Primera parte

Lo esencial carnavalesco no es ponerse

careta, sino quitarse la cara.

Antonio Machado


1

Cuaderno 1


EL DÍA QUE NORMA ME ABANDONÓ


Una tarde lluviosa del mes de noviembre de 1975, al regresar a casa de forma imprevista, encontré a mi mujer en la cama con otro hombre. Recuerdo que al abrir la puerta del dormitorio, lo primero que vi fue a mí mismo abriendo la puerta del dormitorio; todavía hoy, diez años después de lo ocurrido, cuando ya no soy más que una sombra del que fui, cada vez que entro desprevenido en ese dormitorio, el espejo del armario me devuelve puntualmente aquella trémula imagen de la desolación, aquel viejo fantasma que labró mi ruina: un hombre empapado por la lluvia en el umbral de su inmediata destrucción, anonadado por los celos y por la certeza de haberlo perdido todo, incluso la propia estima.

Para guardar memoria de esa desdicha, para hurgar en una herida que aún no se ha cerrado, voy a transcribir en este cuaderno lo ocurrido aquella tarde. Un dormitorio pequeño, íntimo. Cama baja con las sábanas revueltas. Ya he hablado de mí mismo reflejado en el espejo, al entrar. Norma se ha refugiado en el cuarto de baño, cerrando la puerta por dentro. Lo segundo que veo es la caja de betún sobre la moqueta gris y el tipo casi desnudo sentado al borde de la cama y frotando diestramente con el cepillo un par de mis mejores zapatos. Lo único que lleva puesto es un sobado chaleco negro de limpiabotas. Tiene las piernas peludas y poderosas. Surcos profundos le marcan la cara.

– ¿Qué diablos hace usted con mis zapatos? -pregunto estúpidamente.

El hombre no sabe qué hacer ni qué decir. Masculla con acento charnego:

– Pues ya lo ve uzté…

En realidad, yo tampoco sé cómo afrontar la situación.

– Es indignante, oiga. Es la hostia.

– Sí, sí que lo es…

– Es absurdo, es idiota.

Parado al pie de la cama, mientras se forma un charquito de agua alrededor de mis pies, observo al desconocido que sigue frotando mis zapatos y le digo:

– Y ahora qué.

– M'aburría y me he disho: vamos a entretenernos un ratillo lustrando zapatos…

– Ya lo veo.

– E que zoi limpia, ¿zabusté? Pa zervile.

– Ya.

– Bueno, me voy.

– No, no se vaya. Por mí puede quedarse.

– No se haga uzté mala zangre -me aconseja en tono de condolencia-. Porque uzté es el marío de la zeñora Norma, supongo…

Sigue lustrando el zapato por hacer algo, con gestos mecánicos. Pero emplea en su absurdo cometido una atención desmedida.

– Estoy calmado -me digo a mí mismo-. Estoy bien.

– M'alegro.

– ¿No puede dejar de frotar este zapato?

– Lo mío es sacarle lustre al calzado, ¿zabusté? Pero será mejor que me vaya, con su permizo.

De pronto me aterra quedarme a solas con Norma. Sé que la voy a perder.

– Espere un poco -le digo-. Está lloviendo mucho…

Ya se está poniendo los calzoncillos, algo aturullado. Veo fugazmente su sexo oscilando entre las piernas. Es oscuro, notable. Apresuradamente se pone los pantalones y luego busca los calcetines en el suelo. En su cara un poco bestial no se ha borrado el susto, parece abrumado con su papel de amante ocasional de la señora de la casa pillado in fraganti por el marido. No me sorprende que sea un vulgar limpiabotas, probablemente analfabeto, reclutado en algún bar de las Ramblas y con pinta de cabrero. Cuando empecé a sospechar que Norma me engañaba, pensé en Eudald Ribas o en cualquier otro señorito guaperas de su selecto círculo de amistades, pero no tardé en descubrir que su debilidad eran los murcianos de piel oscura y sólida dentadura. Charnegos de todas clases. Taxistas, camareros, cantaores y tocaores de uñas largas y ojos felinos. Murcianos que huelen a sobaco, a sudor, a calcetín sucio y a vinazo. Guapos, eso sí. Aunque éste no parece tan joven ni tan irresistible. Un tipo de unos cuarenta años, moreno, de nariz ganchuda, pelo rizado y largas patillas. Un charnego rematado que no se atreve a mirarme a los ojos.

Y yo sigo sin saber qué hacer.

– Hosti, tú -susurro pensativo en catalán, mirando al suelo-. I ara qué?

– No se haga uzté mala zangre -insiste el hombre-. Mecachis en la mar…

Siento que voy a estallar. Abro el armario ropero y saco mis otros zapatos, más de media docena de pares, y también los de Norma, y los voy arrojando todos sobre la cama con una furia compulsiva.

– Tenga, aquí tiene más zapatos. ¿No es usted limpiabotas? ¡¿No es eso lo que ha dicho, que es usted limpiabotas?! ¡Pues frótelos bien! -grito para que Norma me oiga-. ¡Dele al cepillo!

– Zí, zeñó.

Se apresura a ordenar los zapatos sobre la cama, emparejándolos, y coge uno y empieza a frotarlo con el cepillo.

– Eso es. Frote, frote…

Miro la puerta del cuarto de baño esperando ver salir a Norma. Pero ella no sale. Veo sobre la mesilla de noche sus gafas de gruesos cristales. Se está vistiendo al palpo, me digo, sin verse en el espejo. Yo sí la veo, la oigo, la huelo. Nuestro apartamento de Walden 7 es pequeño y de tabiques delgados, puedo oír a Norma vistiéndose en el cuarto de baño, ahora se está poniendo las medias, me llega el roce de la seda en sus piernas, oigo el chasquido de la liga en su piel.

Me noto sin fuerzas. Me quito la gabardina mojada y me siento al otro lado de la cama. La lluvia sigue golpeando los cristales de la ventana. Una tarde de perros.

– ¿Es la primera vez? -pregunto, y el tono tranquilo de mi voz me sorprende-. Conteste. ¿Es la primera?

– Zí, zeñó.

– No me mienta.

– Lo juro por mis muertos.

– Pero conoce a la señora hace tiempo.

– Qué va, no hará ni dos meses que le lustré los zapatos por primera vez, de cazualidá… Bueno, me voy.

– Calma.

El limpiabotas hunde la cabeza sobre el pecho y suspira como si le doliera el alma:

– ¡Ay, Jezú Dios mío!

– ¿Dónde trabaja usted?

– En las Ramblas.

– ¿Cómo se conocieron?

– En el bar del hotel Manila. Paso las tardes allí. No sea uzté mu severo con la zeñora, y deje que me vaya…

– Usted quieto. El que se va soy yo.

Pero ni uno ni otro. Será Norma la que se largue, y además para siempre. Sale del cuarto de baño vestida con una ceñida falda gris y un jersey azul de cuello alto, tranquila y distante, atusándose el pelo con los dedos, y, sin dirigir una sola mirada a ninguno de los dos, coge de la mesilla de noche sus gafas de gruesos cristales y se las pone, luego saca del armario su cazadora de piel y un pequeño paraguas, abre la puerta del dormitorio y se va, cerrando de golpe.

Todavía hoy resuena esa puerta en mis oídos. Todavía hoy no he reaccionado. Veo mi colección de zapatos colocados en batería sobre la cama. A Norma le encantaba comprarme zapatos, los mejores zapatos. Están relucientes, impecables, mirándome desde su risueña y banal simetría. Empuñando uno de ellos, el limpiabotas lo frota suavemente con el cepillo.

– Tiene uzté unos zapatos mu elegantes…

– Se preguntará usted -digo sin hacerle caso, sin apartar los ojos de la puerta por donde se ha ido Norma-cómo una mujer de su clase pudo casarse con un don nadie como yo…

– No, zeñó, yo no me pregunto na.

– También yo me lo pregunto a veces.

– Miruzté, cada cual se sabe lo suyo… Ya va siendo hora de que me vaya.

– Calma. Quisiera contarle algo. Acerca mí y de esta señora que acaba de irse. Norma Valentí. Nos conocimos hace cuatro años. Yo tenía treinta y siete y ella veintitrés. Fue un milagro lo que nos juntó…

Yo me crié en lo alto de la calle Verdi, le expliqué, con los golfos sin escuela que merodeaban por el parque Güell y el Guinardó, en los duros años de la posguerra. Norma era hija única del difunto Víctor Valentí, fabricante de cinturones de cuero y artículos de piel que en los años cuarenta hizo una fortuna al obtener contratos en exclusiva del ejército. La chica se crió entre algodones en una fantástica torre del Guinardó rodeada por un inmenso parque. Vivía con sus padres y dos tías solteronas. Cuando tenía quince años, sus padres murieron en Montserrat en un desgraciado accidente de automóvil. Habían parado el coche en una cuesta para admirar el paisaje. No se apearon. Estaban contemplando el Cavall Bernat y el coche se desfrenó y retrocedió lentamente, sin que ellos se dieran cuenta, y se precipitó montaña santa abajo…

– El negocio quedó en manos de tío Luis, el hermano de don Víctor, y con el tiempo Norma acabaría heredando unas rentas superiores al mejor sueldo que yo hubiera podido soñar jamás en toda mi vida, y mire usted que he soñado…

– Zoñar e güeno, pero no conviene perdé el sentío de la realidá -me advierte muy sabiamente el limpiabotas.

– ¿Quiere usted saber por qué dichoso azar o extraña casualidad llegaron a conocerse y enamorarse una muchacha rica y un pelanas como yo, hijo de una ex cantante lírica alcohólica y del Mago Fu-Ching, un pobre artista de varietés? Se lo contaré…

Nos conocimos en la sede de los Amigos de la Unesco, le conté, en la calle Fontanella, durante una huelga de hambre contra el régimen organizada por un grupo de abogados e intelectuales de izquierda. Yo caí en medio de todos ellos como llovido del cielo… Fue en diciembre de mil novecientos setenta. Por esa época yo era un buen aficionado a la fotografía y solía acudir a exposiciones y muestras. Una tarde, saliendo del cine, entré en el local de los Amigos de la Unesco para ver las fotos de una exposición. Era casi la hora de cerrar y había en la sala unas veinte personas charlando animadamente, sin dedicar la menor atención a las fotografías. No tardaría en averiguar que estaban allí para otra cosa. Al no irse nadie, no advertí que ya habían cerrado el local, dejándonos a todos dentro: se iba a iniciar una huelga de hambre en protesta por los procesos de Burgos, en los que se dictaron nueve penas de muerte, y todos los que estaban allí lo sabían menos yo. Además de abogados, había en el grupo estudiantes, médicos y algún escritor y periodista, comandados por una impetuosa abogada de ojos verdes. No recelaron de mi presencia; como algunos no se conocían entre sí, pensaron que yo también era uno de ellos y nadie me preguntó nada. Todos tenían la consigna de juntarse allí a la misma hora y dejar que cerraran el local, negándose a salir. Me di cuenta de la situación al oír comentarios, y sobre todo al hablar con una joven universitaria que me preguntó de parte de quién venía. Era Norma. Le di el nombre de un colectivo teatral catalán que en esa época se distinguía por su antifranquismo. Norma me fascinó y por ella decidí sumarme a la huelga. Fueron cuatro días inolvidables. No comíamos nada, sólo bebíamos agua con un poco de azúcar, y fumábamos mucho. Recuerdo que Norma encendía los cigarrillos con cerillas del Bocaccio, el mítico local de la calle Muntaner que fue nido de progresistas… Nos proporcionaron mantas y dormíamos en el suelo, vestidos. Norma y yo nos hicimos inseparables durante todo el encierro. Recibimos adhesiones de comités obreros clandestinos y nos visitó la televisión sueca. Desde la primera noche, Norma durmió a mi lado. En la madrugada del cuarto y último día, cuando la policía forzó la puerta para desalojarnos, yo tenía la mano entre los muslos de Norma, debajo de la manta. No olvidaré nunca la seda caliente aprisionando mi mano, ni la mezcla de placer y de miedo en los ojos de Norma mientras la puerta cedía y la policía franquista irrumpía en la sala… Nos llevaron a todos a Jefatura, Norma y yo cogidos de la mano.

– Una hiztoria mu bonita, zí, zeñó…

– Estudiaba filología catalana en la universidad y era una chica romántica y progre -sigo machacando al apabullado limpia-. No me pregunte cómo se enamoró de mí, cómo ocurrió el milagro. Usted pensará, como hicieron en su momento las tías de Norma y sus amistades, que me casé con ella por dinero. Pero yo mismo lo dudo, a juzgar por cómo me comporté después… La historia de Juan Marés es triste, amigo. Es la historia de un hombre que a los treinta y siete años dio un braguetazo y que luego no supo comportarse. He sido un braguetero sin convicción…

– En el fondo, uzté e güeno.

– Vivimos unos meses con las dos viejas tías solteronas en Villa Valentí, la fabulosa torre del Guinardó. No he olvidado sus cúpulas doradas al atardecer ni su plácido estanque de aguas verdes. Y después, siguiendo la moda de muchas parejas progres, Norma adquirió un apartamento en Walden 7, el controvertido edificio del arquitecto Bofill en Sant Just, este en el que ahora nos encontramos usted y yo sentados en una cama llena de zapatos…

– Termine ya, haga er favó.

El hombre deja los zapatos, se levanta, guarda el cepillo y las cremas en la caja y se queda mirándome, la caja de betún en la mano, esperando que termine de hablar.

– Yo estaba sin empleo -proseguí, inmisericorde-. Puesto que no tenía que ganarme la vida, al faltarme el incentivo, acabé abandonando mis tentativas de trabajo. Antes de conocer a Norma estuve empleado en una antigua tienda de guantes y sombreros del barrio gótico, y esporádicamente actuaba en agrupaciones teatrales de aficionados en Gràcia. Por aquel entonces mi madre ya había muerto, no me quedaba ningún otro familiar (mi padre, el ilusionista, se fue de casa cuando yo tenía doce años) y vivía con una actriz poco conocida en un pisito oscuro que ella tenía en la calle Tres Señoras. Con Norma, en este apartamento, todo fue distinto. Norma y yo formamos un matrimonio romántico, carnal y desastroso: una unión que no podía durar porque ninguno de los dos sabíamos qué diablos era lo que debíamos hacer durar, además de los revolcones en la cama…

– No llore uzté, por el amor de Dios.

– Norma no tardó en confundir la independencia económica con la emocional e inauguró un ciclo de depresiones que hace cosa de un año la llevó a vivir un par de sórdidas aventuras, la primera con un camarero y la segunda con un taxista.

– Un tropezón lo da cualquiera en la vida, ¿zabusté?

– Y ahora con un limpiabotas que ha recogido por ahí, en un bar… ¡Cielo santo, cielo santo!

– No se fíe uzté de las apariencias. Su mujé le quiere a uzté.

– Y termino. Durante estos cuatro años de casado, me he acostado temprano y he vuelto a soñar. Desde muy niño soñaba con irme lejos, lejos del barrio y de mi casa, del ruido de la Singer que pedaleaba mi madre y de sus rancias canciones zarzueleras, de sus borracheras y de sus astrosos amigos de la farándula. Lo conseguí con Norma. Y ahora sé que todo lo he perdido.

– Me tengo que ir, oiga. Ya no llueve…

– Quédese un poco más.

– No estaría bien, no, zeñó. Aquí le dejo tos sus zapatos limpios.

Observo fascinado los zapatos lustrados y alineados sobre la cama. Parecen sonreír. Se me ocurre que debería pagarle algo por su trabajo. Él ya está en la puerta.

– Creo que debería pagarle algo por su trabajo…

– No zea uzté capullo, hombre.

– Qué otra cosa puedo hacer, además de pegarme un tiro.

– No diga barbaridades. ¡Hala, quede uzté con Dios! Lo mejó que pué hacer es ir a buscar a su mujé.

Pero yo no me movería de allí durante horas y Norma no volvería nunca al apartamento de Walden 7. Se fue a Villa Valentí a vivir con sus tías y al día siguiente mandó a una criada a recoger su ropa y sus cosas. Conseguí hablar con ella por teléfono un par de veces, pero no pude convencerla para que volviera a casa. Me dijo que podía quedarme en Walden 7 el tiempo que quisiera -el piso aún hoy está a su nombre-, que no pensaba echarme a la calle. Después de eso, no quiso volver a saber nada de mí.

Se va el paciente y amable limpiabotas y oigo la puerta del piso cerrándose por segunda vez, ahora con sigilo. Al mismo tiempo, otra puerta se abre ante mí: la que ha de dar paso a la miseria y al fracaso de mi vida, a mi caída vertiginosa en la soledad y la desesperación.

