Tercera parte

1

Con las dos capas zarandeadas por la tormenta se interrumpía extrañamente la crónica de la vida de Besfort Y. y de Rovena St., una semana antes de su auténtico término. En una anotación explicativa, el investigador había reafirmado la idea de que, en la imposibilidad de reconstruir su historia de forma completa a partir del material reunido durante las pesquisas, se había concentrado en las cuarenta últimas semanas de la vida de la pareja. De estas palabras se deducía que la finalización del informe con los trajes de los dos Hamlet arrastrados por un viento loco no tenía nada de premeditada, y era poco razonable, en consecuencia, que pudiera ser tomada por una conclusión simbólica. Mucho menos podía ser interpretado como tal el sueño que B. Y. había tenido hacia el amanecer y que, horas más tarde, le había referido por teléfono a Rovena. Otra razón podía haberse convertido en la causa de que, contra lo prometido, toda la última semana, sobre la que como es natural se concentraba por completo la atención, quedara al margen de la crónica.

Anodina en apariencia, a medida que se concentraba en ella, adquiría mayor peso hasta convertirse en la razón principal: la última semana no estaba completa. Un fragmento de ella, más exactamente las tres últimas jornadas antes de que los separara la muerte, ellos mismos se habían disociado del curso de los días. Eran precisamente las setenta y dos horas para las que Besfort Y. había pedido un permiso en la administración del Consejo de Europa. Aparte de esta solicitud efectuada verbalmente durante su última llamada telefónica, ninguna otra huella tangible había quedado de aquellos tres días. Los testimonios de los camareros del bar y de los recepcionistas parecían cada vez más vagos. No quedaba el menor rastro de ninguna llamada de la pareja desde la habitación del hotel ni tampoco desde sus teléfonos móviles, ambos apagados. Se diría que esos tres días no les habían pertenecido sino que, exteriores a ellos, formaran parte de los que vagan flotando de un confín a otro del cosmos, abandonados por casualidad al margen de las existencias humanas y tratando de introducirse en alguna vida que no era la suya. Por eso continuaban siendo así, extraños, desprovistos de todo vínculo posible, inasibles y opacos para todos pero mucho más para los dueños de las vidas en que trataban de albergarse.

En otra nota, el investigador hacía esfuerzos por explicar el discurrir singular, o como él mismo lo calificaba «de cangrejo», de las semanas y de los días. Esta circulación invertida (las cuarenta semanas o los siete días contados antes de la muerte y no después de ella, como quiere la costumbre universal) se debía, según él, al deseo de transmitir, de algún modo, la visión en todo caso descabalada del tiempo de los dos amantes, si es que podía calificársela así.

La aproximación del día cero, cuya significación en este trueque no se tornaba difícil de comprender: final, comienzo, ambas cosas a la vez o ni una ni otra, esta aproximación, pues, había contribuido probablemente a incrementar el pánico del investigador. Situado ante un torbellino que se sentía incapaz de dominar, había decidido quedarse al margen justo en el momento en que menos se esperaba.

Que la renuncia a la última semana había ocasionado al investigador pesares a buen seguro profundos era algo que se desprendía con claridad del dossier donde se reunía el material relativo a este periodo. Se encontraban allí, mezclados en completo desorden y en una densidad inconcebible, otros jirones de relatos y de testimonios, escritos, actas, dos requerimientos repetidos de una nueva autopsia del cuerpo de Rovena, seguidos del categórico rechazo de sus padres, así como una solicitud de exhumación del cadáver de Besfort Y. en Tirana, ésta aceptada, la tesis del asesinato de Rovena, en esta ocasión no a cargo de los servicios secretos sino de Besfort Y. al amanecer del día 17 de octubre, sospecha introducida por Liza Blumb, una fotocopia del boletín meteorológico de esa misma mañana publicado en el periódico Kurier sosteniendo esa misma sospecha, finalmente el permiso de tres días, su último requerimiento en este mundo.

El investigador acababa siempre retornando a ese permiso con la esperanza de que algo nuevo acabara saliendo de él. Las palabras de uno de sus colegas cuando, mucho tiempo atrás, le había hablado por vez primera de la investigación no cesaban de acudir a su memoria. Si, con motivo de un procedimiento judicial, los británicos se remitían con frecuencia a las viejas crónicas, los musulmanes al Corán y los nuevos Estados africanos a la Enciclopedia británica, cuando llegaba el caso de los balcánicos la práctica totalidad de sus referencias y patrones podían espigarse con escaso esfuerzo en sus baladas. ¿Tres días de permiso para llevar a cabo cualquier cosa probablemente inconfesable? Con toda seguridad se trataba de un paradigma conocido.

De hecho, así era, un viejo cliché. La mitad de las baladas balcánicas estaban repletas de ellos. Se diría que todos se apresuraban por conseguir un plazo. Algunos lo negociaban con la muerte, el resto, más próximos en el tiempo, por tanto menos conmovedores, con la prisión donde se pudrían, y así sucesivamente hasta los contemporáneos como Besfort Y., que lo había solicitado a los servicios del Consejo de Europa. Todos parecían diferentes, pero en definitiva todos evidenciaban algo invariable: un pacto secreto al que no podían sustraerse.

El investigador escuchaba con gesto aterrado. Por ejemplo, el permiso de tres días de Besfort Y. se asemejaba, de acuerdo con los expertos, al plazo de tres días de un tal Ago Ymeri, por mucho que este último hubiera sido obtenido de una cárcel medieval y el otro del Departamento de Crisis de Bruselas.

El investigador se representaba a Ago Ymeri cabalgando a lomos del caballo obsesionado por llegar a la iglesia donde su prometida iba a desposarse con otro… Jamás había escuchado una historia más inaudita. Imposible entender por qué se le había concedido el permiso, y mucho menos por qué, a su término, debía regresar de nuevo a la prisión. Salvo en el caso de que el significado estuviera codificado.

El investigador sentía un creciente vacío en el estómago. ¿De qué le servían las siluetas y las sombras que se parecían entre sí? Él tenía al conductor, así como el retrovisor de su taxi sobre cuyo espejo, aunque sólo fuera por una breve fracción de segundo, debía haberse reflejado el enigma.

La última vez no había cesado de interrogarle acerca de esto: ¿Qué es lo que viste en ese espejo? ¿Qué te conmovió a tal extremo? ¿Fue la pérdida de alguien que te hubiera dejado un peso en el alma? ¿Que ni siquiera en sueños se te muestra?

Así era como comenzaba uno de sus intercambios, tan semejante a decenas de otros anteriores.

¿Que ni siquiera en sueños se me muestra? No sé qué decir, respondía el otro.

Tú tienes una hija aproximadamente de la misma edad que la joven desconocida a la que llevabas en el taxi. ¿Has tenido algún problema con ella? ¿Algún impulso turbio de los que un hombre se jura no reconocer jamás? ¿Que no se comparte más que con la propia tumba? Habrás escuchado, imagino, esa expresión. Aunque, incluso si la conoces, no creo que hayas profundizado en su significado. Que hayas intentado imaginar lo que significa encontrarte de verdad en la tumba, en su estrecho habitáculo, no por unas cuantas noches, unas semanas o años, sino durante siglos enteros, milenios, centenares, miles de milenios. Completamente solos, la tumba y tú. Tú y la tumba. Confesante y confesor. Confesor y confesante. Las historias que contamos sobre la superficie de la tierra no son más que jirones, migajas de la inmensa confesión de los muertos. Son miles de millones, a lo largo de miles de años, en cientos de lenguas, los que tejen esa inmensa narración. Pero permanecerá encerrada allí hasta el fin de los tiempos. Hasta el final de los finales, jamás escuchada por un oído vivo. Allí, en el fondo. Entre la tumba y tú. Entre tú y ella. Imagínate a ti mismo allí, sin abogado ni testigos, sin miedo a nada pues la nada eres tú mismo. Piénsate de ese modo y dime solamente una migaja, sólo una brizna de lo que le confesarías a la tumba. Eso es todo lo que te pido, hombre, conductor de taxi, hazme ese honor, tómame un instante por hermano. Es decir, por tumba.

No te comprendo. Estoy cansado. Tengo sueño. No entiendo lo que pretendes de mí.

¿Has soñado alguna vez con tu propia hija? Incesto lo llaman a eso en nuestro mundo. Allá no sé qué nombre se le da. No te pido perdón por esta terrible pregunta. La tumba no pide que la perdonen.

Tengo sueño. Déjame tranquilo. El médico me ha dicho que estas sesiones prolongadas me perjudican.

Tienes razón, tranquilízate. Solamente te preguntaré aún dos cosas bien sencillas. Se trata de los últimos instantes, justo antes del accidente. ¿Cómo era la cara de la muchacha? ¿Y la de él?

Eran frías las dos. O así me lo pareció a mí. Pálidas como la cera, según se dice.

¿Fue eso lo que te asustó, quiero decir, lo que te sorprendió?

Puede que sí.

¿Y qué más? ¿Qué más sucedió?

Nada. Se hizo el silencio, como en la iglesia. Sólo que del exterior llegaba una especie de deslumbramiento. Fue probablemente por lo que dejé de distinguir la carretera. Parecía como si el taxi fuera propulsado a través de los cielos.

Has declarado que en ese instante ellos se esforzaban por besarse. Perdona que te haga la misma pregunta que todos los demás. ¿Ese gesto te produjo un escalofrío? ¿Tal vez incluso te horrorizó?

Por lo que se ve… Pero ellos mismos parecían horrorizados. Al menos los ojos de ella. Yo distinguí su horror en el espejo retrovisor.

En el espejo percibiste su terror… Pero ¿y el tuyo, tu terror, dónde aparecía?

No te comprendo.

