Franz Stenio luchó varios días entre la vida y la muerte. El médico diagnosticó una fiebre cerebral, de la que todo podía temerse. Yacía el joven en un casi continuo delirio, y Klaus, que le cuidaba noche y día con verdadera solicitud paterna], estaba horrorizado de su propia obra. El viejo profesor, no obstante los años que llevaba tratando a su discípulo, no había comprendido hasta entonces toda la nativa brutalidad de aquel alma selvática, supersticiosa e impasible, cuya vida entera se había refugiado en la pasión por la música tan sólo, alma que únicamente podía alimentarse del aplauso, alma terrenal,
inhumana; alma genuina de artista, pero con la parte divina ausente en absoluto de aquel hijo de las musas, toda imaginación y poesía cerebral, pero sin corazón, sin piedad.
Mas de una vez, al seguir el inseguible hilo de aquella delirante fantasía, el buen anciano se creía transportado por vez primera a una región inexplorada, absurda de locura, cual si aquella naturaleza psíquica, encerrada en el débil cuerpo del enfermo, no fuese de esta Tierra, sino de algún otro planeta informe o incompleto. El terror ante todo ello le tenía también enfermo ya a él, y hasta llegó a preguntarse si valdría la pena de salvar la vida de aquella criatura infernal o dejarla morir piadosamente antes de que recobrase el uso de sus sentidos.
Amaba no obstante demasiado a “su hijo” para así hacerlo, por lo que en el acto rechazó su mente esta última idea. Franz había hechizado el alma esencialmente música del maestro, y no parecía sino que la vida de los dos se hallaba ligada con un vínculo irrompible por el Hado mismo. Semejante convicción, adquirida en un vivo rayo de luz espiritual a la cabecera del enfermo, se decidió al fin, como si fuese una revelación, a salvar al muchacho, aun cuando fuese a costa de su ya gastada e inútil vida.
Era aquel el séptimo día de enfermedad. La crisis de la mañana fue la más terrible de cuantas habían asaltado hasta entonces al joven, quien llevaba ya veinticuatro horas sin cesar de disparatar ni de cerrar los ojos, y describiendo con macabra minuciosidad sus detalles más nimios. Espectros espantosos; sombras siniestras de crimen flotaban en sarta inacabable en los ámbitos aquellos, sarta cuyos personajes eran puntualmente nombrados y designados por el enfermo como si se tratase de antiguos conocidos. Se creía un nuevo Sísifo, atado al peñasco del Caúcaso con los cuatro fragmentos de intestino transformados en otras tantas cuerdas de violín… Un río Stix, no de negras aguas, sino de roja sangre, corría a sus pies de condenado eterno, y añadía enloquecido:
– ¿Deseas, ¡oh infeliz anciano!, saber cómo se llama esta roca de mi Cáucaso? ¡Pues se llama Samuel Klaus, aquel pobre viejo que me enseñó a tocar el violín!
– ¡Oh, sí, yo soy, yo solo, la causa de tu desgracia, hijo mío! -le contestaba éste llorando y cogiéndole las manos con desesperación -¡Yo mismo, al tratar de consolarte, te he matado imprudentemente, pues que te he herido de muerte a tu imaginación al informarte acerca de las negras artes de Paganini!
– ¡Ja, ja, ja! -replicaba el enfermo con horrísona carcajada satánica -Pobre viejo chocho, ¿qué es lo que me dices? ¡Tu carne es deleznable¡ ¡Yo la cortaría así!… ¡Tú no vales nada y sólo parecerías bien extendido tu intestino sobre un buen violín de Cremona y metida en su alma el alma tuya!
Klaus sintió un escalofrío mortal, pero guardó silencio, e inclinándose sobre la frente del joven abrasada por la fiebre, depositó en ella un beso largo y amantísimo…, saliendo unos instantes fuera de la estancia porque sentía que le ahogaba la desesperación. Al retornar de allí a poco, el delirio había tomado otro curso. Franz cantaba, tratando de imitar las notas de su violín, con la misma satisfacción salvaje que si ya tuviese tendidos en éste, a guisa de cuerdas, los intestinos del maestro.
