Capítulo 11

Elena corrió dando tumbos por el pasillo en penumbra, intentando visualizar lo que había a su alrededor. Entonces el mundo se iluminó repentinamente con un parpadeo y se encontró rodeada de familiares hileras de taquillas. Su alivio fue tan grande que estuvo a punto de gritar. Jamás había pensado que se sentiría tan contenta simplemente por el hecho de ver. Permaneció parada un instante para mirar a su alrededor agradecida.

– ¡Elena! ¿Qué haces aquí fuera?

Eran Meredith y Bonnie, que venían a toda prisa por el pasillo hacia ella.

– ¿Dónde habéis estado? -les preguntó con ferocidad.

Meredith hizo una mueca.

– No conseguíamos encontrar a Shelby. Y cuando por fin lo hicimos, estaba dormido. Hablo en serio -añadió ante la mirada incrédula de Elena-, dormido. Y no podíamos despertarle. Hasta que las luces regresaron no abrió los ojos. Entonces iniciamos el regreso hacia el gimnasio. Pero ¿qué haces tú aquí?

Elena vaciló.

– Me cansé de esperar -dijo con tanta jovialidad como le fue posible-. De todos modos, creo que hemos hecho suficiente trabajo por hoy.

– Ahora nos lo dices -replicó Bonnie.

Meredith no dijo nada, pero le dedicó a Elena una aguda mirada escrutadora, y ésta tuvo la desagradable sensación de que aquellos ojos oscuros veían por debajo de la superficie.


Todo el fin de semana, y a lo largo de la semana siguiente, Elena trabajó en planes para la Casa Encantada. Nunca disponía de tiempo suficiente para estar con Stefan, y eso resultaba frustrante, pero aún más lo era el mismo chico. Percibía su pasión por ella, pero también que él intentaba luchar contra ese sentimiento, negándose aún a estar a solas con ella. Y en muchos aspectos seguía siendo para Elena un misterio tan grande como lo había sido la primera vez que le vio.

Jamás hablaba de su familia o de su vida antes de llegar a Fell's Church, y si ella le hacía alguna pregunta, la desviaba. En una ocasión le preguntó si echaba de menos Italia y si lamentaba haberse ido de allí, y por un instante sus ojos se habían iluminado, el color verde centelleando como hojas de roble reflejadas en la corriente de un arroyo.

– ¿Cómo podría lamentarlo si tú estás aquí? -contestó, y la besó de un modo que hizo desaparecer toda pregunta de su mente.

En aquel momento, Elena supo lo que era ser totalmente feliz. También percibió la alegría que sentía él, y cuando Stefan se apartó ella vio que su rostro estaba radiante, como si el sol brillara a través de él.

– Elena -susurró.

Los buenos momentos eran así. Pero la había besado cada vez con menos frecuencia últimamente, y ella sentía que la distancia entre ambos se ensanchaba.

Aquel viernes, ella, Bonnie y Meredith decidieron pasar la noche en casa de los McCullough. El cielo era gris y amenazaba con llovizna mientras ella y Meredith marchaban hacia casa de Bonnie. Era inusualmente frío para ser mediados de octubre, y los árboles que bordeaban la tranquila calle habían sentido ya el mordisco de fríos vientos. Los arces eran una llamarada escarlata, mientras que los ginkgos mostraban un amarillo radiante.

Bonnie las recibió en la puerta.

– ¡Todo el mundo se ha ido! Tendremos la casa para nosotras hasta mañana por la tarde, cuando mi familia regrese de Leesburg. -Les hizo señas para que entraran, a la vez que trataba de agarrar al sobrealimentado pequinés que intentaba salir-. No, Yangtzé, quédate dentro. Yangtzé, no, ¡no lo hagas! ¡No!

Pero era demasiado tarde. Yangtzé había escapado y corría como una exhalación por el patio delantero hasta el solitario abedul, donde se puso a lanzar ladridos agudos en dirección a las ramas, agitando violentamente los michelines del lomo.

– Vaya, ¿qué persigue ahora? -dijo Bonnie, llevándose las manos a las orejas.

– Parece un cuervo -respondió Meredith.

