Capítulo 4

El almacén era una cavernosa zona del sótano, en el que se atesoraban sobre todo propiedades personales. Dieciocho años de historia se amontonaban en aquella habitación.

– ¿Qué hay aquí? -preguntó Carson.

– Toda clase de cosas. Cosas de las que mi abuelo no quería separarse por nada del mundo. Partes de carrozas de desfiles de hace veinte años. Mire -señaló un rincón-, esa es la corona de Miss Libertad, me parece, de alguna celebración del Cuatro de Julio. Cosas que no se vendieron -añadió, cuando pasaban al lado de una enorme jirafa de peluche que sólo tenía una oreja, y luego señalando un enorme candelabro dorado que colgaba del techo-. Líneas de productos que no salieron adelante.

Lisa había amado aquel lugar cuando era una niña. Había pasado horas y horas allí. Aquel sótano había sido su territorio de juegos privados. A lo mejor, pensó con un latido de tristeza, había sido precisamente allí donde había aprendido a vivir en el país de los sueños. Los imaginarios príncipes y piratas que la salvaban de dragones y renegados en sus ensueños infantiles, habían seguido evolucionando, y se habían convertido en su héroe vestido de tweed , ese hombre que ella imaginaba como único posible padre de sus hijos. A lo mejor esa era la razón de que ese hombre ideal fuera tan difícil de encontrar.

Se volvió a contemplar a Carson, quien avanzaba hacia ella atravesando los restos de un viejo carrusel. El era real. El era un hombre. Pero por mucho que lo intentaba, no lograba imaginárselo vestido de tweed . Pero, por qué ese empeño en que se vistiera de tweed . A lo mejor un cardigan… Intentó imaginárselo sentado al lado del fuego con expresión pensativa, con una pipa en una mano y con un grueso volumen de poesía en la otra. Entonces él levantó la vista y Lisa se volvió para mirar a otro lado. No quería darle la impresión de que estaba interesada en él, porque, por supuesto, no lo estaba.

– ¡Eh! -dijo él entonces-. Mire lo que he encontrado.

Estaba al lado de lo que parecía una vieja versión de plástico del trineo de Santa Claus, y parecía haber encontrado un montón de viejos retratos.

– ¿Qué es eso? -preguntó Lisa caminando hacia él-. Me parece que no los había visto nunca antes.

Había retratos enmarcados en dorado, y retratos de su abuelo, de su bisabuelo, de su abuela y de dos de las hermanas de su abuelo, de su padre cuando era joven y de su bisabuela.

Y encima de un viejo piano de pared había un montón de viejas fotografías amarillentas de su familia. Su familia. La sola palabra hacía que se le acelerara el pulso. Estaba su padre con uniforme de oficial de la marina, su padre graduándose en la universidad, su padre cortando la cinta de inauguración de una nueva sección de la tienda. Luego había una foto de su padre y de su madre, con una pequeña Lisa de unos cuatro años de edad.

Pero Lisa apenas se fijó en la pequeña que aparecía en la foto. Tenía muy pocas fotos de su madre, y aquella era una de las mejores que había visto.

– Caray. ¿Quién es esa celebridad? -preguntó Carson, mirando por encima de su hombro.

– No es ninguna celebridad -dijo Lisa con una rápida sonrisa-. Es mi madre.

– Era una mujer muy guapa.

– Sí que lo era.

Valerie Hopkins Loring había sido una de esas bellezas que normalmente sólo se ven en las películas. Allí estaba, mirando de frente, riendo, los ojos abiertos en gesto de sorpresa, sus rizos rubios rodeando su hermoso y delicado rostro.

– Una verdadera rompecorazones -dijo Carson.

Lisa asintió de nuevo. No podía negar esa última observación. El día de la boda de su madre había sido de luto para la mitad de los hombres de la ciudad. Su hermosa madre. Aquel rostro que ella sentía que apenas conocía. Trazó el perfil de su barbilla con el índice, y de pronto sintió un nudo en la garganta.

Carson observó lo que le estaba sucediendo a Lisa, pero no le hizo ninguna pregunta. Se daba cuenta de la emoción que la embargaba. Y por fin, ella le dio la información que él esperaba.