2

Hace muchos años, cuando era un muchacho solitario y se sentaba con su antifaz negro en las esquinas soleadas del barrio a vender tebeos y novelas de segunda mano, Marés soñaba que de mayor escribiría un libro maravilloso que empezaría así: hace muchos años, cuando era un muchacho solitario y me sentaba con mi antifaz negro en las esquinas soleadas del barrio a vender tebeos y novelas de segunda mano, soñaba que un día escribiría un libro maravilloso que empezaría así…

Hoy se sentaba en una esquina mugrienta y helada del Raval, lejos de su barrio, vestido con harapos y tocando el acordeón. En el suelo, entre sus piernas, una hoja de periódico contenía algunas monedas arrojadas por los transeúntes. Marés era un hombre de cincuenta y dos años, pero aparentaba menos debido a la caricia del fuego, desde que un grupo de exaltados nacionalistas catalanes que recorría las Ramblas en manifestación, tres años atrás, hallándose él sentado en esa misma esquina de Sant Pau, lanzó un cóctel Molotov-Tío Pepe con tan mala fortuna que se estrelló en la acera delante de él y le dejó el rostro y las manos de seda. El fuego diseñó en la piel de las mejillas una sonrisa perenne y burlona, una soñadora ironía. Desde entonces no tenía cejas y se las pintaba con lápiz negro de trazo grueso, pero en el entrecejo, al llegar la primavera, le crecían unos pelos largos y negros. En días de melancolía y añoranza, para animar una cara sin arrugas y sin pasado, sobre el severo labio superior se pegaba con almaste un bigotito postizo, rubiales y distinguido. Tenía Marés los pómulos altos y pulidos, el pelo ralo y los ojos color miel, pequeños y rapiñosos. Tocaba briosos pasodobles con su viejo acordeón y llevaba colgado sobre el pecho un cartel que decía:

PEDIGÜEÑO CHARNEGO SIN TRABAJO OFRECIENDO EN CATALUNYA UN TRISTE ESPECTÁCULO TERCERMUNDISTA FAVOR DE AYUDAR

Después de hora y media sentado allí, sólo había recaudado cuatrocientas pesetas. Se trasladó al centro de las Ramblas, junto a la boca del metro Liceo, se sentó en el suelo, extendió la hoja de periódico, le dio la vuelta al cartón colgado sobre el pecho y empezó a tocar el Cant dels ocells con mucho sentimiento. En el rótulo que ahora exhibía podía leerse:


FlLL NATURAL DE

PAU CASALS

BUSCA UNA OPORTUNIDAD


La famosa melodía casalsiana le deprimía. Algunos transeúntes se paraban a mirarle y leían el rótulo con recelo. Uno de ellos se acercó, rechoncho y pulcro, con brillantes zapatos que chirriaban, la mano derecha en el bolsillo del pantalón. Pero no sacó ninguna moneda.

– Escolti, perdoni -dijo con una sonrisa de conejo-. Aquest rètol está mal escrit.

– ¿Cómo dice, buen hombre?

– ¡Oh! -exclamó muy sorprendido el transeúnte de lustrosos zapatos-. Ésta sí que es buena: ¿hijo de Pau Casals y no habla catalán? ¡Vaya, vaya!

– Verá usted, es que me crié en Algeciras con mi madre, que era una criada que había servido en casa del maestro y gran patriota…

– ¡Vaya, vaya! -repitió el hombre alejándose con aire escéptico-. Ya, ya.

A pesar de este pequeño incidente, en menos de dos horas Marés recaudó tres mil pesetas, casi todo en monedas de cien y de doscientas.

3

Cerca del mediodía empezó a tocar melodías de Edith Piaf y su tristeza se remansó, se conformó con algunas furtivas sombras tambaleantes que poblaban las Ramblas y su memoria. Con la cabeza recostada sobre el acordeón y los ojos cerrados, interpretó C'est à Hambourg, evocando las sirenas de los buques y la bruma en los muelles envolviendo a la melancólica prostituta que llama a los marineros apoyada en una farola, y esa evocación portuaria y canalla le trajo el punzante recuerdo de su ex mujer, Norma Valentí, treinta y ocho años, sociolingüista, gafas de culo de vaso y espléndidas piernas, sentada ahora detrás de alguna mesa en las oficinas del Plan de Normalización Lingüística. La vio hablando por teléfono y cruzando las rodillas, emputecida y libre, una falda de satín negro y medias negras de red. Pensando en ella, interpretó la melodía tres veces seguidas, hundiendo mentalmente a su ex mujer en la depravación y el vicio de los bajos fondos de Hamburgo, mientras oía el lamento de los buques y el tintineo de las monedas rebotando entre sus piernas.

Desde hacía diez años, Norma no quería saber nada de él, y mucho menos hablarle o verle. Marés se había hundido en la mendicidad y el anonimato, pero seguía locamente enamorado y había ideado una estratagema que le permitía hablar con ella de vez en cuando, oír su voz, sin darse a conocer. Dejó el acordeón en el suelo, cogió unas monedas, se levantó y echó a correr hacia la cabina de teléfono más próxima.

4

– ASSESSORAMENT LINGÜÍSTIC. Digui?

Era la voz de Norma. No siempre era ella la que atendía las llamadas, pero esta vez hubo suerte. Marés estuvo unos segundos sin poder hablar, con un nudo en la garganta.

– Digui…!

– ¿Oiga?

Carraspeó y disfrazó la voz con una ronquera abyecta y un suave acento del sur:

– Llamo para una conzulta. Miruzté, tengo unos almacenes de prendas de vestir y ropa interior con rótulos en castellano para cada sección y quiero ponerlo to en catalán, por si acaso… Ya zabusté cómo las gastan esos malparidos de Terra Lliure…

– Posi's en contacte amb Aserluz i li faran…

– ¿Cómo dice?

– Llame a Aserluz. Esta asociación ofrece un diez por ciento de descuento a todos los establecimientos que encarguen rótulos en catalán. Trabajan para nosotros.

– Pero es que yo no tengo dinero para eso. Mi negocio es muy humilde, zeñora, y me hago los rótulos yo mismo, a mano. Yo necesito solamente que me diga uzté cómo se escribe en catalán el nombre de algunas prendas…

– Bueno, qué quiere saber.

– Tengo aquí una lista. Es un poco larga, pero…

– Dígamelo en castellano y yo le traduzco. Pero dése prisa, por favor.

– Vale. Empiezo: abrigos.

– Abrics.

– Chaquetas.

– Jaquetes.

– Cinturones.

– Corretges o cinyells.

– ¡Coño, qué raro suena!

– ¡Ah! ¡Qué quiere que le diga!

– Perdone, e uzté mu amable. La estoy haciendo perdé mucho tiempo con mis tontos problemas…

– Digui, digui.

– Blusas.

– Bruses.

– Camisetas.

– Samarretes.

– Calzoncillos.

– Calçotets. ¿Ya lo escribe usted correctamente?

– Zí, zeñora. Sujetadores o sostenes.

– Ajustadors.

– Ligas y… ligueros.

– Lligacames.

Marés hacía una pequeña pausa después de oírle nombrar la prenda, como si tomara nota. En realidad, bebía la voz adorada en una especie de éxtasis.

– Bragas.

– Bragues -dijo ella suavemente.

– Albornoz.

– Barnús.

– Oiga, esto suena a insulto.

– Pues en catalán se dice así, señor mío. -Norma suspiró-. Y bien, ¿ha terminado?

– No, espere…

Desesperado, mordiéndose los puños, Marés no conseguía recordar el nombre de más prendas, su mente se había quedado en blanco.

– Bragas y sostenes.

– Eso ya lo hemos dicho.

– Vaya… No zabusté cuánto l'agradezco l'atención que ha tenío con este pobre charnego…

– De nada, hombre. Hala, que usted lo pase bien.

– Mil gracias, zeñora…

– Adéu, adéu.


5

Felizmente hoy es jueves, se dijo Marés. Los jueves, a eso de la una y media, Norma acudía a las oficinas centrales de la plaza Sant Jaume y media hora después volvía a salir en compañía del afamado sociolingüista Jordi Valls Verdú, peligroso activista cultural. Valls Verdú era el inmediato superior de Norma y su actual amante, y ocupaba un puesto de responsabilidad en la Comisión que llevaba adelante el Plan de Normalización Lingüística de Cataluña a cargo de la Generalitat. Marés lo había conocido diez años atrás robando volúmenes de la Bernat Metge en la vasta biblioteca del difunto Víctor Valentí, padre de Norma.

Luciendo su cochambre singular y artificiosa -vestía harapos de pordiosero escrupulosamente limpios y escogidos: pantalón raído de franela gris, jersey deshilachado, americana zurcida, bufanda desgarrada y viejos zapatones sin cordones: un músico ambulante aparentemente desastrado y piojoso-, Marés estaba arrodillado sobre una hoja de periódico en la esquina de la plaza Sant Jaume con la calle Ferran, junto al escaparate de una perfumería repleto de frascos de colonia, dentífricos y pastillas de jabón. Ahora escudaba sus ojos tras unas gafas oscuras y regalaba los oídos de los viandantes con una esmerada versión de Suspiros de España trufada de acordes y florituras de dudoso gusto. Entre sus piernas brillaban seis monedas de cincuenta y cuatro de cien. Pasaron ante él cinco jóvenes melenudos portando estuches de violines y guitarras. De vez en cuando abandonaba la plaza un coche oficial en medio de un gran revuelo de municipales.

Iban a dar las dos de la tarde. De la Generalitat salían algunos funcionarios para ir a comer. Hoy no encuentro a mi público, se dijo Marés. Vio salir del ayuntamiento a una funcionaría impetuosa y parlanchína que parecía un hombre disfrazado de mujer de la limpieza. Marés se impacientó. De un momento a otro, Norma Valentí pasaría ante él camino del cercano restaurante L'Agout d'Avignon en compañía de Valls Verdú, después de recogerle en su despacho de la Conselleria. Se preguntó cuánto tiempo le duraría a Norma esta aventura marrana y monolingüe, cuántos jueves más tendría él que venir aquí a instalarse en esta esquina sólo para ver pasar al objeto de su pasión y recibir, ocasionalmente, alguna moneda. ¿Cuántas pesetas le habría arrojado Norma en total? Un precio ridículo para una pasión sin esperanza. Todas esas monedas, después de contarlas, las guardaba en casa, en una pecera de cristal.

De pronto vio a la pareja salir de la Generalitat y venir hacia él dispuesta a enfilar la calle Ferran. Y pensando una vez más en los gustos de ella, que siempre veneró la música del mestre, interrumpió el pasodoble y se arrancó con el Cant dels ocells, al tiempo que le daba la vuelta al cartón colgado en su pecho proclamándose nuevamente hijo natural de Pau Casals en busca de una oportunidad. Al pasar ante él, Norma Valentí hurgó en su bolso, sin detenerse. Llevaba una falda gris plisada, jersey negro y la gabardina blanca doblada al brazo. Su acompañante sonrió burlonamente al leer el cartel, tarareó entre dientes la consagrada melodía y arrojó un puñado de calderilla sobre la hoja de periódico. «I menys conya, tu!», dijo al pasar. Norma se disponía también a arrojarle una moneda y el sociolingüista intentó evitarlo, pero no llegó a tiempo, la moneda ya volaba en el aire y el acordeonista abrió la boca y la pilló con los dientes. Veinte duros que sabían a gloria, la gloria de sus manos… Lo mismo que otras veces, ella apenas le dedicó una mirada y se alejó sin reconocerle, sin sospechar que ese pobre artista callejero parapetado tras una costra de miseria, hundido en el fango de la vida, en el gueto del olvido, era su ex marido.

Norma y su acompañante se adentraron por la calle Ferran y Marés se levantó de un brinco, recogió sus monedas y fue tras ellos cargando el acordeón a la espalda. Poco después, parándose en el bordillo de la acera, el activista cultural enlazó a Norma por el talle y, sonriendo, deslizó unas palabras en su oído. Marés también se paró, dolido, y recordó la voz lenta y lubricada de Valls Verdú, su dicción ortodoxa y nasal y su alta y campanuda condición de centinela lingüístico en prensa y radio, en el doblaje de películas y en los programas de TV3, la televisión autonómica. Llepaculs i filiprim, lo insultó Marés en voz baja. Torracollons.

Ahora los arrumacos de su amante la importunaban, y Norma se liberó de su abrazo. El la besó rápidamente en la mejilla, paró un taxi, montó y se fue en dirección a las Ramblas, mientras Norma seguía camino de L'Agout. Así pues, hoy no almuerzan juntos, se dijo Marés, y dando un corto rodeo esperó a su ex mujer en la entrada del callejón del restaurante, cobijado en las sombras de un portal. Y allí, sonriendo por un lado de la boca, el cuerpo retorcido, de poseso, le susurró al pasar, con la voz ensalivada y abyecta y el acento charnego, imposible de reconocer, un rosario de obscenidades de calculado efecto. Coño loco, niña pijo, mala puta; y deseos inconfesables, confusos recuerdos, elogios a su culo respingón, a su ardiente clítoris, a sus soñolientos orgasmos de miope. Repentinamente intercaló una misteriosa y gutural parrafada en catalán:

– Cigrony, capdecony, recony i codony.

Norma se paró y volvió la cabeza por encima del hombro simulando mirarse las pantorrillas, las medias color humo. Esa voz la estremecía; sólo podía estar dedicada a ella, nadie más pasaba por el callejón en este momento. Sintió una punzada ardiente en las entrañas, quiso echar a correr, pero la voz ronca y el lenguaje depravado le habían paralizado las piernas. Agazapado en la sombra, la sonrisa empapada de melancólica inteligencia, Marés le levantó la falda con el pensamiento: esa pequeña cicatriz en la cara interna del muslo izquierdo, esa marca indeleble de la brasa de un cigarrillo, aquella noche en Walden 7 que él enloqueció de celos y ella amenazó con abandonarle… Ahora sus manos de pedigüeño acordeonista acarician nuevamente los quemantes alrededores de la cicatriz, pero no puede precisar la seda y el placer. Su mente torturada cree percibir de nuevo el suave fulgor de la desnudez de Norma, un halo luminoso que desprende su cuerpo cuando pasa por su memoria con cierta parsimonia gestual, como al ralentí: dirigiéndose desnuda hacia la ventana restallante de sol sobre el jardín de Villa Valentí, ella se vuelve y le mira furiosamente por encima del hombro. ¡Qué lejos quedaba esa imagen quemante!

Siguió desgranando la cantinela soez y ella siguió escuchándola, parada, examinando las costuras de sus medias. Luego, agitando levemente su hermoso pelo castaño, Norma reanudó su camino hacia la puerta del restaurante. Había sacado del bolso un espejito de mano y se miraba la boca pintada, sonriendo. Marés percibió su hálito empañando el espejo, y el fugaz y húmedo destello sobre el grueso labio inferior, siempre un poco ansioso y derramado de carmín. Y vio también, por un brevísimo instante, a través de las lágrimas, la punta rosada y diabólica de su lengua.

6

El universo es un jodido caos en expansión que no tiene sentido, pensó Marés esta noche, subiendo por las Ramblas en busca del autobús que había de devolverle a casa. Caminaba cabizbajo y vio en el suelo una piel de plátano y en vez de esquivarla tentó la suerte y la pisó, resbaló y se cayó de culo. Después de lo cual, para celebrarlo -no todo lo que me ocurre carece de sentido-, entró en el bar Boadas y pidió un cóctel de champán y luego otro.

Poco después seguía Ramblas arriba con la memoria sumergida en el estanque de aguas verdes de Villa Valentí. Eran las diez y diez y pensaba coger el último autobús en la plaza Universitat. Los anuncios luminosos parpadeaban suspendidos en la bruma de la noche. Como una sombra sin rostro, volátil, un joven camello se le acercó por la espalda, compañero, ¿quieres un poco de felicidad? Algunos pedigüeños le salieron al paso, hermano, ¿me pagas un bocadillo? Detrás de un quiosco, una muchacha aterida de frío sobre altos tacones le llamó guapo, ¿no te gustaría metérmela hasta el alma?

Sí, hasta tocarle el alma se la metería a Norma, dondequiera que ahora estuviese. Un poco de ternura antes de rendirme a las pesadillas, eso me vendría bien. Enfiló calle Pelai y en la plaza Universitat cogió el último autobús. Vivía en un pequeño apartamento del edificio Walden 7, en Sant Just Desvern. El viaje era largo y, con la cabeza apoyada en el cristal, al borde de la noche y de la náusea, le sobraba tiempo para lamentarse de su suerte, para amodorrarse en la miseria y en la falacia de su vida.

Bajó del autobús y, echándose el acordeón a la espalda, se dirigió tambaleándose hacia Walden 7, la maltrecha fortaleza de formas cambiantes, roja, misteriosa y sideral como un crustáceo gigantesco bañado por la luna. Marés iba esta noche tan agobiado por la soledad y la desdicha que no oyó las losetas que se desprendían de la fachada estrellándose contra el suelo.

En casa depositó la recaudación del día en una pecera, se duchó y, envuelto en un batín negro, se sirvió una ginebra en un vaso largo. Pasó a la pequeña cocina y echó en el vaso unos cubitos de hielo y un chorro de agua del grifo, y luego volvió al cuarto de baño para lavarse otra vez las manos: las sentía pringosas de tanto tocar el acordeón y contar monedas. Salió para dejarse caer en una butaca frente al televisor. La ventana estaba abierta y brillaban en la noche enjambres de luces, un parpadeo neurótico que se extendía hacia Esplugues y Cornellà, al otro lado de la autopista efervescente. Abajo, en torno al edificio, las losetas desprendidas del revestimento se estrellaban contra el suelo a intervalos regulares, produciendo un leve chasquido en las simas de la noche, casi un gemido. Y Marés evocó a Norma y los primeros días que vivieron aquí, la felicidad compartida, los sueños. También este camaleónico edificio, que albergó tantas ilusiones en los años setenta, fue a su vez un sueño: un habitáculo concebido para la pareja antiburguesa y no conformista que Norma había imaginado representar ante sus amistades, un edificio, según su creador, erigido para propiciar otras formas de vida y de relación y no sólo las de la pareja tradicional, para exaltar la libertad del individuo y la convivencia en comunidad… Todo se había ido al traste, y Marés aún se preguntaba por qué oyendo caer las losetas en las tinieblas del exterior.

