CAPÍTULO 9

La lluvia azotaba los cristales de las ventanillas, oscureciéndolo todo, reflexionó Caroline. Intentó, entrecerrando los ojos, mirar a través de la oscuridad y dar una ojeada al campo de Wiltshire, pero no le resultó. Lo que la lluvia no cubría, lo hacía la noche.

Un relámpago brillo, inundando el paisaje con luz sobrenatural, deslumbrando sus ojos desprevenidos. Por un breve momento casi habría jurado vislumbrar una forma gigantesca galopando delante del coche. Entonces la oscuridad descendió de nuevo, dejándola sobresaltada.

Estremecida, descorrió la persiana de madera de caoba sobre la ventana y se acomodo contra los almohadones marroquíes preparándose para dormir. El hermoso coche del vizconde no tenía olor a perfume barato o cigarros añejos, sino a cuero, ron y a una cierta presencia masculina indefinible. El brillo intenso del cobre y las tulipas escarchadas de las lámparas del coche complementaban perfectamente la sobria elegancia de su interior.

Portia fue acomodándose en el asiento frente a ella, con la cabeza arrellanada en el hombro de Vivienne, preparándose para dormir con el acogedor teclear de la lluvia en el techo del coche y el suave bamboleo del vehículo bien dirigido.

Por lo menos, ella y sus hermanas estaban calientes y secas. Caroline solo podía imaginarse como estaría ese pobre cochero por tener que llegar a su hora. La lluvia había caído constantemente desde que el carruaje del vizconde había llegado al umbral de la casa de tía Marietta para recogerlas temprano esa tarde. Para decepción de Vivienne y alivio de Caroline, Kane había salido hacia Wiltshire el día anterior para preparar a los criados para su llegada.

Habían parado dos veces para cambiar de caballos y tuvieron que atravesar un patio lleno de estiércol que les llegaba a los tobillos, para llegar a la posada a calentarse frente al fuego con una taza de té. A ese paso probablemente no llegarían al castillo de Trevelyan antes de medianoche.

Quizás su anfitrión lo había planeado de esa manera.

Caroline se sacudió ese ridículo pensamiento. Adrian Kane exudaba fuerza y autoridad por cada poro, pero su influencia no se extendía seguramente al control del clima.

Echo un vistazo a Vivienne, quien elaboraba pacientemente un muestrario de costura con la débil luz de las lámparas del coche. Esta era su oportunidad para descubrir cuan fuerte estaba arraigado Kane en el corazón de su hermana. La boca de Portia estaba levemente abierta y su respiración uniforme había profundizado sus ronquidos.

– Debes mirar adelante en nuestra visita y en el baile del vizconde- Caroline comentó de forma tentativa.

– Oh, bien-Vivienne clavó la aguja a través de la tela sin levantar la mirada.

Caroline suspiró. Buscar la manera de engatusar a Vivienne la estaba enloqueciendo, era como conseguir que Portia parara de decir cada pensamiento que pasaba por su cabeza.

– Lord Trevelyan parece estar absolutamente prendado de ti. Una sonrisa comedida curvó los labios de su hermana.

– ¿Entonces debo considerarme afortunada, no? Él es todo lo que una muchacha desea en un pretendiente, inteligente, educado, con clase.

Besa maravillosamente…

Caroline se mordió el labio, sintiendo una punzada aguda de culpabilidad mientras recordaba el calor persuasivo de la boca de Kane.

Echó otro vistazo a Portia para cerciorarse de que su pequeña hermana no miraba a escondidas a través de las pestañas.

– Dime algo Vivienne, no puedo evitar ser curiosa, en todo el tiempo que Uds. han pasado juntos, el vizconde no ha intentado tomarse algunas… uummm… libertades indecorosas?

Vivienne finalmente levantó su mirada del muestrario. Un rubor se filtró en sus mejillas, un contraste alarmante con el blanco detrás de sus orejas. Ella se inclinó adelante, ganando un minúsculo resoplido de protesta de Portia, y colocó la cabeza de su hermana sobre los almohadones.

“Oh, no, aquí viene” pensó Caroline.

