Estoy en la plaza de Saint-Sulpice, sentado en el café desde donde Georges Perec espiaba horas y horas lo que allí podía verse (Tentativa de agotar un lugar parisino), no lo que ya había sido antes catalogado o inventariado de esa plaza, «sino lo que generalmente no se anota, lo que no se nota, lo que no tiene importancia: lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes».
Lo que pasa cuando no pasa nada siempre será un buen título para un libro que algún día alguien escribirá. En fin. Como tengo la iglesia delante, entro un rato en ella a la hora de la misa porque sé que hoy ha de tocar el órgano el magistral monsieur Roth, un virtuoso. Saludo una vez más los dos impresionantes Delacroix que hay en la entrada del templo. Los turistas norteamericanos, enloquecidos por El código Da Vinci, pasan de largo ante Delacroix y van a lo suyo, a su mundo merluzo, y entran como centellas en busca del bellísimo obelisco que fue construido para determinar científicamente la fecha del equinoccio de primavera. Para los merluzos, el obelisco sólo es una pista del Santo Grial y también la prueba de la existencia del priorato de Sión, secta secreta de los descendientes de Jesucristo y María Magdalena. En la placa que el sensato párroco de Saint-Sulpice ha colocado junto al obelisco puede leerse: «Contrariamente a las alegaciones caprichosas contenidas en una reciente novela de éxito, la línea meridiana de Saint-Sulpice no es ningún vestigio de ningún templo pagano. Tened en cuenta que las letras P y S sobre las ventanas circulares, en las dos extremidades del crucero, se refieren a San Pedro y San Sulpicio, los dos santos patronos de la iglesia, y no a un priorato de Sión imaginario.»
Un párroco luchando contra la ignorancia y «la nueva religiosidad» que ha estallado con el presidente Bush y Dan Brown. Es doloroso contemplar con una mínima lucidez lo que va del gran Perec al señor Brown y sus oscuros signos medievales para peregrinos americanos. Una nueva sensibilidad literaria florece.
Ya de nuevo en la terraza del café de Perec espero, en vano como siempre, a que pase Catherine Deneuve, que vive en la plaza. Pero, una vez más, ella no aparece. Me sorprende, algo más tarde, leer en la revista Lire que Vargas Llosa también vive en esa plaza, tiene un dúplex en un inmueble del siglo XVIII: «En este barrio me siento como en casa. Es un barrio muy literario. Umberto Eco también vive en la plaza. Hace quince años que espero ver a Catherine Deneuve, pero ella no aparece nunca.»
En ese momento, aparece Deneuve. Quedo mudo de la sorpresa y me pregunto si por unos momentos Deneuve no ha sido «lo que pasa cuando no pasa nada».
Días aparentemente tranquilos, entre Montparnasse y Saint-Germain, en París, con incursiones extrañas en el histórico Hotel de Sully, que parece estar comunicado secretamente con la casa de Victor Hugo en la plaza de Vosges. Hablamos en un café de la plaza acerca de muchas mujeres de los bulevares periféricos que están perdiendo a toda velocidad derechos adquiridos. Héléne Orain, involucrada en el manifiesto Ni putas ni sumisas, nos explica que la sexualidad ya era un tema tabú para las familias que practican el islam, pero que desde hace años asistimos a la llegada de imanes procedentes de otros países, que van implantando una versión muy tradicional de la mujer musulmana: velada, en casa, sumisa, que sufre todas las humillaciones que se le impongan. Es un discurso extremadamente patriarcal, machista y reaccionario.
Estas mujeres, expulsadas en la práctica de las zonas y actividades de ocio, obligadas por los hombres de la familia a llevar velo, víctimas en miles de casos de violencia sexual y poligamia, observan asombradas cómo se reconstruye el poder machista en los guetos. En este contexto, el polémico Alain Finkielkraut sugiere llamar a las cosas por su verdadero nombre y dice que los incendios de las banlieues no fueron motivados -como intentan hacernos creer- por la pobreza y la marginación, sino por el odio radical a Francia que crece inmensamente en esos lugares. Y afirma que, por parte de la prensa, existen muchos escrúpulos a la hora de llamar a las cosas por su nombre: «Son una revuelta de carácter étnico-religioso, un hostigamiento antirrepublicano. Tenemos miedo al lenguaje de la verdad y, por diversas razones, preferimos decir jóvenes a decir negros o árabes. En las banlieues existe odio al imperialismo francés y se olvida que el proyecto colonial intentaba educar llevando la cultura a los salvajes.» Palabras, por supuesto, polémicas, pero que quizás orientan dentro de la confusión y caos generales. Finkielkraut, que está en contra de todo tipo de hostigamientos raciales (incluidos los de los árabes o negros de las banlieues) y que dice no olvidar el renacer brutal del antisemitismo, nunca ha votado a la derecha, pero nadie puede asegurar que siga siendo de izquierdas. Laure Adler, biógrafa de Marguerite Duras, fue jefa de Finkielkraut en France Culture. Preguntada por la posición de su amigo, le defiende diciendo que para ella ya va siendo hora de que comiencen todos a plantearse dónde debería estar realmente situada la izquierda de hoy. Finkielkraut predice que el antirracismo será en el siglo XXI lo que fue el comunismo en el XX.
¿Y Sophie Calle? He aceptado su propuesta de escribirle una historia que ella luego tratará de vivir. Se lo he prometido en el Café de Flore. Y unas horas más tarde he vuelto a prometérselo, esta vez mentalmente, en medio de esa maravillosa oficina de Correos que hay en la rué Littré, esquina rué de Rennes: oficina de relajada atmósfera, potente calefacción, cordialidad, y hoy, encima, con Billie Holliday de portentosa música ambiental. Digan lo que digan, Francia es fantástica.
Pensando en Madrid, me he quedado imaginando que inventaban el polvo de la simpatía. Lo inventaban a pesar de la ley del tabaco -ese polvo sería como una especie de rapé-, y al principio tenía algo de clandestino. El nuevo invento era capaz de transformar a un país entero. Quien lo probaba, cambiaba inmediatamente de humor y no sólo sonreía, sino que se volvía adorablemente alegre y simpático, relajado, atento a las opiniones distintas del prójimo: elegante, discreto, inteligente, demócrata de verdad.
En un primer momento, el inventor del polvo de la simpatía hacía sus primeras pruebas o experimentos con los taxistas de Madrid y en una semana les cambiaba a todos el castizo y guarro carácter convirtiéndoles en gente que escuchaba, con abierta alegría, música clásica o bien recitales de poesía. Su simpatía era tan avasalladora y sus carcajadas tan bienhechoras que España cambiaba espectacularmente de la noche a la mañana, porque eran esos mismos taxistas de Madrid los que contagiaban la revolución de los claveles y la risa: una risa que, por arte del polvo mágico, se extendía hacia los obispos fundamentalistas y el personal de Iberia y acababa pulverizando literalmente la mala leche tradicional de los franquistas. Y todo el país reía y reía. Ya no se escribían más novelas sobre la guerra civil y había una gran fiesta en la antigua casa trágica de Bernarda Alba.
La revolución llegaba a España a través de sus bases más trogloditas y contagiaba al resto de ciudadanos. La risa es el fracaso de la represión, se oía decir por todas partes. Y taxistas de Madrid y comandantes de Iberia se convertían en la élite intelectual más importante de Europa. Y todos reíamos. Los obispos españoles también.
Si estoy a solas en casa y entra una solitaria y banal mosca, me acuerdo inmediatamente de Kaflka cuando en un relato decía que su quinto hijo era tan insignificante que uno se sentía literalmente solo en su compañía.
Todas las moscas son distintas, pero se parecen tanto entre ellas que hay quien cree que en realidad sólo ha existido una mosca en toda la historia del universo. No he conocido a mejor experto en insectos que Augusto Monterroso, que escribió en cierta ocasión: «La mosca que hoy se posó en tu nariz es descendiente directa de la que se paró en la de Cleopatra.» El mundo de las moscas sin ley siempre le atrajo y planeó una antología universal sobre ese enmarañado universo. Finalmente abandonó el proyecto porque vio que el volumen iba forzosamente a tener que ser infinito. Pero en Movimiento perpetuo ofreció a sus lectores una pequeña muestra de la historia mundial de las moscas. Movimiento perpetuo se iniciaba así: «Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas.» Un categórico comienzo para un libro inclasificable, escrito mucho antes de que hubiera tantos libros híbridos o inclasificables como ahora. En él, Monterroso zigzaguea de un género a otro, y pasa del ensayo al relato, y de éste a la digresión o el divertimento. El zigzagueo está a la altura del mejor vuelo de la mejor mosca mundial. Los diferentes fragmentos están unidos por citas literarias en las que las moscas tienen su protagonismo. No hay un solo escritor profundo que no haya dicho algo alguna vez sobre las moscas. Ahí tenemos, por ejemplo, a Ludwig Wittgenstein, que escribió en Investigaciones filosóficas: «¿Qué se propone uno con la filosofía? Enseñar a la mosca a escapar del frasco.» Sobre los mosquitos se ha escrito menos. Quien mejor se acercó a ellos fue un escritor de su misma especie, un escritor-mosquito, Ramón Gómez de la Serna: «Menos mal que a los mosquitos no les ha dado por tocar el saxofón.»
En verano las moscas -que no suelen hablarse con los mosquitos- se reúnen en balnearios, apartamentos y hoteles. En su pulcro concierto, bailan a medianoche. O atacan, sin uñas. Su zumbada música es inconfundible. Marcel Proust decía que ellas componían pequeñas sinfonías que eran como la música de cámara del estío. Escribo desde el Hotel Charleston de Cartagena de Indias, frente al Pacífico y sitiado por moscas tropicales, rodeado de un mundo alucinante de moscas sin ley. «¿Alguien oyó alguna vez toser a las moscas?», preguntaban los hermanos Grimm en un cuento que leí de niño y cuyo título he olvidado, pero no así aquella pregunta que me ha acompañado siempre y me persigue ahora aquí en esta terraza del Charleston mientras una mosca me zumba por la oreja y trata de posarse sobre mi nariz. Un serio incordio hasta que comienza a ahogarse imprevistamente en un zumo de tomate. La remato de forma criminal, la mato con toneladas de sal y pimienta. No soy Cleopatra, me digo satisfecho. La mosca ha muerto, a las doce y cinco de la mañana.
Hace unos días, entré en un diario-blog peruano de carácter literario y ese blog me llevó a otro, y acabé entrando en un tercer blog, también peruano y literario, el del escritor Gustavo Faverón. Allí se decía lo siguiente acerca de un narrador peruano con apellido de jugador de fútbol polaco, Enrique Prochazka:
«Tengo una hipótesis un tanto agresiva sobre su falta de éxito comercial. Los textos de Prochazka exigen un lector entrenado y que maneje muchos referentes, y nunca tendrán ventas millonarias. Pero en el Perú nadie las tiene. Escribiéndole sobre todo a la intelectualidad, Prochazka reduce su público infinitamente. Pero si sus ediciones, pequeñas en cantidad, no se agotan, se debe a que ni siquiera nuestra intelectualidad está muy interesada en leer literatura demasiado inteligente.»
Pensé en el aislamiento de algunos excelentes escritores peruanos que no cuentan con editoriales que les hagan cruzar fronteras. Y me demoré algo más pensando en lo que decía Ricardo Piglia en una entrevista mexicana en la que le preguntaban si se sentía a salvo de la tentación del éxito: «A veces digo en broma que el éxito es el gran riesgo de los escritores actuales, en el siglo XIX el fracaso era el problema.»
Y, bueno, algo más tarde olvidé todo esto, hasta que días después me encontré con la respuesta de Prochazka en uno de los blogs peruanos y leí fascinado: «Abrigo la teoría de que uno tiene éxito porque se agita como loco, o logra que los demás se agiten como locos por uno, o bien los demás lo obligan a uno a agitarse como loco. Según esta noción a mis textos les sucede lo que les sucede porque yo no me agito. De hecho escribir estas líneas ya me parece acercarme demasiado a la visibilidad y al agitarse, si bien levemente. Prochazka reduce a su público infinitamente: sí. Y también el contacto con las personas. Vivo en una especie de distante Sydney del espíritu, que se llama Lima. Camino un sábado por la noche de Magdalena a Chacarilla, pasando por todos los sanantonios y centros culturales y cafés, y literalmente no conozco a nadie, y nadie me saluda ni conoce mi cara. Me borré en paz, hace años. Entro al Virrey lleno de clientes, compro un libro, dos libros, salgo del Virrey: nadie sabe quién soy. Me borré…»
Uno puede estar viviendo el momento más importante de su vida -sentir que se ha enamorado, por ejemplo- y pasar a pensar en una cosa diferente, lateral, pero tal vez remotamente entrañable; algo así como pensar en los hondos problemas de Bolivia y pasar a fijarse en un jersey. Y digo todo esto porque de la brillante reflexión de Prochazka sobre el éxito lo que realmente llamó mi atención fueron ciertos datos laterales: la aparición de nombres de lugares completamente desconocidos para mí (una realidad nueva) y el discreto encanto del recorrido sabatino de ese solitario escritor lejano. «De Magdalena a Chacarilla (…) Entro al Virrey lleno de clientes, compro un libro, dos libros, salgo del Virrey: nadie sabe quién soy.»
Magdalena, Chacarilla, el Virrey.
Nunca había oído hablar de esos sitios que para Prochazka parecían muy familiares. Y me acordé de momentos inquietantes de algunos de mis viajes, me acordé de los crepúsculos en los que me he encontrado muy solo caminando por calles extrañas a mi vida, calles ajenas pero que al mismo tiempo potenciaban en mí la sospecha de que tenía un domicilio fijo desde hacía años en esa ciudad extranjera por la que caminaba. Yo tenía allí un domicilio y volvía a casa.
Magdalena, Chacarilla, el Virrey.
Y me acordé también de un día no muy lejano en el tiempo, de un día en el que, tras dos jornadas seguidas de parranda, desperté en casa a las ocho de la tarde y sentí -como no he sentido nunca- el temple puro y sosegado de una recién inaugurada vida convaleciente que intuí que, gradualmente y en pocas horas, me iba a conducir a una inquietante plenitud física. Era como si acabaran de prometerme un in crescendo hacia la recuperación total, una ascensión hacia un trampantojo de bienestar. «Nadie disfruta tanto de la vida como el convaleciente» escribió Walter Benjamín.
