Capítulo 13

Elena estaba de pie dentro del círculo de adultos y policías, aguardando una oportunidad de escapar. Sabía que Matt había avisado a Stefan a tiempo -su rostro se lo dijo-, pero no habían podido acercarse lo suficiente para hablar.

Por fin, con la atención de todos puesta en el cadáver, pudo separarse del grupo y avanzó despacio hacia su amigo.

– Stefan consiguió marcharse -dijo él, con los ojos puestos en el grupo de adultos-. Pero me dijo que cuidara de ti y quiero que permanezcas aquí.

– ¿Que cuidaras de mí?

Alarma y desconfianza fulguraron a través de Elena. Entonces, casi en un susurro, dijo:

– Entiendo. -Pensó un momento y luego habló con cuidado-: Matt, tengo que ir a lavarme las manos. Bonnie me manchó de sangre. Espera aquí; ahora vuelvo.

Él intentó decir algo a modo de protesta, pero ella ya se alejaba. Alzó las manos manchadas a modo de explicación al llegar a la puerta del vestuario femenino, y el profesor que montaba guardia allí la dejó pasar. Una vez en el vestuario, no obstante, siguió adelante, hasta salir por la puerta del otro extremo y entrar en la oscura escuela. Y de allí salió a la noche.


«¡Zuccone!», pensó Stefan, agarrando una librería y arrojándola al otro lado, haciendo volar su contenido por los aires. ¡Idiota! ¡Ciego y odioso idiota! ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?

¿Encontrar un lugar allí con ellos? ¿Ser aceptado como uno más? Debía de haber estado loco al pensar que era posible.

Levantó uno de los enormes y pesados baúles y lo lanzó a través de la habitación hasta que se estrelló contra la pared opuesta, astillando una ventana. Estúpido, estúpido.

¿Quién iba tras él? Todo el mundo. Matt lo había dicho. «Ha habido otro ataque… Ellos creen que lo hiciste tú.»

Bien, por una vez parecía como si los barbari, los insignificantes humanos vivos, con su miedo a cualquier cosa desconocida, tuvieran razón. ¿De qué otro modo se podía explicar lo sucedido? Había experimentado la debilidad, la confusa sensación de estar en un torbellino, de que todo daba vueltas; y entonces la oscuridad se había apoderado de él. Al despertar, había escuchado a Matt diciendo que habían despojado, asaltado a otro humano, al que en esa ocasión le habían robado no sólo su sangre, sino su vida. ¿Cómo se explicaba eso a menos que él, Stefan, fuera el asesino?

Un asesino, eso es lo que era. Malvado. Una criatura nacida en la oscuridad, destinada a vivir, cazar y esconderse allí para siempre. Bien, ¿por qué no matar, entonces? ¿Por qué no dar satisfacción a su naturaleza? Puesto que no podía cambiar, no había razón para no deleitarse en ello. Desataría su oscuridad sobre aquella ciudad que le odiaba, que le daba caza en aquellos mismos instantes.

Pero primero…, estaba sediento. Las venas le ardían igual que una red de cables secos y ardientes. Necesitaba alimentarse… pronto…, ahora.


La casa de huéspedes estaba a oscuras. Elena llamó a la puerta, pero no recibió respuesta. El trueno chasqueó en las alturas. Todavía no llovía.

Tras la tercera andanada de golpes, probó la puerta y ésta se abrió. Dentro, la casa estaba silenciosa y oscura como la boca de un lobo. A tientas, se encaminó hacia la escalera y ascendió por ella.

El segundo rellano estaba igual de oscuro, y tropezó intentando localizar el dormitorio con la escalera que llevaba al tercer piso. Había una luz tenue en lo alto de la escalera, y ascendió hacia ella, sintiéndose agobiada por las paredes, que parecían cernerse sobre ella desde cada lado.

La luz surgía de debajo de la puerta cerrada. Elena dio unos golpecitos rápidos.

– Stefan -susurró, y luego llamó en voz más alta-. Stefan, soy yo.

No hubo respuesta. Agarró el pomo y empujó la puerta, atisbando al otro lado.

– Stefan…

Le hablaba a una habitación vacía.