Ella estaba a punto de enterarse que Kane pasaba todo su tiempo libre besando a mujeres jóvenes inexpertas.

– Una vez, confesó Vivienne en un susurro, sus ojos azules enormes, -cuando descendíamos de su carruaje, tropecé y el señor Trevelyan apoyo su mano en mi espalda para estabilizarme. Dadas las circunstancias sentí que no tenía ninguna opción que perdonarlo por la indiscreción.

Inundada con una emoción que se parecía peligrosamente al alivio, Caroline cerró su boca abierta.

– Muy magnánimo de su parte. Ella eligió sus palabras siguientes aún con más cuidado. Te ha hablado de algún enredo romántico anterior?.

A Vivienne la pregunta la pilló por sorpresa.

– ¡Por supuesto que NO!, él es de lejos un verdadero caballero.

Caroline exprimió su cerebro buscando una pregunta menos agresiva, cuando notó un destello dorado, se inclinó hacia adelante y tiró de la cadena que rodeaba la garganta de su hermana. Un camafeo delicado del perfil de una mujer enmarcado en un bordado de oro emergió de la blusa de Vivienne. Caroline lo estudió, desconcertada. Cuando los habían desalojado de la casa principal, el primo Cecil había, por supuesto, reclamado todas las joyas valiosas, incluso los pendientes de perla que el padre de Caroline le había regalado en su decimosexto cumpleaños. Las muchachas no habían usado ninguna joya desde entonces.

– Es una joya preciosa, dijo Caroline, dándole vuelta hacia una de las lámparas del coche. -Nunca te he visto usarlo antes. Estaba en algún baúl de la casa?. Vivienne bajó los ojos, pareciendo tan culpable como Caroline se había sentido cuando recordó el beso del vizconde.

– Debes saber que es un regalo de señor Trevelyan. Estaba asustada de decírselo a tía Marietta por el miedo a que me haga devolverlo.

Levantó sus ojos suplicantes a Caroline.

– ¡No me regañes por favor! Sé que es incorrecto aceptar una baratija tan personal de un caballero, pero él parecía tan contento cuando decidí usarla, es un hombre muy generoso.

– Ciertamente lo es, murmuro Caroline. Frunció el ceño mirando el camafeo, contemplaba el destello del perfil de la mujer, la garganta elegante.

Un afilado trueno destello despertando a Portia. El camafeo se deslizó de los dedos de Caroline. Vivienne lo guardo rápidamente dentro de la blusa, donde estaría seguro de otros ojos curiosos.

– ¿Que ocurre? Murmuró Portia. Frotándose los ojos, miró con fijeza alrededor esperanzadamente. ¿Era ese un disparo? ¿Son los asaltantes de caminos? Aquellos que secuestran y violan?.

– No te asustes, pequeña, contesto Caroline. Tendremos nuestra aventura en otro momento.

Portia bostezó y se estiró, empujando a Vivienne. Estoy muerta de hambre. Habréis guardado algunas tortas frías de la posada. Se agachó buscando el maletín debajo de Caroline, pero ésta lo alejó de su alcance.

Portia se enderezó dirigiéndole una mirada herida.

– No hay necesidad de ser tan egoísta, Caro. No iba a comerlas todas.

– Creo que estamos parando, comento Vivienne, sintiendo como la oscilación del coche disminuía. ¿Hemos llegado?

Agradecida por la distracción, Caroline tomo el maletín y lo colocó cuidadosamente sobre el asiento al lado de ella.

– Debe ser, si viajamos más lejos y giramos a la derecha llegaremos al río Avon. La pregunta de Vivienne fue contestada cuando un lacayo uniformado abrió la puerta del coche y exclamo.

– Bienvenidas al soleado Wiltshire!.

No podían saber si era una exclamación irónica. La lluvia todavía se desbordaba desde el cielo, las ráfagas de viento dirigían su golpeteo desigual, acompañado de cerca de los lúgubres gruñidos del trueno.

Repentinamente renuentes a abandonar el interior acogedor del coche, las hermanas pasaron una cantidad excesiva de tiempo recolectando guantes y ajustándose las capuchas de sus abrigos. Cuando ya no había nada que recoger, Caroline descendió del coche, tomando el maletín debajo de su brazo.