Volvió a la cocina, abrió una lata de berberechos y los echó en un plato con unas gotas de limón; regresó luego a la butaca. Conectó el televisor e iba ensartando los berberechos con un palillo y bebiendo ginebra helada a sorbitos, intentando no pensar en nada, viendo las convulsas imágenes de un enorme petrolero a la deriva, escorado y hundiéndose en medio de unas aguas negras y espesas, trasegadas y letales, deseando hundirse él también en esa terrible negrura y desaparecer de la faz de la tierra, pero sin lograr apartar a Norma del pensamiento.

7

Cuaderno 2


FU-CHING, EL GRAN ILUSIONISTA


El chasis herrumbroso del Lincoln Continental 1941, sin ruedas ni motor, yace en medio del descampado rodeado de hierba alta que peina el viento. Es el esqueleto calcinado de un sueño. Nadie en el barrio recuerda cómo ni cuándo llegó el fantástico automóvil hasta aquí arriba, quién lo abandonó sobre esta pequeña loma al noroeste de la ciudad, condenándole a morir como chatarra. Está siempre varado en mi memoria en medio de un mar de hierba y fango negro y cercado por un montón de cosas muertas: pedazos de estufas de hierro, una butaca desventrada, niños de cabeza rapada fumando en cuclillas, pilas de neumáticos, mi madre borracha caminando contra el viento, somieres oxidados y colchonetas mugrientas y desgarradas.

Dejo escritos aquí estos recuerdos para que se salven del olvido. Mi vida ha sido una mierda, pero no tengo otra.

Vivo con mi madre en lo alto de la calle Verdi, en una vieja y destartalada torre con jardín situada en una ladera contigua al parque Güell. Veo la calle en pendiente, borrosa por la llovizna, como un maravilloso tobogán sobre la ciudad. En la esquina asoma la cara de un niño con antifaz negro. Soy yo, doce años, cabeza rapada, brazal de luto. El niño enmascarado mira a un lado y a otro, furtivamente, y luego cruza la calle. Veo otra vez el barrio gris y amedrentado, los gatos famélicos, los diminutos terrados, las sábanas blancas que azota el viento. En la otra esquina me junto con tres chavales, Faneca, David y Jaime. Faneca viene comiendo un boniato cocido, ha ido a un recado para la señora Lola y ha estado en la cocina de la pensión Ynes, allí siempre se pesca algo de comer. Las calles están tan empinadas que tienen escaleras. Mi barrio está tan alto, tan cerca de las nubes, que aquí la lluvia está parada antes de caer. Por no mojarnos más, nos metemos en casa. «A lo mejor está Fu-Ching, el chino prestidigitador -dice David-y nos hace juegos de manos y nos hipnotiza.» «Eso, que nos hipnotice -dice Faneca-, a mí me gustaría vivir hipnotizado.» Dentro de la casa se oye el ruido de una máquina de coser.

Veo a mi madre trabajando. La trepidante aguja de la máquina taladra una pieza de ropa estampada larguísima, que cuelga a un costado de la Singer. Mi madre ya tendría cincuenta años por esa época, gorda, astrosa, con bata, bufanda y un pitillo humeante en los labios. Mi querida madre. Está sentada pedaleando furiosamente la Singer. Tiene la cara abotargada y los ojos resacosos. A su lado hay una mesa camilla abarrotada de piezas de costura, un maniquí sin cabeza y cajas de cartón que contienen más ropa. Sobre la mesa, una botella de vino peleón y un vaso. Hay también un viejo piano arrimado a la pared desconchada, llena de fotos amarillentas clavadas con chinchetas.

Mi cara con antifaz se asoma a la galería y mi madre sufre un sobresalto que le paraliza los pies y la máquina. David se me anticipa:

– ¿Está Fu-Ching en casa, señora Rita?

– Tú -dice mi madre, refiriéndose a mí-, quítate esta porquería de la cara, mocoso. Habráse visto, entrar así en las casas… Arrccc…

Eructa. Mi madre eructa. Dos veces. Cuando vuelve a mirarme, yo me quito el antifaz de la cara. Debajo llevo otro idéntico.

Hoy es sábado, y los sábados mi casa se llena de melancólicos ruiseñores y tengo que ir a la taberna de Fermín por una garrafa de vino y unas latas de berberechos. Mi madre fue una cantante lírica bastante conocida y los sábados recibe en la galería a sus viejos amigos de la farándula, retirados ya de la escena o fracasados y olvidados, y juntos cantan zarzuelas y se emborrachan de vino, llorando de emoción lírica y de nostalgia alrededor del viejo piano al que ahora se sienta un tenor regordete y sudoroso con bigotito. ¡Vaya un espectáculo para un niño! Ellos son, además del pianista tenor, una voluminosa ex vedete de revista del Paralelo de voz chillona, dos vicetiples altas y pechugonas y muy pintarrajeadas, con sus maridos, dos maduros y atildados barítonos repeinados con fijapelo, y el Mago Fu-Ching, ilusionista alcohólico vestido con el viejo kimono y el gorro chino que mimadre le guarda en casa desde hace años. Fu-Ching tiene unas manos larguísimas y bien cuidadas y luce maneras galantes y refinadas. Todos están borrachos y cantan alrededor del piano empuñando vasos de vino. La Singer ahora descansa, los pies hinchados de mi madre también. Las fotografías clavadas en la pared muestran a Rita Beni joven en diversas escenas de zarzuela o en compañía del Mago Fu-Ching, igualmente más joven, y también hay clavados dos viejos carteles anunciando operetas, y programas de mano.

Mi madre está cantando, la mano apoyada delicadamente en el hombro del pianista tenor. Derrengada por la emoción, gorda, llorosa, apretando el vaso de vino contra su pecho, la rodean sus amigos y amigas trasegando vino y bocadillos. En el centro de la galería hay una mesa con platos sucios y una garrafa grande, una barra de pan y un salchichón.

– Al pasar el caballero -canta mi madre con lágrimas en los ojos-por la puerta del Perdón, de los altos balconajes a sus pies cayó una flor…

– Una flor -le responde el coro etílico y tambaleante de sus invitados-es el comienzo de un capítulo de amor.

– Señorita que riega la albahaca -entona el pianista tenor, cada vez más reblandecido por la emoción-, si de atrevido no me tildara, yo al rosal acercarme quisiera donde florecen rosas tan bellas.

Sin dejar de cantar las vicetiples van y vienen de la mesa, aladas y eufóricas, y picotean el salchichón y se sirven vino de la garrafa.

– Caballero del alto plumero -cantan Rita y las vicetiples sin poder controlar los gorgoritos-es tan galante su atrevimiento…

No me acuerdo del resto. Recuerdo sus voces delgadas y trémulas, trastornadas, enfermas de añoranza y trasegadas de vino. Mi madre está que da pena, llora de felicidad y abraza a sus amigos, se va a caer. Mientras todos cantan junto al piano,

Fu-Ching corta unas rodajas del embutido y se prepara un bocadillo. Masticando pensativo, sus ojos sombríos y misteriosos, alargados y lentos, lubricados con una ternura asiática, vagan por la estancia hasta dar conmigo.

Estoy hundido en una butaca, en el otro ángulo de la galería, cepillando furiosamente el par de maltrechos zapatos que he de llevar en mi primer empleo. Es curioso el papel que los zapatos y su cepillado, con crema o sin ella -como en este caso, que utilizo la saliva-, han jugado en mi vida emotiva. Sé que el Mago Fu-Ching me está mirando, pero me hago el longuis. Escupo en la puntera del zapato y froto con rabia.

Los ruiseñores de la nostalgia terminan a coro la canción y ríen y aplauden, abrazándose. Algunos se acercan a la mesa a por más vino; el pianista le cede el sitio a mi madre y ella da un traspié y se cae arrastrando una silla. Se parte de la risa. La ayudan a levantarse y entonces una de las vicetiples ataca melancólicamente la canción Perfidia. Mujer, si puedes tú con Dios hablar, pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar. Mi madre se enternece aún más y busca al Mago Fu-Ching con la mirada. Y el mar, espejo de mi corazón, las veces que te he visto llorar…

El Mago Fu-Ching se llama en realidad Rafael Amat, ahora me acuerdo. Indiferente a las tiernas miradas de mi madre, ahora está de pie ante mí, tambaleándose un poco. El kimono y el gorro chino le sientan bien. Me sonríe, levanta un poco las manos y en ellas aparece súbitamente una baraja. Me dedica algunos juegos de manos con la baraja, mientras los demás siguen cantando junto al piano. Sonriente y refinado, con una gestualidad elegante y todavía llena de precisión, Fu-Ching mueve los largos dedos con endiablada rapidez y exhibe unos dientes podridos ofreciendo a mi consideración diversos números de ilusionismo y prestidigitación. El final de la canción Perfidia coincide con el final de los juegos de manos y los aplausos de los invitados se mezclan con las reverencias del Mago.

– Fu-Ching agladece los aplausos del distinguido público -dice inclinándose ante mí con las manos ocultas en las mangas del kimono-. Señolas y señoles, glacias. Glacias.

– Mielda y mielda -le respondo, y me levanto bruscamente tirando al suelo los zapatos y el cepillo. Le doy la espalda y entro en mi cuarto. Cierro con violencia, pero las risas y el jolgorio apenas dejan oír el golpe. El Mago, borracho, se queda mirando la puerta.

Me veo tumbado de espaldas en mi camastro arrimado a la pared, las manos cruzadas bajo la nuca y los ojos en el techo. Junto a la torcida lámpara de flexo de la mesilla de noche, mis novelas de la colección Biblioteca Oro y mi álbum de cromos de Los tambores de Fu-Manchú. Llegan las voces y las notas del piano desde la galería contigua. Oigo abrirse la puerta del cuarto, pero no vuelvo la cabeza. Sé quién entra.

Desde el umbral, manteniendo la puerta abierta, el Mago Fu-Ching me está mirando. Cierra la puerta y apoya la espalda en ella. Se mira las manos y flexiona los dedos varias veces, sonriendo con aire resignado:

– Todavía tengo los dedos ágiles, pero me falla… la memoria. Sí, el coco. ¿Has visto? Confundo los movimientos, mezclo los trucos… Estoy desentrenado.

Desea oírme decir algo y espera. Luego añade:

– No te enfades con tu madre. Se ha hecho mayor, y se encuentra sola. Debes tener paciencia con ella…

– ¿Como la que tuviste tú?

Me sale la voz a regañadientes, sigo sin mirarle.

– Yo soy el Mago Fu-Ching, el gran ilusionista.

Me incorporo y me siento al borde del lecho, cabizbajo.

– Si fueras un Mago harías desaparecer a todos esos gorrones.

El Mago pasea por el cuarto, gesticulando.

– ¡Oh! Puedo hacerlo en cuanto me lo proponga… Pero son nuestros amigos, y están sin trabajo. Algunas personas no hemos tenido suerte en esta vida, muchacho. ¡Qué le vamos a hacer!

Fu-Ching hace un esfuerzo por controlar su borrachera. Se alisa el pelo con la mano y, con gestos lentos y precisos, se quita el kimono y el gorro, dejándolos sobre una silla. Viste un raído traje gris. Me levanto y cuelgo el kimono y el gorro en una percha del armario, tratando las dos prendas con mimo. En tono más apaciguador, más vacilante, le digo:

– ¿Por qué no te quedas unos días?

– No serviría de nada.

– Siempre dices lo mismo…

– Tu madre está mejor sin mí.

Estoy ahora pensando en las muchas veces que mantuvimos este diálogo. Después venía siempre un largo silencio, que rompía yo:

– ¿En qué trabajas ahora? ¿Qué haces?

– Bueno… Ando por ahí. -El Mago enciende un cigarrillo con un largo mechero dorado y gestos que me fascinan-. Fu-Ching vive bien, no hay problema. Siempre puedo contar con los amigos.

Vuelvo a tumbarme en el camastro y él se queda allí de pie, mirándome. Embustero, pobre embustero. Llegan desde la galería las voces neuróticas atacando otra canción de moda en medio de algunos aplausos. Alguien desafina mucho.

El gran ilusionista mira al muchacho tristón y pensativo que tiene enfrente y se encoge de hombros.

– Fatal. Cantamos fatal, pero no hacemos mal a nadie. -Juega con el cigarrillo entre los dedos, lo hace desaparecer-. No has cenado. ¿Tienes hambre? ¿Quieres un poco de salchichón? Maribel lo ha traído del pueblo. Está muy rico…

– No quiero nada.

– Me disgusta verte así.

– ¿Cómo así?

– Me ha dicho tu madre que ya no vas a la escuela.

– Mañana empiezo a trabajar en el garaje del señor Prats.

– Vaya, eso está bien. Serás un buen mecánico.

Un silencio largo. Sin apartar los ojos del techo, junto las manos delante de la boca como si tocara la armónica y, ensimismado, como si estuviera solo, murmuro una melodía monótona y extraña que me acabo de inventar. Suelo hacer eso cuando estoy con la moral por los suelos, harto de todo.

El Mago me mira unos segundos sin saber qué hacer. Capto el chispeo de la tristeza en sus ojos enigmáticos, de oriental sonado, una sensación de abandono. Finalmente opta por dirigirse a la puerta y, cuando abre, oye mi voz:

– Padre.

Fu-Ching se vuelve. Me levanto del camastro, saco un duro del bolsillo y se lo ofrezco. Me mira con recelo.

– ¿De dónde lo has sacado?

– Un trabajito extra. Cógelo.

– No, no…

– Cógelo.

El Mago duda unos segundos. Toma el dinero.

– Te lo devolveré. Tenlo por seguro.

– ¿Vendrás el sábado que viene?

Fu-Ching se me queda mirando unos segundos, pugnando siempre por mantenerse erguido y sereno. Sonríe.

– Está bien. Vendré a devolverte el duro y te enseñaré un truco nuevo…, si me acuerdo. ¿Conforme?

Palmea amistosamente mi hombro y sale cerrando la puerta. Oigo a mi madre cantando melancólicamente junto al piano: «… cuando silenciosa la noche misteriosa envuelve con su manto la ciudad…»

8

Ese tipejo, no sabía cómo llamarle, se paró en el umbral del dormitorio y dijo su nombre dos veces: Marés, Marés. Difícil saber si entraba o salía del sueño. Llevaba el sombrero garbosamente ladeado y su mano izquierda enguantada sostenía el otro guante de piel gris con suma delicadeza, como si fuera un pájaro muerto. Apoyó el hombro en el quicio de la puerta y gastaba un aire de guaperas antiguo, flamenco y socarrón.

– A las buenas noches.

Marés tardó en reaccionar.

– ¿Qué ocurre? -Encendió la lámpara de la mesita de noche, pero el cuarto siguió a oscuras y su sueño también-. ¿Quién es?

– Despierta, compañero.

Marés se frotó los ojos y protestó débilmente:

– ¿Tú otra vez? ¿Qué quieres?

– Norma Valentí nos espera.

– Que te crees tú eso.

El tipo sonrió desde las sombras mirándole de soslayo, el aire pistonudo. Marés reconoció el traje que llevaba, era suyo; un anticuado traje marrón a rayas blancas, muy gruesas, con la americana cruzada y dobladillo en los pantalones. Le sentaba fenomenal. Un charnego fino y peludo, elegante y primario, con guantes y mucha guasa, con ganas de querer liarla. Su pelo negro y rizado olía intensamente a brillantina. Después de observar a Marés con ojos burlones un buen rato, dijo:

– ¿Sigues obsesionao con esa mujé?

– Sigo.

– Te conviene hacer una locura, Marés.

– No puede salir bien. No insistas.

– Saldrá bien. Debes creerme, malaje -dijo entre dientes. Hablaba con un acento andaluz no muy convincente, pero la voz era extrañamente persuasiva, con una leve ronquera-. Tú déjame hacer a mí, saborío. Hablaré con esa mujé, y esa mujé volverá a tus brazos. Lo juro por mis muertos.

– ¿Me estás pidiendo que te presente a Norma?

– No hace falta. Yo me presento a ella y la camelo por ti.

– Estás loco.

– Digo. Pero vale la pena intentarlo. ¿Por qué no? No hay ninguna mujé en er mundo que no se pueda reconquistar una y otra vez, si uno se lo propone de veras, si la desea por encima de cualquier otra cosa. Pero antes de ser su amante, debes ser su amigo, su confidente…

– Ella no quiere ni verme.

– Iré en tu lugar. ¿O es que aún no lo has entendío?

– Ni siquiera sé cómo te llamas.

– Tampoco yo, todavía -esbozó una sonrisa meliflua y con el guante se golpeó suavemente el ala del sombrero-. Pensémoslo un ratito. ¿Quién soy yo? Podría ser tu amigo de la infancia descarriada, un tal Faneca. ¿Lo recuerdas?

