Capítulo6

Al día siguiente, en la iglesia, Rye evitó la mirada de Laura durante todo el servicio. En su rostro se leía la culpa con claridad, cosa que llenó a la muchacha de un enorme temor hacia la venganza, pues todavía tenía la imaginación llena del recuerdo de lo que habían hecho. Más aún, cada vez que revivía esos momentos, esa sensación líquida crecía en su cuerpo y estaba convencida de que eso solo ya era pecado. Rye la evitó en el atrio y se fue hacia su casa casi sin saludarla, dejándola con una sensación de desolación y abandono.

Se mantuvo alejado durante nueve días pero el décimo, cuando Laura había ido a Market Square a comprar abadejo para su madre y volvía entre los carros y carretones, lo vio acercarse. Cuando él levantó la vista y la vio su paso titubeó, pero siguió en dirección a ella hasta que se encontraron, y tuvo que detenerse.

– Hola, Rye.

Laura le dedicó su sonrisa más radiante.

– Hola.

El corazón de Laura se le cayó a los pies, pues no la había nombrado ni mirado a los ojos.

– Hace más de una semana que no te veo -dijo la chica.

– Estuve ocupado ayudando a mi padre.

Pareció observar algo al otro lado de la plaza.

– Ah. -Se le veía impaciente, y ella buscó cualquier tema para retenerlo un minuto más-. ¿Atrapaste alguna langosta con esas trampas?

La mirada de Rye rozó la suya y se apartó.

– Pocas.

– ¿Has devuelto las trampas?

– No; las coloco todas las mañanas, y las saco al terminar el día.

– ¿Hoy vas a sacarlas?

El muchacho apretó un poco los labios y pareció remiso a contestar, pero por fin gruñó:

– Sí.

– ¿A qué hora?

– Más o menos a las cuatro.

– ¿Quieres… quieres que te ayude?

La miró por el rabillo del ojo y luego volvió la vista a la bahía de Nantucket, pero en lugar de la invitación entusiasta de siempre, se encogió de hombros.

– Tengo que irme, Laura.

Mientras lo veía alejarse, sintió que se le destrozaba el corazón.

A las cuatro en punto estaba esperándolo en el esquife. Cuando Rye la vio se detuvo de repente, pero ella, empecinada, se mantuvo en sus trece. No pronunciaron palabra mientras ella se encargaba de soltar la cuerda de proa, y él la de popa. Tampoco hablaron mientras iban a recoger las trampas y a izarlas hasta el bote. Rye había atrapado dos langostas de buen tamaño que metió en un saco de arpillera antes de enfilar otra vez hacia la costa.

Cuando la embarcación chocó contra los pilotes, Rye arrojó una de las trampas hacia el malecón.

Laura lo miró, sorprendida.

– ¿Qué vas a hacer con esa?

Le contestó al tiempo que recogía la segunda trampa y la arrojaba junto a la primera, sin mirarla.

– Ya las he tenido demasiado tiempo. Es hora de que vuelva a guardarlas en la caseta del viejo Hardesty.

El corazón de Laura osciló, con una mezcla de alegría y anticipación.

Amarraron juntos la embarcación, cada uno recogió una trampa y caminaron juntos sin hablar, pasando ante el viejo capitán Silas, que los saludó con la cabeza y chupó la pipa sin decir palabra. Cuando lo dejaron atrás se miraron con aire culpable, pero siguieron en dirección al almacén de los botes.

Dentro, la caseta estaba tal como la habían dejado, con la única diferencia de que ese día había un velo de niebla en la ventana, lo que le daba un aspecto más secreto y prohibido aún. En cuanto cruzó la puerta, Laura se detuvo de golpe, con los dedos apretados en una barra de la trampa que apoyaba sobre las rodillas. Saltó y se dio la vuelta cuando Rye dejó caer la trampa que llevaba, y que cayó con estrépito al suelo. Rye recogió la de ella y también la dejó en el suelo, pero cuando se incorporó, ninguno de los dos sabía a dónde mirar. Él metió las manos en la cintura de los pantalones, por detrás, y ella las apretó con fuerza, delante de sí.

– Tengo que irme -anunció Rye de repente-. Mi madre me pidió que llevara las langostas a casa para la comida.

Pero el saco de arpillera estaba olvidado, junto a la puerta.

– Yo también tengo que irme. A mi madre le gusta que vaya a ayudarla a preparar la comida.

El muchacho había dado tres pasos hacia la puerta cuando Laura se atrevió a pronunciar la palabra que lo hizo detenerse:

– Rye.

El muchacho giró sobre los talones y le dirigió una mirada escudriñadora, que revelaba lo que venía obsesionándolo desde hacía diez días:

– ¿Qué?

– ¿Estás… estás enfadado conmigo?

La nuez de Adán se agitó.

– No.

– Bueno, entonces, ¿qué pasa?

– Yo… no lo sé.