A la espera de aquella plenitud hacia la que ascendía mi estado de convalecencia, me puse a revisionar en vídeo una película que siempre he admirado (Eyes Wide Shut, de Stanley Kubrick), y muy pronto sentí un latigazo fuerte en esa escena en la que el protagonista -sin mucho convencimiento, más bien andando a la deriva- regresa a su casa por las calles de una Nueva York que en realidad yo sabía que era un gigantesco escenario montado en un estudio cinematográfico de Londres.
Sentí que era yo quien regresaba a casa por esas calles de Nueva York de cartón piedra. A veces miraba hacia el horizonte y me decía: «Yo vivo por allí.» Y me di cuenta de que mi secuencia literaria preferida venía siendo, desde hacía ya unos cuantos años, la de un hombre paseando por una ciudad para él desconocida, pero en la que sin embargo tenía un domicilio. Aunque a la deriva, el hombre caminaba en realidad siempre de vuelta a casa. No sabía exactamente quién era, pero volvía a casa, una casa que sentía suya, pero que del todo no lo era. Y me acordé de Walter Benjamin y su curioso método de investigación de la realidad, basado en el extravío y la deriva. Y estando en todo eso, me vino a la memoria la voz del cantante Van Morrison, mi músico preferido: una voz que siempre me pareció que representaba (tal vez porque la abarcaba) a la humanidad entera: la solitaria voz del hombre.
Esa inolvidable sensación de extrañeza y deriva volví a recuperarla días después cuando en una entrevista le preguntaron al escritor español J. A. González Sainz por qué vivía en Trieste y él contestó así: «Más quisiera yo saberlo. Y ese no saber es una buena razón. Me siento extraño aquí, extranjero, distante, y sentirse extranjero en el mundo creo que es una de las condiciones de la escritura, habitar el mundo de una forma un poco esquinada. Cuando regreso en tren ya de noche de mis clases en Venecia y veo al final del viaje las luces de Trieste allí en el fondo, como atenazadas a la espalda por la oscuridad de las montañas del Carso, con Eslovenia atrás y a la derecha la línea de las costas de Istria, y me digo "ahí está, tu casa", "allí es donde vives", se me genera una sensación de extrañeza, de no pertenencia sino de paso, con la que me llevo bien y que creo que es fundamental para esa forma de vivir que es escribir.»
Magdalena, Chacarilla, el Virrey.
Nada más leer estas palabras de González Sainz, me dieron ganas de ir a la deriva por las calles de una ciudad para mí desconocida, pero en la que tendría mi único domicilio. Y me pareció saber que ese lugar podía estar en un enclave muy extranjero que me ayudaría a convivir mejor con mi voz estrictamente individual. Allí mi consigna propia podría ser la de seguir los pasos de un autor nuevo que saldría de mi propia piel y que habría pasado por muchas ciudades mestizas y ahora estaría viviendo en una ciudad sin límites ni fronteras, apremiado por la necesidad de llenar el vacío con nuevas palabras y convertirse en un autor distinto al que siempre fue: un autor que sería como un lugar, como una realidad nueva, como una ciudad inventada: un lugar donde uno pudiera sentirse plenamente anómalo, forastero, alejado, aunque con casa propia.
Ser un autor nuevo.
Magdalena, Chacarilla, el Virrey.
De día pasear por cementerios espectrales. Y por las noches escuchar mis pasos resonando en un decorado de cartón piedra. La voz de Morrison como fondo. Y en la nueva vida ver pasar los trenes.
Y ser (como decía Kafka) un chino que vuelve a casa.
No se ven teléfonos móviles por las calles de esta ramplona ciudad de Sofía, tan callada. Es como si hubieran borrado de un solo trazo todos los monólogos desquiciados de tanta gente que camina por nuestras calles ensimismada con su móvil.
Bulgaria, país silencioso. Se nota todavía la estela de represión que dejaron los totalitarismos. Por lo demás, no tengo mucho más que contar sobre Bulgaria, quizás porque aquí en Sofía no he escuchado nada, nadie me ha dicho nada. Cualquiera diría que vine aquí para actuar de forma inversa a un espía. Mañana regreso a casa sin tener mucho que contar, y eso en el fondo da cierta tranquilidad. Sé que sólo podré decir que me sentí bien en mi hotel búlgaro. Pero, pensando en Barcelona, me digo que quisiera ya que fuera mañana, me gustaría ya estar en mi ciudad. No estoy nada mal aquí, pero, como dejara escrito W. C. Fields en el epitafio de su tumba: «A pesar de todo, preferiría estar en Filadelfia.»
No tener mucho que contar de mi viaje es algo que parece darle la razón al eminente doctor Johnson cuando, a mediados del siglo XVIII, observa lo poco que los viajes por el extranjero enriquecen la conversación de quienes han estado en otros lugares. «De hecho (decía el doctor), el tiempo que hemos pasado fuera es delicioso y, a la vez, en cierto sentido instructivo; pero parece apartado de nuestra existencia sustancial y auténtica y nunca se une bien a ella.» Para el doctor Johnson, en los viajes no somos la misma persona sino otra, acaso más envidiable, pero estamos perdidos para nosotros, así como para nuestros amigos. Nos vamos de nuestro país y también nos vamos de nosotros mismos. Para el doctor Johnson, los que desean olvidar ideas penosas hacen bien en ausentarse durante un tiempo, pero sólo podemos decir que realizamos nuestro destino en el lugar que nos vio nacer. «Por ello, me gustaría mucho pasar el resto de mi vida viajando por el extranjero, si en algún otro lugar pudiese pedir prestada otra vida, para pasarla después en casa.»
Últimas noticias: una mujer estadounidense de sesenta y dos años de edad, que tiene nueve hijos, veinte nietos y tres bisnietos, dio ayer a luz al que es su décimo pequeño, Janise Wulf. La sexagenaria madre, ciega de nacimiento y casada ya en terceras nupcias con un hombre de cuarenta y ocho años de edad, quería a toda costa tener un tercer hijo más de él y lo consiguió.
Me quedo estupefacto al leer la noticia de la mujer testaruda. Luego, por la noche, voy a buscar un vaso de agua a la cocina y creo ver a la estadounidense pariendo en el fregadero. De inmediato, pienso en aquel puño del que hablaba Kafka: aquel puño que, por su propia voluntad, se dio la vuelta y evitó el mundo.
Lento paseo por un Madrid nevado. César Antonio Molina me enseña la placa que hace tres años el Círculo de Bellas Artes colocó en el edificio en cuya buhardilla del piso superior murió el extravagante Alejandro Sawa, escritor hoy nada leído. Valle-Inclán se inspiró en él para su Max Estrella de Luces de bohemia. Fue este Sawa una especie de rey de tragedia, que murió ciego y con alucinaciones en esa austera casa de Conde Duque. En su bohemia feliz de París había sido amigo de Verlaine y amante de una aristócrata. Pero cuando dejó atrás las luces francesas y regresó al Madrid infame de su época, su vida fue una vida de gorrión atrapado. Y es que en Madrid ser bohemio no ha sido casi nunca una fiesta, y aún menos hoy cuando a esta ciudad se la nota absurdamente crispada por unos tenebrosos individuos que no supieron perder las últimas elecciones. La leyenda castiza cuenta que, habiéndole Victor Hugo en París besado la frente, Sawa regresó a Madrid, donde ya no se lavó la cara nunca más. Pobre y pobre Sawa. A su muerte, Manuel Machado, le escribió estos versos: «Jamás hombre más nacido / para el placer, fue al dolor / más derecho. / Jamás ninguno ha caído / con facha de vencedor / tan deshecho.»
Claudio Magris sale un momento a la calle para hacerse unas fotos para un periódico madrileño. Estamos en el bar de un hotel de la calle Serrano. Al poco rato de haber salido Magris para las fotos, observo que me han robado el abrigo oscuro, de corte británico, recién comprado. No está ahí y no puede estar en otro lugar, me lo han quitado. Alguien se lo ha llevado mientras estaba tomando el café con Magris y sus amigos. Me voy a recepción a denunciar lo que ha sucedido. El rector de la universidad -no sé si bromea- me está prometiendo que me comprarán un abrigo nuevo. Y en ese momento veo que regresa Magris, y juraría que lleva puesto mi abrigo. Y así es. Magris sigue sin darse cuenta, pero lleva mi abrigo, estoy ya seguro, se ha hecho las fotos con él. Sin duda, lo ha confundido con el suyo que, por otra parte -pronto lo sabremos-, no está en el bar, sino en el cuarto del hotel. Como es un gran germanista, le hablo del involuntario intercambio de sombreros que se da al inicio de El Golem de Gustav Meyrink. Y entonces cae en la cuenta de lo que ha pasado. En guiño kafkiano, al ver que mi denuncia en recepción ha quedado interrumpida, me dice que se alegra de comprobar que ya no quiero llevarle ante la Ley.
De la bohemia de Sawa a la liturgia pomposa de un acto matinal en el paraninfo de la Universidad Complutense de Madrid. La extrema solemnidad y el hecho de que sea Claudio Magris el investido honoris causa me atrapan irremediablemente. Nunca había asistido a una ceremonia de este severo estilo de birrete plateado y Gaudeamus Igitur, y creo que la sesión de investidura me ha maravillado tanto que ya no querré asistir nunca a ninguna otra, como si Victor Hugo me hubiera besado en la frente.
Abre la sesión Fernando Savater con disquisiciones sobre el mundo del «escritor de fronteras», el universo viajero del autor de El Danubio. Y luego, en su profundo y extenso discurso, Magris, tras recordarnos a Kafka y su Ante la Ley, aborda un tema tan complejo como poco tocado al hablarnos de las relaciones entre Literatura y Derecho. Por un momento, dejo de escucharle para acordarme de la época en que yo estudiaba para abogado y era un tímido poeta y no veía relación alguna entre ambas actividades. Luego, regreso a Magris, que está diciendo que la Ley parte de lo más profundo del ser humano y que la Literatura revela la más profunda y contradictoria esencia moral. Tras la brillante disertación, anoto las últimas palabras: «Los antiguos, que habían comprendido casi todo, sabían que puede existir poesía en el acto de legislar; no por casualidad muchos mitos dicen que los poetas fueron, también, los primeros legisladores.»
Resulta desagradable ver al día siguiente cómo algunas noticias de prensa resumen y reducen groseramente el extenso, culto y osado discurso de Magris sacando de contexto dos líneas de su discurso sobre la Ley y la Poesía. Dicen en titulares: «El escritor italiano Claudio Magris denunció ayer la fiebre de los nacionalismos que envenenan la flor de la cultura europea.» Un mal resumen. Y una equivocada concesión a la actualidad política de una ciudad, Madrid, que lo tiene todo para ser feliz, pero que vive hoy en día neciamente crispada.
No hay en los últimos años un solo viaje a París en el que, tarde o temprano, no termine cruzándome con el sempiterno clochard que está apostado a la puerta de la librería La Hune, en el boulevard Saint-Germain. Le hago aparecer en mi novela Doctor Pasavento, pero cuando le veo en París, no lo identifico con el personaje de mi libro. Y es más, espero que no se entere nunca de que aparece ahí. Y tampoco de que aparece aquí en este dietario. Me atrae irremediablemente su personalidad. No hay persona que salude más en París que este clochard, que hoy me ha hecho recordar a otros dos mendigos, también de estirpe intelectual. Uno es aquel del que hablaba a menudo Roberto Bolaño: un mendigo de Santiago de Chile que, en una esquina de la calle (hoy avenida) Ahumada, se declaraba nieto de Lev Tolstói y pedía limosna diciendo: «Miren dónde me ha dejado la Revolución Rusa.» El otro es aquel mendigo de Madrid que Unamuno veía siempre a la puerta de una iglesia y al que un día le preguntó por qué usaba siempre la misma queja salmodiada. «Por supuesto -replicó el viejo mendigo-, hay otras escuelas; quizás usted prefiera a los naturalistas.»
En el París del clochard de La Hune, numerosos preparativos para el centenario del nacimiento de Samuel Beckett, aquel escritor que cuando en la encuesta de un periódico le preguntaron por qué escribía dio la respuesta más breve, más «bonsái» de los cien interrogados; una fiase sin recurrir al verbo y con sólo tres sílabas: «Bon qu'à ça» («No sé hacer otra cosa»). Maldita la gracia que le harían a Beckett todos esos homenajes. Intuyo que acabarán convirtiéndose en algo que ya muy bien definiera el propio Beckett: «polvo de verbo».
Paseo melancólico por la rué de la Croix Nivert, donde en una esquina me encuentro con la tienda de pequeños arbustos Paris Bonsai. Es un comercio tan curioso como elegante. Lo observo largo rato, y luego sigo mi camino por la calle silenciosa. Me acuerdo de Bonsái, el sutil libro del chileno Alejandro Zambra, donde se nos dice que es mejor encerrarnos en nosotros que ver cómo crece un bonsái. Me pregunto si París en este viaje no se me está volviendo bonsái, bonsái puro.
La Travessera de Dalt, es decir, la Travesía del Mal, parece adentrarse en el desierto, tal vez en el desierto de los Tártaros. Aquí un día hubo cierta de idea de barrio, que ha quedado pulverizada. En los últimos años, todo ha quedado ya definitivamente desmembrado. Las tiendas de la Travesía (lado montaña), por su cercanía con el Parque Güell, han sufrido una grave transformación. Las mercerías y colmados han sido sustituidos drásticamente por tiendas de souvenirs y por horribles tiendas del Barça. Parece ese lado montaña un apéndice de las Ramblas. Como hace años que vivo aquí, he presenciado toda la increíble transformación. Antes no subía ni un turista a esta alejada zona de la ciudad de Barcelona. Pero el tiempo y el furor (inicialmente japonés) por el dragón del Parque Güell lo han cambiado todo. No hay un eje cálido que vertebre el barrio. De hecho, ya no hay barrio. Cruzar como peatón de un lado al otro de esa autopista a la que llaman Travessera significa armarse de valor. Ayer estampé mi firma, decidí unirme a esa «Asociación de Peatones ancianos y menos ancianos de la Travessera de Dalt» que ha comenzado a solicitar firmas para poder cruzar a pie, sin banderas blancas y como simples ciudadanos corrientes, la maligna Travesía. Aun así, creo que me gusta vivir aquí. Al menos en la Travesía no hemos de amurallarnos. No hay barrio, es cierto. Pero también es verdad que todavía no nos ha llegado, en su plenitud terrorífica, el miedo que se respira en la jungla urbana del centro de la ciudad.