Y a una habitación que era un caos. Parecía como si un tremendo vendaval la hubiese recorrido, dejando destrucción a su paso. Los baúles que habían reposado en esquinas estaban caídos en ángulos grotescos, con las tapas abiertas, con el contenido desparramado por el suelo. Una ventana estaba destrozada. Todas las posesiones de Stefan, todas las cosas que había guardado con tanto cuidado y parecía tener en tan gran estima, estaban esparcidas por el suelo.

El terror invadió a Elena. La furia y la violencia resultaban dolorosamente claras en aquella escena de devastación y hacían que se sintiera casi mareada. Alguien que tenía un historial de violencia, había dicho Tyler.

«No me importa -pensó, mientras la ira brotaba en su interior para apartar a un lado el miedo-. No me importa nada, Stefan; sigo queriendo verte. Pero ¿dónde estás?

La trampilla del techo estaba abierta, y por ella descendía un aire frío. «Vaya», se dijo, y sintió un repentino escalofrío de temor. Aquel tejado estaba tan alto…

Nunca antes había subido por la escalera para salir al mirador y la falda larga dificultaba la ascensión. Emergió a través de la trampilla despacio, arrodillándose en el tejado y luego poniéndose en pie. Vio una figura oscura en la esquina, y fue hacia ella con pasos rápidos.

– Stefan, tenía que venir… -empezó a decir, y se detuvo en seco, porque un relámpago iluminó el cielo justo en el momento en que la figura de la esquina giraba en redondo.

Y entonces fue como si todo mal presentimiento, temor y pesadilla que hubiese tenido jamás se convirtieran en realidad a la vez. No podía ni chillar; no podía hacer nada en absoluto.

«Dios mío… no.» Su cerebro se negó a encontrar una explicación a lo que sus ojos veían. No. No. No quería mirar aquello, no quería creerlo…

Pero no podía evitar verlo. Incluso aunque podía haber cerrado los ojos, cada detalle de la escena estaba grabado en su memoria. Como si el relámpago lo hubiese escrito a fuego en su cerebro para siempre.

Stefan. Stefan, tan pulcro y elegante vestido con su ropa de todos los días, con su chaqueta de cuero negro con el cuello levantado. Stefan, con los cabellos oscuros como una de las nubes de tormenta que había detrás de él. Stefan había quedado atrapado en aquel fogonazo de luz, medio vuelto hacia ella, con el cuerpo torcido en la posición agazapada de una bestia y con una mueca de furia animal en el rostro.

Y sangre. Aquella boca arrogante, sensible y sensual, estaba embadurnada de sangre, que resaltaba espeluznantemente roja en la palidez de su cutis, en el blanco intenso de los dientes al descubierto. En las manos sostenía el cuerpo inerte de una paloma torcaz, blanca como aquellos dientes y con las alas extendidas. Otra yacía en el suelo a sus pies, igual que un pañuelo arrugado y desechado.

– Dios mío, no -musitó Elena.

Siguió musitándolo mientras retrocedía, sin darse apenas cuenta de que hacía ambas cosas. Sencillamente, su mente no era capaz de hacer frente a ese horror; sus pensamientos corrían alocadamente llevados por el pánico, igual que ratones intentando escapar de una jaula. No quería creer eso, no quería creerlo. Una tensión insoportable se adueñó de su cuerpo, el corazón parecía a punto de estallar, la cabeza le daba vueltas.

– Dio mío, no…

– ¡Elena!

Más terrible que cualquier otra cosa fue eso, fue ver a Stefan mirándola con aquel rostro animal, ver cómo la mueca se trocaba en una expresión de sobresalto y desesperación.

– Elena, por favor. Por favor, no…

– ¡Ah, Dios mío, no!

Los chillidos intentaban abrirse paso violentamente fuera de su garganta. Retrocedió más, dando traspiés, cuando él dio un paso hacia ella.

– ¡No!

– Elena, por favor… ten cuidado…

Aquella cosa terrible, la cosa con el rostro de Stefan, iba tras ella, los verdes ojos llameando. Se lanzó hacia atrás al dar él otro paso, con la mano extendida. La larga mano de dedos delgados que había acariciado sus cabellos con tanta delicadeza…

– ¡No me toques! -gritó.

