se alineaban ante la mesa. El puño del general G. cayó con fuerza sobre el escritorio.
– La totalidad del apparat de Inteligencia de la Unión So viética, camaradas. -La voz era ahora un bramido furioso-. ¡Somos nosotros los haraganes, los saboteadores, los traidores! ¡Somos nosotros quienes le estamos fallando a la Unión Soviética en su gran lucha gloriosa! ¡Nosotros! -Sus brazos abarcaron la mesa con un gesto-. ¡Todos nosotros! -Su voz volvió a la normalidad, se hizo más razonable-. Camaradas, miren los archivos. \Sukin Sin -se permitió el agradable improperio-, hijos de perra, miren los archivos! ¡Primero perdemos a Gouzenko [10], a todo el apparat canadiense y al científico Fuchs, [11] luego eliminan al apparat estadounidense, perdemos a hombres como Tokaev, [12] y se produce el escandaloso asunto Khoklov, que le causó un enorme perjuicio a nuestro país; luego, Petrov [13] y su esposa en Australia… un asunto chapucero donde los haya! La lista es inacabable: derrota tras derrota, y bien sabe el diablo que no he mencionado ni la mitad.
El general G. hizo una pausa. Continuó con su voz más suave.
– Camaradas, tengo que decirles que, a menos de que esta noche demos una recomendación que resulte en una gran victoria para Inteligencia, y a menos de que actuemos correctamente de acuerdo con esa recomendación, en caso de que sea aprobada, habrá problemas.
El general G. buscó una última frase que transmitiera la amenaza sin definirla. La encontró.
– Habrá -hizo una pausa y bajó los ojos, con falsa mansedumbre, para fijarlos en la superficie de la mesa- disgustos.
Los mujiks habían recibido el azote. El general G. les concedió unos minutos para que se lamieran las heridas y se recobraran de la conmoción causada por los latigazos oficiales repartidos.
Nadie dijo una sola palabra de defensa. Nadie habló en favor de su departamento ni mencionó las incontables victorias de la Inteligencia soviética que podían oponerse a unos pocos errores. Y nadie cuestionó el derecho del jefe de SMERSH, que compartía la culpa con ellos, a proferir esta terrible denuncia. El Verbo procedía del Trono, y el general G. había sido escogido como portavoz de ese Verbo. Era una gran deferencia para el general G. el haber sido escogido para semejante cometido, un signo de favor, una señal de próximo ascenso, y todos los presentes tomaron buena nota de que, dentro de la jerarquía de Inteligencia, el general G., con SMERSH detrás de sí, había llegado a lo más alto.
Al final de la mesa, el representante del ministerio de Exteriores, el teniente general Vozdvishensky del RUMID, contemplaba las volutas de humo que se desprendían de la punta de su largo cigarrillo Kazbek y recordaba que Molotov [14] le había dicho en privado, tras la ejecución de Beria, que el general G. llegaría lejos. Para aquella profecía no había hecho falta una gran capacidad de previsión, reflexionó Vozdvishensky. A Beria nunca le había gustado G., y constantemente había obstaculizado su avance, apartándolo de la escalera principal del poder hacia departamentos menores de lo que entonces era el ministerio de Seguridad del Estado, el cual, tras la muerte de Stalin, Beria se había apresurado a abolir como ministerio. Hasta 1952, G. había sido viceministro de este ministerio. Cuando dicho puesto quedó abolido, él dedicó sus energías a maquinar la caída de Beria, trabajando bajo las órdenes secretas del formidable general Serov, cuyo historial lo colocaba incluso fuera del alcance de Beria.
Serov, Héroe de la Unión Soviética y veterano de los famosos predecesores del MGB – la Cheka, el Ogpu, el NKVD y el MVD-, era, en todos los aspectos, un hombre mucho más importante que Beria. Había estado directamente detrás de las ejecuciones en masa en la década de 1930, cuando murieron un millón de personas; había sido el metteur en scéne de los espectaculares juicios de Moscú; había organizado el sanguinario genocidio del Cáucaso Central en febrero de 1944, y era él quien había inspirado las deportaciones en masa de los estados bálticos y el secuestro del ingeniero atómico alemán y otros científicos que le habían dado a Rusia lo necesario para su salto tecnológico después de la guerra.
Y Beria, junto con toda su camarilla, había acabado en el cadalso, mientras al general G. le entregaban SMERSH como recompensa. Por lo que respectaba al general del Ejército Ivan Serov, él, junto con Bulganin y Kruschov, gobernaba ahora la Unión Soviética. Puede que algún día llegara incluso a estar en la cumbre, solo. Pero, calculó el general Vozdvishensky al tiempo que posaba la vista sobre la brillante cabeza calva que se hallaba al extremo de la mesa, probablemente el general G. no se encontraría muy por detrás de él.
La cabeza se alzó y los duros y protuberantes ojos pardos se fijaron directamente en los del general Vozdvishensky. Este consiguió devolverle una mirada calma, con una pizca de cálculo, incluso.
«Ese sí que es astuto -pensó el general G.-. Centremos el foco en él y veamos qué tal suena en la grabación.»
– Camaradas -comenzó mientras el oro brillaba a ambos lados de su boca al separarse los labios en una sonrisa presidencial-, no nos desanimemos demasiado. Incluso el árbol más alto tiene un hacha aguardando a sus pies. Nunca se nos ha ocurrido que nuestros departamentos fuesen tan perfectos para estar más allá de toda crítica. Lo que se me ha ordenado que les diga no resultará una sorpresa para ninguno de nosotros. Así pues, aceptemos el reto con buen ánimo y pongámonos a trabajar.
En tomo a la mesa no se produjo ninguna sonrisa de respuesta a estas perogrulladas. El general G. no las había esperado. Encendió un cigarrillo y continuó.
– He dicho que debemos aconsejar de inmediato un acto de terrorismo en el terreno de la Inteligencia, y uno de nuestros departamentos, sin duda el mío, será llamado a llevar a efecto dicho acto.
Un suspiro inaudible de alivio recorrió la mesa. ¡Así que, al menos, el departamento responsable sería SMERSH! Eso ya era algo.
– Pero escoger un blanco no resultará cosa fácil, y nuestra responsabilidad colectiva por la elección correcta será una pesada responsabilidad.
Blando-duro, duro-blando. La pelota había sido devuelta a los miembros de la conferencia.
– No es sólo una cuestión de volar un edificio o disparar contra un primer ministro. No estamos contemplando una payasada burguesa semejante. Nuestra operación debe ser delicada, refinada y dirigida al corazón del apparat de Inteligencia de Occidente. Debe causarle un gran perjuicio al apparat enemigo, perjuicio oculto del que el público quizá nada llegue a saber, aunque será el tema de conversación secreta de los círculos gubernamentales. Pero también debe causar un escándalo público tan devastador que el mundo se lama los labios y se mofe de la vergüenza y estupidez de nuestros enemigos. Naturalmente, los gobiernos sabrán que se trata de una konspiratsia soviética. Eso es positivo. Será una muestra de política «dura». Y los agentes y espías de Occidente también lo sabrán, y se maravillarán ante nuestra inteligencia y temblarán. Los traidores y posibles desertores cambiarán de parecer. Nuestros propios agentes se sentirán estimulados. Nuestra demostración de fuerza e ingenio los impulsará a realizar mayores esfuerzos. Aunque, por supuesto, nosotros negaremos todo conocimiento del hecho, cualquiera que sea, y sería deseable que el pueblo de la Unión Soviética en general quedara en la más completa ignorancia respecto a nuestra complicidad.
El general G. hizo una pausa y volvió a posar los ojos sobre el representante del RUMID, que una vez más le sostuvo la mirada con expresión impasible.
– Y ahora escojamos a la organización a la que golpearemos, y luego al blanco específico dentro de esa organización. Camarada teniente general Vozdvishensky, dado que usted observa el escenario de la Inteligencia extranjera desde un punto de vista neutral -esto era una pulla motivada por los famosos celos existentes entre la Inteligencia militar del GRU y el servicio secreto del MGB-, tal vez pueda darnos una visión general del terreno. Deseamos conocer su opinión sobre la importancia relativa de los diferentes servicios de inteligencia occidentales. Luego escogeremos al que sea más peligroso y al que más nos interese perjudicar.
El general G. apoyó su espalda contra el alto respaldo de su silla. Apoyó los codos en los posabrazos y el mentón sobre los dedos entrelazados de las manos unidas, como un profesor que se dispone a oír una larga disertación.
El general Vozdvishensky no se desanimó ante la tarea. Hacía treinta años que estaba en Inteligencia, y la mayor parte de su servicio lo había realizado en el extranjero. Había trabajado como «portero» de la embajada soviética en Londres, a las órdenes de Litvinoff. Había trabajado con la agencia Tass, en Nueva York, y luego había regresado a Londres, con Amtorg, la organización comercial soviética. Durante cinco años había sido agregado militar a las órdenes de la brillante madame Ko- llontai en la embajada de Estocolmo. Había colaborado en el entrenamiento de Sorge, el maestro del espionaje soviético, antes de que Sorge se marchara a Tokio. Durante la guerra, había sido director residente en Suiza, o «Schmidtland», como se lo había denominado en la jerga de los espías, y allí había contribuido a sembrar las semillas de la red Lucy, [15] de sensacional éxito pero trágicamente mal utilizada. Incluso había entrado varias veces en Alemania como correo de la «Orquesta Roja», [16] y había escapado por los pelos de que lo eliminaran junto con la misma. Y, después de la guerra, al ser trasladado al ministerio de Exteriores, había estado dentro de la operación Burgess y Maclean, [17] así como en otros incontables planes de penetración en los ministerios de Exteriores occidentales. Era un espía profesional de los pies a la cabeza y se encontraba perfectamente preparado para dejar constancia de sus opiniones acerca de los rivales con los que había estado batiéndose durante toda la vida.
El ayudante de campo que tenía a su lado se sentía menos cómodo. Le ponía nervioso que el RUMID fuese obligado a definirse de aquella manera, y sin haber celebrado una reunión general del departamento. Dejó su mente por completo libre de todo otro pensamiento y afinó el oído para captar cada palabra que se dijera.
– En estos asuntos -dijo el general Vozdvishensky con cautela-, no debe confundirse al hombre con la organización. Todos los países tienen buenos espías y no son siempre los países más grandes los que tienen la mayor cantidad ni los mejores. Pero los servicios secretos son costosos, y los países pequeños no pueden permitirse el esfuerzo coordinado que da como resultado una buena Inteligencia: los departamentos de falsificación, la red de radio, el departamento de archivos, el aparato digestivo que evalúa y compara los informes de los agentes. Hay agentes individuales al servicio de Noruega, Holanda, Bélgica e incluso Portugal, que podrían constituir una gran molestia para nosotros si estos países conocieran el valor de esos informes, o hicieran buen uso de ellos. Pero no es así. En lugar de pasarles la información a las potencias más grandes, prefieren guardárselos y sentirse importantes. Por lo tanto, no necesitamos preocuparnos por estos países pequeños. -Hizo una pausa-. Hasta que llegamos a Suecia. Los suecos han estado espiándonos durante siglos. Siempre han tenido mejor información sobre el Báltico que incluso Finlandia o Alemania. Son peligrosos. Me gustaría poner punto final a sus actividades.
El general G. lo interrumpió.
– Camarada, en Suecia siempre hay escándalos de espionaje. Un escándalo más no llamará la atención del mundo. Por favor, continúe.
– A Italia podemos descartarla -prosiguió el general Vozdvishensky, al parecer sin acusar recibo de la interrupción-. Son inteligentes y activos, pero no nos causan ningún daño. Sólo les interesa su patio trasero, el Mediterráneo. Lo mismo puede decirse de España, excepto por el detalle de que su contraespionaje constituye un gran obstáculo para el Partido. Hemos perdido a muchos grandes hombres a manos de estos fascistas. Pero montar una operación contra ellos nos costaría probablemente más hombres. Y se conseguiría muy poco. Aún no están maduros para la revolución. En Francia, aunque nos hemos infiltrado en la mayoría de sus servicios secretos, el Deuxiéme Bureau continúa limpio y es peligroso. Hay un hombre que se llama Mathis en la jefatura del mismo. Nombrado por Mendés-France.' Sería un blanco tentador y resultaría fácil operar en Francia.
– Francia está cuidando de sí misma -comentó el general G.
– Inglaterra es un caso por completo distinto. Creo que todos sentimos respeto por su servicio de Inteligencia. -El general Vozdvishensky recorrió a los presentes con la mirada. Todos asintieron de mala gana con la cabeza, incluido el general G.-. Su servicio de seguridad es excelente. Inglaterra, siendo una isla, cuenta con grandes ventajas para su seguridad, y los agentes del llamado MI5 están bien preparados y tienen buenos cerebros. El servicio secreto es todavía mejor. Obtiene destacados éxitos. En determinados tipos de operaciones, constantemente nos encontramos con que ellos ya han estado allí antes que nosotros. Sus agentes son buenos. Les pagan poco dinero, sólo el equivalente de mil o dos mil rublos al mes, pero sirven con devoción. A pesar de todo, estos agentes no cuentan con ningún privilegio especial en Inglaterra, no están libres de pagar impuestos ni tienen tiendas especiales como nosotros, donde puedan comprar mercancías a bajo precio. No tienen una alta posición social en el extranjero, y sus esposas tienen que pasar por esposas de secretarios. Raras veces les otorgan una condecoración antes de que se retiren. Y sin embargo, esos hombres y mujeres continúan realizando este peligroso trabajo. Es curioso. Tal vez se deba a la tradición de la escuela y la universidad públicas. [18] Al amor por la aventura. Pero continúa resultando extraño que participen con tanta eficiencia en este juego, porque no son conspiradores por naturaleza. -El general Vozdvishensky pensó que sus observaciones podrían ser interpretadas como demasiado elogiosas. Se apresuró a modificarlas-. Por supuesto, la mayor parte de su fuerza reside en el mito: el mito de Scot- land Yard, de Sherlock Holmes, de los servicios secretos. Es evidente que nada debemos temer de estos caballeros. Pero este mito constituye un estorbo que sería bueno apartar a un lado.