«Uno se cansa de escribir bien» (Jules Renard).
Doy un vistazo a Diario de lecturas de Alberto Manguel: «Los libros que se apilan junto a mi cama parecen leerse por sí mismos mientras duermo.» Cuenta Manguel que cada día, antes de apagar la luz, siempre hojea uno de esos libros, lee un par de párrafos, lo deja y toma otro. Al cabo de pocos días, tiene la impresión de conocerlos todos.
En mi caso, no suelo tener libros en la mesa de noche, pero sí varios en una mesita del salón. Siempre acaban siendo leídos convenientemente. Anoto el autor y el título de alguno de los que hoy están en la mesita:
Giorgio Agamben, Profanaciones.
Cristina Fernández Cubas, Parientes pobres del diablo.
Laurence Sterne, Viaje sentimental.
Pierre Michon, Cuerpos del rey.
Julien Gracq, Leyendo escribiendo.
Sobresalto. Veo en la esquina de la Travesía del Mal con Verdi a tres críticos literarios (¡tres!), e inmediatamente, con un gesto instintivo, me oculto detrás de un camión. No tengo nada contra ellos, pero me oculto. También me escondería si fueran novelistas, bomberos, políticos o barrenderos. Cuando veo que los tres señores se alejan Verdi abajo, regreso andando a casa y, con cierta mala conciencia por haberles rehuido, les dedico un tiempo en mis pensamientos y me digo que la crítica siempre es necesaria e importante, aunque también es verdad que está más llamada a orientar al público que a los autores. «Ningún autor serio cree en la crítica, a menos que ésta sea elogiosa para él o contraria a sus colegas», decía Monterroso. Ironías aparte, si he de ser sincero, creo que la crítica se encuentra en el nivel más inferior de la literatura: como forma, casi siempre (hay brillantes excepciones, eso sí); y como valor moral, de una manera incontestable, pues viene después de los grandes trazados estructurales y de las noches sin dormir, que exigen cuando menos cierto esfuerzo de invención.
Pero no me he ocultado por eso. Sencillamente, es que hoy no estoy para nadie. Cuando llego a casa, noto que hoy no estoy especialmente sociable. Ni falta que hace, por otra parte, pues no encuentro a nadie en casa. Todo es triste. Pienso en aquello que escribiera Blanchot: «Cuando estoy solo, no estoy.» No estoy ni para este dietario. No sé si me encuentro bien.
Imagina Sergio Pitol en El mago de Viena a un escritor a quien ser demolido por la crítica no le amedrentaría: alguien que con seguridad sería atacado por la extravagante factura de su novela, caracterizado como un seguidor de la vanguardia, cuando la idea misma de la vanguardia sería para él un anacronismo; alguien que resistiría una tempestad de insultos, de ofensas insensatas, de dolosos anónimos. Dice Pitol que a ese escritor lo que de verdad le aterrorizaría sería que su novela suscitara el entusiasmo de algún comentarista tonto y generoso que pretendiera descifrar los enigmas planteados a lo largo del texto y los interpretara como una adhesión vergonzante al mundo que precisamente él detesta…
Mañana, a estas horas, si todo va bien, estaré en Alcalá de Henares viendo cómo el entrañable amigo recibe el Premio Cervantes. Y seguramente pensaré en esas líneas de El mago de Viena y en las líneas que les siguen, donde Pitol describe el perfil del tipo de escritor que admira y que habría querido ser (y que hoy en día es, aunque él parezca no darse cuenta): aquel que arriesga y busca nuevos retos para la literatura; aquel que carece de cualquier miedo al fracaso; aquel que sabe que lo esencial realmente en la escritura estriba en aprender a ir más allá de las palabras, bailar en el abismo y jugársela como se la juega el torero ante el mundo real de los cuernos del toro; aquel que al final ve cómo esa escritura suya que no teme a los críticos siembra la confusión entre los burócratas, políticos, trepadores, nacionalistas, pedantes y demás papanatas. Sergio Pitol. Un escritor que llega al Cervantes en su momento de mayor plenitud creativa. Un escritor que en estos últimos años ha nadado más que nunca contra la corriente. Por el placer de dejarse llevar.
Fui a Buenos Aires con la idea de desaparecer unos días y acabé hospitalizado en el Vall d'Hebron en Barcelona. No me han quedado muchas ganas ya de volver a intentar esfumarme en un hotel argentino. Lo curioso es que en Buenos Aires hasta me jacté de haberme hecho fuerte en mi hotel de la Recoleta y de no haber pisado las calles de la ciudad en ningún momento, salvo en las dos horas que dediqué a una intervención pública en la Feria del Libro. Sonrió el público cuando dije que me había convertido en una sombra y que, como el personaje de uno de mis libros, no me había movido del hotel desde que había llegado a la ciudad. Pero eso en realidad era tan sólo literatura al estilo del viaje alrededor de mi cuarto, ganas de encubrir una íntima realidad: me fatigaba hasta cuando caminaba por los pasillos de ese hotel.
Y aún no sabía lo peor: tenía una insuficiencia renal severa y estaba viajando hacia un estado de coma irreversible. Pero nada de esto sabía yo entonces y no llegué a saberlo hasta días después, hasta que regresé a Barcelona y me comporté como un sonámbulo en el Prat (un flujo úrico envenenado estaba llegando ya a mi cerebro y era incapaz de advertirlo) y contesté de esta forma tan extraña a los que me preguntaron por qué llegaba sin maleta:
– Mis lágrimas las dejé en el mármol.
Cuatro días enteros agazapado en el interior de ese hotel argentino jugando a esconderme y viendo siempre desde mi ventana (casi a modo de premonición de lo que iba a pasarme) un único y fúnebre paisaje: ciertas tumbas del vecino cementerio de la Recoleta, ciertos panteones de algunos próceres de la patria argentina. Flores sobre el mausoleo de Eva Perón. Una vista obsesiva, enfermiza, mortal. ¡Vaya viaje!
Me acuerdo de la vista obsesiva que tenía W. G. Sebald desde esa ventana de hospital de la que nos habla en el inicio de Los anillos de Saturno: «Justo después de que me ingresaran en mi habitación del octavo piso del hospital estuve sometido a la idea de que las distancias de Suffolk, que había recorrido el verano pasado, se habían contraído definitivamente en un único punto ciego y sordo. De hecho, desde mi postración, no podía verse del mundo más que un trozo de cielo incoloro enmarcado en la ventana.»
Sebald cuenta que a lo largo del día le asaltaba con frecuencia un deseo de cerciorarse (mediante una mirada desde la ventana del hospital cubierta extrañamente por una red negra) de que la realidad, tal como se temía, había desaparecido para siempre. Ese deseo, con la irrupción del crepúsculo, cobraba tal fuerza en Sebald que después de haber conseguido, medio de bruces y medio de costado, deslizarse por el borde de la cama hasta el suelo y alcanzar la pared a gatas, lograba incorporarse pese a los dolores que le producía, irguiéndose con esfuerzo contra el antepecho de la ventana. Como un Gregor Samsa o un escarabajo cualquiera.
En fin. En mi caso, tardé tres días en poder llegar por primera vez al punto ciego y sordo de mi ventana de la décima planta y desde allí, incrédulo, ver la vista -sorprendentemente llena de vida que se extendía desde el barrio del Vall d'Hebron hasta el mar. De modo que el mundo sigue ahí, me dije. Me pareció algo asombroso todo aquel hormigueo de gente que podía ver desde allí arriba cruzando febrilmente avenidas y calles: la misma enloquecida circulación humana que no se alteró cuando el joven de La condena de Kafka se arrojó desde la ventana de la casa paterna.
Pensé en lo lejos y en lo cerca al mismo tiempo que quedaban ya mi hotel de la Recoleta, las tumbas y mausoleos con sus flores funerarias, mis días peligrosos de desaparecido en ultramar.
Recuerdo que en los momentos en que lograba sentirme optimista acababa sospechando que el optimismo era también una enfermedad.
Al cuarto día pude empezar a leer algo. Pedí un libro de Sergio Pitol del que recordaba una frase que siempre me había llamado la atención: «Adoro los hospitales.» No recordaba cómo seguía el texto tras aquella chocante frase. Descubrí que lo que decía ahí Pitol no podía coincidir más con mi propia experiencia: «Adoro los hospitales. Me devuelven las seguridades de la niñez: todos los alimentos están junto a la cama a la hora precisa. Basta oprimir un timbre para que se presente una enfermera, ¡a veces hasta un médico! Me dan una pastilla y el dolor desaparece, me ponen una inyección y al momento me duermo, me traen el pato para que orine…»
De noche llegaba lo más duro. Mi dolencia se convertía en un punto más sordo y ciego que el de mi ventana a la vida y al mar. Recuerdo que en la última noche me dediqué a ahuyentar la angustia -una forma como otra de olvidarme de que estaba en un hospital- explorando la palabra hospitalidad. Y tuve la suerte de que el enfermero guineano del servicio nocturno me descubrió pensativo y, buscando apaciguar mi desazón, acudió en mi ayuda preguntándome en qué pensaba. Al decirle que meditaba sobre la palabra hospitalidad, entró en un largo silencio que rompió de pronto para decirme que no olvidara nunca que todo era relativo y que, por ejemplo, los franceses siempre habían tenido una gran fama de hospitalarios y sin embargo nadie se atrevía a entrar en sus casas. Me hizo reír y sentí cierto bienestar el resto de aquella noche. Pero al amanecer, con las primeras luces rosadas sobre el punto ciego y sordo de mi ventana del Vall d'Hebron, la angustia reapareció con fuerza inusitada y me quedé esperando un movimiento del aire, aunque fuera sólo uno, un solo movimiento del aire: sólo una prueba de que aún vivía y esperaba.
He cambiado de vida. Tal vez obligado por las circunstancias, pero el hecho es que he cambiado de vida. Me acuerdo de las advertencias que el 29 de julio de 2003 me enviara Bernardo Atxaga desde New Hampshire. Conservé su carta y ahora, releída en estos días de convalecencia, mi mirada reposa en ciertos consejos amistosos en los que me alertaba sobre los excesivos riesgos a los que sometíamos nuestras existencias. «Creo que ha llegado la hora de vivir un poco más atentamente», decía Atxaga en su carta. Y citaba a Nazim Himket, que en un breve e intenso texto comentaba que hay que tomar en serio el vivir, pues el vivir no admite bromas. Hay que saber -decía Himket- que la cosa más real y bella es vivir. Y no olvidar que vivir es nuestra tarea. Estemos donde estemos, hemos de vivir como si nunca hubiésemos de morir. Aunque, por ejemplo, nos queden unos minutos de vida hay que seguir riendo con el último chiste, mirando por la ventana para ver si el tiempo sigue lluvioso, esperando con impaciencia las últimas noticias de prensa.
No nos engañemos. Se enfriará este mundo, una estrella entre las estrellas y, por otra parte, una de las más pequeñas del universo, es decir, una gota brillante en el terciopelo azul. Se enfriará este mundo un día y se deslizará en la ciega tiniebla del infinito -ni como una bola de nieve, ni como una nube muerta-, como una nuez vacía. Creo que debemos tener en cuenta esto y amar al mundo en todo momento, amarlo tan conscientemente que podamos al final cada uno de nosotros decir: he vivido.
En los primeros días, tras el regreso a casa, mi relación con el mundo fue anómala. A modo de terrorífica lluvia mental que parecía seguirme desde que dejara el hospital, en los primeros días me dormía y despertaba sin ley (he dicho bien: sin ley); notaba que reaparecía en el universo pero inmediatamente me perdía en una extraña lluvia salvaje y sentía que mi espíritu no tenía la menor relación con lo cotidiano ni con la circulación de las estrellas.
Espero en el hospital del Vall d'Hebron en la sección de Radiología. Para entretenerme (es un decir, porque he elegido en casa el libro menos oportuno) me dedico a Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke, unos cuadernos que no son precisamente la alegría de la huerta. Leo sólo la primera página, el imponente inicio de esa obra maestra: «¿Es aquí pues donde la gente viene para vivir? Más bien diría que aquí se viene a morir. He salido. He visto: hospitales. He visto a un hombre que se tambaleaba y caía. La gente se agolpó a mi alrededor y me evitó así ver el resto. He visto a una mujer preñada. Se arrastraba pesadamente a lo largo de un muro cálido y alto, y se palpaba de vez en cuando, como para convencerse de que aún estaba allí…»
Había leído esa primera página ya muchas veces. Es una evidencia que la página dice la verdad sobre el mundo y sobre la famosa vida, aunque uno puede tardar años en reconocerlo, pues todos sabemos que podemos echarnos atrás ante los sufrimientos del mundo, y de hecho eso es lo que corresponde más a nuestra más íntima naturaleza. Pero, como dice Kafka, quizás precisamente ese echarte atrás es el único sufrimiento que podrías evitar.
jPero si ya sabemos que cuando muere alguien las cosas continúan existiendo, encantadoras e indiferentes: el sol, el fluir del agua, el susurro de las hojas mecidas por el viento! ¡Pero si ya sabemos que nada revela tanto la pérdida de un individuo como la continuación de la vida en el mundo, que se aleja cada vez más de los ojos que ya no lo pueden mirar!
