Capítulo20

La cuarta mañana después de su caída, Dan Morgan despertó. Abrió los ojos y se encontró en el lugar más extraño: la cama de Josh. Le dolía la mano como si se hubiese apretado los dedos con una puerta. Tenía la sensación de estar tratando de respirar a más de siete metros de profundidad y el agua le oprimiera los pulmones, provocándole dolor. Tenía la lengua pegada al techo del paladar como tras una espantosa resaca, y en su cabeza resonaba sin cesar la campana de una boya en mar agitado.

Volvió la cabeza con vivacidad y ahí, junto a la cama, estaba sentado Rye.

– Bueno… hola -lo saludó Rye.

Se le veía muy relajado, con los codos en los brazos de la silla Windsor, y el tobillo sobre la rodilla contraria.

– ¿Rye?

La voz era un graznido. Trató de incorporarse sobre los codos, pero no pudo.

– Quédate tranquilo, amigo. Has pasado por una situación terrible.

Dan cerró los ojos para protegerlos de la cegadora luz diurna que aumentaba las palpitaciones de su cabeza, ya bastante dolorida.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Esperando que te despiertes.

Dan levantó un brazo y lo sintió pesado como un tronco empapado. Lo apoyó en la frente, pero ese movimiento le hizo doler otra vez los dedos.

– ¿Hay agua?

La voz se le quebró.

Rye se inclinó de inmediato sobre él y le pasó una mano bajo la cabeza para ayudarlo a beber una maravillosa agua fresca que le alivió la garganta reseca. El esfuerzo lo dejó dolorido y sin aliento.

– ¿Qué pasó? -logró decir, cuando pasó la debilidad.

– Pillaste una borrachera monstruosa, resbalaste, caíste en medio de la peor nevisca que castigó a Nantucket en años, te golpeaste el coco contra los adoquines y quedaste tendido hasta que se te congelaron los dedos y te dio neumonía.

Dan abrió los ojos y observó a Rye, que se había sentado otra vez en la silla, con los dedos entrelazados sobre el vientre. Entremezclado con la brusquedad y la reprimendaa, en su voz había algo del antiguo Rye. En cierto modo, Dan percibió que la animosidad había desaparecido.

– La hice buena, ¿no?

– Así es.

– ¿Cuánto hace de eso?

– Cuatro días.

– ¡Cuatro…!

Dan giró la cabeza con demasiada brusquedad, y el dolor lo hizo hacer una mueca.

– Yo, en tu lugar, me movería con más cuidado. Te hemos mantenido borracho todo el tiempo y, seguramente, tendrás una resaca que dejará pequeñas a todas las demás.

– ¿Dónde está Laura?

– Fue al mercado. Enseguida volverá.

Dan levantó los dedos de la mano derecha y se los examinó.

– ¿Qué me hiciste aquí? Me duelen como el demonio.

Rye rió entre dientes.

– Date por satisfecho de que todavía los tienes unidos a los brazos. Se curarán.

– Deduzco que no desperdicias compasión en mí, ¿eh, Dalton?

En la boca de Rye se alzó una de las comisuras.

– Ni la más mínima. Por haber hecho algo así, no deberían quedarte dedos en las manos ni en los pies. Tendrías que estar un par de metros bajo tierra y bien lo estarías, si no fuera que el suelo estaba congelado y no sabíamos dónde ponerte.

Pese a los tremendos dolores, Dan no pudo contener una sonrisa. Observó a Rye con atención:

– ¿Has estado aquí todo el tiempo?

– Laura y yo.

De repente, atacó a Dan un espasmo de tos. Rye le puso un trozo de tela en la mano, se sentó otra vez y esperó que pasara. Entonces le ofreció otro trago, pero esta vez, de té de jengibre caliente con vinagre y miel. Lo dejó descansar un momento, y luego empezó a hablar de manera directa.