Laura sintió que le temblaba la barbilla y, de pronto, la imagen de Rye pareció ondular, al tiempo que ella hacía el mayor esfuerzo posible para no soltar las lágrimas. Pero él las vio brillar y, de repente, sus piernas largas cubrieron la distancia que los separaba y, un minuto después, Laura estaba aplastada contra su pecho. Sus brazos, que todavía no habían terminado de crecer, tenían la fuerza de los de un adulto cuando la acercó con ímpetu hacia él, mientras ella se le colgaba del cuello. El beso también tuvo la intensidad del de los adultos, y dentro de Laura surgió la necesidad de dejarse llevar cuando la lengua de Rye entró en su boca, le lamió el interior de las mejillas, trazó círculos alrededor de la de ella, y la obligó a arquearse tanto que sintió un dulce dolor.

Los labios se separaron, él la estrechó más, meciéndola atrás y adelante y refugiando su cara en el hueco del cuello de Laura. De puntillas, ella se aferró a él: Rye había crecido tanto desde el invierno anterior que ya no tenían la misma altura.

– Rye, cuando hoy en la calle no me has mirado, me has asustado mucho. -La voz salió medio ahogada por él grueso suéter castaño, mientras él continuaba meciéndola con intenciones de calmarla, aunque más bien la excitaba. Laura se echó atrás para mirarlo-. ¿Por qué te comportaste así?

– No lo sé.

Los ojos azules adoptaron una expresión atormentada.

– No lo hagas nunca más, Rye.

Él se limitó a tragar con dificultad, y pronunció su nombre de una manera extraña, adulta:

– Laura.

La atrajo con brusquedad hacia sí otra vez y se dieron un beso que no acababa, asustados de lo que sus cuerpos exigían pero haciéndoles caso, de todos modos, pues no pasó mucho tiempo antes que se acercaran a la lona donde se habían tendido la vez anterior, incluso sin advertirlo. Por un acuerdo tácito, se pusieron de rodillas sin dejar de besarse, y luego se tendieron sobre caderas y codos, buscando esa cercanía que habían experimentado y que no podían olvidar.

Y esta vez, cuando la mano de él se deslizó bajo las faldas, las piernas de Laura se abrieron, dispuestas, anticipando la excitación de la íntima caricia. Como antes, su cuerpo ansió la exploración y floreció al contacto. Cuando la mano se acercó al botón de su calzón, supo que debía detenerlo, pero no pudo. La mano se metió dentro, recorriendo la superficie tibia de su vientre y encontrando sin demora el nido de vello recién nacido, titubeando en el umbral de su femineidad, hasta que ella se removió, inquieta, y de su garganta escapó un gemido suave.

Laura sintió que le explotaría el corazón de ansiedad mientras aguardaba al borde de lo prohibido. Sin embargo, cuando al fin los dedos recorrieron los milímetros finales para descubrir la esencia de su sedosa feminidad, se sobresaltó.

Rye retiró los dedos de inmediato y se retrajo.

– ¿Te he hecho daño?

Los ojos azules estaban agrandados de miedo, viendo cómo luchaban dentro de Laura el deseo carnal y la moral.

– No… no. Hazlo otra vez.

– Pero, ¿y si…?

– No sé… hazlo otra vez.

Cuando los dedos inexpertos la sondearon por segunda vez no saltó, pero cerró los ojos y descubrió una gran maravilla. Rye siguió, torpe, todavía sin destreza, aunque eso no importaba porque no necesitaba dominar la técnica sino explorar.

– Rye -susurró unos instantes después-, ahora ya es seguro que nos iremos al infierno.

– No, no nos iremos. Le pregunté a alguien, y me dijo que hace falta mucho más para irse al infierno.

Laura se apartó con brusquedad y le retiró la mano.

– ¿Qué? ¿Le preguntaste a alguien? -repitió, horrorizada-. ¿A quién?

– A Charles.

Suspiró aliviada al oír mencionar a un primo mayor de Rye, casado, al que ella casi no conocía.

– ¿Qué le preguntaste?

– Si creía que un hombre podía irse al infierno por acariciar a una mujer.

– ¿Y él, qué dijo?

– Se rió.

– ¿Se rió? -repitió Laura, perpleja.

– Después me dijo que si así fuese el infierno, él podría prescindir del paraíso. Y me dijo…

Se interrumpió en mitad de la frase, y acercó otra vez la mano al sitio secreto.

Pero Laura lo interrumpió otra vez, preguntando:

– ¿Qué te dijo?

Vio que Rye enrojecía y apartaba la vista. En algún rincón del almacén, el gato emitió un ruido suave.

Por fin él la miró de nuevo y exhaló un hondo suspiro.

– Cómo hacer las cosas.

Laura se quedó mirándolo, muda, y de repente la asaltó un miedo abrumador ante esos misterios que Rye ya conocía.

Se incorporó de golpe.

– Está acercándose la hora de la comida, y madre estará esperándome.

Antes de que pudiese detenerla, ya se había puesto de pie y caminaba hacia la puerta. Rye también se incorporó, alzando una rodilla para apoyar el codo.