Entonces, ¿cómo explicar tanto asombro, el otro día, ante la actitud de los bañistas de Lleida que continuaron bronceándose en una piscina pública a escasos metros del cadáver de un inmigrante ahogado? De no haber sido un inmigrante, creo que habría ocurrido lo mismo. La gente habría continuado allí, fuera el muerto de donde fuera. Un muerto es un muerto, y la vida es la vida y sigue, continúa existiendo, encantadora e indiferente. ¿No comentamos siempre en los entierros que debemos seguir viviendo?
El hecho es que el miércoles 14 de junio, hacia las tres de la tarde, unos bañistas seguían tomando el sol en una piscina municipal de Lleida en el barrio de Pardinyes, a pesar de encontrarse a pocos metros de ellos, y de forma bien visible, el cadáver del joven Nasry, de veintiún años y origen magrebí, muerto posiblemente por un corte de digestión. Al pobre Josep, que fue el socorrista que buscó desesperadamente salvarle la vida, se le acercó un bañista (cuando más desolado estaba por el fracaso de su inútil intento) y le pidió cambio de un euro. Otros, los pocos que decidieron marcharse de la piscina (seguramente se iban a comer, eran las tres de la tarde), pidieron que se les devolviera el dinero de la entrada.
Estamos ante un escándalo intolerable, de acuerdo, pero que no viene dado únicamente por la inmoral actitud de los bañistas, sino por algo más amplio. Yo diría que ese escándalo intolerable es el de la muerte misma. La muerte sí que es un escándalo. La muerte lesiona, hiere. Recuerdo que Claudio Magris ha hablado de «la herida misma de la muerte que no puede cerrarse y sigue escociendo y apestando el aire». Se pueden pensar todo tipo de cosas sobre ella, sobre la muerte, pero está claro que es imposible que logremos aminorar el escándalo que su famosa guadaña arrastra siempre consigo: la obscenidad absoluta del sufrimiento humano. Ante el fallecimiento de alguien querido (pero también debería sucedemos lo mismo ante el de un desconocido, por qué no) sentimos un estupor indecible y ese dolor de que todo continúe como antes, alejándose del que muere, la cruel indiferencia de todo sobrevivir…
Precisamente, el propio Magris comentaba en el verano de 1997, en su artículo periodístico «Foto de agosto», un suceso acontecido en la costa de Barcola, en Trieste. Un hombre se ahogó mientras estaba nadando en esa costa. En espera de ser evacuado, el cadáver quedó tumbado en la orilla y cubierto por una toalla. Una fotografía publicada por el periódico II Piccolo de Trieste mostraba el cuerpo sin vida en medio de los bañistas que, pegados los unos a los otros, como ocurre en las abarrotadas playas de verano, no se inmutaban lo más mínimo y continuaban bañándose, bronceándose, hinchando la colchoneta… Decía Magris que el muerto (que habría tenido que ser al menos durante cinco minutos protagonista de una tragedia y centro de atención y consternación) no pasaba de ser un personaje marginal, irrelevante en esa imagen de verano; los cuerpos en torno a él querían disfrutar del sol y el mar: y el suyo, que ya no podía disfrutar ni amar, quedaba apartado como un desecho. Las preguntas que a continuación se hacía Magris se parecen a las que sugiere el caso de la piscina de Lleida: ¿qué habrían podido hacer aquellos bañistas? ¿Levantarse, irse a casa, trasladarse unos cien metros más allá? «Desde luego, se podía, por ejemplo, rezar. Pero rezar en público es difícil: casi nadie se atreve. También la oración, como la carne, provoca escándalo.»
Concluye Magris que, en una humanidad fraterna y libre, esa fotografía de la playa triestina podría ser incluso una imagen positiva, la imagen de una solidaridad entre los vivos y los muertos: un intento de integrar a la muerte en el camino, como hace Eros, que no teme a la muerte porque sabe abrazarla. Pero en aquella orilla de la costa de Barcola, como en la piscina de Lleida, nadie abrazaba al muerto, sino que se procuraba no verlo. Creo que a veces nuestra vida está cada día más por debajo de la vida.
Hay un antes y un después de mi catarsis de semanas atrás. «Cuando algo concluye, uno debe pensar que empieza algo nuevo», recuerdo que me dije entonces. Y así ha sido. Al principio sabía lo que había perdido, pero no lo que podía comenzar. Avancé a tientas y lo que llegó fue la irrupción de cierto sentido de la calma aplicado a la vida. Llevaba demasiado tiempo con la impresión de que la organización del mundo me estaba arrojando cada día más a un futuro de creciente velocidad que me arrebataba el presente y me obligaba siempre a vivir en el futuro, en la vida que no existe.
Era como si viviera no para vivir, sino para ya estar muerto. Ahora todo tiene otro ritmo, vivo fuera ya de la vida que no existe. A veces me detengo a mirar el curso de las nubes, miro todo con curiosidad flemática de diarista voluble y paseante casual: sé que hago reír, pero ando yo caliente. Y cuando escribo en casa, me acuerdo de los días en que era muy joven y en esa misma mesa de siempre comencé a escribir y para mí hacerlo era apartarme, detenerme, demorarme, retroceder, deshacer, resistirme precisamente a esa carrera mortal, a esa frenética velocidad general en la que después acabé viéndome involucrado.
Al dejar por tres días Barcelona después de algunas semanas de recogimiento exagerado -pero en el fondo razonable, porque estoy pendiente de una operación que tendrá lugar el día 15-, me encuentro en el aeropuerto con un conocido que me comenta que si en los años ochenta se hablaba de «miedo a salir de noche», ahora en Cataluña, con tanto asalto a fincas, pisos y chalets, se habla de «miedo a dormir en casa». Hago como que entiendo muy bien de lo que me habla -no entiendo nada- y nos quedamos un rato charlando hasta que de pronto le interrumpo sádica y bruscamente, en el momento que menos él esperaba, y le digo que tengo que seguir mi camino, que va a Roma.
Volando ya hacia esa ciudad, pienso en Ennio Flaiano, genial autor de libros como Diario de los errores y guionista de Fellini en películas que marcaron mi vida, como I vitelloni. Ennio Flaiano nació junto al Adriático, en Pescara, la ciudad a la que me dirigiré por carretera cuando llegue a Roma. Me acuerdo de cuando, en un viaje en avión a Los Angeles, Flaiano anotó: «Volando, se realiza la máxima aspiración ancestral, la de la Ascensión. ¿Ascensión en primera clase o turística?»
En Roma, a pesar de encontrarnos tan sólo en primero de julio, la temperatura es de puro ferragosto y no se ve a nadie en las calles y las lujosas villas se encuentran cerradísimas en el barrio donde está Via Veneto y se rodó La dolce vita y al que he sido conducido por el taxista que me esperaba en el aeropuerto. Hacía tanto tiempo que no me asomaba al mundo que me da absolutamente igual que haga tanto calor y que en las calles no se vea a nadie. Me digo que Ennio Flaiano fue precisamente el guionista de esa película de Fellini y que no deja de ser una discreta casualidad que haya ido a parar a ese barrio. Pero ese barrio -como es obvio- no está sólo relacionado con Flaiano. Aparición fantasmal del fascismo en pleno ferragosto cuando el chófer me informa de que la casa donde me esperan para llevarme al Adriático había pertenecido al conde Ciano, el cuñado de Mussolini. La irrupción de sombras fascistas me hace recordar que en Pescara no sólo nació Ennio Flaiano (guionista también, por cierto, de La notte de Antonioni, otro de los films que marcaron mi vida), sino también el esteta y superlativo admirador de Venecia, vate agotador y descomunal fascista, Gabriele D’Annunzio, uno de cuyos primeros libros fue Le novelle della Pescara, relatos que sacaron del olvido a su perdida ciudad de la región de los Abruzzos, ciudad y región de las que huyó bien pronto.
Ya en Pescara, que es lo más opuesto que he visto nunca a Venecia, me entero de que la ciudad tiene fama de ser la más fea de Italia, algo fácilmente comprobable cuando se llega a la plaza Rinascita, chapucero espacio del que el alcalde de la ciudad (Luciano D’Alfonso, nombre d'annunziano) debe de estar muy orgulloso, pues en la gran lona que envuelve la estatua central firma unos augustos ripios. Allí mismo, para no seguir embruteciéndome demasiado, recurro rápidamente a la vida breve de un aforismo de Ennio Flaiano que siempre me ha gustado, pues parece el arranque de un buen guión para una película (con guión de Flaiano naturalmente): «A través del teléfono establece una conversación con una persona que resulta muerta.»
Otro aforismo de Flaiano: «El amor se nutre de pequeños puntos de contacto.» De vuelta en Roma, me pregunto qué he ido a hacer a Pescara. ¿Ha sido en realidad todo el viaje un breve homenaje a Ennio Flaiano? El aeropuerto romano es un caos porque alborotan los del Taxinazo. Hay huelga de los taxistas que se enfrentan al gobierno de Prodi por la liberalización de las licencias. Y me acuerdo de cuando Flaiano decía que vivir en Roma era un modo de perder la vida. Quedan lejos ya Pescara y Gaetano Rapagnetta, que es el auténtico nombre de DAnnunzio, de quien dicen que se volvió tan extremadamente esteticista debido a la repugnancia y vergüenza que le producía ese nombre. Es domingo día 2 de julio. En Italia -estamos en plenos Mundiales- no se habla más que de doblegar en fútbol a la orgullosa Alemania. Deseos de ser piel roja y volver cabalgando -muy rápido- a casa.
Tengo una táctica ante cualquier enemigo que pueda surgirme: cuando ataca, no me doy por enterado, practico la indiferencia, y pueden pasar años; no complazco al adversario respondiéndole y haciéndole propaganda, dejo que siga roído por la envidia, que siga en su ciénaga aspirando a ocupar mi lugar, ese estrado inalcanzable.
Cuando el enemigo se retira, le persigo. Cuando está fatigado o veo que el imbécil olvidó ya sus pullas, ataco. Despiadadamente.
«La ciencia no tiene objeto más que dentro de sí misma. La astronomía no resolverá nunca una cuestión estética o moral. Por la teoría de Copérnico, el hombre no va a ser mejor ni peor ni a tener más medios de vida ni a resolver un problema sentimental», escribía Pío Baroja en 1945. Era el mismo escritor y médico que en el 39, en pleno final de la guerra civil, había dicho que la ciencia maravillaba: no confortaba, no abrigaba, podía tener frutos amargos, y desabridos, pero le dejaba a él absorto y seducido. Ya en 1910, este literato de fuste (tan injustamente tenido por algunos como rancio inmovilista y retrógrado) decía que en la esfera religiosa, en la esfera moral, en la social, todo puede ser mentira, «nuestras verdades filosóficas y éticas pueden ser imaginaciones de una humanidad de cerebro enloquecido. La única verdad, la única seguridad es la de la ciencia, y a ésa tenemos que ir con una fe de ojos abiertos».
Todavía hoy me asombra este Baroja científico, lúcido creyente en algo que en la actualidad posiblemente aún le maravillaría más. Me pregunto qué pensaría ahora su fe de ojos abiertos acerca de los turbadores últimos avances de la ciencia.
Muchas veces en París, voy a la rué Vaugirard y hago como que busco ese Hotel Bretonne que una tarde de frío invierno busqué de verdad hasta que comprendí que había desaparecido: ese hotel de cuarto con cama empotrada en la pared y precaria mesa con tapete en la que en 1910 comenzó el exiliado Baroja a escribir El árbol de la ciencia, posiblemente su mejor novela. Sé que ya no está el hotel, que ya no lo encontraré, pero mi fe ciega en la ciencia me conduce a ir de nuevo a la rué Vaugirard y pasar por delante del humilde albergue barojiano y saludar a ese inmueble donde estuvo el hotel y que hoy es una casa de viviendas particulares. Es mi parisina forma de pensar en Baroja, de evocar su curiosa combinación de boina y ciencia.
En fin. Tras un paseo neurótico por los alrededores del Museo de la Ciencia de Barcelona (estoy pendiente de la inminente operación a la que mañana voy a ser sometido, lo que en cierta forma explicaría que me haya puesto a pensar e incluso a confiar en la ciencia) me digo que ni Jules Verne ni nadie: el verdadero científico es Franz Kafka. Nunca se encadena a ninguna verdad y, sin embargo, todo son verdades. Es inagotable. Se estrellan contra él todos quienes, al querer interpretarlo por un lado u otro, reducen la infinitud de su obra. Sólo le faltó decir que el verdadero saber consiste en medir la extensión de la ignorancia.
Anoche imaginé que volvía a los cines de arte y ensayo de mi juventud a ver las lentísimas y profundísimas películas de Ingmar Bergman, siempre marcadas por largos momentos en los que el silencio se apoderaba, hasta metafísicamente, de la pantalla. En mi juventud estuve viendo ese cine con un respeto enorme hasta que una noche uno de los amigos de la pandilla nos dijo a todos a la salida de una de aquellas películas tan profundas: «Tanto silencio para nada.»
Volvía a jugar al ajedrez en un pabellón anexo al colegio de los maristas del Paseo de Sant Joan. Fueron días de 1963 en los que me quedaba allí todas las tardes practicando aquella actividad inteligente en un intento de compensar y hasta de barrer el ciego polvo que todas las tardes levantábamos con el hermano Julio en el «patio de arena» del colegio con nuestras exhaustivas prácticas de gimnasia. En aquellos años, el olor a sudor olímpico comenzaba ya a despuntar en la línea del horizonte de la ciudad. Si bien era entonces impensable pensar que un día el turismo de masas acabaría convirtiéndonos a todos los barceloneses en camareros, ya se notaban los primeros movimientos atléticos de culto inculto al deporte. Jugar al ajedrez era como defenderse de cualquier invasión futura de atletas y turistas. Pero de nada sirvió aquello. Ahora, en estos días, tengo la impresión de que millones de turistas analfabetos observan nuestros movimientos en el circo de arena.
Volvía a fumar y lo hacía sin remordimiento alguno porque sabía que un día dejaría de fumar y me recuperaría. Fumaba sin límites y escribir era para mí un acto complementario del placer de fumar. Escribía sobre alguien que se regía por el principio de no fumar jamás mientras dormía, pero el resto del día fumaba; alguien para quien el humo era el sueño del fuego. Era yo, que por fin volvía a ser yo mismo. Yo, que estos días estoy volviendo a ser el que era, estoy regresando poco a poco a la vida, como si despertara de un desvanecimiento. Hasta me he disculpado ante mis superiores y, en uno de mis rodeos humorísticos, he alegado un pequeño desmayo de varias semanas.
