Primero parte

1

El suceso parecía de lo más común. Un taxi se había estrellado en el kilómetro 17 de la carretera que conducía al aeropuerto. Los dos pasajeros habían resultado muertos en el acto, mientras que el conductor, gravemente herido, fue trasladado al hospital en estado de coma.

El atestado de la policía incluía los datos habituales en este género de casos: los nombres de los fallecidos, un hombre y una mujer joven, ambos de nacionalidad albanesa, el número de matrícula del taxi, además del nombre de su conductor, austríaco, así como las circunstancias, o, más exactamente, el desconocimiento parcial de las circunstancias en las que se había producido el accidente. El vehículo no había dejado la menor huella de frenada en ninguna dirección. En el curso de la marcha se había desviado hacia el costado de la calzada como si el conductor hubiera perdido de pronto la vista, hasta volcar en un talud.

Una pareja de holandeses cuyo vehículo circulaba detrás del taxi declaró que, sin la menor causa aparente, éste había abandonado de pronto la carretera para abalanzarse contra el quitamiedos lateral. Aunque aterrados, los dos holandeses habían llegado a presenciar no sólo el vuelo del taxi en el vacío, sino también la apertura de las puertas traseras del vehículo, por donde los pasajeros, un hombre y una mujer, si no se equivocaban, se habían visto expulsados al exterior.

Otro testigo, conductor de un camión de Euromobil, proporcionaba poco más o menos la misma versión.

Un segundo atestado, redactado una semana después en el hospital, cuando el taxista recuperó el conocimiento, en lugar de esclarecerlo, lo oscurecía todo aún más. Tras la afirmación del hombre en el sentido de que nada infrecuente había sucedido hasta el momento del accidente, a excepción… tal vez… del retrovisor… que quizás hubiera atraído su atención…, el juez de instrucción acabó por perder la sangre fría.

A la reiterada pregunta acerca de lo que había visto en el espejo retrovisor, el chófer fue incapaz de responder. Las intervenciones del médico en sentido de que no se fatigara al paciente no impidieron al instructor continuar su interrogatorio. ¿Qué había visto en el retrovisor situado sobre el salpicadero del vehículo; en otras palabras, qué se estaba produciendo de infrecuente en el asiento trasero del taxi como para llegar a distraerlo por completo? ¿Una trifulca entre los dos viajeros? ¿O, al contrario, caricias eróticas especialmente atrevidas?

El herido decía que no con la cabeza. Ni una cosa ni la otra.

Entonces ¿qué?, estuvo a punto de gritar el otro. ¿Qué es lo que te hizo perder la cabeza? ¿Qué demonios viste?

El médico se disponía a intervenir de nuevo cuando el paciente, arrastrando las palabras como venía haciendo, comenzó a hablar. Al término de su respuesta, que resultó interminablemente larga, el juez y el médico intercambiaron una mirada. Antes del choque, los dos pasajeros del asiento trasero del taxi… no habían hecho otra cosa… otra cosa… que… esforzarse por… besarse…

2

Aunque el testimonio del taxista, a falta de credibilidad, fue interpretado como producto de las secuelas postraumáticas, el expediente del accidente del kilómetro 17 se declaró cerrado. La argumentación era sencilla: cualquiera que fuese la explicación que pudiera proporcionar el conductor sobre lo que había visto o había creído ver en el espejo retrovisor, eso no cambiaba gran cosa respecto a la esencia de la cuestión: el taxi había volcado como consecuencia de algo que había sucedido en su cerebro: distracción, alucinación o súbito oscurecimiento de sus facultades, todas ellas cosas mediante las que difícilmente podía establecerse alguna clase de vínculo con los pasajeros.

Sus identidades fueron establecidas, como de costumbre, junto con otros pormenores: él, analista al servicio del Consejo de Europa para cuestiones de los Balcanes occidentales; ella, una mujer joven, hermosa, becaria en el Instituto Arqueológico de Viena. Al parecer, amantes. El taxi había sido llamado desde la recepción del Hotel Miramax, donde las víctimas habían pasado las dos noches del fin de semana. El informe de la revisión técnica del vehículo excluía cualquier acto de sabotaje.

En un último intento por dilucidar si existían contradicciones en el relato del taxista, el juez le hizo una pregunta trampa sobre lo que había sucedido con los viajeros tras la caída por el barranco. De la respuesta del interpelado en el sentido de que sólo él se había estrellado contra el suelo, pues los otros habían abandonado el taxi, por así decirlo, se habían disociado de él por los aires, podía concluirse al menos que el herido no mentía en lo relativo a lo que había visto o imaginaba haber visto.

Aunque trivial a primera vista, el expediente, debido al testimonio insólito del taxista, fue no obstante archivado en el casillero de los «accidentes atípicos».

Fue ésta la razón de que, varios meses después, una copia acabara aterrizando en el Instituto de la red viaria europea, cuarta sección, encargada de los accidentes raros.

Aunque la calificación de «raros» diera a entender que no se trataba más que de un puñado en comparación con los accidentes habituales, impremeditados, causados por el mal tiempo, la velocidad inadecuada, el cansancio, el alcohol, las drogas, etcétera, los accidentes atípicos sorprendían sin embargo por su diversidad. Desde los golpes mortales o el sabotaje de los frenos hasta las visiones o alucinaciones repentinas de los conductores, su crónica relataba los más inconcebibles sucesos.

Una parte de ellos, los más misteriosos, guardaban relación con el espejo retrovisor del interior de la cabina. Constituían todo un capítulo aparte. Puede imaginarse con facilidad que lo que habían visto los conductores en él debía de ser extremadamente chocante, pues les había conducido a la propia desgracia. En el caso de los chóferes de taxis, el hecho de ser amenazados con un arma por el pasajero era uno de los que aparecía con mayor frecuencia. No eran raras tampoco las lesiones vinculadas con enfermedades diversas: pérdidas pasajeras de la consciencia, vómitos de sangre, arrebatos de delirio acompañados de alaridos. Una brusca pelea, incluso con cuchilladas entre los propios pasajeros, aunque no se produjera con una frecuencia excepcional, podía por su violencia ofuscar a un conductor sin experiencia. Más raros eran los casos en que uno de los viajeros, por lo común la mujer que pocos minutos antes había entrado en el taxi cariñosamente abrazada por su pareja, comenzaba de pronto a vociferar que la estaban secuestrando al tiempo que hacía esfuerzos por abrir la portezuela para saltar al exterior. Aunque podían contarse con los dedos de la mano, tampoco faltaban otros casos en que el conductor del taxi reconocía en la cliente a su primer amor, o bien a la esposa que lo había abandonado.

Si bien la mayor parte de los sucesos a primera vista misteriosos acababan encontrando explicación, resultaría excesivo pretender que el misterio de todas las apariciones reflejadas por la superficie de un retrovisor hubiera sido desentrañado.

Aparte de las alucinaciones, se clasificaban los casos por categorías: hipnosis producida por la mirada del pasajero, súbita ebriedad debida a la mirada traviesa de la hermosa clienta, o bien a la inversa, sensación de ser absorbido por un vacío aterrador semejante a un agujero negro.

Lo declarado por el taxista tras el accidente del kilómetro 17 de la carretera del aeropuerto, aunque a primera vista demasiado trivial para ser calificado de delirio o alucinación, escapaba en cualquiera de los casos a toda explicación racional. El esfuerzo de los dos clientes por besarse, que de acuerdo con las palabras del chófer se convirtió en causa de su propia distracción y, en consecuencia, de la muerte de ellos, se escurría insidiosamente entre los dedos cuanto mayores eran los esfuerzos por captarlo.

Los analistas que se ocuparon del accidente sacudieron al principio la cabeza, luego torcieron el gesto, más tarde sonrieron con malicia, para irritarse a continuación y verse obligados a empezar otra vez desde el comienzo.

