Hasta aquellos días de nuestro cuento, Franz Stenio no había oído hablar de Paganini. En tales tiempos, precursores del vapor y de la electricidad, la Prensa casi no existía, y era más corto el vuelo de la fama.
El muchacho, devorado por la envidia, juró competir con el mago genovés, y hasta superarle si podía. ¡Sí, o alcanzaría a ser el atrevido joven el más famoso de todos los violinistas de su época, o haría añicos su indócil instrumento! El viejo Klaus aplaudió con toda su alma tan heroica determinación.
Frotándose las manos con muestras del más loco contento, Samuel Klaus saltaba alegre sobre su pata coja como un estropeado sátiro, adulando y halagando a su discípulo predilecto, como si cumpliese el deber sagrado de consagrar a un héroe.
Franz era capaz de sufrirlo todo, menos el fracaso. Era indiscutible que tocaba ya como un maestro; pero los críticos severos le habían afirmado que necesitaba unos cuantos años más de labor esforzada antes de que pudiese aspirar al don de arrebatar a su auditorio. Esto ocurrió hacía tres años, a la llegada a París del discípulo y el maestro. Por último, tras de un estudio desesperado durante más de dos años, en los que puede decirse que Franz no hizo otra cosa, el artista Sleyer le tenía ya preparada su primera audición en el Teatro de la ópera, ante el público más exigente del mundo. Mas ¡golpe fatal asestado a las floridas ilusiones del artista!, la presentación de Paganini entonces, se encargó de dar al traste con tan dorados ensueños. ¡Había que esperar, y no poco, ante la refulgente aparición de aquel astro único!…
Al principio, el Envidioso Franz, se contentó con sonreír ante el ciego entusiasmo, los himnos de elogio cantados en loor del italiano y el asombro casi supersticioso con que doquiera oía pronunciar el odioso nombre, pero bien pronto éste llegó a ser para los corazones de entrambos un hierro candente que se los abrasaba. últimamente el sólo nombre de su rival cuyos éxitos eran cada día más estupendos, les producía casi accesos de locura.
Concluyó la primera serie de conciertos sin que ni el viejo ni el joven hubiesen podido oír a Paganini y juzgar por sí mismos. Eran tan exorbitantes los precios hasta de los puestos más ínfimos y tan pequeña la esperanza de que aquel grandísimo avaro se mostrase generoso con un humilde y desconocido hermano en el Arte, que hubieron de resignarse a esperar a que la suerte los deparase el medio como a tantos otros les había acaecido. Pero llegó un día en que les fue imposible aguantar más, y, empeñando sus dos relojes, compraron dos modestos asientos para el concierto.
¿Cómo describir las emociones de aquella noche feliz y fatal al mismo tiempo? El auditorio estaba más enloquecido que nunca: los hombres rugían o lloraban; las damas chillaban histéricas, desmayándose, mientras que Klaus y Stenio, más pálidos que espectros, se mordían los labios en silencio. Al brotar la primera nota del arco mágico de Paganini ambos sintieron un escalofrío sobrenatural, como si la helada mano de la muerte les hubiese tocado en el corazón. Su tortura era violenta, sobrehumana, al par que indescriptible su emoción artística… Acabada la función a media noche, y mientras que delegados escogidos de las Sociedades filarmónicas y del Conservatorio desenganchaban los caballos del coche del coloso y lo arrastraban en triunfo hasta su casa, los dos cuitados alemanes, tambaleándose como dos ebrios y sin decirse palabra, tristes y desesperados, retornaban a su tugurio, ocupando sus acostumbrados asientos junto al fuego, hasta que Franz, pálido como la misma muerte, rompió el triste silencio, y dijo:
– ¡Samuel, Samuel, no nos queda ya más salvación que el morir!… ¿Me oís? Nada somos, nada valernos; éramos dos infelices ilusos al creer que nadie pudiese llegar a rivalizar con él, con…
El nombre odioso, e impronunciable del mago se le atravesaba en la garganta. Lleno de rabia, impotente, se revolcó por los suelos, desesperado.
El apergaminado semblante del maestro Samuel se tornó lívido primero, y congestionado después; sus pequeños y grises ojos despedían una singular fosforescencia. Inclinándose hacia el oído de su discípulo, le dijo, con voz entrecortada y cavernosa:
– ¡Neín, neín! ¡Te equivocas, mi Franz amado, te equivocas! Yo te enseñé del divino arte cuanto un simple mortal, cristiano viejo puede enseñar a otro mortal. ¿Tengo yo la culpa de que estos condenados italianos apelen a los recursos diabólicos de la Magia Negra, enseñados por Satanás en persona, para poder triunfar sin réplica en el mundo del arte?
Franz, al oír aquello, miró a su maestro de un modo siniestro, echando fuego por sus ojos febriles. Aquella mirada era todo un poema de la desesperación, que parecía decir:
– Si así fuese, ¡yo no tendría tampoco inconveniente alguno en venderme en cuerpo y alma al mismísimo diablo!