– Mis… mis padres murieron en un accidente de barco en el Caribe, cuando yo tenía diez años -le dijo. Se volvió a mirarle, intentando sonreír-. Algunas veces todo aquello me vuelve con tanta fuerza…

Se le había quebrado la voz, y de pronto sus ojos se llenaron de lágrimas.

El se acercó a ella. No podía hacer otra cosa. La tomó en sus brazos, y ella entró en ellos como si aquel hubiera su lugar desde siempre, y por espacio de un instante, se fundió contra él.

Pero antes de que él tuviera tiempo de asimilar por completo las sensaciones que recorrían su cuerpo, ella ya se había separado de él, y se reía suavemente para ocultar su embarazo.

– Lo siento -dijo secándose los ojos. Maldita sea, ¿qué diablos le pasaba? Apenas había llorado la muerte de su abuelo, y ahora esto-. Normalmente no me pasan cosas así.

No podía imaginarse de dónde había venido esa oleada de emoción. Toda su vida se había sentido un poco avergonzada de su madre, trivial y estúpida. Su abuelo le había transmitido mucho de su resentimiento contra la mujer que pensaba que había arruinado a su hijo. Durante años y años, apenas había recordado a su madre. Pero desde que había vuelto a casa, había comenzado a verse invadida por los recuerdos de su niñez, y había empezado a ver a su madre bajo una luz distinta. Sonrió a Carson con nerviosismo. De ahora en adelante, tendría que aprender a esconder mejor sus emociones.

El se mantuvo inmóvil, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo. No recordaba haberse sentido nunca así. Deseaba con todas sus fuerzas ayudarla, consolarla, pero sabía que no era eso lo que ella deseaba, de modo que se mantuvo a distancia. Pero aquella sensación que le había envuelto cuando ella estaba entre sus brazos… ¿Qué era aquello? ¿Instinto de protección? Era como si lo que más deseara en el mundo fuera protegerla de cualquier peligro y aunque le fuera la vida en ello. Era extraño. Muy, muy extraño.

– De modo que -preguntó él-, ¿creció sin familia?

Ella asintió.

– Sólo tenía a mi abuelo -respondió-. ¿Y usted?

Esa era siempre una pregunta difícil para él.

– Yo… mi madre murió cuando yo nací. Y mi padre… bueno, yo crecí con unos familiares. Unos primos, ellos me recogieron.

Ella sonrió. Sus pestañas todavía estaban húmedas de lágrimas.

– De modo que también usted es un huérfano.

El no contestó. De ningún modo pensaba intentar decirle la verdad. Eso es, que su padre estaba en prisión, que siempre había estado en una cárcel o en otra, y que así había sido desde que él tenía memoria. Robo, fraude, apropiación indebida, falsificación de cheques, se le diera el nombre que se le diera, el hecho es que era un ladrón, y uno verdaderamente experto en dejarse atrapar. Pero todo esto era algo que Carson nunca le contaba a la gente.

En vez de contestar, contraatacó con otra pregunta.

– ¿Es usted también hija única?

Ella asintió. Se sonrieron el uno al otro, unidos por el sentimiento de tener algo en común. Ella pensó en el abrazo que él acababa de darle y se dijo que debería hacer algo, decir algo, darle las gracias. Pero las palabras no venían a sus labios. No quería darle alas. Estaba bastante claro que no era la clase de hombre que ella estaba buscando.

– Bueno, será mejor que busquemos esos informes -dijo, volviéndose por fin-. Están por aquí, en esos archivos que hay pegados a la pared.

Los archivos estaban al lado de un grupo de dos maniquíes cubiertos de polvo y pescando con sus cañas en un río de goma espuma. A Carson le encantaron.

– ¿Cuándo usaron esto? -preguntó, tirando del hilo y haciendo girar el carrete de la caña.

Ella le había seguido, caminando con cuidado alrededor del río de goma espuma.

– Recuerdo haberlo visto cuando era una niña pequeña. Creo que mi abuelo solía ponerlo todos los años al principio de la temporada de pesca.

– Es precioso.