Elena se quedó rígida. Dio unos cuantos pasos hacia el árbol y alzó la vista al interior de las doradas hojas. Y allí estaba. El mismo cuervo que ya había visto dos veces anteriormente. A lo mejor tres veces, se dijo, recordando la figura oscura que alzó el vuelo desde los robles en el cementerio.

Mientras lo contemplaba sintió que se le hacía un nudo de miedo en el estómago y que sus manos se quedaban heladas. El ave volvía a mirarla fijamente con su brillante ojillo negro, en una mirada casi humana. Aquel ojo… ¿Dónde había visto un ojo como aquél antes?

De improviso, las tres muchachas dieron un salto atrás cuando el cuervo lanzó un graznido áspero y agitó violentamente las alas, saliendo disparado del árbol hacia ellas. En el último momento descendió en picado en dirección al pequeño perro, que en aquellos momentos ladraba histéricamente. Pasó a centímetros de los colmillos del can y luego volvió a remontar el vuelo, sobrevolando la casa para desaparecer en los oscuros nogales situados más allá.

Las tres muchachas se quedaron allí de pie, paralizadas por el asombro. Luego Bonnie y Meredith se miraron una a la otra y la tensión se hizo añicos en forma de carcajadas nerviosas.

– Por un momento pensé que venía a por nosotras -dijo Bonnie, acercándose al indignado pequinés y arrastrándolo, ladrando aún, de vuelta dentro de la casa.

– También yo -respondió Elena con calma, y no se unió a las risas de sus amigas mientras las seguía al interior.

Una vez que Meredith y ella acabaron de guardar sus cosas, la tarde adoptó una pauta familiar. A Elena le resultaba difícil mantener su sensación de inquietud en la salita abarrotada de Bonnie frente a un buen fuego y con un tazón de chocolate caliente en la mano. Las tres no tardaron en estar discutiendo los últimos planes para la Casa Encantada y la joven se tranquilizó.

– Lo tenemos todo bien definido -dijo Meredith por fin-. Desde luego, hemos pasado tanto tiempo pensando en los disfraces de todo el mundo que ni siquiera hemos pensado en los nuestros.

– El mío es fácil -dijo Bonnie-. Seré una sacerdotisa druida, y sólo necesitaré una guirnalda de hojas de roble en el cabello y una túnica blanca. Mary y yo la podemos coser en una noche.

– Yo creo que seré una bruja -dijo Meredith, pensativa-. Todo lo que hace falta es un largo vestido negro. ¿Y tú, Elena?

Elena sonrió.

– Bueno, se suponía que era un secreto, pero… Tía Judith me dejó ir a una modista. Encontré una ilustración de un vestido de dama del Renacimiento en uno de los libros que usé para mi trabajo oral y lo estamos copiando. Es de seda veneciana, azul claro, y es realmente bonito.

– Suena precioso -dijo Bonnie-. Y caro.

– Estoy usando mi propio dinero del fideicomiso de mis padres. Sólo espero que a Stefan le guste. Es una sorpresa para él…, bueno, sólo espero que le guste.

– ¿De qué irá Stefan? ¿Está ayudando con la Casa Encantada? -preguntó Bonnie con curiosidad.

– No lo sé -respondió Elena tras un instante-. No parece demasiado entusiasmado con todo eso de Halloween.

– Resulta difícil imaginarle envuelto en sábanas desgarradas y cubierto de sangre falsa como los otros chicos -coincidió Meredith-. Parece…, bueno, demasiado distinguido para eso.

– ¡Ya lo sé! -exclamó Bonnie-. Sé exactamente lo que puede ser, y apenas tendrá que disfrazarse. Fijaos, es extranjero, su rostro es más bien pálido, tiene una maravillosa mirada inquietante… ¡Ponle un frac y tienes a un perfecto conde Drácula!

Elena sonrió a pesar suyo.

– Bueno, se lo pediré -dijo.

– Hablando de Stefan -intervino Meredith, los oscuros ojos puestos en Elena-, ¿cómo van las cosas?

La muchacha suspiró, desviando la mirada hacia el fuego.

– No… estoy segura -respondió por fin, lentamente-. Hay momentos en los que todo es maravilloso, y luego hay otros momentos en que…

Meredith y Bonnie intercambiaron una mirada, y a continuación Meredith preguntó con delicadeza:

– ¿Otros momentos en que qué?