– ¿Y los estadounidenses? -El general G. deseaba poner fin a los intentos del general Vozdvishensky por modificar sus alabanzas de la Inteligencia británica. Algún día, esa parte referente a la tradición de la escuela y la universidad públicas podría ser bien utilizada ante un tribunal. A continuación, esperaba el general G., Vozdvishensky diría que el Pentágono era más fuerte que el Kremlin.
– Los estadounidenses tienen el servicio más grande y rico entre nuestros enemigos. Tecnológicamente, en cuestiones como la radio, las armas y el equipamiento, son los mejores. Pero no entienden en absoluto este trabajo. Se entusiasman con algún espía de los Balcanes que dice tener un ejército secreto en Ucrania. Lo cargan de dinero para que compre botas para ese ejército. Por supuesto, él se marcha de inmediato a París y se gasta el dinero en mujeres. Los estadounidenses intentan hacerlo todo con dinero. Los buenos espías no trabajarían sólo por dinero; sólo los malos lo hacen, de los cuales Estados Unidos tienen varias divisiones.
– Obtienen éxitos, camarada -comentó el general G. con voz sedosa-. Tal vez los subestima.
El general Vozdvishensky se encogió de hombros.
– Es forzoso que obtengan éxitos, camarada general. Uno no puede sembrar un millón de semillas sin cosechar una sola patata. Personalmente, no creo que los estadounidenses requieran la atención de esta conferencia. -El jefe del RUMID se acomodó en su silla y, con aire impasible, sacó su pitillera.
– Ha sido una exposición muy interesante -dijo el general G. con frialdad-. ¿Camarada general Slavin?
El general Slavin, del GRU, no tenía ninguna intención de comprometerse en nombre del Estado Mayor del Ejército.
– He escuchado con interés las palabras del camarada general Vozdvishensky. No tengo nada que añadir.
El coronel de Seguridad del Estado, Nikitin, del MGB, pensó que no causaría un gran daño dejando al GRU como una organización demasiado estúpida como para tener ideas de cualquier tipo, haciendo al mismo tiempo una discreta recomendación que probablemente concordaría con los pensamientos de los presentes… y que sin duda el general G. tenía en la punta de la lengua. El coronel Nikitin también sabía que, dada la propuesta que les había planteado el Presidium, el servicio secreto soviético lo respaldaría.
– Yo recomiendo al servicio secreto inglés como objetivo de la acción terrorista-declaró con decisión-. Bien sabe el diablo que apenas resultan adversario digno para mi departamento, pero son los mejores de todo un grupo de tercera categoría.
Al general G. le fastidió la autoridad que se percibía en la voz del hombre, y el hecho de que se le hubiese adelantado, porque también él había tenido la intención de declararse a favor de una operación contra los británicos. Dio unos suaves golpecitos con el encendedor sobre el escritorio para restablecer su condición de presidente de la reunión.
– ¿Queda acordado, entonces, camaradas? ¿Un acto contra los servicios secretos británicos?
Las cabezas asintieron con cautela y lentitud en torno a la mesa.
– Estoy de acuerdo. Y ahora, decidamos el objetivo dentro de esa organización. Recuerdo que el comandante general Vozdvishensky dijo algo acerca de un mito del que depende gran parte del supuesto poder de este servicio secreto. ¿Cómo podemos contribuir a destruir ese mito y herir así a la mismísima fuerza motriz de esta organización? ¿Dónde reside ese mito? No podemos destruir a todo su personal con un solo golpe. ¿Reside acaso en el jefe? ¿Quién es el jefe del servicio secreto británico?
El ayudante de campo del coronel Nikitin le susurró al oído a su superior. El coronel Nikitin decidió que ésa era una pregunta que él podía, y quizá debía, responder.
– Es un almirante. Se le conoce por la letra M. Tenemos un zapiska sobre él, pero contiene muy poca información. No bebe mucho. Es demasiado viejo para ir detrás de las mujeres. El público no tiene conocimiento de su existencia. Resultará difícil crear un escándalo en torno a su muerte. Y no será fácil matarlo. Raras veces viaja al extranjero. Dispararle en una calle londinense no sería algo muy refinado.
– Tiene mucha razón en lo que dice, camarada -respondió el general G.-. Pero estamos aquí para encontrar un objetivo que sí cumpla con los requisitos. ¿No tienen a nadie que sea un héroe para la organización? ¿Alguien que sea admirado y cuya ignominiosa muerte pueda provocar consternación? Los mitos se construyen sobre acciones heroicas y personas heroicas. ¿Acaso no tienen a ningún hombre semejante?
Se produjo un silencio en torno a la mesa, mientras todos rebuscaban en su memoria. ¡Tantos nombres que recordar, tantos expedientes, tantas operaciones en marcha cada día por todo el mundo! ¿Quién había en el servicio secreto británico? ¿Quién era el hombre que…?
Fue el general Nikitin, del MGB, quien rompió el incómodo silencio.
– Hay un hombre que se llama Bond -dijo con tono dubitativo.
El general G., dejando escapar una tremenda obscenidad, dio un sonoro golpe con la palma de la mano sobre el escritorio.
– Camarada, ya lo creo que hay «un hombre que se llama Bond», como dice usted. -Su voz era sarcástica-. James Bond.-Pronunció el nombre como «Shems»-. ¡Y nadie, yo incluido, ha sido capaz de pensar en el nombre de ese espía! Estamos realmente olvidadizos. No es de extrañar que el apparat sea objeto de críticas.
El general Vozdvishensky pensó que debía defenderse a sí mismo y a su departamento.
– Hay incontables enemigos de la Unión Soviética, cama- rada general -protestó-. Cuando quiero saber sus nombres, se los pido al índice Central. Desde luego que conozco el nombre de ese Bond. Ha sido un gran problema para nosotros en diferentes ocasiones. Pero hoy tengo la cabeza llena de otros nombres, nombres de personas que están creándonos problemas ahora, esta semana. Me gusta el fútbol, pero no puedo recordar el nombre de todos los extranjeros que han marcado un gol contra el Dynamo.
– Le gusta hacer bromas, camarada -contestó el general G. para hacer hincapié en este comentario fuera de lugar-. I ste es un asunto serio. Para empezar, yo admito mi fallo al no recordar el nombre de este agente. No me cabe duda de que el camarada coronel Nikitin nos refrescará la memoria aún más, pero recuerdo que este Bond ha frustrado las operaciones de SMERSH en al menos dos ocasiones. Es decir -añadió-, antes de que yo asumiera el control del departamento. Hubo aquel asunto de Francia, en la ciudad de aquel casino. Fue con Le Chiffre. Un soberbio dirigente del Partido en Francia. Se metió tontamente en problemas de dinero. Pero habría salido de ellos de no haber interferido ese tal Bond. Recuerdo que el departamento tuvo que actuar con rapidez para liquidar al francés. El ejecutor debería haberse encargado del inglés al mismo tiempo, pero no lo hizo. Luego estuvo lo de aquel negro nuestro de Har- lem. Un gran hombre… uno de los más grandes agentes extranjeros que jamás hayamos tenido, y con una vasta red para respaldarlo. Había algún asunto relacionado con un tesoro en el Caribe. He olvidado los detalles. Este inglés fue enviado por los servicios secretos y destruyó toda la organización, además de matar a nuestro hombre. Fue un enorme revés. También en este caso, mi predecesor debería haber procedido de modo implacable contra este espía inglés.
El coronel Nikitin intervino.
– Nosotros tuvimos una experiencia similar en el caso del alemán, Drax, y su cohete. Recordará el asunto, camarada general. Una konspiratsia de la máxima importancia. El Estado Mayor estaba profundamente implicado. Se trataba de un asunto de alta política que podría haber dado decisivos frutos. Pero, una vez más, fue ese Bond quien frustró la operación. El alemán resultó muerto. Hubo graves consecuencias para el Estado. Siguió un período de grandes apuros que pudo solucionarse sólo con enormes dificultades.
El general Slavin, del GRU, creyó que debía decir algo. El cohete había sido una operación del Ejército y su fracaso había sido atribuido al GRU. Nikitin sabía eso perfectamente bien. Como de costumbre, el MGB estaba intentando crearle problemas al GRU, sacando a relucir viejas historias de esa manera.
– Solicitamos que su departamento le ajustara las cuentas a ese hombre, camarada coronel -declaró con tono gélido-. No recuerdo que se emprendiera ninguna acción a consecuencia de nuestra solicitud. De haber sido así, ahora no tendríamos que estar preocupándonos por él.
Las sienes del coronel Nikitin palpitaron de furor. Pero se controló.
– Con el debido respeto, camarada general -dijo con voz alta, sarcástica-, la solicitud del GRU no fue confirmada por la Suprema Autoridad. No deseábamos más situaciones incómodas con Inglaterra. Tal vez ese detalle se le haya olvidado. En cualquier caso, si una solicitud semejante hubiese llegado al MGB, se le habría remitido a SMERSH para su ejecución.
– Mi departamento no recibió tal solicitud -declaró el general G. con tono cortante-, o la ejecución de ese hombre se habría producido muy poco después. De todas formas, éste no es momento para investigaciones históricas. El asunto del cohete tuvo lugar hace tres años. Tal vez el MGB pueda hablarnos de las actividades más recientes de este hombre.
El coronel Nikitin mantuvo una rápida conversación susurrada con su ayudante de campo. Luego se giró otra vez hacia la mesa.
– Tenemos muy poca información adicional, camarada general -respondió, a la defensiva-. Creemos que estuvo implicado en algún asunto de contrabando de diamantes. Eso fue el año pasado. Entre África y América. El caso no nos concernía. Desde entonces no hemos tenido más noticias de él. Tal vez haya información más actual en su expediente.
El general G. asintió con la cabeza. Levantó el receptor del teléfono que tenía más cerca. Era el llamado Kommandant Te- lefon del MGB. Todas las líneas eran directas y no pasaban por ninguna centralita. Marcó un número.
– ¿índice Central? Aquí el general Grubozaboyschikov. El zapiska de Bond, espía inglés. Emergencia. -Escuchó hasta oír el instantáneo «de inmediato, camarada general», y colgó el receptor. Miró con aire de autoridad a los que ocupaban la mesa-. Camaradas, desde muchos puntos de vista, este espía parece un blanco adecuado. Da la impresión de ser un peligroso enemigo del Estado. Su liquidación será beneficiosa para todos los departamentos de nuestro apparat de Inteligencia. ¿Es así?
Los reunidos gruñeron.
– Su pérdida también será sentida por el servicio secreto. Pero, ¿logrará algo más? ¿Los perjudicará gravemente? ¿Contribuirá a destruir ese mito del que hemos estado hablando?, Ese hombre es un héroe de su organización y su país?
El general Vozdvishensky decidió que esta pregunta iba dirigida a él, así que intervino.
– Los ingleses no sienten interés por los héroes a menos que sean futbolistas, jugadores de cricket o jinetes de carrera. Si un hombre escala una montaña o corre muy rápido, también es un héroe para algunas personas, pero no para las masas. La reina de Inglaterra también es una heroína, y Churchill. Pero los ingleses no se muestran muy interesados en los héroes militares. Ese tal Bond es desconocido para el público. Y aunque fuera conocido, tampoco sería un héroe. En Inglaterra, ni las guerras abiertas ni las secretas son asuntos heroicos. No les gusta pensar en la guerra, y después de una guerra los nombres de sus héroes son olvidados lo antes posible. Dentro del servicio secreto, puede que este hombre sea un héroe, o puede que no. Eso dependerá de su apariencia y características personales. Sobre eso, yo no sé nada. Podría ser gordo, adulón y desagradable. Nadie convierte a un hombre semejante en héroe, por mucho éxito que tenga.
Entonces intervino Nikitin.
– Los espías ingleses que hemos capturado hablan maravillas de este hombre. No cabe duda de que es muy admirado dentro del servicio secreto. Se dice de él que es un lobo solitario, pero un lobo muy apuesto.
El teléfono interno de la oficina emitió un suave ronroneo. El general G. levantó el receptor, escuchó durante un instante y dijo:
– Tráigamelo.
Se oyó un golpe en la puerta. El ayudante de campo entró con un expediente abultado de tapas de cartón. Atravesó la habitación, depositó el expediente sobre el escritorio ante el general G. y volvió a salir, cerrando suavemente la puerta tras de sí.
El expediente tenía una lustrosa cubierta negra. Una ancha franja blanca la atravesaba en diagonal desde la esquina superior derecha a la inferior izquierda. En el espacio superior de la izquierda se veían las letras «S.S.» impresas en blanco, y debajo de ellas las palabras «SOVERSHENNOE SEKRETNO», el equivalente de «Alto Secreto». De través y en el centro estaban, pulcramente impresas en blanco, las palabras «JAMES BOND» y, debajo, «Angliski Spion».
El general G. abrió el expediente y sacó de él un gran sobre que contenía fotografías, el cual vació sobre la superficie de vidrio del escritorio. Las fue cogiendo una a una. Las miraba de cerca, a veces a través de una lupa que sacó de un cajón, y se las pasaba a Nikitin, que se hallaba al otro lado del escritorio, el cual les echaba una mirada y se las entregaba al que tenía a su lado.
La primera estaba fechada en 1946. Mostraba a un hombre joven, moreno, sentado en la soleada terraza de un café. Junto a él, sobre la mesa, había un vaso largo y un sifón de soda. Su brazo derecho estaba apoyado sobre la mesa y sujetaba un cigarrillo entre los dedos de la mano correspondiente, que colgaba con negligencia del borde. Tenía las piernas cruzadas en esa actitud que sólo adopta un inglés: con el tobillo derecho apoyado sobre la rodilla izquierda y la mano izquierda rodeando el tobillo. Era una postura descuidada. El hombre no sabía que estaban fotografiándolo desde un punto situado a unos seis metros de distancia.