Un segundo lacayo se acerco para tomarlo.

– No, gracias! Puedo llevarlo! gritó sobre el ulular del viento.

Por lo menos ella esperaba que fuera el viento.

Mientras Portia y Vivienne descendieron detrás de ella, el castillo de Trevelyan surgió amenazadoramente en la oscuridad. La fortaleza se elevaba imponente resistiéndose al clima, podía ser modesta comparándola con los estándares de castillos más famosos de Wiltshire, pero no se había permitido caer en ruinas como el viejo Castillo de Wardour. Se podían apreciar numerosas renovaciones realizadas a través de los siglos, donde se mezclaban astutamente los estilos medieval, renacimiento y gótico. El castillo se jactaba de sus gárgolas y los contrafuertes elevados, de los que la casa de la ciudad del vizconde carecía.


Al parecer también era absolutamente capaz de divertirse, tenía una mazmorra totalmente equipada, con cadenas y hierros firmes.

Caroline levantó sus ojos fijándolos en los terraplenes observando un chorro de lluvia que se deslizaba entre los dientes de una gárgola, cuando repentinamente un presentimiento la atrapó. ¿Y si había cometido un terrible error al traer a sus hermanas aquí?, ¿Uno que no podría ser corregido ni siquiera en un libro de cuentas?.

Antes de que pudiera regresar nuevamente dentro del coche y exigir al conductor, simulando estar muy enfadaba, que las llevara de vuelta a Londres, la puerta de hierro y madera del castillo se abrió conduciéndoles dentro.

Permanecieron de pie mojando las baldosas del gran vestíbulo de la entrada. Siglos de antigua frialdad parecía impregnar el aire, haciendo a Caroline estremecerse. La cabeza de un venado parecía mirarlas desde una pared lejana, con un destello salvaje en sus ojos vidriosos.

Portia metió su mano pequeña en la de Caroline antes de susurrar

– Yo siempre he oído que una casa debe reflejar la personalidad de su amo.

– Es por eso que estoy asustada, susurro Caroline retrocediendo, observando los tapices antiguos con vividas escenas de violencia y mutilación.

Algunos representaban batallas antiguas en todo su violento esplendor, mientras que otros glorificaban el salvajismo de la caza. En el tapiz más cercano a Caroline, un perro de caza gruñía saltando para desgarrar la garganta de una hermosa gacela.

Aunque Vivienne miraba dudosamente a su alrededor, comento

– Seguro que será absolutamente encantador con la luz del día.

Casi saltaron cuando un mayordomo levemente encorvado y con un alarmante pelo blanco emergió de las sombras, sosteniendo un candelabro en su mano retorcida. Era tan viejo que Caroline podía escuchar sus huesos crujir y rechinar mientras que arrastraba sus pies hacia ellas.

– Buenas tardes, señoras. Su voz estaba casi tan oxidada como el juego de armadura antiguo que se escondía en un rincón a la derecha de Caroline.

– Deduzco que son las hermanas Cabot. Las esperábamos. Confío en que hayan tenido un viaje agradable?.

– Simplemente divino, mintió Portia, realizando una enérgica reverencia.

– Mi nombre es Wilbury y estaré a su servicio durante su estancia en el castillo. Seguro que están impacientes por cambiarse sus ropas húmedas. Si me siguen, les enseñare sus habitaciones. El mayordomo se dio la vuelta arrastrando los pies hacia la amplia escalera de piedra que conducía hacia arriba, a la oscuridad, pero Caroline se mantenía en su lugar.

– Discúlpeme caballero, pero ¿donde se encuentra el señor Trevelyan? Esperaba que estuviese aquí para darnos la bienvenida.

Wilbury se dio la vuelta dirigiéndole una mirada desdeñosa debajo de sus nevadas cejas. Los largos vellos se erizaron hacia fuera como los bigotes de un gato.

– El amo salió.

Caroline miro hacia la enorme ventana arqueada ubicada sobre la puerta, en el momento en que la figura dentada de un relámpago fracturaba el cielo y una ráfaga fresca de viento azotaba los cristales.