– Escucha, Dan, hay un par de cosas que quisiera decirte antes de que Laura regrese, y, claro… admito que no es el momento más propicio, pero tal vez sea la única oportunidad que tengamos de hablar a solas. -Se inclinó adelante en la silla, estrujándose distraído los nudillos, fijando una mirada seria en las puntadas de la manta. Luego, miró a Dan a los ojos-. Estos días que pasaron estuviste a punto de morir, y fue por tu culpa. Lo he visto venir, con tus estúpidos excesos en la bebida, y ni un solo habitante de la isla se hubiese asombrado de que murieses congelado ahí, donde caíste. -Rye se inclinó más y siguió mirándolo, con el entrecejo fruncido-. ¿Cuándo vas a entender, hombre? -preguntó, impaciente-. ¡Estás despilfarrando tu vida! ¡Sumido en la compasión por ti mismo y desperdiciando el bien más precioso que nos es dado: la salud!

»No digo que no hayas tenido motivos de preocupación pero, ¿sabes lo que tu beber desmedido le hizo a Laura? Cada vez que te ve entrar tambaleándote por esa puerta se siente desgarrada por la culpa, aunque la mayor parte de eso no es por error de ella. Soy sincero contigo, hombre, y confío en que entiendas que no es por la rivalidad que hay entre nosotros a causa de Laura, sino porque quisiera verte reconstruir tu vida y hacer algo bueno con ella otra vez.

La voz de Rye retumbaba mientras hablaba, mirándose las manos unidas entre las rodillas separadas.

– Cuando llegue la primavera, me iré al territorio de Michigan, y Laura ha aceptado acompañarme… con Josh también. Puedes aceptarlo y hacerte un hombre ahora mismo, o puedes volver al Blue Anchor, beber hasta quedar aturdido y mantenerte así hasta la primavera. No me importa. Por mí, no me importa. Pero sí por Laura, pues si se marcha de la isla creyendo que ha sido la ruina de tu vida, llevará para siempre la culpa dentro de ella. Estoy pidiéndote que la dejes marcharse sin esa carga. Y el único modo en que puedes hacerlo es dejando de beber, y… y…

De repente, exhaló un fuerte suspiro y se cubrió la cara con las manos.

– Por Dios, pensé que esto iba a ser muy simple…

Se levantó de un salto, metió las manos en la cintura del pantalón, por atrás, y se quedó de cara a la mesa del comedor.

Dejó caer la cabeza y Dan, que lo miraba, sintió una oleada de algo cálido y nostálgico que lo inundaba. Era lo mismo que sintió cuando vio alejarse al Massachusetts con Rye a bordo.

El hombre rubio y alto se volvió otra vez hacia la cama.

– Maldición, Dan, no quisiera herirte pero amo a esa mujer, y hemos hecho los mayores esfuerzos para luchar contra eso y algunas cosas han cambiado. Por todos los santos del cielo, te juro que no le he puesto un dedo encima mientras estuve en esta casa, y no lo haré hasta la primavera. En ese momento, me la llevaré conmigo casada o no. Sin embargo, quisiéramos irnos… si bien no con tu bendición, al menos sin tu despecho.

Entre los dos hombres se había producido un cambio indefinible. Rye estaba ahora junto al lecho de Dan, y los dos sintieron la ligazón de toda la vida que los unía con una fuerza superior a la rivalidad por la misma mujer. Siempre la amarían los dos, pero -la comprensión vibraba en los dos-, también se amarían siempre entre sí. Quedarse ambos en la isla significaba condenarse a resultar heridos de un modo u otro. Había llegado la hora de la separación final. En ese momento, el dolor del pecho de Dan no era sólo físico, y en los ojos de Rye había una expresión más blanda, que no disimulaba cierto brillo.

En ese momento se abrió la puerta y una corriente de aire frío precedió a Laura y a Josh en la sala. Algo en la actitud de Rye indicó a los recién llegados que Dan estaba consciente.

Josh corrió junto a la cama, se arrojó sobre ella boca abajo y gritó, alborozado:

– ¡Papá, papá, estás despierto!

Laura estaba detrás del chico, inclinándose para tocar la frente de Dan.

– Dan, gracias a Dios que te has curado. Estábamos muy preocupados. -Le sonrió con ternura, la frente crispada por un mundo de aflicción, aunque más aliviada ahora que lo veía de mejor color-. Ven, Josh, no debemos traerle el frío a papá con nuestros abrigos. Primero, caliéntate junto al fuego y luego podrás hablar con él, pero sólo por unos instantes. Tiene que descansar.