Tu terror he dicho. ¿No sería el tuyo que te pareció ser de ellos? ¿No habrías pretendido tú mismo transgredir un tabú semejante? Y ellos te lo recordaron. Por eso perdiste la cabeza y te saliste de la calzada.

No te comprendo. Deja ya de hostigarme.

Cálmate… ¿Y después? ¿Qué sucedió después? ¿Llegaron ellos a besarse?

No estoy seguro. Me inclinaría a decir que no. Fue el momento en que caímos. Todo se desbarataba en el abismo. La luz te cegaba. Te desintegraba.

2

Cada vez que se separaba del taxista, el investigador sentía que algo había quedado sin decir. A duras penas conseguía reprimir el impulso de regresar junto a él de inmediato. La próxima vez, se repetía. La próxima vez no se permitiría equivocarse. Era sin duda el conductor quien escondía el enigma. Debía dejarse de especulaciones filosóficas, como aquellas sobre las dos clases de amor, el viejo, de millones de años de antigüedad, activo en los vínculos de sangre, y el nuevo, el disidente, que había roto esas cadenas. Que fueran otros quienes se ocuparan de sus disputas y sus reconciliaciones, de la esperanza que cada cual alimentaba de liquidar alevosamente al otro cuando llegara el momento. Se trataba de una bruma que disimulaba los más inmemoriales mecanismos del mundo, aquellos que, milenio tras milenio, habían fabricado en la semioscuridad la ferocidad de los tigres, los deseos, la compasión, la vergüenza o las horas de paz del espíritu…

Todo aquello no le concernía a él, del mismo modo que no tenía nada que ver con las baladas, ya fueran antiguas o recientes. Con quien sí tenía en cambio asuntos que dilucidar era con el chófer, quien tal vez se creía ya a cubierto de todo y pensaba que se iba a librar de él. Y no se equivocaba al pensarlo, pues el investigador no se había concentrado aún en la cuestión crucial: ¿Había colaborado o no en la muerte?

Llegaremos, llegaremos, pequeño mío, a esa cuestión. En cuanto diera remate a ciertas suposiciones de segundo orden. Y se olvidara de aquel asunto de las baladas. Al menos eso es lo que deseaba creer, hasta el instante en que, pese a él mismo, se preguntaba si sus pensamientos no cesaban sin embargo de conducirle siempre a lo mismo.

El jinete con su prometida a la grupa del caballo es algo fácil de imaginar. Lo mismo que las palabras que intercambian. ¿Adonde vamos? Allá… ¿A la prisión? Desde luego que sí, ¿dónde si no? ¿Pero qué voy a hacer yo allí? Además, ¿lo permite la ley? Eso no lo he pensado. ¿Pero por qué? ¿Qué pacto has hecho con ellos, por qué te han dejado salir? ¿Qué les has prometido a cambio?

El galope del caballo llenó unos instantes el silencio. Luego, nuevamente, las palabras. ¿Por qué estás obligado a volver? Vayámonos los dos, somos libres. No puedo. ¿Pero por qué? ¿Qué es lo que te retiene?

De nuevo silencio y el galope levantando una polvareda.

¿Podríamos descansar un momento? No, vamos ya con retraso. Ya se cumple el tercer día de plazo. Al caer la noche se cierran las puertas de la prisión. ¿Qué río es ése? Me recuerda a aquel sobre cuyo puente nos conocimos, ¿te acuerdas? ¿Por qué se vuelve de pronto contra nosotros?

Hay que apresurarse. Agárrate fuerte a mí. ¿Y esas ovejas, y esas vacas negras, de dónde han salido? Hay mucho tráfico. Hay que apresurarse. Sujétate con más fuerza. Ago, qué haces, me estás ahogando… Tal vez consigamos llegar antes de que se cierren las puertas. Los aeropuertos son ahora muy estrictos. Las puertas de embarque se cierran cada vez más rápido.

Con los ojos entrecerrados, el investigador sacude la cabeza en señal de negación. Un sexto sentido le empuja a verse con Lulú Blumb antes de la siguiente entrevista con el conductor.

A diferencia de la primera vez, en los encuentros posteriores con el investigador Lulú Blumb se había mostrado extraordinariamente cuidadosa para que la hipótesis de que Besfort Y. no era más que un asesino hiciera acto de presencia lo más tarde posible.

Ésta fue sin duda la razón de que, antes de llegar al punto esencial de su relato, Lulú Blumb, quien de pronto iba a ocupar el lugar principal en la fase decisiva de la investigación, se esforzara en demorarse acerca de detalles personales y en extremo delicados que nadie mejor que ella estaba en condiciones de conocer. Así, por ejemplo, pidiéndole disculpas al investigador por expresarse en términos tan crudos, no sin cierta arrogancia, le dijo que, si bien era posible que muchos hombres se hubieran acostado con Rovena St., ninguno de ellos podía pretender que conocía sus partes íntimas mejor que ella. La comparación con el piano, que el investigador ya esperaba, la mencionó de pasada, para concentrarse en la idea de que la música de Mozart y de Ravel, con cuyo fondo se habían conocido ellas para hacer más tarde el amor, sus dedos la habían trasladado de la forma más natural del teclado del piano del club nocturno al cuerpo de la otra. Con una sonrisa irónica añadió que no podía creer que las declaraciones fastidiosas y a menudo bárbaras del Consejo de Europa sobre intervenciones armadas, sobre terrorismo, bombardeos y otros horrores de los que se ocupaba Besfort Y. fueran más propicias para el amor.

Siempre en este sentido, empujada al parecer por el deseo de retrasar al máximo posible la acusación de asesinato, Liza Blumberg disipó una parte de la bruma que envolvía los hechos, esclareciendo precisamente aquellas zonas ante las que el resto de los testigos se habían echado atrás. Su gran pesadumbre por no haber sido capaz de apartar a Rovena de Besfort Y. tendía de forma creciente a sustituir al enigma principal, el de la muerte de ella.

Era la primera vez que me sucedía eso: ser derrotada por un hombre. Eso es lo que le gustaba repetir.

Durante días y noches enteros, Lulú Blumb se había devanado los sesos sin alcanzar a explicarse qué podía haber sucedido. ¿Con qué cadenas mantenía prisionera Besfort Y. a su amante? ¿Por medio de qué temores? ¿De qué modo había logrado contaminarla de aquel modo?

Por lo general, los hombres se comportaban como verdaderos mostrencos cuando se enteraban de que tenían a una mujer por rival. Les gustaba reírse, algunos se sentían aliviados por no haber sido traicionados con otro hombre, otros se morían de curiosidad y había incluso quienes alentaban la esperanza de echarle el lazo a la rival. Solamente más tarde, cuando un día comprendían la verdad, se tiraban de los pelos y maldecían el instante en que, en lugar de poner el grito en el cielo, se habían burlado como unos memos.

Lulú Blumb esperó con impaciencia ese momento. Se demoraba y se demoraba, hasta un día en que comprendió que no llegaría nunca. Besfort Y. no estaba celoso de ella. En cambio, ella sí de él. Ésta parecía ser la diferencia entre los dos, la que probablemente le dio la victoria a su rival y no a ella.

Ambos sabían el uno del otro. Pero cada cual de manera diferente. Un día en que Rovena se refirió a una nueva experiencia con Besfort y la pianista la interrumpió diciendo: Basta, no quiero saber nada de eso, y la otra le contestó que con Besfort sucedía todo lo contrario, Lulú Blumb palideció.

¿Qué significa todo lo contrario?…

Era demasiado tarde para que Rovena pudiera elaborar una respuesta tranquilizadora… Lo contrario significaba que él no solamente no pretendía impedir que saliera con ella… sino que le gustaba saber… vamos, que encontraba placer en… llegando incluso a empujarla a reconciliarse cuando se enfadaban la una con la otra.

Puta, le había gritado Liza. Se había servido de su amor para encender el deseo de aquel mequetrefe. La había puesto en venta lo mismo que los que vendían vídeos en el top manta. Como una idiota, había permitido que él la utilizara como a una muñeca. ¿Te enteras de lo que quiero decir? ¿Entiendes el alemán? ¿Sabes lo que significa muñeca? Ein manikene, en eso es en lo que él te convierte. Como los chulos de tu país que colocan a sus novias en las esquinas. Lo habrás leído en los periódicos, imagino. Lo habrás escuchado en la radio. Pero tú, no contenta con aceptar ese juego, me has metido en él a mí también. Y su señoría, con su generosidad propia de un chulo, resulta que te permite verte conmigo. En otras palabras, me arroja una limosna, una limosna que en este caso eres tú. Porque hasta ese punto te has dejado arrastrar, lo mismo que una muñeca que se entrega a modo de limosna; y del mismo modo me has rebajado a mí, ¡como si fuera una pordiosera a la puerta de la iglesia!

Empavorecida, Rovena escuchaba aquellos lamentos que le resultaban más insoportables que los gritos. El no sentía celos porque ni siquiera existía ante sus ojos. Para él, para su mentalidad de macho balcánico, ella, Lulú Blumb no era más que algo estrambótico, un espantajo, una pompa de jabón con la que Rovena se engañaba a sí misma para soportar sus días de servidumbre.

Entonces le pedía perdón por la palabra «puta», y también por las demás. Admitía que no estaba en condiciones de medirse con semejante monstruo. Reconocía su derrota. Tal vez fuera preferible que no se volvieran a ver. No le quedaba otra cosa que decirle excepto: ¡Que Dios te proteja!

Rovena estaba igualmente desconsolada. Le pedía perdón a su vez. Le decía que no debía tomarse todo aquello tan a pecho. A fin de cuentas, él era su marido.