¿Qué significaba aquello de que «se esforzaban por besarse»? Si incluso desde el punto de vista de la lengua ya resultaba antinatural, no digamos ya de la lógica. Podía concebirse que uno de ellos intentara besar al otro y este último se opusiera. Que uno de ellos mostrara recelos o que los mostraran ambos, que los dos tuvieran miedo de un tercero y así sucesivamente. Pero que las dos personas en el taxi, a solas con el conductor, «se esforzaban por besarse» -Sie versuchten gerade sich zu küssen-, como precisaba el acta, no se sostenía de ningún modo. El asunto era perfectamente sencillo: salían de un hotel donde habían pasado la noche, entonces ¿cómo es que «se esforzaban por besarse»? Dicho en otros términos, si querían continuar besándose, ¿por qué no lo hacían en vez de andarse con rodeos? ¿Qué se lo impedía?

Cuanto más se intentaba desenmarañar los hechos, más incomprensible se tornaba todo. Supongamos que las dos víctimas, a consecuencia de algún impedimento, no conseguían aproximarse: ¿Por qué entonces el taxista se había impresionado tanto con ello? ¿Acaso eran pocos los clientes que se besaban, incluso los que hacían directamente el amor en el asiento trasero entre los que había tenido ocasión de llevar de un lado al otro? Además, ¿cómo había podido percibir él una cosa tan sutil como el intento, en otros términos el deseo, acompañado del secreto obstáculo que lo impedía, de besarse?

Irritados, tras haberse repetido la sentencia: «Un simple arroja una piedra al río que cuarenta espabilados no son capaces de sacar», los analistas anotaron en el margen que, a no ser que se tratara del viejo subterfugio de la cliente en la que se reconocía a la propia esposa o a la amante de otro tiempo, a menudo pretextado por los conductores a partir del modelo heredado de fábulas más antiguas, éste era un caso de simple psicosis del que no merecía la pena ocuparse.

Por otra parte, tras la confirmación de que cualquier posible vínculo entre el taxista y la clienta extranjera de nacionalidad albanesa quedaba excluido, un informe médico calificaba el estado psíquico del conductor como enteramente normal.

3

Tres meses más tarde, cuando dos países de los Balcanes reclamaron uno tras otro examinar el dossier del accidente del kilómetro 17, el encargado de los archivos no pudo ocultar su sorpresa. ¿Desde cuándo a los países de la turbulenta península, después de haber perpetrado todas las atrocidades concebibles: asesinatos, bombardeos, entrada a saco y desalojo de pueblos enteros, ahora, una vez calmada la locura general, en lugar de consagrarse a las reparaciones necesarias, se les ocurría de pronto concentrar su atención en tan dispares y sofisticados hechos como los accidentes «raros» de automóvil?

Si bien no resultaba en modo alguno posible averiguar la causa que motivaba el interés del Estado serbo-montenegrino por el accidente, pronto quedó claro que los difuntos habían sido durante largo tiempo objeto de vigilancia por su parte.

Fue suficiente dar con el rastro de ese interés para que los servicios secretos albaneses se activaran de igual modo. La sospecha de que pudiera tratarse de un asesinato político, sospecha que tras la caída del comunismo todo el mundo se complacía en suscitar como parte inseparable de su legendaria paranoia, regresó de pronto a primer plano con toda su carga sombría.

Como de costumbre, los agentes albaneses llegaban con retraso al punto por donde los demás ya habían pasado. No obstante, gracias a los vínculos con los compatriotas de la diáspora, consiguieron reunir cierta cantidad de material relativo a las víctimas. Fragmentos de cartas, fotografías, billetes de avión, direcciones y facturas de hotel, aunque daban la impresión de no ser más que restos de una cosecha anterior, parecían de cualquier modo suficientes para arrojar algo de luz sobre las relaciones de la pareja. La simple visión de las fotografías, tomadas principalmente en hoteles, en terrazas de cafetería al borde de la calle, además de algunas otras, menos numerosas, tomadas en una bañera desde donde la joven, desnuda, miraba al objetivo con más regocijo que turbación, no dejaba el menor espacio para la duda sobre la naturaleza de sus relaciones. Las facturas de los hoteles permitían concluir con relativa precisión que los encuentros habían tenido lugar en diferentes ciudades de Europa a las que el hombre parecía haber acudido por razones de trabajo: Estrasburgo, Viena, Roma, Luxemburgo.

Los nombres de los lugares eran ratificados por las fotos, incluso por las cartas, en las que se hacía alusión a las ciudades, sobre todo por parte de la joven, a quien parecía complacerle precisar en cuáles de ellas se había sentido más dichosa.

Fue justo tras el examen de las cartas, en las que habían depositado sus principales esperanzas de desentrañar el enigma, cuando los investigadores, pasada la decepción inicial, experimentaron unos instantes de cierto estupor, seguido de inmediato por un completo desconcierto.

Las contradicciones eran tan groseras que se vieron obligados a interrumpir repetidas veces la indagación para conversar con los recepcionistas de los hoteles, las camareras de las plantas, los encargados de los bares nocturnos, con una compañera de la joven, inmigrante en Suiza, que, como se desprendía de las cartas, estaba en conocimiento de la verdad, y finalmente con el conductor del taxi.

Todos los testimonios coincidían poco más o menos en lo mismo: en la mayoría de sus encuentros la pareja parecía feliz, aunque había momentos en que la mujer se sumía en la tristeza, incluso en una ocasión había llorado en silencio durante el rato que él la dejó sola para ir a telefonear. Él también se enfadaba a veces, y entonces era ella quien hacía esfuerzos por tranquilizarlo acariciándole o besándole la mano.

A la pregunta de si había algo que los mortificara, una decisión necesaria que no eran capaces de tomar, una pesadumbre, una duda, una amenaza, los camareros no sabían qué responder. A sus ojos todo parecía de lo más natural. En los bares nocturnos era frecuente que las parejas pasaran de la euforia al mutismo, a veces al abatimiento, para recuperar de pronto la exaltación instantes después.

En tales casos, ella se volvía todavía más hermosa. Los ojos, que hasta ese instante no habían hecho más que seguir el humo del cigarrillo, se le iluminaban de pasión. Las mejillas de igual modo. Quedaba entonces envuelta en una belleza que sobrecogía, que te arrasaba.

¿Que te arrasaba? ¿Qué significa eso?

No sé cómo explicarlo. Quería decir una belleza que te dejaba partido en dos, tal como dicen. También él parecía reanimarse de pronto. Pedía otro whisky. Luego continuaban hablando en su lengua hasta pasada la medianoche, momento en que se levantaban para subir a su habitación.

Por el modo en que ella se ponía en pie, dejando caer una mirada de soslayo, echaba a andar la primera, la cabeza levemente inclinada, como antes se representaba a las mujeres hermosas y pecadoras, era evidente que iban a hacer el amor. Para los camareros de los bares nocturnos, sobre todo los de los hoteles, episodios así se convertían en detalles relajantes después de las largas horas de servicio.

4

El resto de las informaciones reunidas aquí y allá no consiguieron ayudar a los analistas a proyectar algo de luz sobre otros hechos. Por el contrario, todo iba enredándose cada vez más y, sobre el fondo de los testimonios de los camareros, las cartas de los dos fallecidos resultaban todavía más inexplicables. En ocasiones parecían adoptar el tono de una correspondencia banal entre dos amantes, incluso cuando ella se quejaba del comportamiento de él. Pero aparecían casos en que no quedaba el menor rastro de tal, y el laconismo de las notas daba claramente a entender que entre ellos no existía más que un mero acuerdo comercial entre una chica de alterne y su pareja.

Los investigadores no daban crédito a lo que veían sus ojos cuando después frases de la joven como: «Suceda lo que suceda, yo te querré toda la vida», se encontraban con notas de fecha posterior en las que, después de proporcionarle la dirección del hotel, él añadía: «En cuanto a las condiciones, de acuerdo en todo, como la vez anterior».

La frase podía interpretarse de dos modos. Podía referirse a la duración de la estancia, una o dos noches, pero de igual modo y con mayor probabilidad a una contrapartida, ya que, por si lo anterior no bastara, aquí y allá surgía el término call-girl, que él parecía estar siempre dispuesto a utilizar, viniera o no a cuento.

Por otra parte, en intercambios anteriores, por algunas frases debidas a él que ella citaba en sus propias cartas, se deducía que el hombre se refería de forma completamente normal a su impaciencia por verla, a lo que la había echado en falta y todo lo demás. La transformación, al parecer, se había producido durante la última fase de su larga relación.