– Pero, mamá, tengo que hablarle a papá de mis esquíes, y contarle cómo Rye lo trajo hasta aquí, y que el señor McColl trató de…

– Después, Josh.

A Dan no le pasó por alto la inmediata interrupción de Laura, ni el modo en que eludía el mérito de ella o de Rye por haberle salvado la vida. Pero en los días siguientes, se enteraría por Josh de todo lo que había ocurrido. El niño pintó los hechos con vivos colores de modo que, al final, Dan tenía un cuadro muy preciso de todo lo que Rye y Laura habían hecho todo el tiempo que él permaneció inconsciente.


La recuperación fue lenta y dolorosa. Tuvo que guardar cama durante dos semanas, arrasado por una tos que, en ocasiones, parecía ahogarlo. Pero, a medida que pasaban los días, iba fortaleciéndose. Como pasaba horas y horas acostado, tenía tiempo de reflexionar sobre el curioso hecho de que, cuando él necesitó ayuda, la gente de la isla acudió a Rye como la alternativa más lógica; de que cuando el boticario declaró que perdería los dedos, Rye se negó a aceptar su palabra sin discutirle; de que cuando McColl pretendía cubrirle el pecho de crueles quemaduras, Rye se enfureció hasta perder el control; de que durante cuatro noches y tres días Rye y Laura habían luchado tenazmente para salvarle la vida… y habían ganado.

Como tenía todo el tiempo del mundo para hacerlo, Dan los observaba, pues Rye iba todos los días a acarrear leña y agua para Laura, llevaba leche fresca desde el pueblo, saludos de los isleños, un bálsamo analgésico para los dedos de Dan, un poderoso remedio para la tos. Lo que no le ofrecía eran licores espirituosos, ni siquiera como medicina.

También su madre iba todos los días, y por ella pudo conocer los pocos datos que no había podido sacarle a Josh.

Dan no podía menos que notar el cambio de actitud del chico hacia Rye. Era obvio que Josh había aceptado la presencia cotidiana de Rye en la casa, y aunque seguía llamando papá a Dan, existía una camaradería entre el otro hombre y el niño que no tenía mucho que ver con la consanguinidad.

Un día, a mediados de diciembre, Josh estaba sentado con las piernas cruzadas a los pies de la cama de Dan, y Laura, en una silla cercana, cosiendo dobladillos de sábanas.

– Papá, ¿cuándo me enseñarás a patinar? -preguntó Josh. Laura levantó la vista y lo regañó con dulzura:

– Josh, tú sabes que papá no está lo bastante bien para salir a la intemperie.

Dan no había interrogado a Laura con respecto a la afirmación de Rye de que iría con él a Michigan en la primavera pero, si no equivocaba la cuenta, esa era la séptima sábana que la veía cosiendo. Vio el relampagueo de la aguja cuando alzó la mano y el hilo se puso tirante. Entonces, Dan le dijo a Josh:

– ¿Por qué no le pides a Rye que te enseñe a patinar? Es muy buen patinador.

Laura levantó la vista, asombrada.

– ¿En serio?

Cada vez que se hablaba de patines, la voz de Josh subía un par de notas.

– Oh, es tan bueno como yo. Cuando éramos niños, patinábamos mucho juntos.

– ¿Y mamá también?

La mirada de Dan se posó en Laura.

– Sí, mamá también. Iba a todos los sitios a donde íbamos Rye y yo.

En la frase de Dan no había rencor. Siguió hablando en tono tranquilo, contando aquella vez en que habían encendido fuego en la superficie helada del estanque, el hielo se derritió y cayó en el estanque crecido por la primavera, casi arrastrándolos junto con él.

Mientras Dan hablaba, Laura sintió que se le quedaba el aliento en la garganta, y su corazón desbordó de intensa gratitud. «Dan, oh, Dan, entiendo el don que nos ofreces y sé lo que está costándote».

Aunque no la miró a los ojos, sabía que Dan percibía su mirada sobre él, su atención a cada palabra. Todavía estaba hablando cuando llegó Rye y fue asaltado de inmediato por Josh, que se aferró a sus piernas y, alzando la vista, rogó:

– Rye, ¿me llevarás a patinar? ¿Me llevarás?

Rye miró a Laura, luego a Dan y otra vez al niño, con la indomable cresta de gallo, que alisó distraído.