– Nunca recuerdo nada mientras sueño -recordó incongruentemente-. Porque esto que me pasa es un sueño, ¿no?

– Tú verás.

– Me estás liando.

– Yo soy -dijo el elegante murciano sin hacerle caso-aquel chavalín llamado Faneca, un charneguito amigo tuyo que un día se fue del barrio en busca de fortuna y nunca llegó a nada… ¿Lo recuerdas o no, saborío? Ibais siempre juntos. Dos muchachos desarrapados y hambrientos que oyen silbar el viento de la posguerra en los cables eléctricos, en lo alto del monte Carmelo, sentados entre las matas de ginesta y soñando lejanías.

– Me acuerdo, sí.

– Bien. Entonces ¿qué te parece mi plan? Ya sabes que tu Norma siente cierta debilidad por los charnegos. Recuerda aquella aventura fugaz que vivió con un limpiabotas y aquella otra con un camarero del Amaya…

– Sé lo que te propones. No saldrá bien. Gingiol

– Confía en mí, catalanufo.

A su espalda el pasillo estaba también a oscuras, pero llegaba un reflejo turbio y esquinado desde algún espejo o desde su remota niñez adormecida en el fondo del sueño, quizá desde el estanque de aguas muertas en el jardín de Villa Valentí, cuando de chavales saltaban la verja de lanzas y se llenaban los bolsillos de eucaliptos. Ahora podía ver la mitad de su sonrisa burlona, una patilla negra azabache y un ojo pinturero, verde como la albahaca. Ciertamente, un tipo resalado. Pero su idea era un disparate.

– Que no. Fuera -dijo Marés, y le arrojó el despertador a la cabeza. Desapareció el charnego y Marés se volvió bruscamente de espaldas y se arropó con la sábana.

9

– Cuxot, anoche tuve otra pesadilla -dijo Marés-. Soñé que entraba en mi cuarto y me llamaba a mí mismo por mi nombre. Era yo, pero casi no me reconozco. Yo estaba en la cama y al mismo tiempo estaba de pie en el umbral del dormitorio, vestido de chuloputas. Una pinta de charnego de caerse de espaldas. Pelo negro ensalivado, ojos verdes, patillas. Un moreno de verde oliva, oye. Un tipo de película, Cuxot. Me llamó cornudo. Dijo que se presentaría a Norma haciéndose pasar por un antiguo amigo mío del barrio… Pero era yo mismo disfrazado de murciano chuleta y estaba allí de pie dándome la tabarra otra vez, proponiéndome una especie de broma, un plan para presentarse a mi ex mujer y ligársela de nuevo.

– ¡Qué tío más pesado! -se lamentó Cuxot, sin precisar a quién se refería.

– ¿Y qué quieres que le haga?

– Pero si eras tú hablando contigo mismo, ¿por qué no te callabas?

– No podía.

– Es que si tú te callas, capullo, se acaba la discusión, porque no sois más que uno a discutir.

– No, somos dos.

– Pero lo dos sois tú. ¡Qué raro! -meditó Cuxot-. ¿Y entonces qué has hecho?

– Me levanté de la cama y me lavé los sobacos.

– ¿Y eso?

– Ahuyenta las pesadillas. Me acordé que de muchacho vendía tebeos de saldo en las esquinas del barrio con el antifaz de El Coyote o contorsionado como la Araña-Que -Fuma.

– Y qué.

– Nada. Me acordé porque había un chaval de Granada, un tal Juan Faneca, que le gustaba mucho El Hombre Enmascarado… Dice ese loco que podría ser él. Se fue del barrio a los veinte años con una maleta de cartón, dijo que se iba a trabajar a Alemania. Estuve a punto de irme con él y mandar a la mierda este país. Toda la vida me he arrepentido de no haberlo hecho… Después me desperté.

– ¿Y nunca has vuelto a ver a ese Faneca?

– Nunca.

– A lo mejor se ha hecho rico y ha vuelto.

– Después me desperté -repitió Marés, abstraído.

Cuxot suspiró:

– No hay Dios que te entienda, compañero.

Hoy Marés había buscado la compañía de Cuxot en una esquina maloliente de la catedral. En la escalinata picoteaban palomas. Cuxot era bizco, tenía la boca grande y una calva renegrida y poderosa que olía a sardinas de lata y que gustaba secretamente a las mujeres. Embutido en un abrigo de terciopelo azul, dibujaba retratos de señoras al carboncillo, copiándolos de fotografías, y le hacían muchos encargos. Su éxito no consistía en lograr un gran parecido con el original, sino en otorgarle a la mirada del personaje retratado una especial dignidad que sugería un estatus social superior.

Marés tocaba el acordeón sentado en el suelo, sobre hojas de periódico, con un cartel escrito a mano colgado en el pecho:


MÚSICO EN EL PARO

REUMÁTICO Y MURCIANO

ABANDONADO POR SU MUJER


En la explanada frente a la catedral merodeaban gitanas pedigüeñas con criaturas en brazos. Viniendo del callejón, el viento helado de febrero formaba remolinos y arrastró una blanquísima bolsa de plástico hacia la escalinata. Con una melancolía súbita, Marés constató la blancura inmaculada, etérea, del plástico a merced del viento. Salían y entraban de la catedral pausadas señoras con mantillas y abrigos negros, el cielo estaba desplomado y gris. Un mendigo derrotado por los años y las penas, la mugre y el rencor tendía la mano a las beatas.

Soy un músico zarrapastroso y perdulario -pensó Marés-, pero lo soy solamente por horas. La bolsa inflada parecía de nieve, se alejó perseguida por un zureo de palomas. Cuxot dibujaba sentado en su silla de tijera. Marés tocaba Siempre está en mi corazón, las monedas tintineaban entre sus piernas.

Más tarde apareció Serafín con una botella de vino y Cuxot y Marés hicieron una pausa en su trabajo y bebieron unos tragos. Serafín era un jorobado que vendía lotería y tabaco en el Raval. Tenía unas manos pequeñas y bonitas y lucía un lustroso pelo negro ondulado con raya en medio.

– Mi prima Olga me ha invitado a cenar -dijo muy contento.

Un marinero que pasaba en este momento acompañado de dos chicas se quiso hacer el gracioso y tocó la chepa de Serafín. El jorobado se enfadó y luego se deprimió, cogió su botella y regresó a las Ramblas.

Marés volvió a su acordeón y a sus boleros.

– ¿Otra vez con esa monserga sentimental? -gruñó Cuxot.

– Otra vez el loco amor después de tanto tiempo -se lamentó Marés-. Tu vida y mi vida, Norma. Recuérdame. Solamente una vez. Perfidia. Siempre está en mi corazón, otra vez, otra vez…

– Vamos, no seas niño -dijo Cuxot-. No hagas pucheros en la calle.

– Yo lo hago todo en la calle.

– Ella no quiere verte y tú darías diez años de tu vida por tenerla un minuto a tu lado. A que sí, tontolaba.

– Déjame en paz, Cuxot.

– Todo esto te pasa por haberte casado con una mujer riquísima. Con alguien que no te correspondía.

– La amo y sanseacabó.

– A tu edad… Debería darte vergüenza.

Marés aplastó la cara en el acordeón. Cuxot insistió:

– A tu edad, uno puede volver a enamorarse, no digo que no. No me parece decente, pero bueno… Uno puede incluso convertirse en un mamarracho y hacer el ridículo por amor. ¡Pero enamorarte otra vez de tu mujer, de la misma mujer…!

– Nunca he dejado de quererla. Nunca. ¡Ay qué dolor! -El acordeonista metió la zarpa por debajo del pasamontañas y se arrancó un mechón de pelos-. ¡Qué dolor más grande! ¡Cómo sufro!

Cuxot siguió manejando el carboncillo sin prestarle atención. Después dijo:

– ¿Dónde comemos hoy?

– Me da igual.

– ¿No te da vergüenza, llorar en la calle?

– Cierra la boca. Estoy interpretando a Lecuona.

Sobre su cabeza aleteaban las palomas y oía el rumor de la ciudad como el de una fronda remota o un gran río ensimismado, como el zumbido de un verano en Villa Valentí, cuando él y Norma eran felices. Poco después tenía ante sí un corro de mirones, gente apacible que se disponía a visitar la catedral o que ya lo había hecho, y que se paraba a leer su cartel sobre el pecho con una atención casi filosófica, algo socarrona.

Marés se sorbió las lágrimas y anunció:

– Respetable público, seguidamente voy a interpretar para todos ustedes Noche de ronda.

– Exxxxxchsssss… -hizo Cuxot.

Su repertorio habitual en esta zona urbana, alrededor de la plaza del Rey, la catedral y la plaza de Sant Jaume, siempre fue a base de Mozart y Rachmaninov y algo de Pau Casals, pero últimamente los viejos y románticos boleros le obsesionaban. El acordeón empezaba a tener demasiados años, pero sonaba bien, era un Hohner ligero y más sentimental de lo conveniente. Norma, Norma… Dicen que la distancia es el olvido, pero yo no concibo esa razón.

Cuxot utilizaba como reclamo sus retratos apoyados en la pared. Eran relamidos retratos de estrellas de cine muertas y de pías damas barcelonesas con mantilla y supuestamente vivas, y entre ellos había uno de Norma Valentí i Soley, ex señora de Marés, copiado de una foto que el acordeonista callejero llevaba siempre en la cartera. Era un dibujo yerto y frío y en él Norma seguía pareciendo feúcha con sus ojos almendrados detrás de los gruesos cristales de las gafas, su boca grande y sensual, su larga nariz montserratina y su pelo rizado y antiguo, una combinación extraña, tan difícil de explicar en Norma: no que fuese fea, pero que lo pareciese -del mismo modo que no parecía una mujer rica, y sin embargo lo era, y mucho-. Aunque el parecido del dibujo con la Norma real era escaso, este pintor fracasado y borrachín había captado la sutil luminosidad anacarada de la piel de Norma. A Marés no podía escapársele ese detalle porque el nácar de la nalga respingona -su mujer girando desnuda junto a la lámpara de la mesilla de noche, echándose un valium a la boca y mirándole con furor, en la confortable alcoba de Villa Valentí, diez años atrás-se había instalado entre sus recuerdos como el primer compás de Perfidia. Estas últimas semanas, por otra parte, sentía su loca pasión por ella con tal intensidad que a menudo se despertaba en la cama a medianoche gritando su nombre con desesperación: «¡Norma! ¡Norma!»

– ¡Qué música empalagosa y boba! -gruñó Cuxot-. ¿No puedes tocar otra cosa?

Tatuaje. Mirando el mar. Dos cruces. Esta última pieza la tocó sujetando el acordeón con los pies descalzos, y siguió llorando desconsoladamente, hundiéndose más y más en el fango del impudor y la desvergüenza. Esta curiosa habilidad, tocar el acordeón con los pies, causaba mucha pena a los viandantes. ¡Pobre -pensaban-, además de charnego, contrahecho! Esguerrat! Una lluvia de monedas caía sobre la hoja de periódico.

10

Invitaron a Serafín a comer en una tasca de la calle Sant Pau y pidieron macarrones y ensalada. Cuxot hizo descorchar una polvorienta botella de Rioja y Marés comentó una vez más su sueño de cada noche con el murciano dicharachero de largas patillas y ojos verdes, su otro yo. Insiste en seducir a Norma, dijo cabeceando pensativo, se las da de irresistible.

– No le lleves la contraria -aconsejó Cuxot-. A ver adonde llegáis en el sueño.

– ¿Es verdad que a tu ex mujer le gustan los gitanos -preguntó Serafín-y que ha tenido líos con tocaores y cantaores?

– ¿Quién te ha dicho eso?

– Éste. -El jorobado señaló a Cuxot-. ¿Es verdad o no?

– Pues sí -admitió Marés a regañadientes-. Nadie lo diría, con lo fina y catalanufa que es. Ahora, para disimular, se ha liado con un sociolingüista independentista.

– ¿Socioqué…?

– Tan seria y formal, la señora -prosiguió Marés lamentándose, apartando el plato de macarrones que apenas había tocado-. Pues ahí la tienes, lleva una especie de doble vida.

Se bebió un vaso de vino y se sirvió otro. Miró en dirección al mostrador cochambroso, en cuyo extremo, sentado en un alto taburete y de espaldas a la barra, el charnego pinturero le miraba con la frente vendada y el despertador en la mano, sonriendo. Sobre la sien derecha la gasa estaba manchada de sangre. Llevaba su traje marrón a rayas, pero no el sombrero ni los guantes.

– Rediós, estoy muy mal -se lamentó Marés-. Sueño despierto.

Apuró otro vaso de vino. Volvió a mirar el mostrador y allí estaba Faneca, sonriéndole con recochineo.

– ¿Qué tienes en la frente? -dijo Serafín indicando el rasguño sobre la ceja-. ¿Te has golpeado con el acordeón?

– ¡Qué acordeón ni qué hostias! Ya os he dicho que anoche le arrojé el despertador a la cabeza.

– Pero entonces la señal debería llevarla él y no tú -razonó Cuxot.

– ¡Pero es que él soy yo, tarugo! -dijo Marés con gran convicción.

Serafín rebañaba el plato y cabeceó pensativo:

– Seguro que te diste con el canto de la mesilla de noche y no te acuerdas. Eres un caso, Marés.

La aparición se esfumó de repente, cuando tomaban café y Serafín hablaba de su prima, de lo buena que era con él.

Dejaron al jorobado vendiendo lotería en las Ramblas y volvieron a la explanada frente a la catedral. Marés tocó sardanas y llovían monedas, pero en seguida, como una fatalidad, se sorprendió atacando Lisboa antigua y después Caminemos. Una señora gordita de sonrisa dulce y cabellos azulados de muñeca arrojó una moneda de veinte duros entre sus piernas. El acordeón ondulaba en su pecho y Marés pensó en la puta generosa y atenta que invitaba a su primo jorobado a cenar, para que se sintiera menos solo. Luego, repentinamente, no pasó nadie y dejó de tocar, y entonces escuchó a su lado la perorata de Cuxot, que seguía dibujando sentado en su sillita de tijera. Divagaba sombríamente sobre el cuerpo de una persona amada pintado en el recuerdo, después de muchos años; que no se recuerdan las formas, dijo, sino la luminosidad de la piel, la textura y el color. Y que eso era lo que él siempre quiso pintar, esa luminosidad, sin conseguirlo.

Su meditación en voz alta le trajo a Marés el punzante recuerdo de Norma Valentí, y de pronto soltó el acordeón y se mordió los puños desesperadamente. Aullando como un perro, se incorporó de un salto y hundió los nudillos despellejados en los bolsillos del pantalón, se agarró los genitales y empezó a dar vueltas alrededor de la hoja de periódico y del acordeón, que, retorciéndose él también en el suelo, soltaba un débil gemido. Algunos viandantes se pararon a mirarle. Cuxot seguía enfrascado en sus dibujos y apenas le hizo caso. Desconsolado, Marés golpeó la cara contra la esquina hasta que sangró el pómulo. Acto seguido recuperó el acordeón y volvió a sentarse, y empezó a tocar con la cara ensangrentada. Se paró más gente y le miraba con curiosidad, pero fueron pocos los que arrojaron monedas. Creían que todo era una comedia.

– No puedo más -dijo Marés, y anunció a Cuxot-: Voy a llamarla.

– No seas capullo.

– Sólo para oír su voz, hermano.

– Estás convirtiendo tu vida en un infierno -dijo Cuxot-. ¿Por qué persistes en tu loca idea?…

– No tengo más idea que ésta.

– Capullo.

– Oír el sonido de su voz, por lo menos -insistió Marés-. Aunque sea por teléfono, desde una asquerosa cabina. ¡Qué otra cosa puedo hacer!…

– Esa voz te está comiendo el coco. Te vas a matar.

– Es que no sé vivir en mí, camarada. Nunca he sabido.

– Vete al carajo.

– Ten compasión, hermano.

Este pobre amor mío, callejero y zarrapastroso, agonizando en malolientes cabinas telefónicas -se dijo-, o arrastrándose en pos de Norma cubierto de harapos y embozado con la bufanda negra, atisbándola desde las esquinas como un apestado, esperando su paso desde un portal oscuro para llamarla puta con ronca voz, mala puta… ¡Qué otra cosa puedo hacer!

Recogió las monedas y echó a correr escaleras abajo de espaldas a la catedral, tropezando con feligreses ateridos y algún turista japonés. Alcanzó la acera y se precipitó en la cabina, embistiéndola con la cabeza para abrir las puertas. Echó las monedas y marcó el número que llevaba grabado a fuego en su memoria.

Riiingggg. Vio su mano larga de alabastro, en los confines del mundo, descolgar el teléfono.

– Assessorament lingüístic. Digui?

Su voz de leche caliente se introdujo en sus venas como un dulce veneno. Oía su respiración a través del hilo. Luego escuchó ruidos en la línea. Apartó un poco el teléfono, sosteniéndolo delante de su cara. Miró con ansia el aparato del que salía la voz amada:

– Digui.

Reclinó la frente en el cristal de la cabina y se echó a llorar.

11

Norma Valentí al teléfono:

– Assessorament lingüístic, digui?

– ¿Oiga? ¿Dirección General de Política Lingüística?