De acuerdo con un minucioso cálculo, resultaba que si sus relaciones se habían prolongado durante alrededor de unas quinientas semanas, era durante las últimas cincuenta y dos cuando había tenido lugar tal alteración. Y como si hubiera querido situar un jalón fronterizo, la expresión call-girl aparecía justamente en la semana número cuarenta.

«Me has hecho experimentar una felicidad sin límites, lo reconozco -escribía ella-, pero tantas otras veces tu sañuda irritabilidad me ha envenenado la existencia.»

Se quejaba continuamente de eso y, en una carta del año 2000, le recordaba incluso que el periodo en que más plenamente había gozado la felicidad a su lado había sido el año de la guerra en los Balcanes, cuando probablemente él descargaba su agresividad en esa dirección. «En cuanto Serbia cayó de rodillas, como si no supieras a qué dedicarte, comenzaste de nuevo a martirizarme a mí.»

Fue esta última frase la que empujó a los agentes albaneses a creer que habían encontrado la clave para explicar uno de los enigmas: la vigilancia de Besfort Y. por parte del servicio secreto serbo-montenegrino. Con sus numerosas relaciones en Estrasburgo y en Bruselas, así como en la mayoría de los organismos mundiales de defensa de los derechos humanos, era natural que Besfort Y. figurara no sólo entre las personas consideradas molestas para Yugoslavia, sino entre aquellas a las que, en cierta medida, podía adjudicárseles algún grado de responsabilidad en el hecho de que fuera bombardeada.

La perplejidad provocada por la circunstancia de que la vigilancia hubiera comenzado con tanto retraso, cuando la guerra ya había acabado, se disipó de inmediato. Fue precisamente después de la guerra cuando, junto con cierta pesadumbre por el castigo y el desmembramiento padecidos por Yugoslavia, vio la luz cierto intento de revisión de los hechos. La esperanza de que los bombardeos fueran calificados de erróneos provocaba así tanto el regocijo de miles de personas como la desesperación de otras tantas.

Dentro de esta oleada que crecía a ojos vista, el esfuerzo por enfangar la reputación de Besfort Y., así como la de toda la cohorte de los que habían fomentado la defunción de Yugoslavia, parecía perfectamente natural. Bajo los efectos de una saña enfermiza, según podía deducirse de la carta de su amante, este hombre no había encontrado sosiego hasta asistir al derrumbamiento del Estado vecino. Sin contar con que su amiga y puede que incluso inspiradora resultaba ser una simple mujer de la vida.

Por mucho que se resistieran a admitirlo, los analistas albaneses sospechaban que, por desgracia, una parte de lo que sostenían los serbios, en particular todo lo relacionado con la amante de Besfort Y., parecía en no pocos casos fundado. Como ansiosos por certificar lo contrario, los agentes reemprendieron sus visitas a las agencias de viaje, los bares, las piscinas de hotel, hasta llegar a la modesta vivienda en cuyo desván se encontraban aún algunos de los efectos personales de la fallecida.

A consecuencia de ello, el galimatías engendrado en sus cabezas, en lugar de verse un tanto despejado, se enmarañó a tal extremo que llegaron incluso a sospechar que se tratara no de una, sino de dos mujeres diferentes, confundidas por error por los investigadores.

Eso es lo que habrían deseado creer pero, para su desesperación, se descubrían cada vez más persuadidos de que tras la joven mujer de turbadora figura, que tan bien conocían ya por las cartas, los testimonios de otros y sobre todo por las fotos íntimas, se ocultaba en realidad una segunda naturaleza.

5

La salida a escena de la pianista Liza Blumberg, amiga de Rovena, resucitó la sospecha de asesinato.

Hasta entonces había resultado fácil desecharla en tanto que se la relacionaba con el servicio secreto serbio. No se excluía, es verdad, la eliminación de Besfort Y. como elemento dañino para Yugoslavia, y con él de la amante que se encontraba por azar a su lado en el instante aciago. Pero era completamente ilógico que tal cosa se produjera una vez transcurrido tan largo espacio de tiempo. Si bien la eliminación de Besfort Y. en el momento debido podría haberles reportado algún beneficio, ahora que el telón del drama ya había caído, eso no le beneficiaba a nadie.

El revisionismo de los acontecimientos tenía más necesidad del descrédito que de la muerte de Besfort Y. Su asesinato no podía contribuir a ese descrédito. Por el contrario, lo más probable era que su desaparición lo obstaculizara. Es cosa sabida que resulta más fácil infamar a un vivo que a un muerto. Besfort Y. no podía ser una excepción, y mucho menos su amiga.

Lo que surgía de nuevo y de sorprendente en el testimonio de Lulú Blumb, como llamaban en su círculo de amistades a la pianista, era el vínculo que ella establecía entre la muerte de Rovena no con el servicio secreto serbio, sino con su pareja. Según ella, en los últimos tiempos se había convertido en una verdadera moda utilizar accidentes para encubrir asesinatos, y ella estaba convencida de que, precisamente por medio de ese accidente, Besfort Y. había pretendido desembarazarse de su amiga, con independencia de que él mismo lo hubiera pagado con la vida.

En este punto, no sin disimular su sarcasmo, todos los investigadores sin excepción interrumpían a la pianista para decirle que no resultaba demasiado creíble culpar a alguien de la muerte de otro cuando ambos se habían precipitado juntos al abismo. A menos que se pensara que Besfort Y., en el curso de la caída, por alguna razón radicalmente incomprensible, ¡había conseguido apresurarse, aprovechando la confusión, para perpetrar su crimen!

Espere, no tenga tanta prisa por burlarse, replicaba Lulú Blumb. No estoy tan chiflada como para creer semejante cosa. Y continuaba exponiendo su versión.

Estaba convencida de que Besfort Y. había asesinado a su amante. Las circunstancias, ella, por supuesto, no podía conocerlas, pero eso no le impedía en modo alguno mantener su convicción. Como le había confesado la propia Rovena varios meses atrás, mientras pasaban una temporada en Albania, alojados en un dudoso motel al que B. Y. la había llevado, ella había temido por su vida. Por lo que se refiere a la causa, prefería guardar silencio. Ellos estaban en condiciones de identificarla mejor que ella misma. Ella era una pianista, y la cara oculta de la política no le interesaba en absoluto. Besfort Y. era un hombre complicado. Por pura casualidad, Rovena le había hablado de misteriosas llamadas de teléfono pasada la medianoche. De cierto incidente con Israel o a causa de Israel tampoco se acordaba bien. Como ya les había dicho, ella prefería no mezclarse en tales enredos. Incluso si había estado en contra de los bombardeos sobre Yugoslavia, eso no se debía a ninguna convicción política, sino simplemente al hecho de que formaba parte de los verdes y, por tanto, se oponía al sobrevuelo de aviones militares, a la contaminación de la atmósfera y todo lo demás.

Entre tanto, el descubrimiento de la naturaleza de las relaciones entre Rovena y la pianista vino a deteriorar la credibilidad de esta última. No resultaba difícil concluir, incluso ella misma no lo ocultaba, que habían tenido las dos una aventura prolongada, lo que tornaba comprensibles los celos de la pianista hacia Besfort Y.

Fue ésta la razón de que, incluso tras la referida intervención de la Blumberg, los investigadores escucharan sin prestar mucha atención las conjeturas de ésta, incluida la última, la más nebulosa, en que la pianista, después de referirse a una gran muñeca despedazada por los perros, añadió acto seguido que no prestaran demasiado oído a sus palabras, pues se sentía muy cansada. Los investigadores, naturalmente, la hicieron volver sobre esa muñeca, pero la pianista dijo que lo había leído en las esquelas mortuorias de los periódicos, que estaba en verdad muy cansada y la única cosa que podía decirles era que quien se encontraba en el taxi, estaba completamente convencida, no era Rovena St. sino otra mujer.