La siguiente estaba fechada en 1950. Se trataba de un rostro y unos hombros, borrosos, pero del mismo hombre. Era un primer plano y Bond estaba mirando algo con atención y con los ojos entrecerrados. Probablemente el rostro del fotógrafo, justo por encima del objetivo. Una cámara miniaturizada de botón, supuso el general.
La tercera era de 1951. Tomada desde su izquierda, desde bastante cerca, mostraba al mismo hombre vestido con un traje oscuro, sin sombrero, caminando por una ancha calle desierta. Pasaba ante una tienda que tenía las contraventanas cerradas y cuyo letrero decía: «Charcuterie». Parecía dirigirse con urgencia a alguna parte. El perfil limpiamente tallado estaba dirigido hacia delante, y la flexión del codo derecho sugería que tenía la mano correspondiente en el bolsillo de la chaqueta. El general G. reflexionó que probablemente la fotografía había sido tomada desde un coche. Pensó que la expresión decidida del hombre y la resuelta inclinación de su figura, que caminaba a grandes zancadas, parecían peligrosas, como si se encaminara con presteza hacia algo malo que sucedía calle abajo.
La cuarta y última fotografía tenía la inscripción «Passe. 1953». Un ángulo del sello real y las letras «…REIGN OFFICE», en el segmento de un círculo, se veían en la esquina derecha inferior. La fotografía, que había sido ampliada a 10 por 15 centímetros, debía de haber sido hecha en una frontera, o por el recepcionista de un hotel cuando Bond había entregado su pasaporte. El general G. recorrió atentamente el rostro con su lupa.
Se trataba de una cara morena, de rasgos bien definidos, con una cicatriz blanquecina de unos siete centímetros que le bajaba por la bronceada mejilla derecha. Los ojos eran grandes y horizontales, coronados por unas cejas negras más bien largas. El cabello era negro, peinado con raya a la izquierda, y echado descuidadamente hacia atrás de modo que un grueso mechón negro caía sobre la ceja derecha. La nariz recta y algo larga descendía hasta un labio superior corto bajo el cual había una boca ancha y finamente cincelada, pero cruel. La línea de la mandíbula era recta y firme. Un trozo de traje oscuro, camisa blanca y corbata negra de punto, completaban la imagen.
El general G. sujetó la foto en alto con el brazo estirado. Decisión, autoridad, implacabilidad… esas cualidades podía verlas. No le importaba qué mas sucedía dentro de aquel hombre. Pasó la fotografía a los que estaban ante la mesa y volvió su atención hacia el expediente, recorriendo la página rápidamente con los ojos de arriba abajo y pasando con brusquedad a la siguiente.
Las fotografías volvieron a sus manos. Marcó con el der do el punto donde estaba leyendo, y alzó brevemente la mirada.
– Parece un tipo peligroso -comentó con aire ceñudo-. Su historial lo confirma. Les leeré algunos extractos. Luego tendremos que tomar la decisión. Está haciéndose tarde.
Volvió a la primera página y comenzó a leer los puntos que le parecían importantes.
– Nombre de pila: JAMES. Estatura: 183 centímetros; peso: 76 kilos; constitución delgada; ojos: azules; cabello: negro; cicatrices a lo largo de la mejilla derecha y en el hombro izquierdo; señales de cirugía plástica en el reverso de la mano derecha (ver Apéndice «A»); atleta destacado en todos los aspectos; tirador experto con pistola, boxeador, lanzador de cuchillos; no usa disfraces. Idiomas: francés y alemán. Fuma muchísimo (N.B.: cigarrillos especiales con tres bandas doradas); vicios: bebida, aunque no en exceso, y mujeres. Se cree que no acepta sobornos.
El general G. pasó la página y continuó.
– Este hombre va invariablemente armado con una Beretta automática calibre 25 que lleva en una sobaquera bajo el brazo izquierdo. Cargador de ocho balas. Se ha sabido que lleva un cuchillo sujeto al antebrazo izquierdo; ha usado zapatos con punta de acero; conoce las llaves básicas del judo. En general, lucha con tenacidad y tiene un elevado índice de tolerancia al dolor (ver Apéndice «B»).
El general G. fue pasando más páginas y leyendo extractos de los informes de algunos agentes, de los que se habían sacado estos datos. Llegó a la última página antes de los apéndices, que daba detalles de los casos en los que se habían encontrado con Bond. La recorrió hasta el final con los ojos y leyó:
– Conclusiones. Este hombre es un peligroso terrorista y espía profesional. Ha trabajado para el servicio secreto británico desde 1938, y ahora (ver expediente de Highsmith de diciembre de 1950) tiene el número secreto «007» en ese servicio. El doble cero significa un agente que ha matado y que tiene permiso para matar en el servicio activo. Se cree que sólo hay otros dos agentes británicos que tengan esta autoridad. El hecho de que este agente fuera condecorado con la CMG [19] en 1953, condecoración que habitualmente sólo se otorga cuando un agente se retira del servicio secreto, constituye una medida de lo que vale. Si se le encuentra en el terreno, el hecho y todos los detalles deben ser informados al cuartel general (ver SMERSH, MGB y GRU. Órdenes vigentes desde 1951).
El general G. cerró el expediente y dio una palmada con decisión sobre la cubierta.
– Bueno, camaradas. ¿Estamos de acuerdo?
– Sí -respondió el coronel Nikitin, en voz alta.
– Sí -contestó el general Slavin con tono de aburrimiento.
El general Vozdvishensky se contemplaba las uñas de las manos. Estaba harto de asesinatos. Se lo había pasado bien cuando estuvo en Inglaterra.
– Sí -respondió-, supongo que sí.
La mano del general G. se dirigió al teléfono interno. Habló con su ayudante de campo.
– Orden de muerte -dijo con aspereza-. Escrita a nombre de «James Bond». -Deletreó nombre y apellido-. Descripción: Angliski Spion. Crimen: enemigo del Estado. -Devolvió el receptor a su sitio y se inclinó hacia delante en la silla-. Y ahora todo será cuestión de trazar la konspiratsia correcta. ¡Y que sea una que no pueda fracasar! -Les dedicó a todos una sonrisa severa-. No podemos permitirnos otro de esos asuntos Khoklov.
La puerta se abrió y entró el ayudante de campo con una hoja de papel amarillo brillante. La depositó ante el general G. y se marchó. El general G. la recorrió con los ojos y escribió: «Debe ser asesinado. Grubozaboyschikov», en lo alto del amplio espacio en blanco que había al pie. Le pasó la hoja al hombre del MGB, que lo leyó y escribió: «Asesinarlo. Slavin.» Uno de los ayudantes de campo le pasó la hoja al hombre vestido de paisano que se encontraba junto al representante del RUMID. El hombre lo depositó ante el general Vozdvishensky y le entregó un bolígrafo.
El general Vozdvishensky leyó el documento con cuidado. Alzó los ojos con lentitud hasta fijarlos en los del general G., que estaba observándolo, y, sin bajarlos hacia el papel, escribió: «Asesinarlo» más o menos debajo de las otras firmas, a continuación de lo cual garabateó su nombre. Luego apartó las manos del documento y se puso de pie.
– Si eso es todo, camarada general… -retiró la silla de la mesa.
El general G. estaba satisfecho. Lo que su instinto le había dicho acerca de este hombre era correcto. Tendría que ponerle vigilancia y comunicarle sus sospechas al general Serov.
– Un momento, camarada general -dijo-. Tengo algo que añadir a la orden.
Le entregaron el papel. Sacó su bolígrafo y tachó lo que había escrito. Volvió a escribir, pronunciando las palabras en voz alta a medida que lo hacía.
– Debe ser asesinado CON IGNOMINIA. Grubozaboyschikov.
Alzó los ojos y sonrió complacido a los presentes.
– Gracias, camaradas. Eso es todo. Les comunicaré la decisión que el Presidium tome con respecto a nuestra recomendación. Buenas noches.
Cuando los asistentes se hubieron marchado, el general G. se puso de pie, se desperezó y profirió un sonoro bostezo controlado. Volvió a sentarse ante su escritorio, apagó el magnetófono y llamó a su ayudante de campo. El hombre entró y se detuvo junto al escritorio.
El general G. le entregó la hoja amarilla.
– Envíeselo de inmediato al general Serov. Averigüe dónde está Kronsteen y hágalo traer en coche. No me importa si está en la cama. Tendrá que venir. Otdyel II sabrá dónde encontrarlo. Y veré a la coronel Klebb dentro de diez minutos.
– Sí, camarada general. -El hombre salió de la oficina.
El general G. cogió el receptor de V. Ch. y preguntó por el generaf Serov. Habló en voz baja durante cinco minutos. Al final, concluyó:
– Y estoy a punto de encomendarle la tarea a la coronel Klebb y al jefe de Planificación Kronsteen. Discutiremos las líneas generales de la konspiratsia adecuada, y ellos me entregarán mañana las propuestas con todo detalle. ¿Le parece bien, camarada general?
– Sí -fue la respuesta queda del general Serov, del Presidium Supremo-. Mátenlo. Pero que sea de realización excelente. El Presidium ratificará la decisión por la mañana.
La línea quedó muerta. Sonó el teléfono interno.
– Sí -dijo el general G. por el receptor, y luego colgó.
Un momento más tarde, el ayudante de campo abrió la voluminosa puerta y se quedó de pie en ella.
– La camarada coronel Klebb -anunció.
Una figura que parecía un sapo ataviado con un uniforme color verde oliva y que lucía la cinta roja sencilla de la Orden de Lenin, entró en la oficina y avanzó hasta el escritorio con rápidos pasos cortos.
El general G. alzó la mirada e hizo un gesto hacia la silla más cercana de la mesa de conferencias.
– Buenas noches, camarada.
La boca rechoncha se partió en una sonrisa quirúrgica.
– Buenas noches, camarada general.
La máxima autoridad de Otdyel II, el departamento de SMERSH a cargo de operaciones y ejecuciones, se subió un poco las faldas y se sentó.
Las dos esferas del reloj doble que había dentro de la caja brillante en forma de cúpula miraban desde el otro lado del tablero de ajedrez como los ojos de algún enorme monstruo marino que se hubiera asomado por encima del borde de la mesa para contemplar la partida.
Las dos esferas del reloj de ajedrez marcaban horas diferentes. El de Kronsteen señalaba la una menos veinte. El largo péndulo rojo que marcaba los segundos se desplazaba en un barrido en staccato por la mitad inferior, mientras que el reloj enemigo estaba silencioso y su péndulo colgaba inmóvil. Pero el reloj de Makharov marcaba la una menos cinco. Había perdido tiempo a media partida, y ahora sólo le quedaban cinco minutos. Tenía serios «problemas de tiempo», y a menos que Kronsteen cometiera algún error demencial, lo cual era impensable, estaba derrotado.
Kronsteen permanecía inmóvil y erguido en su asiento, tan malevolentemente inescrutable como un loro. Tenía los codos apoyados en la mesa, y su cabeza grande descansaba sobre puños apretados que se clavaban en las mejillas, entre las cuales los fruncidos labios se aplanaban en una mueca altanera y desdeñosa. Debajo de las cejas anchas y prominentes, los ojos negros algo inclinados miraban con mortal calma el tablero donde se desarrollaba la partida que estaba ganando. Pero, detrás de aquella máscara, la sangre palpitaba en la dinamo de su cerebro, y una vena gruesa como un gusano que tenía en la frente latía a más de noventa pulsaciones por minuto. Durante la última hora y diez minutos había sudado medio kilo de peso, y el espectro de un movimiento en falso aún le aferraba la garganta. Pero para Makharov, y para los espectadores, continuaba siendo «El brujo de hielo», cuyo juego había sido comparado con un hombre comiendo pescado. Primero arrancaba la piel, luego quitaba las espinas y a continuación se comía el pescado. Kronsteen había sido campeón de Moscú durante dos años seguidos, jugaba ahora la final del tercero y, si ganaba esta partida, sería candidato al título de campeón nacional.
En el silencio que rodeaba la mesa aislada por una cuerda, no se oía otro sonido que el sonoro tic tac del reloj de Kronsteen. Los dos árbitros permanecían inmóviles en sus sillas altas. Sabían, al igual que Makharov, que éste sería el golpe de gracia. Kronsteen había introducido un brillante giro en la Varia ción Meran del rechazo del gambito dama. Makharov se había mantenido a su altura hasta el movimiento número 28. En ése había perdido tiempo. Tal vez había cometido entonces un error, y quizá también en los movimientos 31 y 33. ¿Quién podía saberlo? Sería una partida que se discutiría durante semanas por toda Rusia.
En las atestadas gradas que había ante la mesa donde se desarrollaba la partida del campeonato, alguien hizo un gesto. Kronsteen había apartado lentamente la mano derecha de la mejilla correspondiente y la había tendido al otro lado del tablero. Como la pinza de un cangrejo rosado, sus dedos pulgar e índice se habían separado y descendido. La mano, mientras sujetaba una pieza, se había alzado, desplazado hacia un lado y descendido. Luego la mano regresó con lentitud a la cara.
Los espectadores habían susurrado y murmurado al ver, sobre el gran mapa de la pared, el movimiento número 41 reproducido con el desplazamiento de una de las placas de un metro de lado. T8C. ¡Eso debería acabar con su adversario!
Kronsteen extendió la mano con gesto estudiado y bajó la palanca de la parte inferior de su reloj. Su péndulo rojo quedó inmóvil. Las agujas marcaban la una menos cuarto. En el mismo instante, el péndulo de Makharov despertó a la vida con un sonoro tic tac inexorable.
Kronsteen se recostó en el asiento. Apoyó las manos abiertas sobre la mesa y posó una fría mirada en el rostro lustroso, inclinado, del hombre cuyas entrañas estarían retorciéndose de agonía como una anguila ensartada en un arpón; bien lo sabía él, pues en su momento también había sufrido la derrota. Makharov, campeón de Georgia. Bueno, mañana el camarada Makharov regresaría a Georgia y allí se quedaría. En cualquier caso, este año no se trasladaría a Moscú con su familia.
