Hay épocas en que uno siente que
se ha caído a pedazos y a la vez se
ve a sí mismo en mitad de la carretera
estudiando las piezas sueltas,
preguntándose si será capaz de
montarlas otra vez y qué especie de
artefacto saldrá.
T. S. Eliot
En los días desesperados que siguieron a la parodia del Café de la Ópera aumentaron la excitación y el desasosiego de Marés, y se maldijo mil veces por su debilidad, por tener tan flojo el lagrimal delante de Norma y sus amigos. Le devolvió a Serafín la caja de betún, la peluca y las patillas, y durante una semana gris y ventosa trabajó mucho en la plaza Real y en el Portal de l'Àngel, a ratos en compañía de Cuxot, cobijándose los días de lluvia en los pasos subterráneos del metro de la estación Catalunya. Recaudaba un promedio de dos mil quinientas a tres mil pesetas diarias, muy por debajo de lo habitual, pero eso iba a cambiar con la llegada del buen tiempo. Por la noche, en casa, se acostaba pronto, pero no podía dormir. Se levantaba, se servía una copa y conectaba la radio para oír música. De pie ante la ventana, contemplaba en medio de la noche la doble serpiente de luces en la autopista A-2 y el rótulo de neón de los estudios de TV-3 lanzando a las estrellas un polvillo luminoso y falaz, una querencia artificiosa. El mundo le parecía una trampa y también su habitáculo en Walden 7: esas losetas del revestimiento que caen en la noche se desprenden de mi cerebro, se dijo, esas redes de ahí abajo me esperan a mí… Pensaba en Norma y en la forma de llegar hasta ella con una desesperada y furiosa determinación. Debido seguramente a un trasvase inconsciente del deseo, o tal vez simplemente porque se aburría, un sábado por la noche se enfundó el traje marrón a rayas y la camisa rosa, dispuso la jeta de Juan Faneca frente al espejo, el parche negro en el ojo y las patillas en su sitio, la risueña pupila verde y la peluca rizada, salió a la Galería del Éxtasis y llamó a la puerta de la viuda Griselda con una sonrisa ladeada y socarrona.
– Hola, Grise -la pellizcó en la barbilla.
Ella acababa de llegar del cine donde trabajaba y calentaba agua para hacerse un té con limón, tenía un fuerte resfriado y algo de fiebre. «No me beses, rey, se apresuró a decir sin que él hubiese hecho el menor intento, podría contagiarte.» Seguía con su régimen severo y le dijo que había adelgazado más de tres kilos. Le ofreció té y estuvieron hablando melancólicamente del extraño destino de algunas personas solitarias y del lento, misterioso e imparable deterioro del edificio Walden 7, un sueño que se desmorona. Él sintó repentinamente la necesidad de hablar de Joan Marés, el vecino de la puerta B, en esta misma Galería, dijo que eran amigos desde niños y que le daba mucha pena la vida que llevaba, que era un hombre sensible y culto que se sentía desarraigado y que había tenido mala suerte en la vida… Descubrió de pronto que distanciar verbalmente al músico callejero junto con sus desdichas le levantaba el ánimo. Preguntó a la señora Griselda si le conocía, y ella arrugó la nariz:
– No le aprecio mucho, la verdad. Me cae fatal -admitió a desgana-. Y no porque sea un músico ambulante y vaya siempre tan zarrapastroso… Es que es un borrachín y un marrano, un hombre sin dignidad. No me gusta cómo me mira.
– Tienes razón, Grise. El pobre tipo está cayendo cada vez más bajo, se está revolcando en el fango de la vida, y todo porque su mujer le abandonó. Será pelma.
– ¡Ah, eso no lo sabía! ¡Pobre! -suspiró la viuda-. De todos modos, es un poco cínico. Ya ves cómo va vestido, que parece que no tenga dónde caerse. ¿Y sabes cuánto debe ganar diariamente con su acordeón? Pues mucho dinero, lo sé porque un amigo de mi marido que también tocaba por las calles, el saxofón, con lo que le tiraban acabó poniendo una bodega en Sants…
– Trabaja muchas horas, el pobre tonto -dijo él, pensativo-. No sabe qué hacer con su vida.
– Pues si él no lo sabe… Pero, bueno, ya que es amigo tuyo, desde hoy me lo miraré de otra manera. -Sonrió la señora Griselda bondadosamente, y su presta mano gordezuela y sonrosada agarró el asa de la tetera-. ¿Un poco más de té, rey mío? ¿Qué tal van las encuestas?
– Ya no trabajo para la Xeneralitá -dijo él animándose, recuperando el acento del sur y la flema del charnego-. Ahora vendo persianas venecianas. Un chollo, Grise.
Poco después, agobiado por la máscara, sintiéndose tironeado cada vez más por los hilos invisibles de una marioneta que empezaba a no controlar, estuvo tentado de descubrir su juego. Pero el trato que la viuda le dispensaba era tan dulce y cariñoso que de pronto sintió pena de los tres, de ella y de Faneca y de sí mismo, y se levantó y se despidió.
Pero en vez de meterse en casa tomó el ascensor y bajó hasta la planta baja, dirigiéndose a la cafetería del edificio. Se instaló en la barra y pidió un vino, y luego otro y luego dos más. Estuvo allí hasta que cerraron el bar, solo, probando suerte en una máquina tragaperras que emitía una música fantasmagórica, una tonadilla artificiosa y sideral. Se sintió inesperadamente reconfortado, conformado a la propia falacia y al artificio electrónico y musical que manejaba, mientras una mano invisible palmeaba amistosamente su espalda, animándole: Si te conviertes en otro sin dejar de ser tú, ya nunca te sentirás solo.
Experimentaba la creciente sensación de que alguien que no era él le suplantaba y decidía sus actos. Sentía a veces un descontrol físico, una tendencia muscular al envaramiento y a la chulería, una conformidad nerviosa con otro ritmo mental y con ciertos tics que nunca habían sido suyos. Una tarde de finales de marzo, en la calle Portaferrisa esquina a la del Pi, dejó de tocar el acordeón y entró en una tienda de comestibles y pidió una botella de vino blanco del Penedés. Pagó y salió, pero no había andado diez metros cuando se paró y regresó a la tienda.
– Oiga -dijo con la otra voz salerosa dirigiéndose al dueño que le había despachado-. ¿Uzté no acaba de venderle esta botella de vino a un pobre tipo con un acordeón?
El hombre le miró de arriba abajo, receloso.
– Coño. A usted.
– ¿Es ésta la botella? -insistió Marés.
– ¿A qué estamos jugando, oiga?
– Miruzté, es que el hombre del acordeón está en un apuro. Acabo de tropezarme con él en la calle y el caso es…
– A mí déjeme de historias. ¡Fuera!
– El caso es -prosiguió Marés-que no tiene na pa descorcha la botella y yo tampoco. Présteno uzté un zacacorcho, por favó.
– ¡Lárguese!
– ¡Vaya, no e uzté mu amable!
Fue en busca de Cuxot para compartir la botella, pero no le encontró. En la calle Ferran se detuvo ante el escaparate de la librería Arrels atraído por el título de una voluminosa novela en catalán: Sentiments i centimets. Entró y compró el libro juntamente con un diccionario catalán-castellano.
– A ver zi azin aprendo a lee catalán d'una puñetera vez -explicó a la dueña de la librería-. Aquí onde me ve, zoi un anarfabeto perdío, zeñora.
En las Ramblas se anunciaba ya la primavera y el aroma de las flores tronchadas y del agua suavemente pútrida le excitaba. Compró un ramo de claveles rojos y por la noche lo depositó en la puerta de la señora Griselda con un papel en el que escribió: «Para Grise de su Faneca respetuosamente.»
A mediados de abril, un sábado por la tarde que estaba tocando frente al Liceo, hizo otra pausa y entró en una zapatería. Se compró unos zapatos marrones y blancos, puntiagudos y de tacón alto. Después acudió a una posticería de la calle Hospital que vendía añadidos y pelucas para señora y caballero. Se hizo mostrar diversos postizos, pero ninguno le pareció mejor que el que ya tenía en casa. Escogió dos patillas negras y rizadas y un bigote fino, y se probó unos cartílagos de goma en las fosas nasales para alterar la forma de la nariz. También adquirió pegamentos, lápices y pinzas, y un maquillaje de fondo. La factura subió a nueve mil pesetas, cantidad que le pareció excesiva. Se hizo apartar el género y fue a la Caixa por dinero.
La mañana del día siguiente, domingo, estaba tocando en la plaza Real. Esperaba la llegada de Cuxot y Serafín, pero no vinieron. Era un día gris y a ratos chispeaba. No había mucha animación en la plaza, salvo los vagabundos y los camellos marroquíes y negros merodeando como de costumbre bajo los soportales. Marés estaba pensando en volver a casa cuando le invadió una repentina tristeza y en seguida se vio atenazado por una crisis de angustia, una sensación de desamparo, y entonces se decidió. Se embolsó la recaudación, se echó el acordeón a la espalda y buscó una cabina telefónica. Cuando descolgaba el teléfono empezó a sentirse mejor. Marcó y esperó, mientras allá, en Villa Valentí, en alguna sobria estancia con ventanas al parque, tal vez en el amplio dormitorio de Norma, donde ella desayunaba y leía el periódico en la cama, sonaba el timbre del teléfono.
– ¿Diga?
Enmascaró la voz y preguntó:
– ¿Zeñora de Marés, por favo?…
– ¿Por quién pregunta el señor? -dijo la voz femenina con acento exótico, seguramente la doncella.
– Quiero hablar con la zeñora Norma Valentí.
– ¿De parte de quién, señor?
– No me conoce. Dígale que tengo un recado de su marío.
– Espere un momento, por favor.
Pasaron casi dos minutos. Marés carraspeó, modulando mentalmente la voz impostada del charnego.
– Digui!…
– ¿Zeñora Norma Valentí? Me llamó Juan Faneca y soy amigo de su marío… Perdone la molestia, zeñora. El motivo de mi llamada es para pedirle una entrevista.
– ¿Conmigo? ¿De qué se trata?
– E una cuestión algo delicá. Quisiera un zervió no comunicarlo por teléfono. Verá uzté. Tengo que hablarle de Joan Marés…
– ¿Le ocurre algo?
– Temo que se esté volviendo loco, zeñora.
– ¿Y eso?
– Le supongo enterada de la vida que lleva.
– Más o menos.
Norma guardó silencio, aunque le picaba la curiosidad. Marés esperó un rato y luego dijo:
– Mujé, parece mentira, ¿no desea uzté saber cómo está? -Y con la voz aviesamente quebrada añadió-: ¿No le importa lo que pueda pasarle a ese infeliz? ¿No siente uzté ni siquiera una miaja de curiosidad por la vida de ese hombre, al que un amor desdichado le apartó de una familia honorable y de su sano juicio, y que ahora malvive tocando el acordeón por las calles de Barcelona?…
– Bueno, sí, pero no veo qué podría yo hacer…
– ¡Ay, qué ingratas son las mujeres! ¡Ozú!
– Joan sigue viviendo en Walden 7, supongo.
– Sí, pero el apartamento es de uzté.
– Ah, se trata de eso. Pues dígale que no tema, no pienso echarle. Prometí dejarle el piso mientras no tuviera dónde ir. No sé qué más podría hacer…
– Por lo menos, escuchar a un amigo.
– No tengo inconveniente. En todo caso, a Joan preferiría no verle…
– Él sabe muy bien que uzté no quiere verle. Vendré yo solo.
– Pero ¿qué es lo que quiere exactamente?
– Le gustaría mucho recuperar algo que se olvidó en Villa Valentí hace años… Se trata de un álbum de cromos de Los tambores de Fu-Manchú que guardaba desde niño, y que para él tiene mucho valor sentimental. ¿S'acuerda uzté de ese álbum?
– Creo recordar que se lo llevó de aquí junto con un montón de libros cuando nos trasladamos a Walden 7…
– Joan dice que no, que se quedó en casa de uzté.
– En tal caso se lo habrán comido las polillas. No tengo la menor idea de dónde puede estar.
– Dice que lo busque en los estantes bajos de la biblioteca, donde su tío guardaba los mapas.
Norma suspiró.
– Bueno, lo miraré.
– A cambio él le ofrece algo que le va a interesá.
– ¿A mí?
– Una zorpreza, mujé. Puede considerarlo como un regalo muy especial de Joan. Verá cómo le gusta. ¿Cuándo me va uzté a recibir?
Oyó el suspiro de Norma y se le paró el corazón. Ella tardó unos segundos en contestar:
– ¿Tan importante es?
– Cuestión de vida o muerte, zeñora.
– Bueno, ya será menos… El caso es que salgo de viaje y no regreso hasta el mes que viene. Espere, déjeme ver la agenda… -Calló unos segundos y él bebía su respiración sosegada, el palpito de su hermosa boca pegada al aparato-. Sí, eso es. Venga usted el trece de mayo, viernes, a partir de las ocho de la tarde. ¿Conforme?