Volvía a escribir mi libro más conocido y lo hacía deliberadamente sin el menor nervio, para no caer en el riesgo, por remoto que fuera, de pasar a los anales (palabra horrible) de la historia de la literatura.
Volvía a enamorarme de mi primer amor y volvía a perderlo cuando un amigo me advertía que, cuando la mujer tiene virtudes masculinas, es para salir corriendo y, cuando no las tiene, es ella misma la que se larga enseguida.
Volvía a ser joven y leía por primera vez el poema «No volveré a ser joven», de Jaime Gil de Biedma. Y volvía a tener veintitantos años y a ver a escritores mayores que me impresionaban porque parecían vencidos, derrotados; se Ies notaba apáticos y parecía que no se interesaran por nada. No hace mucho, supe que de joven Paul Auster había tenido con los escritores mayores impresiones parecidas y que ahora que ha envejecido se ha dado cuenta de lo que les pasaba a aquellos viejos: sentían que nadie iba a ser capaz de cambiarlos, que no vendría ningún jovencito a descubrirles nada.
Volvía a esa duodécima planta a la que acudo cada tarde para una inyección intravenosa dentro de un tratamiento que intenta liquidar una bacteria hasta hoy única y desconocida -la olopdrysdizina- que me ha sido imposible liquidar por vía oral.
Esa duodécima planta no puede ser más extraña, es la extrañeza misma. Hay un cartel muy visible que advierte:
Se admiten conductas positivas.
No se admiten actitudes que induzcan al desánimo.
A simple vista, por la forma de sus sillones, la planta entera parece una peluquería de señoras, un salón de belleza. Los enfermos no son muchos, una minoría selecta. Aunque es bien sabido que en una minoría selecta hay una mayoría de imbéciles, mi duodécima planta debe de ser el único lugar del mundo donde no se da ese caso. Las conversaciones que de sillón a sillón tienen los enfermos son exquisitas -me recuerdan algunos diálogos de Perorata del apestado, de Bufalino-, son de una inteligencia sorprendente, y se diría que están dando la espalda a la ciudad de los atletas y los turistas. Cada día analizan en la enfermería anexa si sigo albergando la no menos exquisita olopdrysdizina y cada día imploro a los dioses que no me obliguen demasiado pronto a regresar de lleno a la pavorosa realidad de la ciudad olímpica.
Y es que ningún escritor es bueno hasta que aprende a corregir. Pero atención: tampoco corregir es tan fácil como a primera vista pueda pensarse. Recuerdo que el pintor Delacroix solía decir que hay dos cosas que la experiencia debe aprender: la primera es que hay que corregir mucho; la segunda es que no hay que corregir demasiado.
Uno no empieza por tener algo de lo que escribir y entonces escribe sobre ello. Es el proceso de escribir propiamente dicho el que permite al autor descubrir lo que quiere decir. En ocasiones lo que quiere decir es que el silencio que viene del techo es un silencio diferente, no un silencio ahogado, no el silencio de lo vacío, sino el silencio de lo que está lleno, por no decir repleto.
Adivinar el futuro del libro ante la supuesta amenaza digital es como especular con el resultado que obtendrá el domingo tu equipo favorito. No puedes saberlo, no tienes ni idea y mejor que no la tengas, porque si tu equipo, por ejemplo, va a perder por goleada, es inútil que lo preveas, porque no podrás hacer nada por él, nada por evitar la catástrofe. De modo que lo mejor es no molestarse demasiado especulando. Después de todo, ocurrirá lo que haya de ocurrir. Es más, en realidad el futuro digital del libro ya está escrito, y no creo que en su escritura haya participado yo ni vaya a hacerlo.
Me acuerdo ahora de que alguien, hará unas semanas, sin permiso alguno, escaneó y colgó entera en la Red una novela mía, editada en Barcelona hacía ya siete años. Pasada la inicial sorpresa y las consiguientes dudas sobre si debía indignarme ante un hecho como aquél, reaccioné tomándolo todo por el lado más pragmático. Recordé que cuando escribí aquel libro, aún no tenía ordenador y, por tanto, nunca había tenido ese libro guardado en mi disco duro. Me pareció de pronto muy útil tener colgada allí esa novela, porque a veces copio fragmentos de mis propios libros para ilustrar alguna respuesta en alguna entrevista hecha por e-mail. Se trata sólo de una forma de ganar tiempo. A veces, si la pregunta es, como de costumbre, claramente redundante y se interesa por saber algo que la obra escrita explica de forma suficiente, copio directamente el fragmento aquel donde eso se explica. Y es que me siento cercano a quienes, como John Updike, están convencidos de que la obra escrita habla por sí misma y se encuentran incómodos cuando se ven empujados a la fastidiosa promoción del producto, a ejercer de anuncios andantes y parlantes de sus libros.
Como se ve, supe encontrar el lado útil de la espinosa cuestión de ver pirateada en la Red mi novela, y creo que de algún modo, con esa espontánea reacción y casi de forma inconsciente, tomé una posición personal ante el dilema que afecta al libro por venir. Y es que puede ocurrir que las grandes cuestiones mundiales se resuelvan a veces de la forma más insólita, se resuelvan discretamente en nuestros domicilios, meditando sin tensiones sobre el asunto, desdramatizándolo mientras, por ejemplo, distraídamente nos disponemos a plagiar en la Red un fragmento nuestro, es decir, a asestarle secretamente en privado el golpe de gracia a nuestra propia autoría.
Tenemos derecho a ello, aunque creamos al mismo tiempo, como John Updike, en la necesidad de valorar y cultivar nuestra individualidad, aunque sigamos teniendo fe en los libreros independientes que civilizan sus barrios, aunque sigamos pensando que el libro no es nada sino es «un lugar de encuentro, en silencio, entre dos mentes, en el que una sigue los pasos de la otra, pero es invitada a imaginar…», aunque siga turbándonos la insustituible y conmovedora relación que existe entre lector y autor.
El discurso de John Updike a los libreros en la convención Book Expo, su encendida glosa a la individualidad, me remite inmediatamente a Witold Gombrowicz cuando, nadando a contracorriente, decía en 1954: «Es necesario restablecer el equilibrio. En nuestros días, la corriente de pensamiento más moderna será la que redescubra al individuo.» Nada tenía Gombrowicz contra el pensamiento colectivo, y menos aún contra la humanidad, pero consideraba necesario restablecer el equilibrio perdido. El texto de Kevin Kelly que ha desencadenado los comentarios de Updike me ha recordado, por su parte, a unos jóvenes amigos estalinistas de la universidad que estaban obsesionados con la idea de aniquilar todo trazo de una posible autoría artística. Tenían algo -o mucho de comisarios políticos y perseguían con verdadera ferocidad, no sólo a los autores consagrados, sino a aquellos jóvenes de su propio medio que despuntaban con una inteligencia artística claramente superior a la suya.
«Es que tú pretendes ser un autor» era la pintoresca acusación que les había oído decenas de veces. Desahogaban su falta de talento invocando teorías marxistas y reprimiendo con ellas a todo posible embrión de autor. Tenían algo -o mucho- de Kevin Kelly, el hombre que tanto ha alarmado a Updike con su tesis sobre la gloriosa digitalización de todo el saber escrito y la desaparición de los autores en aras de un único libro universal, de un flujo de palabras prácticamente infinito al que se accederá mediante Google: una deformación grotesca de la biblioteca universal que imaginara Borges y que en manos de Kelly se convierte en un espeluznante libro de arena, que a buen seguro provocaría el sarcasmo del escritor argentino. Lo cierto es que si todo eso de lo que habla Kelly llega algún día, estamos perdidos. Pero lo estaremos igual cuando llegue. Y nadie, por otra parte, va a enterarse, porque estará escrito en la arena. En cualquier caso, mientras los libros sigan teniendo rugosos o lisos lomos, habrá vida en la playa y seguiremos buscando cínicamente, lejos de nuestros privados delitos contra la autoría, ese estilo que llega al fondo de las cosas, ese estilo que contiene las desdichadas formas de la individualidad, de la libertad, de la independencia, acaso también de la maestría.
Regreso a Barcelona después de una breve estancia en Segovia.
Volver con la frente marchita a tu pequeño país, que con las lluvias de otoño se inunda todos los septiembres con una fatalidad adorable. Y caminar de nuevo por la ciudad natal, donde, cuando crees reconocer a alguien por la calle, tienes un momento de pánico.
He revisado el encontronazo en televisión, hacia 1980, de Catherine Ringer con Serge Gainsbourg. Lo primero que se ve allí es a Ringer, cantante del dúo Les Rita Mitsouko y moderna de nuevo cuño, sentada junto a un moderno consolidado, el voluble Gainsbourg. No tarda en producirse el previsible choque, tal vez generacional. Ringer, con afán de épater al moderno consolidado, contó que había trabajado en películas porno y fue interrumpida por un despectivo Gainsbourg que le dijo que eso era simplemente hacer de puta y no podía ser más vomitivo. Se atascó un buen rato la conversación ahí, porque Ringer (artista genial que me descubriera Sergi Pámies el invierno pasado) se negó a aceptar que ser actriz porno fuera repugnante y ella una puta. Gainsbourg insistió en que ser puta era nauseabundo. Ringer dijo entonces que precisamente el asqueroso era él, pero acabó aceptando, con una media sonrisa, que su pasado era repugnante. «De todos modos», se excusó Ringer, «mi trabajo forma parte de la aventura moderna.» Y ahí es donde se reveló y revolucionó todo, y el momento acabó siendo memorable.
– ¡Ah, no! -dijo un exaltado Gainsbourg-. La aventura moderna no es repugnante. Nosotros tenemos ética.
Si Rimbaud en el siglo XIX sembró en Francia la esencia del ser moderno, Gainsbourg, en la misma Francia, señaló el fin del «todo vale», marcó los límites morales de la vanguardia y dio la primera patada a la modernidad sin ética. Un momento histórico.
Jane Birkin, arrastrada por su perrito, pasando a toda velocidad, de incógnito, frente al Café Bonaparte. Es un recuerdo reciente. Hace quince días, estaba sentado con Bryce Echenique en París, en la terraza del Café Bonaparte, cuando vimos pasar a una espigada, guapísima, misteriosa Jane Birkin, que caminaba o volaba, arrastrada por la velocidad de su encadenado perrito. Fue una feliz fugaz visión de Birkin, toda una artista verdadera. Y recordé que ella siempre fue la artífice de la reconciliación entre su marido y Ringer, a la que dedicó palabras amables: «Me parece una maravillosa intérprete. Los verdaderos fans de Gainsbourg la aprecian tanto como yo.»
Nunca olvidaré el corredor de Saknussemm, en Islandia, por el que viajé fascinado y aterrado en días esenciales de mi infancia, y menos aún el volcán Sneffels, cuyo cráter -según nos descubriera Verne en Viaje al centro de la Tierra- era la puerta de ese corredor, como tampoco se borrarán de mi mente nunca las lecciones de abismo que el profesor Otto Lidenbrock le daba a su joven sobrino Axel, que, intrigado y temeroso, se inclinaba sobre la chimenea central del volcán islandés y se daba cuenta de que una sensación de vacío se estaba apoderando de todo su ser. Sintiendo el pobre Axel que estaba abandonando el centro de gravedad y enajenándose de vértigo, pensaba: «Nada más embriagador que la atracción del abismo.»
Esa atracción yo creo que Jules Verne la había registrado ya muy temprano en su propia vida, pero también en su admirado Poe y muy concretamente en un relato de éste, El demonio de la perversidad, donde un personaje al borde de un precipicio mira el abismo y siente malestar y vértigo y también atracción y reflexiona: «Porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoníaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él.»
Tanto esas lecciones de abismo del profesor y geólogo Otto Lidenbrock como el profundo impulso de vértigo del personaje de Poe, me persiguieron en mi primera juventud, y digamos que muy pronto trocaron mi fascinación por el vacío en una irremediable fascinación -ya para toda la vida- por el misterio de los volcanes, tanto por los reales como por los inventados, con preferencia por estos últimos, que se me presentaban más huecos que todos los otros juntos. Sobre mis volcanes inventados -que ahora creo recobrar en la obra de mi admirado Vicente Rojo, que de un tiempo a esta parte trabaja en hondos volcanes imaginarios- debo decir que constituyeron muchas veces la geografía de un sueño muy recurrente en días ya lejanos, un sueño que consistía en un viaje completo al interior del globo terráqueo, un viaje a un interior que siempre se me aparecía iluminado eléctricamente. Era un periplo que se iniciaba normalmente cuando ingresaba por el cráter perfectamente circular de un volcán que coronaba severamente el triángulo, también perfecto, de la propia montaña o pirámide: un cráter de un extremado color abismo que parecía iluminar con fuerza la vasta iluminación eléctrica del centro del mundo, un centro que -dicho sea de paso- está normalmente en todos nosotros y al que hay que descender a través del círculo craneal -real o inventado, como uno prefiera- de nuestro cerebro abismal.
Fueron precisamente ciertas partículas volcánicas de ese círculo craneal las que, en días de extrema juventud, engendraron en mí cierto deseo de mimetismo que se centró muy especialmente en el volcán Tängri, de la novela El mar de las Sirtes, de Julien Gracq: una montaña salida del mar, un cono blanco y nevado flotando como un alba lunar sobre un tenue velo morado que lo despegaba del horizonte. Durante un largo tiempo, estuve convencido de que yo era el propio Tängri y de que encarnaba el núcleo vivo -su cráter nevado- de esa montaña. Todavía hoy en día mi obsesión existencial es mimetizarme en volcán Tängri, constantemente. Es más, creo ser, al igual que esa montaña, un triángulo de fuerza eléctrica de delirio onírico. Todo esto es más razonable de lo que pueda parecer a primera vista. En el fondo, los volcanes, reales o inventados, no son más que la búsqueda del origen, del comienzo de la vida y del arte. Un volcán resume mejor que nada la contradicción entre la belleza y el dolor. Un volcán es el origen y es también geometría de la erupción, mezcla entre la atracción y el rechazo. En un volcán inventado estará siempre el origen de mis lecciones de abismo con el profesor Lidenbrock y la configuración idónea de mi encarnación del Tängri. ¿Cuántas veces habré descendido por esa profunda y ancha grieta que atraviesa las paredes laterales de ambos flancos de un Tängri en el que brota un resplandor rojo, que de pronto trepa en una repentina llamarada y más tarde se extingue abajo, en la oscuridad? Desde esos abismos sube un rumor y una conmoción, como de planchas enormes que golpearan y trabajaran… Es el arte, es la grieta del destino.