Aunque estas últimas frases aparecían subrayadas en la mayor parte de las actas, los investigadores continuaban mostrándose incrédulos, y tal vez no habrían tenido la idea de retornar, no ya a ella, sino a la sospecha de asesinato en general, si no se hubieran topado con otro testimonio, procedente esta vez de «la parte de él».

Tal testimonio, en apariencia el único en su género, procedía de un viejo compañero de la facultad. La conversación se había producido en Tirana, en la planta de arriba del club Davidoff, un día de finales de invierno, algunos meses antes del accidente.

Según el testigo, Besfort estaba sombrío. Preguntado por la causa de ello, al comienzo respondió con evasivas. Tenía problemas. Más tarde retornó a su propia respuesta dejada a medias. Estaba enredado en un lío desagradable… con una mujer joven.

Conociendo su carácter, el testigo no intentó averiguar nada más. Pero el otro, contra su costumbre, le reveló algo de forma voluntaria. Al parecer había cometido un error. Por lo que llegó a captar el testigo, era la propia relación con aquella mujer lo que consideraba un error. Para su sorpresa, llegó incluso a utilizar la palabra «miedo»: miedo de esa relación, o de ella, la joven amante.

Tras un largo silencio, volvió a repetir que había cometido un error en algún momento. Sin proporcionar ninguna otra explicación, dijo que estaba haciendo esfuerzos por salir de aquel enredo. Tenía confianza. Su discurso era cada vez más confuso. Tenía confianza en que, cuando llegara el momento… es decir, el momento adecuado, sabría qué hacer.

El tono de sus palabras no dejaba lugar para injerencias. ¿La expresión de su cara? ¿Sus ojos? Fríos. ¡Oh, no! De ningún modo los de un asesino. Yo diría simplemente fríos. Desprovistos de compasión.

Los investigadores hubieron de regresar a las conjeturas de Liza Blumb, incluso a sus palabras casi delirantes acerca de la muñeca encontrada entre los matorrales, despedazada por los perros, pero la antojadiza pianista, tal vez arrepentida de haber hablado de más, se negó a continuar colaborando.

Esto no impidió en modo alguno la continuación de las pesquisas. Incluso ahora que la pianista había quedado al margen, el celo de los agentes se multiplicó de pronto. Pocas veces les había ocurrido que una sospecha de asesinato les condujera a digresiones tan alejadas de lo esencial que a menudo les hacían olvidar el punto de partida.

Todo lo que ya sabían, junto con el producto de las indagaciones nuevamente realizadas, fue objeto de un minucioso proceso de depuración que excedía el deber profesional.

Retornaron entonces a los dos primeros testimonios, el de la pareja holandesa y el del conductor del remolque de Euromobil. Al inicio habían parecido concordar (las puertas del taxi abiertas, los cuerpos lanzados al exterior), pero ahora, una vez sometidos a un concienzudo análisis, no era así. Según los holandeses, los cuerpos de las víctimas, todavía en el aire, iban abrazados por el cuello, como si pretendieran aferrarse el uno al otro. Mientras que el conductor del camión sostenía con insistencia que los cuerpos, al tiempo que caían, estaban separados.

La discrepancia podía estar justificada por el diferente ángulo de observación y sobre todo por la ubicación respectiva de los dos vehículos en el momento del accidente. Dado que el camión circulaba detrás del turismo, resultaba plausible que los holandeses hubieran visto unidos los cuerpos de las víctimas y el camionero los hubiera visto separados.

Sin embargo, este encaje de las pruebas se sostenía a duras penas. Implacables, el resto de los elementos aportados por las frases misteriosas desgranadas aquí y allá o vagamente pronunciadas al teléfono según el testimonio de la amiga de Suiza inducían a suponer algo sustancialmente diferente.

Tú crees haberte convertido en una persona serena, le escribía ella en una carta fechada en el último año. Yo preferiría tu irritabilidad anterior, que tantas veces ha representado una tortura para mí, a esta aterradora calma chicha.

En otra hoja, en apariencia escrita un día diferente, evocaba la conversación telefónica de la noche antes: Lo que me dijiste ayer, aunque sonara compasivo, era en sí mismo, no sé cómo calificarlo, monstruoso, desolador, de una frialdad cósmica.

Aproximadamente en el mismo periodo, ella le había confesado a su amiga de Suiza que se sentía extremadamente abatida. ¿A causa de él?, le había preguntado su amiga; y ella le respondió: Sí, pero no puedo decírtelo por teléfono. Resulta muy difícil de explicar. Tal vez sea imposible. Cuando nos veamos, lo intentaré de todos modos.

No consiguieron volver a verse, pues dos meses más tarde se había producido el accidente.

A la pregunta de los investigadores sobre si de todos modos ella había supuesto algo, la amiga de Suiza guardó silencio durante largo rato antes de responder. Por supuesto que algo había captado, pero era muy confuso. Tengo problemas con Besfort, le había dicho Rovena en algunas otras ocasiones, pero se trataba de frases de carácter vago, las más cómodas para iniciar cualquier conversación sobre el tema. A una pregunta sobre cuál era la naturaleza de esos problemas, la otra le había respondido que no resultaban fáciles de explicar. Tras un silencio, había añadido: B. intenta convencerme de que nosotros ya no nos queremos. ¿Qué manera es ésa de hablar?, se había indignado la amiga. Rovena había callado. ¿Y qué más?, había continuado la amiga. ¿Acaso quiere que os separéis? No, no, había respondido Rovena. No comprendo; entonces ¿qué pretende? Otra cosa, fue la respuesta al otro extremo del hilo. No te entiendo, había dicho la amiga. Hace ya algún tiempo que he dejado de comprenderte. A él, tu amigo, nunca le he entendido, pero ahora tampoco a ti. Tal vez cuando nos volvamos a ver, había añadido la otra, lo mismo que unas semanas antes.

Entre las notas redactadas en forma de diario o los fragmentos de frases que la difunta había dejado anotadas con destino a futuras cartas, los investigadores encontraron vínculos con el confuso diálogo entre las dos mujeres.

¿Esperanza de resurrección?, aparecía escrito en una hoja sin fecha. ¿Pretendes hacerme concebir la esperanza de verte de pronto convertido en el que eras? Al decirme que para resucitar es preciso morir primero, finges tratar de aliviarme. En realidad me hundes más profundamente en la oscuridad.

Tres meses antes del accidente, en el listín de teléfonos, junto a la dirección de un hotel, aparecía anotado: «Nuestro primer encuentro… después del vacío. ¡Es extraño! Se diría que me hubiera contagiado lo que yo tomé por su locura personal».

Los investigadores no entendían una palabra.

Una semana antes del accidente, en la agenda de bolsillo surgía una anotación parecida: Viernes, Hotel Miramax, nuestro tercer encuentro post mortem.

Como tratando de encontrar alivio para su ánimo con algo tangible y preciso, los investigadores tornaban y retornaban a la última noche en el bar nocturno del Hotel Miramax, reconstruida hora a hora mediante los testimonios de los camareros. La conversación entre ambos, muy juntos, en el rincón más oscuro. Los cabellos sueltos de ella. Su salida de madrugada, y el regreso de él una hora después. Su rostro exhibiendo esa laxa placidez de los hombres que, después de haber hecho el amor, bajan de nuevo al bar para dar tiempo a que su pareja duerma, sobre todo cuando su juventud requiere de más horas de sueño.

Luego, con otro ritmo, se sucedían la copa de whisky irlandés por la mañana, el encargo del taxi y la frase cruelmente antinatural del chófer: Sie versuchten gerade sich zu küssen.

6

En cualquier lugar del mundo, la batahola de los acontecimientos que se producían en la superficie estaba en abierta contradicción con el silencio imperante en las profundidades, pero en ninguna parte ese contraste era tan patente como en los Balcanes.

El viento atronaba sobre sus cumbres, doblegando los abetos y los robles enormes, lo que provocaba que la península toda tuviera la apariencia de una loca furiosa.

Entre tanto, lo que sucedía en los subsuelos, en el mundo de los susurros y de las investigaciones secretas, podía ser asimismo tomado por la locura de turno, aunque a menudo más grave que la imperante en la superficie.

Eso es lo que habría percibido un ojo ajeno al celo de los dos servicios secretos que continuaban enfangados en algo que tenía cada vez más la apariencia de una historia de fantasmas.