– ¿En su casa, en la Villa…?
– Sí. Joan le dirá dónde es. Adiós.
– Conozco la torre, zeñora, aunque hace una pila de años que no voy por allí. Bueno, que uzté lo pase bien. Que tenga un feliz viaje…
Pero Norma ya había colgado.
Cuaderno 3
EL PEZ DE ORO
En la avinguda Mare de Déu de Montserrat hay una torre modernista de cúpulas doradas, agazapada tras una fronda de abetos y pinos y separada de la calle por una verja interminable. Estamos en 1943, tú aún no has nacido, amor mío, en los lentos atardeceres de ese verano remoto las cúpulas relucen como el oro y la desastrada pandilla del barrio, Faneca y yo a la cabeza, merodeamos alrededor de la fantástica torre soñando aventuras.
Estoy hablando de Villa Valentí, el paraíso que me estaba destinado, perdona la pretensión, y en el que tú nacerías cuatro años después. Hoy sigue la Villa espejeando igual que ayer, en mi memoria y en el barrio. En la imponente puerta de hierro forjado campea un dragón alado hollando lirios negros. En la boca del dragón hay una mandarina podrida, ensartada en la lengua afilada como un estilete, una mandarina de verdad. ¿Quién la clavaría allí? Tengo hambre y me la voy a comer, le dije a Faneca. La mitad de la mandarina parecía buena y jugosa, y Faneca también la quería. Nos la jugamos a los chinos y ganó Faneca. Recuerdo como si fuera hoy el luminoso domingo que entré por vez primera en el jardín de la torre. No como un intruso, sino como un invitado. Pero todo empezó el día anterior, sábado. Vuelvo a ver a los furiosos muchachos del barrio encaramados a la verja, robando eucaliptos de las ramas bajas agobiadas de hojas otoñales como dagas de cobre. David, Jaime, Roca, Faneca. No hay acuerdo sobre cómo pasar la tarde, si explorando el parque Güell y la montaña Pelada o patinando por las calles. David es partidario de dejarnos caer por la cocina de la pensión Ynes y ver si la señora Lola nos da merienda, y de pronto todos se van, y Faneca y yo nos encontramos solos con el patín de cojinetes a bolas, un auténtico bólido, una tabla con cuatro ruedas que se maneja con una cuerda y con suelas de alpargatas viejas para frenar.
Conduzco el bólido temerariamente, no sentado, sino trabado conmigo mismo, contorsionado, hecho un lío de brazos y piernas y convertido en la Araña-Que -Fuma para asombro de viandantes. Faneca viaja de pie a mi espalda, agarrándose donde puede, los ojos cerrados al viento, y lanza nuestro grito de guerra: «Hi ha cap peeeeeeell de coniiiiiiill…!», el grito-reclamo de los traperos que recorrían el barrio comprando papeles, trapos, botellas y pieles de conejo. Durante mucho tiempo, el trayecto habitual de la pandilla deslizándose con el patín había sido monte Carmelo-Sagrada Familia, bajando a tumba abierta por Sardenya; pero este verano descubrimos la avinguda Mare de Déu de Montserrat dirección Horta. Tiene más curvas y es más emocionante. Poco antes de la calle Cartagena hay una doble curva, y en seguida, a la derecha, arranca la interminable verja de Villa Valentí y corre a lo largo de la acera custodiando el frondoso parque. Las cúpulas doradas emergen por encima de los árboles, y a un lado, en una depresión del terreno seco y expoliado, sobrevive un viejo templete guadiniano con máscaras de metal. Fueron muchas las veces que, remontando la calle con el patín a hombros, Faneca y yo nos encaramamos a la verja para atisbar, por entre las frondas verdes, la fachada pizarrosa de la torre y los enormes tiestos de cerámica alrededor del estanque de aguas muertas.
– Algún día -dijo Faneca en cierta ocasión-entraré en ese parque y me bañaré en el estanque.
– Tú sueñas, chaval -le dije.
– Se diría que no vive nadie en la torre. Nunca se ve a nadie.
– No hay que fiarse. Los ricos de verdad viven muy escondidos.
Pero este sábado por la tarde, la puerta del jardín está abierta y un hombre delgado con traje y zapatos blancos observa desde la entrada el vertiginoso descenso del patín calle abajo montado por los dos niños. Observa, sobre todo, al chaval contorsionista que guía el artefacto de culo, al niño-tarántula doblado sobre sí mismo con un pitillo en la boca y los pies descalzos cruzados en el cogote.
– ¡Apártenseeeeee! ¡Allá vamoooooooos!
Algunos viandantes parados en la acera y boquiabiertos también contemplan nuestra loca carrera. El patín coge la segunda curva de la calle Cartagena abriéndose demasiado, sus ruedas laterales rozan el bordillo de la acera, pierdo el control y volcamos frente a la verja de Villa Valentí, a los pies del hombre del traje blanco. Al caer se me desbarata mi famosa Araña-Que-Fuma, pero, al ver que no me he hecho daño, la recompongo al instante recogiendo la colilla del suelo. Así, contorsionado y fumando, suelto un par de maldiciones y espero tranquilamente a Faneca, que ha caído unos metros más atrás y se duele de la rodilla. Entonces suenan pasos sobre la acera, aparecen a mi lado los flamantes zapatos blancos y oigo la voz solícita del hombre:
– ¿Te has hecho daño, muchacho?
– No, señor -moviéndome de lado como los cangrejos.
– ¿Dónde has aprendido a retorcerte así? ¿Trabajas en algún circo?
– Me enseñó un amigo de mi madre.
Antes de seguir debo aclarar un par de cosas. El hombre del traje blanco se dirigió a mí en castellano porque me oyó maldecir en castellano. Él era catalán. Yo también, pero todos mis amigos de la calle, los chavales de la pandilla, eran charnegos -sobre todo Faneca, que era de un pueblo de Granada y hablaba con un acento andaluz tan cerrado que no se le entendía-, y con ellos yo siempre me entendía en su lengua. Mi cabeza rapada y mi aspecto desastrado, por otra parte, hicieron el resto: el señor elegante me tomó por un charneguillo de los muchos que entonces infectaban el barrio. Y además le interesaba que así fuera, como no tardé en saber:
– Precisamente necesito alguien como tú… Y fumas con los pies. Asombroso.
– Sí, señor. También sé tocar la armónica con los pies.
– Vaya, vaya. ¿Cuántos años tienes?
– Diez.
Poco a poco me voy desenroscando y quedo en posición normal. Faneca llega y se sienta a mi lado, frotándose una rodilla dolorida. El hombre del traje blanco me observa fascinado. Es muy alto y luce un abundante pelo canoso y la expresión amable. Después de reflexionar un rato, dice:
– ¿De dónde eres, muchacho?
– Vivo en lo alto de la calle Verdi.
– ¿Cómo te llamas?
– Juan.
– ¿Quieres ganarte un duro?
– ¿Qué tengo que hacer? -Exactamente lo que acabas de hacer. Pero sin fumar. Ven mañana a las cinco de la tarde y te lo explico.
– ¿Vengo aquí?
– Entra directamente y pregunta por el señor Víctor Valentí. Soy yo. Y otra cosa. -Saca del bolsillo una hoja de papel doblada y escrita a máquina-. Esto es una poesía en catalán, quiero que para mañana te la tengas aprendida de memoria. Parles una mica de català, supongo…
– Una mica pero malamente -simulo aviesamente mi torpeza.
– No importa. Toma. -Me da el papel-. Seguro que te lo aprendes de memoria, es cortito.
– Sí, señor.
Y más que eso, por un duro, pensé.
Al día siguiente, domingo, mucho antes de la hora convenida, ya estoy listo. Faneca me quiere acompañar, pero por vez primera en la vida le digo que no. No vayas zolo, ¡mardita zea!, puedes correr un gran peligro, me dice. Ningún peligro, tonto, le digo yo, voy a ganarme un duro.
Bien lavado y peinado, vestido con mi mejor pantalón y una camisa limpia, a las cinco de la tarde cruzo la verja del jardín y entro en Villa Valentí como quien entra en un sueño. Un sendero de grava me conduce hasta el corazón rumoroso del parque, donde se abre un gran espacio ajardinado con el estanque de aguas verdosas y la torre con el esbelto porche. Flota en el aire el olor dulzón de la hojarasca putrefacta que no ha sido retirada de los parterres. Hay algunos automóviles y varios invitados en mangas de camisa, rodeados de niños y perros, comportándose todos como en familia y hablando en catalán. Trasladan sillas y banquetas desde un pabellón del jardín hasta la gran galería semicircular de la parte trasera de la villa, donde señoras muy atareadas y diligentes preparan una especie de escenario improvisado con cortinas y algunos muebles. En total habrá allí unas veinte personas, sin contar a los niños. A través de altavoces se oyen canciones populares catalanas interpretadas por el tenor Emili Vendrell. «Rosó, Rosó, llum de la meva vida…»
Me acerco a un señor que maneja unos cables eléctricos subido a una silla y le pregunto dónde está don Víctor Valentí, y me dice que está ensayando en la biblioteca. Yo llevo en la mano el papel con los versos que me he aprendido de memoria. Hasta dar con la biblioteca, que está en el primer piso, me pateo casi toda la torre y puedo contemplar los arcos altísimos, las maderas pulidas, los vitrales, los artesonados de minuciosa policromía, la reja de malla articulada y corredera, los azulejos componiendo en el amplio vestíbulo la imagen de sant Jordi y, sobre todo, el techo de un salón cubierto mediante un fantástico trencadís de cerámica blanca.
– ¡Ah, por fin llegó mi tarántula murciana! -dice el señor Valentí al verme entrar en la biblioteca-. No te enfades, es broma. Ven, siéntate aquí y espera un momento.
No lleva el traje blanco, sino que va vestido como un personaje noble del medievo, sostiene en la mano un cuaderno escolar abierto y da instrucciones a cuatro muchachas que lucen largos cabellos y largas túnicas. Tres hombres vestidos como él recitan versos en voz alta, cada uno por su lado, paseando de un lado para otro. Hay mucho trajín en la estancia, media docena de señores están poniéndose pelucas y barbas y un coro de muchachas probándose diademas y collares de flores. Dos biombos sirven de vestuarios y hay una larga mesa llena de prendas de vestir, espadas, postizos y utensilios de maquillaje.
Yo no acabo de entender lo que está sucediendo aquí ni para qué se me requiere, pero no tengo miedo. Sólo años después tendría una idea cabal del asunto. En una época en que la lengua y la cultura de Cataluña están siendo fuertemente represaliadas por el franquismo, y el teatro catalán está prohibido, en Villa Valentí, lo mismo que en algunos pisos del Eixample pertenecientes a la burguesía barcelonesa ilustrada, se dan representaciones clandestinas de aficionados. Son veladas poéticas organizadas por cuatro entusiastas patriotas letraheridos, destacados nacionalistas catalanes que también luchan en el campo de las finanzas, la enseñanza, la industria y el comercio, y en las que colaboran la familia y los amigos. Es gente afable y transmite una extraña beatitud
– eso al menos es lo que yo percibo a los diez años-, hay como un ritual de catacumbas elaborado con mucha fe y escasos medios, una forma de mantener el fuego sagrado de la lengua y la identidad nacionales. Tertulias teatrales y poéticas que son en realidad vetllades patriòtiques en las que reina un ambiente de fiesta familiar, floral y victimista. Víctor Valentí, el señor de la casa, ejerce de autor y director de escena, reservándose un pequeño papel en la obra. Se trata de una obra histórica cuya acción transcurre en la comarca de Anoia durante el poder sarraceno en el siglo x, en la frontera cristiano-musulmana poblada por gentes valerosas y avezadas en la lucha contra el moro. Una licencia poética del señor Valentí introducía en la ficción histórica a Sant Jordi matando a la Araña, y ahí era donde entraba yo, el niño-cangrejo.
Cuando termina con sus actores, el señor Valentí me entrega unos calzones negros y una camiseta negra de manga larga y me señala un biombo: «Cámbiate ahí detrás.» Las dos prendas son muy ajustadas y elásticas, y cuando salgo vestido con ellas, flaco y desmañado, parezco realmente una araña. El atuendo se completa con un pañuelo negro tapándome la cara y atado a la nuca, con dos agujeros para los ojos, y guantes negros. Me miro en el espejo y casi me doy miedo. El señor Valentí me ordena sentarme en una mullida butaca.
– ¿Te has aprendido la poesía?
– Sí, señor.
– A ver, recítala.