– ¿De quién fue la idea?

– De papá. Dijo que tú y él patinabais todo el tiempo cuando erais niños.

– Con que papá, ¿eh? -Echó una mirada hacia la cama donde Dan reposaba-. ¿Estás seguro?

Sin quitar la vista de Dan, Rye empezó a quitarse la chaqueta.

– Claro que estoy seguro. ¡Pregúntale a él!

En ese momento, Dan carraspeó:

– Yo… ehhh… le había prometido que le enseñaría, pero como no podré salir por un tiempo, pensé que quizá… bueno -hizo un gesto con las palmas.

Rye se acercó a la cama. Tenía los pulgares enganchados en la cintura del pantalón, pero tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse y no oprimir el hombro de Dan.

– No digas nada más. Antes de que termine la semana, lo llevaré al hielo.

Las miradas de los dos se encontraron, se sostuvieron, vacilaron y, al fin, se separaron empujadas por inocultables emociones que emergieron a la superficie entre los dos.

No había pasado una hora cuando Laura se quedó sola con Dan, porque Josh insistió tanto que, al final, Rye accedió a llevarlo a la tonelería a buscar sus propios patines, y luego a uno de los numerosos estanques de la isla para aprovechar el par de horas de luz diurna que quedaban.

Cuando se fueron, la casa quedó en silencio, y Laura sintió la mirada de Dan que la seguía mientras se movía por la sala plegando sábanas, guardando aguja e hilo, echando un leño al fuego. Era la primera vez, desde hacía semanas, que estaban solos en la casa. Dan fue atacado por un espasmo de tos, y Laura, como siempre, le ofreció una taza de té que lo calmaba. Cuando se la llevó, Dan se acomodó sentado, con las almohadas en la espalda, recibió la taza y atrapó la mano de Laura antes de que pudiera irse.

– Siéntate.

Laura se acomodó en el borde de la cama y, por un momento, Dan retuvo su mano frotándola con gestos distraídos con el pulgar, hasta que la soltó y sujetó la taza con las dos manos.

– Rye dice que se va al territorio de Michigan tras el deshielo, y que tú te vas con él.

A la propia Laura la asombró la calma que sentía en ese momento, después de haber estado semanas imaginando la culpa que sentiría.

– Sí, Dan, es verdad. Ojalá… ojalá pudiese darte otra respuesta que no te hiriera, pero creo que, entre nosotros, ya es hora de hablar con sinceridad. Te lo habría dicho hace dos semanas, cuando Rye y yo adoptamos la decisión, pero estaba esperando a que estuvieras un poco más repuesto.

– Tengo ojos, Laura. He estado viendo cómo cosías esas sábanas para llevarte.

La mujer bajó la vista, y pensó algo para decir.

– Dicen que, en esta época del año, hace mucho frío en Michigan, y… que los asentamientos están alejados.

– Eso dicen.

Si bien la voz de Dan estaba más baja y ronca por tantos días de toser, habló con serenidad.

Laura alzó la vista y lo miró a los ojos.

– Nos llevaremos a Josh con nosotros, Dan.

– Sí, lo sé.

En el cuarto reinó el silencio. Fuera caía una suave nevada pero adentro ardía un fuego dorado y rosado. El rostro de Dan estaba pálido aunque cada día estaba un poco más fuerte; aún así, Laura entendía que necesitaba un poco más que fuerza física para afrontar la verdad.

– Y también sé por qué lo mandaste fuera con Rye: para que tengan ocasión de estar solos y conocerse.

Laura acarició con suavidad el dorso de la mano de Dan, que reposaba sobre la manta.

– Gracias.

Por un instante, en los ojos del hombre apareció una expresión de angustia que pronto fue borrada, aunque siguió mirando a Laura.

– Sé todo lo que habéis hecho los dos -dijo-. Sé que Rye me recogió de la calle, me trajo aquí, y me salvó los dedos, y cómo se enfadó con McColl, y que cuidasteis el fuego día y noche para que no me múriese de neumonía. -La voz se convirtió en un murmullo-. ¿Por qué lo hicisteis?

Los ojos de Laura atraparon y retuvieron la luz del fuego, y su mirada se encontró con la de Dan con una expresión tan abierta y carente de mendacidad que fue más elocuente que cualquier palabra.