Elena vaciló, considerándolo. Luego tomó una decisión.

– Esperad un segundo -dijo, y se puso en pie y corrió escalera arriba.

Volvió a bajar con un pequeño libro de terciopelo azul en las manos.

– Escribí parte de ello anoche cuando no podía dormir -explicó-. Esto lo dice mejor de lo que podría hacerlo yo ahora.

Localizó la página, aspiró profundamente y empezó:


17 de octubre


Querido diario:


Me siento fatal esta noche. Y tengo que compartirlo con alguien.

Algo no funciona entre Stefan y yo. Existe una tristeza terrible en su interior que no puedo alcanzar, y eso nos está separando. No sé qué hacer.

No soporto la idea de perderle. Pero se siente muy desdichado por algo, y si él no quiere decirme lo que es, si no quiere confiar en mí, no veo ninguna esperanza para nosotros.

Ayer, cuando me abrazaba, percibí algo liso y redondo bajo su camisa, algo colgado de una cadena. Le pregunté en broma si era un regalo de Caroline. Y él simplemente se quedó como paralizado y ya no quiso seguir hablando. Fue como si de repente estuviera a miles de kilómetros de distancia, y sus ojos…, había tanto dolor en sus ojos que apenas pude soportarlo.


Elena dejó de leer y repasó las últimas líneas escritas en el diario en silencio con los ojos:


Me da la impresión de que alguien le ha herido terriblemente en el pasado y que no lo ha superado. Pero también pienso que hay algo a lo que teme, algún secreto que no desea que yo descubra. Si al menos supiera qué es, podría demostrarle que puede confiar en mí. Que puede confiar en mí sin importar lo que suceda hasta el final.


– Si al menos lo supiera -susurró.

– ¿Si al menos supieras qué? -preguntó Meredith, y Elena alzó los ojos, sobresaltada.

– Ah…, si al menos supiera lo que va a suceder -se apresuró a decir, cerrando el diario-. Quiero decir, si supiera que acabaremos rompiendo, supongo que simplemente querría acabar de una vez. Y si supiera que todo saldría bien al final, no me importaría nada de lo que sucede ahora. Pero pasar día tras día sin estar segura es espantoso.

Bonnie se mordió el labio y luego se irguió en su asiento con ojos chispeantes.

– Puedo mostrarte un modo de averiguarlo, Elena -dijo-. Mi abuela me contó el modo de saber con quién se casará una. Se llama una cena silenciosa o un banquete de los difuntos.

– Deja que lo adivine, es un viejo truco druida -comentó Meredith.

– No sé lo antiguo que es -respondió ella-. Mi abuela dice que siempre ha habido cenas silenciosas. En todo caso, funciona. Mi madre vio la imagen de mi padre cuando lo probó, y al cabo de un mes estaban casados. Es fácil, Elena; ¿y qué tienes que perder?

Elena paseó la mirada de Bonnie a Meredith.

– No sé -repuso-. Pero, escuchad, realmente no creeréis…

Bonnie se irguió muy tiesa, con expresión de dignidad ultrajada.

– ¿Llamas mentirosa a mi madre? Vamos, Elena, no hay nada malo en probar. ¿Por qué no?

– ¿Qué tendría que hacer? -preguntó la muchacha sin convicción.

Se sentía extrañamente intrigada, pero al mismo tiempo bastante asustada.

– Es sencillo. Tenemos que tenerlo todo preparado antes de que den las doce de la noche…


Cinco minutos antes de medianoche, Elena estaba de pie en el comedor de los McCullough, sintiéndose más estúpida que otra cosa. Desde el patio trasero llegaban los ladridos frenéticos de Yangtzé, pero dentro de la casa no se oía ningún sonido, a excepción del pausado tictac del reloj de pie. Siguiendo las instrucciones de Bonnie, había puesto la enorme mesa de nogal negro con un plato, un vaso y un único servicio de plata, sin decir ni una palabra mientras lo hacía. Luego había encendido una única vela en una candelera en el centro de la mesa y se había colocado detrás de la silla ante la que estaba dispuesto el cubierto.