Un hombre vestido de paisano se deslizó por debajo de las cuerdas y le susurró algo a uno de los árbitros. A continuación le entregó un sobre blanco. El árbitro negó con la cabeza al tiempo que señalaba el reloj de Makharov, que ahora marcaba la una menos tres minutos. El hombre vestido de paisano susurró una frase corta que hizo que el árbitro asintiera con la cabeza, malhumorado. Pulsó un timbre.
– Tengo un mensaje personal urgente para el camarada Kronsteen -anunció por el micrófono-. Haremos una pausa de tres minutos.
La sala fue recorrida por un murmullo. A pesar de que Makharov acababa de alzar los ojos cortésmente del tablero y permanecía inmóvil en su asiento, paseando la mirada por las molduras del alto techo abovedado, los espectadores sabían que la posición de las piezas estaba grabada en su cerebro. Una pausa de tres minutos no significaba otra cosa que tres minutos adicionales para Makharov.
Kronsteen sintió la misma punzada de irritación, pero su rostro no manifestaba expresión ninguna mientras el árbitro bajaba de su silla y le entregaba el sobre blanco sin inscripción alguna. Kronsteen lo rasgó con el pulgar y sacó de dentro una hoja de papel anónima. Decía, en los tipos mecanográficos grandes que conocía bien: «SE REQUIERE SU PRESENCIA AL INSTANTE». Sin firma ni dirección.
Kronsteen dobló la hoja de papel y se la metió cuidadosamente en el bolsillo pectoral interior. Más tarde debería entregarla para que fuese destruida. Alzó la mirada hacia el rostro del hombre vestido de paisano que se encontraba de pie junto al árbitro. Los ojos del mismo lo observaban con expresión impaciente, autoritaria. Al demonio con esta gente, pensó Kronsteen. No abandonaría la partida cuando faltaban sólo tres minutos. Era algo impensable. Era un insulto para el Deporte del Pueblo. Pero, cuando le hizo un gesto al árbitro para indicarle que la partida podía continuar, tembló por dentro y evitó los ojos del hombre vestido de paisano que permanecía de pie, en tensa inmovilidad, dentro de las cuerdas.
El timbre sonó.
– Continúa la partida.
Makharov inclinó la cabeza con lentitud. El minutero de su reloj sobrepasó la hora en punto y él aún estaba vivo.
Kronsteen continuaba temblando por dentro. Lo que acababa de hacer era insólito en un agente de SMERSH, o de cualquier otra agencia gubernamental. Sin duda se haría un informe sobre el caso. Grave desobediencia. Negligencia del deber.
¿Cuáles podrían ser las consecuencias? En el mejor de los casos, una bronca del general G. y una marca negra en su zapiska. ¿Y en el peor? Kronsteen no podía imaginarlo. No le gustaba pensar en ello. Con independencia de lo que pudiese suceder, el dulce sabor de la victoria se había vuelto amargo en su boca.
Pero ahora llegaba el final. Cuando aún quedaban cinco minutos en su reloj, Makharov alzó los derrotados ojos no más allá de los fruncidos labios de su oponente y su cabeza hizo el breve asentimiento formal de la rendición. Al sonar el doble timbrazo del árbitro, la multitud de la sala se puso de pie con un atronador aplauso.
Kronsteen se levantó y le hizo una reverencia a su oponente, otra a los árbitros y, por último, una muy profunda al público. A continuación, con el hombre vestido de paisano tras de sí, se agachó para pasar por debajo de las cuerdas y se abrió camino, con frialdad y rudeza, entre la masa de admiradores que lo aclamaban, hacia la salida principal.
En el exterior del Salón de Torneos, en medio de la amplia Pushkin Ulitza, con el motor en marcha, se encontraba el habitual ZIK saloon anónimo de color negro. Kronsteen se sentó en la parte trasera y cerró la puerta. Cuando el hombre de paisano saltó al estribo y se deslizó en el asiento delantero, el conductor metió bruscamente una marcha y el vehículo se alejó calle abajo.
Kronsteen sabía que disculparse con los guardias de paisano sería malgastar aliento. También sería contrario a la disciplina. A fin de cuentas, él era el jefe del departamento de Planificación de SMERSH, con el grado honorario de coronel. Y su cerebro valía su peso en diamantes para la organización. Tal vez podría zafarse del lío mediante la argumentación. A través de la ventanilla miró las calles oscuras, ya mojadas por las brigadas de limpieza nocturna, y centró la mente en su propia defensa. Luego enfilaron a una calle recta, al final de la cual la luna viajaba rápidamente sobre las cúpulas como cebollas del Kremlin, y llegaron al mismo.
Cuando el guardia dejó a Kronsteen con el ayudante de campo, él le entregó a este último una hoja de papel. El hombre le echó un vistazo y alzó una mirada fría con las cejas se- mialzadas hacia Kronsteen. El ajedrecista le devolvió la mirada con aire de calma, sin decir nada. El ayudante de campo se encogió de hombros, cogió el teléfono interno y lo anunció.
Cuando estuvieron dentro de la espaciosa oficina donde a Kronsteen se le había indicado por gestos que ocupara una silla, y había él asentido con la cabeza en respuesta a la breve sonrisa de labios fruncidos de la coronel Klebb, el ayudante de campo se encaminó hacia el general G. y le entregó la hoja de papel. El general la leyó y clavó una dura mirada en Kronsteen. Mientras el ayudante de campo avanzaba hacia la puerta y salía, el general continuaba mirando a Kronsteen. Cuando la puerta estuvo cerrada, el general abrió la boca y dijo, con suavidad:
– ¿Y bien, camarada?
Kronsteen estaba sereno. Sabía qué historia daría resultado. Habló en voz queda y autoritaria.
– Para el público, camarada general, soy un jugador de ajedrez. Esta noche me he clasificado como campeón de Moscú por tercer año consecutivo. Si, cuando sólo faltaban tres minutos para acabar, hubiese recibido un mensaje diciendo que mi esposa estaba siendo asesinada en el exterior del Salón de Torneos, no habría levantado un solo dedo para salvarla. Mi público lo sabe. Son tan devotos del juego como yo mismo. Esta noche, si hubiese abandonado el juego y hubiese acudido inmediatamente aquí al recibir ese mensaje, cinco mil personas habrían sabido que sólo podía tratarse de la orden de un departamento de la naturaleza de éste. Se habría producido una tormenta de murmuraciones. Se habrían observado mis idas y venidas futuras en busca de algún indicio. Habría sido el fin de mi tapadera. En interés de la Seguridad del Estado, esperé tres minutos antes de obedecer la orden. A pesar de eso, mi apresurada partida será objeto de muchos comentarios. Tendré que decir que uno de mis hijos estaba gravemente enfermo. Tendré que ingresar a uno de los chicos en el hospital durante una semana, para dar solidez a la historia. Lamento profundamente la demora en el cumplimiento de la orden, pero la decisión resultó difícil. Hice lo que creí mejor para los intereses del departamento.
El general G. miró con aire pensativo los oscuros ojos oblicuos. El hombre era culpable, pero su defensa era buena. Volvió a leer el papel como si sopesara el tamaño del delito, luego sacó su encendedor y lo quemó. Dejó caer la última esquina ardiendo sobre el vidrio de su escritorio y sopló las cenizas a un lado para que cayeran al piso. No dijo cuáles eran sus pensamientos, pero el hecho de que quemara la prueba era lo único que le importaba a Kronsteen. Ahora no podría aparecer nada en su zapiska. Se sentía enormemente aliviado y agradecido. Dedicaría todo su ingenio al asunto que le presentaran. El general había llevado a cabo un acto de enorme clemencia. Kronsteen se lo pagaría con la preciosa moneda de su mente.
– Pásele las fotografías, camarada coronel -dijo el general G., como si el breve consejo de guerra no hubiese tenido lugar-. El asunto es como sigue…
«Así que se trata de otra muerte», pensó Kronsteen, a medida que el general hablaba y él examinaba el moreno rostro implacable, que le devolvía una mirada serena desde la fotografía de pasaporte ampliada. Mientras Kronsteen escuchaba con mitad de atención lo que estaba diciendo el general, escogía los hechos sobresalientes: Espía inglés. Se deseaba un gran escándalo. Nada de implicar a los soviéticos. Asesino experto. Debilidad por las mujeres («y por tanto no es homosexual», pensó Kronsteen). Bebe («pero no se dice nada de drogas»). Insobornable («¿quién sabe? Todo hombre tiene un precio»). No se repararía en gastos. Estaban disponibles todos los equipamientos y personal de todos los departamentos de Inteligencia. Debía lograrse el éxito en un plazo de tres meses. Se solicitaban ahora ideas a grandes rasgos. Los detalles debían elaborarse más tarde.
Los ojos del general G. se fijaron en la coronel Klebb.
– ¿Cuáles son sus impresiones inmediatas, camarada coronel?
Los cristales cuadrados y sin marco de las gafas destellaron a la luz de la araña, cuando la mujer se enderezó abandonando la postura inclinada de profunda concentración para mirar hacia el escritorio del general. Los húmedos labios pálidos, emplazados bajo el brillo del vello manchado de nicotina, se separaron y comenzaron a moverse arriba y abajo con rapidez, mientras la mujer exponía sus puntos de vista. A Kronsteen, observar aquel rostro desde el otro lado de la mesa, el cuadrado inexpresivo formado por los labios que se abrían y cerraban, le recordaba el rígido parloteo de una marioneta.
La voz era ronca, monótona y carente de expresión.
– … se parece, en algunos aspectos, al caso de Stolzenberg. Si lo recuerda, camarada general, también entonces era asunto de destruir una reputación a la vez que una vida. En aquella ocasión resultaba sencillo. El espía era, además, un pervertido. Si recuerda…
Kronsteen dejó de escuchar. Conocía todos aquellos casos. Se había hecho cargo de la planificación de la mayoría de ellos y los tenía archivados en la memoria como otros tantos gambitos de ajedrez. En cambio, con los oídos cerrados, examinó el rostro de esta horrible mujer, mientras se preguntaba con indiferencia cuánto tiempo más se mantendría en su puesto… durante cuánto tiempo más tendría que trabajar con ella.
¿Horrible? Kronsteen no se sentía interesado en los seres humanos… ni siquiera en sus propios hijos. Tampoco tenían lugar en su vocabulario las categorías de «bueno» y «malo». Para él, todas las personas eran piezas de ajedrez. Sólo le interesaban sus reacciones ante el movimiento de otras piezas. Para predecir las reacciones de las mismas, lo cual constituía la mayor parte de su trabajo, debía comprender sus características individuales. Los instintos básicos eran inmutables. Autoconser- vación, sexo e instinto gregario, por ese orden. Sus temperamentos podían ser sanguíneos, flemáticos, coléricos o melancólicos. El temperamento de un individuo decidiría en gran parte la fuerza comparativa de sus emociones y sentimientos. El carácter dependería poderosamente de la educación y, por mucho que pudieran decir Pavlov y los conductistas, del carácter de los padres en cierta medida. Y, por supuesto, las vidas y comportamiento de las personas estarían condicionados en parte por sus fortalezas y debilidades físicas.
Era con estas clasificaciones básicas, como telón de fondo mental, que el frío cerebro de Kronsteen consideraba a la mujer que se hallaba al otro lado de la mesa. Era la centésima vez que resumía sus características, pero ahora tenían por delante una semana de trabajo conjunto, y era mejor refrescar su memoria para que la repentina intromisión de un elemento humano en su relación no apareciese por sorpresa.
Por supuesto, Rosa Klebb tenía una poderosa voluntad de supervivencia, o no se habría convertido en una de las mujeres más poderosas del Estado, y ciertamente era la más temida. Su ascenso, según recordaba Kronsteen, había comenzado con la guerra civil española. En esa época, como agente doble dentro del POUM -es decir, trabajando para el OGPU de Moscú además de para la Inteligencia comunista en España-, había sido la mano derecha, y decían que una especie de amante, de su jefe, el famoso Andreu Nin. Había trabajado con él desde 1935 a 1937. Luego, por orden de Moscú, él fue asesinado y, según se rumoreaba, asesinado por ella misma. Tanto si esto era cierto como si no, desde entonces la mujer había ascendido con lentitud, pero en línea recta, por la escalera del poder, sobreviviendo a reveses, sobreviviendo a guerras, sobreviviendo (porque no forjaba lealtad alguna ni se unía a ninguna facción) a todas las purgas hasta que, en 1953, con la muerte de Beria, sus manos tintas en sangre se aferraron al escalón (al que tan pocos peldaños separaban de la cúspide misma), que conformaba la jefatura del departamento de operaciones de SMERSH.
Y, reflexionó Kronsteen, una gran parte de su éxito era debido a la peculiar naturaleza de su siguiente instinto más importante, el instinto sexual. Porque Rosa Klebb pertenecía, indudablemente, a la más rara de todas las tipologías sexuales. Era neutra. Kronsteen estaba seguro de ello. Las historias de hombres y, sí, de mujeres, eran demasiado detalladas para dudar de ellas. Puede que disfrutara del acto, pero el instrumento carecía por completo de importancia. Para ella, el sexo no era más que un prurito. Y esta neutralidad psicológica y física que la caracterizaba la liberaba a la vez de múltiples emociones, sentimientos y deseos humanos. La neutralidad sexual constituía la esencia de la frialdad en un individuo. Era una característica innata fantástica y maravillosa.