– ¿No lo sabes? -murmuró.

Sin embargo, decirle que lo amaba -que los dos lo amaban-, le provocaría un dolor innecesario, y por eso se limitó a seguir el juego de emociones que daba a los ojos del hombre una expresión tierna y comprensiva.

– Sí… creo que sí.

De repente, por palabras que no podían pronunciarse pero que los dos sentían, se interpuso entre ellos la incomodidad. Dan le tomó la mano y se la oprimió con una fuerza asombrosa en un hombre debilitado.

– Gracias -dijo, ronco.

Por un momento, los dos se quedaron mirando las manos unidas.

– No me lo agradezcas, Dan… sólo te pido, por favor, que no arriesgues más tu vida de ese modo. -Lo atrajo con su mirada-. Por favor, no bebas más.

– Ya le he prometido a Rye que no lo haré.

Laura suspiró y dejó caer los hombros, aliviada, y entonces retiró la mano.

– Dan, hay ciertas cosas, otras cosas de las que tenemos que hablar, aunque son difíciles de decir.

– Creo que lo sé, Laura. No soy estúpido. No necesito dormir más en esta cama. Conozco el verdadero motivo por el que tú y Josh dormís allá.

Hizo un gesto hacia la habitación grande.

Laura sintió que la sangre se le agolpaba en las mejillas de manera poco favorecedora. Con gestos nerviosos, doblaba una y otra vez la falda sobre las rodillas, sin poder levantar la vista hacia Dan mientras él hablaba.

– Laura, hace mucho tiempo que encontré la ballena tallada.

– ¿En serio?

Levantó la vista, y enrojeció aún más.

– En serio.

– Oh, Dan, cuánto lo sien…

Él levantó la mano interrumpiéndola.

– Ya hemos estado lamentándonos demasiado, ¿no te parece? Tú, que sentías pena por mí, Rye por ti, y yo por mí mismo, y Dios es testigo de que yo fui el peor de todos. Al principio, cuando Rye regresó, me resultó imposible enfrentarme a la verdad pero después, cuando encontré la ballena, supe que esto era inevitable.

– ¿Esto?

– Que él te arrebataría de mi lado.

Al oírle decir eso, Laura sintió que un gran peso le oprimía el corazón. Dan tenía un aspecto cansado y derrotado y, por un momento, sintió ganas de protegerlo.

Observándola, vio que estaba tan fatigada como él.

– Quedar en medio de la situación debe haber sido duro para ti. La mayor parte del tiempo yo lo olvidé y sólo pensaba en mí mismo.

– Dan, quiero que sepas que… hice un gran esfuerzo para evitar a Rye. Fuiste muy bueno conmigo, y merecías…

Volvió a interrumpirla con un gesto de la mano.

– Lo sé. Rye me lo dijo. El día en que desperté, me reveló todo. Desde ese momento, he pensado mucho y comprendo que tú no puedes evitar lo que sientes, como yo tampoco puedo evitar lo que siento. Por eso me he resistido más tiempo. Pero después de que vi la ballena del corsé y tuve una prueba de tus sentimientos, de los dos, fui a ver a Ezra Merrill e inicié el divorcio.

Laura se mordió el labio inferior y se quedó mirándolo, incrédula varios segundos.

– ¿Has ido a ver a Ezra?

Dan asintió.

– En septiembre. Estaba furioso con… contigo y con Rye. Oh, diablos, lo único que podía obligarme a ir a ver a Ezra era estar muy enfadado. Pero, después de haber hablado con él, ya no pude seguir adelante con eso, y fue entonces cuando… bueno, cuando empecé a quedarme en el Blue Anchor por las noches. Luego, se difundieron los rumores que ligaban a Rye con DeLaine Hussey, yo recobré las esperanzas y fui otra vez a lo de Ezra a decirle que interrumpiera todo.

El corazón de Laura golpeaba con fuerza. Recordó la ocasión en que Dan la había maltratado, dando rienda suelta a la frustración. Sí, se aferró a la cólera para poder actuar.