Según Bonnie, al dar la medianoche debía echar la silla atrás e invitar a su futuro esposo a sentarse. En ese momento, la vela se apagaría y vería una figura fantasmal en la silla.

En un primer momento se había sentido un poco inquieta al respecto, no muy segura de querer ver ninguna figura fantasmal, aunque fuera la de su futuro esposo. Pero en aquellos momentos todo parecía tonto e inofensivo. Cuando el reloj empezó a tocar, se enderezó y sujetó mejor el respaldo de la silla. Bonnie le había dicho que no lo soltara hasta que finalizara la ceremonia.

Aquello era una estupidez. Tal vez no debería pronunciar las palabras…, pero cuando el reloj empezó a dar la hora, oyó su propia voz hablando.

– Entra -dijo con timidez a la habitación vacía, apartando la silla-. Entra, entra…

La vela se apagó.

Elena dio un respingo en la repentina oscuridad. Había notado el viento, una fría ráfaga que había apagado la vela. Procedía de las puertas vidrieras a su espalda, y volvió la cabeza rápidamente, con una mano puesta aún en la silla. Habría jurado que aquellas puertas estaban cerradas.

Algo se movió en la oscuridad.

El terror invadió a la muchacha, llevándose por delante su timidez y cualquier rastro de jocosidad. Cielos, ¿por qué lo había hecho, qué había buscado? Su corazón se contrajo y sintió como si la hubiesen sumergido, sin advertencia previa, en su pesadilla más espantosa. No sólo estaba todo oscuro, sino totalmente silencioso; no había nada que ver y nada que oír, y ella caía…

– Permíteme -dijo una voz, y una brillante llama chisporroteó en la oscuridad.

Por un terrible y escalofriante momento pensó que era Tyler, al recordar su encendedor en la iglesia en ruinas de la colina. Pero a medida que la vela de la mesa se encendía, vio la mano pálida de largos dedos que la sostenía. No era el puño rojo y rechoncho de Tyler. Pensó por un momento que era la de Stefan, y entonces sus ojos se alzaron hacia el rostro.

– ¡Tú! -exclamó, estupefacta-. ¿Qué crees que estás haciendo aquí? -Desvió la mirada de él a las puertas vidrieras, que estaban efectivamente abiertas y mostraban el césped lateral-. ¿Siempre entras en las casas de los demás sin que te inviten?

– Pero tú me pediste que entrara.

Su voz era tal y como la recordaba, sosegada, irónica y divertida. También recordaba la sonrisa.

– Gracias -añadió él, y se sentó con elegancia en la silla que ella había apartado.

Elena retiró rápidamente la mano del respaldo.

– No te estaba invitando a ti, precisamente -dijo con impotencia, atrapada entre la indignación y la vergüenza-. ¿Qué hacías merodeando fuera de la casa de Bonnie?

Él sonrió. A la luz de la vela, su cabello negro brillaba casi como si fuera líquido, demasiado suave y delicado para ser cabello humano. Su rostro era muy pálido, pero al mismo tiempo totalmente cautivador. Y sus ojos atrajeron los de Elena y los retuvieron.

– Es tu hermosura, Elena/ como esas naves niceas de antes/ que por la mar calma y fragante…

– Creo que será mejor que te vayas ahora.

No quería que siguiera hablando. Su voz le producía sensaciones extrañas, la hacía sentir curiosamente débil, iniciaba una especie de fusión en su estómago.

– No deberías estar aquí. Por favor.

Alargó la mano hacia la vela, con la intención de cogerla y abandonarle allí, luchando contra la sensación de mareo que amenazaba con dominarla.

Pero antes de que pudiera sujetarla, él hizo algo extraordinario. Atrapó la mano que ella alargaba, no con brusquedad, sino con gentileza, y la sostuvo con sus fríos dedos delgados. Luego le giró la mano, inclinó la morena cabeza y le besó la palma.

– No… -musitó ella, estupefacta.

– Ven conmigo -dijo él, y la miró a los ojos.

– Por favor, no… -volvió a musitar ella, mientras el mundo daba vueltas a su alrededor.

Aquel joven estaba loco; ¿de qué hablaba? ¿Ir con él adonde? Pero se sentía tan mareada y desfallecida…

Él estaba de pie, sosteniéndola. Elena se recostó en él, sintió aquellos dedos fríos en el primer botón de la blusa sobre la garganta.