Y entonces sí que empezó a chillar, cuando su movimiento llevó a su espalda a apoyarse en la barandilla de hierro del mirador. Era hierro que había estado allí durante casi un siglo y medio, y en algunos lugares estaba casi totalmente oxidado. El peso aterrorizado de Elena contra él fue demasiado y la joven sintió que cedía. Oyó el chirrido de metal y madera bajo una tensión excesiva mezclándose con su propio grito. Y luego ya no había nada detrás de ella, nada a lo que agarrarse, y caía.

En ese instante, vio las turbulentas nubes moradas, la oscura masa de la casa junto a ella. Le pareció que tenía tiempo suficiente para verlo todo con claridad y sentir un terror infinito mientras chillaba y caía, y caía.

Pero el terrible impacto demoledor no llegó. De improviso había unos brazos a su alrededor que la sostenían en el vacío. Se oyó un golpe sordo y los brazos la apretaron más, con un peso cediendo contra ella para absorber el golpe. Luego todo quedó silencioso.

Permaneció inmóvil dentro del círculo de aquellos brazos, intentando orientarse. Intentando creer otra cosa más que resultaba increíble. Había caído del tejado de una casa de tres pisos y sin embargo estaba viva. Estaba de pie en el jardín de detrás de la casa de huéspedes, en medio del silencio total que mediaba entre los truenos, con hojas caídas en el suelo donde debería estar su cuerpo destrozado.

Lentamente, alzó la mirada hacia el rostro de la persona que la sujetaba. Stefan.

Había habido demasiado miedo, demasiados desastres esa noche. Ya no podía reaccionar. Sólo era capaz de alzar los ojos hacia él para mirarle fijamente con una especie de asombro.

Había tanta tristeza en los ojos de Stefan… Aquellos ojos que habían ardido igual que hielo verde estaban en esos instantes oscuros y vacíos, sin esperanza. La misma expresión que ella había visto aquella primera noche en su habitación, sólo que ahora era peor. Pues en ese momento había odio a sí mismo, mezclado con pesar y amarga repulsa. Elena no pudo soportarlo.

– Stefan -susurró, sintiendo que aquella tristeza penetraba en su propia alma.

Aún veía las trazas rojas en sus labios, pero ahora despertaban un estremecimiento de piedad junto con el instintivo horror. Estar tan solo, ser tan distinto y estar tan solo…

– Stefan -musitó.

No hubo ninguna respuesta en aquellos ojos sombríos y extraviados.

– Ven -dijo él en voz baja y la condujo de vuelta hacia la casa.


Stefan sintió un arrebato de vergüenza cuando llegaron al tercer piso y a la destrucción que reinaba en su habitación. Que fuera Elena, precisamente, quien lo viera, resultaba insoportable. Pero, de todos modos, tal vez era también conveniente que viera lo que él era en realidad, lo que podía hacer.

La muchacha avanzó despacio, aturdida, hasta la cama y se sentó. Luego alzó la vista hacia él, los ojos ensombrecidos yendo al encuentro de los suyos.

– Cuéntame -fue todo lo que dijo.

Stefan lanzó una breve risita, sin humor, y vio que ella se echaba hacia atrás. Eso hizo que se odiara aún más.

– ¿Qué necesitas saber? -preguntó.

Puso un pie sobre la tapa de un baúl derribado y la miró casi desafiante, indicando la habitación con un ademán.

– ¿Quién hizo esto? Yo lo hice.

– Eres fuerte -repuso ella con los ojos puestos en un baúl volcado.

Alzó los ojos, como recordando lo sucedido en el tejado.

– Y te mueves de prisa.

– Más fuerte que un humano -dijo él, poniendo un énfasis deliberado en la última palabra.

¿Por qué no reculaba ante él ahora, por qué no le miraba con la aversión que había visto antes? Ya no le importaba lo que ella pensara.

– Mis reflejos son más veloces y poseo una resistencia mayor. Así debe ser. Soy un cazador -finalizó en tono áspero.

Algo en la mirada de Elena le hizo recordar cómo le había interrumpido la muchacha. Se limpió la boca con el dorso de la mano y luego se apresuró a tomar un vaso de agua que permanecía intacto sobre la mesilla de noche. Sintió los ojos de la joven fijos en él mientras la bebía y volvía a limpiarse la boca. Sí, desde luego que todavía le importaba lo que ella pensara.

– Puedes comer y beber… otras cosas -dijo ella.