En ella, el instinto gregario también estaba muerto. Su ambición de poder exigía que fuese un lobo en lugar de una oveja. Era una trabajadora solitaria, pero nunca se sentía sola porque la calidez de la compañía le resultaba innecesaria. Y, por supuesto, desde el punto de vista temperamental podía clasificársela como flemática-imperturbable, tolerante al dolor, hara- gana. La pereza sería su vicio dominante, pensaba Kronsteen. Por las mañanas le costaría salir de su tibia cama porcina. Sus hábitos privados serían la dejadez, incluso la suciedad. No resultaría agradable, pensó Kronsteen, echar una mirada al aspecto íntimo de su vida, cuando se relajaba, despojada del uniforme. Los fruncidos labios de Kronsteen hicieron una mueca de desagrado ante este pensamiento, y su mente se apresuró a continuar, pasando del carácter de la mujer, que era sin duda astuto y fuerte, a su apariencia externa.
Rosa Klebb tendría en torno a cuarenta años, supuso, calculando según la fecha de la guerra civil española. Era de estatura baja, en torno al metro sesenta, rechoncha, y sus regordetes brazos, el cuello corto y las pantorrillas de las gruesas piernas envueltas en las medias color caqui, eran muy fuertes para pertenecer a una mujer. Sabría el diablo, pensó Kronsteen, cómo serían sus pechos, pero el bulto del uniforme que descansaba sobre la mesa tenía el aspecto de una bolsa de arena mal hecha; y su figura, en general, con sus grandes caderas en forma de pera, sólo podía ser comparada con un violoncelo.
Las tricoteuses de la Revolución Francesas debieron de tener rostros como el de aquella mujer, decidió Kronsteen mientras se recostaba en el asiento e inclinaba la cabeza ligeramente a un lado. El cabello ralo anaranjado echado hacia atrás y recogido en un apretado moño obsceno; los brillantes ojos pardo amarillentos que se clavaban tan fríamente en el general G. a través de los cristales cuadrados de bordes afilados; la cuña de la nariz de grandes poros y muy empolvada; la mojada trampa que tenía por boca, que continuaba abriéndose y cerrándose como si la manejaran mediante cables desde debajo del mentón. Aquellas mujeres francesas, que se sentaban a tejer y charlar mientras la guillotina caía ruidosamente, debían de tener la misma piel gruesa de pollo, pálida, que se plegaba en pequeñas arrugas debajo de los ojos, en las comisuras de la boca y debajo de las mandíbulas; las mismas orejas grandes de campesina; los mismos puños apretados, duros y con hoyuelos, como redondas empuñaduras de bastón que, en el caso de la rusa, descansaban ahora muy apretados sobre la superficie de terciopelo rojo de la mesa, a ambos lados del gran paquete de su busto. Y los rostros de aquéllas debían de transmitir la misma impresión, concluyó Kronsteen, de frialdad, crueldad y fortaleza que el de esta rusa «horrenda», palabra emotiva que se había permitido aplicar a la mujer de SMERSH.
– Gracias, camarada coronel. Su visión general de la posición actual es valiosa. Y ahora, camarada Kronsteen, ¿tiene algo que añadir? Por favor, sea breve. Son las dos y todos tenemos un día muy pesado por delante.
Los ojos del general G., enrojecidos a causa de la tensión y la falta de sueño, miraban con fijeza los insondables lagos castaños situados bajo la frente abultada. No había ninguna necesidad de decirle a este hombre que fuese breve. Kronsteen nunca tenía mucho que decir, pero cada una de sus palabras valía todo un discurso de los otros oficiales.
Kronsteen ya había tomado una decisión, o no habría permitido que sus pensamientos se concentraran durante tanto tiempo en la mujer.
Echó la cabeza hacia atrás con lentitud y miró al vacío del techo. Su voz resultaba suave en extremo, pero contenía la autoridad que ordena estricta atención.
– Camarada general, fue un francés, en algunos sentidos un predecesor suyo, Fouché, quien observó que no sirve de nada matar a un hombre a menos que se destruya su reputación. Por supuesto, resultará fácil matar a este hombre, Bond. Cualquier asesino búlgaro a sueldo lo haría, si se le instruyera correctamente. La segunda parte de la operación, la destrucción del carácter de este hombre, es más importante y más difícil. En este momento, lo único que me resulta claro es que el hecho debe ser llevado a cabo fuera de Inglaterra, y en un país sobre cuya prensa y radio tengamos influencia. Si me pregunta cómo debe llevarse al hombre hasta allí, sólo puedo decir que si el cebo es lo bastante importante, y su captura sólo puede realizarla este hombre, lo enviarán a cogerlo desde dondequiera que pueda estar. Para evitar que parezca una trampa, yo sugeriría darle al cebo el toque de la excentricidad, de lo insólito. Los ingleses se precian de su propia excentricidad. Tratan las proposiciones excéntricas como un reto. Yo me fiaría, en parte, de esta lectura de su psicología para hacer que envíen a ese importante agente tras el cebo que le pongamos.
Kronsteen hizo una pausa. Bajó la cabeza de modo que sus ojos quedaron fijos en un punto justo por encima de uno de los hombros del general G.
– Procederé a planificar dicha trampa -continuó con indiferencia-. Por el momento, sólo puedo decir que si el cebo consigue atraer a su presa, necesitaremos entonces un asesino con perfecto dominio de la lengua inglesa.
Los ojos de Kronsteen se desplazaron hasta la cobertura de terciopelo rojo de la mesa que tenía ante sí. Con aire pensativo, como si éste fuese el meollo del problema, añadió:
– También necesitaremos una muchacha fiable y extremadamente hermosa.
Sentada junto a la ventana de su habitación y mientras miraba el sereno atardecer de junio, el primer tono rosáceo de la puesta de sol reflejado en las ventanas del otro lado de la calle, la lejana cúpula de una iglesia que flameaba como una antorcha por encima del dentado horizonte de los tejados de Moscú, la cabo de Seguridad del Estado, Tatiana Romanova, pensaba que se sentía más feliz que nunca antes en su vida.
Su felicidad no era de naturaleza romántica. Nada tenía que ver con el extático comienzo de una relación amorosa, con esos días y semanas antes de que las primeras diminutas nubecillas de lágrimas aparezcan en el horizonte. Era la serena, estable alegría de la seguridad, de poder mirar hacia delante con confianza en el futuro, realzada por cosas inmediatas como unas palabras elogiosas que aquella misma tarde había recibido del profesor Denikin, el aroma de una buena cena que se cocinaba en el hornillo eléctrico, el preludio de Boris Goudonov, su favorito, interpretado por la Orquesta Estatal de Moscú, que transmitía la radio y, por encima de todo, lo hermoso del hecho de que el largo invierno y la corta primavera hubiesen pasado, y estuvieran en junio.
La habitación era un cajón diminuto situado en el enorme edificio moderno de apartamentos de Sadovaya-Chemogriazskay Ulitza, que constituyen las barracas para mujeres del departamento de Seguridad del Estado. Construido por prisioneros y acabado en 1939, el excelente edificio de ocho pisos contenía dos mil viviendas, de las cuales algunas, como la de ella, situada en el tercer piso, no eran más que cajas cuadradas con un teléfono, agua fría y caliente, una sola luz eléctrica, y un cuarto de baño y retrete central compartido; otras, situadas en los dos pisos superiores, consistían en apartamentos de dos y tres habitaciones con cuarto de baño. Estos eran para las mujeres de graduación superior. El ascenso por el edificio se realizaba estrictamente por rango, y la cabo Romanova tendría que pasar por los grados de sargento, teniente, capitán, comandante y teniente coronel, antes de llegar al paraíso del piso octavo, el de los coroneles.
Pero el cielo bien sabía que estaba bastante contenta con su suerte actual. Un salario de 1.200 rublos al mes (un treinta por ciento más de lo que podría haber ganado en cualquier otro ministerio); una habitación para ella sola; comida y ropa baratos en la «tienda cerrada» de la planta baja del edificio; la asignación de al menos dos entradas mensuales del ministerio, para asistir al ballet o a la ópera; dos semanas de vacaciones pagadas al año. Y, por encima de todo eso, un empleo estable con buenas perspectivas en Moscú, no en una de esas horribles ciudades de provincia donde no sucedía nada durante un mes tras otro, y donde la llegada de una nueva película o la visita de un circo ambulante constituían las únicas cosas que podían mantenerlo a uno fuera de la cama por las noches.
Por supuesto, había que pagar un precio por estar en el MGB. El uniforme lo separaba a uno del resto del mundo. La gente le tenía miedo, lo cual no era acorde con la naturaleza de la mayoría de las muchachas, y quienes lo llevaban quedaban confinados a la sociedad de las demás muchachas y hombres del MGB, con uno de los cuales, llegado el momento, tendría que casarse para permanecer dentro del ministerio. Y trabajaban como locos: de ocho a seis, cinco días y medio por semana, con sólo cuarenta minutos libres para comer en la cafetería. Pero era un buen almuerzo, una comida de verdad, y se podía pasar con una cena escasa y ahorrar para el abrigo de cebellina que un día ocuparía el lugar del muy gastado abrigo hecho con piel de zorro siberiano.
Al pensar en su cena, la cabo Romanova abandonó la silla que estaba junto a la ventana y acudió a mirar la cacerola de espesa sopa, con unos pocos trozos de carne y algo de champiñones en polvo, que constituiría la cena. Ya estaba casi hecha y su olor era delicioso. Apagó el hornillo y dejó que la sopa continuara hirviendo lentamente mientras se lavaba y arreglaba como, años antes, le habían enseñado a hacer antes de las comidas.
Mientras se lavaba las manos, se examinó en el gran espejo ovalado que tenía sobre el lavamanos.
Uno de sus primeros novios había dicho que ella se parecía a Greta Garbo cuando la actriz era joven. ¡Qué tontería! Y sin embargo, esta noche estaba bastante guapa. Un cabello castaño, sedoso, lacio y fino cepillado hacia atrás para dejar libre la alta frente, y que caía pesado casi hasta los hombros para curvarse ligeramente en las puntas (la Garbo se había peinado así en una ocasión, y la cabo Romanova admitió para sí que se lo había copiado); una buena piel suave y pálida con el brillo del marfil en los pómulos; ojos bien separados y horizontales del más profundo azul bajo cejas naturalmente rectas (cerró un ojo y después el otro. ¡Sí, sus pestañas eran largas, sin duda!); una nariz recta, más bien arrogante… y luego la boca. ¿Qué podía decir de la boca? ¿Era demasiado grande? Debía de parecer terriblemente grande cuando sonreía. Sonrió ante el espejo. Sí, era grande; pero también lo había sido la de Greta Garbo. Al menos los labios eran llenos y finamente dibujados. Había un asomo de sonrisa en las comisuras. ¡Nadie podía decir que fuese una boca fría! Y el óvalo de su rostro. ¿Era demasiado largo? ¿Su mentón era un poco demasiado puntiagudo? Volvió la cabeza a un lado para verla de perfil. La pesada cortina de cabello cayó hacia delante sobre su ojo derecho, de modo que tuvo que echárselo hacia atrás. Bueno, el mentón era puntiagudo, pero al menos no era afilado. Se volvió de cara al espejo, cogió un cepillo y comenzó a pasárselo por la larga, abundante melena. ¡Greta Garbo! Estaba bien, o no serían tantos los hombres que le decían que sí lo estaba… por no hablar de las muchachas que siempre acudían a ella para pedirle consejo acerca de sus rostros. Pero una estrella de cine… ¡una famosa! Hizo una mueca en el espejo y se alejó para tomar la cena.
De hecho, la cabo Tatiana Romanova era una muchacha realmente muy hermosa. Aparte de su cara, el alto cuerpo firme se movía particularmente bien. Había pasado un año en la escuela de ballet de Leningrado, y sólo había abandonado el baile cuando superó en dos centímetros y medio el límite prescrito de un metro sesenta y siete. La escuela de ballet le había enseñado a adoptar la postura corporal correcta. Y tenía un aspecto maravillosamente saludable gracias a su pasión por el patinaje artístico, deporte que practicaba durante todo el año en el estudio de hielo del Dynamo, y que ya le había valido un puesto en el primer equipo femenino del Dynamo. Sus brazos y pechos eran intachables. Un purista habría desaprobado sus nalgas. Los músculos estaban tan endurecidos a causa del ejercicio, que habían perdido la suave caída femenina y ahora, redondo en la parte trasera y plano y duro en los lados, sobresalía como el de un hombre.
La cabo Romanova era admirada mucho más allá de los confines de la sección de traducción inglesa del Indice Central del MGB. Todo el mundo estaba de acuerdo en que no pasaría mucho tiempo antes de que uno de los oficiales superiores se cruzara con ella y la arrebatara perentoriamente de su modesta posición para convertirla en su amante o, si era absolutamente necesario, en su esposa.
La muchacha vertió la espesa sopa dentro de un cuenco de porcelana, decorado con lobos que perseguían un trineo al galope en torno al borde, echó dentro trocitos de pan moreno y fue a sentarse en la silla que había junto a la ventana, donde se puso a comer lentamente con una bonita cuchara brillante que había deslizado en su bolso no muchas semanas antes, tras una alegre noche pasada en el Hotel Moskwa.
Al acabar, lavó los utensilios de cocina y regresó a la silla, donde encendió el primer cigarrillo del día (ninguna muchacha respetable de Rusia fuma en público, excepto en los restaurantes, y si hubiese fumado en el trabajo, habría significado el despido inmediato), y escuchó con impaciencia las gimientes discordancias de una orquesta de Turkmenistán. ¡Esas horribles cosas orientales que siempre estaban transmitiendo para complacer a los kulaks de uno de esos bárbaros estados remotos! ¿Por qué no podían transmitir algo kulturnyl Algo de esa moderna música de jazz, o algo clásico. Esta cosa que sonaba ahora era monstruosa. Peor aún, era anticuada.
El teléfono emitió un fuerte timbrazo. Ella se levantó, apagó la radio y cogió el receptor.
– ¿Cabo Romanova?
Era la voz de su querido profesor Denikin. Pero fuera de las horas de oficina, él siempre la llamaba Tatiana o incluso Tania. ¿Qué significaba esto?
La muchacha tenía los ojos muy abiertos y estaba tensa.
– Sí, camarada profesor.
La voz del otro lado sonaba extraña y fría.