– ¿Fuera? -repitió dudosa. ¿Con este tiempo?

– El amo tiene una constitución muy vigorosa, declaró, al parecer insultado porque ella se atreviera a sugerir algo así. Sin otra palabra, inicio el asenso por las escaleras.

Vivienne hizo un movimiento para seguirle, pero Caroline tocó el brazo de su hermana, deteniéndola.

– ¿El maestro Julian también está fuera? preguntó.

Wilbury se dio la vuelta otra vez, soltando un suspiro tan exagerado que Caroline casi esperaba ver un soplo de aire emerger del bramido que crujía en sus pulmones.

– El maestro Julian no llegará hasta mañana por la noche. La cara de Portia cayó. A menos que deseen permanecer aquí en el hall de entrada y esperar su llegada, les sugiero que me acompañen.

La mirada fija de Caroline siguió la trayectoria de los pies arrastrados por el mayordomo al primer descansillo de la escalera. Supuso que tenía razón. A menos que desearan estar paradas allí toda la noche, temblando dentro de sus abrigos mojados y aguardando el inicio de alguna enfermedad, no tenían ninguna opción sino seguirlo a las sombras.

Wilbury giro a la izquierda dejando a Portia y Vivienne en habitaciones contiguas en el segundo piso. Cuando Caroline siguió la luz vacilante de la vela hacia arriba tres pisos más, a través de la escalera sinuosa, las piernas ya le habían comenzado a doler y su espíritu a hundirse. Las escaleras finalmente terminaron en una puerta estrecha. Aparentemente, Kane planeó castigarla, imponiendo su hospitalidad, desterrándola a algún ático privado de aire y aún más desprovisto de encanto que la casa de tía Marietta.

Cuando el mayordomo paso rápidamente abriendo la puerta, ella se abrazó así misma preparándose para lo peor.

Su quijada cayó.

– Debe haber algún error, protestó. Quizás este sitio fue pensado para mi hermana Vivienne.

– Mi amo no incurre en equivocaciones. Ni tampoco yo. Sus instrucciones eran absolutamente explícitas. Wilbury profundizó su voz en una personificación encomiable de Adrian Kane. “La Srta. Caroline Cabot se hospedará en la torre del norte”. Es Ud. la Srta. Caroline Cabot, no? -La escudriñó bajando su venosa nariz hacia ella. No parece ser una deshonesta impostora.

– Por supuesto no soy una impostora, replico tomándolo por sorpresa. Era imposible saber si el centelleo en los ojos del mayordomo provenía de la travesura o la maldad.

– Solo que no contaba con… esto. Caroline agitó una mano abarcando el dormitorio ante ellos.

Mientras que los alojamientos de sus hermanas eran cómodos y encantadores, poca semejanza tenían con este opulento aposento, situado en la misma cima del castillo.

Un fuego crepitaba en la chimenea enmarcado por una repisa de mármol, su alegre resplandor reflejado en el cristal ahumado de múltiples ventanas. Esbeltas velas de cera colocadas en apliques de hierro llenaban las paredes de la habitación circular. Las paredes de piedra habían sido blanqueadas y pintadas con un borde de hiedra entrelazada. Una cama con altas columnas dominaba una pared, en su elegante marquesina colgaban graciosas cortinas de seda de color zafiro.

Con su permiso, Wilbury salió prometiendo enviar a un lacayo con su equipaje y a una criada para ayudarla con su indumentaria para la tarde, Caroline se aventuró en la habitación, aún con su descolorida maleta en la mano.

Debajo de una de las ventanas había un lavabo de cerámica y una jarra con agua caliente puesta sobre una madera satinada en forma de media luna. Una silla se encontraba frente a la chimenea, donde descansaba una bandeja con carne y queso. Preparado sobre la cama se encontraba un vestido color esmeralda de terciopelo, invitando a cubrir los escalofríos que provocaban la ropa mojada y deslizarse en su seductor calor.