– Reúnete conmigo mañana, aquí, después de la comida -dijo en voz baja, contemplando la espalda de la muchacha, que vacilaba, con la mano en el pomo de la puerta.

– No puedo.

– ¿Por qué?

– Porque iremos a la casa de la tía Nora.

– Entonces, la noche siguiente.

– ¡Rye, nos meteremos en problemas!

– No, no es así.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque Charles me lo explicó.

Pero eso no tenía sentido para Laura, pues en su mente la palabra problemas tenía un significado vago. Al mencionarla, sólo se refería a que si seguían merodeando por ahí, corrían el riesgo de que los sorprendiesen, aunque intuyó que él quería decir otra cosa.

– ¿Tienes miedo, Laura?

– No… sí… no sé lo que puede pasar.

Tras esto, salió de prisa y cerró de un portazo.

Sin embargo, la curiosidad natural mandaba en el cuerpo floreciente de Laura. Esa noche, acostada en su propia cama, evocó la caricia de Rye -¡ese contacto, ah, lo que le había hecho ese contacto!-, y se pasó las manos por los pechos, intentando recuperar la exquisita sensación de los dedos ásperos de él. Pero, por alguna razón, los suyos eran incompetentes, y la dejaron con las ganas. Se metió los dedos para tantear la entrada a su virginidad, y descubrió que estaba húmeda con sólo pensar en Rye. ¿Qué le enseñaría, si se encontraban a la noche siguiente? Muchos misterios, aunque de algo estaba segura: lo único que lograba tocándose era llenarse de deseos de que la tocara Rye. Sabía que estaría esperándola en la caseta, y la idea de dar el paso siguiente con él la llenaba de extraños sentimientos, placenteros y repelentes a la vez.

El día siguiente se arrastró como si fuese una década, pero cuando al fin llegó la hora convenida, Laura llegó antes que Rye, y se sentó sobre un rollo de tela alquitranada, con el gato en el regazo. AI oír pasos en los escalones de fuera, el corazón se le agitó, temeroso. ¿Y si era otra persona… el viejo Hardesty, o… o…?

Pero era Rye, con una camisa limpia de muselina, pantalones negros rectos con botones de latón, el cabello recién peinado y las botas brillando de manera desusada.

Esta vez, los ojos de ambos se encontraron con firmeza y las miradas se sostuvieron: él desde la puerta, a unos tres metros de donde ella estaba encaramada. Las sombras del anochecer eran largas; sólo el borde del alféizar de la ventana estaba iluminado de oro. El almacén ya les daba una sensación segura y familiar.

– Hola -la saludó en voz baja.

En el rostro de Laura brotó una sonrisa:

– Hola.

Al verlo se le estremeció el corazón, y su cuerpo tembló de expectativa. Pero siguió rascando la cabeza del gato con fingida indiferencia, mientras Rye se acercaba y se sentaba sobre el duro rollo de lona, junto a ella. También él estiró la mano para acariciar al gato y, como la primera vez, sus dedos tocaron los de Laura como por casualidad, después adrede, hasta que, al fin, dejaron de dar rodeos y se tomaron las manos con fuerza, mirando los dos cómo el pulgar de él acariciaba la base del de ella.

Como por acuerdo previo, las miradas se encontraron, y Laura sintió que crecía su impaciencia por enterarse de más de lo que Charles le había explicado a Rye. Los ojos castaños estaban agrandados, los labios abiertos en femenina espera, y Rye le apretaba la mano con tanta fuerza que le ardía la piel. Él ladeó la cabeza, ella alzó el rostro, bajaron los párpados y los labios se encontraron en un primer saludo tierno, como el leve toque del ala de una mariposa sobre una hoja.

Rye echó la cabeza atrás, y las miradas se encontraron otra vez, llenas de anhelo e incertidumbre y con absoluta conciencia del pecado.

– Laura -exclamó él, ronco.

– Rye, todavía estoy asustada.

Le echó los brazos al cuello, y sintió el mentón suave contra la sien mientras se abrazaban, prendidos como dos gaviotas encaramadas a un peñol. Rye se deslizó hasta el suelo, tiró de ella, y se tendieron los dos de costado, cara a cara, aferrándose con labios y brazos ansiosos. Se besaron con feroz impaciencia, uniendo pechos y caderas con toda la fuerza que permitía la naturaleza, hasta que la mano de Rye avanzó lentamente desde el omóplato de Laura hacia el pecho, acariciándolo a través del fino algodón primaveral, haciéndolo florecer como las lilas que crecían fuera del nido acogedor de los dos. Laura se acercó a su mano y luego se echó atrás, como un cuerpo al que la rompiente arrastrara mar adentro y empujara, alternativamente, hacia la costa, hasta que al fin, la mano de él bajó a la cintura, donde se demoró como reuniendo coraje para ir luego a las enaguas y levantarlas durante largos minutos expectantes.