– Dentro de quince minutos, a las ocho y media en punto, se requiere su presencia para mantener una reunión con la camarada coronel Klebb, de Otdyel II. Irá a verla a su apartamento, número 1875, situado en el octavo piso de su edificio. ¿Ha quedado claro?
– Pero, camarada, ¿por qué? ¿Qué… qué…?
La extraña, tensa voz de su amado profesor la cortó en seco.
– Eso es todo, camarada cabo.
La muchacha se apartó el receptor de la cara. Lo contempló con ojos frenéticos, como si pudiera exprimirle más palabras al círculo de pequeños orificios del auricular negro.
– ¡Hola! ¡Hola!
El vacío micrófono bostezaba ante ella. Sintió que le dolían la mano y el antebrazo debido a la fuerza con que lo apretaba. Se inclinó con lentitud y dejó el receptor en su sitio.
Permaneció un momento de pie, congelada, contemplando el negro aparato. ¿Debería llamarlo ella? No, eso quedaba fuera de consideración. El le había hablado como lo hizo porque sabía, al igual que ella, que todas las llamadas entrantes y salientes del edificio eran escuchadas y grabadas. Por eso el hombre no había desperdiciado una sola palabra. Se trataba de un asunto de Estado. Cuando uno tenía un mensaje de esta naturaleza, se libraba de él lo antes posible, con la menor cantidad de palabras posibles, y se lavaba las manos del asunto. Ya se había librado de la horrible carta. Le había pasado la reina de picas a otro. Volvía a tener las manos limpias.
La muchacha se llevó los nudillos a la boca abierta y se los mordió, con la vista clavada en el teléfono. ¿Para qué la querían? ¿Qué había hecho? Con desesperación, retrocedió en el tiempo para rebuscar en los días, los meses, los años. ¿Acaso habría cometido algún terrible error en su trabajo y acababan de descubrirlo? ¿Habría hecho alguna observación acerca del Estado, algún chiste sobre el que se había informado? Eso siempre era posible. Pero, ¿qué observación era? ¿Cuándo la había hecho? Si hubiera sido una observación negativa, habría sentido una punzada de culpabilidad o miedo en su momento. Tenía la conciencia tranquila. ¿O no? De pronto, recordó. ¿Sería por la cuchara que se había llevado? La lanzaría por la ventana, ahora mismo, bien lejos, hacia un lado u otro. Pero no, no podía ser por eso. Era algo demasiado pequeño. Se encogió de hombros con resignación y dejó caer la mano a un lado. Se puso de pie y avanzó hacia el armario para coger su mejor uniforme, con los ojos empañados por las lágrimas de miedo y perplejidad de una niña. No podía tratarse de ninguna de esas cosas. SMERSH no mandaba llamar a nadie por ese tipo de cosas. Tenía que ser algo mucho, mucho peor.
A través de las lágrimas, la muchacha miró el reloj barato que llevaba en la muñeca. ¡Sólo le quedaban siete minutos! Se enjugó los ojos con el antebrazo y cogió su uniforme de gala.
¡Encima de esta situación, fuera lo que fuese, sólo le faltaba llegar tarde! Desprendió los botones de su blusa blanca de algodón a tirones.
Mientras se vestía, lavaba la cara y cepillaba el cabello, su mente continuó sondeando el maligno misterio como un niño inquisitivo que mete un palito en la cueva de una serpiente. Desde cualquier ángulo que exploraba el agujero, obtenía un furibundo silbido como respuesta.
Dejando a un lado la naturaleza de su culpabilidad, el contacto con cualquier tentáculo de SMERSH era horrendo. El nombre mismo de la organización era aborrecido y evitado. SMERSH, «Smiert Spionam», «Muerte a los espías». Se trataba de una palabra obscena, una palabra de tumba, el susurro mismo de la muerte, una palabra no pronunciada siquiera en los chismorreos secretos de oficina entre amigos. Y lo peor de todo era que, dentro de esta terrible organización, Otdyel II, el departamento de Tortura y Muerte, era el horror central.
¡Y el jefe de Otdyel II era aquella mujer, Rosa Klebb! Se murmuraban cosas inverosímiles acerca de esa mujer, cosas que se le aparecían a Tatiana en sus pesadillas, cosas que volvía a olvidar durante el día, pero que ahora pasaban ante sus ojos.
Se decía que Rosa Klebb no permitía que se practicara tortura ninguna si ella no estaba presente. En su oficina había una bata salpicada de sangre y un taburete bajo, y decían que cuando se la veía escabullirse precipitadamente por los pasillos del sótano con el taburete en la mano y vestida con la bata, corría de inmediato la voz e incluso los empleados de SMERSH hablaban con susurros y se inclinaban profundamente sobre sus papeles -y tal vez incluso cruzaban los dedos dentro de los bolsillos-, hasta que se informaba que había regresado a su despacho.
Porque, o al menos eso decían, cogía el taburete y lo colocaba muy cerca de la cara del hombre o la mujer que colgaba del borde de la mesa de interrogatorio. Luego se sentaba sobre el taburete, miraba el rostro y decía con voz queda: «número 1» o «número 10» o «número 25», y los interrogadores sabían lo que quería decir y comenzaban. Y ella contemplaba los ojos del rostro que tenía a pocos centímetros e inspiraba los alaridos como si fuesen perfume. Y, dependiendo de los ojos, ella cambiaba la tortura con voz queda, y decía: «ahora número 36» o «ahora número 64», y los interrogadores hacían otra cosa. A medida que el valor y la resistencia escapaba de los ojos y éstos comenzaban a debilitarse y suplicar, ella empezaba a arrullar con voz suave.
– Vamos, vamos, palomo mío. Háblame, bonito, y esto acabará. Hace daño. Ay, señor, duele mucho, niño mío. Y estás tan cansado del dolor… Querrías que cesara, y poder quedarte acostado en paz y que nunca volviera a comenzar. Tu madre está aquí a tu lado, sólo esperando poder detener el dolor. Tiene una bonita cama cómoda preparada para que duermas en ella y olvides, olvides, olvides. Habla -susurraba amorosamente-. Sólo tienes que hablar, y tendrás paz y se acabará el dolor. -Si los ojos continuaban resistiéndose, ella volvía a comenzar los arrullos-. Pero eres tonto, bonito mío. ¡ Ah, eres tan tonto! Este dolor no es nada. ¡Nada! ¿Es que no me crees, palomito mío? Bien, pues, tu madre probará un poquitín, pero sólo un poquitín, con el número 87.
Y los interrogadores oían y cambiaban sus instrumentos y sus objetivos, y ella se quedaba sentada allí y observaba cómo la vida disminuía en los ojos hasta el punto de que tenía que hablar en voz alta al oído de la persona, o las palabras no le llegaban al cerebro.
Pero eran raros los casos, según decían, en que la persona tenía la voluntad necesaria para viajar muy lejos por el camino del dolor de SMERSH, y menos aún hasta el final y, cuando la voz suave prometía paz, ganaba casi siempre porque Rosa Klebb sabía, por la expresión de los ojos, el momento en que el adulto había sido quebrantado hasta convertirse en un niño que lloraba por su madre. Y ella les proporcionaba la imagen de esa madre y ablandaba el espíritu donde las palabras de un hombre lo habrían endurecido.
Luego, después de que un sospechoso más hubiese sido quebrantado, Rosa Klebb regresaba por el pasillo con el taburete en la mano y despojada de su bata nuevamente salpicada de sangre; volvía a trabajar y corría la voz de que todo había acabado y la actividad normal se instalaba una vez más en el sótano.
Tatiana, congelada por sus pensamientos, volvió a mirar su reloj. Le quedaban cuatro minutos. Se alisó el uniforme con las manos y se miró una vez más el semblante blanco en el espejo. Se volvió para despedirse de su querida, familiar habitacionci- 11a. ¿Volvería a verla alguna vez?
Avanzó por el recto pasillo y llamó el ascensor.
Cuando llegó, cuadró los hombros, alzó el mentón y entró en él como si se tratara de la plataforma de la guillotina.
– Octavo -le dijo a la muchacha ascensorista. Permaneció de cara a la puerta. Dentro de sí, recordando una palabra que no había usado desde la infancia, repetía, una y otra vez: «Dios mío… Dios mío… Dios mío.»
En el exterior de la puerta anónima pintada de color crema, Tatiana ya percibió el olor de la habitación que había detrás. Cuando la voz le dijo ásperamente que entrara y ella abrió la puerta, fue el olor lo que llenó su mente mientras se detenía en la entrada y miraba fijamente los ojos de la mujer que se encontraba sentada detrás de una mesa redonda, bajo la luz central.
Era el olor del metro en los atardeceres calurosos: perfume barato que ocultaba olores animales. La gente de Rusia se empapaba en perfume, tanto si se había bañado como si no, pero sobre todo cuando no lo había hecho, y las muchachas sanas y limpias como Tatiana volvían siempre andando de la oficina a casa, a menos que lloviera o nevara mucho, para evitar el hedor de los trenes y el metro.
Ahora, Tatiana se encontraba en un baño de ese olor. Sus narinas se contrajeron de asco.
Fueron el asco y el desprecio que le inspiraba una persona capaz de vivir en medio de un hedor tal lo que la ayudó a mirar a los ojos amarillentos que la contemplaban fijamente a través de los cristales cuadrados de las gafas. No podía leerse nada en ellos. Eran ojos receptores, no dadores. Se desplazaron lentamente por toda la muchacha, como el objetivo de una cámara, abarcándola.
La coronel Klebb habló:
– Es usted una muchacha de muy buen aspecto, camarada cabo. Atraviese la habitación y regrese.
¿Qué eran esas almibaradas palabras? Tensa a causa de un nuevo miedo, miedo de los conocidos hábitos personales de la mujer, Tatiana hizo lo que le ordenaban.
– Quítese la chaqueta. Déjela en la silla. Levante las manos por encima de la cabeza. Más arriba. Ahora inclínese y toqúese los dedos de los pies. Enderécese. Bien. Siéntese.
La mujer hablaba como un médico. Con un gesto le indicó la silla que había al otro lado de la mesa, frente a ella. Los ojos de mirada fija, penetrantes, se encapotaron al bajar los ojos hacia el expediente que tenía ante sí.
«Debe de ser mi zapiska», pensó Tatiana. ¡Qué interesante resultaba ver el instrumento que recogía toda la vida de uno! ¡Qué grueso era, casi cinco centímetros! ¿Qué podían ser todas esas páginas? Contempló la carpeta abierta con ojos grandes, fascinados.
La coronel Klebb hojeó las últimas páginas y lo cerró. La cubierta era naranja y tenía una banda negra diagonal. ¿Qué significaban esos colores?
La mujer alzó los ojos. De alguna forma, Tatiana consiguió devolverle la mirada con valentía.
– Camarada cabo Romanova. -Era la voz de la autoridad, del oficial superior-. Tengo buenos informes sobre su trabajo. Su expediente es excelente, tanto en lo que se refiere al deber como a los deportes. El Estado está satisfecho de usted.
Tatiana no podía creer lo que oía. Sintió que se desvanecía de emoción. Se puso roja hasta la raíz del cabello y luego palideció. Posó una mano sobre el borde de la mesa.
– Se lo agradezco, camarada coronel -tartamudeó con voz débil.
– Debido a sus excelentes servicios, se la ha escogido para una importante misión. Es un gran honor para usted. ¿Lo comprende?
Con independencia de lo que fuere, era mejor de lo que podría haber sido.
– Sí, por supuesto, camarada coronel.
– Esta misión acarrea una gran responsabilidad. Es merecedora de un rango elevado. La felicito por el ascenso a capitán de Seguridad del Estado que recibirá al concluir la misión, camarada cabo.
¡Aquello era insólito en el caso de una muchacha de veinticuatro años! Tatiana percibió el peligro. Se tensó como un animal que ve las fauces de acero de la trampa debajo del cebo de carne.
– Me siento muy honrada, camarada coronel. -No pudo evitar que la cautela asomara a su voz.
Rosa Klebb gruñó algo ambiguo. Sabía con total exactitud lo que la muchacha debía de haber pensado cuando recibió la llamada. El efecto causado por su amable recepción, la conmoción de alivio ante las buenas noticias, el redespertar de los temores, habían resultado evidentes. Era una muchacha hermosa, cándida, inocente. Justo lo que exigía la konspiratsia. Ahora había que relajarla.
– Querida -dijo con voz suave-, ¡qué descuidada soy! Este ascenso debe ser celebrado con una copa de vino. No debe llevarse la impresión de que los oficiales superiores somos inhumanos. Beberemos juntas. Será una buena excusa para abrir una botella de champagne francés.
Rosa Klebb se levantó y avanzó hasta el aparador, donde su ordenanza había dispuesto lo que ella pidió.
– Pruebe uno de estos bombones mientras lucho con el corcho. Nunca resulta fácil descorchar una botella de champagne. La verdad es que las chicas necesitamos a un hombre para que nos ayude con ese tipo de cosas, ¿no cree?
El aburrido parloteo continuó mientras depositaba ante Tatiana una espectacular caja de bombones. Regresó al aparador.
– Son de Suiza. Los mejores de todos. Los de centro blando son los redondos. Los duros son cuadrados.
Tatiana murmuró su agradecimiento. Tendió la mano y escogió uno redondo. Resultaría más fácil de tragar. Tenía la boca seca a causa del miedo que le inspiraba el momento en que finalmente vería la trampa y la sentiría cerrarse en torno a su cuello. Tenía que ser algo espantoso si resultaba necesario esconderlo debajo de esta actuación. El mordisco de bombón se le pegó a la boca como chiclé. Por suerte, le pusieron una copa de champagne en la mano.
Rosa Klebb permaneció de pie a su lado. Levantó alegremente su copa.
– Za vashe zdarovie, camarada Tatiana. ¡Y mis más cálidas felicitaciones!
Tatiana forzó sus labios en una pálida sonrisa. Cogió su copa e hizo una pequeña reverencia.