– Por favor, no…

– No pasa nada. Ya lo verás.

Le apartó la blusa del cuello, sosteniéndole la cabeza con la otra mano.

– No.

Repentinamente, la energía regresó a ella y se apartó violentamente de él, tropezando contra la silla.

– Te dije que te fueras, y lo decía en serio. ¡Vete… ahora!

Por un instante, una furia absoluta se agolpó en los ojos del joven, en forma de oscura oleada amenazante. Luego volvieron a tranquilizarse y a recuperar la frialdad y él le sonrió, con sonrisa veloz y radiante que apagó de nuevo instantáneamente.

– Me iré -dijo-. Por el momento.

Elena sacudió la cabeza y contempló cómo salía por las puertas vidrieras sin decir una palabra. Una vez se hubieron cerrado detrás de él, permaneció inmóvil en medio del silencio, intentando recuperar el aliento.

El silencio…, pero no debería haber silencio. Giró en dirección al reloj de pie perpleja y vio que se había detenido. Pero antes de poder examinarlo, oyó las voces exaltadas de Meredith y Bonnie.

Salió corriendo al vestíbulo, sintiendo la poco habitual debilidad en sus piernas mientras volvía a colocarse bien la blusa y la abotonaba. La puerta trasera estaba abierta, y vio dos figuras en el exterior, inclinadas sobre algo caído en el césped.

– ¿Bonnie? ¿Meredith? ¿Qué sucede?

Bonnie alzó la vista cuando Elena llegó junto a ellas. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Elena, está muerto.

Con un horrorizado escalofrío, Elena bajó la mirada hacia el pequeño bulto a los pies de Bonnie. Era el pequinés, tumbado muy rígido de costado, con los ojos abiertos.

– Oh, Bonnie -dijo.

– Era viejo -dijo su amiga-, pero nunca esperé que se fuera tan aprisa. Apenas hace un poco que ladraba.

– Creo que será mejor que entremos -dijo Meredith, y Elena alzó los ojos hacia ella y asintió.

Esa noche no era adecuada para estar fuera en la oscuridad. Tampoco era una noche para invitar a entrar cosas del exterior. Lo sabía ahora, aunque seguía sin comprender qué había sucedido.

Fue al regresar a la sala de estar cuando advirtió que su diario había desaparecido.


Stefan alzó la cabeza del cuello suave como terciopelo de la hembra de gamo. El bosque estaba inundado de ruidos nocturnos, y no pudo estar seguro de cuál le había molestado.

Con el Poder de la mente de Stefan distraído, el ciervo salió de su trance, y el chico sintió cómo los músculos de la hembra se estremecían mientras intentaba incorporarse.

«Márchate, pues», pensó, recostándose y liberándola por completo. Con una contorsión y un empujón, el animal se levantó y huyó.

Había tenido suficiente. Quisquillosamente, se lamió las comisuras de la boca, sintiendo cómo los colmillos se retraían y perdían su filo, extremadamente sensibles como siempre tras una alimentación prolongada. Empezaba a resultarle difícil saber cuánto era suficiente. No había sentido mareos desde lo ocurrido junto a la iglesia, pero vivía temiendo su regreso.

Vivía con un miedo concreto: que recuperaría los sentidos un día, con la mente confusa, y se encontraría con el grácil cuerpo de Elena inerte en sus brazos, la fina garganta marcada con dos heridas rojas, el corazón detenido para siempre.

Eso era lo que podía esperar.

La sed de sangre, con toda su miríada de terrores y placeres, era un misterio para él, incluso en la actualidad. Aunque había vivido con ella diariamente durante siglos, seguía sin comprenderla. Como un humano vivo, sin duda se habría sentido repugnado, asqueado, por la idea de beber el sustancioso y cálido líquido directamente de un cuerpo vivo. Es decir, si alguien le hubiese propuesto tal cosa en tales términos.

Pero no se habían utilizado palabras esa noche, la noche en que Katherine le había cambiado.

Incluso después de todos esos años, el recuerdo era nítido.