Por la tarde el delirio revistió una forma imposible de describir. Ígneos espíritus metían en la hoguera a su queridísimo instrumento. Manos esqueléticas, manos que eran las del joven, brotando chispas y llamas por todos sus dedos, hacían señas al viejo para que se acercase, y abrirle en canal con absoluta rapidez, ¡para disecarle ferozmente a él, a Samuel Klaus el maestro, “el único hombre que, al amarle tan tierna y desinteresadamente, era el único también cuyos intestinos podían serie de alguna utilidad al mundo.”
Al otro día, y como por encanto, la fiebre cesó, y dos días después Stenio pudo dejar el lecho sin conservar recuerdos de su enfermedad y sin sospechar que en sus delirios había dejado a Klaus leer en el fondo de sus más secretos pensamientos… El único resultado fatal de la enfermedad fue aquella que, firme el joven en su promesa al arrancar a su violín sus antiguas cuerdas, y careciendo su indomable pasión artística de semejante válvula, se sumid en el estudio de la Alquimia, la Quiromancia y demás artes ocultas con tanta y mayor pasión que la que antes sintiera por la música.
Pasaron semanas y aun meses, y ni el maestro ni el discípulo mentaron siquiera a Paganini. El violín, sin cuerdas y cubierto de polvo y telarañas, oscilaba colgado en su sitio, olvidado y mudo, y en medio de la profunda melancolía que se había apoderado de entrambos apenas si cruzaban la palabra. Se diría que el violín no era sino un cadáver que la fatalidad había interpuesto entre los dos. Sarcástico y sombrío, el joven evitaba cuidadosamente toda conversación sobre la música.
Para sondear un tanto en el alma del joven y saber lo que pasaba en ella, cierto día el anciano sacó de su caja su olvidado violín y se puso a tocar no sé qué tarantela. A las primeras notas Franz experimentó una sacudida nerviosa semejante a un latigazo, pero nada dijo. Los ojos se le salían de las órbitas y escapó al fin como un loco, vagando al azar por las calles de París durante muchas horas, mientras que el buen Klaus arrojó su instrumento y se encerró en su alcoba hasta el otro día.
Como se ve, aquello no podía continuar así.
Una noche, en la que el joven Stenio estaba más sombrío e imponente quizá que nunca, el viejo maestro se levantó repentinamente de su silla, y dirigiéndose con resolución hacia su discípulo amado, imprimió un largo beso en la frente de éste, diciéndole amoroso:
– Franz querido: esto no puede continuar así. ¿No crees que es llegado el tiempo de poner fin a nuestra violenta situación?
Franz despertó sobresaltado de su letargo habitual, respondiendo como en sueños:
– Cierto: ya es tiempo más que sobrado de ponerlo fin.
Ambos se fueron a acostar sin decir más palabra.
Al otro día no vio Franz al anciano en su sitio de costumbre. Se vistió y pasó al comedor que separaba las dos alcobas. Ni el fuego había sido encendido aquel día, como era el hábito de Samuel, ni se veía otra huella alguna de las ordinarias ocupaciones del maestro. Franz, extrañado de todo aquello, se sentó en su sitio de siempre al lado de la apagada chimenea, cayendo en su eterna obsesión, obsesión de la que salió extrañamente al extender las manos hacia atrás para cruzarlas tras su cabeza; chocaron ellas con algo que estaba en el estante de detrás y que cayó al suelo con estrépito… ¡Era la caja del violín del pobre Klaus, que caía rodando a los pies de su discípulo y vaciaba su contenido, su violín mismo, cuyas cuerdas, al dar de plano contra la chimenea, produjeron algo así como un gemido lastimero. El efecto que aquello produjo en el joven fue mágico.