– 7xi vashe zdarovie, camarada coronel. -Vació la copa, como es costumbre en Rusia, y la dejó ante sí.
Rosa Klebb volvió a llenársela de inmediato, derramando un poco sobre la mesa.
– Y ahora, a la salud de su nuevo departamento, camarada.
Alzó la copa. La sonrisa almibarada se tensó mientras observaba las reacciones de la muchacha.
– ¡Por SMERSH!
Aturdida, Tatiana se puso de pie. Cogió la copa llena.
– Por SMERSH.
Las dos palabras apenas lograron salir de sus labios. Se atragantó con el champagne y tuvo que bebérselo en dos sorbos. Se dejó caer en la silla.
Rosa Klebb no le dejó tiempo para reflexionar. Se sentó ante ella y apoyó las manos planas sobre la mesa.
– Y ahora, vayamos al trabajo, camarada. -La autoridad había vuelto a su voz-. Hay muchas cosas que hacer. -Se inclinó hacia delante-. ¿Ha deseado alguna vez vivir en el extranjero, camarada? ¿En otro país?
El champagne estaba haciéndole efecto a Tatiana. Probablemente llegarían cosas peores, pero ahora prefería que llegaran rápido.
– No, camarada. Soy feliz en Moscú.
– ¿Nunca ha pensado cómo sería vivir en Occidente… todas esas ropas bonitas, el jazz, las cosas modernas?
– No, camarada. -Se quedó meditativa. Nunca había pensado en ello.
– ¿Y si el Estado le pidiera que viviese en Occidente?
– Obedecería.
– ¿De buena gana?
Tatiana se encogió de hombros con un asomo de impaciencia.
– Uno hace lo que se le ordena.
La mujer calló durante un instante. En la pregunta siguiente había un toque de conspiración femenina.
– ¿Es usted virgen, camarada?
«Oh, Dios mío», pensó Tatiana.
– No, camarada coronel.
Los húmedos labios brillaron en la luz.
– ¿Cuántos hombres?
Tatiana enrojeció hasta la raíz del pelo. Las muchachas rusas son reacias y gazmoñas en lo que al sexo se refiere. En Rusia, la atmósfera sexual es de plena época victoriana. Estas preguntas de Klebb resultaban todavía más repugnantes por ser formuladas en ese frío tono inquisitorial por una oficial del Estado a quien no había visto nunca antes. Tatiana se llenó de valor. Miró con aire defensivo a los ojos amarillos.
– Por favor, camarada, ¿puede decirme cuál es el propósito de estas preguntas íntimas?
Rosa Klebb se irguió. Su voz salió disparada como un látigo.
– Recuerde quién es, camarada. No está aquí para formular preguntas. Olvida con quién está hablando. ¡Respóndame!
Tatiana se acobardó.
– Tres hombres, camarada coronel.
– ¿Cuándo? ¿Qué edad tenía usted? -Los duros ojos amarillos se clavaron en los perseguidos ojos azules de la muchacha que tenía delante, le sostuvieron la mirada y les dieron una orden.
Tatiana estaba al borde de las lágrimas.
– En el colegio, cuando tenía diecisiete años. Luego en el Instituto de Lenguas Extranjeras. Tenía veintidós. Luego, el año pasado. Tenía veintitrés. Era un amigo al que conocí patinando.
– Sus nombres, por favor, camarada. -Rosa Klebb cogió un lápiz y empujó una libreta de notas hacia ella.
Tatiana disimuló los sollozos.
– No, nunca, no me importa lo que me haga. No tiene ningún derecho.
– Déjese de tonterías. -La voz era un siseo-. En cinco minutos puedo hacerle decir esos nombres, o cualquier otra cosa que desee saber. Está jugando un juego peligroso conmigo, camarada. Mi paciencia no es infinita. -Rosa Klebb hizo una pausa. Estaba siendo demasiado brusca-. Por el momento, lo dejaremos estar. Mañana me dará los nombres. Ningún mal les sobrevendrá a esos hombres. Se les harán una o dos preguntas acerca de usted… preguntas sencillas, técnicas, eso es todo. Ahora, enderécese y séquese las lágrimas. No podemos aceptar ninguna otra tontería como ésta.
Rosa Klebb se levantó y rodeó la mesa. Se detuvo con los ojos bajos sobre Tatiana. Su voz se volvió untuosa y suave.
– Vamos, vamos, querida. Debe confiar en mí. Sus pequeños secretos están a salvo conmigo. Vamos, beba un poco más de champagne y olvide este desagradable asuntillo. Debemos ser amigas. Tenemos trabajo que hacer juntas. Debe aprender, mi querida Tania, a tratarme como a su madre. Tenga, bébase esto.
Tatiana sacó un pañuelo de la cintura de su falda y se secó los ojos con pequeños toquecitos. Tendió una mano temblorosa para coger la copa de champagne y bebió pequeños sorbos con la cabeza baja.
– Bébaselo todo, querida.
Rosa Klebb permaneció de pie junto a la muchacha, como una especie de espantosa madre pata, graznando palabras de aliento.
Obediente, Tatiana vació la copa. Sentía que la había abandonado toda resistencia, estaba cansada, dispuesta a hacer cualquier cosa para acabar con esta entrevista y marcharse a alguna parte y dormir. Pensó: «Así que esto es lo que pasa en la mesa de interrogatorio, y ésa es la voz que usa Klebb». Bueno, pues con ella funcionaba. Ahora estaba dócil. Cooperaría.
Rosa Klebb se sentó. Observó calculadoramente a la muchacha desde detrás de la máscara maternal.
– Y ahora, querida, sólo una preguntita íntima más. Entre chicas. ¿Le gusta hacer el amor? ¿Le proporciona placer? ¿Mucho placer?
Las manos de Tatiana volvieron a ascender y se cubrió el rostro. Desde detrás de las mismas, con la voz amortiguada, respondió:
– Bueno, sí, camarada coronel. Naturalmente, cuando se está enamorada… -Su voz se apagó. ¿Qué otra cosa podía decir? ¿Qué respuesta quería esta mujer?
– Y suponiendo, querida, que no estuviera enamorada. ¿Aun así le proporcionaría placer hacer el amor con un hombre?
Tatiana sacudió la cabeza con gesto indeciso. Apartó las manos del rostro e inclinó la cabeza. Su cabello cayó sobre ambos lados de la cara como una pesada cortina. Estaba intentando pensar, ser servicial, pero no lograba imaginarse una situación semejante. Suponía…
– Supongo que dependería del hombre, camarada coronel.
– Esa es una respuesta sensata, querida. -Rosa Klebb abrió un cajón de la mesa. Sacó una fotografía y la deslizó hasta dejarla ante la muchacha-. ¿Qué me dice de este hombre, por ejemplo?
Tatiana atrajo cautelosamente la fotografía hacia sí, como si pudiera prenderse fuego. Bajó los ojos con prudencia hacia el rostro apuesto, implacable. Intentó pensar, imaginarse…
– No puedo decírselo, camarada coronel. Es bien parecido. Tal vez si fuese dulce… -Apartó la fotografía de sí con gesto ansioso.
– No, quédesela, querida. Póngala junto a su cama y piense en este hombre. Más adelante, en su nuevo trabajo, recibirá más información sobre él. Y ahora… -los ojos brillaron tras los cristales cuadrados de las gafas-, ¿le gustaría saber cuál será su nuevo trabajo? ¿La tarea para la que ha sido escogida entre todas las muchachas de Rusia?
– Sí, desde luego, camarada coronel. -Tatiana miró obedientemente al rostro resuelto dirigido hacia ella como un perro de caza.
Los húmedos labios gomosos se separaron, seductores.
– La misión para la que ha sido escogida es sencilla y placentera, camarada cabo… un auténtico trabajo de amor, como decimos nosotros. Es cuestión de enamorarse. Eso es todo. Nada más. Sólo enamorarse de este hombre.
– Pero, ¿quién es? Ni siquiera lo conozco.
La boca de Rosa Klebb expresó deleite. Esto le daría algo en lo que pensar a la tonta mujercilla.
– Es un espía inglés.
– Bozhi moi! -Tatiana se tapó la boca con una mano, tanto para sofocar el nombre de Dios como por terror. Permaneció sentada, tensa por la conmoción, y miró a Rosa Klebb con ojos muy abiertos, ligeramente achispados.
– Sí -confirmó Rosa Klebb, satisfecha del efecto causado por sus palabras-. Es un espía inglés. Tal vez el más famoso de todos. Y a partir de este momento usted está enamorada de él. Así que será mejor que se acostumbre a la idea. Y nada de tonterías, camarada. Tenemos que actuar con seriedad. Éste es un importante asunto de Estado para el cual usted ha sido escogida como instrumento. Así que nada de tonterías, por favor. Y ahora, vayamos a algunos detalles prácticos. -Rosa Klebb se interrumpió-. Y aparte esa mano de su estúpida cara -dijo con tono cortante-. Y deje esa expresión de vaca asustada. Siéntese erguida y ponga atención. O será peor para usted. ¿Entendido?
– Sí, camarada coronel.
Tatiana se apresuró a enderezar la espalda y se sentó erguida con las manos en el regazo, como si estuviera de vuelta en la Escuela de Oficiales de Seguridad. En su mente había una gran agitación, pero éste no era momento para cuestiones personales. Toda su formación le decía que aquélla era una operación de Estado. Ahora estaba trabajando para su país. De algún modo la habían escogido para una importante konspiratsia. Como oficial del MGB, debía cumplir con su deber y hacerlo bien. Escuchó con cuidado y con toda su atención profesional.
– Por el momento -Rosa Klebb adoptó una voz oficial-, seré breve. Más adelante conocerá otros detalles. Durante las próximas semanas será cuidadosamente entrenada para esta operación, hasta que sepa con total exactitud qué hacer en todas las contingencias. Se le enseñarán ciertas costumbres extranjeras. Se la equipará con ropas hermosas. Se la instruirá en todas las artes de la seducción. Luego será enviada a un país extranjero de Europa. Allí conocerá a este hombre. Lo seducirá. En este asunto no queremos ninguna estúpida compunción por su parte. Su cuerpo pertenece al Estado. Desde que nació, el Estado lo ha alimentado. Ahora, su cuerpo debe trabajar para el Estado. ¿Lo ha comprendido?
– Sí, camarada coronel. -La lógica era ineludible.
– Acompañará a este hombre a Inglaterra. Allí, sin duda la interrogarán. El interrogatorio será blando. Los ingleses no usan métodos duros. Dará todas las respuestas que pueda sin poner en peligro al Estado. Le diremos determinadas respuestas que nos gustaría que les diera. Probablemente la enviarán a Canadá. Es allí donde los ingleses envían a una determinada categoría de prisioneros extranjeros. Se la rescatará y traerá de vuelta a Moscú. -Rosa Klebb observó a la muchacha. Parecía estar aceptando todo esto sin cuestionarlo-. Como ve, es un asunto comparativamente sencillo. ¿Tiene alguna pregunta, hasta ahora?
– ¿Qué le sucederá al hombre, camarada coronel?
– Eso es algo que a nosotros nos resulta indiferente. Sólo lo utilizaremos como medio para introducirla a usted en Inglaterra. El objetivo de la operación es darles información falsa a los británicos. Por supuesto, camarada, nos sentiremos complacidos de oír sus propias impresiones acerca de la vida en Inglaterra. Los informes de una muchacha de tan elevado entrenamiento e inteligencia como usted serán de gran valor para el Estado.
– ¡Por favor, camarada coronel!
Tatiana se sentía importante. De pronto, todo el asunto parecía emocionante. Con que sólo consiguiera hacerlo bien… Desde luego que intentaría hacerlo lo mejor posible. Pero, ¿y suponiendo que no pudiera lograr que el espía inglés se enamorara de ella? Volvió a mirar la fotografía. Inclinó la cabeza a un lado. Era un rostro atractivo. ¿Qué eran esas «artes de seducción» de las que había hablado la mujer? ¿Qué podrían ser? Tal vez podrían ayudarla.
Satisfecha, Rosa Klebb se levantó de la mesa.
– Y ahora podemos relajarnos, querida. El trabajo ha terminado por esta noche. Iré a cambiarme y mantendremos una amistosa charla. No tardaré ni un momento. Coma más bombones, o se estropearán. -Rosa Klebb hizo un gesto vago con una mano y desapareció con aire distraído en la habitación contigua.
Tatiana se acomodó en la silla. ¡Así que se trataba de eso! La verdad es que no era tan malo, después de todo. ¡Qué alivio! ¡Y qué honor que la hubiesen escogido a ella! ¡Qué tonta era por haberse asustado tanto! Naturalmente, los líderes del Estado no permitirían que ningún mal le sobreviniera a un ciudadano inocente que trabajaba duramente y no tenía ninguna marca negra en su zapiska. Repentinamente, se sintió muy agradecida para con la figura paternal que encarnaba el Estado, y orgullosa porque ahora tendría una oportunidad para pagar su deuda con él. Incluso esa mujer, Rosa Klebb, no era tan mala después de todo.
Tatiana continuaba aún repasando alegremente la situación, cuando se abrió la puerta del dormitorio y «esa mujer, Klebb» apareció en la misma.
– ¿Qué le parece esto, querida?
La coronel Klebb abrió sus regordetes brazos y giró sobre las puntas de los pies como una modelo. Adoptó una pose con un brazo estirado y el otro doblado a la altura de la cintura.
La boca de Tatiana se había abierto. La cerró con rapidez. Buscó algo que decir.
La coronel Klebb de SMERSH llevaba puesto un camisón semitransparente hecho de crépe de chine color naranja. Tenía festones de la misma tela en torno al cuello cuadrado y bajo, y festones en los puños adornados por muchos volantes. Debajo podía verse un sujetador que consistía en dos grandes rosas de satén. En la parte inferior llevaba bragas anticuadas de satén rosa con elásticos por encima de las rodillas. Una rodilla con hoyuelos, como un coco amarillento, aparecía doblada y adelantada entre los pliegues medio abiertos del camisón, en la postura clásica de las modelos. Los pies estaban enfundados en sandalias de satén rosa con pompones de plumas de avestruz. Rosa Klebb se había quitado las gafas y su rostro desnudo estaba ahora cargado de rímel, colorete y lápiz de labios.