Mas nada dijeron sus contraídos labios. Antes bien, apartando el joven la mirada de su maestro, se puso a contemplar como un idiota el mortecino fuego y empezó a soñar: ¡Soñaba, sí, que retornaban como antaño sus incoherentes anhelos; sus ansias, tomadas por realidades en sus años juveniles, cuando hablaba con los gnomos, con las brujas, con las hadas de la selva, inspirando las más extrahumanas melodías a su instrumento. Las siniestras sombras de Tántalo y de Sísifo resucitando como antaño en las peregrinaciones bohemias del joven, parecían deci rle con inaudita perversidad:
– ¿Qué pueden importarte, tonto, los horrores de un infierno en el que ya no crees? Y aun en el supuesto mismo de que existiese, ¿qué otro sitio puede ser sino el grandioso lugar descrito con -épicos colores por los clásicos griegos, no el de los imbéciles fanáticos modernos, es decir, una vasta región llena de sombras conscientes, entre las cuales podrías acaso gallardearte como un segundo Orfeo?
Franz indudablemente enloquecía por momentos. Ya sus ojos, inyectados en sangre, miraban de un modo excesivamente singular a su maestro. Luego, al verse sorprendido, eludía la mirada bondadosa del pobre viejo. Samuel comprendía, en efecto, el estado mental de su discípulo, e hizo cuanto podía por sacarle de él, pero todo fue en vano.
Franz, hijo mío -le decía -te aseguro, sí, que el funesto arte de ese italiano no es natural, no, ni debido al estudio ni al genio, ni adquirido, repito, por las vías ordinarias que siguen los demás mortales. Deja de mirarme así, de ese modo tan inquietante, porque lo que te digo no es ya un secreto para nadie. Escucha y comprenderás…
Y haciendo un esfuerzo como para rechazar una sombra de miedo, continuó:
– ¿Sabes bien lo que se susurraba acerca de la muerte de Tartini el de la “Danza de las brujas”? Pues que murió un sábado, a altas horas de la noche, estrangulado por su mismo demonio familiar quien antes le diese el secreto aquel de dotar de la voz humana a su violín, encerrando en el alma del instrumento el alma de una infeliz doncella a quien, al efecto, asesinase. Pues sabe además, que Paganini ha hecho otra cosa peor todavía, pues, para conseguir otro tanto para su instrumento y hacerle que pueda reír, llorar, gritar, suplicar, blasfemar u orar todo junto, con los más patéticos acentos humanos, ha asesinado no sólo a su mujer y a su querida, sino al amigo más intimo, que le amaba con delirio, haciendo, con su intestino retorcido por él mismo, las cuerdas para su violín. ¡De aquí el secreto de su genio mágico y de esas sucesiones de melodías inauditas con las que enloquecía sus públicos a diario! Estas cosas, pues, no puedes conseguirlas tú nunca, a menos que…
El anciano no pudo concluir la frase. Algo vio entonces en la mirada diabólica del enloquecido discípulo que le dejó petrificado de espanto, y le hizo cubrirse la cara con las manos para no volver a verlo… ¡Franz tenía un rictus imponente, satánico! Sus ojos de hiena, su palidez de cadáver, lo decían todo…
Con cavernosa voz exclamó dificultosamente al fin:
– Pero, ¿habláis seriamente?
– ¿Qué duda cabe, desde el, momento en que os empeño mi palabra de ayudaros, cueste lo que cueste respondió Samuel.
– Es decir que -continuó el terrible joven -creéis firmemente que si yo alcanzase a contar con los medios de proporcionarme. también intestinos humanos podría igualar a Paganini y aun superarle…
El anciano se descubrió la cara, y como quien ha tomado ya una resolución heroica, añadió de un modo siniestro:
– Los meros intestinos humanos no bastan por sí para el logro de nuestro intento, sino que tienen que haber sido arrancados ellos a alguien que le haya querido a uno con afecto desinteresado y santo. Tartini dotó a su violín con el alma de una virgen que le amaba y que murió por causa de él al ver que su amor hacia el gran músico no era por éste correspondido. Aquel efectivo diablo humano recogió en una redoma el aliento postrero de la doncella y luego le transfirió a su violín. En lo que atañe a Paganini, conviene añadir que aquel amigo por él asesinado, lo había sido con su consentimiento, en medio de la más asombrosas de las renunciaciones.
¡Oh divino poder de la voz humana, no igualado por ningún otro poder del mundo!- continuó el viejo -¿Qué magia hay en la tierra que pueda igualarse a la suya? Yo os habría enseñado también este magno, este último secreto, si no fuese porque ello equivale a arrojarse para siempre en las garras de aquel, cuyo nombre no puede pronunciarse de noche… -añadió el anciano tornando a las supersticiones de su juventud.
Franz, en lugar de responder, se levantó de su asiento con una tranquilidad que daba frío; descolgó su violín, y de un tirón salvaje, le arrancó las cuerdas y las echó en el fuego. Las cuerdas, al quemarse, parecían silbar y retorcerse como serpientes en las ascuas. Samuel dió un grito horrorizado.
– Por todas las brujas de la Tesalia y por las negras artes todas de Circe, la perversa maga; por el mismísimo Plutón y todas sus infernales furias, te juro, ¡oh mi santo maestro Samuel!, que no volveré a coger es violín en las manos hasta que le ponga cuerdas humanas.
Y echando espumarajos de rabia, cayó al suelo sin sentido. El pobre maestro le alzó con ternura de madre; le depositó suavemente en el lecho y voló en busca de un médico, alarmadísimo…