A Lisa le hizo gracia verle tan interesado en una cosa tan sin importancia. Era un hombre realmente atractivo. Era una pena que…

Dio un paso en falso y perdió el equilibrio.

– ¡Oh!

Tuvo que sujetarse del maniquí más cercano, y casi se lo llevó con ella. Por el rabillo del ojo, vio que Carson se acercaba dispuesto a ayudarla. Seguro que él pensaba que ella lo había hecho a propósito. La tensión que había entre ambos sería entonces doblemente peligrosa. Luchó con todas sus fuerzas para mantener el equilibrio y por fin lo logró asiéndose del maniquí.

– Estoy bien -dijo rápidamente.

Entonces intentó mover la cabeza.

– ¡Ay!

– ¿Qué es lo que pasa?

– Yo… -dijo Lisa intentando soltarse-. Parece que se me ha quedado el pelo enredado.

Era ridículo. Tenía un anzuelo en el pelo.

– ¡Ay!

Se había pinchado en el dedo. Después de todos aquellos años, el anzuelo seguía siendo letal.

– Espere un momento -dijo Carson acercándose a ella-. Quédese quieta. Usted sola no va a poder hacerlo. Tendré que hacerlo yo.

Y se acercó todavía más.

– Seguro que puedo soltarme yo sola -aventuró Lisa sin mucha convicción.

– No sea cobarde -dijo él con una sonrisa-. Jamás he perdido un paciente.

Ella sintió cómo el corazón le comenzaba a latir con fuerza. Y esto era ridículo. El tenía que inclinarse sobre ella para alcanzar el anzuelo, y entonces oiría su corazón. Intentó contener el aliento, pero de ese modo era todavía peor.

– Quédese quieta -repitió con voz suave mientras intentaba soltar el anzuelo-. Sólo un segundo más.

Ella cerró los ojos para no tener que mirarlo, ahora que Carson estaba a escasos centímetros de su rostro. Pero el cálido aroma de su cuerpo era algo que no podía dejar de percibir. Lo estaba aspirando cada vez que respiraba. Y el cuerpo de él estaba tan pegado al suyo, que Lisa se sentía casi sofocada.

Sabía que esto ocurriría tarde o temprano. Lo había sentido hacía unos segundos, cuando él la había tomado en sus brazos.

Pero, ¿qué podía hacer? Estaba atrapada. No podía apartarse de allí aunque hubiera querido hacerlo. De modo que cerró los ojos y se dispuso a soportar como pudiera la excitación que le producía el cuerpo de él al entrar en contacto con el suyo. Unos segundos más tarde él habría terminado, y ella podría respirar por fin.

Los dedos de Carson permanecieron en su pelo. Ya había soltado el anzuelo pero no tenía el menor deseo de apartarse de allí. Se sentía muy bien donde estaba. Sentía la presión de los pechos de ella sobre su cuerpo, y al pensar en ellos sintió cómo se contraían los músculos de su estómago. Sin moverse ni un centímetro de donde estaba, apartó la cabeza para poder mirarla a los ojos.

Habría querido evitar que esto sucediera. Mezclar el amor con los negocios siempre había sido una receta desastrosa. Sabía que tenía que apartarse de ella inmediatamente y huir de allí. Pero no podía hacerlo. Esta vez no. La atracción que sentía era demasiado grande.

El rostro de ella estaba vuelto hacia él. Sus ojos estaban casi cerrados, y los labios entreabiertos. Todos sus instintos le decían que lo hiciera. Después de respirar profundo, se inclinó para besarla en los labios.

– No.

En un principio no estaba seguro de si la haba oído hablar realmente.

– ¿No? -murmuró, como si no pudiera creerlo.

– No -repitió ella, esta vez con tono más firme-. No me bese.

El se apartó unos centímetros, pero siguió todavía junto a ella. Sus manos se deslizaron hasta las solapas de su blusa y se detuvieron allí.

– ¿Por qué no? -preguntó él con tono casual.

Ella negó con la cabeza lentamente, sus ojos muy brillantes en la semioscuridad de la habitación.

– Porque yo no quiero que lo haga.

Sus palabras eran claras y concisas. Parecía que estaba hablando en serio.