A cada instante del recorrido, Laura pensaba que debía detenerlo, recordarle la existencia del infierno. Y, sin embargo, con el aliento agitado, le despejaba el camino. Le tocó la pierna desnuda, y ella no dijo nada. Le tocó el borde del calzón, y siguió sin decir nada. Le desabotonó la cintura, y ella se estiró, aceptándolo.

Luego, la mano descendió y sus piernas se separaron para recibir otra vez su caricia. Sentía todo el cuerpo líquido y caliente, y el pulso acelerado. De la garganta de Rye brotaron gemidos quedos, mitad quejidos, mitad elogio, hasta que le dijo en el oído, con voz grave:

– Tú también debes tocarme, Laura.

El instinto le indicó que él se refería a que lo tocara en el mismo lugar que él a ella, pero le pareció que tenía los dedos entretejidos con la tela de la camisa, de Rye. Los labios del muchacho estaban posados sobre los suyos, y luego la lengua recorrió el labio inferior y siguió avanzando hacia la oreja.

– Laura, no tengas miedo.

Pero tenía miedo: acudió allí con una limitada idea de lo que él podía hacerle a ella, pero ignorándolo todo acerca del papel de la mujer en todo eso. Rye le besó la oreja, y Laura cerró los ojos con fuerza y se mordió el labio inferior. Él le había preguntado a Charles, ¿verdad? Charles debía de saber. Entendía que muchachas y muchachos tenían diferente forma, pero hasta entonces jamás se había preguntado por qué. ¿Qué pasaría si ella metía la mano? ¿Él también estaría humedecido? ¿Y después, qué? ¿Cómo podía tocarlo?

Su mano, apoyada en el torso de él, se humedeció. Contuvo el aliento, llevó la mano a la cadera de Rye, y se detuvo, temerosa. Él la besó para animarla, murmurando su nombre y empujándole la mano hasta que comenzó a moverse poco a poco… hasta que al fin se detuvo, con el dorso de los nudillos en contacto con los botones de la bragueta. Sus caderas iniciaron un movimiento ondulante, lento, y ella lo rozó atrás y adelante, sin sentir mucho más que la textura irregular de los pantalones y la frialdad de los botones de latón.

Sin avisar, la mano de Rye atrapó la suya, la dio la vuelta y la apretó con fuerza contra los botones. En la mente de Laura explotaron locas preguntas. ¿Por qué él no tenía la forma que ella le atribuía a los hombres? ¿Qué era ese bulto que, incluso a través de la lana y los botones, sentía más grande que lo que había visto al espiar a los niños desnudos?

Rye le sujetó la mano con firmeza, haciéndola subir y bajar, para luego ahuecarla contra él, bien abajo, donde los pantalones estaban tibios y húmedos. De repente, se apartó rodando y cayó de espaldas contra la lona, con los ojos cerrados, y las piernas estiradas. Aún así, no le soltó la muñeca, y fue guiando la mano arriba y abajo, recorriendo el misterioso bulto. Los dedos de Laura se volvieron audaces y empezaron a explorar, contando los botones: uno, dos, tres, cuatro, cinco… el bulto terminaba a la altura del quinto.

Rye giró el rostro hacia ella y abrió los ojos. Se pasó la lengua por los labios resecos, y Laura contempló esos conocidos ojos azules, en los que descubrió una expresión que, hasta ese momento, nunca había visto. Ahora estaba sentada, más alta que él, respirando con fuerza entre los labios trémulos, los ojos dilatados y graves, desbordantes de asombro. La mano de Rye la soltó, sus caderas empezaron a subir y bajar rítmicamente, y sólo cerró los ojos otra vez cuando sintió que la mano de Laura se quedaba para complementar el ritmo de sus movimientos.

Laura contempló su mano, sintiendo que los botones de bronce se calentaban, rozándole la palma, viendo cómo vientre y el torso de Rye se sacudían, agitados, como si acabara de participar en una competición de natación.

– ¿Laura?

El nombre, dicho con voz ahogada, la hizo volver la vista a la de él.

– Bésame, al mismo tiempo que haces eso.

Se inclinó sobre él y, cuando las lenguas se encontraron, calientes y mojadas, los impulsos de Rye se hicieron más pronunciados. Entonces sintió que le rodeaba otra vez la muñeca con los dedos y llevaba su mano al primer botón de su propia cintura. De manera instintiva, supo lo que él quería de ella y empezó a apartarse, pero Rye la sujetó con una mano de la nuca y la obligó a quedarse donde estaba.

Logró liberar la boca, sacudió la cabeza y retorció la mano para soltarla.

– ¡No, Rye!

– Yo te lo hice a ti. ¿Acaso no crees que yo también estaba asustado?

De repente, le pareció que los ojos de él ardían de cólera mientras retenía su mano, hecha un puño en su cintura.

– No puedo.

– ¿Por qué?

– Es que… no puedo, eso es todo.

Rye se incorporó; apoyándose en el rollo, rodó un poco hacia ella y su tono colérico se convirtió en otro más cálido para darle ánimos.