– No necesito hacerlo -respondió él en voz baja, sintiéndose cansado y alicaído-. No necesito nada más. -Se volvió de repente y sintió que una apasionada intensidad volvía a alzarse en su interior-. Dijiste que me muevo de prisa…, pero prisa es precisamente lo que nunca tengo. Prisa es lo que tienen los seres vivos, Elena. Prisa para hacer las cosas. Yo tengo todo el tiempo del mundo.

Advirtió que la muchacha temblaba, pero su voz sonó sosegada y sus ojos no se apartaron de los suyos.

– Cuéntame -repitió Elena-. Stefan, tengo derecho a saber.

Reconoció aquellas palabras. Y eran tan ciertas como cuando ella las había pronunciado la primera vez.

– Sí, supongo que así es -repuso, y su voz sonó cansada y dura.

Clavó la mirada en la ventana rota durante unos segundos y luego volvió la cabeza hacia ella y dijo con voz cansina:

– Nací a finales del siglo XV. ¿Lo crees?

Ella miró los objetos que yacían donde él los había esparcido al arrojarlos fuera del escritorio con un violento movimiento del brazo. Los florines, la copa de ágata, su daga.

– Sí -dijo en un susurro-. Sí, lo creo.

– ¿Y quieres saber más? ¿Cómo me convertí en lo que soy?

Cuando ella asintió, él se volvió de nuevo hacia la ventana. ¿Cómo podía contárselo? Él, que había evitado las preguntas durante tanto tiempo, que se había convertido en todo un experto en la ocultación y el engaño…

Sólo existía un modo, y era contar toda la verdad, sin ocultar nada. Exponerlo todo ante ella, lo que jamás había explicado a nadie.

Y quería hacerlo. Incluso a pesar de saber que provocaría que ella se apartara de él al final, necesitaba mostrar a Elena lo que era.

Y así, con la vista fija en la oscuridad que reinaba fuera de la ventana, donde resplandores azules iluminaban de vez en cuando el cielo, empezó su relato.

Habló sin apasionamiento, sin emoción, eligiendo las palabras con cuidado. Le habló de su padre, aquel robusto hombre del Renacimiento, y de su mundo en Florencia y en su finca campestre. Le habló de sus estudios y ambiciones. De su hermano, que era tan distinto de él y del rencor que existía entre ellos.

– No sé cuándo empezó a odiarme Damon -dijo-. Fue siempre así desde que puedo recordar. Quizá fue porque mi madre jamás se recuperó realmente de mi nacimiento y murió a los pocos años. Damon la amaba muchísimo y siempre tuve la sensación de que me culpaba. -Hizo una pausa y tragó saliva-. Y luego, más adelante, apareció una muchacha.

– ¿Aquella a la que yo te recordaba? -inquirió Elena con suavidad, y él asintió-. ¿La que -dijo con una mayor vacilación- te dio el anillo?

Él echó una ojeada al anillo de plata de su dedo, luego le devolvió la mirada. A continuación, lentamente, sacó el anillo que llevaba colgado de una cadena bajo la camisa y lo miró.

– Sí; éste era su anillo -respondió-. Sin un talismán así, morimos bajo la luz del sol como si estuviéramos en una hoguera.

– Entonces, ¿ella era… como tú?

– Ella me hizo lo que soy.

Con voz entrecortada, le habló de Katherine. De la belleza y la dulzura de Katherine, y de su amor por ella. Y también del de Damon.

– Ella era demasiado dulce, llena de demasiado afecto -dijo por fin, lleno de dolor-. Se lo daba a todo el mundo, incluido mi hermano. Pero finalmente le dijimos que debía elegir entre nosotros. Y entonces… vino a mí.

El recuerdo de aquella noche, de aquella noche dulce y terrible, regresó como un torrente. Ella había ido a él. Y él se había sentido tan feliz, tan lleno de temor reverente y dicha… Intentó explicárselo a Elena, encontrar las palabras. Toda aquella noche había sido feliz, e incluso a la mañana siguiente, cuando despertó y ella se había ido, se había sentido poseído de la mayor de las dichas…


Casi podría haberse tratado de un sueño, pero las dos pequeñas heridas del cuello eran reales. Le sorprendió descubrir que no le dolían y que ya parecían haber cicatrizado parcialmente. El cuello alto de su camisa las ocultaba.

La sangre de Katherine ardía en sus venas ahora, se dijo, y esas mismas palabras hicieron latir aceleradamente su corazón. Le había dado su energía a él; le había elegido.