¿O no? Carson todavía no sabía qué pensar. Algunas veces no resultaba fácil descifrar lo que las mujeres querían decir realmente. Se había sentido tan seguro…

– Tus ojos no estaban diciendo no… -dijo él con suavidad.

Ella suspiró y soltó una carcajada.

– Ya lo sé -dijo mirándolo-. De acuerdo, es cierto. Todos los impulsos de mi cuerpo me están pidiendo a gritos que me beses.

– Bueno, entonces…

Ella tenía que hacerle comprender. Levantando las dos manos, las puso sobre su pecho y empujó ligeramente para hacerle saber que hablaba en serio.

– Mi cabeza tiene preferencia sobre mi cuerpo. Y mi cabeza está diciendo que no en voz alta y clara.

El la contempló un instante y luego se apartó de ella, notando cómo ella se arreglaba rápidamente el pelo y la ropa.

– ¿Qué es lo que pasa? ¿No quieres envolverte en una relación con alguien vinculado con tu trabajo?

Ella le miró, sintiendo alivio y al mismo tiempo desilusión.

– No, no es eso.

No merecía la pena decir mentiras educadas. Ya lo había hecho muchas veces y no veía la necesidad de seguir haciéndolo. Le diría la verdad. El se lo merecía.

– Voy a ser muy honesta contigo, Carson. Soy demasiado mayor como para ir por ahí jugando y tomándome las cosas a la ligera. Sé qué es lo que necesito, y divertirme y tomarme las cosas a la ligera no tiene nada que ver con ello.

El la miró, perplejo. Divertirse y tomarse las cosas a la ligera era lo mejor que había en la vida. Divertirse y tomarse las cosas a la ligera era lo que hacía que la vida mereciera la pena ser vivida. ¿Es que ella no lo sabía? ¿No lo había oído nunca?

– Entonces, ¿qué es lo que piensas tú que necesitas?

Ella echó a caminar en dirección a los archivos que había pegados al muro, y él la siguió.

– Es fácil de contestar. Necesito mucho más. Una casita con un jardín de rosas en flor. Dos gatos en el patio. Un columpio en la parte de atrás.

– Y una cuna en la habitación de los niños -murmuró él, comenzando a comprender.

– ¿Qué? -preguntó ella, pero él negó con la cabeza-. Bueno, pues ya ves, eso es lo que yo tengo en la cabeza. Algo diametralmente opuesto a lo que tú deseas. Nosotros dos somos incompatibles.

Estaban al lado de los archivadores. Tirando de uno de los cajones, Lisa comenzó a sacar los papeles que estaban buscando y se los fue entregando a él.

– ¿Cómo sabes tú qué es lo que quiero yo? -preguntó él.

– Lo veo en tus ojos -dijo ella riendo.

Los dos atravesaban el sótano con los brazos cargados de papeles y carpetas, rumbo al ascensor.

– A ver si lo he entendido bien -indicó Carson sin molestarse en discutir qué era lo que ella creía que quería. Tenía la sensación de que ella lo sabía perfectamente-. Tal como yo lo veo, me parece que tú todavía sigues creyendo en cuentos de hadas…

– ¿Finales felices? Sí, por supuesto -dijo ella apretando el botón del ascensor.

– Entonces, si ponemos todo esto en términos de cuento de hadas… -comenzó a decir él, con un brillo de buen humor en sus ojos azules.

– Entonces tú eres el lobo malo -dijo ella, volviéndose a mirarlo para ver cómo se tomaba sus palabras.

El pareció muy sorprendido.

– ¿Qué? Yo siempre me había visto como el príncipe encantado.

– Piensa un poco más -comentó ella cuando los dos entraban en el ascensor.

– No, hombre… El príncipe encantado ofrece a la preciosa dama romance, diversión…

– Sí, estoy segura de que todo eso lo harías muy bien -dijo ella-. O sea que esa es la versión masculina del cuento, ¿verdad? La versión femenina es un poco diferente. A nosotras nos gusta interpretar "y fueron felices y comieron perdices" como que se casaron y tuvieron un montón de hijos.