La recito de corrido con un leve acento charnego que me sale muy bien. El señor Valentí me hace un par de observaciones acerca de cómo pronunciar algunas palabras y sostener algunas pausas, y luego dice:
– No te preocupes por el acento andaluz, deja que se note; es precisamente lo que yo quería. Bien, ahora no te muevas de aquí hasta que yo venga a buscarte. La función va a empezar. Lo que tienes que hacer es muy sencillo: Guillem de Mediona y Sant Jordi, dos personajes de la obra, éstos -y señala a dos de los actores-te llevarán sobre una gran bandeja de plata, durante un banquete, y tú irás sentado y enroscado en esa bandeja igual que un contorsionista, replegado de piernas y brazos y convertido en una especie de araña. Debes retorcerte cuanto más mejor. Eso que tú sabes hacer con tu cuerpo: lo más parecido a una alimaña que puedas. Porque representa que tú eres la Araña que Sant Jordi ha de matar, ¿comprendes?
– Sí, señor.
– Quiero que hagas lo mismo que hacías ayer tarde en tu carrito de cojinetes.
– Sí, señor.
– Ellos dejarán la bandeja sobre la mesa y entonces quiero que camines de lado igual que un cangrejo, con la cabeza entre las piernas. Y acto seguido, cuando oigas parar la música, te despliegas, te levantas en medio de la mesa y, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas separadas, desafiante, recitas la pequeña poesía que te sabes de memoria. Yo estaré cerca de ti y te haré una seña. Y eso es todo. ¿Sabrás hacerlo? ¿Te acordarás?
– Sí, señor.
– Si todo sale bien, te haré un buen regalo.
Estoy en la biblioteca, clavado en la butaca de altísimo respaldo, durante casi dos horas. A mi alrededor hay mucho ajetreo. Tengo hambre, mis tripas vuelven a quejarse. En la gran galería ha empezado la función y de vez en cuando entran y salen corriendo los actores y se oyen aplausos y la voz del señor Valentí dando órdenes. Para entretenerme improviso algunas posturas cobijado en la butaca y, en una de ellas, me duermo. Me despierta un suave cachete del señor Valentí y su voz: «Despierta, nano, vas a salir.» A mi lado hay una mesita con libros, tallas policromadas y una pecera pequeña con un pez dorado que da vueltas compulsivamente. En el agua del recipiente centellea un rayo de sol y el pez de oro parece debatirse en un incendio. Con la cara pegada al cristal de la pecera, estoy mirando las evoluciones neuróticas del pez en el agua hasta que viene a buscarme una de las actrices y me lleva al escenario junto al señor Valentí.
– ¿Preparado? -dice el director.
– Sí, señor.
– Ten presente esto: no me importa que se te note el acento; al contrario, cuanto más acento charnego, mejor.
– Zí, zeñó.
Parapetado detrás de la cortina-telón, espío al público. Los niños están sentados en el suelo, delante de la primera fila. Hay un silencio reverencial, el sol rojo del atardecer enciende los vitrales de la galería y los diálogos de la obra declamados enfáticamente en catalán suenan como sentencias, parecen provenir de otro tiempo, otros afanes y otro país. El decorado representa una sala austera con una larga mesa en la que celebran un banquete doce caballeros cristianos, y en el techo fulge una gran lámpara de cobre con multitud de bombillas simulando llamas de velas. La función llega a su final, y sobre el jardín, al otro lado de los vitrales, se cierne el anochecer. De pronto, sin darme tiempo a salir a escena, hay un apagón y la función se interrumpe por falta de luz. Traen velas y se recitan poesías catalanas para entretener la espera. Muere el día lentamente y, a la luz fantasmal de las velas, resulta todo muy emocionante; las poesías son hermosas y tristes y hay lágrimas en los ojos de los mayores, y los niños están callados y respetuosos. Después se sirven unas pastas y vino dulce, y refrescos para la chiquillería -a mí me dan una gaseosa-, y cuando vuelve la luz se reanuda la función en medio de grandes aplausos.
Mi actuación como araña maligna y andaluza es muy breve y asombra al público. Transportado en volandas sobre la gran bandeja de plata, imagino mi aspecto: una alimaña negra con el culo sobre la cabeza y moviendo cuatro extremidades como patas de crustáceo. Soy depositado junto con la bandeja en el centro de la mesa y los ilustres comensales, caballeros feudales pertenecientes a los más claros linajes de la nobleza de Cataluña, entre los que se halla el de Valentí, ancestros del anfitrión, se levantan de sus asientos comentando con admiración y recelo la arrogancia de la bestia cautiva, capaz de caminar de lado por entre los platos y los candelabros. Entonces, obedeciendo a una señal del señor Valentí, despliego brazos y piernas deshaciendo el monstruoso enredo y me incorporo lentamente sobre la mesa, me cruzo de brazos y, con voz clara y fuerte y un suave acento del sur que sé controlar muy bien, recito los versos de Sagarra que han de estremecer al auditorio, y que todavía hoy recuerdo de memoria:
Sant Jordi duu una rosa mig desclosa
pintada de vermell i de neguit.
Catalunya és el nom d'aquesta rosa
i Sant Jordi la porta sobre el pit.
La rosa li ha donat gaudis i penes
i ell se l'estima fins qui sap a on;
i amb ella té mes sang a dins les venes
per poder vèncer tots els dracs del món.
La cortina-telón se cierra bruscamente ante mí y una salva de aplausos acoge el final de la obra. En calidad de autor y director, el señor Valentí sale a saludar con los intérpretes, y en seguida público y artistas se funden en un emocionado intercambio de parabienes. Yo estoy confundido; las niñas me miran con curiosidad y recibo las felicitaciones de algunas señoras conmovidas y afables, pero no tardan en dejarme de lado. Me cambio de ropa. Vuelven a servir vino dulce y pastas en el jardín, y consigo hacerme con algunas galletas. El señor Valentí cuenta a sus amistades cómo descubrió al niño-araña en la calle, montado en un veloz patín de cojinetes a bolas e interpretando a la Araña-Que -Fuma como un consumado contorsionista.
Poco después, cuando el señor Valentí se dispone a pagarme lo convenido, le expreso mi deseo de cambiar el duro por otra cosa.
– ¿Qué otra cosa?
– Me gusta mucho el pez que he visto arriba.
– Pero ¿sabrás cuidarlo? Hay que darle de comer…
– Me gusta mucho.
Sorprendido, el señor Valentí medita unos segundos. Sonríe y me mira con afecto.
– Está bien. Llévate la pecera.
– Gracias, señor.
Salgo corriendo en busca de mi regalo. Luego, antes de irme, me siento al borde del estanque, delante de la fachada de la villa. Con la pecera sobre mis rodillas, estoy un buen rato contemplando el pez dorado. Los chiquillos juegan en el jardín y las parejas de jóvenes conversan paseando muy formales. Sobre las aguas sombrías del estanque planean raudos murciélagos. Me miro en esas aguas sin verme, una y otra vez.
El atardecer se ha detenido y parece que la noche no va a llegar nunca. De pronto se encienden todas las luces de la villa como si fuese un castillo de fuegos artificiales, y hasta mí llegan canciones tristes, apenas susurradas, desde la pérgola y la rosaleda al otro lado del estanque donde pasean los mayores y corretean los niños, voces melancólicas que hablan de una dulce patria perdida y añorada, de rosas encendidas y de amores muertos, y yo me abrazo a mi pecera apretándola contra el pecho como si fuera mi propia vida, mi felicidad futura, la promesa de un destino radiante. Algo me dice, oyendo ese rumor poético, clandestino y armonioso, que no estoy solo y que nada malo ha de pasarme en esta vida…
Rodeando el estanque, se me acerca un chico bien vestido. Tiene mi misma edad, lleva calcetines amarillos y hunde las manos en los bolsillos del pantalón con un gesto elegante y desdeñoso. Se para ante mí y dice, mirando la pecera:
– ¿Este pez es tuyo?
– Sí.
– Lo has robado del estanque.
– Me lo ha regalado el dueño de la casa. Es el pez de oro.
– No hay ningún pez de oro, bobo.
Su aire de suficiencia me cabrea. Observo su nariz respingona e impertinente, sus labios bien dibujados, y escupo entre sus pies:
– Lárgate, chaval.
– Es japonés -me dice-. Y tú no sabes una cosa.
– Qué.
– Estos peces se dejan coger con la mano.
– Ningún pez se deja coger con la mano.
– Que sí. Te lo voy a demostrar. Mira.
Sigo apretando con ambas manos la pecera contra mi pecho. El niño sabiondo introduce la mano en la pecera, agarra el pez sin dificultad y lo saca del agua, abriendo la palma para mostrármelo. Entonces, repentinamente, mientras suelta coletazos, el pez da un brinco y, trazando por encima de nuestras cabezas un arco muy amplio, festivo y luminoso, se sumerge en el estanque de aguas muertas y desaparece. En menos de un santiamén, no deja tras de sí ni rastro. Aparto de un manotazo al niño pijo, me arrodillo al borde del estanque y escruto las aguas turbias por si veo deslizarse o asomar el pez. Nada. Remuevo el agua con la mano, en un desesperado intento de acariciar su estela misteriosa. Es inútil, no volveré a verlo jamás, y alzo la cabeza, que me estalla de rabia, y lanzo al aire un grito desgarrador y desesperado, el grito de guerra de Faneca que todos los de la pandilla habíamos adoptado como contraseña:
– Hi ha cap peeeeeell de coniiiiiill…!
Al oír ese grito, el imprudente chaval huye despavorido. Paralizado por la rabia, lleno de desconsuelo, permanezco allí imaginando al pez de oro que nada en el fondo sombrío del estanque, entre líquenes putrefactos y algas cimbreantes. En esas aguas verdosas y pútridas, pienso con tristeza, el pez está condenado a morir…
Y así me veo todavía, a pesar del tiempo transcurrido, a mí y al pez: yo inclinado sobre el estanque como si fuera a beber en él, y el pez removiendo el limo del fondo, deslizándose en silencio sobre un musgo imperecedero y perdiéndose en la sombra, para siempre.
El día de su cita con Norma, viernes, Marés trabajó en la plaza del Pi de diez de la mañana a dos de la tarde. A las doce hizo una pausa y acudió al mercado de la Boquería. Compró una lechuga y dos filetes de ternera, y luego fue otra vez a la posticería de la calle Hospital y adquirió cejas y pestañas postizas. Cuando volvía a la plaza del Pi, hallándose en la calle Cardenal Casanyes, sintió el impulso inexplicable de hacer algo que luego no iba a recordar con precisión: entró en un bar y compró un paquete de cigarrillos Ducados Internacional.
Más tarde vio a Cuxot y a Serafín y tomaron juntos unos vinos, pero no quiso comer con ellos y se fue a casa. Allí comió ensalada y un filete a la plancha y descorchó una botella de Rioja. Después se encerró en el dormitorio con la botella y durmió una siesta de veinte minutos. Le habría gustado dormir más, pero los nervios se lo impidieron. Al despertar vio los cigarrillos Ducados sobre la mesita de noche y no supo cómo había llegado el paquete hasta allí ni para qué, puesto que él no fumaba.
– Bueno, manos a la obra -se dijo, y arrimó una pequeña mesa escritorio a la ventana y sobre la mesa colocó un viejo espejo rectangular cegado por salpicaduras de herrumbre y dos nubes alargadas. Lo apoyó en una pila de libros y dispuso ante él los postizos, los afeites y los pegamentos.
Se sentó a la mesa y durante un buen rato estudió su cara reflejada en el espejo, una cara pálida y contrita, castigada por los años, la memoria amarga de un amor fracasado y el fogonazo intolerante de un cóctel Molotov-Tío Pepe. Cuántas cosas borradas en esta cara. Se miraba en el espejo fríamente, contemplando sin pena ni dolor el tipo ansioso y anodino en que se había convertido. Se llevó las manos a la cabeza, sin ánimo para nada. Su cabello blanquecino y escaso parecía muerto, de hecho no parecía cabello, sino más bien resecos mechones de alfombra. El fuego había desfigurado la expresión tensando la piel, moldeando el cráneo con súbita firmeza. Sospechó, lo mismo que el poeta, que detrás del rostro que le miraba no había nadie.
– Incluso sin ponerte ninguna máscara -se dijo sin amargura-, ¿quién sería capaz de reconocerte? ¿Quién podría identificar esta piltrafa anónima con aquel apuesto don nadie felizmente casado con Norma Valentí?
– Nadie -se contestó con la otra voz-. Capullo.
Ni siquiera ella podría reconocerle. Dejando de lado la acción del fuego, en los últimos tres años se le había caído casi todo el pelo, había cambiado la pigmentación de sus manos, su estatura había menguado misteriosamente, su nariz se había curvado y sus hombros se habían desplomado. La parte inferior de su cara se le había alargado más y más y finalmente se le había caído.
– Bueno, déjalo correr. Allá vamos.