No se había ahorrado ninguna comodidad para el viajero cansado. Cada aspecto de la habitación había sido diseñado para hacer que su visitante se sintiera bienvenido y era una sensación de calor que Caroline no había gozado desde que sus padres murieron.

Su mirada se fijó en el par de puertas francesas en el lado opuesto del cuarto. Después de guardar la maleta segura debajo de la cama, cogió uno de los candelabros de la pared y se movió para abrir las puertas.

Justo como había sospechado, se abrieron hacia un empapado balcón de piedra. Aunque el río no se encontraba a la vista, el viento le llevaba su sonido metálico.

Su mirada contemplo el cielo encapotado.

¿Estaría Kane allí fuera, en alguna parte, totalmente solo y empapado? ¿Y si era así, qué diligencia desesperada conduciría a un hombre a semejante audacia, en una noche tan salvaje y peligrosa?

La llama de la vela se agitó, amenazada por el viento y su suspiro. Ella ahuecada su mano alrededor y se volvió hacia las puertas cerradas, cobijándose en el acogedor nido que su anfitrión había previsto para ella.

Maltratado por la tormenta, Adrian conducía su caballo en la noche. Su capa cerrada no servia de nada para parar las ráfagas de viento que se estrellaban mojando su cara o de la humedad que hundía sus colmillos profundamente en sus huesos.

Él había montado todo el camino a Nettlesham solamente para descubrir que la criatura misteriosa que aterrorizaba a los aldeanos y que desgarraba las gargantas del ganado, no era nada más que un animal sarnoso, mitad lobo mitad perro, conducido por la crueldad y el hambre. Habían dejado a Adrian sin opción, tuvo que matar a la pobre bestia. En el momento que apretó el gatillo, miró sus ojos salvajes y solitarios, sintiendo una alarmante sensación de familiaridad.

Cuando sobrepasó una cima cubierta de aulaga divisó el castillo de Trevelyan. Deseaba desde su corazón poder contemplar el paisaje de antaño, pero desde que él y Julian habían empezado a deambular por el mundo detrás de Duvalier, el castillo se había convertido en poco más que un trozo frío de piedra, desprovisto de calor acogedor.

Casi había alcanzado la pared exterior del patio cuando sintió que el castillo no estaba tan frío como de costumbre. Parpadeando en la lluvia miró hacia arriba a la torre norte. La ventana dejaba entrever una tenue luz de vela. Esa trémula y frágil luz pareció atraerlo a casa, prometiendo que tendría un momento de paz en esa noche solitaria.

Tirando del caballo hizo un alto resbalando debajo de las ramas mojadas de un viejo roble retorcido. La yegua sacudió su cabeza, casi soltando de un tirón las riendas de su mano. A pesar de su agotamiento, la montura todavía resoplaba y se encabritaba con inquietud, Adrian lo reconoció demasiado bien.

Mientras él caminara como un caballero, dentro del límite de las restricciones rígidas de la sociedad de Londres, podría contenerse. Pero aquí en este territorio antiguo, con el viento azotando a través de su pelo y del olor del río en las ventanas de su nariz, amenazaba consumirse.

Se tensó cuando Caroline Cabot apareció en la ventana de la torre, su cara chispeante iluminada por la llama de una sola vela, su pelo suelto fluyendo sobre sus hombros. Se había puesto el vestido que él había dejado para ella, el terciopelo abrazaba sus curvas delgadas, traicionando la suavidad que ella luchaba tan duramente por ocultar debajo de su exterior espinoso.

Adrian suspiró. Parecía que allí no había escapatoria. No entre la multitud en Vauxhall y no aquí, en su único sitio de retiro. Ni en sus sueños que ella había frecuentado desde que él la probara con un beso.

Hazme el amor, había susurrado ella solo la noche anterior, agitándolo entre las sábanas enredadas. Su voz no estaba frenética por la desesperación, pero era lánguida cargada de deseo. Le había mirado con sus ojos grises brumosos llenos de anhelo. Sus manos habían acariciado tiernamente su cara, mientras los sedosos pétalos de sus labios se entreabrían para invitarlo dentro.