Ha muerto Daniel Emilfork. «Murió de vejez y de soledad», me ha escrito su amiga Valérie Lang al anunciarme hoy su muerte. Actor francés de origen chileno, fue intérprete en películas de Polanski, Fellini y muchos otros, y también un gran actor shakespeariano. Se decía de él que era «el hombre más feo del mundo», y la verdad es que este actor de una bondad infinita había hecho merecimientos para parecerlo, pero sus padres eran judíos de Ucrania, que a su vez procedían de Etiopía, donde el concepto de belleza seguro que era y sigue siendo distinto.
Fue un gran actor en tiempo de prodigios. Supe de su existencia hace años cuando en el avión de vuelta de un viaje a Chile leí una entrevista con aquel chileno parisino o chileno emparisado (que diría Jorge Edwards), y sus declaraciones me inspiraron un personaje de El mal de Montano, la novela que estaba entonces escribiendo. Surgió de allí la figura de Tongoy, «el hombre más feo del mundo». Contaba Emilfork en aquella entrevista que, siendo aún muy niño, una amiga de su madre le había dado a entender que él era muy feo y un perfecto vampirito. «¿Soy feo, mamá?», le preguntó a su madre, ya en casa, el pequeño Emilfork, muy preocupado. «Sólo en Chile», le respondió su madre.
Con la previa mediación de la actriz Valérie Lang, le visité una tarde de invierno del año pasado en París. Siempre impresiona visitar a un personaje que en ocasiones has considerado tuyo. Quiero decir que impresiona verle convertido en una persona de la vida real.
Resultó ser un hombre entrañable, de gran elegancia moral. No sabíamos de qué hablar, pero estuvo todo muy bien. Recuerdo que, al atardecer, en la austera casa de Montmartre, pasamos a hablar en voz cada vez más baja a medida que la luz se iba. Y que todo eso creó un clima de bella y extraña felicidad, que ya en el momento de vivirlo parecía estar yo viviéndolo exclusivamente para el recuerdo.
Leo con pena el artículo de opinión de un colega que durante años, en vista de que no tenía la recepción crítica que esperaba, buscó y logró la ayuda de grandes nombres de la literatura para que hablaran bien de sus libros. Al leerlo, me doy cuenta de que han pasado los años y, a pesar de las frases elogiosas que le dedicaran esos grandes hombres literarios, la obra de mi colega sigue siendo mala, de baja intensidad. De nada le ha servido la protección de los grandes nombres. Ahora él mismo puede ver que le habría resultado más rentable emplear su tiempo en escribir mejor que en coleccionar frases rimbombantes de algunos figurones. Al reflexionar acerca de esto, me viene a la memoria algo que dijo Jules Renard en su impagable Diario: «Hay grandes escritores y escritores buenos. ¡Seamos de los buenos!»
A veces, el humor se revela como el único sentido del universo. Y es que el famoso vacío cósmico no es tan inmenso si descubrimos que tiene en el humor un inquilino perpetuo. En ciertas ocasiones, el humor se revela pavorosamente como el único sentido de la ciencia. El telescopio espacial Spitzer, por ejemplo, ha medido por primera vez las temperaturas diurna y nocturna de un planeta extrasolar y, al parecer, las temperaturas allí son extremadamente altas en un lado del planeta y extremadamente frías en el otro. Todos los teletipos han propagado la noticia. Gran descubrimiento, pero me pregunto si valía la pena tanto ruido para semejantes nueces. Sin ir más lejos, se puede decir lo mismo de la Cataluña de las últimas semanas. Mientras en el Valle de Arán las nevadas eran importantes, en
L'Ametlla de Mar continuaba el ardor del inconsciente verano.
He llegado hasta el poeta Charles Simic, autor de Hotel Insomnio, gracias a un artículo de Martín López-Vega en el que se decía que «es muy posible que no haya en la poesía norteamericana de hoy, a excepción de John Ashbery (de quien no es exagerado decir que es a la poesía de la segunda mitad del siglo XX lo que Eliot fue a la primera), poeta más relevante que Charles Simic».
Buscar libros de este autor traducidos al español significa, en el momento de escribir esto, ir a la caza sólo de dos títulos: El mundo no se acaba, con traducción y prólogo de Mario Lucarda, y Desmontando el silencio, antología preparada por Jordi Doce. Simic nació en Belgrado en 1938 y vive desde el 49 en Estados Unidos. Es un yugoslavo de Chicago. «Querido Friedrich, el mundo todavía es falso, cruel y bello…» Enlaza filosofía con poesía y maneja técnicas simbolistas y surrealistas en admirables poemas, donde se concilia tradición y vanguardismo. Un soberano equilibrio. Simic es un maestro cuando inserta en su poesía imágenes de raíz surrealista en el contexto de un poema realista y ofrece una versión de la realidad que, como escribe López-Vega, «podría compararse con un tapiz de aire medieval hecho a medias por Joseph Cornell y El Bosco, tejido, eso sí, con hilo telefónico».
Algunos amigos son terriblemente imprevisibles. Raúl Escari, por ejemplo. Fuimos muy amigos en los días que viví en París. Regresó a Argentina hace unos años. Cuando en abril pasado estuve en Buenos Aires, vino a verme al hotel cercano a la plaza de la Recoleta y lo hizo con el manuscrito de su autobiografía. Hasta aquí digamos que todo normal. Pero con Escari nada suele ser nunca normal. No sé si porque fue el inventor de eslóganes del Mayo francés (uno de ellos era nada menos que aquel que hablaba de pedir lo imposible a la vida), pero el hecho es que en la recepción del hotel aún recuerdan que les entregó el manuscrito de su autobiografía y les encargó que lo fotocopiaran para que yo pudiera leerlo. Fue como confundir recepción con la barra de un bar y, en lugar de las llaves, pedir un whisky. En vano le explicaron que había una casa de fotocopias cruzando la calle. No sé cómo lo hizo, pero insistió con gracia y consiguió lo imposible, y se marchó de allí habiéndome dado copia de su manuscrito.
En su autobiografía habla de Roland Barthes, Copi, Marguerite Duras, William S. Burroughs, Severo Sarduy y otros amigos suyos de los días de París. La acaba de publicar en Buenos Aires con el título de Dos relatos porteños. En una entrevista en Página 12 le han preguntado si es verdad que se fumó las cenizas de su amante y amigo Copi. Para Escari el episodio tiene su gracia y su efectismo, pero no refleja lo que ha querido hacer en su libro. El caso es que en la entrevista cuenta que al día siguiente de que incineraran a Copi, los tres amigos más cercanos del escritor -Michel Cressole, Guy Hocquenghem y él mismo- fueron en París a la casa de la China, que era como llamaban a la madre de Copi: «Sobre la mesa estaba la cajita con la marihuana. La madre hacía poco que había llegado y hablaba mal francés. Y se había pasado cuidando a Copi en el hospital, ella no dormía, debía de estar muy cansada. Michel, que era el más atrevido, le dijo: «China, ¿podemos hacer una pipa de hasch?» «Bueno», dijo ella. Fumamos. Después, Michel agarró la cajita y le dijo: «¿Usted puso las cenizas de Copi aquí?» Y ella le contestó que sí. Tiempo después, Michel me dijo: «¿Te acordás cuando nos fumamos las cenizas de Copi?» Yo no me acordaba, ni estoy seguro.»
Otro amigo, Ednodio Quintero, llama por teléfono y me suelta de golpe: «Tokio no mata.» Un breve silencio. «¡Ah!», digo. Escucho de fondo el ruido de un ferrocarril que pasa. Y no tardo en enterarme de que es un tren nipón que cruza por una barriada oriental de Tokio desde la que mi amigo me llama. Sabía que Ednodio estaba viviendo en Japón, pero no esperaba que me llamara desde allí. Cuando vivía en Mérida, en su bella ciudad venezolana, no llamaba nunca. Ednodio pasa a hablarme de dentaduras. Me cuenta que una moda juvenil en Tokio consiste en exhibir unos dientes bien feos. Muchas chicas se compran dientes de vampiros para estar horrendas y más al día. También está de moda allí ir a las fiestas con una maleta. Se hace en Tokio mucha vida en la calle, y la maleta ha cobrado un carácter casi de necesidad. La ciudad, según Ednodio, está llena de gente que lleva su casa/maleta encima porque, por las distancias y otros ajetreos, no pueden regresar a veces fácilmente a sus lejanos hogares. No hay que ver todo esto con ojos de susto, trata de explicarme Ednodio. Un breve silencio entre Tokio y Barcelona. «Tokio no mata», vuelve a decirme, y se despide.
El amigo Gonzalo M. Tavares ha fundado un barrio portátil, un maravilloso Chiado literario -que jamás arderádonde compran el pan y toman el aperitivo el señor Valéry, el señor Juarroz, el señor Walser, el señor Henri (Michaux), el señor Calvino, el señor Brecht y otros.
Tavares ha ido a Madrid a presentar dos de sus libros, El señor Valéry y Un hombre: Klaus Klump. Me han dicho que ha evocado en público cómo nació nuestra amistad: cantando los dos a voz en cuello en Parati, Brasil, Quisiera tener un millón de amigos. Tavares publica un promedio de siete libros al año y es muy ingenioso y triunfará, eso es.algo que se ve venir. Hasta me extraña que los editores españoles no le hubieran percibido y traducido antes. Su barrio de los señores Brecht y compañía, que compran el pan y toman el aperitivo, es de una originalidad importante. De momento, a España sólo ha llegado el señor Valéry, pero los demás ya tienen la maleta, seguramente japonesa, preparada.
«Nosotros, siempre nosotros… más algunos amigos» (Roland Barthes).
Si no recuerdo mal, Barthes también decía que así como se puede descomponer el gusto del té, aparentemente tan especial, en unos cuantos elementos cuya sutil combinación produce toda la identidad de la sustancia, asimismo la identidad de cada amigo, lo que le convierte en amable, depende de una combinación delicadamente sofisticada y, por ello, absolutamente original, de rasgos mínimos reunidos en escenas fugitivas, día a día. Cada uno despliega ante nosotros la escenificación brillante de su originalidad. Mañana voy a Praga, donde veré al escritor Iñaki Abad, un amigo de Nápoles que vive en la ciudad de Kafka desde hace tres años y con el que siempre hay conversaciones para el recuerdo. Como no leerá estas líneas, no sabrá que será con él con quien haga mi primera prueba de fuego o experimento de investigación del estado actual de mis amistades: tratar de cazar la esencia de la diariamente renovada originalidad de cada uno de mis amigos, y festejarlo luego con los pequeños ritos de la amistad.
He visitado una iglesia de Praga y no he tardado en salir de ella con desgana, como si fuera hubiera otra iglesia igual, adosada a la puerta de la anterior. Pero fuera sólo he visto la silueta de una muchacha con un viejo abrigo verde que, con los brazos alzados y en posiciones distintas, se ha vuelto hacia una niebla densísima para penetrar en ella.
¿Qué pensaría Kafka si viera esto? Tan imaginativo como era, no pudo llegar ni a sospechar que se convertiría en una enseña turística de Praga formando parte de un horrendo, grotesco, gigantesco marketing. ¿Cuál era, por cierto, su relación con el dinero? Recuerdo el viaje de negocios que a principios de enero de 1911 realizara a las poblaciones de Friedland y Reichenberg, que darían lugar a muchas anotaciones en su diario. En una de sus notas de viaje cuenta que en Friedland, lugar muy aburrido, había una única diversión: el Kaiserpanorama (o paisaje del Emperador), que venía a ser un cilindro de madera de unos cinco metros de diámetro, a cuyo alrededor 25 espectadores se sentaban para admirar a través de unas ventanillas perspectivas exóticas o sucesos de actualidad. Poco podía imaginar Kafka, en ese viaje de negocios de 1911, que un día la ciudad de Praga se convertiría toda ella en un gigantesco Kafkapanorama.
Voy andando por Praga con paso veloz, mi cuerpo levemente doblado, la cabeza un poco inclinada, ondeando como si ráfagas de viento me arrastrasen a uno y otro lado de la acera. Llevo las manos cruzadas a la espalda, y mi zancada es larga. Sé algo de lo que los otros hombres nada saben, y me domina una calma tenaz: un vacío mortal, aunque optimista, porque voy hacia el Café Kubista. ¿O voy al Slavia? De entre los que conozco, son los dos cafés más acogedores de la ciudad.
Como he llegado a Praga en un martes 14 de noviembre, siento curiosidad por ver qué hacía Kafka en esta misma fecha de otro año, y busco en sus Diarios. Veo que en 1911 el día 14 de noviembre también cayó en martes, y Kafka se despertó en Praga en la fría mañana de otoño, con luz amarillenta: «Traspasar la ventana casi cerrada, y todavía delante de los cristales, antes de la caída, flotar, con los brazos extendidos, el vientre abombado y las piernas dobladas hacia atrás, como los mascarones de proa de los barcos de tiempos antiguos.»