– Sí, digui.

– Llamo para una conzulla, ¿sabuzté? -enmascaró la voz en un tono varonil y caliente, una dicción rápida agraciada con un deje andaluz que tenía muy ensayado en sueños e insomnios-. M'han dicho qu'hable con la zeñora Valentí, la sosoli…sosolingüi…

– Sociolingüista.

– Eso.

– Jo mateixa. Diguim el seu nom.

Silencio. Marés le ofreció un carraspeo, luego un suspiro y jadeos. Sentía un nudo en la garganta. Se me parte el alma -se dijo-. Ella pensará: vaya, otro charnego analfabeto y tímido que no se atreve a preguntar.

– Perdone la molestia -dijo por fin-. Quería preguntarle un par de cositas, ¿sabuzté? Verá, tengo un problemita de escritura y me he dicho: voy a llamar a la Xeneralitá…

– Parli cátala, si us plau. En catalán, por favor.

– Lo parlo mu malamente, zeñora.

– Entonces procure hablar sin ese acento, porque no le entiendo. ¿Su nombre y dirección?

Otro carraspeo, otro silencio.

– Juan Tena Amores. Vivo en Hospitalet y soy del ramo del comercio. Tengo un pequeño negocio de accesorios de automóvil y mi problema es el siguiente… ¿M'escucha uzté, zeñora?

– Digui, digui.

– Con su permiso, le decía que mi problema es éste: en los cristales del escaparate de mi tienda tengo yo pintados algunos rótulos en castellano y esos gamberros de la Crida me los ensucian con spray cada dos por tres. En vista de lo cual he decidido poner los rótulos en catalán…

– Muy bien. Le interesa a usted saber, señor…

– Tena Amores, para servirla. Tenamores.

– … señor Tena, que, puesto que tiene usted establecimiento, puede usted contar con la colaboración de los empresarios de rótulos afiliados a Aserluz para la presente campaña de catalanización del ramo del comercio. Debe usted ponerse en contacto con los fabricantes de rótulos.

– No, pero si es una cosita de na. Yo creo que uzté misma me pué atender, si es uzté tan amable… Mire, tengo un letrero que dice: «Tubos de escape», y otro que dice: «Recambios.» Este último lo he cambiado por «Recanvis», con uve de vaca, y creo que está bien. Pero, si fuera uzté tan amable, ¿cómo se dice «tubos de escape» en catalán? ¿Oiga…? ¿M'escucha, zeñora sociolingüista?

– Sí, tomo nota. Espere un momento.

– No sé qué está pasando, su voz me llega de muy lejos… ¿Me oye uzté? ¿Cómo se escribe eso en catalán, me hace el favor?

Oía el tecleteo de máquinas de escribir. Norma no contestaba, había apartado la boca del aparato y él la oyó preguntar a alguien de la oficina si le parecía correcto traducir «tubs d'escapament» por tubos de escape. «Collons, maca -dijo al fondo una voz de hombre, tal vez la del mismísimo Valls Verdú-, ara sí que m'has fotut», y en seguida la risa de Norma. Su voz volvió al teléfono:

– Pues mire usted, buen hombre, acaba de ponernos en un aprieto… En este momento no sabríamos decirle con exactitud. Podría ser «tubs d'escapament», ¿sabe? Con apóstrofe.

– ¿Tubs d'escapament? Suena fenomenal, zeñora Norma. ¿Y con apóstrofe? ¿Y ezo qué es…?

– Pero no estoy segura. Debo hacer una consulta. ¿Por qué no llama usted a Aserluz?

– Es muy urgente. Esos hijos de puta de nacionalistas de la Crida y del Moviment Terra Lliure son capaces de prenderle fuego a mi establecimiento, los cabrones…

– Perdone, pero no hace falta insultar a nadie ni descalificar a nadie, ¿me entiende? Esto es un servicio público y le ruego que no levante la voz. Usted qué se ha creído. Le digo que tengo que consultarlo, así que vuelva usted a llamar pasado mañana o el lunes. Buenas tardes.

– ¡Espere, no me deje! Por favor, sólo un minuto…

– Llame el lunes y tendrá la información que desea.

– ¡Por el amor de Dios, espere, se lo ruego…! Una cosa más… Quería pedirle que me perdone uzté si la he ofendío, no era m'intención. Pero es que esos desalmados de la Crida me la tienen jurada, zeñora, me quieren acojonar. Yo sólo soy un pobre murciano, un charnego ignorante que l'estoy mu agradecío a los catalanes por haberme dao l'oportunidá de trabajo y de ser digno de vivir en esta Cataluña tan rica y plena…

– Sí, sí, bueno, tengo que colgar. Adiós.

– … que por na del mundo ofendería yo a una zeñora tan simpática y tan amable y tan amiga de los pobres charnegos ignorantes y paletos como un zervió…

– Adéu, vaja. Llame el lunes. Adéu.

– …

12

– Grrrrrrr…

Marés se encuentra vomitando en un rincón de la plataforma posterior del autobús SJ que le lleva a Sant Just desde la plaza Universitat. Ha bebido mucho vino durante toda la tarde. Ha cenado lentejas y tortilla de ajos tiernos en una tasca de la calle Hospital y ha pillado por los pelos el último autobús que sale a las 22.15. Sólo van él y otro pasajero, de pie en la plataforma trasera. Aribau arriba, el autobús gira en Còrsega, luego gira en Casanova y vuelve a girar en Travessera de Gràcia. En todos esos giros y en los siguientes, Marés siente los zarpazos de la náusea y se le extravía el pensamiento, pero reacciona vigorosamente y con la mano temblorosa del recuerdo acaricia la hermosa espalda de Norma sentada al borde de la cama… Después volvió a vomitar.

– Grrrrr…

– ¡Muy bonito, hombre! -dijo el otro pasajero, un señor alto y magro-. Lo que faltaba.

– Disculpe.

– ¿Le parece bonito? -insistió el hombre.

– Me siento mal.

– Haberlo pensado antes.

– ¿El qué?

El pasajero tardó un poco en responder.

– Yo ya me entiendo -dijo por fin, implacable-. Si uno se siente mal y además está borracho, lo mejor es no subir al autobús.

Marés le dio la espalda y vomitó contra el cristal. Viajó por la avinguda de Pedralbes mirando la noche a través del vómito: luces y lentejas resbalando sobre el cristal. Parece mentira -gruñó el pasajero-, deberían hacerle limpiar eso. Tiene usted razón, señor. Se dejó resbalar él también en su rincón y se instaló sobre sus vómitos. Ya no puedo caer más bajo, se dijo. El pasajero le observaba con una mezcla de conmiseración y de asco, limpiándose los labios con un pañuelo, como si hubiese arrojado él y no Marés.

– Marrano.

– Por dentro estoy limpio, señor. Palabra.

– ¡Hum!

– Soy un charnego en fase de reconversión. Palabra.

Carretera de Esplugues, última parada delante del edificio Walden 7. Ya estoy en casa, perdone usted las molestias. Marés salta del autobús con el acordeón a la espalda y los bolsillos repletos de monedas. Llegando al portal, las redes sobre su cabeza paran las losetas y otros objetos a menudo no identificables que caen desde lo alto. A saber lo que arrojan por las ventanas a estas horas de la noche. Vecinos desesperados. En las redes hay botellas de cava, recipientes de plástico, medias y calcetines, condones y pájaros muertos. El viento silba en los húmedos vestíbulos y en los oscuros pasadizos del maldito edificio, un laberinto de corrientes de aire ideal para pillar pulmonías. Hay que sortear los charcos de agua. El buzón rebosaba de propaganda y Marés la tiró al suelo, quedándose con un folleto al que iba pegada una sopa de sobre. También se quedó un impreso para una encuesta sobre diversas formas de consumo de las sardinas en aceite con el ruego de ser rellenado y remitido con opción a premio. El ascensor le llevó lentamente hasta la planta 12, Galería del Éxtasis, y al empujar la puerta golpeó a alguien parado en el rellano.

– ¡Podría tener más cuidado, usted! -Su vecina la señora Griselda, gorda, viuda y emperifollada, parpadeó furiosamente llevándose el dedo índice al ojo derecho, enrojecido-. ¡Mi lentilla, ay mi lentilla!

La viuda se arrojó al suelo con sus pieles de conejo que olían a rayos y, arrodillada, empezó a buscar la lentilla perdida, el enorme trasero en lo alto bloqueando la salida del ascensor. ¡Ay mi lentilla! Se le veía la combinación, se le torcía la peluca rubia, se le enganchó una pestaña postiza en el pantalón de Marés, se le cayó un paquete de compresas y la revista Tele-Guía, y siguió protestando y arrastrándose por el suelo en busca de su lentilla.

– ¡Cuánto lo siento, señora Griselda!

– ¡Otra vez borracho! ¿No le da vergüenza? ¡Quite de ahí, cochino! ¡Usted y su asqueroso acordeón de taberna! -le fulminó desde el suelo con su mirada estrábica-. ¡Ay Dios mío, si no encuentro mi lentilla estoy perdida…! ¿Qué espera usted? ¡Búsquela, debe estar por aquí!

Marés ni siquiera hizo el gesto de inclinarse a mirar. ¡No pienso ayudarte en absoluto, maldita cotorra! La lentilla seguía sin aparecer y la viuda de rodillas, congestionada y chillando. Tenía un ojo glauco inyectado en sangre y el otro risueño y verde, irradiando serenidad. Finalmente, sin dejar de piafar y lamentarse, desplazó su trasero enhiesto, permitiendo a Marés salir tambaleándose del ascensor y dirigirse hacia la puerta de su apartamento esgrimiendo la llave.

– Buenas noches, señora Griselda. Le deseo que encuentre su lentilla.

Ella soltaba espumarajos por la boca.

Marés entró en su apartamento, encendió las luces, dejó el acordeón en la sala de estar y depositó la recaudación del día en la gran pecera repleta de monedas. Decidió que mañana sin falta iría a ingresarlo en la Caixa. Se quitó la ropa de faena y se duchó, se enfundó el batín y se dispuso a servirse un whisky muy cargado. Mientras empuñaba la botella, se quedó parado y enarcó las cejas pintadas.

– ¿Por qué no te conformas con una tónica, Marés? Vas un poco cargado -se dijo a sí mismo-. Buena idea -se contestó-. Con mucho hielo-. Así me gusta, que seas prudente.

Luego enchufó la televisión, pero no se dignó mirarla. Entró en el dormitorio en busca de un pañuelo limpio y se vio a sí mismo entrando en el dormitorio en busca de un pañuelo limpio y de su vieja desdicha: su imagen reflejada en la luna del armario seguía siendo un calco de aquella otra imagen deplorable que le salió al paso diez años atrás.

– Hola, cornudo -se dijo-. Pasa, no te quedes ahí.

Entró apartando rápidamente la mirada del espejo, buscando cualquier otra cosa, y vio la peluca sobre la mesilla de noche. Se la había comprado hacía más de un año y sólo la había usado una vez, vergonzantemente. Dinero tirado. Era un postizo negro y rizado que se sujetaba a su propio y escaso pelo mediante cuatro clips. Algunas noches, estando en casa, solía ponérselo para ver si se acostumbraba, pero lo único que conseguía con ello era acentuar su inclinación a dialogar solo en voz alta. Además, con el postizo rizado en la cabeza, no se reconocía en los espejos. También guardaba un parche negro de terciopelo, para el ojo izquierdo, que había usado durante sus primeros tiempos de músico callejero para que no le reconocieran.

Volvió a la cocina, abrió la nevera y escogió una lata de espárragos. Abrió la lata, dispuso los espárragos en un plato rociándolos con vinagre y regresó a la sala de estar. Pero antes de sentarse a comer, fue al cuarto de baño a recoger la ropa de faena, y estaba en eso cuando, al colgar el viejo pantalón de franela, vio brillar algo dentro del dobladillo. Lo cogió. Era la lentilla de la señora Griselda.

Frente al espejo del lavabo, Marés observó la lentilla verde detenidamente. Le pareció la cosa más frágil e insignificante que había visto nunca, incapaz de transformar la visión del mundo y ni siquiera colorearla.

– ¡Aja! Esta lentilla no está graduada -dijo después de mirar a través de ella-. La señora Griselda lleva lentillas verdes por coquetería, por el capricho de cambiarse el color de los ojos. ¡Aja!

Probó a ponerse la lentilla verde en el ojo derecho, con algún esfuerzo, y se miró de nuevo en el espejo.

– Fabulozo -dijo ceceando suavemente como Faneca-. Colozal. Un ojo verde y un ojo marrón.

Escocía, pero el sereno fulgor verde le maravilló. Se acercó más y escrutó la pupila esmeralda en el espejo cerrando un instante el otro ojo sin lentilla.

– Podrías taparte el otro ojo con el parche negro y no te conocería ni Dios… Oye, ¿y si fuéramos a gastarle una pequeña broma a la gorda Griselda? -se preguntó, y esperó la respuesta en el espejo, súbitamente excitado-: Fabulozo, compañero… Pero ¿no estás un poco borracho para andar por ahí timándote con una pobre viuda?… Después de reírnos un poco con ella le devolvemos la lentilla, ¿vale?… Digo.

Se puso la peluca rizada, el parche negro en el ojo y ajustó la lentilla en el otro, y además echó mano de un truco que recordaba haber visto hacer a los caricatos amigos de su madre cuando él era un niño: rellenos de algodón en la nariz y en la boca. Con el lápiz negro se pintó las cejas muy finas y altas, con lo que su expresión de suficiencia socarrona se acentuó. El parche en el ojo gravitaba en una cara ahora muy alargada cuya novedad era un rictus de inteligencia. Escogió el anticuado traje marrón a rayas, de americana cruzada, una camisa de seda rosa -la que llevaba el día que Norma lo abandonó, y que no había vuelto a ponerse-y una corbata granate. Se irguió de perfil frente al espejo del armario y cruzó la mirada con un tipo esquinado y vagamente peligroso, más alto y delgado que él, y con más autoridad. Cogió un bolígrafo y una carpeta, metió dentro algunos papeles en blanco y el folleto de la encuesta que había sacado del buzón, y salió del apartamento cerrando la puerta.

13

Abrió la misma viuda, envuelta en una bata amarilla y negra y comiendo un yogur desnatado. Marés ladeó la cara para ser admirado de perfil y su ojo verde y pinturero inició un parpadeo lúbrico y taimado. Habló impostando la voz:

– Buenas -una voz gangosa, ligeramente acharnegada-. Disculpe uzté las molestias, zeñora. ¿Sería tan amable y tan simpática de contestar algunas preguntas para una encuesta pública?

– ¿Una encuesta? ¿Yo?

– Ha sido uzté escogía entre miles de perzonas.

– ¡Ay pobre de mí!… ¿Y para qué es?

– E una encuesta por encargo de la Xeneralitá.

La señora Griselda sonreía halagada.

– ¿De la Generalitat? Pero ¿a estas horas de la noche?

– Me s'ha hecho un poco tarde. -Abrió la carpeta con folletos y papeles-. E un momentito.

– ¡Ay! ¿Y qué me va usted a preguntar?

– Mismamente ahora se lo digo. E zolamente una pregunta, yo m'apunto su respuesta y ya está. Va zalí en la televizión. -Esgrimió el bolígrafo, dispuesto a tomar nota-. Pero antes dígame cómo se llama uzté, haga er favo.

– Griselda Ramos Gil -dijo ella, relamiendo la cucharilla con restos de yogur-. ¿Dice que saldré en la tele?

– ¿Edad?

– Treinta y siete años…

Mientras tomaba nota, Marés se paseaba de un lado a otro exhibiendo el soberbio perfil y una improvisada manera de andar, de movimientos retardados y muelles, llamando así la atención de su vecina, probando la eficacia del disfraz. Ella seguía apoyada en el quicio de la puerta, golpeándose coquetamente los labios gruesos y rosados con la cucharilla. Marés captó con el rabillo del ojo un parpadeo soñador, cierta curiosidad sensual en los ojos de la viuda, atraídos sobre todo por el parche negro y la pupila verde. Pero nada parecía indicar que fuera a reconocerle.

– ¿Estao civil?

– Viuda.

El encuestador le dedicó una sonrisa seductora:

– ¿Y sin compromizo, mecachis la mar?

La señora Griselda soltó una risita.

– Eso no le importa, pillín. ¡Vaya, vaya!

– Una mujé como uzté no pué estar sola. Digo.

– Nadie debería estar solo, ¿verdad, usted?

– Digo.

– Ay, me da no sé qué verle escribir aquí de pie. ¿Quiere pasar? Estará mejor sentado en la mesa del comedor.

– No, gracias, termino en seguida. A ver, dígame…

Buscó en la carpeta el impreso con la encuesta de las sardinas en aceite y repasó las preguntas, pero ninguna le gustó. Entonces recordó que la señora Griselda era muy catalanufa.

– Ésta es la pregunta, zeñora -añadió Marés-. ¿Apoyaría uzté una iniciativa del Parlament cátala que estudiara urgentemente la forma de que el tenor Josep Carreras no sea considerado en el extranjero como una gloria de España, sino como un catalán universal?

La señora Griselda ni pestañeó.

– Piénselo bien antes de contestar -sugirió el falso encuestador ajustándose el parche sobre el ojo.