– Desde luego, Ezra conoce la historia de nosotros tres, y sospecho que ha deducido lo inestable que era la situación. Dijo que ya había llenado los documentos necesarios y que le explicó la situación al juez Bunker, pero me aconsejó que esperase, aún en el caso de que quisiera retractarme, que esperara a que… bueno, a ver qué pasaba. Me dijo que nada se pondría en funcionamiento sin la firma de nosotros dos y nuestra presentación ante el juez, de modo que…

En ese preciso momento, sufrió un acceso de tos que lo dobló sobre sí mismo. Cuando se reclinó de nuevo sobre las almohadas, estaba agitado. Durante la pausa, la mente de Laura bullía de preguntas, pero al fin Dan continuó:

– Los papeles todavía están allí, Laura, en el edificio del tribunal.

Las miradas se encontraron y, sin advertirlo, Laura calculó los meses que faltaban para la primavera. Cuando continuó, la voz de Dan era más ronca aún.

– Hasta mi madre comprende que te he retenido contra tus deseos desde el regreso de Rye.

Laura no podía responderle nada tranquilizador. Recordaba con mucha claridad lo que Hilda Morgan había dicho.

– ¿Sabes qué más me dijo?

Laura se limitó a mirarlo sin mover un músculo.

– Me dijo que tú y Rye me habíais devuelto la vida, y de que ya era hora de que yo os devolviera las vuestras.

Se creó un silencio tenso, y se instaló entre ellos una sensación de dolor inminente. A lo lejos, tañó una campana que anunciaba el avance del anochecer, y en el cuarto iluminado por las velas sólo se percibía la reverberación de las palabras de Dan.

– Navidad es la época de dar, y me pareció el momento más apropiado para… darte lo que sé que más deseas, Laura: tu libertad.

Ella sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Trató de tragar, pero la emoción seguía ahí. Por mucho que hubiese anhelado la libertad, jamás imaginó la abrumadora sensación de pérdida que experimentaría al obtenerla.

Dan se apresuró a continuar:

– Te repito, los papeles todavía están allí y, teniendo en cuenta las circunstancias, no creo que el juez Bunker niegue una disolución del matrimonio. Él también nos conoce de toda la vida. -Dan carraspeó, y prosiguió en tono desapasionado-: Como sea, mi madre me dijo que le encantará tener otra vez en su casa un hombre para el que cocinar y al que atender, y en cuanto esté mejor me mudaré allá… hasta que se decidan las cosas en el tribunal.

Laura se quedó muda. ¿Qué podía responder? ¿Gracias? El noble gesto debía de ser lo suficientemente doloroso para él como para añadirle el insulto de una respuesta gratuita. De pronto, se sintió tan desdichada como sabía que se sentía él. El llanto que había tratado de contener se convirtió en un diluvio. De manera repentina, se quebró y, ocultando la cara entre las manos, sollozó con una fuerza que le sacudía los hombros, y aunque no previó ni planeó su reacción, fue la respuesta más apropiada para las palabras de Dan. El fin de cinco años de matrimonio que, en esencia, habían sido armoniosos y afectuosos merecían ese momento de duelo.

Se sentó en el borde de la cama llorando quedamente unos minutos y, cuando el llanto cesó, Dan la tenía de la mano. Con un suave tirón, la atrajo hacia él y la hizo refugiarse en su brazo con la cabeza bajo su mentón.

Ya no hablaron más pero, en medio del silencio, los pensamientos no dichos se convirtieron en el réquiem por la vida que habían compartido, no sólo esos cinco años sino casi veinte años más antes de eso.


Cuando volvieron Josh y Rye, este notó de inmediato la tensión en la atmósfera. Un vistazo le bastó para saber que Laura había estado llorando y, por un instante, el estómago le dio un vuelco de temor. Josh se precipitó hacia el cuarto de Dan bullendo de excitación por su primera lección de patinaje. Trató de captar la mirada de su madre, pero esta evitaba mirarlo, de modo que se dispuso a marcharse, preocupado.

Cuando llegó a la puerta, las palabras de Dan lo detuvieron.

– Rye, tengo que pedirte un favor.

El hombre alto volvió hacia dentro.

– Lo que quieras.