Los primeros en dar muestras de cansancio fueron los analistas serbios. Sus homólogos albaneses, que, aunque negándose a admitirlo, se daban cuenta de que se habían dejado arrastrar a ciegas en aquella historia por no quedarse atrás respecto a sus rivales, acechaban la ocasión propicia para retirarse a su vez.

Largo tiempo después, como siempre justo en el momento en que menos podía esperarse, una mano concienzuda había conseguido entre tanto, para sorpresa general, internarse de nuevo en los más ocultos rincones de los archivos. Una mano de largos dedos, finos y ágiles, cuya fragilidad se veía subrayada por las numerosas huellas de extracciones de sangre a cargo de enfermeras irritadas por no conseguir encontrarle las venas, había logrado sondear no solamente los expedientes de las dos partes, sino incluso centenares de otros testimonios conocidos o ignorados. Como recompensa por esa perseverancia, todo un mosaico de una sorprendente diversidad se había ido completando estación tras estación y año tras año. Lo que no habían sido capaces de alcanzar los servicios secretos de los dos Estados, un hombre solo, sin medios logísticos, sin dinero, sin recursos para ejercer presión, incluso sin la motivación del deber cumplido o de alguna suerte de beneficio, sino tan sólo movido por una pesadumbre personal, pesadumbre que no había desvelado jamás a nadie, había logrado aproximarse a la solución del enigma del kilómetro 17.

Al igual que en la imagen de una galaxia que en la distancia parece helada, mientras que para el observador entendido permite imaginar con facilidad qué torbellinos catastróficos y cegadoras explosiones se abisman en su interior, de igual modo en el expediente del investigador que jamás desveló su nombre se encontraba agrupada en un fingido desorden, aunque en realidad con arreglo a un sistema oculto, la multitud interminable de pequeños fragmentos que componían el mosaico. Figuraban allí, naturalmente, todos los datos antiguos, enriquecidos en su mayor parte con nuevos pormenores. Los nombres de los hoteles, incluso los números de las habitaciones donde la pareja había dormido, los testimonios de las camareras de planta, de los camareros de los bares. Asimismo toda clase de recibos, facturas de teléfono, tickets de salas de gimnasia, de cursos de autoescuela, de visitas y recetas médicas. Pero no se detenía aquí: dos sueños de Besfort Y., sin duda contados por él mismo a Rovena, uno fácil de interpretar, el otro totalmente abstruso, aparecían a retazos en una y otra parte. Y de nuevo pasajes de cartas, de diarios íntimos, de diálogos telefónicos reconstruidos más tarde, en su mayor parte acompañados de suposiciones y deducciones que, aunque en apariencia contradictorias, convergían siempre en algún punto para volver a divergir y aproximarse de nuevo más tarde de forma todavía más sobrecogedora.

Obedeciendo a un sistema cuya precisión recordaba los boletines meteorológicos de las noticias de la noche, se detallaban, de acuerdo con las anotaciones de la joven mujer, los días felices, su frecuencia comparada de un hotel al otro, el escalonamiento de las dosis de satisfacción, la jerarquía de los orgasmos. Todo esto confrontado con los testimonios de las mujeres de servicio, quienes recordaban el perfume utilizado por la mujer, la ropa interior dejada al descuido a los pies de la cama, las manchas en las sábanas indicando que no se protegían nunca. Casi con idéntica prolijidad se referían las horas de abatimiento, provocadas la mayor parte de las veces por conversaciones al teléfono que terminaban mal debido a la irritabilidad de su amante, las quejas de ella, su desesperación. Entre estos dos estados se encontraba un tercero, más difícil de desentrañar, una zona grisácea envuelta en bruma.

Era precisamente la palabra «zona» la que ella había utilizado en una de sus escasas cartas dirigidas a su amiga en Suiza.

Ahora nos encontramos en otra zona. No exagero en lo más mínimo al afirmar que se trata de otro planeta. Regido por otras leyes. Desde luego, hay en ello algo glacial, algo aterrador; sin embargo debo reconocer que al mismo tiempo me siento cautivada, sumergida en lo ignoto… Sé que te sorprenderán estas palabras, pero espero poder explicártelo cuando nos volvamos a ver.

Como sabe, no volvimos a vernos nunca, finalizaba la remitente de Suiza.

Otra carta, escrita dos semanas antes del accidente, era todavía más confusa.

Estoy de nuevo como paralizada. El continúa ejerciendo sobre mí un poder hipnótico. Las cosas que a primera vista me parecen absurdas son precisamente las que admito más dócilmente. Anoche me dijo que toda esta bruma, esta incomprensión entre nosotros de los últimos tiempos era cosa del alma. Ahora que lo hemos dejado a un lado, podemos decir que está superado. Del cuerpo siempre es más fácil ocuparse… Tú dirás seguramente que estás tratando con una loca. También yo me veía al principio de ese modo. Luego no. Aunque, de cualquier modo, pronto nos veremos y podrás darme la razón.

Durante horas enteras el investigador se dejaba arrastrar por este galimatías. El alma contribuyendo a la incomprensión. El encuentro antes de la muerte, calificado de post mortem. Entre otras frases insondables. Había ocasiones en que cada una de ellas se le antojaba la clave para el desvelamiento de la verdad, y otras, al contrario, la que cerraba para siempre todas las puertas.

Era precisamente el encuentro antes de la muerte el que era calificado como post. Y por si este desmedido retorcimiento no fuera suficiente, la carta, más exactamente la última palabra de Besfort Y., encontrada en el bolso de la joven mujer el día del accidente, la carta desconcertante que comenzaba con las palabras: «En cuanto a las condiciones, de acuerdo, lo mismo que la última vez», cuya interpretación se había convertido en causa de que los servicios secretos reemprendieran la investigación, se refería precisamente al último encuentro en el Hotel Miramax.

Una conversación telefónica con su amiga de Suiza que esta última no tenía previsto revelar nunca, después de haberse decidido por la opción contraria, aunque sólo cuando hubo leído la nota calificada de «cínica» en la mayor parte de los informes, dicha conversación telefónica indescifrable encontraba explicación más que con el concurso de ella.

¿Tú me dices que no me deje abatir? ¿Crees acaso que se trata de nimiedades comparadas con la felicidad que me proporciona? ¿Y si te dijera que me trata prácticamente como a una prostituta?

¿Se permite tratarte a ti como a una prostituta? ¿Eres consciente de lo que dices? Me dejas desconcertada.

Soy plenamente consciente. Y lo repito, aunque en lugar de la palabra puta, utiliza call girl, es esencialmente así como me trata, como a una puta.

¿Y tú toleras semejante cosa?

Sí…

Me dejas verdaderamente desconcertada. Y para serte sincera, más que él, eres tú la que me deja boquiabierta.

Tienes razón. Sin embargo tú no estás en condiciones de conocer toda la verdad. Tal vez sea culpa mía por habértelo dicho por teléfono. Espero que cuando nos encontremos…

Escucha, Rovena. No hay necesidad de grandes explicaciones para comprender que si él te trata de puta, no lo hace por nada. Él pretende humillarte a toda costa.

Naturalmente que lo pretende. Sin embargo…

No hay sin embargo que valga. Humillación es humillación.

Quería decir que tal vez sea más complicado que eso. ¿Te acuerdas de aquella película de la que hablábamos, La dama de las camelias, en la que el protagonista, pese a que ama a la chica, en un arrebato de cólera, llega a dejarle, para ofenderla, un fajo de billetes bajo la almohada?

¿Hasta ese extremo han llegado las cosas?

No… Espera… Son la clase de cosas que llegan a suceder en el amor…

Rovena, no me cuentes tonterías. Ya se sabe lo que son las peleas amorosas. Hasta los animales lo entienden. Pero se trata de explosiones momentáneas. Pero, si yo te he entendido bien, él hace eso sin irritarse, a sangre fría.

Es verdad. Así lo hace… ¿Pero por qué razón?

¿Por qué? Justamente eso en lo que no consigo comprender. Puede que tenga un resentimiento contigo. Un ansia de venganza. Un… no sé cómo decirlo.