¿Tu marido?, había gritado ella entre sollozos. Era la primera vez que lo escuchaba. Le había dicho lo contrario… Aunque en realidad era así… Ellos lo mantenían en secreto… Al menos para ella, Rovena, así era… Pero tú estabas dispuesta a venir conmigo a aquella pequeña capilla griega en mitad del Jónico, para que nos casáramos… Es verdad, pero en el fondo eso no cambiaba nada… Él es mi marido en otro sentido, quiero decir en otro espacio…

3

Marido secreto, otro espacio… Según Lulú Blumb, era él y sólo él quien instilaba en la cabeza de Rovena ideas semejantes. Ella se encontraba completamente indefensa ante ese perverso influjo. No resultaba fácil, desde luego. Ella misma, Lulú Blumb, a quien podría haberse creído automáticamente inmunizada a causa del odio que sentía hacia él, en ocasiones, a causa del terror de ella, se sentía contaminada.

Su proposición de matrimonio fue la primera ocasión en que le pareció que había tomado ventaja sobre el otro. La tristeza de Rovena en compañía de Besfort Y. al pasar ante las iglesias de Viena sin penetrar en ninguna de ellas… en ninguna de ellas para intercambiar sus anillos… es lo que había provocado que su mente se viera de pronto iluminada por la idea de que aquéllas no eran las iglesias de ellas dos, pero que ella, Lulú, podía conducirla a otro templo, el que reconociera un amor distinto.

¿Existía realmente una capilla perdida en algún lugar entre Grecia y Albania donde las lesbianas unían sus vidas o todo aquello no era más que un fruto de la fantasía?

Hacía largo tiempo que corrían rumores acerca de ello. Sin embargo en ninguna parte figuraba dirección alguna. Ni siquiera el nombre de una agencia turística o matrimonial, ni la menor huella tampoco en Internet. Se sospechaba de tráfico, como es natural. Se hablaba de una red clandestina que, a cambio de una suma de tres mil euros, reclutaba aquí y allá a las dientas con objeto de proporcionarles, además de los esponsales, tres días paradisíacos con la elegida de su corazón en hoteles de fábula. El resto resultaba fácil de imaginar: patrones griegos o albaneses que hasta entonces se dedicaban al transporte de clandestinos a través de la frontera ahora, por el mismo procedimiento, las desembarcaban en parajes desiertos, simulaban extraviar el camino por efecto de la niebla, las violaban y las volvían a embarcar en sus lanzaderas, les hacían dar unas vueltas con el fin de desorientarlas, para abandonarlas por fin en algún pedregal aislado o aún peor: las ahogaban presos de una locura asesina o, empujados por un arrebato de ebriedad inexplicable, se arrojaban ellos mismos a las olas para de este modo perecer entre gritos junto con ellas.

Rovena no sabía nada de esto, mientras que Lulú Blumb, aunque aterrada por los relatos, se negaba extrañamente a renunciar a su proyecto de viaje.

Ciertos días le parecía que esta tentación misma no era más que una irradiación emanada del cerebro implacable de su rival. Era probable asimismo que Besfort Y. hubiera buscado hacía tiempo otra iglesia distinta. Para él y para Rovena. Una iglesia diferente para su extraña relación.

Puede que, por desconfiar de este mundo y sentirse extranjero en él, estuviera rastreando desde hacía tiempo otra realidad. Y como siempre sucedía, había logrado contagiarle aquel descarrío a Rovena.

Poco antes de su muerte, una mañana antes del alba, desvelada entre sollozos, ella le había contado a Lulú el sueño que acababa de tener: un mostrador de aeropuerto donde ella pedía un billete de avión, pero no había plazas en el vuelo, y ella se empeñaba, rogaba, amenazaba, insistía en que debía partir cuanto antes, pues debía llegar a toda costa a su país, Albania, donde dos reinas habían muerto una tras otra, y ella, la tercera, se encontraba lejos, al mismo tiempo que la funcionaría del aeropuerto le decía: Señorita, está usted en la lista de espera como una pasajera más, ni mucho menos en calidad de reina, pero ella repetía que lo que decía era la pura verdad: Una reina, y que la esperaban en la catedral de Tirana y que si acudía llevando dos clases de vestimenta era porque ignoraba por qué iba… para unos esponsales o para un funeral…

Es probable que, como muchas mujeres jóvenes en este mundo, llevara a cabo una transposición del estado de sierva para situarse en el de reina, o viceversa, sin conseguir encontrar su lugar natural.

A las innumerables interpelaciones del investigador acerca de la nueva especie de amor que, al parecer, habían buscado Rovena y Besfort, la pianista no estuvo en condiciones de ofrecer respuestas claras. A partir de las explicaciones de ella, el investigador cayó sobre la pista de indicios anteriores, espigados de aquí y de allá, relativos a la primera forma del amor, la que había prolongado su vigencia durante dos millones de años y que, como resultado de la mezcla de los vínculos de sangre con el deseo, había abarrotado el planeta de idiotas y tarados. Siempre según Besfort Y., si bien las gentes comprendieron muy pronto que la procreación debía tener lugar con personas ajenas al clan, fue preciso el transcurso de cientos de miles de años para que la atracción entre hombre y mujer, después de una interminable sucesión de nacimientos, adoptara la forma del amor tal como es conocido hoy. Aunque extremadamente tardío (tal vez tres o cuatro mil años antes de la construcción de las pirámides), este nuevo amor, rebelde y fulminante como el día del fin del mundo, consiguió hacer frente al antiguo amor, un anciano de millones de años. A la arcaica, fastidiosa pero tranquilizadora fidelidad de la sangre le había opuesto la incertidumbre vertiginosa, con su regusto de riesgo y su arrebato. Rivales a ultranza, ninguno de los dos había logrado sin embargo derrotar al otro. De tiempo en tiempo, el viejo mamut adormecido conseguía incluso suplantar a la joven fiera hasta el punto de poner en duda su propia existencia.

Lulú Blumb había captado con retraso la causa de aquella atracción por semejantes temas. Ellos dos, primero Besfort Y. v más tarde tal vez ella también, llevaban tiempo en busca de un nuevo amor, dicho de otro modo, de una nueva variante producto del cruzamiento de las dos primeras. Al menos así lo había entendido, hasta el día en que comenzó a sospechar otra cosa. Lulú Blumb había llegado pues a la conclusión de que ellos dos, con su búsqueda de un amor todavía por inventar, se asemejaban a esos pacientes voluntarios que aceptan que se experimente sobre ellos con fármacos nuevos y peligrosos.

Como ya le había explicado con anterioridad, Besfort Y, como toda personalidad complicada, se sentía aislado en este mundo. La búsqueda de una nueva forma de amor probablemente estuviera relacionada con ese sentimiento. Una fórmula en la que la infidelidad quedara descartada, al igual que en la vieja modalidad, la debida a los vínculos de sangre, la inmemorial. Y al mismo tiempo que la infidelidad quedara excluida la separación. Los tiranos, como era cosa de todos conocida, no admitían nunca una pérdida. Por otra parte, él no podía ignorar que ningún vínculo pasional entre el hombre y la mujer se podía fraguar sin el riesgo de la pérdida. Esta era en apariencia la razón de que él, no pudiendo situar su amor a salvo de ese peligro, hubiera decidido separarlo en dos fases, la primera, la segura, definitivamente sellada ya, y la segunda, aquella en la que Rovena ya no era su amada, sino una simple callgirl, en otras palabras, una chica de alterne.

Como usted mismo me ha informado, para referirse a esta segunda fase ellos utilizaban la expresión post mortem. La usaban los dos, pero, en realidad, era ella quien se encontraba post mortem y no él. Dicho de otro modo, su muerte había comenzado con esas palabras mismas. La programación de su asesinato, su primer fermento, estaba ya anunciada, aunque fuera inconscientemente, en esa expresión.

Era lógico que él acabara llegando hasta esa idea. Los temperamentos tiránicos se inclinan por las soluciones radicales. Con el fin de habituarse a la posible infidelidad de ella, había empleado todos los medios. Luego, tras comprobar que nada conseguía borrar la angustia de la pérdida, decidió hacer lo que miles de personas hacen en el mundo: desembarazarse de su amada.

Ella, Lulú Blumb, había recelado de su naturaleza asesina antes de que aludieran a ella los servicios secretos. Su miedo a las convocatorias ante el Tribunal de La Haya, las fotografías de los niños serbios asesinados en su bolsa, los tatuajes de Rovena: todo ello no era más que expresión de sus fantasmas, todo constituía la seña segura de una evidencia. Su ímpetu destructivo se manifestaba cuantas veces aparecía un obstáculo atravesado en su camino: ya podía tratarse de una idea, de un Estado, como en el caso de Yugoslavia, de una cruzada, una religión, una mujer, tal vez de su propio pueblo.

Rovena había aparecido en su vida cuando no tenía más que veintitrés años, y era evidente que no existía ninguna posibilidad de que volviera a salir.

Ellos intentaban comprender por qué la había convertido casi en una prostituta. Y creían zanjar la cuestión fingiendo haberlo conseguido, pero no era así en realidad. Los bandidos y los proxenetas, los que a cambio de unos dólares convertían a sus novias en putas, respondían a impulsos menos misteriosos. Su caso era bien distinto. Ella misma acababa de enunciar algunos razonamientos en exceso alambicados. ¿Y si las cosas fueran más sencillas y su conversión en cali girino hubiera sido más que una fase preparatoria del asesinato? A fin de cuentas, en nuestro mundo, cuando se habla de asesinatos de mujeres, en lo primero que se piensa es en las prostitutas.

Puede que sus argumentaciones resultaran demasiado intrincadas, traídas por los pelos, según se decía, que tanto abundaban en los medios artísticos.