– Después de todo lo que hiciste por mí, odio pedírtelo, pero Laura va todos los años a casa de Jane unos días antes de Navidad para llevar velas de baya de laurel y otras cosas, y para hacerle una visita antes de las fiestas. Y yo… -Alzó las manos con gesto de impotencia-. Bueno, no voy a poder acompañarlos este año, y quisiera saber si no te molestaría llevarlos a ella y a Josh cualquier día de estos.

La mirada de Rye voló hacia Laura, pero esta, a su vez, miraba a Dan con expresión que auguraba otro inminente ataque de llanto.

– Desde luego -respondió Rye-. Alquilaré un trineo y estaré aquí cuando ella lo disponga.

Al oírlo, Laura ya no pudo evitar más mirarlo. Creyó que su corazón estallaría si ese día no terminaba pronto. Ya había estado tan cargado de emociones que estaba segura de que un golpe más lo rompería. Tuvo ganas de gritar: «¡Dan, no seas tan noble!».

Pero lo único que pudo hacer fue soportar una abrumadora sensación de injusticia en nombre de él, y responderle a Rye:

– Cualquier día… cuando tengas tiempo.

– Entonces, ¿mañana a media tarde?

– Estaremos listos.


Al día siguiente, a la hora acordada, Rye fue a buscar a Josh y a Laura en un esbelto trineo negro tirado por una yegua gris y blanca. Con los pies apoyados en ladrillos calientes y una espesa piel de foca sobre las rodillas, los tres atravesaron los brezales nevados. El aliento del animal subía en ondas y formaba una nubecilla que parecía del mismo color que la tierra y el cielo. En el aire helado, el tintineo de los arneses sonaba con la claridad de un órgano, y cuando las cuchillas del vehículo se clavaron en la nieve seca, emitieron un chirrido de una sola nota, mientras iban dejando un par de huellas paralelas con la marca de los cascos en el medio.

Como en el asiento de cuero negro sólo había lugar para dos, Josh iba sentado en el regazo de la madre, y sus rodillas chocaban contra el muslo de Rye. El niño hablaba más que la madre y el padre y, cuando preguntó si podía tener las riendas, Rye le dio el gusto, risueño, colocando al chico entre sus piernas y poniendo las riendas en las manos pequeñas. El caballo percibió la diferencia y miró de costado, para luego enderezarse otra vez sin detener el trote, bajo la vigilancia atenta de Rye.

Con Josh sentado entre sus muslos separados, la pierna tibia se apoyaba con firmeza contra la de Laura y, aunque el contacto los perturbó, ninguno de los dos miró al otro.

Cuando llegaron a la casa de Jane, Josh se escabulló de inmediato de la manta que los cubría. Pero cuando Rye empezó a moverse, Laura lo detuvo con la mano en el antebrazo.

– Josh, corre a decirle a la tía Jane que hemos llegado. Rye y yo necesitamos hablar un minuto.

Entonces, Rye sostuvo a Josh al costado del vehículo por un brazo, y lo bajó hasta que los pies del chico se posaron en el suelo.

Cuando se quedaron solos, Rye y Laura se miraron a la cara por primera vez.

– Hola -murmuró él.

– Hola.

«¿Alguna vez me cansaré de contemplarme en esos claros ojos azules? -pensó-. Nunca, jamás».

– Ayer estabas muy triste.

– Es cierto.

– ¿Puedes decirme por qué?

Sintió contra el muslo su muslo, cálido y seguro.

– Le dije a Dan que me iría contigo en la primavera, y él me dijo que me haría un regalo de Navidad. -Hizo una pausa, sabiendo que Rye ya había adivinado de qué se trataba-. Me dijo que me daba la libertad. A mí y a Josh.

Por un momento muy, muy largo, de la nariz de Rye dejaron de escapar las bocanadas de aliento blanco. Luego, exhaló un largo suspiro.

– ¿Cuándo?

– En cuanto esté lo bastante bien para trasladarse, se irá a vivir a casa de su madre. En cuanto a la parte legal, en septiembre pasado había consultado con Ezra Merrill y en ese momento se redactaron los documentos del divorcio. Fue después de que encontrara la ballena del corsé.

Rye giró lentamente la cara mirando hacia delante, con expresión grave que no tenía nada de victoriosa. Laura le apoyó en el antebrazo la mano abrigada por el mitón. Las riendas estaban entrelazadas en los dedos metidos dentro de los guantes de cuero, pero él parecía no notarlo.