No. No se trata de eso. Yo sí, hay momentos en que apenas soy capaz de contenerme. El no.

Lo que quiere él es enfangarte. Abatirte, derribarte moralmente… por no decir corporalmente… ¿Es que no lo comprendes?

Pero ¿por qué? ¿Por qué siente esa necesidad?

Eso sólo lo sabe él. Me has dicho que le tienes miedo. Quizás también él te tenga miedo a ti.

¿Miedo a qué?

No lo sé. Vosotros os tenéis miedo el uno al otro. No sólo miedo, yo diría que incluso terror… Pero bueno… Rovena, querida mía, piensa bien en todo esto. No quiero asustarte, pero estate atenta. Tengo un mal presentimiento.

7

No resultaba fácil determinar qué parte del material de la investigación había permitido a los servicios secretos esbozar el retrato de Besfort Y. En ocasiones daba la impresión de que eran los nombres de los hoteles, sobre todo cuando los hoteles mismos, o las ciudades donde se encontraban, coincidían con las informaciones relativas a los «terroristas albaneses», como eran calificados por los yugoslavos los insurrectos albaneses que habían coincidido alojándose en los mismos lugares. Aunque pesquisas más incisivas, las denominadas «psíquicas», sobre todo extraídas de las conversaciones de Rovena St. con sus amigas, puede que tuvieran también alguna parte en ello. Ése era el caso desde luego del sueño con las citaciones ante el Tribunal de La Haya, o las palabras «estate atenta, tengo un mal presentimiento».

Por otra parte, el último mensaje de Besfort Y., para entonces designado como «la nota cínica», traducida a la mayoría de las lenguas utilizadas en el seno del Consejo de Europa y provista en ocasiones de comentarios incrédulos -«¿Transmite la traducción el sentido exacto? ¿Las palabras «condiciones» y «Okay» tienen las mismas connotaciones en el original albanés que en el resto de las lenguas?»-, era citado al margen en todas las comunicaciones serbias, que se empeñaban en demostrar que el analista Besfort Y. era, entre otras cosas, un esquizofrénico peligroso.

En la lista de veintinueve personalidades que, según los servicios serbios, con sus intervenciones y sus informes sobre las masacres cometidas en Kosova, habían conseguido ofuscar a ciertos gobiernos occidentales, el nombre de Besfort Y. era como una pálida brasa entre estrellas de primera magnitud como Clinton, Clark, Albright y otros. No obstante, cuando se trataba de aludir a las oscuras motivaciones, cuyo punto de partida era a menudo personal, que habían instigado la cólera de estos hombres contra la inocente Yugoslavia, Besfort Y. era el único en ser equiparado con el presidente estadounidense. La historia de este último con Mónica Levinsky daba la impresión de un idilio inocente frente a la inquina siniestra del analista albanés a quien la destrucción de un Estado proporcionaba al parecer el mismo goce que la posesión, más exactamente dominación, de su pareja. De acuerdo con los informes, las palabras «Después de acabar tu trabajo con Serbia, te has lanzado de nuevo contra mí», no dejaban espacio alguno para la duda sobre la naturaleza perversa del analista.

El celo desplegado por los servicios secretos tras la finalización del drama era retratado por el investigador desconocido con mayor minuciosidad que todas las indagaciones precedentes. Si bien era cierto que el telón había caído y el Tribunal de La Haya estaba en trance de condenar al ex jefe de Serbia, la oleada de arrepentimiento europeo estaba aún lejos de aplacarse. Se reclamaba la revisión de todo e incluso los gritos «¡A La Haya!, ¡A La Haya!» se dejaban oír cada vez con mayor frecuencia, pero esta vez no respecto a los vencidos, sino a los vencedores. Como escribió un historiador: No es ya batiendo el tambor de la guerra, sino invocando la piedad y las ruinas, como Serbia esperaba el retorno a su regazo de la Kosova perdida.

Como a modo de contrapeso para los pasajes más brumosos y enigmáticos, esta pieza de la indagación era de una precisión ejemplar. Nombres, fechas, titulares de periódicos, extractos de noticias, declaraciones, desmentidos, nuevamente nombres ordenados con arreglo a las posiciones sostenidas, con frecuencia contradictorias, vertidos en una marea inacabable. Alain Dusselier, William Walkner, Tony Blair, Günter Grass, Noam Chomsky, André Glucksmann, Harold Pinter, Bernard-Henri Levy, Paul Garde, Peter Handke, Pascal Brukner, Madre Teresa, Ibrahim Dominique Rugova, Seamus Heaney, el papa Juan Pablo II, Patrick Besson, Gabriel Keller, Ismaíl Kadaré, Claude Durand, Bernard Kouchner, Régis Debray, Jacques Chirac, Pontifeks (defensor de los puentes de Belgrado), Bogdan Bogdanovic, Pontikrasb (arquitecto, ideólogo del derribo de esos mismos puentes), el Dalai-Lama, el cardenal Ratzinger, etcétera.

De acuerdo con el investigador desconocido, tanto el agradecimiento de los serbios respecto a sus defensores como el encono contra sus vencedores, que de acuerdo con las tradiciones balcánicas estaban llamados a perpetuarse por los siglos de los siglos, comenzaron de pronto a desdibujarse. La nueva geopolítica de la península, el Pacto de Estabilidad, la lista de espera ante las puertas de Europa de los Estados testarudos, amigos y enemigos de la víspera, con la pretensión de integrarse conjuntamente en la familia de sus sueños, habían provocado lo que antaño parecía inconcebible: los juramentos de venganza, los rencores y suspiros se recordaban ahora con mayor curiosidad que ira.

Más gradualmente se disipaban algunos rumores de la época, como el que establecía que la Madre Teresa de Calcuta había sido la principal instigadora de los bombardeos sobre Yugoslavia mediante una llamada telefónica en mitad de la noche al presidente estadounidense, hijo mío, haz algo por mis pobres albaneses, castiga a Serbia. Al mismo tiempo, una copla sobre el presidente punitivo continuaba entonándose en los bares lo mismo que ayer:


Vamos, Bill, dale a Serbia,

cosas peores hiciste…

Es más fácil darle a Serbia

que a Mónica Levinsky.


El propio investigador, que hasta entonces se había mantenido escrupulosamente al margen dando muestras de imparcialidad, de pronto daba la impresión de tener cierta prisa por separarse del trasfondo épico debido al sesgo de los acontecimientos y consagrarse a otro hilo de la trama.

8

El expediente hacía pensar ahora en el avión que, después de haber atravesado cielos despejados y clementes, penetra de nuevo en una zona de turbulencias y nubarrones. Sombrías suposiciones que desembocaban en sospechas, frases de doble sentido, diálogos indescifrables extraídos de recuerdos de ciertas conversaciones telefónicas, se remontaban hasta la superficie para volatilizarse de nuevo en el torbellino del caos. En tu última carta me hablas de sumisión. ¿De verdad has soñado tú, aunque sea por un instante, una cosa parecida? ¿Pero acaso no sabes que, arrodillado, yo podría haber sido todavía más peligroso? Ella: Lo que me ha terminado por cansar, créeme, es esta incomprensión entre nosotros. Él: No tienes por qué devanarte los sesos a ese respecto. Ésa es una tristeza que procede del cuerpo, no del espíritu. Él me dijo ayer: Debes atenerte a nuestro pacto. ¿Qué pacto es ése? Es la primera vez que lo mencionas. ¿De verdad? Si es verdad que me consideras tu amiga, debes ser más clara conmigo. Tienes razón, pero ¿crees que me resulta fácil serlo? En esta historia, todo se oscurece cada vez más. ¿Has oído hablar de Empédocles? Hum, algo me recuerda ese nombre, pero no estoy segura. Tampoco yo lo conocía. Es un antiguo filósofo que, empujado por la curiosidad de ver lo que ningún ojo humano había contemplado jamás, se arrojó al cráter del Etna. ¿Ah, de verdad? ¿Y qué relación tiene eso contigo? No conmigo, con nosotros dos. Sigo sin entender nada. Fíjate, un día en que él me decía que estábamos experimentando algo desconocido, me habló de ese famoso Empédocles. Rovena, no te comprendo. ¿No estarás pensando en arrojarte por cualquier precipicio porque un loco haya hecho lo mismo hace cinco mil años? No te precipites, espera un poco. No soy tan insensata como para dejar que me propongan cosas semejantes. Era solamente una comparación. Una metáfora, como nos enseñaron en la escuela. De todos modos, incluso así, con sólo imaginarlo, me produce estremecimientos. Por supuesto que es para asustarse. Me lo has dicho tú y me ha producido de inmediato escalofríos. Arrojarse a la lava por pura curiosidad… Bonita curiosidad, te lo aseguro. ¿Pero por qué ha sido así, incandescente, como has imaginado el cráter? ¿Cómo? Quiero decir que si pensaste en el cráter con lava o sin ella. ¿Y qué importancia tiene eso? Cuando se dice volcán, es en lava en lo que se piensa. En cambio yo lo he imaginado apagado, negro, desolado. Y con esa apariencia me ha parecido doblemente terrorífico. Espera, él decía que es así como se imagina la caída en el interior de un agujero negro, para salir a otras zonas… Escucha, Rova, escúchame, cariño, y no me lo tomes a mal. Harías bien viniendo cuanto antes a descansar unos días aquí. El aire de los Alpes te sentará bien. No divertiremos las dos juntas, como antaño. Recordaremos los buenos tiempos de la facultad. ¿Te acuerdas de los versos de aquel muchacho de Durres que seguía un curso paralelo?