– ¡Samuel, Samuel! -gritó sin hallar respuesta -¿Qué es lo que pasa? -añadió, dirigiéndose ansiosamente hacia la alcoba de éste.
Mas en aquel punto retrocedió espantado ante el eco de su propia voz, que no lograba contestación alguna… La habitación estaba a obscuras, y al abrirla vio que Samuel Klaus yacía sobre su lecho, rígido y frío… ¡Estaba muerto!
El choque fue terrible. La loca ambición del artista fanático no dejó ni lugar casi al primer impulso de afecto hacia aquel amado muerto a quien tanto debía… Iba, pues, a obrar en el acto, como era de temerse, cuando su vista perturbada se fijó en un escrito dirigido a él y que decía:
“Franz, hijo querido. Cuando leas ésta, tu viejo maestro, tu amigo, habrá hecho ya el mayor sacrificio que por el logro de tu ideal de fama y riqueza podía. El que te amó tanto, hele ya aquí frío e inerte. Ya sabes lo que te corresponde hacer… ¡Fuera necias preocupaciones! Yo, libre y espontáneamente, te he ofrendado mi cuerpo, en holocausto a tu fama futura, y realizarías la más negra de las ingratitudes si, por timidez o cobardía, hicieses inútil este sacrificio mío. Cuando tu amado violín se vea con sus nuevas cuerdas y estas cuerdas sean una parte de mi propio ser, aquél se verá ya investido del mismo secreto mágico del célebre Paganini. En ellas, en mis cuerdas, encontrarás, siempre que quieras, los ecos de mi voz, Mis gemidos, mis cantos de amor y de bienvenida, los acentos todos más patéticos, en fin, de mi inmenso amor hacia ti. Así, pues, mi Franz idolatrado, ¡nada temas; nada vaciles! Coge triunfalmente tu instrumento y lánzate al mundo siguiendo los pasos de aquel que sembró la desesperación y la desgracia en la senda de nuestras ilusiones… Preséntate altanero en cuantos lugares él se presente a los públicos; búrlate de él y rétale al más gallardo de los desafíos. Entonces alcanzarás a comprender y a oír, oh, Franz querido, cuán potentes son siempre las notas de todo amor desinteresado, y en la última caricia de aquellas cuerdas te acordarás de que son el cuerpo y el alma de tu abnegado maestro que, por última vez, te abraza y te bendice,
Samuel”
Dos ardientes lágrimas pugnaron por brotar de los ojos del enloquecido Stenio, pero se evaporaron antes casi de surgir, mientras que aquéllos, con fulgores demoníacos nacidos de un orgullo y de una ambición sin límites, se fijaron con fruición en el yerto
cadáver. La pluma se resiste a escribir lo que allí pasó más tarde, una vez que se cumplieron los trámites de la ley con el suicida, porque conviene advertir que el abnegado Samuel Klaus lo había previsto todo para asegurar la impunidad de su discípulo, escribiendo una carta a la Justicia para que a nadie se culpase de su muerte.
Después de un casi simulacro de autopsia por parte de las autoridades judiciales, allí quedó el cadáver del pobre Klaus, a la completa voluntad de su heredero…
No habían transcurrido bien quince días, después de aquel de la desgracia, cuando ya estaba el violín de Franz descolgado de su sitio, desempolvado, limpio y con sus cuatro flamantes cuerdas nuevas. Su dueño, el impasible Franz Stenio, no se atrevía ni a mirarlas. Quiso tocar, pero el mismo arco parecía temblar en sus manos como el puñal en las del asesino novicio. Resolvió entonces no tocar hasta el memorable día aquel en que había de rivalizar con el odiado Paganini, y aun superarle, sin duda. Por entonces el estupendo artista no se encontraba ya en París, sino que recorría triunfa] las ciudades flamencas de Bélgica.