– Oh, Laura, vamos, no te asustes. Te aseguro que no pasará nada malo. -Hizo llover leves toques de los labios sobre la cara de la muchacha hasta que los dedos se aflojaron. Le acarició con suavidad el dorso de la mano, que estaba apoyada sobre su estómago, encima de la hebilla del pantalón-. Laura, ¿no quieres saber cómo soy?

Ah… claro que quería, claro que sí. Pero era más fácil permitir que alguien la tocara, que ser la que tocase. Sin embargo, un instante después, el propio Rye desabrochaba los botones de latón, mientras la mano temblorosa de Laura seguía posada sobre su estómago. Se inclinó sobre ella y la besó con ternura, como para asegurarle que todo estaba bien. Alzando la cadera, sacó fuera el faldón de la camisa y, de repente, la barrera entre la mano de Laura y su propia piel había desaparecido. Una vez más, le sujetó la muñeca y llevó la mano hacia algo tan caliente que la muchacha se retrajo. Sin embargo, él, inflexible, llevó la mano de Laura hacia su carne y cubrió los dedos trémulos con los suyos, formando con la mano de ella un estuche donde se deslizó su larga y sedosa sorpresa. ¡Dios!, ¿hubo alguna vez una piel tan tersa, tan caliente? Era más suave que la piel tierna del labio interior, que la lengua de Laura había recorrido tantas veces. Era más caliente que el interior de la boca de él, que conocía tan bien como el de la suya propia. Rye le sujetó los dedos muy apretados, y la obligó a acariciarlo hacia arriba y abajo, al tiempo que Laura sentía que el corazón iba a explotarle dentro del pecho. «¡Me iré al infierno, me iré al infierno!». Aún así, ya no había amenaza del infierno que pudiese arrancar su mano del cuerpo de él. Experimentó, moviendo la piel sedosa con tierna curiosidad, reconociendo cada protuberancia y cada hueco del miembro masculino hasta que él cayó hacia atrás en actitud de abandono, soltando la mano de ella. Laura miró y vio por primera vez lo que sostenía. En la penumbra creciente, parecía tener el color más intenso que algunas flores en el jardín de su madre. Avergonzada ante lo que veía, sintió que ella también se ponía del mismo color, y apartó la vista. En ese momento, Rye emitía un sonido gutural en la culminación de cada caricia, hasta que un momento después recorrió su cuerpo un estremecimiento que la asustó, y las caderas se sacudieron de una manera que la atemorizó más que ninguna otra cosa que le hubiese sucedido hasta entonces. Sin embargo, aunque ella intentó aparase, él la retuvo hasta que, poco después, algo tibio y mojado se derramó sobre el dorso de su mano y se escurrió entre sus dedos.

– ¡Rye, oh, Rye, basta! -Tenía la voz estrangulada por el temor-. Algo malo sucede. Creo que estás sangrando.

Tenía miedo de mirar y comprobarlo. Debía ser sangre. ¿Qué otra cosa podía ser, húmeda y caliente? Rompió a llorar.

– Laura, shh… -Estaban tendidos en el suelo, la cabeza de la muchacha en el hueco del codo de él, y Rye se volvió para acercar la mejilla de ella a sus labios-. ¿Estás llorando?

– Estoy asustada: creo que te he lastimado.

– No es sangre, Laura: mira.

Pero la muchacha tenía miedo de mirar, convencida de que, al hacerlo, vería su mano escarlata con la sangre de Rye. Aunque los ojos azules que miraban en lo profundo de ella parecían seguros, a Laura le tembló la voz y las lágrimas le rodaron por la sien.

– Yo… yo te dije que no quería… y ahora… ahora ha sucedido algo espantoso, lo sé.

No pudo creer que Rye sonriese. Se indignó al verlo sonreír en un momento como ese.

– He dicho que mires, Laura. Si no me crees, mira.

Al fin, le hizo caso: blanco. La sustancia era blanca, pegajosa, y había formado un círculo húmedo en la lona sobre la que estaban acostados.

Levantó la vista hacia los ojos de él.

– ¿Qué… qué es?

– Es lo que hace a los hijos.

– ¡Hijos! ¡Rye Dalton! Si lo sabías desde el principio, ¿cómo te atreviste a derramar eso sobre mí?

Impulsada por el instinto, se incorporó buscando desesperada algo con que limpiarse la mano, para no correr el riesgo de tener un hijo. Al final, usó las enaguas.

– Abotónate los pantalones, Rye Dalton, y nunca vuelvas a hacerme eso. ¡Si me hicieras un hijo, mi madre me mataría!

Desdeñosa, le volvió la espalda mientras se abotonaba su propia ropa. Una vez vestida, se arrodilló con las manos apretadas con fuerza entre las rodillas, horrorizada de pensar lo que él le había hecho.

Rye, también arrodillado, se le acercó.

– Laura, ¿nunca oíste decir cómo se queda embarazada una mujer?

Le temblaba la barbilla, y las lágrimas rodaban sin freno.

– No, nunca hasta esta noche. -Creyéndolo desconsiderado al exponerla al riesgo, giró, exasperada-. ¿Por qué no me lo dijiste antes de que nosotros… yo lo hiciera?