Rova es un antibiótico,

rovaminicina lo llaman.

Pero Rovena es una chica estupenda,

y eso todo el mundo lo sabe.


Las palabras «tengo miedo» pronunciadas por la joven mujer, repetidas con más frecuencia que cualesquiera otras, servían de punto de partida al investigador para abordar lo relativo a la versión del conductor del taxi. Tengo miedo de no sé muy bien qué. No, no sé por qué, había repetido ella. Finjo no tener miedo de él. Él también actúa como si ya no me diera miedo. Pero nada de todo eso es verdad.

¿Por qué te impresionó tanto lo que viste o lo que te pareció ver en el espejo retrovisor?

La pregunta, aunque extraída de las actas escritas, no había perdido nada de su fuerza sugestiva.

¿Te trajo algo a la memoria esa visión? ¿Aunque de manera ambigua, indirecta? ¿Una negativa, un impedimento, algo que no debía tener lugar?

No sé qué decir. No estoy seguro.

¿Tuviste miedo?

Sí.

Miedo lo habían tenido todos en esta historia. Con razón y sin ella. Unos de otros, de sí mismos, de algo que continuaba ignorado.

Una parte de ese miedo había pasado por el retrovisor del taxi. La otra parte, no se sabía por qué canales desconocidos.

El investigador consiguió al fin no sólo entrevistarse con Lulú Blumb, sino incluso convencerla para que hablara y completara su testimonio. Resultaba difícil descartar sus sospechas de asesinato. Pero tampoco era fácil aceptarlas.

La mujer contenía a duras penas su resentimiento. ¿Es que son ustedes ciegos o lo aparentan?, protestaba una y otra vez. Según ella, su mentalidad asesina se olfateaba a distancia. Su sueño o para ser más exactos su temor onírico al Tribunal de La Haya lo demostraba a las claras.

El investigador ardía en deseos de interrumpirla para replicarle que La Haya aterrorizaba a no poca gente en el mundo aquella temporada. Serbios, croatas, albaneses, montenegrinos, podía decirse que toda la península balcánica temblaba con sólo pensar en él. Pero el investigador lograba contenerse.

La mujer continuaba insistiendo en que no sólo aquel en que se lo convocaba ante el Tribunal, sino tampoco el otro sueño, aquel que se había convertido en costumbre clasificarlo como indescifrable, misterioso, etcétera, para ella, Lulú Blumb, ocultaba enigma alguno. Como sin duda sabía el señor investigador, aparecía en él un monumento mortuorio, algo entre el mausoleo y el motel, al que el hombre llega y llama en busca de alguien. Ese alguien, según resulta más tarde, es una mujer joven. Está encerrada allí, o congelada, en otras palabras, asesinada.

De acuerdo con los términos de la investigación, Besfort Y. había tenido ese sueño una semana antes de la muerte. Por lógica, habría debido tenerlo más tarde, después de haberse deshecho de Rovena. Pero como el señor investigador sin duda alguna ya sabía (incluso mejor que ella), un desplazamiento de este orden es de lo más habitual en el mundo de los sueños. Con la mayor de las certezas, aquel sueño testimoniaba que, en el inconsciente de Besfort Y., la decisión de desembarazarse de Rovena estaba ya tomada.

Tanto cuando la creía como cuando no daba el menor crédito a sus palabras, el investigador escuchaba a la pianista con la misma infatigable curiosidad. La mujer poseía un don especial, derivado tal vez del ejercicio de la música, para engendrar una atmósfera evocadora, sobre todo de acontecimientos conjeturados. De este modo, por ejemplo, siempre que mencionaba el último de los sueños, no olvidaba jamás aludir a la luminosidad de la medianoche, cuya procedencia podía atribuirse tanto al estuco de color claro como a la ausencia de esperanza.

En cuanto a la otra evocación, la del amanecer del día 17 de octubre, cada vez que se hacía referencia a ella, suscitaba en el espíritu del investigador una embriagadora flojedad de la que sólo con gran esfuerzo conseguía desprenderse.

Decenas, centenares de veces se representaba la marcha de Besfort Y. entre la lluvia y la niebla manteniendo apretada contra su cuerpo una forma femenina de la que no se sabía bien si era verdadera o falsa.

Como atrapado por esa visión, consiguió a duras penas librarse de ella para hacer la siguiente pregunta: Pero ¿y después?, ¿qué sucedió después, según tú?

Presa de su propia trampa, Lulú Blumb no parecía sentir deseos de responder. El continuaba haciendo preguntas para sus adentros, diciéndose tras cada una que si ella fruncía el ceño sin haberlas escuchado, a saber lo que haría si las expresaba en voz alta. Así pues, qué es lo que sucedió a continuación, señora Blumb, proseguía en su fuero interno. Sabemos que ella le iba a acompañar al aeropuerto, pero que no viajaría con él. Sabemos por tanto que todo lo que había de suceder no podría tener lugar más que en el interior del taxi, entre el hotel y la terminal del aeropuerto. Y efectivamente algo sucedió, pero se llevó consigo tanto al taxi como a todos sus ocupantes. Es poco más o menos como imaginar que mientras dos países se están haciendo la guerra, todo el globo terrestre es sacudido de pronto por un cataclismo… Tal vez usted piense que una muerte perpetrada o simplemente proyectada es la misma cosa. Hay momentos en que a mí también me lo parece. Pero incluso en ese caso nosotros debemos esforzarnos por desvelar el guión imaginado por el asesino, con independencia de que cualquier factor externo, y no él mismo, se haya encargado de llevarlo a cabo. Tras la partida en taxi del hotel, las posibilidades de tal puesta en práctica eran limitadas. Salvo que a lo largo del trayecto se detuvieran en alguna parte, en las proximidades de una casita o un lugar apartado… Conductor, deténgase aquí, por favor… Tenemos un asunto que resolver en aquella capilla de allá…

Lulú Blumb suspiró, dando a entender que ellos pensaban de dos modos radicalmente diferentes; de ahí la imposibilidad de que se pusieran de acuerdo en ningún caso.

Nada le impide de todos modos expresar el móvil del asesinato, declaró en voz alta y perfectamente comprensible el investigador, seguro de que ella le volvería la espalda.