Ella había renunciado hacía tiempo a calentarse la cabeza con aquello. Ella ya no se preocupaba, por ejemplo, de analizar el famoso sueño, el del mausoleo de estuco que, a todas luces, se trataba del sueño típico de un asesino.

En el caso de que el señor investigador, por sus propios motivos personales o vinculados con su actividad, no sintiera inclinación por los enrevesamientos psíquicos, podía olvidar por completo todo lo dicho hasta el momento y prestar atención a una sola cosa, a su explicación primordial, la que le había manifestado hacía ya tiempo: Besfort Y. había asesinado a su amada porque esta última había llegado a enterarse de sus más profundos secretos… profesionales.

4

La pianista respiró hondamente. A través de los conciertos, ella conocía bien el instante en que los espectadores, tras un profundo silencio, dejaban escapar el aire todos a un tiempo.

Esos secretos eran aterradores, prosiguió al poco. Se trataba de la OTAN, de las discrepancias internas capaces de dividir a todo Occidente. Los propios investigadores tenían miedo. Y cuando ellos estaban aterrados, ¿cómo no iba a estarlo ella, una pianista indefensa?

Habló durante un rato de ese miedo, hasta que él la interrumpió con discreción. Lulú Blumb, le dijo, usted ha hablado de dos móviles para el asesinato radicalmente distintos el uno del otro. El primero, el que ha calificado de psicótico, y este último, el segundo, vinculado por así decirlo con los acontecimientos contemporáneos… políticos podría decirse. Permítame que le pregunte: ¿En cuál de ellos cree verdaderamente?

La pianista reflexionó largamente antes de contestar: En los dos. Añadió que resultaba probable que el decisivo hubiera sido el primero, el psicótico, en tanto que el segundo no había sido más que una excusa para convencerse a sí mismo más fácilmente de su necesidad.

Su discurso se tornó de nuevo confuso al evocar nuevamente las dos clases de amor, sobre todo sus relaciones con la muerte. Para la primera, el amor en el seno del clan, la muerte había sido su principal enemigo. En cambio para la segunda ni mucho menos… Era probable que, al sentirse débil frente a su arcaico rival, el nuevo amor hubiera tenido necesidad de un aliado poderoso, el de la muerte. Y de este modo lo inconcebible se había producido: gracias a esa nueva alianza, la muerte, que tanto atemorizaba a los miembros del clan, no era experimentada ya del mismo modo por los amantes. Y esto era tan verdad que resultaba imposible que, en una historia de amor, no existiera al menos un instante en que uno de los dos le deseara la muerte al otro.

El investigador escuchaba fascinado. Muy a menudo había escuchado hablar de la relación eros-tánatos, pero nunca de forma tan accesible, como si la muerte, que cada una de las partes pretendía situar de su lado, fuera lo mismo que un grupo bancario, una compañía de seguros o un Estado.

Ella no cesaba de bajar la voz, aunque él, de forma extraña, continuaba escuchándola. Todo consistía en que él liberara su mente de la trampa en la que todos estaban atrapados hasta entonces. En la mañana del 17 de octubre, Rovena St. ya no estaba viva. De modo que, en el taxi que conducía al aeropuerto a Besfort Y., a su lado se encontraba otra mujer.

¿Sostiene usted que la muerte se produjo antes?, dijo él en un susurro. Pero entonces ¿y el cadáver? ¿Por qué no se encontró?

El cadáver, su descubrimiento, su desaparición, eso eran, según ella, asuntos de policías. Ellos hablaban de otra cosa. Lo principal era que él la creyera. Casi se lo rogaba. Que creyera que el asesinato había tenido lugar. Estaba dispuesta a arrodillarse ante él e implorarle. Que no ofendiera la memoria de la otra con su incredulidad… Había habido un asesinato, sin la menor duda, aunque ella no pudiera precisar dónde…

Él la seguía con dificultad. Finalmente le pareció atrapar el hilo. Pero era tan extraordinariamente fino que parecía a punto de quebrarse. No creer en el asesinato conducía a no creer que hubiera existido amor.

Bastó la sonrisa incrédula de su interlocutor para que Lulú Blumb perdiera el hilo.

Tras un último silencio, más prolongado que todos los anteriores, comenzó por decir que era natural que el señor investigador le diera una explicación errónea a la insistencia con que ella, Lulú Blumb, se empeñaba en persuadirle de que en la mañana del 17 de octubre, Rovena St. y Besrort Y. no se encontraban ¡untos en el taxi fatal. Él podía tomar esto por un último deseo de la pianista, que, al igual que había pretendido separarlos en vida, deseaba al menos conseguirlo en la muerte. Era su derecho pensar de ese modo, pero ella se mostraría sincera hasta el final. Con el fin de hacerle admitir que había existido realmente un asesinato, ella le desvelaría el más grande secreto de su vida. El que no le había revelado a nadie y estaba hasta entonces convencida de llevarse consigo a la tumba. Le estaba confiando por tanto el terrible secreto de que ella, Liza Blumberg… también había deseado matar a Rovena…

Esta abominación tenía que ver con la pequeña iglesia perdida cerca del mar Jónico. Desde el comienzo ella había oído hablar de las atrocidades que tenían lugar allí: las mujeres arrojadas al mar, los traficantes enloquecidos aullando de risa. Pero no había sentido miedo. Había soñado hasta el final con ese viaje del que ni ella ni Rovena St. regresarían nunca. Si los traficantes no las hubieran arrojado al mar, Lulú misma se habría encargado de aferrar con sus manos el cuello de su amada y la habría arrastrado al abismo… Pero, según se veía, estaba escrito que lo que había debido suceder a bordo de una lancha, en el mar, se consumara sobre la tierra, en el interior de un taxi. Como en todo, Lulú Blumb había llegado demasiado tarde. Después de esta confesión, ella confiaba en que el investigador comprendiera que su proceder contra Besfort Y., como todo resentimiento hacia el hermano criminal, no podía sino pecar de vehemencia. En las horas en que el espíritu busca la paz, ella había rogado por él con la misma devoción que por sí misma.

5

Tras la conmovedora confesión, el investigador estaba persuadido de que Lulú Blumb no volvería más. Había algo extenuante en aquel relato, un acto de cierre de todas las puertas tras el cual no podía esperarse la menor salida.

El investigador comenzó a lamentar amargamente no haberla interrogado con mayor hondura, sobre todo acerca de ciertos puntos oscuros de la historia. Había observado que, cada vez que Lulú Blumb decía que no se extendería sobre tal o cual aspecto, éstos se le revelaban esenciales y a continuación no cesaban de asediar su cerebro.

Esto es lo que había sucedido con el segundo sueño, acerca del que nunca la había interrogado tanto como debía. Ahora se siente defraudado y, como para castigarse por ello, repasa cada vez con mayor frecuencia en su cabeza el sueño en su totalidad, tal como lo ha escuchado de la albanesa residente en Suiza.

No le resulta difícil representarse a Besfort Y. avanzando a través del terreno yermo en medio del cual se alza el edificio mortuorio. Se detiene ante el mausoleo que es simultáneamente motel, cuyas puertas son puertas al tiempo que no lo son. El yeso y el mármol irradian una luz fría. Sabe por qué está allí, pero tanto como lo ignora. Grita el nombre de una mujer sin llegar él mismo a oír lo que sale de su garganta. Esa mujer, en apariencia, se encuentra tras toda esa montaña de mármol y estuco, pues él llama de nuevo. Pero la voz que sale de su boca es tan débil que de nuevo ni él mismo la oye. Un reflejo de luz procedente del interior en el que hasta entonces no ha reparado le empuja a llamar golpeando sobre los cristales tintados. Un leve ruido se percibe entonces y una puerta se abre allí donde no parecía haberla. Un vigilante nocturno, de motel o de templo, aparece. Esa mujer no está aquí, dice el hombre volviendo a cerrar la puerta.

Entre tanto, por una escalinata exterior de caracol que desciende de lo alto, sin duda desde la terraza, avanza efectivamente una mujer. Sus ropas ceñidas la hacen parecer más esbelta, pero su rostro es desconocido. Tras superar el último escalón, se aproxima y enlaza su cuello con los dos brazos. La atracción y la dulzura lo envuelven, pero su nombre, que ella pronuncia quedamente, muy quedamente, permanece inaudible para él. Ella continúa diciendo alguna otra cosa. Sobre su larga espera quizás, allí en el interior. Y tal vez sobre la añoranza que ha debido soportar… Pero no llega a entender nada de su relato. Sólo saca en conclusión que echa en falta algo.

La mujer inclina la cabeza para decirle al menos su nombre o simplemente para besarle, pero de nuevo algo no encaja y él se despierta.

Durante horas enteras, el contenido del sueño no deja alternativamente de contraerse y dilatarse en su espíritu.

Resultaba fácil interpretarlo como el sueño de un asesino. Vuelve al lugar donde ha sido feliz, ésa es la razón por la que el edificio se asemeja a un motel. Pero se asemeja en idéntica medida a una tumba, lo que probaría que, en el mismo lugar donde ha sido feliz, ha matado también.

Ésta era la interpretación obstinada de Lulú Blumb. Sin atreverse a contradecirla, él buscaba otra. Besfort Y. acudía al erial desierto en busca de la que se encontraba encerrada en su interior. Petrificada. Emparedada. La llamaba con el fin de sacarla de allí. De descongelarla. Aunque tampoco a ella le resultaba fácil conseguirlo.

Pero eso es prácticamente la misma cosa, habría replicado Lulú Blumb. Tras el estuco y el mármol se encontraba en todo caso Rovena muerta, con todo lo que eso implicaba.

El investigador proseguía las conversaciones imaginarias con Lulú Blumb, aunque un presentimiento le decía que volverían a encontrarse.