En primer lugar se aplicó un maquillaje de fondo por toda la cara y las orejas utilizando una esponja humedecida con agua. Luego se ciñó la peluca negra y rizada y con la ayuda de almaste se pegó cuidadosamente las patillas y el bigote. Acto seguido empezó a trabajar la expresión; con unas pinzas se depiló el entrecejo y después se pegó las cejas postizas alterando el trazado habitual de las cejas pintadas. Se puso la lentilla verde en el ojo izquierdo y se tapó el derecho con el parche negro. Luego utilizó el lápiz blanco para difuminar ojeras y el marrón para partir la mandíbula creando la sombra de un falso hoyuelo en el mentón. También difuminó los laterales de la nariz, afilándola, y marcó los pómulos y la parte inferior de los párpados. Desde que sufrió las quemaduras faciales, le crecían desmesuradamente los pelos de la nariz y de las orejas, y ahora se los arrancó con los dedos. Lo más difícil fue la colocación de las diez pestañas postizas en el párpado del ojo izquierdo, pelo a pelo, con pegamento duo-sugical-adhesive. En las instrucciones para el uso correcto de las pestañas, leyó que duraban quince días y que uno podía ducharse con ellas.
Poco a poco, detrás de la bruma herrumbrosa del espejo, apareció la cara del charnego soñado mirándole primero con recelo, después con una mueca irónica: un tipo agitanado y parsimonioso, arrogante, con un ojo tapado por el parche negro, el otro verde y pinturero. Era el mismo chulesco personaje que tan inesperadamente sedujo a la viuda Griselda, pero mucho más estilizado, más convincente. Los cartílagos de goma en las fosas nasales le prestaron una nariz aguileña, y ensayó unos rellenos de algodón en la boca alterando así el carácter del mentón.
– Te hace demasiado gordo -se dijo-. Prueba más arriba, junto a los pómulos… No, tampoco.
Advirtió que el algodón le impedía hablar bien y se lo quitó. Con una risueña lentitud, mirándose a hurtadillas, como si esperara de su imagen reflejada en el espejo alguna señal convenida, se guiñó el ojo. Percibió como respuesta una leve sonrisa ladeada y observó que el sarcasmo y la maulería iban creciendo en el único ojo verde que lo miraba, pestañón e inquisitivo, y se levantó dispuesto a cambiarse de ropa. Se puso una camisa blanca -no encontró su favorita de seda rosa, debía estar en el lavadero-y el traje marrón a rayas, tan gruesas que parecían trazadas con tiza, la corbata gris perla y los zapatos de dos colores y tacón alto, y se miró de cuerpo entero en el espejo del armario. Fue como encararse con un desconocido y tuvo un sobresalto. Parecía más alto y más delgado, con la espalda más recta y una cualidad felina en los hombros, las mejillas chupadas y el perfil soberbio.
– Fabulozo -dijo con la voz de Faneca, y dio algunos pasos sin salirse del espejo. Forzando apenas las cuerdas vocales, perfeccionó la voz rota-: Probando, probando
– dijo al espejo-. Uno, dos, uno, dos, probando la voz acharnegada y subyugante que ha de enamorar a mi mujer…
Dominada la voz, intuyó que lo único que podía traicionarle era la forma de andar. Faltaban tres horas para su encuentro con Norma y las empleó en ensayar una manera de caminar distinta, con otro ritmo. Después de varios intentos, en los que su esfuerzo por controlar los nervios le dejó casi agotado, consiguió cierta rigidez muscular en la pierna izquierda, una leve cojera que provocó automáticamente otra cadencia corporal al dar el paso, un movimiento de hombros y cintura que nunca antes había exhibido. El cuerpo adquirió de inmediato otra compostura, una gestualidad abrupta y retardada.
Y entonces, cuando ya dominaba plenamente la situación paseándose de un lado a otro por el cuarto, hizo dos cosas que no tenía previsto hacer, que nunca había pensado que iba a hacer y que en realidad no deseaba hacer, como si una voluntad ajena se hubiese apoderado de él: encendió un cigarrillo -él, que nunca había fumado, salvo cuando era un niño-y se cambió la corbata gris perla por otra granate con arabescos tornasolados, mucho más llamativa.
Parado ante el espejo, erguido y un poco de lado, la mano derecha en el bolsillo de la americana cruzada y la izquierda en alto sosteniendo el cigarrillo entre los dedos, el charnego Faneca le miraba detrás de las espirales de humo sonriendo aviesamente.
La verja de la calle estaba abierta, como si le esperaran. Siempre soñó en regresar a este parque, pero nunca pudo imaginar que volvería a entrar en él como la primera vez, cuando era niño: como quien entra en un sueño. Un suave olor a podredumbre, resabios húmedos de una tarde remota o del mismo sueño, le esperaba junto al estanque de aguas muertas. Se paró en el borde, unos segundos, y evocó el pez dorado que un día le escamoteó el destino.
Conforme el murciano fulero se acercaba a la fantástica torre de ladrillo rojo, iluminada y caprichosa con sus tres cúpulas morunas revestidas de cerámica troceada, el sueño se desvanecía. En medio del silencio del jardín, podía oír el rumor de la grava bajo sus zapatos. Esas pisadas desbaratando el sueño le entristecieron. ¡Ánimo, chaval -se dijo-, no es más que una broma!
Una muchacha de rasgos asiáticos le esperaba en el porche manteniendo la puerta abierta. Marés habló por un lado de la boca.
– Soy Juan Faneca. La zeñora me dijo de venir a esta hora.
– Pase usted.
Cruzaron el amplio vestíbulo y la criada filipina le condujo a una salita situada en el ala derecha de la torre, con altos ventanales que daban al jardín. La criada volvió a salir diciendo que la señora vendría en seguida. Paseando la mirada en torno, Marés pensó en las dos tías de Norma, seguramente ya con más de ochenta años. En la época en que él vivió aquí después de casado, apenas tres meses, esta salita era un reducto de las dos ancianas solteronas, estrafalarias y cotillas. A una de ellas, Marés consiguió seducirla y fue su cómplice; la otra se le resistió siempre.
Norma Valentí tardaba en aparecer. Seguramente no me esperaba, pensó, se habrá olvidado de mí. Sentado muy tieso al borde de la butaca, atento a los ruidos de la casa, procuró sujetar los nervios. Escogió esa butaca porque entre ella y la lámpara de pie había un tiesto con una planta cuyas grandes hojas alteraban la luz y creaban zonas de sombra, donde procuró cobijar la cara. Los primeros cinco minutos serán decisivos, se dijo. Si no me reconoce al primer golpe de vista, tengo posibilidades. Si me reconoce, descubro el juego y sanseacabó, y tal vez le haga gracia y nos riamos un poco los dos…
Se levantó y ensayó la nueva manera de andar, cojeando levemente. Sintió un ligero calambre en la pierna izquierda y al caminar realmente le dolía. Confiaba en la máscara de Faneca y en la miopía de Norma. Pero lo que más le preocupaba era la voz, y probó una vez más a camuflarla mientras paseaba de un lado a otro; la depuró y la canalizó reflexivamente, como un tenor canaliza el agudo: la cabeza apuntando al suelo para buscar la resonancia craneal, la diferencia, el paso del aire abierto, el apoyo sobre el diafragma. Finalmente se abrió la puerta y apareció Norma Valentí, sencilla y elegante, con un cigarrillo entre los dedos y los temibles ojos de agua emborronados tras los gruesos cristales de las gafas. Llevaba zapatos planos, una falda de cuero color tabaco muy ceñida y un jersey negro de amplio escote de pico. Su apariencia esta noche era la de una persona estudiosa y muy atareada que se toma un descanso. Nada más ver a Faneca, se instaló en su rostro una risueña disposición afectiva, como si contuviera las ganas de reír.
– Perdone que le haya hecho esperar…
– No z'apure uzté por mí. Encantao de zaludarla -dijo el charnego con la voz impostada, una voz de oruga mecánica que ni él mismo se acababa de creer-. ¿Me permite expresarle mi agradecimiento por su confianza y su interés, y decirle de paso que e uzté más bonita de lo que m'habían dicho?…
Ella le miró sorprendida, sonriendo, y se dieron la mano.
– Es usted muy amable. La verdad es que tengo el tiempo justo… Siéntese, haga el favor. -Sentándose frente a él, suspiró con aire de fatiga-. Me temo que le he hecho venir para nada. No he tenido tiempo de buscar ese álbum de… de…
– Fu-Manchú. Er chino traisionero de los tambores.
– Llevo una semana que no sé ni dónde estoy, lo siento. Tía Elvira ha encontrado unos libros que pertenecieron a Joan, pero ni rastro del álbum.
Mientras ella se excusaba, Marés se echó un poco hacia atrás en la butaca buscando para su cabeza la zona de sombras, y se ofreció de medio perfil a la mirada cristalina e inquisitiva, pero afable. Observó que, en efecto, Norma le miraba con curiosidad, pero sin recelar nada: sonreía ligeramente por un lado de la boca, como si la situación la divirtiera íntimamente, como si el aspecto refinado y chulesco y las maneras resabiadas y estatuarias de este murciano de cabellos ensortijados y ojos verdes, uno de ellos tapado por el parche negro, le resultaran cuando menos interesantes. Prometió buscar el álbum, puesto que tanta ilusión le hacía a Joan.
– Ya le dije que si está todavía en casa, lo encontraré. Pero tendrá usted que volver otro día.
– Lo que uzté diga, zeñora. Ningún problema.
Norma se acomodó en el sofá y guardó silencio unos segundos observando al envarado y elegante charnego. Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas con un gesto que era un reflejo inconsciente de su curiosidad, y con leves crujidos de seda que estremecieron a Marés. Gingiol
– ¿Cómo dijo usted que se llama? ¿Fanega…?
– Faneca. Juan Faneca.
– ¿Y dice que es un buen amigo de mi marido?
– Mucho. De toa la vía.
Norma suspiró.
– Hábleme de él. ¿Qué le pasa?
– Le pasa que es un hombre que s'ha hecho a sí mismo -dijo él con parsimonia, girando la cabeza para ofrecer el perfil duro y aguileño con el parche en el ojo-. Y esa clase de hombres son muy misteriosos, zeñora.
– Pero ¿por qué le han ido tan mal las cosas?
– Se abandonó a su suerte, y la suerte no quiso tratos con él.
– ¿Y no desea salir de esta situación? ¿Qué piensa hacer?…
– Piensa mucho en uzté. To er día. Una cosa mala, oiga. Estás perdío, Marés, le digo yo, este amor loco te va a matar. Pero él ni caso. Desesperao me tiene, zeñora Norma. ¿Y por qué esa locura tan grande?, me pregunto yo. ¿Hay en er mundo alguna mujé que merezca tanto amor? Amor loco, el peor, el más infernal, retorció y puñetero de los amores. Y si lo pensamos bien, ¿qué es el amor loco? Miruzté, menda no sabría definirlo, la verdad… Lo han definió poetas, grandes pensadores, catedráticos incluso, pero nadie ha dicho aún la última palabra. El amor loco e una cosa muy seria, zeñora.
Hablaba ayudándose con una gestualidad barroca y fantasiosa, y Norma lo miraba hipnotizada.
– Me han dicho que anda por ahí como un mendigo -dijo Norma-. ¿Es verdad que toca el violín en las escaleras del metro?
– El acordeón.
– Nunca me dijo que supiera tocar el acordeón…
– Tampoco nunca le diría que es medio contorsionista y ventrílocuo. Son habilidades de las que siempre se avergonzó un poco, pobre infeliz.
– ¿Y dónde aprendió a tocar el acordeón?
– Aprendió siendo un chaval. Le enseñó el Mago Fu-Ching, el ilusionista. Este Mago hacía unos juegos de manos extraordinarios, fabulozos… No fue un buen padre para Marés, pero el chico le quería mucho. No con la cabeza, ¿m'en-tiende?, lo quería con el corazón. Y el corazón es el que manda, zeñora.
Norma sonreía discretamente.
– Es usted muy gracioso.
– ¿Uzté cree? -entornó el charnego el ojo esmeralda, mirándola de perfil.
– ¿También toca usted algún instrumento en la calle, como él?
– No, zeñora. Yo estuve trabajando en Alemania muchos años. Yo m'he labrao un porvenir. Represento una marca muy prestigiosa de persianas venecianas… Pero Marés y yo semos amigos desde niños. Nos criamos juntos en el mismo barrio.
– Ya sé, en lo alto de la calle Verdi.
– Mismamente. Un barrio mu bonito. ¿Lo conoce?
– Joan no solía hablarme de su infancia. Ni siquiera de su familia.
– Ya no tiene familia. Está solo como un perro.
– ¡Ay, no diga eso!
– E la verdá, zeñora. Me da una pena mu grande verle así.
– Tiene amigos, supongo.
– Una pareja de vagabundos. Gente derrotada, como él.
Las gafas habían resbalado un poco sobre la nariz de Norma y ella las empujó hacia la frente con el dedo corazón, mediante un gesto frío y aséptico, como si la gente derrotada no tuviera nada que ver con ella.
– Pero… habrá alguna mujer en su vida -dijo en un tono neutro-. Una mujer que se ocupe de él.