Pero la pianista no sólo no se molestó, sino que de pronto le pareció más accesible. En voz baja comenzó a decirle que precisamente de eso deseaba hablar hacía tiempo, pero nadie hasta ahora había querido escucharla. Ella se había referido a los telefonazos a medianoche, al Shin Beth, el servicio secreto israelí, al terror que provocaba el Tribunal de La Haya, pero los investigadores fingían no comprender. También ellos estaban asustados, era evidente que Besfort Y. resultaba un peligro para quienquiera que se le acercara. Con mayor motivo para una joven que se acostaba con él. Seguramente le había contado cosas de las que no debía hablar, y luego se había arrepentido. Y ya se sabe lo que sucede cuando un hombre peligroso se arrepiente. Hace mil años que se sabe: la desaparición del testigo. Rovena St. estaba al tanto de cosas terribles. Si yo le confiara solamente una de ellas se le pondrían los pelos de punta. Si, por ejemplo, le dijera que cuarenta y ocho horas antes ella conocía casi con precisión la hora del bombardeo de Yugoslavia. ¿Comprende ahora por qué no quiero hablar de esas cosas?

A semejanza de los testimonios de la pianista, el procedimiento se prolongaba, se dilataba, se tornaba viscoso. Aquí y allá destacaban los esfuerzos del investigador por escapar de aquella bruma y, de inmediato, de forma igualmente perceptible, se percibía su deseo de volver a disimularse entre ella.

El interrogante a propósito de lo que eran en realidad los dos personajes principales, Besfort Y. y Rovena St., aparecía planteado por fin con toda claridad hacia la mitad del expediente. ¿Dos personas comunes y corrientes que hacían teatro, en otras palabras, que fingían ser amantes con arreglo a los clichés de todos conocidos, cuando en realidad no eran más que una pareja vulgar al uso, el cliente con su prostituta, o, por el contrario, dos amantes de lujo que, al igual que los príncipes de antaño, vagabundeaban de incógnito por la ciudad ataviados de simples mortales, tratando de esconder su idilio bajo la apariencia de una pareja formada por una furcia y un vividor?

Siguiendo otra línea con mayor profundidad de miras, el investigador conjeturaba la posibilidad de que Besfort Y. y su amiga fueran dos personas situadas al margen del orden habitual de las cosas.

Precisamente al abordar esta cara del expediente, como el que camina por sendas sinuosas piensa en dejar tras de sí algunos vestigios más tarde reconocibles, piedrecillas o ceniza derramada por el suelo, el investigador hacía por primera vez un esfuerzo por atraer la atención sobre sí mismo. A las palabras «¿Y yo, quién soy yo para aventurarme en estos vericuetos donde no se debe penetrar?», le seguía la frase: «¡Buscadme y me encontraréis!».

Convencido al parecer de que otra investigación seguiría a la suya, y a ésta otra más, pues igualmente interminable, tan incansable como las olas del océano de la humanidad, era la atracción que ejercía una investigación como aquélla, el redactor del informe se dirigía a su probable homólogo futuro. A medida que se las leía, sus palabras se asemejaban cada vez más a la súplica de quien, tras haberse internado por su propio pie en una trampa o en una profunda mazmorra, implora que lo saquen de allí.

9

En el epílogo a la primera parte del informe, el investigador retornaba de forma directa a lo que él denominaba «perversidad esencial» de toda aquella historia.

No era sólo el lenguaje, las frases componiendo diálogos o mensajes lo que sonaba sorprendente; en otros términos, no era solamente la materia lingüística lo que parecía haber sufrido una especie de parálisis, consecuencia de un golpe repentino o de un envenenamiento, sino la propia médula, la lógica interna lo que parecía desnaturalizado. Incluso tras una revisión del texto, por tanto tras su conversión al lenguaje normal, los rastros de lo anómalo continuaban siendo perceptibles, lo que evidenciaba que el daño había afectado de algún modo a lo intrínseco, al núcleo.

Al igual que los reparadores del servicio eléctrico descienden bajo tierra para localizar los daños sufridos por la red de cableado, durante años el investigador se había empeñado justamente en aproximarse a dicho núcleo.

Sus notas evidenciaban tanto las peripecias de los dos desaparecidos como su propio tormento. Esa representación invertida de todo le proporcionaba tanto un embriagador sentimiento de liberación, una nueva visión del mundo, como llegaba a dejarlo completamente petrificado.

¿Qué había empujado a los dos amantes a aceptar una perversidad semejante?

Cuando se habla de muerte en el amor, se da por supuesto un enfriamiento. Pero éste jamás es vivido de manera igual por los dos. Es siempre uno de ellos, al menos al comienzo, quien carga con el peso del sufrimiento.

En este caso todo era del revés. De ahí que también la pregunta pudiera plantearse de otro modo: ¿Estaban los dos en situación de post mortem o solamente uno de ellos?

¡Desde luego que debía de estar solamente uno de ellos! Dicho de otro modo, uno había logrado obtener ventaja sobre el otro. Lo que sin embargo se ignoraba era cuál de los dos había alcanzado la superioridad.

Decenas, centenares de veces había retornado el investigador a la misma pregunta: ¿qué les había incitado a los dos a vivir como natural una situación que no parecía de este mundo? ¿Qué sabían, qué percibían ellos que los demás no habían llegado siquiera a discernir? ¿Qué leyes secretas habían descubierto, qué cara, qué curso diferente del tiempo?

Se encontraba muy cerca del muro divisorio, un solo paso bastaba para franquear esa separación y penetrar en una nueva zona del pensamiento, pero ese último paso era precisamente el que resultaba imposible.

Durante días enteros se devanó los sesos intentando dilucidar en qué podía consistir aquella cadena que mantenía el pensamiento, como si fuera una bestia salvaje, encerrado en el interior de ciertos límites. La sospecha de que ellos dos hubieran podido, aunque sólo fuera por un instante, desatar a esa bestia lo invadía lánguidamente. Habían querido rebasar ese límite y había sido precisamente allí donde se habían perdido.

Ciertos días le parecía que lo sucedido se relacionaba en todo caso con el famoso dilema de si el amor existía en realidad o no era más que un vislumbre enfermizo, una alucinación nueva que sólo llevaba sobre la tierra cinco o seis mil años y que aún se ignoraba si el planeta se lo apropiaría de forma definitiva o acabaría por rechazarlo como se rechaza un cuerpo extraño.

Se había hecho sonar la alarma acerca de la brecha en la capa de ozono, sobre el avance del desierto, sobre el terrorismo, pero aún nadie se había interesado por la fragilidad del sentimiento amoroso. Unas cuantas sectas se habían constituido tal vez para certificar su existencia o su inexistencia, y ellos dos, Besfort Y. y Rovena St., probablemente formaran parte de una semejante.

Una noche de verano cuajada de estrellas, le pareció de pronto que se había aproximado más que nunca a la zona prohibida, pero justo en su umbral se desplomó al suelo como sacudido por un ataque de epilepsia.

Todo aquel verano transcurrió para él en un estado de entumecimiento melancólico como los que provocan las convalecencias hospitalarias.

Resuelto a eludir riesgos, se resistió a dejarse arrastrar por una nueva tentación: tratar, sobre la base de su ingente investigación, de reconstruir día a día, estación a estación, la crónica terrenal de lo que podía haber sucedido entre Rovena St. y Besfort Y. durante las cuarenta últimas semanas de sus vidas. Sabía que, de acuerdo con la idea de Platón, esa crónica no podía ser más que un pálido reflejo del modelo perdurable, pero la esperanza de que, partiendo de las apariencias, lograría aproximarse aunque fuera turbiamente al referido modelo no le concedía reposo.

No resultaba cosa fácil ese proyecto de reproducir sus cuarenta últimas semanas. El empeño parecía imposible. Era una materia que se dilataba, relampagueaba, se encabritaba.

A veces le parecía que conseguiría dominarla mejor si la desmenuzaba en días o en meses, otras en actos o en cantos, como en las epopeyas antiguas.

Había oído decir que eran precisos cuatro días enteros para recitar la Ilíada. Quizás fuera preciso otro tanto para su historia. Como para cualquier historia, con ésta necesitaría recorrer tres fases: imaginarla sin palabras, luego revestirla de ellas y finalmente relatarla a los demás.

Un presentimiento le decía que sólo sería capaz de realizar la primera.

Y de este modo, una noche de finales de verano, se dispuso realmente a imaginarla. Pero tal evocación no solamente resultaba agobiante, sino que llevaba consigo tanto afán y tanta bondad que lo extenuó más que cualquier otra cosa que hubiera vivido hasta entonces.

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