– Laura, te aseguro que no vas a quedarte embarazada. No puedes.

– Pero… pero…

– Para que tengas un hijo, esa sustancia tiene que entrar dentro de ti, pero yo no estuve dentro de ti, ¿verdad?

– ¿Dentro de mí?

Lo escudriñó con expresión confundida.

– Laura, ¿nunca has visto hacerlo a los animales?

– ¿A los animales?

– ¿Algún perro… o a las gallinas?

La expresión perpleja no necesitaba mayores aclaraciones: hablaba a gritos de su ignorancia.

– ¿Hacer qué cosa?

¡Ningún animal podía hacer lo que ellos acababan de hacer!

Estaban arrodillados, cara a cara, con las rodillas casi tocándose. Había terminado de anochecer, de modo que sólo se veían los pálidos contornos de los dos rostros dentro del viejo almacén. En el de Rye, se veía una expresión de honda ternura.

Le tomó la mano, y la apoyó sobre los botones de latón.

– Esta parte de mí va dentro de esta parte de ti. -Le apoyó la mano en el regazo-. Así se forman los niños.

Laura abrió la boca, y los ojos castaños se dilataron de incredulidad. ¿Sería posible que Rye tuviese razón? Le ardió la cara, y retiró su mano de la de él.

– Lo que sucedió sobre tu mano tiene que suceder dentro de tu cuerpo, Laura. Así es como un hombre le hace un hijo a una mujer. -Le tocó la barbilla, pero ella estaba demasiado avergonzada para mirarlo. Aún así, Rye prosiguió, vehemente-. Te juro que jamás te haré eso, hasta después que estemos casados.

Ahora sí, la mirada de Laura voló hacia él. El corazón le palpitó, enloquecido, y una oleada de alivio la recorrió.

– ¿Ca-casados?

– Laura, ¿no crees que debemos casarnos, después de… bueno, después de esto?

– ¿Casarnos? -Su perplejidad fue cada vez mayor-. ¿En serio, Rye, quieres casarte conmigo?

El asombro masculino también floreció, y luego se iluminó con una sonrisa.

– Bueno, yo no me imagino casado con otra que no seas tú, Laura.

– ¡Oh, Rye! -Se precipitó sobre él, rodeándole el cuello con los brazos, cerrando los ojos con fuerza para imaginar mejor. Hasta ese instante, no se le había ocurrido pensar lo espantoso que sería no casarse con Rye después de lo que habían hecho-. Yo tampoco puedo imaginarme casándome con otro que no seas tú.

Rye la estrechó, se balancearon atrás y adelante, la cara de Laura apretada en el cuello de él.

– ¿Te parece que eso lo resuelve todo… quiero decir… ya sabes? -se oyó la pregunta ahogada.

– ¿Te refieres a tocarnos y todo eso?

– Ahá.

– No creo que marido y mujer vayan al infierno por tocarse.

Laura exhaló un suspiro de alivio, se echó atrás y lo miró, ansiosa.

– Rye, digámoselo a Dan.

– ¿Decírselo a Dan?

– Que vamos a casarnos.

La expresión de Rye se hizo escéptica.

– Todavía no. Tendremos que esperar hasta que termine mi aprendizaje, Laura. Luego, cuando sea maestro tonelero, podremos vivir en nuestra propia casa. Creo que, hasta entonces, no debemos decírselo a Dan.

Un poco decepcionada, Laura se apoyó sobre los talones.

– Bueno… está bien, si te parece lo más conveniente.


Para Laura fue duro no decírselo a Dan la vez siguiente que se encontraron, pues quería compartir esa alegría flamante: a fin de cuentas, los tres siempre habían compartido todo.

Fue una semana después. Se había desatado una gran tormenta, y después, Laura y Dan salieron juntos a explorar el guijarral para recoger la madera que arrojaba el mar, elemento precioso en Nantucket, donde no se podía desperdiciar la leña, pues la mayor parte era traída desde el continente. La costa que recorría el lado Sur de la isla sufrió el peor embate de la furia del Atlántico, y también fue la que mejor botín dejó después de la tormenta. Laura y Dan iban abriéndose paso hacia el Este, cuando se toparon con Rye, que estaba de pie a poco menos de veinte metros, sobre el guijarral húmedo y compacto, sembrado de conchillas, algas y charcos dejados por la marea, en los que habían quedado atrapados pequeños peces. El grueso de la tormenta había pasado, pero el cielo todavía estaba bajo, con espesas nubes grises que rodeaban la isla, convirtiéndola en un mundo aparte.

Rye llevaba un grueso chaquetón marinero, con el cuello alzado en torno al cabello claro que le azotaba la cara a impulsos del viento. En cuanto lo vio, Laura, enfundada en un impermeable amarillo y con un pañuelo rojo en la cabeza, levantó el brazo para saludarlo.