Y así sucedió efectivamente. Su llamada telefónica le regocijó como en la época de la juventud.

Tras haberlo eludido testarudamente, acabaron desembocando en el asunto que a ambos les obsesionaba. Era evidente que, al igual que él, ella había estado imaginando tanto preguntas como respuestas y objeciones sin fin. Por mucho que se esforzaran por no embrollarse, llegó un momento en que la maraña que uno tenía en la cabeza se había mezclado con la del otro. Ambos se daban perfecta cuenta de que no debían permitirse en ningún caso caer en las trampas de un sueño visto por una tercera persona, contado por una cuarta, e incluso a través de una quinta…

Era Lulú Blumb quien, a diferencia del investigador, lograba escapar de aquella bruma y regresar penosamente a la mañana del 17 de octubre y al taxi estacionado bajo la lluvia ante la entrada del hotel. La temperatura era de siete grados, el viento cambiaba de dirección con brusquedad, la lluvia no cesaba un solo instante.

Haciendo esfuerzos por escuchar a Lulú Blumb, el investigador no conseguía apartarse del inevitable sueño. ¿Qué buscaba Besfort Y. en el interior del edificio de mármol, en aquel monumento desolado, postnocturno? A Rovena, sin lugar a dudas, ¿pero a cuál? ¿A la asesinada, a la destruida? ¿Y por qué ella no salía por donde él la esperaba sino por la escalera de caracol? Por todas partes planeaban los remordimientos, desde luego, pero ¿por qué motivo?, ¿y los de quién?, dos de él, los de ella, los de ambos? Habría querido preguntarle a Lulú Blumb, pero ella le pareció demasiado alejada de todo aquello.

6

Su tono al hablar se hacía más insistente. Ella había sido la única que no se había contentado con las explicaciones propuestas hasta entonces acerca del intervalo de tiempo excesivamente prolongado entre la salida del hotel de las víctimas y el instante del accidente. Los testimonios recogidos por ella sobre la mañana del 17 de octubre, los extractos de prensa, los boletines meteorológicos, sobre todo las sucesivas comunicaciones por radio de la policía de tráfico acerca de los automovilistas destacaban por su sorprendente precisión. Todos habían estado de acuerdo en que este hecho era suficiente para que se ganara al menos el derecho a ser escuchada. El otro motivo era la conmovedora recreación que había hecho con su imaginación de la atmósfera del vestíbulo del Hotel Miramax la mañana del 17 de octubre: las lámparas cuyo brillo palidecía ante la proximidad del día, el rostro entumecido por el sueño del portero de noche, y Besfort Y. que se aproximaba para saldar su cuenta y pedir un taxi. Luego su retorno hasta el ascensor, su desaparición seguida de su reaparición, esta vez en compañía de su amiga, a la que conducía, sujetándola con fuerza contra su cuerpo, desde la puerta del ascensor hasta el taxi. A las decenas de preguntas que se le hicieron, el vigilante había respondido invariablemente la misma cosa: Después de una noche prácticamente en blanco, veinte minutos antes de la finalización de su turno, ni él ni ningún otro habría estado en condiciones de discernir con claridad el rostro de una mujer cubierto en su mayor parte por el cuello alzado del abrigo, el sombrero y el hombro del individuo al que iba prácticamente pegada. Todavía menos habría podido distinguir algo el chófer que esperaba en el interior del taxi mientras la lluvia y el viento cambiaban de dirección a cada instante y la pareja, como dos siluetas extraviadas, se aproximaba al vehículo.

Liza Blumberg continuaba insistiendo en que la mujer joven que había montado en el taxi no era una Rovena… normal. A la pregunta de qué quería decir con eso, ella respondía que tenía la convicción de que la joven mujer, incluso en el caso de que fuera Rovena, no era en realidad más que su apariencia, un remedo suyo.

En este punto de la conversación, ella blandía las fotografías tomadas inmediatamente después del accidente, en ninguna de las cuales aparecía la cara de la mujer. Mientras que el rostro de Besfort Y. era perfectamente identificable, la mirada inmóvil y un trazo de sangre sobre la sien derecha, de la mujer caída de bruces a su lado sólo se distinguían los cabellos castaños y el brazo derecho estirado encima del cuerpo de él.

Este relato se lo había repetido numerosas veces la pianista a los investigadores anteriores. Ellos la escuchaban con más compasión que atención, y cada vez que ella se daba cuenta, se descomponía. Esto era lo que los obligaba, aunque sin la menor convicción, a entablar cierto debate con la mujer. Pongamos que el asesinato resulta plausible. ¿Pero cómo explicar entonces el comportamiento posterior de Besfort Y? ¿Con qué objeto iba a arrastrar el cuerpo muerto, rígido, o sustituido, hasta un taxi? ¿Dónde iba a llevarla, cómo se desembarazaría de ella? ¿Con o sin la ayuda del taxista?

Después de una breve vacilación, ella recuperaba el ímpetu. Por supuesto que el chófer podía haber formado parte del plan. Pero esto era algo de segundo orden. Lo principal era averiguar qué había sucedido con Rovena. Según Liza Blumberg, había sido asesinada fuera del hotel y Besfort Y., solo o con la ayuda de alguien, había conseguido deshacerse del cadáver. Sin embargo, él tenía necesidad de ese mismo cuerpo; dicho de otro modo, tenía necesidad de la apariencia de Rovena St. en el momento de abandonar el hotel. Habían pasado dos noches allí, de modo que cuando llegara la hora de buscar a la joven desaparecida, el primero en ser preguntado sería su amante o pareja, llámenlo como prefieran. Su respuesta era fácil de imaginar: habían abandonado el hotel juntos, él y su amante, por la mañana pronto, como de costumbre ella le había acompañado hasta el aeropuerto y luego, al regreso, había desaparecido. Todo parecía sencillo y convincente, sólo que había necesidad de una cosa, justamente de lo que se había mencionado al principio: un cuerpo, una apariencia.

Bajo la mirada siempre afligida de los investigadores, Lulú Blumb había rematado su hipótesis. Besfort Y., el mismo que había hecho desaparecer tanto el alma como el cuerpo de Rovena, tenía necesidad de su forma humana, de su apariencia.

Debía de haberse devanado los sesos durante largo tiempo acerca del modo de construirse una coartada, dicho de otra forma: con quién o con qué sustituiría a la difunta. A primera vista, eso parecía arriesgado, incluso imposible. En una segunda apreciación resultaba sencillo. Una mujer poco más o menos semejante, al menos en cuanto a la estatura, era fácil de encontrar y de hacer venir al hotel. A falta de una mujer, algo mudo y sin memoria, es decir, sin peligro, pongamos una muñeca hinchable, de esas que se encuentran por docenas en las tiendas de sexo. Hacia el amanecer, en la penumbra del vestíbulo del hotel, difícilmente el portero adormilado repararía en que la mujer surgida del ascensor, tiernamente abrazada por su amante, era diferente de la otra…

En este punto del relato, además del cansancio, en las miradas de los investigadores se percibía la impaciencia. Era lo que había sucedido con el primero, luego con el segundo y también con el tercero. Liza era consciente, por eso en su primer encuentro con este cuarto investigador, cuando llegó el momento de referirse a aquella mañana (la lluviosa madrugada otoñal barrida por las ráfagas de un viento que tornaba aún más desolado el vestíbulo del hotel ante el cual Besfort Y. conducía hacia el taxi el simulacro de su amante), ella esbozó una sonrisa culpable, comenzó a hablar apresuradamente intentando, en vano, eludir la palabra «muñeca» y acabó pronunciándola entre dientes.

Fue justamente esa palabra la que le dio la vuelta a todo. El rostro del investigador se transformó de pronto por completo.

Se ha referido usted a un simulacro, a una muñeca, si no me han engañado mis oídos…

La sonrisa culpable en el rostro de la mujer adquirió apariencia de mueca. Si la palabra le molesta, olvídela, se lo ruego. Se trataba de un sustituto de Rovena, de una fabricación, de una impostura.

Señora, no tiene usted por qué desdecirse. Ha utilizado usted la palabra «muñeca» ¿no es así? Ha dicho justamente ein manikene. Liza Blumb quiso pedir disculpas por su alemán, pero entre tanto el otro ya le había tomado la mano. Ella se estremeció. Esperaba de él palabras ofensivas, las que los otros probablemente habían pensado sin pronunciarlas. En lugar de eso, para su sorpresa, sin soltarle la mano, murmuró: Honorable señora…

Era su turno de preguntar si esas palabras habían sido pronunciadas en verdad o eran fruto de su imaginación.

Sus ojos estaban vacíos, como si estuvieran vueltos para mirar en el interior de su cráneo.

7

En realidad, en la mente del investigador se estaba produciendo una insoportable mutación. El enigma que llevaba tiempo tratando de resolver se desvelaba de pronto. Quiso decir: Señora, me ha dado usted la clave del misterio, pero le faltaba la energía precisa para pronunciar esas palabras.

La niebla se disipaba con rapidez en torno al misterio. Lo que el chófer había visto en el retrovisor del taxi no era más que un duplicado. De modo que el viajero, el hombre, hacía esfuerzos por besar una simple forma. O la forma, por besar al hombre.

Esto era lo esencial; el resto, dónde había matado a Rovena, si había existido realmente asesinato, por qué razones, si los secretos de la OTAN, por ejemplo, habían constituido la razón más plausible, dónde había sido abandonado el cuerpo, qué se había hecho de la muñeca más tarde, todo eso era secundario.

¡Dios mío!, exclamó en voz alta. Ahora recordaba con claridad que en algún punto de su informe se hablaba precisamente de una muñeca. De una muñeca femenina despedazada por los perros.