– En su perra vida sólo hay una mujé. Uzté.
Norma se rascó una rodilla y suspiró.
– Pues, vaya… Cuánto lo siento. Y tendrá problemas económicos, supongo.
– Dinero no le falta, no, zeñora. Se gana la vida honradamente y bien; por ese lao no se queja. Pero qué vida más arrastrá y desgraciá. ¿Quiere saber cómo transcurre su jorná de trabajo, qué hace desde que se levanta por la mañana hasta que s'acuesta por la noche? Va uzté a llorar, zeñora…
Mientras hablaba, Marés se levantó y, lento y envarado, los codos muy separados de los costados y la barbilla enhiesta, empezó a moverse por la salita cojeando levemente y como si vistiera galas renacentistas. Giraba sobre los talones como una peonza, la mano en la cintura, el perfil levemente desdeñoso sobre el fondo austero de oscuros cortinajes y altos ventanales. Con manos tan parsimoniosas que le parecían de otra persona, encendió un cigarrillo y se interrumpió:
– Uzté perdone… ¿Le desagrada que le hable de Joan Marés? ¿Tiene uzté miedo de avivar el fuego de antiguos sentimientos, zeñora, miedo de los recuerdos felices, del gran amor que sintió por él en el pasado y que hoy ya sólo es ceniza que lleva er viento…?
Norma Valentí parpadeó, fascinada.
– No -dijo tranquilamente-. Joan no es ni siquiera un recuerdo. No es nada.
– ¡No diga uzté eso, por el amor de Dios! ¡No tiene uzté corazón!
– Es la verdad.
Marés notó que estaba siendo estudiado y, mientras hablaba, paseó la mirada en torno procurando evitar la de ella.
– Tiene uzté una casa que parece mismamente un palacio… Fabulozo. Joan me habló de sus tías muy viejecitas. ¿Viven todavía?
– Una de ellas murió. Tía Marta.
– L'acompaño en er sentimiento. Se lo diré a Joan.
– Era su preferida.
– Y ahora que m'acuerdo… M'ha dicho Joan que le pregunte cuándo quiere uzté divorciarse. Ahora la gente ya puede divorciarse en este país.
– Sí, habrá que arreglar eso -suspiró Norma-. Pero por mí no hay prisa, no tengo intención de volver a casarme.
Seguía mirándole con un aire entre reflexivo y divertido. Era una mirada inteligente que, en otras circunstancias, podía halagar a cualquier hombre. Pero ahora Marés recelaba. Dentro de un instante me va a desenmascarar, se dijo. Gritará. Se pondrá histérica. Me insultará, me cubrirá de improperios, me despreciará. Sus ojos medio cegatos, amodorrados tras los cristales como culos de vaso, pueden tardar en identificarme, pero su sensible nariz montserratina es capaz de olfatear la impostura y el serrín del falso charnego a varios kilómetros de distancia.
Sin embargo, cuanto más acentuaba él su envarada gestualidad y sus maneras acharnegadas, más confiada y a gusto parecía ella. Más enigmática, también, más calculadora: mirándole como si empezara a considerar ciertas posibilidades. Finalmente Marés se tranquilizó del todo y pudo exhibir aún más al personaje, mimándolo y perfeccionándolo, permitiéndose incluso alguna coquetería, como ajustarse el parche del ojo con una sonrisa ladeada o pasarse la mano por los cabellos mientras miraba las piernas de Norma. Creía conocer a Norma lo suficiente como para saber cuándo una persona le gustaba, y Faneca le gustaba, o cuanto menos de momento le interesaba.
– Por teléfono me habló usted de una sorpresa -dijo Norma-. De algo que pertenece a Joan…
– Digo. Unos cuadernos escolares donde él fue escribiendo sus recuerdos. Pensé que le gustaría a uzté conservarlos.
– ¿Es que Joan se los ha dado para mí?
– ¡Qué va! Él los quería quemar, el malaje, y yo me los quedé.
– ¿Ha traído esos cuadernos?
– No. ¿Le interesan?
– Me muero de curiosidad -sonrió Norma-. ¿Cuenta cosas íntimas?
– Bueno, algunas… Recuerda cómo uzté le abandonó. Pero sobre todo cuenta cosas de cuando éramos chavales, de nuestras correrías por el barrio, de mí. También de esta torre, de cuando uzté aún no había nacío.
– Me gustaría leerlo. Mucho.
– Se lo traeré. ¿O prefiere uzté que nos veamos en otro sitio? -se atrevió a decir.
Durante un breve instante, ella pareció considerar la posibilidad. Parpadeó tras los círculos concéntricos que agobiaban los cristales de sus gafas, admiró secretamente la orgullosa cabeza rizada del murciano y su mirada de serpiente, pero mantuvo su actitud hierática y dijo:
– Tendrá usted que volver.
Se levantó sonriendo, y él comprendió que era el momento de irse. Se sentía decepcionado. No había tenido tiempo de nada, apenas de exhibirse. Se despidió gentilmente y Norma lo acompañó por el vestíbulo.
– ¿Por qué no me da su teléfono, señor Faneca? Por si encuentro el álbum…
Marés sintió que se abría un abismo a sus pies. Ciertamente, había que suponer que vivía en alguna parte. Pero ¿dónde?
– La verdad es que no me sé el teléfono de memoria. -Decidió rápidamente-: M'alojo en una fonda, ¿zabusté? Dispongo de unos ahorrillos y pienso quedarme algún tiempo en Barcelona, esa gran ciudad del seny catalán y las mujeres inteligentes y emprendedoras y libres…
– Vive usted solo.
– Digo. Más zolo que la una. Pa servirla. Vale más vivir zolo que mal acompañao.
– Déme su dirección, haga el favor. Si aparece el álbum de Joan se lo envío con un mensajero. -Sonrió abiertamente y se mordió el labio inferior con los dientes-. O mejor, se lo doy cuando me traiga usted esos cuadernos…
Cuando ella terminó de hablar, saliendo al porche, el emboscado Marés ya había decidido dónde vivía y lo que iba a hacer. Pensó rápidamente: podía haberle dicho que provisionalmente me alojo en Walden 7, en su apartamento, pero estando allí Marés ella nunca iría… Debía atraerla a otro sitio. Tenía, pues, que vivir realmente en algún sitio, disponer de otra dirección, por si Norma quería encontrarse con él fuera de aquí. Así que, plantado ante ella de medio perfil, con la espalda muy recta y una mano en el bolsillo, habló despacio con la voz suavemente enronquecida, acariciadora:
– M'alojo en la pensión Ynes. Está en el barrio más cerca del cielo que uzté haya visto jamás, en la misma calle donde Joan y yo nos criamos. Verdi trescientos doce. E una pensión modesta del año de maricastaña que lleva una gente mu buena y mu simpática. Estoy allí desde que regresé de Alemania, ¿zabusté?, porque en Barcelona ya no tengo familia… La llamaré para darle el teléfono de la pensión y para invitarla a una copa. Si se digna uzté venir será bien recibida, la llevaré a una tabernita que conozco mu resalá…
– Hombre, gracias. -Norma le tendió la mano sonriendo-. Me lo pensaré. Buenas noches, Faneca.
– Hasta muy pronto, zeñora.
Al cruzar la verja, Marés se enfrentó al ruidoso tránsito de la avenida y sintió un amago de vértigo. Durante un brevísimo instante sufrió la sensación de no ser nadie y de hallarse en tierra de nadie. Volvió la vista atrás para mirar el parque anochecido, amodorrado bajo una tenue neblina. Las luces de la torre brillaban serenas y remotas entre los árboles, como en la otra orilla de la vida. Apoyó la mano en el dragón alado de la verja de hierro y dejó escapar un profundo suspiro. Su actuación ante Norma no le había divertido en absoluto, y se preguntaba la razón. No porque ella no le hubiese mirado con buenos ojos: la ardiente sociolingüista caería en los brazos expertos del murciano, maldita sea, era solamente cuestión de tiempo. Pero ¿acaso lo que se proponía no era, en el fondo, ponerse cuernos a sí mismo? La idea le hizo extraviarse un poco más en aquella tierra de nadie y luego sonrió. Y por qué no, se dijo: Si otros me los han puesto durante años, también puedo hacerlo yo, es decir, ese fantasmón llamado Faneca.
Su mano buscó en su espalda la lengua retorcida en la boca del dragón y se apoyó en ella, y entonces volvió a sentir la cabeza embotada y el alma amarga como si sufriera la resaca de un mal sueño. Recordó de pronto la mandarina podrida que un lejano día estuvo ensartada aquí, en la lengua del dragón, y volvió a su boca el agrio sabor. Sin embargo, a pesar del hambre que pasó de niño, no recordaba que él se hubiera comido aquella mandarina. Se la comió Faneca, que aún tenía más hambre que yo, se dijo. Una mariposa nocturna de alas blancas revoloteó en torno a él y chocó repetidas veces contra la cabeza del dragón arrapado a la verja de hierro.
No fue directamente a casa. Deambuló por los alrededores de la plaza Sanllehy cojeando levemente y luego enfiló la Travessera de Dalt buscando su imagen reflejada en los escaparates. La más turbadora y convincente la vio en el cristal de la tienda destartalada y sucia de un fotógrafo. Foto-carnet en el acto, leyó, y no se lo pensó dos veces. Entró y poco después, en un ámbito fantasmal lleno de polvo y de anticuadas escenografías florales, con cielos ilusorios y perspectivas de jardines intransitables, se sentó bajo dos focos cruzados mirando la nada y se hizo fotos que no necesitaba para nada. Mantuvo la boca un poco abierta dejando escapar el desasosiego que le aturdía, y en el momento del flash su respiración se hizo áspera y ronca, como de otra persona y con afanes urgentes: «Tienes que alquilar una habitación en la pensión Ynes ahora mismo -se dijo-, porque ¿y si Norma busca el teléfono en el listín y te llama a la pensión…?»
– Fabulozo -dijo admirando las cuatro copias que le entregó el fotógrafo-. ¿Uzté cree que a un hombre con esa jeta y con esa autoridad en la mirada lo habría abandonado su mujé?
El fotógrafo, un anciano torvo y decrépito que parecía una vieja arpía disfrazada de fotógrafo, se limitó a sonreír con una mueca artificiosa y a cobrarle cuatrocientas pesetas.
Cuando Marés salió a la calle ya había decidido lo que tenía que hacer. Ante la perspectiva de quitarse la máscara y volver a ser el astroso músico callejero torturado a todas horas por el recuerdo de Norma y por la nostalgia del paraíso perdido, se sentía avergonzado. Y haciendo acopio de toda su propia estima, o de aquello que consideraba su propia estima -comportarse como lo haría Faneca, no como lo haría Marés-, se tomó tranquilamente dos copitas de amontillado en un bar de la Travessera de Dalt y luego remontó a pie la calle mayor de su niñez, la arteria principal de su vida.
Llegó a lo alto de la empinada calle con la lengua fuera. Calle Verdi, tramo final, subiendo. Con un solo ojo veía perfectamente. Esa encrucijada de callejuelas que subían y bajaban en varias direcciones conservaba su atmósfera peculiar y artificiosa, algo tenía aún de cuento de hadas o de cartón piedra por lo abrupto del terreno y por la tenue luz algodonosa de las farolas, que alumbraban las esquinas como en un decorado teatral. Era tan pronunciada la pendiente de algunas calles, que tenían aceras escalonadas. Se paró unos segundos mirando nada y viendo todo: habría podido tantear los portales y las ventanas bajas con los ojos cerrados y adivinar quién vivía allí, o había vivido. La vieja pensión seguía en su sitio, una pequeña torre de dos plantas y fachada gris aprisionada entre dos bloques de altos apartamentos. Se mantenían en pie la breve escalinata de la entrada y las zonas ajardinadas a ambos lados, con un laurel de frondosa copa y una mata de adelfas, pero el aspecto de la fachada era cochambroso y ya no debía ser un negocio boyante. Sobre la puerta, pintado de azul en la pared, el rótulo estaba casi borrado: «Pensión Ynes.» Nunca nadie supo decirle el porqué de esa Ynes con y griega, tal vez era un apellido…
Un poco más arriba, donde ahora había un garaje, estuvo la casa de Faneca, y más arriba aún, en la otra acera, la casa donde vivieron Marés y su madre. La taberna de Fermín, delante mismo de la pensión, se había convertido en el bar El Farol, con luces de neón, máquinas tragaperras y televisor. El falso murciano sintió, de pronto, la armonía social del entorno urbano, la emoción del regreso y la sensación de haber llegado a tiempo. Si en algún sitio le esperaban -y él sabía que durante años nadie le esperó nunca en ninguna parte-era aquí. Recordó el zureo de las palomas en las tardes interminables del verano, los pequeños terrados del vecindario batidos por el viento y los chavales correteando bajo la lluvia con grandes gorros hechos con periódicos en la cabeza, y evocó formas diversas de felicidad sepultadas bajo la losa del tiempo y de la rutina diaria del disfraz y la simulación: los tebeos de la papelería-librería de Susana, las novelas de El Coyote, el chasis herrumbroso del Lincoln Continental y los cigarrillos de regaliz, las manos misteriosas y asombrosas del ilusionista Fu-Ching, las aventuras en la montaña Pelada, los besos de Norma al borde del estanque de Villa Valentí… Y lo que en cierta ocasión, siendo un niño, le dijo un médico: «En este barrio, a causa de las subidas y bajadas, los chicos siempre tendréis los pies más sanos que los niños de Sant Gervasi o del Eixample. Pues, ¡coño, qué bien, dijo él, vaya un consuelo.