Incluso tuvo una sonrisa para Damon cuando se encontraron en el lugar designado aquella noche. Damon se había ausentado de la casa todo el día, pero apareció en el jardín meticulosamente ornamentado con escrupulosa puntualidad y se quedó repantigado contra un árbol, ajustándose los puños. Katherine se retrasaba.

– A lo mejor está cansada -sugirió Stefan, contemplando cómo el cielo color melón se fundía en un profundo negro azulado.

Intentó mantener la tímida satisfacción que sentía alejada de su voz.

– A lo mejor necesita más descanso de lo usual.

Damon le dirigió una incisiva mirada, los oscuros ojos taladrantes bajo la mata de cabello negro.

– Quizá -dijo en una nota ascendente que fue elevándose, como si quisiera haber dicho más.

Pero entonces oyeron unas suaves pisadas en el sendero y Katherine apareció entre los setos cuadrados. Llevaba puesto el vestido blanco y estaba tan bella como un ángel.

Dedicó una sonrisa a los dos. Stefan devolvió la sonrisa cortésmente, mencionando su secreto sólo con los ojos. Luego aguardó.

– Me pedisteis que eligiera -dijo ella, mirándole primero a él y luego a su hermano-. Y ahora habéis venido a la hora que indiqué, y os diré qué he elegido.

Alzó la menuda mano, la que lucía el anillo, y Stefan contempló la piedra, advirtiendo que era del mismo azul profundo que el cielo nocturno. Era como si Katherine llevara un pedazo de noche con ella, siempre.

– Ambos habéis visto este anillo -dijo en voz baja-. Y sabéis que sin él moriría. No es fácil conseguir que te hagan un talismán así, pero por suerte mi doncella Gudren es muy lista. Y hay muchos orfebres en Florencia.

Stefan escuchaba sin comprender, pero cuando ella volvió la cabeza hacia él volvió a sonreír, alentador.

– Y por lo tanto -siguió ella, mirándole a los ojos-, he encargado un regalo para ti.

Tomó su mano e introdujo algo en ella, y cuando él miró vio que era un anillo idéntico al de ella, pero más grande y grueso, y forjado en plata en lugar de oro.

– Todavía no lo necesitas para enfrentarte al sol -dijo con dulzura-. Pero muy pronto lo necesitarás.

Orgullo y arrobamiento lo dejaron mudo. Alargó la mano para tomar la de ella y besarla, deseando cogerla en sus brazos en aquel momento, incluso delante de Damon. Pero Katherine se apartaba ya.

– Y para ti -dijo, y Stefan pensó que sus oídos debían de estarle traicionando, pues sin duda la calidez y el cariño en la voz de Katherine no podían ser para su hermano-, para ti, también. Lo necesitarás muy pronto asimismo.

Los ojos de Stefan también debieron de traicionarle, pues le mostraban lo que era imposible, lo que no podía ser. En la mano de Damon, Katherine depositaba un anillo idéntico al suyo.

El silencio que siguió fue absoluto, como el silencio tras el fin del mundo.

– Katherine… -Stefan apenas consiguió hacer salir las palabras-. ¿Cómo puedes darle eso a él? Después de lo que compartimos…

– ¿Lo que compartisteis? -La voz de Damon fue como un latigazo, y se revolvió enfurecido contra Stefan-. Anoche ella vino a mí. La elección ya está hecha.

Y Damon tiró hacia abajo del cuello alto de su camisa para mostrar dos heridas diminutas en la garganta. Stefan las contempló atónito, conteniendo las lágrimas. Eran idénticas a sus propias heridas.

Sacudió la cabeza, totalmente desconcertado.

– Pero, Katherine… no fue un sueño. Viniste a mí…

– Fui a veros a ambos.

La voz de la muchacha era tranquila, incluso complacida, y sus ojos estaban serenos. Sonrió a Damon y luego a Stefan, sucesivamente.

– Me ha dejado muy débil, pero me alegro mucho de haberlo hecho. ¿No lo veis? -prosiguió mientras ellos la contemplaban fijamente, demasiado atónitos para hablar-. ¡Ésta es mi elección! Os amo a los dos y no renunciaré a ninguno de vosotros. Ahora los tres estaremos juntos y seremos felices.

– Felices… -dijo Stefan con voz estrangulada.