El ascensor llegó a su destino, y Carson sujetó la puerta para que ella pasara.

– ¿Y qué clase de felicidad es esa? -preguntó.

Sabía que estaba intentando vencer su resistencia, pero no se sentía con ánimos para enfadarse con él. Lo único que hizo fue echar a caminar con paso firme en dirección a su oficina, sabiendo que él la seguiría.

– Oh, por supuesto. Me imagino que para ti eso de "vivir felices" significa encontrar una nueva hermosa dama cada semana.

El no contestó inmediatamente. En su mayoría los empleados de las oficinas estaban almorzando, y Terry no estaba en su escritorio. Aprovecharon esta circunstancia para dejar todos los papeles que traían en la mesa de Terry antes de entrar en el despacho de Lisa. Cuando se acercaban a la puerta del despacho, Carson puso el brazo para impedirle a Lisa la entrada, y la obligó a que lo mirara a los ojos. A ella le sorprendió comprobar que él llevaba todo aquel tiempo pensando en su última observación.

– Lo creas o no -dijo con tono serio-, me parece que yo no soy tan frívolo.

Ella había ido demasiado lejos. Le habría gustado poder rectificar sus palabras.

– Escucha, yo no quería dar a entender que tú fueras… así. Lo que pasa es que…

– Lo que tú querías dar a entender es que no merece la pena que nosotros dos nos conozcamos mejor porque lo que tú buscas es un marido y yo no sirvo para eso.

Ella se ruborizó. Lamentaba que hubieran llegado a esto.

– No. Lo que yo quería decir era que a estas alturas de la vida yo quiero encontrar algo serio y duradero, y no creo que tú quieras lo mismo.

– Es lo mismo -dijo él-. Pero tú no me conoces en absoluto. Estás reaccionando ante una imagen, sin molestarte en escarbar un poco para conocer a la persona de verdad.

El tenía razón. Le miró con atención, intentando ir más allá de sus ojos azules… y sus anchos hombros… y su rostro duro y masculino… e intentó compararle con su hombre de tweed , aquel que sería padre de sus hijos y responsable de su hogar. Por espacio de un instante, se imaginó que sería posible encajar a Carson James dentro de aquella imagen, y sintió que su pulso se aceleraba. ¿Qué pasaría si…?

Pero entonces su mirada se encontró con la de él, y fue consciente del aire de buen humor y de sensualidad que rodeaba a aquel hombre. Ah, sí. Este era el principal inconveniente. El futuro padre de sus hijos nunca podría mirar a una mujer tan provocativa. Incapaz de detenerse, se echó a reír.

– ¿Qué pasa? -preguntó él desconcertado.

– Lo siento. No eres tú -dijo ella riendo de nuevo, levantando la mano como para pedir perdón y rozando casi su pecho. El capturó su mano y la sostuvo suavemente por la muñeca.

– Nunca me había dado cuenta de que fuera un personaje tan cómico -dijo él.

– No, no, no es eso. Lo que pasa es que…

Y antes que pudiera darse cuenta de lo que estaba haciendo, allí estaba su otra mano, deslizándose por la solapa de su chaqueta. Le resultaba tan fácil tocarle. Apenas se conocían, y ya se había creado entre los dos una increíble familiaridad física. Pero no se conocían lo suficiente como para acercarse tanto el uno al otro.

Ella se apartó de él y le miró. Ya no estaban en contacto, pero seguía sintiendo en toda su piel la presencia física de Carson.

– Eres un hombre muy atractivo, Carson, pero no eres lo que estoy buscando -dijo con sencillez, deseando que estas palabras fueran suficientes para mantenerlos alejados al uno del otro, pero sabiendo al mismo tiempo que eso no bastaría.

El la miró.

– ¿No podemos ser amigos? -preguntó.

Ella negó con la cabeza.

– No, creo que no podemos.

– No sería por mucho tiempo -dijo él-. Me marcho a Tahití dentro de poco tiempo.

– Oh.

Bueno, no estaba nada mal. El era exactamente lo que ella había imaginado que era, un playboy disfrazado de banquero. Pero se iba a marchar en seguida, de modo que podía estar tranquila.

– ¿Por qué a Tahití?