Adrian juró, maldiciendo su imaginación traidora. Su vida sería mucho más simple si fuese Vivienne quien frecuentara sus sueños. Era Vivienne quien debía estar parada en esa ventana, mirando melancólicamente en la noche como si buscara algo.

O alguien.

O a él.

Ahuecando una mano alrededor de la llama de la vela, Caroline se dio la vuelta y se alejó de la ventana, llevándose la luz con ella.

Adrian se había enorgullecido siempre de su control, pero había algunos apetitos que eran simplemente demasiado grandes para ser negados. Envolviendo las riendas del caballo alrededor de su puño, cabalgó a galope hacia el castillo, rechazando los brazos que lo abrigaban en la oscuridad.

Caroline abrió los ojos, deslizándose del sueño al desvelo con apenas un cambio en la respiración. Por algunos desorientados segundos ella estaba en el ático de tía Marietta con Portia que roncaba en la otra cama. Pero no era un ruido lo que la despertó sino la ausencia de él. La lluvia había parado, su cese magnificaba el silencio en proporciones ensordecedoras.

Ella se incorporó, se sentía pequeña en esa cama de columnas extravagantes, la habitación había estado tan tibia y cómoda cuando ella se arrastró a la cama, tanto que no se había molestado en correr las cortinas de la cama. Pero ahora el fuego disminuía en el hogar y el frío se adhería al aire.

Ella alcanzó las cortinas de la cama, pero su mano se congelo en el aire. Una de las puertas francesas en el lado opuesto de la torre se abría, invitando sigilosamente la entrada de la luz de la luna y la niebla.

Ella apartó su mano, sus dedos comenzaban a temblar. Su mirada fija nerviosa buscó en el dormitorio. Todas las velas estaban apagadas, dejando la torre cubierta de sombras.

El fantasma emitió un sonido llamando su atención de nuevo al balcón. ¿Era el viento?, se preguntaba. ¿O pasos furtivos? ¿Pero cómo podrían ser pisadas, cuando ella estaba al menos cinco pisos arriba?

Humedeció sus labios, sorprendiéndose de oír algo sobre los frenéticos latidos de su corazón. No deseaba más que mover de un tirón las mantas sobre su cabeza y quedarse bajo ellas hasta mañana.

Pero perdió el lujo de acobardarse la noche que sus padres habían muerto. Portia y Vivienne podían quedarse bajo las mantas ante cualquier circunstancia, pero fue ella quien siempre tuvo que arrastrarse fuera de la tibieza de su cama, en las noches tempestuosas para apretar un postigo flojo o agregar otro tronco al fuego.

Reuniendo valor salió de las mantas, bajando los pies hacia el suelo, avanzó lentamente sobre las baldosas hacia el estanque que formaba la luz de la luna. Se encontraba a medio camino de la puerta cuando una sombra osciló a través del balcón. Ella retrocedió, un grito de asombro quedo alojado en su garganta.

"Deja de hacer el ganso" se regañó en voz alta a través de los dientes apretados. “Seguramente es una nube que pasaba a través de la luna”, dio otro paso reacio hacia la puerta. “Te olvidaste simplemente de cerrar la puerta y el viento sopló abriéndola.”

Intentando no imaginar que eran las gárgolas de los terraplenes que desplegaban sus alas de la piedra y se zambullían derecho a su garganta, hizo una respiración profunda y cruzó el resto del espacio en tres amplios y determinados pasos. Abrió ambas puertas completamente impidiendo a algún monstruo atrevido saltar sin ser visto hacia la oscuridad.

El balcón estaba desierto.

Un velo de niebla se levantó de la piedra húmeda, su telaraña de hilos de plata bajo el resplandor de la luna. Caroline cruzó el parapeto abrigándose en el balcón, usando su piedra áspera para estabilizar el temblor de sus manos. Dividida entre el alivio y el enfado de su propia insensatez, observo con fijeza la pared, calibrando la distancia imposible a la tierra. Si cualquier persona deseara acercarse, requería seguramente de alas para volar.

– Buenas tardes, Srta. Cabot.

Esa voz salió de las sombras detrás de ella, burlándose, en medio de una nube de azufre Caroline giró alrededor y dejó salir un chillido aterrorizado.

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