Pocos días después de lo narrado, se hallaba el maestro Paganini en el comedor de su hotel, de regreso de su concierto de aquella noche y rodeado de sus constantes admiradores, cuando se te acercó un extraño joven, de mirada extraviada y selvática, que te entregó una tarjeta, con unas cuantas líneas de lápiz.
Paganini lanzó sobre el intruso una de aquellas mágicas miradas suyas que pocos hombres podían soportar cara a cara; pero se encontró, como vulgarmente se dice, con la horma de su zapato, puesto que el joven, sin bajar la vista, la sostuvo como de potencia a potencia. Saludóle entonces fríamente, y le dijo con toda sequedad:
– Estoy a vuestra completa disposición, caballero. Fijad la noche, y se hará como deseáis.
Al otro día la ciudad entera supo estupefacta que se preparaba para una noche inmediata un desafío singular: el que entrañaba el cartel siguiente, fijado en todas las esquinas:
“En la noche de…, en el Gran Teatro de la ópera, debutará ante el respetable público el joven artista alemán Franz Stenio, quien ha venido ex profeso a esta población con el solo objeto de medir sus dotes musicales como violinista con el maravilloso maestro Paganini, compitiendo con el artista famoso en la interpretación de sus más difíciles composiciones. Aceptado noblemente el reto por el maestro sin rival, Franz Stenio ejecutará en competencia con él, el conocido capricho fantástico que lleva el título de “Danza de las Brujas”.
El efecto de la noticia aquella no pudo ser más delirante, cosa bien prevista por el avaro Paganini, que, no perdiendo nunca de vista su negocio, miraba a él tanto y más que a su propio arte. Había así doblado el precio de las localidades aquella memorable noche, no obstante lo cual el gran teatro se llenó de bote en bote.
Llegado el día del certamen, no se hablaba de otra cosa en la ciudad y aun en las vecinas. De los ojos de Stenio el sueño había huido, y toda la noche anterior la habla pasado en su habitación más inquieto que la fiera en su cubil, cayendo sobre su cama al amanecer agotado física y moralmente, cayendo, digo, en un estado comatoso que no parecía sino el prólogo de su muerte.
Entonces tuvo esta macabra pesadilla, que parecía realidad más bien que ensueño:
El violín estaba sobre la mesa inmediata, encerrado en su caja con llave, que el joven nunca desamparaba desde el día en que le pusiese impávido las consabidas cuerdas, y a las que no había rozado una sola vez con su arco. Desde el famoso día aquel se había ejercitado en otro instrumento.
Súbito, el dormido joven creyó ver completamente despierto como si la tapa de la caja se levantase por sí misma dejando ver el cadáver del viejo Klaus, con sus fosforescentes ojos abiertos, que le miraban suplicantes, mientras que una cavernosa al par que difusa voz, la del propio Samuel Klaus, le decía:
– ¡Franz, hijo querido, soy muy desgraciado en esta mi nueva vida de ultratumba, porque no puedo, no, separarme de… ellas, de las cuerdas!
Éstas, como respondiendo telepáticamente a la angustia de su dueño el anciano, parecieron sonar débilmente, como un gemido…
Aquello le dejó a Franz transido de espanto; sus cabellos se erizaban y su sangre se le helaba en las venas.
– ¡Esto no es más que un sueño, un vano sueño! -repetía maquinalmente, para en vano darse alientos.
– ¡Sí, he hecho todo lo posible, hijito, todo lo posible para desprenderme de estas malditas cuerdas, pero todo inútil. ¿Podrías ayudarme tú, que estás aún vivo?
Los sonidos se fueron agudizando más y más, hasta hacerse chillones y estridentes, mientras que, dentro de la caja y en toda la cavidad de la mesa, un arañar extraño como de ratas, un zumbar como de enjambre de abejas, bordoneaba angustioso y horrible.
Aquellos ruidos le eran bien familiares al miserable Franz, pues que los había observado a menudo desde la tarde en que había operado el macabro despojo para colocarle como pedestal de su loca ambición, pero hasta entonces había logrado persuadirse, mejor o peor, de que se trataba de una alucinación.