– Porque es diferente. Y además, nunca he estado allí.

Ella le miró un instante, y luego rió.

– Muy bien, señor Carson James. Ya está bien de jugar conmigo. Acabas de demostrar que todo lo que yo decía era cierto.

– Ah, ¿sí?

– Sí. Yo quiero estabilidad. Tú quieres viajar a sitios remotos. Tal como yo decía, somos personas absolutamente opuestas. De modo que -dijo, entrando en su oficina y lanzándole una seductora sonrisa por encima del hombro-, deja ya de intentar influir en mi juicio. Yo sé lo que estoy haciendo.

Al entrar, se quedó atónita. Su despacho había sido convertido en un pequeño y elegante restaurante francés. Los libros y los papeles habían sido trasladados a una mesa del fondo de la habitación. Sobre su escritorio habían puesto un mantel de encaje y cubiertos de plata. Las velas esperaban a ser encendidas. Brillaba la porcelana. Resplandecía el vidrio.

Ella había encargado un almuerzo de gourmet. Suponía que Delia se había enterado quién era el que venía a almorzar y había extraído sus propias conclusiones. Probablemente la reputación de Carson James se había extendido a todas partes. Pero todo esto tenía todo el aspecto de una invitación al romance. Tendría que tener una pequeña charla con aquella mujer.

Miró a Carson y vio que él estaba tan sorprendido como ella misma. No serviría de nada asegurarle que ella no había planeado que fueran así las cosas, de modo que sonrió.

– Ah, aquí está la comida. ¿Quieres que nos sentemos y comamos?

El no dijo ni palabra. Lo vio tomar una silla y acercarla al escritorio. ¿Qué estaría él pensando?

Había champiñones salteados en vino blanco, alcachofas rellenas con gambas y pollo a la mostaza, con una tarta especial de postre. Lo más probable era que él se estuviera preguntando cuál era la razón de aquella celebración extravagante.

Era eso exactamente lo que Carson se estaba preguntando. Había asistido a muchos almuerzos de negocios, pero jamás había visto nada parecido. ¿Habría en Tahití comida como esta?

No importaba. En Tahití había frutas tropicales y mujeres que vivían para el presente y no estaban obsesionadas con montar un hogar. Y dos gatos en el patio, pensó, recordando los arañazos que tenía en la mano.

Empezaba a pensar que ella tenía toda la razón. Los objetivos de ambos eran incompatibles. Pensó que le agradecía a Lisa que hubiera dejado las cosas tan claras. Ahora ninguno de los dos tenía ilusiones absurdas. Ahora podrían evitar fácilmente meterse en líos porque, a pesar de la obvia atracción física, los dos sabían que sus intereses eran diametralmente opuestos. Era así de simple.

– ¿Te gusta la comida? -preguntó ella.

– Claro que sí -dijo él-. Es deliciosa. Pero si almuerzas así todos los días, no me extraña que este negocio tenga problemas.

La miró, esperando su reacción.

Ella sonrió.

– No almuerzo así todos los días.

Lo había dicho de una manera que hacía suponer que había alguna razón oculta para todo aquello.

– Entonces, ¿por qué hoy sí?

– Hay una razón -dijo ella-. Pero es un secreto.

– Un secreto. ¿Qué clase de secreto?

Ella entrelazó las manos y bajó los ojos.

– La clase de secreto que uno no le cuenta a nadie.

– Ah, no -dijo él con convicción-. Se lo tienes que contar por lo menos a una persona.

– Ah, ¿sí?

– Claro. Porque si no, no es un secreto ni es nada. Es como esa vieja historia sobre el árbol que cae en medio del bosque. Si no hay nadie allí para escucharlo, ¿hace algún ruido al caer?

– ¿Lo hace?

– ¿Cómo voy a saberlo? Yo no estaba allí cuando caía -declaró con una sonrisa-. Pero sí que estoy aquí. Puedes decirme tu secreto.

Le gustaba cuando él sonreía de aquel modo. ¿Por qué le habría dicho que no podían ser amigos? Se estaba convirtiendo en una cascarrabias. Un poco de amistad no podía hacer daño. Además, él se iba a marchar a Tahití.