Dentro de la pensión reinaba el silencio, como si nadie la habitara. Vio el pequeño vestíbulo, el oscuro mostrador, un perchero de madera y el nacimiento de la escalera. El empapelado de las paredes era el mismo, una especie de sol naciente de un malva desteñido repitiéndose hasta el infinito. La nariz y la memoria de Marés estaban recuperando un reconfortante olor a estofado y algunos lances divertidos de cuando él y Faneca frecuentaban de niños la cocina de la pensión, donde siempre consiguieron algo de comer, cuando vio a una muchacha de unos veintitantos años bajando muy despacio la escalera. Tenía los ojos grises y los rasgos delicados, llevaba el pelo negro recogido en un moño y la cabeza muy erguida sobre el esbelto cuello, como si percibiera sonidos lejanos o una música que sólo ella alcanzaba a oír. No dirigió a Marés una sola mirada, pero se paró en el último escalón moviendo la cabeza alertada, como si adivinara su presencia.
– ¿Quién está ahí? -dijo-. ¿Qué desea?
– ¿Hay alguna habitación libre?
– Sí, señor.
Miraba al frente todo el rato y su expresión denotaba cierta ansiedad. Terminó de bajar las escaleras y, con gran seguridad de movimientos, pero siempre sin dejar de mirar al frente, se situó detrás del pequeño mostrador de recepción. Su cuerpo era de una delgadez que en cierto modo desmentía su manera de moverse, una sensualidad del gesto, una ondulación de las formas.
– ¿Pensión completa?
– No, sólo dormir.
– Son ochocientas por noche, y por adelantado. ¿Se va a quedar muchos días, señor?
– Depende. Espero la visita de alguien -atenuó el acento andaluz, pero siguió utilizando la voz pastosa de Faneca de la manera más fluida y natural-. ¿Quiere darme el teléfono de la pensión?
La muchacha le dio el número y él lo apuntó. Observó que mientras ella abría el libro de registro y le daba la vuelta, ofreciéndoselo para la firma, sus ojos grises seguían mirando el vacío. Al verla tantear el mostrador hasta dar con el bolígrafo, comprendió que era ciega.
– Escriba aquí su nombre y apellidos, haga el favor, y también el número de su carnet de identidad.
– La verdad es que el carnet lo he perdido. Uno de estos días me dan el nuevo
– dijo-. Pero aquí tengo el resguardo con el número apuntado…
– Está bien, da lo mismo.
Hizo lo que ella le pedía y después descolgó el teléfono.
– ¿Puedo hacer una llamada?
– Sí, señor.
– Me llamo Juan Faneca y de niño viví en esta calle. Hace un montón de años.
– Marcó el número de Villa Valentí-. Tú aún no habías nacido…
Preguntó por la señora Norma. La criada le dijo que acababa de salir y él dejó el recado: dígale que ha llamado Juan Faneca desde la pensión Ynes, donde se aloja, y que ha dejado el número de teléfono de la pensión. La criada anotó el número y él insistió en que le dijera a la señora que Juan Faneca estaría en la pensión para lo que hiciera falta; que le encontraría sobre todo por la noche, después de cenar, por si quería llamarle o hacerle una visita…
Mientras hablaba no pudo dejar de observar a la ciega, que ahora tanteaba las llaves colgadas en el panel que tenía a su espalda. Cogió la llave del siete. Luego se volvió y puso las manos extendidas sobre el libro de registro y miraba al vacío. En la ceniza húmeda de sus ojos anidaba una risueña dulzura, y en los aledaños de la boca pálida y entreabierta, esa ansiedad de los ciegos: como si bebiera la luz con la boca y no con los ojos.
Marés colgó y dijo como para sí mismo:
– Mañana traeré algo de ropa y algunas cositas de uso personal. ¿Podemos ver…? -se interrumpió, rectificando-: Quiero decir si podría ver mi habitación.
– Ahora mismo, sí, señor. Aquí tiene la llave. Es la siete.
La muchacha se dirigió al pie de la escalera, alzó la cabeza por el hueco y llamó:
– ¡Abuela! ¡Un huésped! -Volvió la cara hacia él con una sonrisa y esta vez pareció mirarle-. Suba usted, mi abuela le enseñará la habitación.
– Gracias.
Subió las escaleras con una agilidad que le sorprendió a sí mismo. Esa abuela tenía que ser la señora Lola, a la que él no veía desde hacía casi veinticinco años, cuando enterró a su madre. Estaba en el pasillo restregando el suelo con una fregona. Una mujer de casi setenta años, animosa y fuerte, de ojos vivos y dentadura poderosa.
– ¿No s'acuerda de mí, zeñora Lola? No, claro que no. Ha pasao mucho tiempo. Soy Juan Faneca. Fanequilla…
– ¡¿Será posible?! -dijo la vieja con la voz rasposa, no exactamente ronca: una voz con verrugas, había pensado él alguna vez, siendo un chaval-. Pues claro que me acuerdo, el hijo de la Rosa… Te fuiste a trabajar a Alemania. Pero no te habría reconocido, ¡qué va!, y con ese ojo tapado. ¡Menuda pieza estabas hecho, sobre todo cuando te juntabas con…! ¿Cómo se llamaba aquel demonio?
– Juanito Marés.
– Dame la llave, te enseñaré la habitación. Eso, Marés. Siempre tenía hambre, siempre venía por aquí a ver si pescaba algo -dijo abriendo la puerta-. Su madre se llamaba Rita Beni. Benítez. Lo dejó en Beni ya de soltera porque le sonaba a artista italiana… Pasa. Y tú también venías mucho por aquí, ya me acuerdo, ya. ¡Ah, qué buenos tiempos aquellos, a pesar de todo! Se trabajaba mucho más. Si tardas un poco en venir, a lo mejor habrías encontrado cerrado… De hecho esto ya no es una pensión, no viene nadie. Al morir mi marido cerré parte de la torre y me quedé unas pocas habitaciones. ¿Sabes cuántos huéspedes me quedan? Dos viejos jubilados que no tienen a nadie en el mundo…
La habitación era pequeña y limpia. El viejo empapelado de las paredes aguantaba bien. Una cama, un armario, un lavabo empotrado en la pared, dos sillas, un perchero de pie.
– Antes tenía algunos estudiantes -prosiguió la vieja-, pero cuando abrieron la residencia de la Travessera, todos se fueron… ¿Y tú qué has hecho tantos años en Alemania? ¿Has ganado mucho dinero?
– Tengo algunos ahorrillos.
– Cuando murió tu padre y tu pobre madre regresó a Granada, estuve a punto de coger a mi nieta y marcharme yo también. Cuanto más vieja me hago, más encuentro a faltar el pueblo.
– ¿La muchacha que me atendió es su nieta?
– Hija de Concha. ¿Te acuerdas de mi hija Concha? Se casó y murió de parto. Su marido se fue con otra a los seis meses dejándome a la niña, y no hemos vuelto a verle. Aquí no hemos vivido más que desgracias, hijo.
– ¿Es ciega de nacimiento?
– No. De que tenía trece años. Tuvo una bajada de calcio o no sé qué, estuvo en coma quince días y se quedó ciega. Pero no veas, se desenvuelve en la casa mejor que yo. Le gusta mucho la televisión… Se llama Carmen. Si quieres verla contenta, dile que es bonita. Eso y las películas, lo que más le gusta. -No paraba la vieja de hacer cosas: arreglarse la horquilla del pelo, alisar la colcha de la cama, abrir el armario ropero, pasar un paño por la mesilla de noche-. Estoy muy preocupada con esa niña. Es algo que me angustia. Yo soy toda la familia que le queda, y cuando yo falte, ¿quién se ocupará de ella? Es una chica muy buena, pero necesita mimos, mucha compañía. -Algo enturbió sus ojos, suspiró-. No sé por qué te cuento todo eso…
– Porque uzté e mu güeña, zeñora Lola, y porque yo soy su amigo.
– Veo que no te han cambiado tanto en Alemania, aún tienes aquel acento que te trajiste del pueblo. ¿Y en qué trabajabas, en Alemania?
– Vendedor de persianas venecianas.
– ¿Y no te has sentido muy solo todos estos años?
Vio asomar una repentina tristeza en los ojos de la mujer, y de repente se sintió vulnerable, indefenso.
– Sí, la verdad es que sí.
– ¿Qué te pasó en el ojo?
– Un accidente laboral…
La señora Lola suspiró y dio por terminado su examen de la habitación.
– En fin, olvidemos las penas. ¿Te gusta el cuarto? Te haremos una rebaja porque eres tú… ¿Te quedas a cenar?
– Otro día. Ahora me voy. He estao viviendo en casa de un amigo y tengo que ir a recoger algunas cosillas. A lo mejor no vuelvo hasta mañana.
– Como quieras. Estás en tu casa, hijo.
Ahora, apoyando ambas manos y la barbilla en el palo de la fregona, la vieja le miraba con alegría sincera, y admiraba su traje de americana cruzada y su apostura, su bigote y su parche negro en el ojo, sonriendo complacida. Y él se le acercó, le puso las manos en los hombros y la besó en la frente. Gracias, zeñora Lola, dijo. Como siempre, no tardaría ni diez minutos en arrepentirse de esa debilidad. Tú a lo tuyo y corta el rollo, se dijo mientras bajaba animosamente las escaleras, estas cosas sólo las haría el pelma de Marés.
No vio a la muchacha ciega en recepción. En una salita contigua, un televisor emitía destellos en la penumbra. Marés se asomó. Era una película antigua, una familiar sinfonía de grises: mujeres con ceñidos vestidos de lame rodeaban a un hombre con smoking, elegante y parlanchín, en un cabaret fúlgido y espejeante. Sentada en una mecedora con la cabeza erguida, las rodillas juntas y las manos yertas en el regazo, Carmen recibía la luz parpadeante del televisor y prestaba toda su atención a los diálogos del film. A su lado, en una butaca profunda, un viejo liaba un cigarrillo con parsimonia.
– ¿Qué hacen ahora, señor Tomás? ¿Dónde están? -preguntó la muchacha volviendo un poco la cara hacia el viejo.
– Están en una fiesta -dijo el señor Tomás con desgana, y siguió liando el cigarrillo-. Eso parece.
– Pero ¿él qué hace? ¿Con quién está?
Mal que bien, gruñendo, porque su interés por la película era nulo, el viejo atendía a lo que pasaba en la pantalla e iba contestando a las preguntas de ella. Era un hombrecillo rechoncho y pulcro, de canoso pelo de cepillo y ojos saltones. Marés permaneció un rato en el umbral y pudo observar cómo se las apañaba para contarle a la ciega determinadas escenas de mucho movimiento. En cierto momento, la muchacha adivinó una presencia a su espalda e irguió aún más la cabeza. Pero la voz metálica del protagonista parecía tenerla subyugada y no dejó que nada distrajera su atención. Por su parte, el señor Tomás no terminaba de liar su cigarrillo. Marés tuvo de pronto la agradable sensación de que en esta casa el tiempo se había parado.
– ¿Cómo es, qué aspecto tiene? -dijo la muchacha con una tímida sonrisa-. ¿Cómo es ese hombre, señor Tomás?
El viejo contestó con evasivas, enfurruñado, y balbuceó unas palabras, «buen mozo, simpático», atento al cigarrillo que no acertaba a liar con manos temblorosas.
El impostor Faneca recostó el hombro en la puerta de la salita y dijo, suavizando el acento andaluz:
– Es un hombre de unos treinta y cinco años, moreno, con bigote y hoyuelos en las mejillas. Es muy elegante. Sonríe por un lado de la boca con aire socarrón y levanta la ceja al mirar a las mujeres. Lleva un parche negro en el ojo derecho y es muy guapo. Las mujeres que le hacen la rosca son fascinantes, pero ninguna es tan bonita como tú, niña…
Carmen dejó pasar unos segundos y luego dijo, sin volver la cabeza:
– Gracias, señor. -Y siguió escuchando la película.
Faneca sonrió a su propio fantasma y dio media vuelta, dirigiéndose a la calle.