Después, los tres avanzaron juntos por la playa, y sus respectivos sacos de arpillera iban dejando una huella triple a medida que los arrastraban. Era la primera vez que Laura veía a Rye desde la noche en la caseta de los botes, y de inmediato experimentó esa curiosa y lasciva sensación en la boca del estómago, y pensó cómo deshacerse de Dan. El modo más natural era preguntarle si su madre había hecho algo sabroso para comer y, si la respuesta era «pan de jengibre», la primera parada de regreso al pueblo era la casa de Dan.

Para cuando Laura y Rye la dejaron en la casa, la muchacha estaba a punto de estallar de impaciencia y él, por el contrario, había mantenido un aspecto tranquilo y desapegado las últimas dos horas… ¡los últimos siete días! Sin embargo, cuando andaban por la calle que llevaba a la casa de Josiah, hizo algo que no había hecho nunca hasta entonces: se apoderó del saco de Laura y se lo echó al hombro, junto con el suyo, sin hacer caso de la insistencia de la muchacha en que podía llevarlo sola. La madera empapada era un peso muerto y, para sus adentros, Laura se regocijó de la caballerosidad de Rye. Hasta se las arregló para abrir la puerta de la tonelería y dejarla pasar, pese a la carga que llevaba.

Dejando caer los sacos junto a la puerta, alzó la vista cuando la madre exclamó, desde arriba:

– ¡Rye, eres tú!

Poniéndose un dedo sobre los labios, advirtió a Laura, y la hizo tragarse el saludo que estaba a punto de pronunciar.

– Soy yo -exclamó-. He traído un poco de leña. Voy a encender fuego y la pondré alrededor, para que se seque.

Como era domingo, la planta baja de la tonelería estaba desierta. El tiempo húmedo y ventoso, cargado de nubes, daba al ámbito un aire oscuro y secreto. Laura y Rye, de pie, en silencio, se miraban mientras oían los ruidos que hacían los padres de él yendo y viniendo por la planta alta, sobre las cabezas de ellos dos. Rye arrastró los dos sacos hasta el hogar y empezó a encender el fuego. Cuando lo oyó crepitar, comenzó a sacar madera húmeda de los sacos y a disponerla en círculo sobre el suelo de tierra. Una vez vacíos los sacos, los llevó junto a una pared alejada y los colgó sobre un banco de trabajo. Volvió junto a Laura, le abrió el impermeable, y ella se lo dejó quitar de los hombros, sin pronunciar palabra. Acercó uno de los largos bancos de desbastado y lo colocó cerca del hogar, donde ya se había extendido la tibieza. El banco tenía un metro veinte de largo, se ensanchaba en un extremo para sentarse, y el otro extremo se elevaba como el arco de un cazador, formando una abrazadera para sujetar la duela con un pedal. Pasó una pierna por encima y se sentó en la parte ancha, extendiendo luego la mano a Laura para invitarla a sentarse. Cuando Rye separó las rodillas para ponerse a horcajadas del banco, los ojos de la muchacha, como por voluntad propia, clavaron la vista en la entrepierna. El color le encendió el rostro y apartó la vista de la mano que se le ofrecía; luego posó la suya en ella, y lo dejó que la hiciera sentarse delante de él, formando con su cuerpo un ángulo recto con el suyo, de modo que sus rodillas tocaban uno solo de sus muslos. Rye le tocó la cara con las yemas, recorriéndola con avidez para después besarle un párpado, luego el otro.

– Te he echado de menos -le susurró en voz tan baja que podría haber sido sólo un chisporroteo del fuego.

– No se lo contaste a Dan, ¿verdad?

Laura negó con la cabeza.

– Cuando os vi juntos… sentí…

El susurro se fue apagando, pero la expresión de los ojos que se fijaban en los de ella era tormentosa.

– Qué… cuéntame qué sentiste.

Le apoyó la mano en el pecho y sintió que el corazón golpeaba con fuerza contra sus paredes.

– Celos -admitió-, por primera vez.

– Qué tonto eres, Rye -susurró, besándole la barbilla-. Nunca tienes que sentir celos de Dan.

Se besaron, pero en la mitad del beso, los maderos de la planta alta crujieron, sobresaltándolos y haciéndolos apartarse. Volvieron la vista hacia el alto techo de vigas, y contuvieron el aliento. Cuando comprobaron que no se oía nada más, las miradas se encontraron nuevamente. El fuego ya calentaba, y Laura se preguntó por qué Rye no se había quitado la chaqueta. Cuando llegó el beso siguiente, y guió su mano hacia el sitio tibio entre las piernas abiertas, ocultó entre las sombras detrás de la gruesa prenda, entendió que servía de precaución, por sí alguien aparecía.

– Laura… -rogó, con un susurro tembloroso-, ¿puedo tocarte otra vez?

– Aquí no, Rye. Podrían sorprendernos.

– No, no lo harán. No saben que estás aquí, conmigo.

La atrajo a sus brazos y la hizo colocarse contra sus piernas abiertas, y Laura sucumbió de inmediato a la tentación.

– Pero, ¿y si vienen?