– Ya veo -dijo ella-. Entonces tú eres la persona a la que hay que contárselo.

– Exactamente.

Lisa lo pensó un instante. Si se lo decía, sería la única persona de toda la costa oeste que lo sabría. Por alguna razón, esta idea le ponía la carne de gallina. Sin embargo, iba a decírselo. Por alguna loca razón, deseaba que él lo supiera.

– Muy bien -dijo por fin.

El esperó.

– Pero tú ya sabes lo que es un secreto -continuó Lisa, medio en serio medio en broma-. Quiero decir, que si te lo dijo, tú no se lo podrás decir a nadie.

El levantó la mano.

– Palabra de honor de boy scout.

– Tú y yo seremos los únicos que lo sepamos.

El asintió, esperando. Por alguna razón, todo aquello le parecía muy agradable.

– Muy bien -ella lo miró a los ojos-. Ahí va… este día… hoy… es mi cumpleaños.

– ¿Tu cumpleaños? -dijo él. Jamás había dado gran importancia a aquellas cosas, pero sabía que para las mujeres eran importantes. Y allí estaba ella, celebrando su comida de cumpleaños con él, con un hombre al que apenas conocía. Incluso a él le resultó un poco triste-. ¿Y no lo sabe nadie?

– Llevo pocas semanas en la ciudad -explicó-. He recibido tarjetas y llamadas de amigos de Nueva York, pero aquí no hay nadie que…

Quedó en silencio, como si acabara de darse cuenta ella misma de lo triste que era la situación. Carson la observó por espacio de unos segundos.

– ¿Qué vas a hacer esta noche? -preguntó de pronto-. Vamonos a bailar.

En vez de mirarlo, ella empezó a recoger los platos.

– Habíamos decidido no salir juntos, ¿no te acuerdas?

– No. Tú lo has decidido. Además, esto no será realmente salir. Alguien tiene que sacarte para celebrar tu cumpleaños.

Ella le miró en silencio. Tenía que ser una broma.

– Gracias, pero no, gracias -dijo por fin-. Tengo mucho trabajo que hacer.

Levantándose, colocó los platos sobre la bandeja que había al lado de la puerta.

– Me parece que será mejor que volvamos al trabajo -declaró la chica.

Carson se levantó y salió del despacho para recoger todos los papeles y carpetas que habían llevado del sótano. Terry ya estaba detrás de su escritorio y le dedicó una de esas apreciativas miradas femeninas a las que estaba acostumbrado. Al entrar en el despacho de nuevo, vio que Lisa se había puesto sus gruesas gafas y estaba ya trabajando frente a la pantalla del ordenador.

– Dime qué es lo que sabes sobre la política de devoluciones y cambios de las otras tiendas de la zona -dijo ella-. No me gusta la forma en que se lleva eso aquí. Me gustaría hacer un par de cambios.

El se sentó y asintió. Bueno, pensó, al margen de otras consideraciones, ella parecía bastante determinada a ponerse al frente de Loring's y hacer un buen trabajo. Eso estaba claro. Lo que ya no estaba tan claro era cómo iba a lograr hacerlo con todas las cosas en contra.

No sabía qué hacer. Tal como él lo veía, tenía sólo dos opciones. La primera, aconsejar a Lisa que abandonara ahora que todavía no se había perdido todo. No era exactamente aquello para lo que le habían enviado, pero en realidad, a largo plazo sería lo mejor. Pero también podía quedarse con ella y ayudarla a luchar. Sería una lucha larga y difícil, y podía terminar exactamente igual que la primera opción.

– Tendré que investigar eso -le dijo-. Ya hablaremos más adelante.

Ella asintió sin levantar la vista, y Carson observó la forma en que se mordía el labio inferior mientras estudiaba con total concentración las hojas llenas de columnas de números. El día anterior había pensado que estaba loca. Hoy estaba viendo en ella a una mujer totalmente diferente.

– Dime una cosa -preguntó él de pronto-. ¿Qué es lo que piensas de este lugar realmente?

Ella levantó los ojos y lo miró.

– ¿Qué quieres decir?