Allí estaba la explicación y en ninguna otra parte. El secreto que les había perturbado a todos. De igual modo que aquellas palabras inquietantes, como surgidas de un universo de plástico: Sie versuchten gerade, sich zu küssen. Ellos hacían esfuerzos por besarse.

De modo que en la base de todo se encontraba un muñeco. Un objeto inanimado que había de servir para salir del hotel. Luego, de camino hacia el aeropuerto, tendría lugar la continuación de la historia. Para un poco en esa área de descanso, el tiempo necesario para que pueda tirar esto. O bien: Toma este dinero y quítamelo de encima.

A consecuencia del beso, nada de lo anterior llegó a suceder. Fue ese beso el que, dejando petrificado al taxista, paró en seco la historia. En lugar de deshacerse de la muñeca, todos acabaron estrellados.

Se golpeó las sienes con los puños. ¿Y la policía? En el primer atestado tendría que haber aparecido registrada precisamente ella, la muñeca, encontrada junto al cuerpo de Besfort Y.

El investigador no se apresuró a recompensarse con un «¡idiota!». Por mucho que la visión resultara incompleta, la esencia estaba allí. Algo no encajaba, eso desde luego. Existía una discrepancia entre los cuerpos orgánicos, la materia plástica, las ideas y sobre todo el tiempo pasado y futuro. Pero esto era provisional. Eran como un retrato de grupo: una pareja de amantes, un muñeco, un beso imposible y lo principal: un asesinato. Estos elementos se eludían los unos a los otros, rehusaban establecer un vínculo. Aunque era perfectamente comprensible. Tales incongruencias, como por ejemplo la existente entre la idea del asesinato y su consumación, eran cosas de manual. A veces sucedía que el asesinato y el cuerpo que había de perecer permanecían durante un tiempo divorciados, hasta el momento en que se reencontraban el uno al otro como siempre acaban por encontrarse quienes se han equivocado de hora.

El investigador se esforzó por representarse la historia lo más sencillamente posible, como un relato que se cuenta después de la cena. Poco tiempo después de que el taxi deje el hotel, el chófer observa que la viajera envuelta en un abrigo y un pañuelo, más que una mujer, parece un muñeco. Pasada la sorpresa inicial, a la que se añade cierto temor supersticioso, se recupera. ¿Acaso hay pocos maniacos que viajan en los taxis con violonchelos descuajaringados, con bidones enteros de aguardiente, incluso con tortugas primorosamente empaquetadas? Aquello no le impresiona, incluso conserva la tranquilidad cuando la criatura sintética parece cobrar vida. Son las vibraciones del vehículo al circular por la carretera, sin hablar de su propio cansancio, las que probablemente le hacen creer eso. Solamente más tarde, cuando el viajero intenta besar al muñeco, el taxista acaba perdiendo la cabeza.

Como tiene por costumbre considerar las distintas posibilidades frente a cada crimen, a la mente del investigador acuden varias de forma automática. De acuerdo con una, el taxista sabe desde el principio que, a cambio de una retribución, va a arrojar una muñeca a la cuneta de la carretera. Según otra, el asunto se torna más grave porque lo que debe arrojar, naturalmente a cambio de una retribución más consistente, no es un muñeco sino un cadáver. Tanto en un caso como en el otro, el extraño pasajero trata de besar a su acompañante, ya sea muñeca o cadáver, y entonces sobreviene la catástrofe.

La última variante, la peor para el conductor, es la que implica la colaboración de éste en el asesinato. De camino hacia el aeropuerto, Besfort Y. y él se desvían hacía algún paraje a salvo de las miradas para deshacerse de la mujer después de haberla asesinado. Entra en lo posible que el intento de Besfort Y. de darle el beso de despedida sea el origen de la catástrofe.

8

Era la madrugada de un domingo de Pascua cuando, todavía adormilado, entre el repicar de las campanas, se encaminó hacia la vivienda del conductor del taxi. La ciudad parecía poseída por la grisura invernal. Ya no queda esperanza, pensaba, sin saber muy bien por qué.

La mujer que le abrió la puerta exhibía una expresión hostil, pero el chófer le dijo: Te esperaba. A diferencia de ocasiones anteriores, su deseo de desahogarse había crecido en los últimos tiempos.

A todo el mundo le gustaría liberarse del peso con el que carga, se dijo el investigador. Quién sabe por qué, le parecía que eso se produciría en este caso a sus expensas.

Te voy a preguntar una sola cosa, le dijo en voz baja. Pero quisiera que fueras más preciso que nunca.

El interpelado dejó escapar un suspiro. Con la mirada inmóvil escuchó lo que el otro decía. Luego dejó caer la cabeza durante largo rato. ¿Era una mujer viva o una muñeca?, repitió en voz baja, como dirigiéndose a sí mismo, las palabras del investigador. Tus preguntas se hacen cada vez más difíciles.

El otro lo miró con gratitud. No había gritado: Qué significa este delirio, qué es lo que se te ha ocurrido esta vez, sino que simplemente encontraba la pregunta complicada.

Con voz despaciosa, lo mismo que antaño, comenzó a hablar de aquella mañana sombría, de la tempestad que no cesaba, del ronroneo del motor del taxi en cuyo interior él esperaba a los dos clientes. Aparecieron por fin a la entrada del hotel y, enlazados el uno con el otro, con las solapas alzadas, se apresuraron en dirección al taxi. Sin esperar a que él saliera a abrirles, el hombre abrió la portezuela izquierda del coche para su amiga, luego dio la vuelta para tomar asiento del otro lado, desde donde le llegó su voz con acento extranjero. Flugbafen! ¡Al aeropuerto!

Como le había repetido ya tantas veces, no recordaba un embotellamiento de la carretera semejante al de aquella mañana. Se movían con lentitud a través de la penumbra del amanecer, se detenían, arrancaban, volvían a pararse de nuevo, coches, camiones frigoríficos, vehículos pesados, autobuses, todos chorreando agua, ostentando nombres de empresas, de agencias de viaje, números de teléfono móvil que reaparecían debido a las continuas detenciones unas veces por la izquierda otras por la derecha, como en una pesadilla. Durante sus noches en el hospital, la mayor parte de aquellas inscripciones en idiomas atroces y desconocidos no cesaron de atormentar su cerebro. Nombres propios y comunes en francés, en español, en flamenco. La mitad de la Unión Europea con su torre de Babel incluida.

Los ojos del investigador estaban desprovistos de la emoción precedente. No podrás prolongar indefinidamente ese relato, pensaba. Lo quieras o no, acabarás respondiendo sobre el fondo de mi pregunta.

Aguantó cuanto pudo y luego le repitió la pregunta. El otro sólo necesitó un breve instante de silencio.

Ah, el asunto de la muñeca… ¿Si la mujer se parecía o no a una muñeca?… Por supuesto que lo parecía. Sobre todo ahora que tú lo dices. Unas veces ella, otras él, eso es lo que parecían a ratos. No podía ser de otra manera. Tras los vidrios de los vehículos medio velados por el vaho, la mayoría de las personas tenían el mismo aire distante, evanescente, como cubiertos de cera.

El investigador sentía que estaba perdiendo la paciencia.

¡Te he rogado que no escurras el bulto -gritó de pronto-, al menos por esta vez! Te lo he pedido por favor, te lo he implorado de rodillas.

Dios mío, ya empieza otra vez, se dijo el otro.

La voz del investigador sonaba gutural, al borde del gemido.

Te he ofrecido una última oportunidad de confesar. De que te arranques de una vez lo que te corroe y te reconcome por dentro. De decir por fin lo que te aterroriza: ¿El hecho de que un hombre intentara besar a una simple forma? ¿Que la muñeca intentara besar al hombre? ¿Que resultaba imposible tanto para uno como para el otro porque algo les faltaba? ¡Habla!

No sé qué decir. No soy capaz de hacerlo. No puedo.

¡Desvela el secreto! ¡Libéranos a todos!

No puedo. No lo sé.

¡Porque no quieres! Porque tú también eres sospechoso. ¡Habla! ¿Cómo ibais a hacer desaparecer el cuerpo después del asesinato? ¿Dónde ibais a arrojar la muñeca? ¡Deja de escabullirte! Tú estabas al tanto de todo. Estabas constantemente al acecho. A través del retrovisor, tu perro fiel.

Pasados los gritos, la voz del investigador recuperó la calma. Había llegado cargado de entusiasmo a ver al otro, con la esperanza de que su descubrimiento lo regocijaría también a él. Pero el otro no quería saber nada. No, ninguno de ellos quiere nada contigo, dijo para sus adentros dirigiéndose a la muñeca. Todos te ignoran excepto yo.

En silencio, extrajo de su cartera las fotografías de los dos accidentados. Para que su señoría pudiera examinarlas una vez más. Para que se convenciera de que el rostro de la muerta no aparecía por ninguna parte…

El otro hurtaba la mirada. Estaba asustado, balbuceaba. ¿Por qué la revelación del secreto dependía únicamente de él? Y si la muerta no era, como decía, una mujer, sino una muñeca, ¿por qué la policía no había dicho nada?

Zorro, se dijo el investigador. Era la misma pregunta, incluso la primera de todas, que él le había hecho a Liza Blumberg. Después de la cual, de forma sorprendente, antes de escuchar su respuesta, la bruma había envuelto todas sus cavilaciones.

El chófer continuaba balbuceando. En su taxi había sucedido algo inexplicable. Algo que no encajaba de ningún modo… Pero ¿por qué la respuesta se la pedían únicamente a él?

Tú eres el único que no tiene derecho a quejarse, le interrumpió el investigador. Llevo mil años preguntándote cómo te las ingeniaste para estrellarte por la sola visión de un beso y no eres capaz de responderme.