– Nos hizo venir hoy aquí para que tuviésemos ocasión de decírselo a Josh… los dos juntos.

Él no dijo nada. Miraba sin ver un punto que estaba más allá de la cabeza del caballo, hasta que al fin suspiró otra vez y bajó el mentón, quedándose largo rato sumido en sus pensamientos. La yegua sacudió la cabeza haciendo tintinear los arneses, y eso lo hizo volver de su ensimismamiento.

– ¿Por qué no me siento alborozado? -preguntó, en voz queda.

Ella le respondió oprimiéndole el brazo: los dos sabían la respuesta.

Como los pensamientos de Laura estaban puestos en el viaje de regreso a la casa, la visita a Jane pasó en una especie de niebla. Cuando los tres estuvieron otra vez instalados en el trineo, la asaltó la aprensión. La aceptación de Josh era fundamental y, mirando la cabeza enfundada en una gruesa gorra de lana tejida y en un echarpe cuyos flecos se sacudían al ritmo de los cascos, cerró los ojos y se aferró a la esperanza.

– Joshua, Rye y yo tenemos algo que decirte.

Josh, con las mejillas como manzanas y la nariz enrojecida por el viento, se volvió hacia ella. Por debajo de la piel, la pierna de Rye le brindaba apoyo.

– Rye y yo… bueno, nosotros… nosotros nos queremos mucho, querido, y jamás tuvimos la intención de… de…

Rye se hizo cargo, al ver que vacilaba:

– Me casaré con tu madre al llegar la primavera, y nos iremos los tres juntos al territorio de Michigan, con mi padre también.

Por un momento, en el rostro de Josh se reflejó la confusión. Pero cuando empezó a entender, se puso serio.

– ¿Papá también irá?

– No, Dan se quedará aquí.

– ¡Entonces, yo no iré! -declaró, obstinado.

La mirada de Laura se posó en Rye, y luego otra vez en su hijo.

– Sé que te resulta difícil entenderlo, Josh, pero Rye es tu verdadero padre y, cuando me case con él, tú serás nuestro hijo y tendrás que vivir donde estemos nosotros.

– ¡No, no quiero que él sea mi papá! -Proyectó hacia fuera el labio inferior, en gesto hostil, y empezó a temblarle-. ¡Quiero tener el que siempre tuve, y vivir en la misma casa!

Laura se sintió abrumada por la desesperación.

– ¿No te gustaría ir en busca de aventuras al territorio de Michigan, donde nunca has estado?

– ¿Es muy lejos?

Aunque temía decirle la verdad, supo que una mentira no haría más que empeorar las cosas.

– Sí, es lejos.

– ¿Tenemos que tomar el ferry para llegar?

«Oh, mucho más que el ferry, Josh», pensó, pero sólo respondió:

– Sí.

– ¿Podré ver a Jimmy?

– Bueno… no lo verás, pero harás amigos nuevos en ese lugar al que iremos a vivir.

– No quiero amigos nuevos. Quiero quedarme aquí con Jimmy, con papá y contigo.

La hostilidad había desaparecido del rostro de Josh, y las lágrimas que había estado conteniendo colgaban de las pestañas doradas y resbalaban por las mejillas enrojecidas.

Laura lo atrajo hacia ella y lo hizo meter la cabeza bajo su mentón. Abrazándolo a Josh, se preguntó cómo le haría comprender hasta que, de pronto, recordó algo que había dicho Rye y se volvió hacia él.

– ¿Es seguro que Josiah va con nosotros?

– Sí. Dice que sus huesos ya no soportan más humedad y niebla, aunque sospecho que no quiere perderse la aventura.

Si bien la idea de llevar a Josiah era grata, no disipaba la nube con que el rechazo de Josh envolvía sus planes.

Tratando de captar la aprobación del hijo, Rye le preguntó:

– Josh, ¿te gustaría volver a conducir?

Pero el niño negó con la cabeza y se apretó más contra la madre. Daba la impresión de que toda la confianza erigida con tanta paciencia entre padre e hijo había sido inútil. «Señor -pensó Laura-, ¿las cosas nunca serán fáciles?»

¿Siempre habría obstáculos entre ella y Rye?

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