– Loring's fue toda la vida de tu abuelo. Pero tú te marchaste de aquí hace años. Es imposible que sea algo tuyo. ¿Cuánta energía emocional vas a tener que invertir en esto? ¿Amas este lugar? ¿O no es para ti otra cosa que un trabajo más?

Ella quedó en silencio unos instantes.

– Mi abuelo y yo estuvimos peleados durante unos cuantos años -dijo por fin-. Yo tenía que demostrarle algo antes de volver aquí.

– Y ahora, ¿a quién estás intentando demostrarle algo?

– A mí misma.

El asintió.

– Voy a decirte una cosa. Este sitio es un absoluto desastre.

Las mejillas de Lisa se colorearon. Sintió como si alguien estuviera atacando a su familia, a sus antepasados.

– Pero, no te enfades -dijo él rápidamente-. Déjame terminar. Me gustaría que miraras el tema de forma objetiva. Este lugar fue en un tiempo un ejemplo perfecto de lo que deberían ser unos grandes almacenes en una ciudad pequeña. Pero eso fue hace años. Cuando tu abuelo comenzó a envejecer, también dejó que la tienda envejeciera. Tal como está Loring's ahora mismo, me parece que no merece la pena intentar salvarlo. Lo que me gustaría saber es -añadió mirándola a los ojos con atención-, si hay un alma en este negocio. Si hay algo aquí que merece la pena que yo intente salvar.

Lisa permaneció inmóvil. Por alguna ridícula razón estaba temblando de pies a cabeza. Le habría gustado poder decirle a Carson las palabras adecuadas. El estaba esperando, mirándola con sus ojos azules, y se daba cuenta de que la respuesta que le diera podía ser muy importante.

– No sé cómo contestar a eso -dijo por fin, sintiendo que había fracasado-. No estoy segura de tener una respuesta.

El cerró su cuaderno de notas.

– Entonces no sé para qué vamos a molestarnos en seguir adelante.

Lisa sintió que se le caía el corazón a los pies.

– Pero no puedes abandonar el asunto con tanta facilidad.

– No estoy abandonando nada, Lisa -dijo él-. Te estoy pidiendo que no lo abandones tú. Me gustaría que te tomaras un tiempo para mirar en tu interior, hasta que averigües qué es lo que realmente quieres. Quiero que averigües si es tu abuelo y sus ideas las que llevan todavía este negocio o si te has decidido de verdad a llevarlo tú.

Se levantó y rozó la mejilla de Lisa con el dedo, sorprendiéndola de nuevo.

– Voy a decirte lo que quiero que hagas, Lisa. Quiero que te apartes de todos estos libros por un momento, que te vayas a la playa y te pongas a mirar las olas y a pensar. Simplemente pensar. Ver qué es lo que sientes. Dejarte flotar. Y descubrir qué es lo que realmente quieres, y por qué lo quieres.

Lisa se levantó también. Le temblaban las rodillas, no sabía exactamente por qué. Le habría gustado defender su posición, defender su negocio, pero se sentía incapaz de expresar con palabras lo que sentía, de modo que se limitó a reaccionar contra las palabras de Carson.

– Todo eso son tonterías, y tú lo sabes. Está perfectamente claro lo que hay que hacer. Si tú no puedes ayudarme, lo mejor será que el banco envíe a una persona que sí pueda.

El sonrió y negó con la cabeza, dejando que la ira de Lisa le acariciara como una brisa.

– ¿Estás viviendo en ese caserón de tu abuelo que hay frente a la playa? -preguntó.

– Sí, pero…

– Me pasaré por allí esta noche -dijo, volviéndose para marcharse-. Espero que para entonces ya conozcas la respuesta.

Se detuvo antes de salir y se volvió a mirarla, como si en verdad tuviera deseos de volverla a ver más tarde. Pero no había ningún problema. Ellos dos eran incompatibles. Y él iba a marcharse pronto. Todo iría bien.

Carson miró su reloj.

– Me voy al mar a navegar un poco -dijo. Luego añadió con un guiño-: tengo que practicar para cuando me vaya a Tahití.

Ella casi soltó una carcajada, más por desesperación que por buen humor.

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