Aquello era, sin embargo, bien real, dolorosamente real. Quiso hablar, pedir socorro, huir; pero, como sucede siempre en tales casos de pesadilla, los pies quedaron clavados en el suelo y la voz expiró en su garganta. Aquellos saltos y sacudidas eran cada vez más angustiosos, hasta que llegó un momento en que sonaron unos estallidos como de algo que se rompiese dentro de la caja. La visión de su violín ya sin cuerdas mágicas le sumía en la desesperación.
Hizo entonces el joven un supremo esfuerzo por libertarse del íncubo que le obsesionaba, mientras que la vocecita suplicante de siempre repetía:
– ¡Hazlo, hazlo por lo que más ames; hazlo por ti mismo si no, y ayúdame a desprenderme de mi…!
Franz saltó hacia la entreabierta caja como el avaro a quien tratan de robarle su tesoro, o como fiera a quien disputan su presa, y en el paroxismo de su desesperación, rugió furioso crispando las manos:
– Diablo, monstruo, o lo que seas, ¡deja quieto mi violín!
Y mientras tal decía, sujetó la caja con su izquierda y aseguró la tapa, al par que, con la derecha, dibujaba sobre ésta, mediante un trozo de la colofonia del arco, la famosa pentalfa, el Sello Salomónico, con el que en los cuentos de Las mil y una noches aprisionaba el rey en sus redomas a huestes enteras de los jinas rebeldes.
Un aullido de protesta resonó en el interior de la cerrada caja.
– ¡Eres un perverso ingrato, mi amado Franz! ¡Sin embargo, te perdono tu insolencia, por lo mismo que te amo! Sábete bien, no obstante, que no puedes encerrarme. ¡Mira!…
Y al decir esto, una obscura niebla surgió del seno de la cerrada caja, extendiéndose por la estancia toda y envolviendo en sus frías y viscosas volutas el cuerpo del aterrorizado Franz, cual los anillos de la serpiente antes de estrangular a su víctima. A su contacto de insoportable angustia, el desventurado dió un agudo grito y despertó…
– No ha sido sino un mal sueño -exclamó abrumado el joven y oprimiendo contra su corazón la caja de su estradivarius.
Su violín, en efecto, estaba allí, e intactas sobre su puente sus preciadas cuerdas mágicas, con lo que recobró al punto su sangre fría de siempre. Limpió seguidamente y con esmero el instrumento, dió resina a las cerdas del arco, puso en tensión las cuerdas, templándolas, y hasta llegó a ensayar las primeras notas de Las Brujas, primero con miedo y luego con denodados bríos.
Aquellas primeras notas de la obra, insultantes y altivas cual himno de combate, al par que dulces y majestuosas cual arpegios de serafines, revelaron al hábil Franz una nueva y gigantesca potencia en su arco. En los ligados de notas que después venían, se veían surgir iris maravillosos, cataratas de luces, tibias, perfumadas, ultraterrestres…, cual en un supremo himno de amor, de juventud y de eterna primavera. Aquellas armonías, nunca oídas, parecían poder hacer que los ríos detuviesen su curso, que las montañas se trasladasen de sitio y hasta que los poderes del infierno inexorable se enterneciesen de piedad… Los legato se convirtieron en singulares arpegios y terminaron por unos acres staccalos, semejantes a la carcajada de una harpía infernal… De nuevo asaltaron entonces a Franz los terrores astrales de la pesadilla; reconoció en aquella carcajada la propia voz de su anciano maestro Samuel y arrojó acobardado el arco.
No atreviéndose a continuar aquella evocación musical brujesca, encerró cuidadosamente en su caja el terrible instrumento; lo llevó al comedor, y, vistiéndose con el mayor esmero, se dió a esperar lo más tranquilamente que pudo la hora solemne de marchar a la palestra.