Abandonó la pensión con una sensación de aturdimiento. En la calle, bajando, sintió de pronto que perdía pie. Si no me paro me voy a marear, voy a perder el sentido, se dijo: deberías correr a casa y rescatar a ese imbécil de Marés del fondo del espejo. Sus últimas noches en Walden 7 habían sido desoladoras, preñadas de insomnio y de sirenas de ambulancia, presagios de soledad y de muerte.
Cogió un taxi y media hora después estaba en casa. En la cocina encontró una nota de la mujer de la limpieza recordándole que comprara un limpiacristales y una fregona. Se quitó la americana y el parche del ojo, pero no abrió el párpado durante mucho rato. Un solo ojo le bastaba para medir su desventura. Conectó el televisor y daban la misma película que Carmen escuchaba en la pensión: él conduce un veloz descapotable con los cabellos al viento, ella le echa los brazos al cuello y le besa, él cierra los ojos durante el beso, con grave riesgo de estrellar el automóvil: es una cosa tan frágil la felicidad. ¿Quién le contaría eso a la ciega, quién se lo haría ver?
Sentía calor y abrió la ventana a la noche clara y estrellada. Abajo, invisible y tensa, la gran red recogía en silencio las losetas que se desprendían del edificio, ya casi despellejado. Brillaban a lo lejos las luces de Esplugues, la autopista parecía desierta. Remotas y borrosas chimeneas, altísimas, humeaban en las afueras de la ciudad, la noche sudaba los sempiternos afanes del día y no corría el aire, no había modo de salirse de uno mismo y tomarse un respiro. Solamente el falsario ojo verde parecía capaz de acuchillar la noche, desentrañar su falacia. La máscara y la amnesia, ése es el camino… Marés sintió que sobre él se cernían nuevamente la desesperación y la soledad.
Preparó un puré instantáneo y un filete a la plancha y, mientras cenaba, hizo sus cálculos: Norma podía muy bien no presentarse nunca en la pensión -tal vez ya no estaba para aventuras, había cumplido los treinta y ocho, tal vez los charnegos irredentos ya no la enloquecían como antes y se conformaba con su actual amante, ese papanatas monolingüe- o podía presentarse en una semana, o en un par de días, quién sabe; en cualquier caso, tenía que estar preparado. Vamos a suponer que necesito un mes, tanto si me salgo con la mía como si no. A ochocientas pesetas por día significa un gasto mensual de casi veinticinco mil. Eso contando sólo el dormir en la pensión, había que añadir gastos de comidas, taxis y copas… No parecía excesivo. Contaba con sus ahorros, pero, además, si ese cabrón de Marés se avenía a darle al acordeón cada día, cubría gastos de sobra.
Olvidó quitarse el resto del disfraz, incluida la lentilla verde, y se acostó temprano. No se sentía tan solo y desvalido como otras noches, y, antes de ponerse a pensar en Norma, como hacía siempre, dedicó un recuerdo fugaz a la señora Griselda en su lecho profundo y cálido habitado por el osito de peluche. Luego, echado de lado en posición fetal, empezó a imaginarse a Norma acudiendo una noche a la pensión Ynes… Sin embargo, por vez primera en mucho tiempo, se durmió pensando no en la mujer deseada sino en Carmen, la muchacha ciega que se hacía explicar las películas de la tele.
Se despertó de madrugada a causa de una pesadilla recurrente en la que llamaba a Marés con desespero, instándole urgentemente a que comprara una fregona y un limpiacristales. Sintió náuseas y poco después se encontraba vomitando en el retrete. Cuando terminó de vomitar, se sentó en la tapa del water dispuesto a reflexionar un rato sobre su destino. No se le ocurrió nada. Al tirar de la cadena del water advirtió que estaba roto el bote sifónico del depósito, oyó el estruendo del agua y tiró con más fuerza y rompió la cadena.
– ¡Vaya! -dijo-. Este manazas de Marés…
Se le cayó la lentilla verde del ojo y la estuvo buscando a gatas. Finalmente la encontró y se la puso. También se puso el parche en el otro ojo, y eso, de algún modo, lo sosegó. Pero esta noche durmió con un ojo abierto. Desde la cama podía oír los gemidos nocturnos del Walden 7, la respiración agónica del desfachatado edificio: regurgitar de cañerías, impacto de losetas que caían más allá de la red, crujidos y quebrantamientos diversos. El descalabro del monstruo proseguía, y Marés sentía que la vida estaba en otra parte y que él no era nada, una transparencia: que alguien, otro, miraba esa vida a través de él.
– No te entiendo -dijo Cuxot mientras dibujaba en la calle-. ¿Quieres explicarte mejor?
– Te estoy diciendo que mi mujer se verá seguramente, fatalmente, con un amigo mío -dijo Marés.
– ¿Dónde?
– En la pensión donde vive mi amigo.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
– Él me lo ha dicho. Bueno, se trata de una cita no formalizada todavía. Es probable que ella no se dé mucha prisa en ir, no dijo nada de eso. Pero la conozco, y acabará por ir.
– ¿Ah, sí? ¿Se trata de otra de sus locas aventuras con guitarristas y limpiabotas?
– Eso me temo.
– ¿Y quién es él? ¿Otro murciano saleroso?
– Es este de la foto-carnet que estás copiando. A que tiene buena pinta.
– Parece un chuloputas bastante peligroso. ¿Cómo perdió el ojo? ¿En una reyerta con navajas? Supongo que debe gustar a las mujeres, menuda jeta de comecoños catalanufos… Te voy a cobrar por el dibujo, no te creas. ¿Es para él?
– No. Es para un regalo.
– ¿Y cómo puede ligar tu mujer con tíos así? ¿Dónde lo hace?
– No olvides que Norma es sociolingüista -dijo Marés con una voz llena de parásitos, súbitamente contaminada de otra voz-. Que tiene un trato constante con los charnegos y con su lengua…
– ¿Qué te pasa con la voz?
– No sé.
Cuxot dejó escapar un gruñido y siguió dibujando.
– Bueno ¿y qué vas a hacer ahora?
– Nada. Conozco la historia y me jode un poco, pero no haré nada.
– ¿Sabes qué te digo, Marés? Que eres un cachocabrito y que te den muy por el saco con tus historias de cuernos.
Marés rindió la cabeza a un lado y dulcemente aplastó la mejilla en el acordeón, atacando la sardana con unos acordes previos que hacían imposible seguir con la conversación.
Estaban en la Avinguda Portal de l'Àngel, frente a los almacenes Jorba, con el suelo a su alrededor sembrado de folletos de propaganda de todos los colores. Sentado en su sillita de tijera, Cuxot dibujaba al cartón el retrato de Faneca que le había encargado Marés, y éste tocaba La Santa Espina al acordeón sentado en el suelo y con un cartel bilingüe en el pecho:
MÚSIC CATALÀ
EXPULSADO DE TVE EN MADRID
AMB 12 FILLS I SENSE FEINA
Había planeado trabajar hasta las dos o las tres de la tarde, comer algo con Cuxot y Serafín y luego seguir tocando hasta las seis por lo menos, pero a la una y pico empezó a sentir un desasosiego y una angustia que le agarrotaron las manos y le impedían tocar. Cuxot le aconsejó cambiar el rótulo, demasiada coña, le dijo, pero a muchos viandantes les causaba lástima o les hacía gracia y dejaban caer monedas. De pronto, a Marés se le volvió a cerrar el ojo derecho y no lo podía abrir. Cuxot se dio cuenta.
– ¿Qué te pasa en el ojo? ¿Por qué haces gañotas?
– No lo sé. Me tengo que ir, no me encuentro bien…
– Compañero, si no controlas tus delirios acabarás tarumba.
– Estoy confundido. Desde hace algún tiempo tengo mareos y se me olvidan las cosas. A veces me cuesta llegar a casa, y no sé en qué piso vivo… ¿Crees que podría tener el mal de Alzheimer, la enfermedad del olvido?…
– ¡Qué olvido ni qué narices! -gruñó Cuxot-. Empinas demasiado el codo, eso es lo que te pasa.
– ¿Cuándo tendrás el retrato de mi amigo?
– Si esperas un poco te lo puedes llevar.
Pero no hubo tiempo para nada. De pronto se levantó un viento húmedo y el cielo se ensombreció, los folletos de colores empezaron a elevarse y a arremolinarse en el aire y en el cielo se instaló un tumulto gris de nubes y palomas. Marés volvió a notar un aturdimiento y como si la sangre retrocediera en sus venas. Recogió su dinero y su acordeón y, empujado por un torbellino de pesadumbres, las manos en los bolsillos y la cabeza entre los hombros, se fue de allí como alma que lleva el diablo y con un ojo ciego.
En medio de ese vértigo que a ratos le confundía y a ratos le estimulaba, intuyó que debía preservar algo que de algún modo tenía que ver con la propia estima, dondequiera que ésta se hallara después de tantos años de haberla perdido. Apresuradamente, frente a la ceniza del espejo, recompuso la imagen de Faneca y luego encendió un cigarrillo y se relajó. Se puso el traje marrón a rayas y se cepilló la americana cruzada. La sangre volvía a latir en sus venas. El ojo verde le miraba de nuevo alegre y zumbón detrás de la nube ciega del espejo, mientras el humo del cigarrillo se enroscaba en su cara serrana.
– No volverás a joderme, Marés -dijo-. Me enseñarás a tocar el acordeón y ya no te necesitaré para nada.
Abrió la nevera y comió unas lonchas de jamón dulce y dos manzanas. Luego sacó una maleta pequeña de lo alto del armario y la llenó de ropa interior, camisas, calcetines y un par de corbatas. No encontró la camisa de seda rosa y pensó: «Se la habrá puesto él.» Se trajo del baño las cosas de afeitar y también las puso en la maleta. Finalmente se sentó a la mesa y escribió una nota: «Querido amigo Marés, estoy impaciente por recibir noticias de tu ex mujer. Temo que en cualquier momento pueda llamar o presentarse en la pensión sin encontrarme. Así que he decidido estar allí por las tardes. Con tu permiso me llevo algo de ropa y tus cuadernos de memorias para que Norma los lea, sé que le gustarán mucho. Necesitaré algún dinero, así que me llevo también un talonario y copiaré tu firma. Un abrazo. Faneca.»
Consultó la hora, las tres y media, preparó café y con un chorrito de coñac se hizo un carajillo. Tomó el primer sorbo y decidió no esperar los acontecimientos, sino precipitarlos. Era un sábado y confiaba encontrar a Norma en casa, relajada y receptiva, tal vez en bata y aburrida de estar sola… La Norma cegata y perezosa y doméstica que Marés conocía bien, la Norma que se alegrará secretamente de verte, Faneca, se dijo.
Media hora después, con la maleta en la mano y los cuadernos bajo el brazo, estaba en Villa Valentí.
– Dígale a la zeñora que le traigo lo que me pidió -dijo a la criada filipina-. Las memorias de su marío.
La muchacha le hizo pasar a la misma salita que la otra vez. El sol encendía los vitrales, pero en la estancia predominaba la penumbra. El viejo parquet crujía tan agradablemente bajo sus pies, y ese crujido le traía tan gratísimos recuerdos, que prefirió no sentarse. Mientras esperaba hojeó los cuadernos escolares. Eran tres, con las cubiertas grises bastante sobadas y las páginas pautadas llenas de una caligrafía neurótica, pero perfectamente legible. «Menos mal que Marés tiene buena letra», se dijo.
Lo mismo que la otra vez, Norma Valentí le recibió con una chispa de curiosidad en los ojos y una falacia en el trato: no le interesaba tanto lo que traía aquí al personaje como el personaje mismo. Llevaba un ceñido pantalón blanco que realzaba su hermoso trasero y una blusa floreada, iba descalza y un poco despeinada y exhibía un aire juvenil y desmañanado. No apartaba los ojos del charnego tuerto y arrogante y a ratos parecía estar conteniendo la risa.
– Lo leeré esta misma noche -dijo después de agradecer los cuadernos-. Tengo una gran curiosidad… ¿Me trata bien?
– Habla de uzté fabulozamente, con gran sentimiento y doló. Al perderla a uzté, perdió la razón… Pero más que nada, en esos papeles recuerda su infancia.
– Me contó muy poco de su vida. Me casé con un desconocido. Siéntese, por favor.
– ¿Qué le gustaría a uzté saber? -Se sentó muy tieso en la butaca, ladeando un poco la cabeza para verla con el ojo destapado-. Lo sé too sobre este infeliz.
Norma se sentó en el diván replegando las piernas y aceptó el cigarrillo que él le ofrecía.
– Gracias. Por ejemplo, ¿era de verdad huérfano? ¿O es que no quería hablar de sus padres?
– Su madre le daba al morapio una cosa mala, zeñora Norma. Padre no tenía. Mejor dicho, no quería que se supiera que era hijo de un ilusionista.
– ¡Un ilusionista! ¡Qué bonito!
– De bonito, res, maca -se le escapó. ¡Cuidado, imbécil!, se dijo con la voz neutra, y de pronto no supo a quién pertenecía esa voz y se desconcertó, sufrió un amago de vértigo: la memoria del yo se le quedó escindida, en tierra de nadie, durante unos segundos angustiosos.