Permanecían los dos como aturdidos por el cansancio. También tú podrías preguntarme miles de veces cómo he podido creer a Liza Blumb y yo no sabría responderte. Todos nosotros podríamos preguntarnos los unos a los otros: ¿Con qué derecho vienes a preguntarme en mitad de la noche por algo que tú mismo no eres capaz de discernir?

Estaba demasiado cansado para contarle cómo, muchos años atrás, cuando era estudiante de bachillerato y le llevaron por primera vez a visitar una exposición de pintura moderna, todos quedaron asombrados, incluso se echaron a reír ante las imágenes de personas con tres ojos, con los pechos desplazados, o de jirafas en forma de bibliotecas en llamas. No os riáis, les dijo alguien. Más adelante comprenderéis que el mundo es más complicado de lo que parece.

El investigador había recuperado la serenidad, incluso la emoción volvió a aparecer en sus ojos.

Existen distintas verdades además de la que nos parece ver, dijo en voz baja. Nosotros no las conocemos. No queremos conocerlas. No podemos. Tal vez no debamos. El, su compañero de infortunio, estaba diciendo que en su taxi había ocurrido algo que no encajaba. Puede que eso fuera lo esencial. El resto era superfluo. En tu taxi sucedió algo diferente de lo que tú viste. En el asiento trasero se sentaban culpable e inocente, asesino y tal vez asesina, muñeca, apariencia, formas y espíritus, a veces juntos y otras separados, como aquellas jirafas entre las llamas. Lo que tú viste y lo que yo me he imaginado están posiblemente todavía lejos de la verdad. No en vano los antiguos sospechaban que los dioses no nos habían dado a nosotros los humanos el saber y los conocimientos superiores. Esa es la razón por la que nuestros ojos, como de costumbre, estuvieran ciegos ante lo que sucedía.

El investigador se sentía tan exhausto como tras un ataque de epilepsia.

La historia entera podía haber sido diferente. A estas alturas, no se extrañaría si le dijeran que lo que él había estado investigando era algo tan dispar como la biografía del Papa de Roma, el expediente de un crédito bancario o el relato de una joven importada del antiguo Este en las desconsoladoras dependencias de la policía de fronteras de un aeropuerto.

Voy a hacerte una pregunta más, dijo con voz queda. Tal vez la última. Quisiera saber si durante la carrera hacia el aeropuerto sentiste algún ruido inexplicable, que al principio pudieras haber tomado por un fallo del motor, pero que no era eso. Un sonido por completo ajeno a la autopista, como un galope de caballo que marchara en vuestra persecución…

Se puso en pie sin esperar la respuesta.

9

La renuncia a la descripción de la última semana, en lugar de disgustarle, le procuraba ahora sosiego.

Estaba convencido de que no sólo los últimos instantes, en el taxi, sino la totalidad de la última semana se revelaba inenarrable. De ahí que no solamente la interrupción de la crónica no le causara ya el menor sentimiento de pecado sino que, por el contrario, continuar es lo que se le habría antojado un sacrilegio.

De todo gran secreto escapa siempre una fuga fortuita. Cabía en lo posible que del aterrador depósito donde los dioses guardaban los conocimientos supremos, aquellos que les estaban vedados a los humanos, una vez cada siete mil, cada diez mil, cada setenta mil años, se filtrara alguna cosa al exterior. Y entonces, los ciegos ojos de los hombres, como sucede cuando el viento levanta por casualidad el borde de una cortina, durante un breve y único instante distinguían de pronto aquello para cuya aprehensión harían falta siglos.

En aquella brizna de tiempo, ellos cuatro, los dos viajeros además del conductor y el espejo retrovisor, se habían encontrado en apariencia situados en un campo de visión imposible.

Sucedió algo que no encajaba, había dicho el conductor. Por tanto algo que se le escapaba a cualquiera. ¿Una turbia historia de sangre? ¿Una deuda contraída antaño ante su férreo código y que no podía ser saldada por las generaciones humanas más recientes?

Era probable que en la última semana Rovena y Bes-fort Y. se hubieran visto arrastrados por un torbellino del que en vano trataban de escapar. O tal vez habían llegado demasiado lejos y pretendían ahora deshacer lo andado.

¿En qué consistían aquellos viejos pactos? ¿Dónde se establecían y por qué era imposible romperlos?

Durante las primeras horas de la mañana sucedía a veces que la historia adoptaba un color diferente. Una historia de espíritus a los que les faltaban los cuerpos. De esta disociación de los cuerpos se derivaba sin duda la sensación de aturdimiento nebuloso y de liberadora ebriedad, de distensión de los vínculos entre la esencia y la forma.

El expediente de la investigación revelaba que, aquí y allá, Rovena St. y Besfort Y. habían aludido varias veces a esa disociación. No podía excluirse que también se hubieran arrepentido de eso.

Como raros fulgores de diamante, el investigador pasa revista ahora a las escasas ideas que ha intercambiado con la pianista sobre el último sueño de Besfort Y.

¿Qué buscaba en el mausoleo-motel? Ambos estaban de acuerdo en que acudía en busca de Rovena. De la asesinada, según Lulú Blumb. De la metamorfoseada, según él. Tal vez algo semejante a lo que buscan millones de hombres: la segunda naturaleza de la mujer amada.

Durante horas enteras imagina a Besfort Y. ante la estuquería a la espera de la Rovena original. Luego, en el taxi, al lado de su forma huidiza, experimentando aquello que jamás nadie ha podido vivir hasta hoy.

10

Era un mudo mediodía de domingo cuando, después de un largo silencio, Liza Blumberg telefoneó. A diferencia de otras oportunidades, su voz era cálida, como acabada de despertar. Le llamo para decirle que retiro de forma definitiva toda sospecha sobre el asesinato de mi querida amiga Rovena por parte de Besfort Y.

¿Cómo es eso?, respondió él. Estaba usted tan segura…

Tan segura como ahora estoy de lo contrario.

Aja, asintió él tras un silencio.

Esperó a que la otra añadiera algo o colgara el teléfono.

Rovena está viva, continuó Lulú Blumb. Simplemente se ha cambiado el color del cabello y se hace llamar en adelante Anevor.

Ya avanzada la tarde, Lulú Blumb acudió para contarle lo que había sucedido la noche anterior.

Estaba tocando el piano en el bar nocturno, justo en el mismo donde ellas dos se habían conocido años atrás. Se encontraba pues en el mismo lugar y a la misma hora, poco antes de la medianoche, con el alma cargada de tristeza, cuando Rovena se le apareció. Había sentido su presencia desde el instante en que empujó la puerta de entrada, pero un indecible temor, el miedo a que la otra cambiara de opinión y se marchara por donde había venido, le impidió levantar los ojos de las teclas del piano.

La recién llegada avanzó lentamente entre las sillas para situarse precisamente en el lugar donde se había sentado antaño, la noche fatal en que se conocieron. Se había teñido el cabello de rubio, al parecer para no ser reconocida, según comprendí más tarde, pero sus andares eran los mismos, al igual que sus ojos, desde luego, aquellos ojos imposibles de olvidar después de haberte cruzado con ellos una sola vez.

Acabaron por tanto entrelazando sus miradas como entonces, aunque una invisible barrera obligó a Lulú Blumb a respetar el deseo de la visitante de no ser reconocida.

Entre tanto, toda la emoción del reencuentro vinculada a la prolongada ausencia, al deseo y a la frustración era transmitida por sus dedos a las teclas del piano que durante tanto tiempo continuaron siendo para ella in-disociables del cuerpo de su amada.

Al finalizar la pieza, agotada, cabizbaja, mientras escuchaba murmullos de admiración, esperó a que, entre sus admiradores, también ella acudiera a felicitarla de nuevo.

La otra acudió realmente en último lugar, pálida de emoción. Rovena, alma mía, había gritado interiormente Liza Blumberg, pero la otra susurró otro nombre.

Esto no impidió que repitieran las palabras de entonces, y finalmente, poco antes del cierre del bar, que se reencontraran las dos, lo mismo que entonces, en el coche de la pianista.

Durante largo rato se besaron en silencio, y aunque, por dos veces, Liza repitió el nombre de Rovena, la otra no respondió. Continuaron besándose, las lágrimas mojaban sus mejillas pegadas la una a la otra, y sólo en el lecho, mucho después de la medianoche, al borde del sueño, cuando Liza le dijo por fin: Tú eres Rovena, ¿por qué lo ocultas?, la otra respondió: Me tomas por otra. Tras un silencio repitió de nuevo: Me tomas por otra, para añadir a continuación: ¿Pero qué importancia tiene?

Qué importancia tenía, en efecto, se dijo Lulú Blumberg. Era el mismo amor, sólo que bajo otra forma.

¿Has pronunciado un nombre?, murmuró la muchacha. ¿Has pronunciado el nombre de Rovena? Pues bien, si le gustaba tanto, podía llamarla por su anagrama, como se había convertido en moda últimamente: Anevor.

Anevor, se repitió para sí Lulú Blumb. Sonaba como un antiguo nombre de hechicera. Podrás teñirte el pelo, cambiar de pasaporte y hacer mil y una piruetas, pero nada en el mundo podrá hacerme dudar de que eres Rovena.

Mientras le acariciaba los pechos, descubrió la cicatriz de la herida causada por el revólver en el espantoso motel albanés. Depositó en ella un leve beso, sin decirle nada.

Tenía tantas preguntas que hacerle. ¿Cómo había conseguido escapar de Besfort Y.? ¿Por qué medio había burlado su vigilancia?

Rovena podía haber hecho lo que se le antojara con su cuerpo, pero en el fondo, aunque quisiera, no podía cambiar nada.