– Shh, tú date la vuelta y apoya la espalda contra mí. Si vienen los oiremos, y en ese caso te sentarías en el otro banco, como si, simplemente, estuviésemos calentándonos junto al fuego. -Se dio la vuelta de modo que la espalda de Laura se apoyó contra su pecho-. Pasa la pierna por encima -le ordenó, detrás de la oreja.

Laura pasó la pierna sobre el banco y la mano de Rye fue a parar bajo sus faldas, con una fugaz vacilación en el botón antes de acceder al calor femenino con una mano, y al pecho con la otra. Laura se acurrucó contra él, oyendo la respiración áspera junto al oído, aferrándole las rodillas a impulsos del deleite que le brindaba esa sexualidad encendida otra vez bajo sus caricias. Pero cuando Rye tocó un punto muy sensible, saltó hacia arriba inspirando y tratando de escapar.

– Laura, no te apartes.

– No puedo evitarlo.

– Shh. Charles me explicó cómo hacerte una cosa, pero tienes que quedarte quieta mientras yo lo intento.

– ¿Qué…?

– Shh… -la tranquilizó, y la muchacha se acomodó otra vez con la espalda contra él, aunque tensa. Le murmuró con voz suave al oído-: Quédate quieta, Laura, amor. Charles dice que te gustará.

– No… no, detente, Rye, es… es…

Las protestas murieron antes de nacer, y Laura apoyó la cabeza en el hombro de él, pues esas caricias parecían arrebatarle la voluntad de moverse o de hablar. Se le irguieron los pechos, y las sensaciones fueron profundas mientras el contacto de Rye surtía una especie de magia. En pocos minutos, sintió que su cuerpo se aceleraba con la misma clase de sacudidas rítmicas que había visto en él. Algo le crispó los dedos de los pies, le subió por el dorso de las piernas como un fuego trepador, y un minuto después, la convulsionaban una serie de explosiones internas que la dejaron estupefacta, sacudida, e hicieron brotar un gemido de sus labios. Rye le tapó la boca con la mano para ahogar el sonido, y ella, atrapada en las garras del éxtasis, se agarraba de las rodillas de él.

Trató de pronunciar el nombre de él contra su mano, pero Rye la mantuvo prisionera en un mundo tan exquisito que su cuerpo se estremeció de deleite. Las ondulaciones aumentaron, llegaron a su culminación y, de repente, acabaron.

Tuvo vaga conciencia de un dolor difuso, y supo que Rye le había clavado los dientes en el hombro. Cayó hacia atrás jadeando, casi desmayada, sintiendo en los miembros una fatiga que jamás hubiese imaginado.

– Rye… -Pero la mano de él seguía sobre su boca. La apartó con la suya para liberar los labios, y susurró-: Rye… oh, Rye, ¿qué has hecho?

A él le tembló la voz:

– Charles dice… -Tragó saliva-. Charles dice que eso es lo que se hace cuando uno no quiere tener hijos. ¿Te gustó?

– Al principio, no, pero después… -Depositó un beso en los dedos callosos-. Oh, después… -canturreó, incapaz de definir ese nuevo descubrimiento.

– ¿Cómo fue?

– Como… como si estuviese en el cielo y en el infierno al mismo tiempo. -Al mencionar el infierno, se puso seria, y se irguió. En voz arrasada por la culpa, afirmó-: Es un pecado, Rye. Es… es lo que llaman fornicación, ¿no es cierto? Nunca supe lo que querían decir cuando…

– Laura… -La hizo girar tomándola por los hombros, sujetándole el mentón con las manos, rozándole las mejillas con los pulgares-. Laura, tendremos que esperar tres años antes de casarnos.

La mirada de los ojos castaños se encontró con la de los azules, y había en ellos una nueva comprensión.

– Sí, lo sé.

También sabía que la moralidad no tenía mucho peso en contraste con ese cielo-infierno recién hallado, pues habían encontrado un modo… juntos. Y serían marido y mujer, como habían jugado de niños, cuando Rye se dirigía hacia el mar con un beso de despedida. Sólo que, una vez casados, no habría despedidas, sino sólo los saludos de cada mañana, cada mediodía y cada noche.

Así se decían mientras transcurría esa primavera loca, traviesa, maravillosa, y se proporcionaban mutuo placer en innumerables ocasiones sin ejecutar el acto de amor. En el almacén de los botes, en el esquife, en la ribera de Gibbs Pond, entre dulces matorrales de trepadoras de Virginia, y en bosquecillos de hayas que crecían en las hondonadas protegidas de los brezales, que se convirtieron en su lugar de juegos.

Cada vez que tenían oportunidad, volaban en busca de intimidad, dispersando en su carrera manadas de ovejas que pastaban. Corrían, riendo, por las colinas cubiertas de hierba, como criaturas despreocupadas que cada vez aprendían más acerca del amor a medida que pasaban los días, atravesando a la carrera el aire salino del verano, extrayendo cada vez más el uno del otro, pero sin obtener nunca lo suficiente.

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