– No necesito pensarlo. Mi respuesta es sí. Y más aún. Lo que deberían hacer el Carreras y la Caballé es cantar ópera en catalán. ¿No doblan las películas al catalán? Pues que doblen también las óperas. ¿No le parece que sería muy bonito?

– Yo no sé, zeñora, yo zolamente soy un mandao. -Cerró la carpeta y dirigió a la viuda una sonrisa ladeada y cautivadora-. Pues musha grasia, no la molesto más.

– ¿Ya está? Si no es molestia. Pregunte más, pregunte.

– Agradesío, y hasta otra. Beso su mano, zeñora.

Cogió la mano gordezuela que sujetaba la cucharilla pringosa de yogur y la besó, inclinándose ceremonioso y gentil. Ella le restregó un poco el dorso de la mano por los morros, demorándose en retirarla. Sus ojos bovinos y enrojecidos impresionaron a Marés, pues había en ellos un requerimiento falaz, un brillo decididamente sensual.

– ¡Ay qué cara de cansado tiene usted! -dijo la viuda-. ¿Por qué no pasa y se sienta un rato? Pase, buen hombre, y tome algo… Su trabajo es muy pesado. Ir de piso en piso, preguntando esas cosas. La gente hoy no tiene cultura, todo le da igual. Pase, haga el favor, estoy sola…

Marés ya había descubierto que la broma resultaba menos graciosa de lo que él había pensado, pero persistía la emoción del riesgo y, además, se sentía inesperadamente cómodo en la piel del desconocido. Balbuceando las gracias, siguió a la señora Griselda al interior del piso, confiando plenamente en su disfraz y observando el trasero que se movía impetuoso. La bata estaba descolorida y se adhería a las nalgas oscilantes. Observó que era un trasero gordo, pero bonito, juvenil y vagamente enternecedor.

Se encontró en un pequeño y agobiante comedor atestado de muebles descomunales y relucientes y de cerámica popular, y se sentó relajado y feliz en un sofá forrado de cretona. Todo estaba, de pronto, envuelto en una agradable atmósfera de veinticinco o treinta años atrás, y Marés pensó en su madre y en sus efusivos amigos de la farándula batiéndose cada sábado por la noche contra la desdicha y el infortunio… La viuda le ofreció café y coñac, encendió un cigarrillo con mucho estilo y le habló de su vida solitaria. Era taquillera en un cine de barrio que pronto iban a derribar, y tenía una hija de veinte años casada en Zaragoza con un carnicero, y le gustaba el bingo y jugar a la bonoloto. Después le preguntó a Marés cómo se llamaba y él meditó la respuesta un par de segundos.

– Faneca -dijo-Juan Faneca, para zervirla, doña Griselda.

– ¡Oh, llámeme Grise! Mis amigos me llaman Grise y a mí me gusta, tiene un aire extranjero.

– Digo. Párese sueco.

Se llevó el dedo al parche del ojo para asegurarse de que seguía allí, y ella dijo con una sonrisa triste:

– ¿Perdió el ojo en algún desgraciado accidente?

– Lo perdí en el ruedo.

– ¡No me diga! ¿Fue usted torero?

– Digo.

– Pues el parche le está divinamente. El negro favorece mucho.

– Se agradece el cumplío.

– ¿Sabe lo que me gustaría?

– No.

– ¿No se reirá usted de mí si lo expreso así de pronto de esta manera?… Me gustaría que me llevara usted al teatro. ¿Me llevará al teatro alguna vez?

– ¿Al teatro? Bueno, ¿por qué no?

– ¿De veras? ¡Oh, ¿de veras?!

– E uzté muy zaleroza.

No sólo no me ha reconocido -pensó Marés-: le gusto, me encuentra atractivo. Mientras ella llenaba otra vez las copas de coñac y hablaba de cuando iba mucho a los teatros con hombres guapos, él se levantó y paseó, dejándose admirar de perfil. Pero no fue plenamente consciente de su irresistible poder de seducción, de su agitanado y misterioso efluvio sexual, hasta que no vio a la señora Griselda sentarse inesperadamente sobre un cojín en el suelo con los ojos entornados por el humo del cigarrillo y por algún ensueño personal, alada y juvenil y gorda al mismo tiempo, como si se hallara en un party informal liberada al fin de inhibiciones. Estuvieron charlando así un buen rato, él sentado en el sofá y ella en el suelo, y él ya se iba a despedir dando el experimento por concluido con éxito (no me reconocería en toda la noche, se dijo) cuando la viuda se levantó y, tendiéndole la mano, le invitó:

– Venga conmigo.

– ¿Cómo…?

– Quiero enseñarle una cosa.

Lo cogió de la mano, lo llevó al pasillo y abrió la puerta de su dormitorio. Era la mejor habitación de la casa, luminosa y limpia, y estaba decorada para que durmiera en ella no una viuda gorda y romántica, sino una niña. El empapelado de las paredes mostraba dibujos de elefantitos rosados, jirafas y cebras. Sobre la amplia cama, que lucía una colcha azul celeste, había un gigantesco oso blanco de peluche. El aire olía a agua de rosas y todo parecía sencillo y confortable.

Marés sintió un repentino jolgorio en las ingles. La señora Griselda se adelantó hasta la cabecera de la cama y apagó el cigarrillo en un cenicero de la mesilla de noche. Luego cogió el gran oso de peluche y lo estrechó cariñosamente entre sus rollizos brazos sonrosados. De espaldas a Marés, dijo:

– ¿Le gusta mi osito?

– Digo. Párese de verdá.

Ella guardó silencio. Irguió la espalda y encabritó las nalgas, que se marcaron otra vez impetuosas bajo la tela amarilla de la bata. Entonces giró la cabeza por encima del hombro y su mirada estrábica languideció:

– ¿Qué pensará usted de mí, después de enseñarle mi alcoba? -Y cerró los ojos muy despacio.

De repente, por alguna extraña razón, Marés fue consciente de lo miserable e irreal que se había vuelto su vida. De la desesperación y la soledad que se agazapaban detrás de su mascarada y detrás del osito blanco. Pero, incapaz de controlar su excitación, vencido por una mezcla de compasión y revanchismo y por una especie de tontería sentimental que le crecía en el pecho, avanzó hacia la espalda de la viuda. Nunca le había gustado aquella mujer, y sin embargo se sentía atraído hacia ella por una fuerza extraña. Presentía confusamente que su papel era usurpado, que el que avanzaba hacia la señora Griselda era otro. Llegó hasta ella y, cogiéndola firmemente por las caderas, encajó sus ingles en las nalgas respingonas y duras. Al mismo tiempo, mordisqueó la nuca dulce y floja, como de algodón. La señora Griselda dejó escapar un suspiro y mordió una oreja del osito blanco, abrazándolo con más fuerza. Marés la tumbó sobre la cama juntamente con el oso y rodaron los tres sobre la colcha celeste, en la que, ahora, él observó manchas de vino. Y entonces se abandonó feliz y confiado a esa apariencia, a esa ficción murciana y apasionada que estaba representando con peluca rizada y parche negro en el ojo, a ese personaje de trapo con rellenos de algodón y tan artificioso como el oso de peluche, aunque por sus venas, al menos en este momento, corriera fuego de verdad…

En el instante de máximo placer se vio reflejado en la mirada de vidrio del oso. Detrás del sabor a yogur, en la boca sedosa de la señora Griselda anidaba un picajoso sabor a nicotina.

14

tuvo que meterse en el ascensor para simular que se iba a la calle, pues la viuda se le quedó mirando desde la puerta entornada del piso, mostrándole todavía medio muslo por la bata abierta y diciéndole adiós con la gorda manita, y luego volvió a subir a la planta 12 en el mismo ascensor y se escabulló hasta su casa. Sintió renacer una ansiedad que no controlaba. Sentado frente al espejo, se despojó lentamente de un disfraz al que ya se habían adherido secretamente otros afanes y sudores, y en seguida apareció la jeta yerta y desdichada de Marés atisbándole detrás de la nube ciega.

– Eres un imbécil. Pobre mujer -dijo-. Qué. No hacemos mal a nadie -gruñó quitándose el parche del ojo-. A mí no me incluyas, charnego de mierda, has sido tú. -Y tiene una piel muy fina y un gran corazón…

Le dolían todos los huesos y se acostó en seguida. Persistía la mirada de vidrio del oso de peluche cuando empezó a dormirse. Primero se introdujo en el sueño un furioso olor a brillantina y poco después le vio sentado al borde de la cama con las piernas cruzadas y el sombrero sobre una rodilla. Marés se incorporó sobre los codos. No encendió la luz de la mesilla puesto que le veía perfectamente. El atildado charnego palmeó amistosamente las manos de Marés cruzadas sobre el sexo por encima de la colcha y dijo:

– ¡Qué! ¿Te decides de una vez?

– Es un disparate.

– Hemos probado con tu vecina y ha salido bien. Mejor de lo que esperabas.

– Mi vecina está medio cegata y es una pobre solitaria.

– Todos somos unos pobres solitarios. Tu Norma también.

– Te digo que no va a funcionar. Ni siquiera como broma.

– Ya. Te conformas con oír su voz por teléfono.

– Yo no me conformo con nada. Mi mal no tiene cura.

– ¡Vamos, hombre, ánimo! Ella está esperando a un hombre como yo. -Y sonrió a la nada o al futuro, como si le hicieran una foto-. Mírame y convéncete.

Marés le miró con curiosidad. Faneca lucía el parche en el ojo y litros de brillantina en el pelo, y se había embutido otra vez su traje marrón a rayas, con la americana cruzada muy ajustada. Le sentaba bien. Abajo, en la calle, se oyó un golpe seco, como de un plato estrellándose.

– ¿Qué ha sido eso? -dijo Faneca.

– Losetas que se desprenden de la fachada.

Este edificio se cae a pedazos, como mi vida. Pero no importa, porque estoy teniendo un sueño, y las losetas que se caen en los sueños no hacen daño a nadie…

– Despierta ya, malaje.

– Nunca sueño que me despierto.

– Ahora tu vida cambiará -susurró Faneca en la sombra-. Déjalo de mi cuenta.

– Vete -dijo Marés-. Me viene otro sueño.

Notó que se hundía en el vacío y se desquiciaba y al mismo tiempo no podía dejar de pensar en Faneca y de verle. Faneca era exactamente el tipo que necesitaba: embustero y camaleónico, atrevido y rufianesco. El compañero loco que hace lo que tú no te atreves, el amigo que se la juega por ti.

Por su parte, Faneca se mantuvo al margen de esta depresión de Marés y observó con curiosidad e impotencia su desquiciamiento. Ahora, Marés, yo salgo de tu sueño y entro en el mío, le dijo. Y con esta reconfortante idea, uno y otro acabaron de hundirse en un sueño más profundo y vertiginoso.

15

Pronto llegaron las noches de carnaval y la inquietud de Marés aumentó. Terminaba su jornada laboral y no se iba a casa, se metía en algún bar del Raval con el acordeón colgado al hombro, pedía un bocata y un vaso de vino y sufría ataques de melancolía y de llanto.

Entraba en los lavabos para mirarse en los espejos: en una ciudad esquizofrénica, de duplicidades diversas, pensaba, lo que el ciudadano indefenso debe hacer es mirarse en el espejo con frecuencia para evitar sorpresas desagradables… Alguien, no sabía quién, le seguía a todas partes.

La noche del martes, Marés y Serafín, el chepa, estaban en un bar de las Ramblas bebiendo vino blanco en la barra. Fuera hacía frío, pero no mucho. Serafín iba disfrazado de limpiabotas ramblero y sostenía firmemente con la mano derecha una auténtica caja de betún. Llevaba en el ojo izquierdo el parche negro que le había prestado Marés y una peluca azabache bastante asombrosa, abundante y rizada, además de patillas y bigote postizo. Parece un niño disfrazado de viejo, pensó Marés.

Olga entró en el bar, besó a Serafín en la mejilla y le dijo:

– Primo, solete, qué disfraz más bonito.

– ¿Te gusta, Olguita?

– Chachi, de verdad.

Le corrigió el bigote y volvió a besarle. Ella no iba disfrazada. Llevaba un chaquetón de pieles sobadas que olía suavemente a caramelo y una falda verde abierta en el costado. Cinco minutos antes estaba en la acera del restaurante Amaya discutiendo el precio de un polvo con un cliente. Era una muchacha bajita y culona con perfil de gato. Se sentó a la barra, pero no quiso beber nada. El plan para esta noche era tomar unas tapas y unos vinos por ahí y después llevar a su primo Serafín a la fiesta de disfraces que daba su amiga Rosario.

– Te prometí que lo pasaríamos en grande y vas a ver -dijo Olga palmeando la chepa de Serafín-. Te acordarás de esta noche y de la prima Olga.

Pero no parecía muy entusiasmada con la idea. A Marés lo miró con recelo un par de veces. Le preguntó si también iba a la fiesta de Rosario y, al decirle Marés que no, se tranquilizó. Entonces miró al chepa de arriba abajo con una mirada rápida y furtiva que entristeció a Marés. Luego, de pronto, exclamó mierda, dónde tengo la cabeza, y se golpeó la frente con la mano. Dijo que se había olvidado de devolverle a una compañera unos dineros que necesitaba de urgencia. Prometió volver en diez minutos. Besó a su primo en las patillas postizas, brincó del taburete y se fue.

16

Con la caja de betún en la mano, Serafín salió a escupir a la noche y de pasó miró si venía Olga. En el fondo de su alma sabía que no volvería. Si en toda su vida ninguna mujer se había portado bien con él, ¿por qué había de ser distinto esta noche con la puta de su prima? Ahora subía desde el puerto una música de fanfarria. El jorobado tenía pupas en las comisuras de la boca y se las lamía todo el rato. Normalmente, su cara de niño estaba llena de jolgorio, pero ahora sufría. Durante el día vendía lotería y tabaco por la zona que va del teatro Liceo a Colón. Ramblas arriba desfilaban carrozas alegóricas, fantasmales máscaras de cartón piedra y zancudos que tocaban el violín. Serafín levantó el parche del ojo con el dedo pulgar y miró el bullicio en el Pla de la Boqueria y la riada de gente adentrándose en la calle Sant Pau. «Ésta no vuelve», musitó con la voz carrasposa.

Desde que Olga se fue, media hora antes, no había soltado la caja de betún. Pasó del vino blanco a la barreja y ya se había bebido tres vasos. El cuarto lo derramó sobre la camisa sin querer y cojeaba un poco y tenía la joroba encaramada a su hombro izquierdo. Conforme pasaba el tiempo y Olga no aparecía, su cuerpo maltrecho se iba torciendo hacia la derecha. Volvió a entrar en el bar y dijo:

– No viene, Marés.

– Tranquilo. La habrán entretenido.

– Y un huevo. Ya me extrañaba a mí tanta chamba…

Dejó la caja de betún en el suelo, junto a la barra, restregó con la punta de la lengua las comisuras de la boca y miró a su amigo con aire de desamparo. Los dos sabían que la puta no volvería.

– Será mejor que me vaya a dormir -dijo Serafín.

Era tan grande su ilusión por salir esta noche con su prima, disfrazado de limpia ramblero, que a las diez de la mañana Marés ya le había visto deambular por el Raval con su disfraz completo, incluida la caja de betún; llevaba bajo el brazo una barra de pan, y Marés, que salía de un bar después de tomarse un café y una pasta, le vio pasar fascinado y no le dijo nada. Por una extraña alquimia de las apariencias, el disfraz hacía al jorobado más alto y apenas se le notaba la chepa ni cojeaba. Era otra persona, y Marés sintió de pronto la imperiosa necesidad de seguirle sin que se diera cuenta. No acertó a explicarse el porqué de su comportamiento; una cierta nostalgia de aquella emoción infantil de ir disfrazado por la calle, tal vez, algo que sin embargo no tenía nada que ver con los carnavales: cuando Marés era niño no se celebraba el carnaval, estaba prohibido. No sabía lo que era. Sentía un extraño deseo de ir tras él y preservarle de algún mal, quería vigilar sus andares, asistirle: como si el disfraz le otorgara por fin una identidad, Serafín caminaba de prisa y braceando, balanceando alegremente la caja de betún cogida del asa. Iba tan decidido que parecía querer dejar atrás su chepa y su torcida existencia. «¡Limpia! ¡Limpia!», gritaba. Entró en una charcutería y pidió unas lonchas de jamón, se hizo un bocadillo con la mitad de la barra y se lo comió por la calle. Marés lo siguió por las callejas del Raval, atisbándole, fascinado, sintiéndose como un autómata arrastrado por un espectro.

Ahora Serafín rindió la cabeza sobre el pecho.

– No volverá -dijo-. Me voy a dormir.

– Tómate otro vino. Es temprano -dijo Marés-. Oye, es muy bueno tu disfraz.

– La caja de betún es de verdad. -Animándose un poco, abrió la caja para que Marés viera los cepillos, los botes de crema y la gamuza-. Me lo ha prestado Jesús, que ahora trabaja en un taller de posticería. También me ha prestado la peluca y las patillas.

– Estupendo.