Con el placer propio del explorador que descubre algo, tengo la impresión de que este fragmento anuncia el comienzo de La metamorfosis, que sería escrita en noviembre de 1912, es decir, exactamente un año después. En ese despertar de Kafka de aquel 14 de noviembre de 1911 ya están ahí el famoso vientre abombado y la ventana por la que Gregor Samsa, convertido en un escarabajo, acabará escapando de la cárcel familiar. Porque el vientre abombado reaparecería al cabo de un año en el célebre arranque matinal: «Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo (…) estaba tumbado sobre su espalda dura y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado…»
¿Y el 14 de noviembre de 1906? ¿Por dónde andaba Kafka hoy hace exactamente cien años? Llevaba un mes de prácticas como abogado en los juzgados de Praga y veía muy a menudo a «los señores del tribunal». Decido ir a ver esos juzgados que están en la calle Celetná, y un amigo me acompaña, y por el camino me acuerdo de Claudio Magris, que esta noche precisamente se encuentra en Barcelona, al lado mismo de mi casa y entre amigos comunes, presentando A ciegas, su último libro. Yo estoy en Praga, como si ése fuera mi destino más habitual. A las puertas del hoy
Tribunal Civil Regional, en la calle Celetná esquina Ovocny, me viene a la memoria el discurso que le escuché a Magris, hace unos meses en Madrid, acerca de las relaciones entre literatura y derecho. Y recuerdo tanto sus palabras que hasta recuerdo que acabó diciendo que los antiguos, que lo comprendieron casi todo, sabían que podía existir poesía en el acto de legislar: «No por casualidad muchos mitos dicen que los poetas fueron, también, los primeros legisladores.»
Salgo muy tarde del restaurante de Emy Destinnové en la calle Katerinská y, cuando emprendo el camino de retirada al hotel, me acuerdo entre la bruma de que, como sugieren los poetas de esta ciudad, todavía hoy, cada madrugada, Franz Kafka vuelve a su casa de la calle Celetná, con su traje negro y su bombín, dando brincos ágiles sobre los guijarros. Y por un momento imagino que no es con el escritor con quien voy a cruzarme, sino con el Golem, hombre artificial de barro, y personaje clave de la Praga de los misterios. Sé cómo puedo destruirlo y que el fantoche del Golem vuelva a ser un amasijo de blando barro. Pero no me encuentro con nadie, sólo con un gato que podría llamarse Murakami y que desaparece, tal como ha aparecido, de la forma más inesperada. El gato tiene conmigo la misma relación que la ciudad tiene, desde siglos, con la familiar niebla.
Seguimos todavía en los tiempos de Tricky Dick. Puente de la Constitución y espectaculares colas en los aeropuertos españoles por el control de los peligrosos dentífricos y desodorantes. Lo malo es que la norma que prohíbe embarcar con líquido en los aviones no la podemos impugnar los ciudadanos. Y es que dicha norma nunca ha sido publicada, con lo cual nosotros no podemos verificar o, en su caso, impugnar su aplicación, al no tener derecho a conocer su contenido. Vivimos en el mundo de las normas invisibles. Quien haya leído El proceso de Kafka, sabrá que la situación es exacta a la de esa novela. Estamos ante una norma etérea. ¿Por qué es secreta? Según Jacques Barrot, comisario europeo de Transportes, hacerla pública «iría en detrimento de la eficacia de las disposiciones de seguridad si los terroristas pudieran obtener información detallada, de las medidas adoptadas en los aeropuertos». Pero Io único que nosotros vemos es que los terroristas van infiltrando polonio y nuestras familias cruzan las aduanas manos arriba con el dentífrico en la boca.
El polonio me recuerda que en octubre de 2000 escribía Tomás Eloy Martínez, a la vista de las elecciones norteamericanas: «Los dos candidatos son grises y tal vez pesen menos que una pluma en la historia de este siglo. Aquel que sea elegido podrá sin embargo torcer el cuello de la historia en cualquier dirección. Y eso los vuelve, en potencia, más imponentes y temibles de lo que son.» El paso del tiempo suele modificar el sentido de los comentarios políticos que leemos. En el caso que nos ocupa se ve que, como es lógico, el comentarista no podía ni imaginar la catastrófica política de Bush con su intervención en Irak. Acierta, en cambio, cuando intuye que el gris presidente elegido torcerá el cuello de la historia. ¡Caramba si lo ha torcido!
En el avión me dedico a leer Nixon. La arrogancia del poder, donde Anthony Summers cuenta la vida de Tricky Dick, el claro antecedente y maestro de Bush y compañía. Es la mejor y más documentada biografía de Nixon, un personaje cuya alargada sombra tramposa se extiende todavía hoy sobre nosotros en medio de ese clima de represión de derechos civiles que cada vez nos toca más de cerca. Porque Nixon no es desgraciadamente una ya antigua y simple anécdota siniestra de la historia. Más bien vivimos en una asfixiante atmósfera política que él contribuyó a crear y que sus mejores discípulos están perfeccionando.
El libro de Summers cuenta cómo en 1950, en su campaña para senador, Nixon fue el que inauguró los golpes bajos y los malos modos en la política norteamericana (hoy tan extendidos por todo el mundo) y debido a eso pasó a ser conocido por el apodo de Tricky Dick, Ricardito el Tramposo. Le sacaron ese mote por la ferocidad y la mala leche que desplegó para ganarle el escaño a la demócrata Helen Gahagan Douglas, decidida anticomunista a la que Nixon bautizó como Pink Lady utilizando, con muy malas artes, el apoyo que brindaba a la senadora una organización con una sigla muy parecida a la de la Liga de las Mujeres Comunistas.
La aparición de Tricky Dick cambió el panorama democrático de América, donde hasta entonces en política las malas artes siempre habían sido rechazadas para poder conservar cierto alto nivel de los valores democráticos. Impresiona en la biografía de Nixon el relato de su escalofriante decadencia en su segundo mandato. Es sabido que se emborrachaba ferozmente y que abusaba de una medicina que, en cantidades excesivas, producía mareos y confusión. Cuenta Summers que esa medicina, combinada con el alcohol, convertía al presidente en una especie de autómata delirante. Se valió de sus triquiñuelas para prolongar, mediante el engaño, la guerra de Vietnam. Y Pinochet, sin ir más lejos, no fue más que un pelele suyo.
Ante la evidencia de su caos alcohólico, todos los colaboradores del Loco Tramposo aprendieron a no obedecer esas órdenes nocturnas con las que pretendía que el mundo volara por los aires. Algo de todos aquellos desmanes perdura en el ambiente, creó escuela. El mundo se acerca hoy al que él soñó. El mundo es hoy tan patético como el que imaginó el lúgubre Tricky Dick de las normas invisibles.
Soñar cuando el sueño americano ha terminado. Dar la vuelta a la esquina, a la luz de un crepúsculo en el que la imaginación muerta todavía imagina. Un ambiente de podredumbre moral, una atmósfera a lo Tricky Dick. Soñar después del tiempo de los asesinos. ¿Qué quedará de tanta miseria? La larga sonata de los cadáveres. Y una muchacha con un viejo abrigo verde al final del muelle, bajo la lluvia.
Regresando ya del largo puente festivo, recuerdo al amigo que me escribió desde Lisboa: «Aqui estou fora das coisas cívis e na pura região da arte.» Un mensaje loco, pero en el fondo alentador. Seguramente es bueno que cada uno de nosotros cultive su pequeña locura personal. «Pues ya los portugueses, es cosa larga de describirte (…) porque, como son gente enjuta de celebro, cada loco con su tema», dicen que dijo Cervantes. A mí me gustaría que, junto al teléfono móvil de rigor, transportáramos en el bolsillo nuestra intransferible y nada homogénea locura portátil, subversiva, cada uno con su tema. «El problema en este momento es la locura única y universal de los seguidores de las mentiras de Bush y compañía», decía mi amigo. Y ya solo le faltó citar a las sombras pavorosas de Nixon y Bush, con su ácido bórico y su polonio y su desodorante y su pasamontañas y su cárcel de Abu Ghraib. Bonito panorama el nuestro. Un paisaje de manos arriba y todos al suelo.
A veces tener que regalar algo nos pone al borde del abismo, nos complica la vida hasta extremos que jamás habíamos sospechado. Es peligroso regalar. El gesto es desde luego la manifestación extrema de un elegante arte, pero no conviene que olvidemos que tiene su lado salvaje. Como todos perfectamente sabemos, no podemos regalar nada que nos guste mucho, pues si casualmente llegamos a encontrar algo maravilloso, el impulso natural nos conduce a quedárnoslo, nos lo apropiamos, no llega nunca a la persona a la que pensábamos obsequiar. En mi caso, lo más peligroso de regalar siempre han sido los libros, tengo una amplia experiencia en ello. Aunque sepa que puedo comprar dos libros y se acaba el problema, acabo comprando el libro sólo para mí, pues me parece inmoral comprar dos y regalar uno, porque entiendo que eso no es pensar en el otro, entiendo que eso no es regalar, pues sé que regalar es cesar súbitamente de vivir para nosotros mismos y pensar en la persona a la que vamos a obsequiar, pensar y concentrarse mucho en ella y quererla de verdad, quererla muchísimo. Amarla de verdad exige que le regalemos el libro y nosotros tengamos paciencia y nos fastidiemos unas horas o unos días, hasta haberle entregado el regalo. Y entonces, ya con el regalo hecho, comprar tranquilamente nuestro ejemplar, con cara de idiotas, eso sí, con cara de ser los típicos manirrotos, esos que regalan siempre lo que más necesitan.
He pasado por situaciones como ésa en muchas ocasiones y siempre he acabado regalando el libro y esperando unas horas o días para comprármelo yo. Pero, como en todo, hubo un día que fue la excepción a la regla, fue un día en el que entré en una librería y descubrí que mi autor preferido, sin previo aviso, acababa de publicar su nuevo libro. Lo compré para regalarlo, porque había entrado allí con la idea de buscar algo para regalar a una amiga. Salí de la librería. Volví a entrar. Compré un segundo ejemplar, este para mí. Entonces pensé que era inmoral comprar dos y regalar uno y me dije que debería haber comprado sólo el ejemplar de regalo, tal como estaba acostumbrado a hacer cuando se me presentaba ese dilema ético. Después, todo se complicó aún más cuando de pronto pensé en la amiga a la que iba a regalarle el libro y me di cuenta de que, a pesar de ser una de las personas que más quería en el mundo, en el fondo apenas sabía nada de ella -creo que en realidad no sé nada de nadie-, apenas sabía qué necesitaba o que le gustaba. En realidad, me dije, es una completa desconocida para mí. Acabé ampliando mi biblioteca con los dos libros idénticos, diciéndome que era muy improbable que.a alguien a quien en el fondo no conocía pudiera interesarle, gustarle exactamente el mismo libro que a mí. Al final, le regalé una lámpara, una que estaba de rebajas en la tienda de la esquina. Y ella, como si hubiera intuido lo que había sucedido, por poco me la tira por la cabeza. Es peligroso regalar.
Cuando no es peligroso, el arte de regalar libros es complicado. Es complicado regalarlos cuando quien los recibe, como me sucedió en cierta ocasión, pregunta si merece la pena leerlos. Le dices que sí y entonces pregunta si es un libro que podría haber escrito él. Le dices que no y le contesta que no puede ser un buen libro pues, como decía Pascal, los mejores libros son aquellos cuyos lectores creen que también ellos podrían haberlos escrito.
También es complicado regalar libros a gente muy exigente que los mira con extraña atención y acaba preguntándote si les acabas de regalar medio kilo de papel y tinta o bien una nueva vida. Complicado también cuando regalas un libro que es un clásico indiscutible y te dicen que muchas gracias y que es un gran obsequio porque les permite mirar hacia otro lado y otros regalos, pues un autor clásico es un hombre al que se puede elogiar sin haberlo leído. Complicado también cuando la persona a la que has regalado el libro te dice que no piensa leerlo, pues sólo ha leído uno en toda su vida, uno de Ramiro de Maeztu, que le pareció tan bueno y que explicaba tan bien el mundo que ya no ha necesitado nunca leer ninguno más, pues cree que aquel que leyó era insuperable.
Es complicado regalar un libro porque muchas personas se fijan sólo en el título de la novela que les ofreces y creen que contiene un mensaje velado para ellos, y algunos acaban incluso sintiéndose aludidos. Me ha ocurrido varias veces. El día, por ejemplo, en que regalé En busca del tiempo perdido a un amigo que creyó que trataba de indicarle que había hecho siempre el imbécil, que toda su vida había estado perdiendo el tiempo. El día en que regalé El arte de callar, del abate Dinouart, a alguien tan susceptible que pensó que trataba de indicarle que fuera menos charlatán, que hablara menos, sobre todo en mi presencia. El día en que regalé El laberinto de la soledad y el amigo tímido que lo recibió y que llevaba años sufriendo en silencio su condición de solitario casi rompió a llorar porque había creído leer El laberinto de tu soledad. Me acuerdo del día en que regalé Rumbo a peor de Samuel Beckett a una amiga deprimida. Y también el más que inolvidable día en que por equivocación regalé una novela al autor de la misma, que precisamente acababa de mandármela a mi domicilio y entendió, con razón, que me burlaba de él y de su libro.
Es peligrosísimo regalar libros, sobre todo si quien los recibe cree que tu noble gesto está en relación directa con tu gran remordimiento y, a partir de ese momento, siempre que te lo encuentras actúa como perdonándote alguna antigua deuda. Es peligrosísimo regalar a tus amigos el libro que acabas de publicar. Les escribes dedicatorias afectuosas y crees que se apiadarán de ti o te admirarán. Pero muchos no piensan para nada leerlo, aunque algunos simularán haberlo hecho, te citarán de memoria frases de la página 127 del libro. Y, sin embargo, en alguna parte -eso es lo impresionante de este oficio- un desconocido nos leerá con increíble atención y esperará años antes de dirigirse a nosotros.
Has oído hablar mucho de alguien y tienes una idea preconcebida de cómo es esa persona, de modo que te acercas a ella esperando encontrarte con una mujer fría, tímida y glacialmente inteligente. Son tantos los prejuicios que acumulabas que al final nada es como esperabas. Ella resulta ser cálida y divertida, aunque, eso sí, glacialmente inteligente, en eso no te habías equivocado. Fleur Jaeggy es su nombre. Admiré siempre sus relatos y no imaginaba que un día la conocería a ella personalmente. Conocerla ha sido una experiencia inolvidable, como si se hubieran abierto nuevos cauces hidráulicos en tiempos de sequía.