Estaba durmiendo cuando ella apareció en su habitación, moviéndose con tanta suavidad como una visión o un fantasma. Él dormía, solo…

Llevaba puesto un fino camisón suelto de hilo cuando fue a él.

Era la noche anterior al día que ella había designado, el día en que anunciaría su elección. Y fue a verle a él.

Una mano blanca separó las cortinas que rodeaban el lecho, y Stefan despertó del sueño, incorporándose alarmado. Cuando la vio, con los cabellos de un dorado pálido brillando sobre sus hombros, los ojos azules sumidos en sombras, la sorpresa lo dejó mudo.

Y el amor. Nunca había visto nada más hermoso en su vida.

Tembló e intentó hablar, pero ella posó dos dedos fríos sobre sus labios.

– Silencio -susurró la joven, y el lecho se hundió bajo el peso de Katherine.

El rostro de Stefan se encendió, su corazón palpitaba atronador de vergüenza y emoción. Nunca antes había habido una mujer en su lecho. Y aquélla era Katherine; Katherine, cuya belleza parecía proceder del cielo; Katherine, a la que amaba más que a su propia alma.

Y porque la amaba, realizó un gran esfuerzo. Mientras la muchacha se deslizaba bajo las sábanas, acercándose tanto a él que pudo sentir el frescor del aire nocturno en la fina prenda que la cubría, consiguió finalmente hablar.

– Katherine -susurró-. Podemos… esperar. Hasta que estemos casados por la Iglesia. Haré que mi padre lo organice la semana que viene. No… no transcurrirá mucho tiempo…

– Silencio -musitó ella otra vez, y él sintió aquel frescor de su piel.

No pudo contenerse; la rodeó con los brazos, sujetándola contra él.

– Lo que hacemos ahora no tiene nada que ver con eso -siguió ella, y alargó los delgados dedos para acariciar su garganta.

El comprendió. Y sintió como un ramalazo de temor, que desapareció a medida que los dedos de ella siguieron acariciándole. Deseaba eso, deseaba cualquier cosa que le permitiera estar con Katherine.

– Recuéstate, amor mío -susurró ella.

«Amor mío.» Las palabras zumbaron en su interior mientras se recostaba en la almohada, inclinando la barbilla hacia atrás para dejar al descubierto la garganta. Su miedo había desaparecido, reemplazado por una felicidad tan grande que pensó que lo haría pedazos.

Percibió el suave roce de sus cabellos sobre su pecho, e intentó calmar su respiración. Sintió el aliento de la joven en su garganta, y luego los labios. Y a continuación los dientes.

Sintió un dolor punzante, pero se mantuvo muy quieto y no profirió ningún sonido, pensando sólo en Katherine, en cómo deseaba ser de ella. Y casi al momento el dolor cesó y sintió que le extraían la sangre del cuerpo. No era terrible, como había temido. Era una sensación de dar, de alimentar.

Luego fue como si sus mentes se fusionaran, convirtiéndose en una. Sentía la alegría de Katherine al beber de él, su deleite al tomar la cálida sangre que le proporcionaba vida. Y él supo que ella percibía su deleite al dársela. Pero la realidad se alejaba, los límites entre los sueños y el despertar se desdibujaban. No podía pensar con claridad; no podía pensar en absoluto. Sólo era capaz de sentir, y sus sentimientos ascendían en espiral sin pausa, elevándolo más y más, cortando sus últimos lazos con la vida terrenal.

Algo más tarde, sin saber cómo había ido a parar allí, se encontró en los brazos de ella. Lo acunaba como una madre sujetando a un bebé, guiando su boca para que se posara en la carne desnuda justo por encima del escote de su camisón. Allí había una herida diminuta, un corte que aparecía oscuro sobre la piel pálida. No sintió ni miedo ni vacilación, y cuando ella le acarició los cabellos para darle ánimos, empezó a succionar.


Frío y meticuloso, Stefan se sacudió la tierra de las rodillas. El mundo de los humanos dormía, sumido en un sopor, pero sus propios sentidos estaban agudizados como un cuchillo. Debería haberse saciado, pero volvía a tener hambre; el recuerdo había despertado su apetito. Ensanchando las fosas nasales para captar el rastro almizcleño del zorro, inició la caza.

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