– Todo ha sido idea mía. -Serafín terminó su barreja de un trago, retocó su peluca de abisinio y añadió-: En Cádiz ella tenía un novio que era limpiabotas. Un hombre que se portó con ella de putamadre. El único que la quiso de verdad. Era muy alto y llevaba un parche en el ojo, como éste. ¿Comprendes? Olga siempre se está enrollando con el recuerdo de ese hombre, y pensé que le gustaría…

– Comprendo, hermano -dijo Marés-. Tienes menos cerebro que un mosquito.

Fugazmente imaginó al hombre de Cádiz, vio su ojo sano e inmisericorde posado en la chepa de Serafín. Mientras, el falso limpiabotas se miraba en el espejo del bar con ojos de conmiseración y meneando la cabeza.

– Tienes razón, joder -dijo-. No ha sido una buena idea.

– Que sí, hombre. Estás muy propio con el parche en el ojo.

– Siempre seré un mamarracho. Siempre.

Marés llamó al barman.

– Otra barreja para el amigo y otro vino para mí. Rápido.

– Yo me voy -insistió Serafín-. Olga no volverá, no me llevará a la fiesta ni vendrá a dormir a la pensión. Se acabó.

– Creo que tu disfraz le ha gustado mucho. De veras. Si ahora te da plantón, no será por eso. Además, es temprano para ir a cenar.

– Ésta ya no vuelve, seguro. ¡Maldita sea mi suerte!

Intentó arrancarse las patillas y el parche y Marés se lo impidió:

– No hagas eso. Te queda muy bien. -Y con su voz de ventrílocuo, imitando a no sabía quién y sin saber muy bien por qué, añadió-: Esta noche eres otro y debes aprovecharlo, amigo.

Serafín lo miró asombrado.

– Tendrías que hablar siempre con esa voz. Es muy romántica y seguro que a las tías les hace tilín…

El bar se estaba llenando de humo y de ruidos y empezaba a llegar gente con caretas, capuchas y antifaces. Iban por la sexta ronda de la segunda tanda y Serafín se tambaleó. Marés dijo:

– Esta noche eres otra persona, no lo olvides y lo pasarás bien.

– ¿Qué quieres decir?

– Olvídate de la furcia Olga y de su primo, ese chepa del carajo. ¿Me comprendes?

– No. Maldita sea, me voy.

– No te hagas mala sangre, no seas tonto. Conozco a una mujer rica y distinguida que se volvería loca por ti y por tus cepillos y betunes…

– ¿Sí? ¿Quién?

– Oye una cosa. ¿Sabías que yo fui limpiabotas?

– ¿Y si me presentara a la fiesta de Rosario así por las buenas?

– Te decía que yo de chaval fui limpiabotas. Sólo un verano, en el cuarenta y tres, en la plaza Lesseps.

– No te creo. Nunca has querido contarme la verdad… ¿Tú quién eres en realidad, Marés? ¿De dónde sales, con tu acordeón y tu cara de seda? ¿Es verdad que vives en Sant Just Desvern como un señor, en un pisito de lujo que pertenece a tu ex mujer?

– Vivo en un sueño que se cae a pedazos.

– Cuxot me dijo que tu ex es riquísima y que vive en una torre fantástica del Guinardó…

Marés se descolgó del taburete. «Cuxot el bocazas. Le tengo dicho que no hable de eso.»

– Te acompaño a casa, Serafín.

– La de tumbos que da la vida, ¿verdad, Marés?

– Te acompaño.

– Es el destino de la vida.

– No te aflijas, coño, no pasa nada.

– Es la mala suerte de cada uno. Estás en el bombo, te toca y te ha tocado. Y ya está.

– He dicho que te llevo a casa. Vamos.

17

En la acera sortearon un vómito azul. No es nuestro, dijo Serafín. Se deslizaban por las angostas callejas como sombras, evitando la algarabía de máscaras e imposturas. ¿Y ese favor que me ibas a pedir, Marés? Me lo pienso, chepa, ya que ahora mismo ignoro qué favor quería pedirte…» Marés piensa también en las casi dos horas que lleva esta noche a su lado. Bebiendo con él. Aguantándole. ¿Por lástima, por la putada que le ha hecho su prima? No exactamente… Ese humilde y a la vez tenebroso disfraz de limpiabotas… Serafín camina como un mono, la caja de betún balanceándose en su mano, y Marés le sigue de cerca por la estrecha acera, atisbándole como esta mañana, estudiando sus abruptos movimientos de simio, espiando esa otra identidad. Pasa entre sus piernas un gato escuálido y lento, una jeringuilla cruje bajo su zapato, una joven pareja de yonkies espera su trocito de cielo sentada en el bordillo. Sus pupilas insomnes y dilatadas escrutan la noche enmascarada.

Serafín vivía en una fonducha detrás de la plaza Real, en un cuarto sucio y mal ventilado. Clavados en la pared había docenas de cromos y fotos de la soberbia águila real. Nada más entrar, Serafín suelta la caja de betún, enciende una lamparita clavada en la pared y se echa en el sofá-cama gruñendo como un perro. No tiene ganas de hablar. Extiende el brazo, conecta el televisor portátil y aparecen caballos encabritados en una plaza abarrotada de gente. El televisor y el frigorífico están encarados y se miran cada uno desde su rincón, coronados de cascos de cerveza. Marés sale a mear en el retrete del pasillo. Serafín dice algo del Tío Pepe en la nevera, que guardaba para Olga. Cuando vuelve Marés se ha dormido con el rizado pelucón torcido en su cabeza, el parche en la frente y una patilla en los morros. Parece no solamente borracho; parece que lo hayan zurrado. Sobre su alborotada máscara flota la querencia espectral del recio amante de Cádiz, el hombre que él hubiese querido ser por una noche. ¿Qué estoy haciendo aquí, velando los sueños enfermizos de un jorobado solitario y amargado?, se dijo Marés, y pensó en la señora Griselda y en sus apremiantes besos con sabor a yogur.

Le tocó suavemente el hombro y susurró:

– Oye, ¿me prestas tu disfraz? -con una voz que no pretendía ser oída-. Vamos a darle un susto a esa cabrona. Sé dónde encontrarla, estará con su chulo.

– Bah. Para qué -balbuceó Serafín.

– Se lo tiene merecido, por dejarte tirado. Tú déjame hacer a mí.

El jorobado no se movió. Marés le quitó el parche y la peluca y luego le arrancó, con sumo cuidado, el bigote y las patillas. También le quitó el chaleco y la camisa negra, que puso sobre la caja de betún. Las dos prendas olían intensamente a barreja. Por el ventanuco sobre la calle del Vidre llegaba el jolgorio de la plaza Real. Marés observó las rizadas patillas en su mano. Su contacto rasposo le recordó la pelvis impetuosa y electrizante de Norma, y sintió un nudo en la garganta y de nuevo aquella maldita pena de sí mismo. Se colocó los postizos con sumo cuidado y, aunque no había espejo, se miró en la pared como si lo hubiera, de frente y de perfil. El bigote y las patillas se adherían a la piel nada más tocarla, como si la desearan. La peluca me acabará de freír los sesos, pensó con extraña lucidez. Se quitó la vieja gabardina y el jersey y se puso la camisa negra y el chaleco. Entonces sintió las arcadas y se sentó al borde del camastro. Después de vomitar, su rostro se transfiguró: labios demasiado encendidos y una desolación perruna en la mirada, inane, sin luz, sin reproches ni lástima de sí mismo.

Abrió la nevera y bebió un trago de Tío Pepe helado. Se sintió otro hombre. Se agachó despacio, tanteando el vacío a su alrededor, y, sin dejar de mirarse en la pared, empuñó el asa de la caja de betún que le aguardaba en la sombra. «¡Limpia! ¡Limpia!», anunció emboscado en el espejo imaginario con la ronca voz de Serafín.

18

Caminando torcido, con la caja de betún en la mano y vestido con las ropas del jorobado perfumadas por la barreja, Marés se dirigió a la plaza Real y entró en una cervecería.

– ¡Limpia! ¡Limpia! -dijo en atención al disfraz.

El local estaba muy concurrido, había caretas y capuchas, mucho humo y gritos y tufos de frituras. Tal como había supuesto, Olga estaba con un mozalbete espigado y rubio en una mesa del fondo. La reconoció a pesar del antifaz plateado. Marés se abrió paso con los codos, la espalda arqueada, recitando con la voz rota de Serafín: «¡Limpia! ¡Limpia!»

La imitación de la voz debía de ser buena, porque antes de alcanzar a verle, ella levantó la cabeza alertada y le buscó con los ojos entre la concurrencia. Marés se plantó delante de la pareja, acentuó su joroba y miró a Olga. Ella puso cara compungida y empezó a decir:

– Déjame que te explique…

Marés cogió de encima de la mesa un vaso rebosante de Pipermint y, lentamente, derramó el verde líquido sobre la cabeza de la muchacha.

– Esto por burlarte de mí, prima -dijo con la voz bondadosa y quebrada del jorobado-. Por dejarme tirado con mi bonito disfraz, niña, por no cumplir tu promesa. Mala puta. Ojalá se te pudra el clítoris.

Olga empezó a chillar y su chulo se levantó de la silla dispuesto a pegarse con él. Pero el joven rubiales no tenía ni media hostia y toda la furia se le iba en aspavientos. Marés amenazó con estrellar la caja de betún en su cabeza y entonces fueron separados por algunos clientes. Empapada de Pipermint, Olga se puso a llorar y el falso limpiabotas aprovechó la confusión para escabullirse a la calle.

Poco después, deambulando por las Ramblas, se sentía un poco alelado y se dejó llevar un trecho por el vaivén de la gente y la fanfarria del carnaval. Estaba frente al Liceo. Tenía dos opciones: volver al cuartucho de Serafín y recuperar la pálida jeta de Marés y su melancolía, o cruzar las Ramblas y tomarse unos vinos en el Café de la Ópera. Decidió lo segundo, y fue una decisión que había de cambiar el rumbo de su vida.

19

Encorvado y renqueante, con su parche en el ojo y la caja de betún en la mano, Marés cruzó precavidamente el umbral del Café de la Ópera tanteando el suelo con el pie como un ciego que, parado en lo alto de una escalera, teme no encontrar el escalón y precipitarse en el vacío.

– ¡Limpia! ¡Limpia! -se animó oscureciendo la voz, agazapado y falaz, adentrándose en el concurrido local. Había mucho humo, el guirigay de conversaciones se hacía estridente y buena parte de la clientela lucía disfraces. Un agitado mar de cabezas pintarrajeadas, con los adornos más insólitos, se extendía desde la entrada hasta el fondo del Café. Marés se abrió paso hasta el extremo de la barra y pidió una barreja, pero el camarero no le oyó. De pie a su lado había un grupo muy animado bebiendo cava en copas altas. Por lo que Marés pudo oír, esperaban a unos amigos para ir juntos a una fiesta. Debajo de las pieles y abrigos, echados con descuido sobre los hombros, lucían disfraces caros. Junto a las copas, en la barra, habían dejado las caretas y los antifaces. Una de las mujeres iba de puta portuaria, de esas que en las viejas películas francesas se apoyan en una farola con la falda de satín negro abierta en el costado y susurran chéri con la voz venérea y los ojos entornados por el humo del cigarrillo. Llevaba unos pendientes de bisutería barata en forma de media luna, medias negras y zapatos verdes de tacón alto, y Marés observó sobre sus hombros una cazadora de piel idéntica a la que él había regalado a Norma diez años atrás… Observando ahora con más atención, vio no sólo que era la cazadora de Norma, sino que era Norma en persona quien la llevaba.

– ¡Santo cielo! -ahogó en su garganta, y se retorció exagerando la joroba y así de paso observarla mejor. Muy maquillada, con sombras azules sobre los párpados y las cejas muy altas, llevaba sus inevitables y poderosas gafas de gruesos cristales llenos de dioptrías que le daban a sus ojos entrecerrados una fijación maniática, una frialdad obsesiva. Seguía sin ser hermosa, pero conservaba, a sus treinta y ocho años, una espléndida figura y aquel aire de calculado extravío, una voz colorista y una sugestión ligeramente gaudiniana, como de cerámica troceada: un capricho en los rasgos, una ondulación en las formas. Tenía los ojos largos y separados, la nariz recta y los pómulos altos, levemente constelados de pecas. Y, sobre todo, la boca carnosa y pálida, sin sangre, de muñeca. Gingiol

Después, al fijarse en sus acompañantes, Marés también los reconoció: Gerard Tassis y su mujer Georgina vestidos de amigos de Gatsby, y a su lado Mireia Fontán vestida de Lady de Winter. Totón, marido de Mireia, no llevaba disfraz, y Eudald Ribas iba enfundado en un elegante esmoquin. Los amigos predilectos de Norma, pertenecientes a un selecto gremio de sociólogos y asesores de imagen que él detestaba. En su momento los había tratado poco y ahora parecían igual de superfluos y dicharacheros, igual de ricos y divertidos, aunque ya cuarentones.

– ¿Hasta cuándo vamos a estar aquí esperando a ese pelma de Valls Verdú? -dijo Tassis mirando a Norma de reojo.

– Y a los Bagués -añadió ella.

– Los Bagués no es seguro que vengan -dijo Mireia-. Ita lo está pasando fatal últimamente, no está para fiestas.

– ¡Qué prisa tenéis! Aquí se está muy bien -dijo Ribas.

– Ita me da mucha pena -insistió Mireia. -No ha tenido suerte -dijo Georgina.

– ¿Os dais cuenta? -dijo Norma apoyándose de espaldas a la barra. Meneó tristemente la cabeza y sus medias lunas de quincalla tintinearon en sus orejas adorables-. Todas nuestras amigas del colegio han sido desgraciadas en el matrimonio. Isabel, Paulina, Ita…

– Y más que ninguna, Eugenia, que además está enferma y sola -dijo Georgina-. Pobre Eugenia…

El tintineo hizo que Norma oyera mal:

– ¿Leucemia?

– Separada del marido -aclaró Georgina-. Como tú.

– Pero eso no produce cáncer, querida -respondió Norma.

Como siempre que Totón Fontán estaba con ellos, hablaban casi todo el rato en castellano con esa pronunciación gangosa y enfática tan característica de las familias rancias del Eixample. Fugazmente, a través del único ojo útil, Marés observó lo que el tiempo había hecho con ellos. No gran cosa, maldita sea. Después de diez años, mientras él se hundía en el anonimato y en una decadencia física más ignominiosa que la vejez, podía decirse que ellos se mantenían en forma, erguidos y lustrosos. El emboscado Marés merodeaba a su alrededor aguzando el oído y buscando llamar la atención del mozo de la barra, a quien Lady de Winter solicitaba en este momento.

Norma no prestó atención al limpiabotas agitanado que reclamaba su barreja con ronca voz. El mozo le atendió por fin. Norma se miraba los zapatos verdes, algo deslustrados. Marés consiguió hacerse un sitio en el extremo de la barra, junto a Ribas y Norma, y se miró en el espejo modernista que lo repetía en otro espejo frontal hasta el infinito: un tipo rastrero, agazapado junto a Norma, alentando la mentira con su aire de charnego esquinado y pestañón, un poco canalla. Bebió su barreja subrepticiamente, como si se sintiera espiado y en precario equilibrio, ni sentado ni de pie, escindido y paradójico. Estaba allí y se sentía lejos. Percibía una alegría en el corazón y, por encima de todo lo demás, el olor de los cabellos de Norma y hasta el calor de sus caderas.

Sospechó que hablaban de él al oír de pronto, en medio de toda la algarabía de palabras cruzadas, una irónica reflexión de Eudald Ribas en voz alta:

– ¿Cómo pudo esa pulga de barrio subirse a la grupa de una rica heredera?

– Digamos que me enamoré -dijo Norma desdeñosamente-. No ha vuelto a ocurrirme nunca, por cierto.

– Eso no lo explica todo.

– Fue el clásico braguetazo -dijo Tassis-. No hay nada que explicar.

– A propósito -dijo Totón-, alguien me ha dicho que le vio vestido de perdulario y tocando la flauta en las escaleras del metro.

– Tocando el violín -corrigió Ribas.

– Tenía que acabar así -dijo Lady de Winter.

– ¿Por qué no hablamos de otra cosa, Eudald? -propuso Norma, y su mirada distraída se posó en el encorvado limpiabotas. Observó la extraña torsión de la espalda y la rizada cabeza agachada entre los hombros, y sintió un escalofrío.

– ¡Pobre diablo! -dijo Ribas-. A mí me caía bien. ¿Queréis saber por qué?

Acodado en la barra, Marés aguzó el oído. Según Ribas, Joan Marés se había hecho a sí mismo, es decir, había encarrilado su propia vida sin un céntimo en el bolsillo y sin relaciones provechosas. Y eso tenía mérito. El curioso episodio de su encuentro con Norma en un local de los Amigos de la Unesco, quince años atrás, durante una huelga de hambre contra el régimen, fue para él un regalo de la diosa Fortuna, un día de chamba, pero en el transcurso de su posterior relación con Norma, después del mutuo y fulminante enamoramiento, se ganó a pulso el acceso a Villa Valentí. Y no fue una empresa fácil -añadió Ribas-, teniendo en cuenta que Norma era hija única y que sus tíos la vigilaban bien. Ribas recordaba perfectamente al Marés de esa época, su madurez física, su autoridad sobre Norma: con su abundante pelo castaño peinado hacia atrás y sus ojos color miel un poco tristes, algo bajo de estatura pero guapo, su sonrisa cautivadora sugería cierta indigencia moral y tenía la piel de la cara salpicada de granos: siempre, incluso ya casado e instalado en Villa Valentí con Norma, arrastró el estigma de los desnutridos y los desposeídos.