Escribo el adjetivo hidráulicos y me doy cuenta de que en pocos días mi lenguaje se ha acampesinado, seguramente porque paso esta semana en un apartamento prestado, en el campo. Estoy en un estudio de paredes blancas, sin libros, y dando paseos estudiosos por las huertas próximas. Simpatizo mucho con las paredes vacías. Si por algún motivo me viera obligado a poner algo en ellas, colocaría un pequeño cuadro que reprodujera la esfinge de los hielos que Gordon Pym creyó ver en el fin del mundo. Me fascina el frío. He llegado a veces a pensar que el frío dice la verdad sobre la esencia de la vida. Detesto el verano, el sudor de las suegras despatarradas por las arenas del circo de las playas, los arroces al sol, los pañuelos para el sudor. Me parece que el frío es muy elegante y se ríe de una manera infinitamente seria. Y el resto es silencio, vulgaridad, hedor y gordura de caseta de baño. Me fascinan los copos suspendidos en el aire. Amo las ventiscas, la espectral luz de la lluvia, la azarosa geometría de la blancura de las paredes de esta casa, donde reina el más gélido frío existencial. Tan glacial es aquí todo que salir al campo acaba resultando una bendición.
El local más frío del mundo, mi local preferido, estaba en París pero ha desaparecido. Fui ayer con Fleur Jaeggy a verlo, pero, para mi asombro, ya no queda nada de ese antro helado y ultramoderno. Era un sótano zen que acogía el restaurante Lo Sushi, donde una comida minúscula, maki y sashimi, desfilaba ante los ojos de los hipnotizados clientes, y lo hacía sin cesar, sobre una obsesiva cinta transportadora que zigzagueaba silenciosamente por la sala. Un brutal restaurante polar y sushi para solitarios radicales. En la gélida barra cada uno de los clientes tenía un ordenador del restaurante conectado a Internet y un número -diría yo que mortal- de asiento que les ofrecía, a través de una técnica delirante, la posibilidad, si querían, de conversar con los demás. Si tú eras el número 7, el 15 podía ser que se interesara por ti y te mandara un mensaje. Un lugar para pasar frío y llorar. Lo más terrorífico de todo era que nadie allí conversaba. Me gustaba mucho ese local y quise mostrárselo a Fleur. Pero el restaurante ya no está, el sótano lo utilizan para otra cosa. Seguramente, el negocio era demasiado ultragélido y ha fracasado. «En las obras de Jaeggy -escribe Enric González-, desechado todo sentimentalismo, es justamente el frío del ambiente el que otorga valor a los sentimientos cuando éstos aparecen, el mismo valor que cobra en una morgue cualquier señal de vida.»
Esas señales han sido siempre el truco de los tímidos o de los neuróticos. Pueden llegar a ser duros, distantes, muy gélidos, y sin embargo, de pronto, en un instante, romper el hielo. Como dice la propia Fleur: «Cierta glacialidad también revela sentimientos.» Al releerla, Jaeggy me ha transportado hoy al recuerdo de una joven inglesa, Rachel Seiffert, narradora nacida en Oxford en 1971 y que debutara hace unos pocos años con la notable The Dark Roorn. Luego, Seiffert se ha descolgado con unos geniales cuentos de prosa sobria y muy poética, Trabajo de campo, donde algunos relatos deslumbran por su concisión, inteligencia y sentido máximo del detalle. Contacto, por ejemplo, es un cuento que aborda precisamente la dificultad de contactar con las otras almas. Todo alrededor de ese cuento está pensando para comunicarnos la frialdad de las relaciones entre ciertas madres e hijas. Hiela el espíritu ese cuento, pero paradójicamente contacta, aunque también es verdad que no con todo el mundo, creo que sólo con lectores como los de los libros de la esencial Jaeggy.
Seiffert y Jaeggy, seguramente sin saberlo, tienen mundos paralelos. Son escritoras que se olvidan del latoso toque femenino e incorporan dureza, crueldad y sobriedad a sus gélidas pero conmovedoras y terribles historias desesperadamente inteligentes, frágiles y curiosamente vigorosas. Sin duda, este estudio de campo o recia morgue de paredes blancas en el que paso yo la semana está algo más que bien acondicionado para la apasionante actividad de leerlas a las dos. De Jaeggy no hay nada mejor que Los hermosos años del castigo, obra maestra que leí hace unos años: «Nunca se habló de amor como, en cambio, es costumbre en el mundo.» Me he quedado pensando en esa frase. Y luego he salido con la idea -si se quiere, demencial- de fumar un cigarro de hielo.
«A falta de sol, aprendo a madurar en el hielo» (Henry Michaux).
He despertado cautivo del síndrome Oblómov, esa pulsión que toma su nombre de las costumbres apáticas del personaje de una novela que Iván Goncharov escribió en 1858. Oblómov es un joven y desvalido aristócrata, incapaz de hacer nada con su vida. Duerme mucho, lee algo, bosteza continuamente. Encogerse de hombros es su gesto preferido. Es de esa clase de personas que tienen la costumbre de reposar antes de fatigarse. Estar tumbado cuanto más tiempo mejor parece su única aspiración, su modesta rebeldía. Encarna al indiferente al mundo por excelencia. A lo largo de toda la novela de Goncharov, el joven Oblómov raramente sale de su habitación, donde permanece tumbado en un diván intentando evitar los problemas, las propuestas y las obligaciones que le llegan del exterior, y hasta muy avanzado el libro no le veremos, por primera vez, salir de la cama.
Invadido por la pereza y al ver que no pienso hacer nada, imagino, sin salir de la cama, que me han contratado para dar consejos al gobierno catalán. Me fijo en que si bien los días de la semana tienen nombre, las noches de la semana aún no han sido bautizadas por nadie. Decido entonces sugerirle al gobierno que comience a buscarles nombre a esas noches. Y me digo que por hoy ya he trabajado suficiente. ¿Le podría al gobierno interesar mi idea? Seguro que, como toman tantas iniciativas extravagantes, pensarían que una más no importa.
Llamo al amigo Jordi Llovet y le cuento que desde ayer trabajo para el gobierno catalán, al que le doy perezosamente consejos. «No das golpe, vamos», me dice. Un breve silencio. La casualidad quiere que pase a hablarme con entusiasmo nada menos que de Oblómov, del que me dice que es el emblema de cualquier ocioso o cansado que se precie. Y luego me habla también del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, que en sus últimos años se negaba a moverse de su cama y que pudo perfectamente ser uno de los componentes más secretos de la secta Oblómov… Me callo. Hago como si no supiera de qué secta me habla. Pero me acuerdo, me acuerdo muy bien de que la secta se reunía hace unos años en Nochebuena en el restaurante Oblomov de Glasgow. Que yo sepa, no hay otro restaurante con ese nombre en todo el mundo y ellos decidieron reunirse allí, en el 372 de Great Western Road, pero la cosa no funcionó porque el propietario, Oblomov, hombre activo donde los hubiera, se negó siempre a leer el libro ruso que lleva su nombre, y más aún a simpatizar con el personaje central de la novela. Al parecer, la actitud del restaurador escocés acabó propiciando el secretismo involuntario de la secta y, desde que dejaron de reunirse en Glasgow por estas fechas, la conjura de la secta Oblómov se ha deslizado hacia vericuetos subversivos y ultrasecretos.
«No trabajéis nunca», recuerdo que decía el graffiti que escribiera Guy Debord por todas las paredes del Barrio Latino de París en los años cincuenta. Creo que si nos negamos a trabajar, a la larga seremos premiados, como bien nos recuerda Bertrand Russell en su Elogio de la ociosidad: «Todos conocemos la historia de aquel viajero que vio en Nápoles a doce mendigos estirados al sol y ofreció una lira al más perezoso de todos. Once mendigos se levantaron de un salto para reclamarla, de manera que el viajero se la dio al que ni se había movido.»
Es cansancio lo que me produce la búsqueda diaria de personas amables, educadas, con buen carácter. Cada día me siento más fatigado de todos esos seres que nos tratan tan mal. Es insoportable el malhumor general, la mala educación reinante. Cuanto más avanzamos en el estado del bienestar, más horrible y malhumorada se vuelve la gente. Tal vez es consecuencia de que ese bienestar lo estamos alcanzando por medio de luchas encarnizadas. Lo cierto es que el buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita nuestro mundo, y seguramente el buen carácter es consecuencia de la tranquilidad y no de progresos bestiales.
Oblómov me hace recordar una frase de Jules Renard: «Cuando la pereza te hace infeliz, tiene el mismo valor que el trabajo.» La verdad es que estoy tan cansado de no hacer nada que decido salir a la calle con la intención de dejar por un rato el diván y así hacer algo. Salgo con ganas de contarle al primero que encuentre lo primero que se me ocurra. Y así lo hago. Le cuento a bocajarro a un señor del barrio que Jordi Llovet escribe mis libros y hasta mi dietario. Y el hombre -se nota que no es de la secta Oblómovsólo sabe soltarme una estupidez y muestra, además, muy malos modales. Me entran inmediatas ganas de volver a mi diván, pues descubro que la calle también me cansa. Decido que, a partir de ahora, no saldré de casa hasta que sepa con seguridad que la gente ha comenzado a tener cierto buen carácter.
Existe un punto a partir del cual ya no es posible regresar, y ése es el punto al hay que llegar. Alguien acaba de susurrarme esta frase al oído. Luego, despierto. Y es como si acabara de regresar de algún lugar, de alguna frase. Poco después recuerdo que en la realidad llegó la hora de regresar a Barcelona. Inicio entonces un viaje mínimo alrededor de mi cuarto de hotel de París. Me levanto, ando pausadamente hasta la pared del fondo. Paseó por la habitación. En la televisión suena música feliz de Bora-Bora. Vagabundeo mientras busco en mi paseo una épica íntima, la tranquila aventura del viaje mínimo.
Ya en el aeropuerto, me aburre la espera y acabo dedicado al juego de ser lo que no soy: un odiador. Nada me queda hoy en día tan lejos como el odio. Sin embargo, no he olvidado cómo es ese sentimiento. Comienzo el juego abominando de todos los extraños que me rodean. ¡Estaba demasiado bien en la soledad de mi cuarto! En Occidente cada día somos todos más estúpidos, etcétera. Y como estoy en el aeropuerto de Orly, no puedo evitar pensar que dentro de cuarenta años estará en el poder toda esa espantosa generación de niños visitantes de Eurodisney que andan ahora haciendo el indio en pequeños corros a mi alrededor. Me rodean como si vieran en mí a un hombre paciente, al padre perfecto. No saben los pobres lo mucho que los odio. «Cualquier persona inteligente o decente odia
a la mitad de sus contemporáneos», escribió Cioran. Y seguramente se quedó corto en cuanto al porcentaje.
Me gustaría olvidarme de los niños y padres disneylándicos, pero no me dejan. Veo de pronto cómo un chiquillo tozudo salta como un cervatillo y, escapándose de sus padres que se disponían ya a embarcar, vuelve y vuelve, con siniestra reiteración, sobre los columpios y los toboganes de la zona habilitada en Orly para los niños de Eurodisney. Me acuerdo de Montaigne, para quien la tozudez constituye el signo más claro de la estupidez. Pero la tozudez, por sí sola, no es nada, depende de a qué se añada esa obstinación. Sin duda, la de ese niño de cinco años va añadida a los toboganes y a las orejas de Dumbo y, por tanto, es una estupidez pavorosamente burra.
Al entrar en el avión, veo que me ha tocado sentarme muy cerca de un matrimonio presumido que viaja precisamente con el niño tozudo y su hermanito, un bebé. La madre es relativamente guapa. En cuanto al padre, se parece al presidente Laporta y sonríe bobamente creyéndose perfecto. Ahí está -me digo- nada menos que el padre perfecto que siempre quise ser. Eso me hace odiarle instantáneamente. Pero tengo otros motivos para detestarle. Uno de ellos es que no quiero olvidarme de que juego a odiar. Pronto me llegan aún más motivos cuando el hermanito del niño tozudo se pone a berrear de forma estrepitosa, diría también que asquerosa. Trato de calmarme y para ello pienso en algo que dijera Roberto Bolaño acerca de los bebés: «Suelen llorar y uno no sabe, en la mayoría de los casos, qué hacer, si llorar con ellos o preguntarse qué es lo que ellos saben y que nosotros hemos olvidado. Los bebés son como un lenguaje olvidado…»
A pesar de calmarme a mí mismo con esas bellas palabras, el niño de mi avión no es poético. Es más, arma tal escándalo que acaba pareciéndome odioso, aunque no exactamente él, sino sus horribles padres, que se mueven como si estuvieran convencidos de que (basta ver las miradas complacientes de las azafatas hacia su pequeño monstruo chillón) el Orden está de su parte. Y es que el niño puede llorar sin que ellos pongan nada de buena voluntad para evitarlo, y menos aún para excusarse. No ven nada que no sea a ellos mismos. Aunque juraría que son insolidarios e indiferentes a la sociedad, dan la impresión de ser de los que creen que, por muy salvajemente egoístas que sean, pagan sus impuestos y la sociedad debe servirles bien en todo. Seguramente, su vida pública se reduce a esa actitud de altivez y perfección y de postura vigilante por si alguien no trabaja para ellos. Tienen todo el aire de ser gente del Nuevo Orden. No sé, les odio. Y, además, se creen tan perfectos que ya sólo les falta pedir que les agradezcamos que tengan un perfecto bebé llorón.
Recuerdo una frase de Samuel Butler: «Poco importa lo que odiemos, con tal de que odiemos algo.» Puestos a aceptar que la frase tiene sentido, debería yo hace un rato haber protestado ante las azafatas por los berreos del bebé plañidero y haber dicho, por ejemplo, que tengo derecho a protestar, ya que, después de todo, el niño llorón «lo pagamos todos con nuestros impuestos». No sé, una frase así de absurda. Y todo porque odio a ese padre perfecto. Noto que la normalidad y la Ley están de su parte. Le aborreceré hasta llegar a Barcelona, donde terminará el juego.
Odiar sólo como entretenimiento, como un crucigrama veloz que resuelves en el avión. Hay viajes a veces que pasan como una exhalación.