Parecía la puta más vieja y fea del mundo.
Tatiana tartamudeó:
– Es muy bonito.
– ¿Verdad que sí? -gorjeó la mujer. Se encaminó hacia un ancho sofá situado en un rincón de la sala. Estaba cubierto por un chillón tapiz campesino. En la parte trasera, contra la pared, había unos cojines de satén en colores pastel, bastante mugrientos.
Con un chillido de placer, Rosa Klebb se echó sobre él, adoptando lo que parecía la caricatura de una pose de Recamier. Alzó una mano y encendió una lámpara de mesa con pantalla rosa, cuyo pie era una mujer desnuda hecha de falso cristal de Lalique. Dio unos golpecitos en el sofá, a su lado.
– Apague la luz de arriba, querida. El interruptor está junto a la puerta. Luego venga a sentarse a mi lado. Debemos conocernos la una a la otra.
Tatiana avanzó hacia la puerta. Apagó la luz cenital. Su mano cayó con gesto decidido sobre el pomo de la puerta. Lo hizo girar, abrió y salió tranquilamente al corredor. De pronto, la abandonó el valor. Cerró la puerta de golpe a sus espaldas y corrió enloquecida pasillo abajo, con las manos sobre los oídos para no oír el grito persecutor que no fue proferido.
Era la mañana del día siguiente.
La coronel Klebb estaba sentada ante el escritorio del espacioso despacho que constituía su cuartel general en el sótano de SMERSH. Era más una sala de operaciones que una oficina. Una pared estaba completamente tapada por un mapa del hemisferio occidental. La pared opuesta estaba cubierta por el hemisferio oriental. Detrás del escritorio y al alcance de su mano, un Telekrypton emitía ocasionalmente una señal de en clair, repetición de otra máquina que había en la sección de Criptografía, bajo los altos mástiles de radio colocados en el tejado del edificio. De vez en cuando, siempre que la coronel Klebb pensaba en ello, arrancaba la larga tira de papel y leía los mensajes. Se trataba de una formalidad. Si sucediera algo importante, sonaría su teléfono. Todos los agentes que SMERSH tenía en el mundo eran controlados desde esta habitación, y se trataba de un control vigilante y férreo.
El pesado rostro tenía aspecto hosco y disipado. La piel de pollo de debajo de los ojos estaba abolsada, y en la esclerótica había venas rojas.
Uno de los tres teléfonos que tenía a su lado emitió un suave ronroneo. Ella levantó el receptor.
– Hágale pasar.
Se volvió hacia Kronsteen, que estaba sentado, limpiándose pensativamente los dientes con un sujetapapeles abierto, en un sillón colocado contra la pared de la izquierda, debajo de la punta sur de África.
– Granitsky.
Kronsteen volvió lentamente la cabeza y miró la puerta.
Red Grant entró y la cerró con suavidad tras de sí. Avanzó hasta el escritorio y se detuvo, posando unos ojos obedientes, casi ansiosos, en los de su oficial superior. Kronsteen pensó que tenía el aspecto de un poderoso mastín que aguarda su ración de comida.
Rosa Klebb lo miró de arriba abajo con frialdad.
– ¿Está en forma y listo para trabajar?
– Sí, camarada coronel.
– Echémosle un vistazo. Quítese la ropa.
Red Grant no manifestó sorpresa alguna. Se quitó el abrigo y, tras buscar con los ojos algún sitio donde colocarlo, lo dejó caer al piso. Luego, con naturalidad, se quitó el resto de la ropa y los zapatos. El gran cuerpo moreno rojizo con su vello dorado iluminó la habitación gris amarillenta. La postura de Grant era relajada, las manos sueltas a los lados y una rodilla ligeramente doblada, como si estuviera posando para una clase de pintura.
Rosa Klebb se levantó de su asiento y rodeó el escritorio. Estudió el cuerpo con detenimiento, pinchando aquí, tanteando allá, como si estuviera comprando un caballo. Continuó hasta quedar a espaldas del hombre y prosiguió su minuciosa inspección. Antes de que completara el círculo, Kronsteen la vio extraer algo del bolsillo y guardarlo dentro de la mano. Hubo un destello metálico.
La mujer volvió a situarse ante Grant y se detuvo muy cerca de su lustroso estómago, con el brazo derecho a la espalda. Lo miró directamente a los ojos.
De pronto, con una velocidad terrible y descargando todo el peso de su hombro en el golpe, lanzó la mano derecha cerrada hacia delante, cargada con un puño de bronce, para golpear exactamente el plexo solar de Grant.
– ¡Ugh!
Grant dejó escapar un gruñido de sorpresa y dolor. Las piernas se le aflojaron apenas, y luego se enderezaron. Por un brevísimo instante, sus ojos se cerraron en agonía. Luego se abrieron y posaron una enrojecida mirada furiosa en los fríos ojos amarillos, penetrantes, que lo contemplaban desde detrás de los cuadrados cristales de las gafas. Aparte del inflamado enrojecimiento que le apareció en la piel por debajo del esternón, Grant no manifestó ningún efecto debido a aquel golpe, que habría hecho que cualquier hombre normal cayera al suelo retorciéndose de dolor.
Rosa Klebb sonrió con ferocidad. Volvió a deslizar el puño de bronce en el bolsillo, regresó a su escritorio y se sentó. Volvió la mirada hacia Kronsteen con un asomo de orgullo.
– Al menos está suficientemente en forma -comentó.
Kronsteen le contestó con un gruñido.
El hombre desnudo sonrió con tímida satisfacción. Levantó una mano y se frotó el estómago.
Rosa Klebb se recostó en el asiento y lo contempló pensativamente.
– Camarada Granitsky -dijo por fin-, hay un trabajo para usted. Se trata de una tarea importante. Más importante que cualquier cosa que haya intentado hasta ahora. Es una misión que le valdrá una medalla… -los ojos de Grant destellaron-, porque el objetivo es peligroso y difícil. Estará en un país extranjero, y solo. ¿Entendido?
– Sí, camarada coronel. -Grant estaba emocionado. Allí tenía la oportunidad para dar ese gran paso adelante. ¿Cuál sería la medalla? ¿ La Orden de Lenin? Escuchó con atención.
– El objetivo es un espía inglés. ¿Le gustaría matar a un espía inglés?
– Muchísimo, de verdad, camarada coronel. -El entusiasmo de Grant era genuino. No pedía nada mejor que matar a un inglés. Tenía cuentas que arreglar con esos cabrones.
– Necesitará muchas semanas de entrenamiento y preparación. En esta misión operará usted con la cobertura de agente inglés. Sus modales y apariencia son rústicos. Tendrá que aprender al menos algunos de los trucos -la voz se volvió burlona-, de un chentleman. Será puesto en manos de cierto inglés que tenemos aquí. Un antiguo chentleman del Foreign Office en Londres. Su tarea será hacerlo pasar por algún tipo de espía inglés. Emplean a muchos tipos de hombres diferentes. No debería ser difícil. Y tendrá que aprender muchas otras cosas. La operación se llevará a cabo a finales de agosto. Comenzará su entrenamiento de inmediato. Hay muchas cosas que hacer. Vuelva a vestirse y preséntese al ayudante de campo. ¿Entendido?
– Sí, camarada coronel. -Grant sabía que no debía hacer preguntas. Se puso la ropa, indiferente a la mirada que la mujer no apartaba de él, y avanzó hacia la puerta mientras se abotonaba la chaqueta. Entonces se volvió-. Gracias, camarada coronel.
Rosa Klebb estaba escribiendo sus notas sobre la entrevista. No respondió ni alzó los ojos, y Grant salió y cerró suavemente la puerta a sus espaldas.
La mujer arrojó el bolígrafo sobre la mesa y se echó hacia atrás.
– Y ahora, camarada Kronsteen, ¿hay algún punto que debamos discutir antes de poner toda la maquinaria en movimiento? Debo mencionar que el Presidium ha aprobado el objetivo y ratificado la orden de muerte. Hemos informado al camarada general Grubozaboyschikov de las líneas generales del plan trazado por usted. Él está de acuerdo. La ejecución detallada la han dejado completamente en mis manos. El personal combinado de Planificación y Operaciones ha sido seleccionado y está esperando para comenzar su trabajo. ¿Tiene alguna idea de última hora, camarada?
Kronsteen, sentado, miraba al techo con las puntas de los dedos entrelazadas. Era indiferente a la condescendencia que sonaba en la voz de la mujer. El pulso de la concentración latía en sus sienes.
– Este hombre, Granitsky, ¿es fiable? ¿Puede confiarse en él en un país extranjero? ¿No se volverá civil?
– Ha sido puesto a prueba durante casi diez años. Ha tenido muchas oportunidades de escapar. Se le ha observado en busca de signos que indicaran que tenía los pies inquietos. Nunca ha habido ni un asomo de sospecha. El hombre está en la misma situación que un drogadicto. No abandonaría la Unión Soviética más de lo que un adicto abandonaría su fuente de cocaína. Es mi mejor ejecutor. No existe ninguno que lo supere.
– ¿Y la muchacha, Romanova? ¿Ha resultado satisfactoria?
– Es muy hermosa -dijo con resentimiento la mujer-. Servirá para nuestros propósitos. No es virgen, pero es gazmoña y no ha despertado sexualmente. Recibirá instrucción. Su inglés es excelente. Le he dado una cierta versión de su tarea y su objetivo. Se muestra cooperadora. Si manifestara signos de flaqueza, tengo las direcciones de algunos parientes, incluidos niños. También conseguiré los nombres de amantes anteriores. En caso necesario, se le explicará que estas personas serán rehenes hasta que haya cumplido su misión. Tiene una naturaleza afectuosa. Una insinuación así bastará. Pero no preveo ningún problema por su parte.
– Romanova. Es el apellido de una buivshi, de un miembro de las antiguas familias. Parece extraño estar usando a una Ro- manov para una tarea tan delicada.
– Sus abuelos eran parientes lejanos de la familia imperial. Pero ella no frecuenta los círculos buivshi. De todas formas, los abuelos de todos nosotros pertenecían a las antiguas familias. No hay nada que hacer al respecto.
– Nuestros abuelos no llevaban el apellido Romanov -respondió secamente Kronsteen-. En cualquier caso, mientras usted esté satisfecha… -Reflexionó durante un momento-. Y con respecto a ese hombre, Bond, ¿hemos descubierto su paradero?
– Sí. La red inglesa del MGB ha informado que se encuentra en Londres. Durante el día, acude al cuartel general de su organización. Durante la noche duerme en su apartamento, situado en un distrito de Londres llamado Chelsea.
– Eso está bien. Esperemos que continúe allí durante las próximas semanas. Significará que no se encuentra implicado en ninguna operación. Estará en disponibilidad de salir tras nuestro cebo cuando a los ingleses les llegue el husmillo. Entre tanto -los oscuros ojos meditativos de Kronsteen continuaban examinando un determinado punto del techo-, he estado estudiando la conveniencia de los diferentes centros del extranjero. Me he decidido por Estambul para el primer contacto. Allí tenemos un buen apparat. El servicio secreto británico tiene sólo un pequeño puesto. Los informes dicen que el jefe del puesto es un buen hombre. Lo liquidaremos. El centro está convenientemente situado para nosotros, y las distancias de comunicación con Bulgaria y el mar Negro son cortas. Se halla relativamente lejos de Londres. Estoy trabajando en los detalles del sitio del asesinato y los medios para atraer a Bond hasta él, después de que haya contactado con la muchacha. Será en Francia, o muy cerca de ese país. Tenemos una excelente influencia sobre la prensa francesa. Sacarán el máximo provecho de una historia como ésta, con sus sensacionales revelaciones de sexo y espionaje. También queda por decidir cuándo entrará Granitsky en la escena. Ésos son detalles menores. Debemos escoger a los cámaras y otros agentes y trasladarlos en secreto a Estambul. No debe haber apiñamiento de nuestro apparat en esa ciudad, nada de congestión ni de actividad inusual. Advertiremos a todos los departamentos que las comunicaciones por radio con Turquía deben mantenerse dentro de la más absoluta normalidad antes y durante la operación. No queremos que los interceptadores británicos se huelan algo. La sección de Criptografía ha concordado en que no hay ninguna objeción de seguridad a entregar la parte exterior de una máquina Spektor. Eso resultará atractivo. La máquina irá a parar a la sección de Aparatos Especiales. Ellos se encargarán de prepararla.
Kronsteen dejó de hablar. Su mirada bajó del techo con lentitud. Se puso de pie con aire pensativo. Dirigió la vista hacia los vigilantes, atentos ojos de la mujer.
– Ahora mismo no se me ocurre nada más, camarada -dijo-. Sobre la marcha irán surgiendo muchos detalles que habrá que solucionar en el momento. Pero creo que la operación puede comenzar sin riesgo.
– Estoy de acuerdo, camarada. El asunto puede avanzar a partir de ahora. Daré las directrices necesarias. -La dura voz autoritaria se suavizó-. Le agradezco mucho su cooperación.
Kronsteen bajó la cabeza un par de centímetros como acuse de recibo. Dio media vuelta y salió de la estancia sin hacer ruido.
En el silencio, el Telekrypton emitió un pitido de advertencia y comenzó su repiqueteo mecánico. Rosa Klebb se removió en su silla y descolgó uno de los teléfonos. Marcó un número.
– Sala de Operaciones -respondió la voz de un hombre.
Los pálidos ojos de Rosa Klebb, que miraban al otro lado de la habitación, se fijaron en la forma rosada del mapa de la pared que representaba a Inglaterra. Sus labios se separaron.
– Coronel Klebb al habla. La konspiratsia contra el espía inglés Bond. La operación comenzará en el acto.