Encogiendo los hombros, simulando una joroba recóndita y dolorosa, el limpiabotas empuñó la caja de betún y se abrió paso hasta el centro de la tertulia rozando la muelle cadera satinada de Norma, que seguía de espaldas a la barra.

– ¿Limpia, señor? -dijo temerariamente, mirando a Totón Fontán a los ojos.

– No, gracias. -Totón se hizo a un lado para dejarle pasar, y añadió mirando a Ribas-: Creo que tienes razón. Yo apenas le traté.

– Según Eudald -intervino Tassis-, era un trepa.

– ¡Hala! -protestó Ribas-. Yo nunca dije eso. No era más que un huérfano criado en un barrio pobre.

Marés advirtió que Eudald Ribas era el único que hablaba de él con ironía y distancia, sin resentimiento. Norma no atendía a la conversación, al menos aparentemente, y a ratos cuchicheaba con Mireia.

– Eres un ingenuo, Eudald -dijo Tassis-. Yo siempre le consideré un tipo resentido y peligroso.

– De eso nada -sonrió Ribas-. Era un artista.

20

El ambiente en el café de la Ópera era cada vez más animado y el humo emborronaba los espejos, los veladores de mármol y el mar de cabezas. Norma estiró el cuello mirando en torno como si buscara a alguien, los codos echados hacia atrás en el mostrador, en la misma actitud desafiante y provocativa que había prodigado diez o quince años atrás en la legendaria barra de Bocaccio. Las gafas de cegata le daban un aire de puta desvalida, sin recursos, pero esa apariencia era desmentida por la tensión del cuerpo, el poder mayestático de los huesos.

– ¡Eh, usted! ¡Limpia! -llamó haciendo chasquear los dedos-. ¡Limpia!

Acudió manso y cabizbajo el limpiabotas fulero y el corro se abrió para hacerle sitio. Norma levantó el pie derecho y añadió:

– Veamos qué puede hacer con mis zapatos verdes de fulana… ¿Le gustan? Lústrelos con cuidado, no se vayan a caer a pedazos, son más viejos que la tana.

– Uzté déjeme a mí, zeñora, que zoy un artista -masculló el charnego echándose de rodillas a los pies de Norma. Trémulo, abrió la caja de betún, sacó la crema y el cepillo y lo dejó a un lado en el suelo. Nadie se fijó en lo que hacía. Con ambas manos, delicadamente, se apoderó del pie de Norma y lo encajó en el soporte de la caja, delante de su bragueta. Sujetando el pie por detrás con una mano, agarró el cepillo con la otra y empezó a frotar. Sentía en la mano la suave trama negra de la media, la delicada tensión del tobillo y el calor de la piel de Norma, y en ningún momento se le ocurrió pensar que su torpeza y lentitud en el manejo del cepillo podían revelar su impostura.

– ¿Cuántos años hace que no le has visto, Norma? -decía Mireia.

– Ocho o diez, no sé…

– ¿Es verdad que actuaba en uno de esos teatros de aficionados de Gràcia? -dijo Tassis.

– Era rapsoda -se anticipó Georgina-. Y, a propósito, ¿cómo era aquello tan divertido que contabas, Norma? -Se echó a reír-. Sí, mujer, de la primera vez que te besó en un teatro…

– En ningún teatro -dijo Norma-. Fue en el parque Güell. Ya éramos novios. Estábamos hablando del patriotismo de mis padres, de cómo me habían educado en el amor a Cataluña y a la senyera, y de repente me besó en la boca. Fue un beso larguísimo, y mientras duró, sin despegar en ningún momento su boca de la mía, me recitó el Cant espiritual de Maragall. Era capaz de recitar las obras completas de mossén Cinto mientras besaba.

– ¡Hija, qué asco! -dijo Mireia.

– Babas y poesía patriótica -dijo Ribas-. A Norma siempre le gustó ese cóctel.

La cabeza rizada del limpiabotas oscilaba delante de las rodillas de Norma con una cadencia dulce y furtiva. Norma observó las manos de seda amarilla afanándose con sus zapatos. Viendo a este murciano tuerto y renegrido echado a sus pies, agobiado por una vida oscura y un trabajo oscuro, sintió de pronto un fuerte impulso de acariciar sus cabellos. La voz de Mireia, a su lado, la volvió en sí.

– Cuando Norma le conoció, tocaba el violín en una orquesta, ¿verdad, Norma?

– Ninguna orquesta -intervino Georgina-. Había trabajado desde muy jovencito en las varietés, recitaba poesías de Rafael de León con acompañamiento musical… Figúrate.

– Era un mangante -dijo Totón.

Arrodillado, la nuca sobre los hombros como si no tuviera cuello, Marés consideró desdeñosamente el hecho de que hablaran de él como si ya estuviera muerto.

Norma notaba los embates del cepillo en la puntera del zapato, golpeando sin ritmo. Volvió a mirar la cabeza de ensortijados cabellos que rozaba sus rodillas, y se oyó decir:

– ¿Por qué no hablamos de otra cosa?

Cuando se abría la puerta de la calle entraba la algarabía de las Ramblas con su incesante desfile de antifaces y máscaras. Delante del Liceo, una muchacha con trenzas y falda agitanada tocaba el violín con una senyera sobre los hombros, y un borracho con una botella en la mano daba vueltas en torno a ella.

Desde hacía un rato, Ribas observaba el quehacer torpe y soterrado del limpiabotas. Le dio a Totón con el codo.

– ¿Tú crees que ésa es manera de darle al cepillo? -dijo en voz baja.

– Qué más quieres, con un solo ojo…

– El otro pie, zeñora, tenga la bondad -ronroneó el limpiabotas sin alzar la vista.

Norma quitó el pie del soporte y puso el otro, sin apartar los ojos de la soberbia cabeza rendida ante su rodilla de puta parisina. Notó las manos apresuradas del limpiabotas sobando los tobillos y el empeine del pie, y notó un repentino calor en la pierna y acto seguido en la cara interna del muslo, subiendo, y después un escalofrío en las corvas. Se miró el zapato verde recién lustrado pero lo vio igual de deslucido que antes. En este momento Georgina, a su lado, la cogía suavemente del codo:

– Me han dicho que si le vieras por la calle, no le reconocerías.

– Ni ganas.

– Todos hemos cambiado -dijo Mireia.

– Será que no representa la edad que tiene. -Norma se quedó pensativa y añadió-: Nunca ha representado lo que realmente es, ese hombre.

– Le han visto por ahí hecho un paria, un vagabundo, tirado en las escaleras del metro con un cartel que dice tengo hambre y estoy solo en el mundo, o algo así.

– Han pasado muchos años de lo nuestro, y no tengo el menor interés en volver a verle -dijo Norma-. Aunque, si supiera en qué esquina para, me gustaría echarle una ojeada desde lejos…

– A mí también me han llegado noticias -dijo Ribas-. Parece que toca la flauta con los pies y rasca una botella de anís del Mono con una cuchara…

El detalle estremeció a Norma.

– No dices más que burradas, Eudald.

Ribas hizo un gesto de impotencia y comentó dirigiéndose a Tassis y a Totón:

– Norma nunca se enteró de nada respecto a ese pobre huerfanito. Jamás supo quién era, de dónde provenía ni qué intenciones llevaba. El amor es ciego, realmente.

– Se encaró con Norma sonriendo y pellizcó amistosamente su barbilla, y ella hizo un gesto esquivo-. ¿Sabías que era hijo de una artista de varietés medio chalada?

– ¿Y qué?

– Te estás pasando, Eudald -dijo Mireia.

– Cuando nos conocimos, su madre ya había muerto -dijo Norma, evitando todo el tiempo que sus ojos se encontraran con los de Ribas-. Y en todo caso, él no me lo contó así…

– Bueno, tampoco es para avergonzarse -dijo Mireia, y rodeó los hombros de Norma con su brazo como si quisiera protegerla de los sarcasmos de Ribas-. Yo lo único que sé es que cuando le dejaste estaba loco por ti.

– Di que sí, chica -entonó Georgina con su fonética nasal-. Nunca vi a nadie tan enamorado.

– Conste que me caía bien -afirmó Ribas-. Aunque siempre estaba representando alguna farsa… Ahora resulta que ese amor contrariado le ha llevado a la mendicidad. ¡Vaya por Dios! ¡Pobre infeliz!

Al limpiabotas fulero se le cayó el cepillo al suelo y pareció aturullarse. Norma notó que le manoseaba el pie. El hombre cogió la gamuza con ambas manos y empezó a frotar la puntera del zapato con gestos inseguros y desmañados. La gamuza se deslizaba hacia el empeine del pie, y los vigorosos frotamientos en la piel, apenas atenuados por la media, acaloraban a Norma.

– Tenga cuidado, le está sacando brillo a mi pie.

Ribas, que ya había constatado la impericia del limpia, dijo:

– ¿Es usted nuevo en el oficio, camarada?

Marés carraspeó, la cabeza siempre gacha, y habló con la voz ronca, infectada de parásitos y de flemas:

– No me regañe uzté, no m'atosigue, zeñó, que hago lo que puedo. Y uzté perdone, zeñora. -Lanzó a Norma una rápida mirada con el ojo destapado y volvió a inclinar la cabeza-. Pero es que me s'han torcío las cosas y estoy mu malamente de dinero y m'he tenío qu'espabilar con el betún y el cepillo… Yo no había cepillao un zapato en mi vida. No lo tengo entoavía mu por la mano, pero le juro a uzté que estos zapatitos se los voy a dejar como los chorros del oro. Digo, unos zapatos verdes tan requetebonitos. Y si no le gusta cómo quedan, pues me da uzté la voluntá y aquí no ha pasao na…

Norma le escuchaba con la boca ligeramente entreabierta y el labio superior perlado de sudor. No podía apartar los ojos de la nuca del limpiabotas, allí donde el pelo ensortijado era ceñido por la cinta negra de goma elástica que sujetaba el parche sobre el ojo. Volvió a sentir la araña del escalofrío subiendo por la tibia hendidura de sus muslos apretados.

– No se apure usted -dijo-. Lo está haciendo muy bien, y además no tenemos prisa.

Pidió a Ribas que le llenara otra vez la copa, mientras Mireia volvía al tema de Joan Marés y su triste caída en el arroyo y la mendicidad. Teniendo en cuenta lo enamorado que estuvo, costaba entender que se hubiera esfumado tan radicalmente y que nunca más se pusiera en contacto con Norma.

– Lo intentó hace tiempo, pero yo nunca quise volver a verle -dijo Norma-. Y hablando de otra cosa. ¿Cuándo vendrás a recogerme a la oficina para comer juntas?

– Pero ¿dónde está esa oficina?

– Con su permizo -dijo el limpiabotas-. E zólo un momento…

Impunemente, porque nadie estaba pendiente de él, había descalzado a Norma de un pie, y, para no ensuciarle más la media, frotaba el zapato sujetándolo en el aire con la mano. Tampoco mediante ese sistema mostraba más oficio. Norma apoyó el pie liberado del zapato en el soporte de la caja de betún y desperezó los dedos. A través de la trama negra de la media, él pudo observar la laca roja de las uñas de los dedos. La visión de la diminuta uña del sonrosado dedo meñique, pueril y dormido bajo la gasa negra, le enterneció súbitamente de tal modo, haciéndole evocar delicias domésticas que en su momento no supo valorar, que sintió ganas de reclinar la cabeza en las rodillas de Norma y echarse a llorar. Abrumado ahora bajo el peso de la impostura, oía hablar a Norma de su trabajo para el Departamento de Cultura de la Generalitat, un estudio sobre lengua e inmigración en Cataluña que realizaba la Dirección General de Política Lingüística, y su voz era dulce y nasal y le hizo pensar en el sol sobre las flores, en el zumbido del verano sobre el vasto jardín descuidado de Villa Valentí… Por las mañanas, según ahora le explicaba a Mireia, Norma solía acudir a las oficinas del Palau Marc de la calle Mallorca, donde a veces le divertía atender por teléfono las consultas de los charnegos sobre la actual Campaña de Normalización Lingüística. Volvió a calzar el pie, sobándolo cuanto pudo, y lo acomodó nuevamente en el soporte. En este momento, viéndole quieto, Ribas se inclinó sobre el oído de Norma y le dijo:

– Tu Quasimodo se está durmiendo sobre tu lindo pie.

El limpiabotas tenía la cabeza colgada sobre el pecho y las manos embadurnadas de betún inmovilizadas junto a los tobillos de Norma, como si no supiera qué hacer. Permaneció completamente paralizado unos segundos. Luego prosiguió su trabajo con toda la calma y convocó la voz que no era suya para decir:

– Termino en un zantiamén, zeñora.

Norma no lo apremió ni le dijo nada. Detrás de las gafas, sus ojos parecían otra vez remotos y ensimismados. Tassis le estaba aclarando a Mireia, irónicamente, algunos pormenores acerca del trabajo de Norma con el equipo de sociolingüistas:

– Es bastante complicado, ¿sabes? Norma se ocupa de las encuestas públicas y experimenta con… la lengua. Estudia los contactos conflictivos de las dos lenguas, el catalán y el castellano, tanto en lo individual como en lo social. Ese punto en que las dos lenguas se friccionan.

– O sea -intervino Ribas-, las dos lenguas en contacto vivo y caliente con el individuo.

– Idiota eres -dijo riendo Norma.

– Puedes reírte lo que quieras -dijo Totón Fontán-. Pero yo empiezo a estar hasta el gorro del normativismo badulaque en el que ha caído el idioma catalán.

– Pues ya puedes ir preparándote, pobre castellanufo -dijo Ribas-. Verás auténticos prodigios.

Totón pidió la cuenta al mozo de la barra y Georgina estaba comentando que ya iba siendo hora de irse, puesto que ni los Bagués ni Valls Verdú aparecían, cuando Norma notó un peso cálido sobre la rodilla alzada y vio que el limpiabotas tuerto apoyaba en ella la frente y lloraba en silencio. Su mal disimulada agitación nerviosa, con los sollozos, repercutía desde su frente a la rodilla amada y emputecida, conectando con las fibras nerviosas de la propia Norma, cuyo primer impulso fue retirar la rodilla. Pero se contuvo. Los demás no habían notado nada, seguían charlando. El limpiabotas parecía que se iba a desmoronar de un momento a otro. Su espalda doblada se agitaba con los sollozos, había rendido los brazos y soltado el cepillo y la gamuza, y sus manos se movían extraviadas y yertas en torno a los tobillos de Norma sucios de betún. Durante un buen rato, y sin acabar de comprender el porqué, Norma no reaccionó y cerró los ojos reteniendo entre los párpados la imagen de aquella cabeza ensortijada y compungida porfiando sobre su rodilla encendida. Por fin abrió los ojos y rozó con las yemas de los dedos los ásperos rizos.

– Oiga, ¿qué le pasa? -Y entonces miró a los demás sin saber qué hacer. Pero no retiró el pie del estribo ni apartó la rodilla de la frente abatida de aquel hombre cuya pena, seguramente, era la de no poder ofrecerle un buen servicio-. No se lo tome así, lo hace usted muy bien… ¡Ay, tú, Eudald! -suplicó a Ribas-. Dile algo, por favor…

– Cálmese, hombre, no hay para tanto -dijo Ribas, y le empujó suavemente en el hombro para que despegara la frente de la rodilla, pero no hubo manera.

– Que sí, que es usted un limpia fenomenal -dijo Mireia Fontán conteniendo las ganas de reír.

– Y tanto -corroboró Tassis-. Esos zapatos verdes de furcia nunca habían brillado así.

Pero el limpiabotas seguía sin reaccionar. Restregaba la frente y el parche negro en la hermosa rodilla y sollozaba desconsoladamente, el gesto suspendido en torno al pie de Norma, como si temiera tocarlo. Ribas le dio otro empujón, pero ni por ésas. Parecía que la frente estuviera soldada a la rodilla.

– Esto le pasa a usted por testarudo -dijo Ribas-. ¿Por qué se mete a limpiar zapatos si no es lo suyo?

– Ya nos ha dicho por qué, Eudald -le reprochó Norma-, ahora no te pases.

– Está pirado.

– Déjale en paz. Págale, ¿quieres?

Ella ofreció un rato más su rodilla a la conturbada frente y movió las manos abiertas en torno a la cabeza sin atreverse a tocarla. Entonces Ribas estuvo tentado de atizarle al limpia neurasténico un tercer manotazo, pero optó por ofrecerle una moneda de quinientas pesetas.

– Tenga. Y cómprese Kamfort, amigo; se evitará problemas.

La mano tiñosa de betún se alzó temblorosa junto a la cabeza aún abatida, pero no cogió el dinero. Ajustó a la nuca la cinta del parche y luego, juntamente con la otra mano, no menos sucia de betún, retiró delicadamente del estribo el pie de Norma, recogió el bote de crema, el cepillo y la gamuza, lo metió todo en la caja y se incorporó cabizbajo, sin mirar a nadie, escabulléndose entre la gente hacia la calle.

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