Al día siguiente, Lulú Blumberg tocaría el piano en su casa, y el teclado, y la música de Bach que surgiría de él, y el universo todo estarían impregnados de los efluvios más íntimos del cuerpo de la joven mujer.

Con este pensamiento se había quedado dormida. Al día siguiente, cuando despertó, Rovena se había ido. Habría creído que todo aquello no había sido más que un sueño si no hubiera encontrado su nota sobre el piano:

«No he querido despertarte. Te doy las gracias por este milagro. Tuya, Anevor».

Así fue, dijo con voz cansada tras un silencio, antes de levantarse para salir.

Los ojos del investigador, como le sucedía con frecuencia, permanecieron clavados sobre la última fotografía en la que se percibían los cabellos castaños de Rovena y su delicado brazo extendido sobre el pecho de Besfort Y., en dirección al nudo de la corbata, como si hubiera pretendido en el último momento aflojarlo un poco para facilitar la salida de su espíritu atormentado.

Desde la ventana, el investigador siguió con la mirada a la mujer que atravesaba el cruce. Un trueno lejano le hizo balancear la cabeza en señal de negación sin saber él mismo a quién se dirigía ese «no» ni qué era lo que rechazaba de ese modo.

Ya se había ido también Lulú Blumb. Lo había abandonado quedamente, lo mismo que no pocas otras cosas de este mundo, y tal vez aquel estruendo estacional constituyera una especie de despedida por su parte.

Ahora se quedaría sin nadie, como antes, solo con el enigma de los dos extranjeros que nadie le había pedido resolver.

11

Tal como le ha sucedido a menudo con anterioridad y como le sucederá cientos de veces más hasta el fin de sus días, el investigador no tiene grandes dificultades en imaginar el trabajoso avance del taxi entre el flujo de vehículos en la brumosa mañana del 17 de octubre. El choque de las gotas de lluvia contra los cristales, las largas detenciones, las lenguas de Europa, los nombres de marcas y de ciudades lejanas escritos sobre el costado de los largos camiones: Dortmund, Euromobil, Hannover, Helsingor, Paradise Travel, Den Haag. Esos nombres, al igual que las palabras casi inaudibles: Qué caos es éste, voy a llegar tarde al avión, contribuyen a su angustia.

Es tarde, no cabe duda. Ellos desearían echarse atrás, aunque no lo admitan. La trampa se cierra sobre ellos por ambas partes. Volvamos, cariño. No podemos. Hablan en voz baja sin saber que el otro les escucha. Ya no hay retorno posible. En el espejo retrovisor aparecen alternativamente los ojos del uno y los de la otra. La carretera parece despejarse un poco. Más allá vuelve a atascarse. Tal vez espere el avión. Francfort. Intercontinental. Viena. Monaco-L'Hermitage. Kronprinz. Ella siente vértigo. Pero si ésos son los hoteles donde hemos estado. (Donde hemos sido felices, susurra con aprensión.) ¿Por qué se vuelven de pronto contra nosotros? Lorelei. Schlosshotel-Lerbach. Ernst Excelsior. Biarritz. El trata de estrecharla contra su pecho. No tengas miedo, amor. Parece que la carretera se despeja. Tal vez se haya retrasado el avión. Le ha echado el brazo sobre los hombros, pero el gesto mismo parece distante, como olvidado. ¿Qué son esos toros negros?, dice ella. ¡Sólo eso nos faltaba! En lugar de responder, él murmura algo acerca de las puertas de una prisión que espera encontrar todavía abiertas antes de que el sol se ponga. Ella vuelve a tener miedo. Querría preguntar, ¿qué error hemos cometido? Él se esfuerza por atraerla hacia sí. ¿Qué haces? Me estás ahogando. El taxi acelera. Los ojos del chófer, como fijos en algo, quedan inmóviles sobre el cristal del espejo. La luz penetra por uno y otro lado. Pero es excesiva, implacable. Ella inclina su cabeza sobre el hombro de él. El taxi comienza a trepidar. Una presencia extraña se ha instalado en su interior. Inaprensible, sorda. Junto con sus instrumentos y sus leyes amenazadoras. ¿Qué está sucediendo, qué error estamos cometiendo? Los labios de ambos se aproximan todavía más. No se debe. No se puede. Los instrumentos y las órdenes que lo prohíben están por todas partes. Él dice algo que no puede oírse. Por el movimiento de sus labios, parece un nombre. No es el nombre de ella. Es el de otra. Lo vuelve a pronunciar, y de nuevo resulta inaudible, como en el sueño de estuco. Invoca con sus gemidos a la que ha asfixiado con sus propias manos. Le implora: Regresa, vuelve a ser la que eras. Pero ella no puede. De ningún modo. Minutos, años, siglos enteros, hasta que una fisura lo hiende todo. Y del estuco, entre el estruendo, emerge por fin el nombre: ¡Eurídice! Entonces la vibración cesa de pronto. Se diría que el taxi se ha separado bruscamente del suelo. Eso es lo que parece en realidad. Con las puertas abiertas, podría creerse que al taxi le han salido de pronto alas. Y de este modo transformado avanza surcando el cielo. A menos que nunca haya sido un taxi sino otra cosa que ellos no hubieran podido percibir. Ahora es demasiado tarde. Ya nada se puede rectificar.

Rovena y Besfort Y. ya no están… Anevor…

…odnum etse ed nos on ay Y. trofseB y anevoR

12

Se sumía cada vez más a menudo en un estado de profundo letargo. Sólo se animaba al pensar en su testamento. Antes de redactarlo esperaba una última respuesta del Instituto europeo de accidentes de carretera. La respuesta tardó mucho en llegar. El instituto había aceptado sus condiciones: a cambio del retrovisor interior del taxi, él ofrecía el fruto de sus indagaciones.

En las oficinas donde se presentó lo miraban con asombro, incluso con cierta conmiseración, como ocurre con un enfermo. Con idéntica disposición de ánimo lo recibieron en el almacén de desechos. La búsqueda del espejo se prolongó largamente, tanto que al final, cuando acabaron por entregárselo, no daba crédito a sus ojos.

La redacción del testamento no fue cosa fácil. Mientras se preparaba para hacerlo, descubría cada día que el universo testamentario carecía de fronteras. Desde tiempos inmemoriales, las crónicas ofrecían toda suerte de modalidades. Ultimas voluntades en forma de venenos, de dramas antiguos, de nidos de cigüeña, de quejas de minorías étnicas o de proyectos de metro. Las piezas anexas que los acompañaban no eran menos desconcertantes, desde los revólveres y los preservativos hasta los oleoductos y el diablo sabe qué más. El retrovisor del taxi enterrado a la espera de la resurrección junto al hombre al que había obsesionado en vida era el primero en su género.

Entregó el texto para su traducción al latín, luego a las principales lenguas de la Unión Europea. Durante semanas enteras se ocupó de enviarlo a todos los institutos posibles, espigados de Internet. Centros arqueológicos. Centros de estudios e investigaciones psicomísticos. Cátedras de geoquímica. El Gran Bunker de la muerte en Estados Unidos. Finalmente el Instituto Mundial de los Testamentos.

Mientras se ocupaba de estos pormenores, de aquí o de allá le llegaban informaciones confusas. Una parte se relacionaban con la vieja sospecha de asesinato cometido por Besfort Y. en la persona de su amada. Como entonces, las opiniones estaban divididas, mientras que una tercera hipótesis admitía con toda probabilidad que Besfort Y. había cometido un asesinato, si bien resultaba imposible datar el hecho. Y dado que era así, sus partidarios se veían en la obligación de renunciar a la idea del asesinato, a menos que éste, consideradas las circunstancias, se hubiera llevado a cabo en otro espacio, allí donde los actos existen pero al margen del tiempo, pues, en tales zonas, el tiempo no existe.

Como era de esperar, a esto se añadió el rumor de que Rovena St. estaba aún viva. Además, el rumor no se refería sólo a ella: se contaba que Besfort Y. había sido visto mientras atravesaba corriendo un cruce de calles con el cuello del abrigo alzado con el fin de no ser reconocido. Incluso lo habían visto una vez en Tirana, al término de una cena, sentado en un sofá, mientras trataba de convencer a una mujer joven de que hiciera con él un viaje por Europa.

Absorto en el testamento, él trataba de hacer oídos sordos a todo esto. Retomaba el texto todos los días, deseando sustituir aquí y allá alguna palabra, que borraba para volver a reponerla a continuación, aunque siempre sin cambiar nada del contenido.

Lo esencial del testamento se refería a la reapertura de su tumba, allí donde, en el interior del ataúd de plomo, junto a sus despojos, quedaría instalado el famoso espejo retrovisor.

Al comienzo había establecido un plazo de treinta años para la reapertura. Más tarde lo sustituyó por cien, hasta que por fin volvió a enmendarlo para situarlo en mil años.

El tiempo de vida que le restó lo pasó imaginando lo que encontrarían tras la apertura de su tumba. Está convencido de que los espejos ante los cuales las mujeres se engalanaban antes de ser besadas o asesinadas retenían algo de ellas mismas. Pero en este mundo despreciativo no se le había ocurrido a nadie ocuparse de ellos.

Tenía la esperanza de que lo sucedido en el taxi que conducía a los dos amantes hacia el aeropuerto, mil años atrás, habría dejado una huella, por tenue que fuera, en la superficie de vidrio.

Ciertos días, como entre la bruma, creía discernir los contornos del enigma, pero llegaban otros en que le parecía que el espejo, aunque había permanecido mil años junto a su cráneo, no devolvía, opaco, más que la nada infinita.


Tirana, Mali i Robit (Monte del Cautivo),


París, invierno de 2003-2004

Загрузка...