– ¡Sí, felices! Los tres seremos compañeros, compañeros felices para siempre. -Su voz se elevó eufórica, y la luz de una criatura resplandeciente brilló en sus ojos-. ¡Estaremos siempre juntos, sin padecer enfermedades, sin envejecer, hasta el fin de los tiempos! Ésa es mi elección.

– ¿Felices… con él?

La voz de Damon temblaba de rabi, y Stefan vio que su por lo general reservado hermano estaba lívido de cólera.

– ¿Con ese niño entre nosotros dos, con ese dechado de virtudes zafio y vociferante? Apenas si puedo soportar su vista ahora. ¡Le pido a Dios no volver a verle jamás, no volver a oír su voz jamás!

– Y yo deseo lo mismo respecto a ti, hermano -gruñó Stefan, en tanto que el corazón se le desgarraba en el pecho.

Aquello era culpa de Damon; él había envenenado la mente de Katherine de modo que ésta ya no sabía lo que hacía.

– Y estoy casi decidido a asegurarme de ello -añadió con ferocidad.

Damon le entendió perfectamente.

– Entonces saca tu espada, si puedes encontrarla -siseó como respuesta, con ojos llenos de siniestra amenaza.

– ¡Damon, Stefan, por favor! ¡Por favor, no! -gritó Katherine, colocándose entre ellos y sujetando el brazo de Stefan.

La muchacha paseó la mirada de uno a otro, con los ojos azules desorbitados por la conmoción y brillando con lágrimas no derramadas.

– Pensad en lo que decís. Sois hermanos.

– Yo no tengo la culpa de eso -chilló Damon, convirtiendo las palabras en una maldición.

– ¿Es que no podéis hacer las paces? ¿Por mí, Damon… Stefan…? Por favor.

Una parte de Stefan quería ablandarse ante la mirada desesperada de Katherine; pero el orgullo herido y los celos eran demasiado fuertes, y sabía que su rostro aparecía tan duro, tan inflexible, como el de Damon.

– No -dijo-. No podemos. Debe ser o uno o el otro, Katherine. Jamás te compartiré con él.

La mano de Katherine se soltó de su brazo y las lágrimas cayeron de sus ojos, grandes gotas que salpicaron su vestido blanco. Contuvo el aliento con un sollozo desgarrador. Luego, sin dejar de llorar, se recogió las faldas y huyó.


– Y entonces Damon tomó el anillo que le había dado y se lo puso -dijo Stefan, la voz ronca por el uso y la emoción-. Y me dijo: «Aún será mía, hermano». Y luego se alejó.

Se dio la vuelta, pestañeando como si hubiese salido a una luz brillante desde la oscuridad y miró a Elena.

La muchacha estaba sentada muy quieta en la cama, contemplándole con aquellos ojos que eran tan parecidos a los de Katherine. Especialmente en ese momento en que estaban llenos de pena y terror. Pero Elena no huyó, le habló.

– Y… ¿qué sucedió luego?

Las manos de Stefan se cerraron violentamente de un modo reflejo y se apartó de repente de la ventana. No, ese recuerdo, no. No podía soportar recordarlo, y mucho menos intentar expresarlo en palabras. ¿Cómo podía hacerlo? ¿Cómo podía arrastrar a Elena a aquella oscuridad y mostrarle las cosas terribles que acechaban allí?

– No -dijo-. No puedo. No puedo.

– Tienes que contármelo -repuso ella con suavidad-. Stefan, es el final de la historia, ¿verdad? Eso es lo que hay detrás de todos tus muros, eso es lo que temes dejarme ver. Pero tienes que dejarme. Stefan, no puedes parar ahora.

Él sintió cómo el horror iba en su busca, el pozo abierto que había visto con tanta claridad, percibido con tanta nitidez aquel día tan lejano. El día en que todo había terminado…, en que todo había empezado.

Sintió que le tomaban la mano, y cuando miró vio los dedos de Elena cerrados sobre ella, dándole calor, dándole fuerzas. Tenía los ojos puestos en los de él.

– Cuéntame.

– ¿Quieres saber qué sucedió a continuación, qué fue de Katherine? -murmuró.

Ella asintió, sus ojos casi cegados pero aún firmes.

– Te lo diré, entonces. Murió al día siguiente. Mi hermano Damon y yo la matamos.

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