Ajena al desliz, Norma encendió el cigarrillo con la cerilla de él y luego dijo, pensativa:
– Ya que lo menciona… Ahora veo que, en cierto sentido, Joan heredó muchas cosas de ese… ilusionista.
– Huy, no lo sabe uzté bien. El Juanito Marés que uzté conoció era un cuento chino, un camelo, un personaje fabulozo inventado por un muchacho soñador de la calle Verdi. Un delirio personal del propio Marés.
– Puede ser. Pero el amor que sentía por mí era auténtico. Lo fue desde el primer día.
– Digo. Pero era un desgraciao…
– ¿Era? Habla usted de él como si hubiera muerto.
– Siento como que ha muerto, zeñora. Me da mucha pena, pero las fatigas que está pasando, él se las buscó. Este muchacho era algo así como el timo de la estampita, y ahora lo está pagando. Yo me considero su mejor amigo, el único que le comprende, pero de verdá que no sé cómo ayudarle. Cada día que pasa nos entendemos peor. Yo soy un echao palante, y él es un saborío. -Ladeó la cabeza con cierta coquetería y se ajustó el parche del ojo, luego comprobó la posición de la cinta en la nuca y añadió-: ¿Uzté cree que es normal eso de darle al acordeón en la calle, un día y otro día, y asín hasta que se muera? Compartimos unos recuerdos, eso es to lo que nos une. ¡Hay que ver cómo se ha echao a perder ese muchacho! ¡Un catalán tan guapo, inteligente y cultivao!
– Sí, pero… se tomaba demasiado en serio.
– Hoy es un pingajo en una esquina, una calamidad.
– ¡Qué exagerado es usted! Pero me gusta oírle hablar de Joan, resulta muy divertido -entonó Norma, y con la mano se rascó el empeine del pie. Llevaba las uñas de las manos y de los pies pintadas con esmalte blanco transparente-. ¿Le apetece tomar algo?
– Pues una copita de jerez no vendría mal.
Norma llamó a la doncella y pidió el jerez y dos copas. Después guardó silencio un rato. Ovillada en el diván, abrazada a sus rodillas, miraba al murciano como hipnotizada.
– Hay algo en usted que me tiene intrigada -dijo finalmente-. Creo que, en el fondo, usted no aprecia a Joan.
– Le quiero como a un hermano. Pero me jode ver cómo se está matando.
– Me he preguntado muchas veces qué hizo cuando yo le dejé, cómo se las apañó… Bueno, de qué vivía.
– No le gusta hablar de eso. Según Cuxot, su compañero de fatigas, se puso a hacer reparaciones eléctricas por su cuenta.
– Lo que no me explico es esa caída vertiginosa en la mendicidad, en el arroyo… Quiero decir -añadió Norma, un poco asombrada de sus propias palabras-que no entiendo por qué se vio de la noche a la mañana convertido en un pobre músico callejero.
– Ni él mismo sabe explicarlo. Dice que una mañana, después de levantarse de la cama, en Walden 7, se miraba en el espejo del cuarto de baño, y que el espejo lo atrapó. Eso dice él. Que no podía escapar de allí, del espejo, por más que intentara mover las piernas: como si las tuviera atornillás al piso, oiga. Y dice que estuvo allí mirándose dos horas y media, y que después se vistió con ropas viejas y se puso un par de zapatos destrozados, se compró un acordeón de segunda mano y fue a sentarse en las escaleras del metro, extendió ante él una hoja de periódico y se puso a tocar. Así fue como empezó. ¿Uzté lo entiende? Menda tampoco.
Norma admitió que, en efecto, tenía que haberle pasado algo raro. Una fuerte depresión, seguramente. La doncella trajo el jerez y Norma le sirvió una copa al charnego y luego se sirvió ella, mientras le pedía, un poco excitada, que le contara más cosas de Joan, por favor. Fue complacida durante media hora y tuvo la sensación de que Faneca hablaba de su amigo como si de un fantasma se tratara, una máscara, un impostor. Envuelto en el humo de su cigarrillo, distante y sarcástico, el charnego evocó el barrio y la casa de Marés, la madre alcohólica y sus amigotes de la farándula, el padre desconocido que al parecer no era otro que el Mago Fu-Ching, la niñez rapiñosa y ventrílocua y contorsionista y las actuaciones de El Torero Enmascarado en las varietés del cine Selecto en los años cuarenta, un número de rapsoda que hacía Marés de niño y que consistía en recitar pasodobles y cuplés vestido de torero y con antifaz, tuvo bastante éxito. Y también evocó las fantasías de niños que urdieron juntos, las áureas cúpulas de Villa Valentí y el gran eucalipto del jardín y la verja interminable y las locas carreras con el patín de cojinetes a bolas, la Araña-Que -Fuma y el pequeño teatro de la parroquia, luego las agrupaciones de aficionados de Gràcia, el Orfeó Gracienc y La Violeta, los primeros papeles de galán, la muerte de su madre, el encuentro con Norma en la sala de actos de los Amigos de la Unesco… Hablaba del pasado de Marés con despego, sin afectación alguna, como si se tratara de un hombre al que había estado muy unido alguna vez pero con el que ahora ya no tenía nada que ver.
– Usted es su mejor amigo, no hay duda -admitió Norma.
– Lo fui.
– Si no lo fuera, no sabría tantas cosas de él. -Esperó otro rato, observándole atentamente, y cuando iba a añadir algo él se levantó y dio unos pasos por la salita cojeando levemente, erguido, una mano en el bolsillo y en la otra la copa de jerez, dejándose mirar. Finalmente Norma dijo-: ¿Qué es eso de El Torero Enmascarado?
– Cuando Marés tenía catorce años ya sabía tocar el acordeón y recitaba poesías
– contó él-. Todo lo aprendió de un artista de varietés, un jotero retirado que estuvo viviendo un par de años con su madre y que tuvo por nombre artístico El Maño de los Pies de Oro. El chico había trabajado en el garaje del señor Prats y luego con un electricista, pero lo había dejado y soñaba con dedicarse a algo grande. Por mediación del jotero, que estaba relacionado con el mundo de las variedades, Marés estuvo actuando algunas semanas en los cines Selecto y Moderno, que ofrecían espectáculo al concluir la proyección de películas. Aparecía en los carteles como El Torero Enmascarado y ocultaba su identidad bajo el antifaz, pero en seguida supimos que era él, dijo Faneca. En escena lucía un traje de luces y tocaba el acordeón y recitaba poesías y letras de pasodobles. El chaval gustó mucho, pero hizo una carrera efímera: su madre y el jotero tuvieron la peregrina idea de incluir en su repertorio poesías en catalán y sardanas, y eso propició el fracaso. Un día, en el cine Selecto de la calle Major de Gràcia, el niño torero fue abucheado y su orgullo quedó tan maltrecho que no quiso volver a salir a escena vestido de luces.
– ¡Qué historia maravillosa! -dijo Norma.
– No debe extrañarle que Marés nunca l'hablara de eso. No le gustaba recordar sus fracasos. Y hay otra cosa que uzté no sabe: su marío vino a este mundo como quien se mete en una caja de zapatos.
Norma se echó a reír.
– ¡Pero ¿qué dice usted?!
– Que me muera aquí mismo si no e verdá.
Según contaba su madre cuando el morapio la ponía alegre, dijo Faneca muy animado, Marés nació exhibiendo sus habilidades de contorsionista. No es sólo que naciera de culo, sino que lo hizo también y al mismo tiempo de cabeza, es decir, doblado como esas muchachas ayudantes de ilusionistas que son capaces de introducirse en una caja de zapatos con la cabeza entre las piernas.
– ¡Pero esto es fantástico! -exclamó Norma-. Jamás oí nada semejante.
– Digo. La pura verdá.
Su boca mantenía el rictus altanero, levemente irónico, que intrigaba a Norma: a ratos parecía interesado en que ella no acabara de creer ni en sus palabras ni en su apariencia, como invitándola a penetrar una verdad más íntima que había de satisfacerla mucho más. Después de otro silencio, durante el cual se observaron mutuamente, Norma se quitó un momento las gafas para limpiarlas con un pañuelo y dijo:
– Y ahora ¿por qué no hablamos un poco de usted?
– Mi vía no tié ningún interés.
– Usted qué sabe. ¿Cuántos años tiene, Faneca?
– ¿Cuántos me hace?
– Usted es más joven que Joan. Cuarenta…
– Dejémoslo así.
– ¿Signo del zodiaco?…
– Géminis.
– ¡Ah! Doble personalidad.
– Digo. Yo too lo tengo doble, menos la vista.
– Y a su edad, y viviendo en Barcelona, ¿cómo es que no habla usted catalán?
– He estao trabajando en Alemania muchos años…
– Aun así, hombre -insistió Norma-. Debería acordarse. Venga, algo sabrá. ¿De verdad no sabe decir nada en catalán?
– No, en serio.
– Pero ¿nada de nada de nada? ¡No me lo creo!
El juego parecía divertirla e insistió, riéndose:
– No me diga que se siente usted incapaz de pronunciar una palabra, una sola. ¡Vamos, hombre!
– Bueno, ya que se empeña uzté… De niño aprendí a decir una cosa que le oí muchas veces a un vecino mu guarro.
– ¿Qué cosa?
– Es que yo pronuncio mu malamente. Y me da un poco de vergüenza.
– Es natural que tenga usted acento, pero eso es lo de menos; no debe avergonzarse.
– No es solamente por el acento, no, zeñora…
– ¡Entonces dígalo, hombre! ¡Atrévase!
– Bueno. Allá voy.
Carraspeó un par de veces y se acomodó en la butaca con la espalda muy recta, miró a Norma fijamente a los ojos procurando traspasar los gruesos cristales de sus gafas de miope y dijo con la voz impostada, ronca:
– Fes-me un francès, reina.
Norma permaneció un rato callada. Ni siquiera pestañeó.
– ¿Solamente eso? -dijo por fin, y sus labios ya no sonreían como antes-. Me refiero a si no sabe decir otra cosa. ¿Quiere un poco más de jerez?
Se había levantado y llenaba las copas. Para ver mejor lo que hacía, ya que estaba de espaldas a la luz de la ventana, se desplazó alrededor de la mesa y entonces quedó de espaldas a él y ligeramente inclinada, con las nalgas enhiestas bien ceñidas por el pantalón blanco. El murciano fulero consideró con su ojo verde la pieza y la ocasión y se dijo: «Ahora o nunca.» Lo decidió en cuestión de segundos, pero en realidad lo llevaba escrito en la frente desde que entró en Villa Valentí. Caminando con altivez se acercó a Norma por detrás y, sin pensarlo dos veces, depositó suavemente la mano derecha en la nalga. Tenía la sensibilidad casi en suspenso por la emoción del momento, pero aun así la mano pudo calibrar la sorprendente firmeza del trasero, su juvenil encabritamiento. Le pareció, curiosamente, un culo hospitalario y desconocido, que nunca había sabido explorar y que en cierto modo ya no le pertenecía. Dejó la mano quieta en la nalga y esperó acontecimientos. Lo peor no sería una bofetada o una sarta de insultos -se dijo-, sino quedarme de pronto aquí solo y ver llegar luego a la doncella invitándome con fría indiferencia a abandonar la casa… Sin embargo, no ocurrió nada de eso. Norma volvió tranquilamente la cabeza y le miró con sus ojos indescifrables, enterrados en una vorágine cristalina de círculos concéntricos, y luego dedicó nuevamente su atención en lo que estaba terminando de hacer, llenar las copas de jerez. Su nalga no acusó sorpresa ni temblor alguno, el menor respingo o retraimiento; indiferente, dura, estaba allí soportando la mano abierta como si no tuviera nada que ver con ella. Todo ocurrió muy rápido, pero al charnego le pareció eterno: muy pegado a la espalda de Norma, pero sin rozarla, aspirando el cálido aroma de sus cabellos y su nuca, su mano se demoró en la presa, sobándola ahora discretamente. Entonces, habiendo ya terminado de llenar las copas, ella se volvió despacio.
– Tiene usted bastante caradura.
– Lo he hecho con la mejó volunta, zeñora.
– No me diga.
– ¿La he ofendío?
– No haga preguntas idiotas. -Se sentó y cruzó las piernas muy despacio, sonriendo sin mirarle-. Pero no vuelva a hacerlo. Y menos en mi casa.
– E uzté una mujé maravillosa.
Ella entornó los ojos recelosamente:
– ¡Virgen Santa! Me gustaría saber qué le habrá contado Joan de mí…
– Que está acostumbrada a manejar a los hombres.
– Eso es casi un insulto. Pero hablaremos de todo eso en otro momento, tal vez. He pasado un rato la mar de entretenido, Faneca, y se lo agradezco. -Se levantó y le tendió la mano-. Cuando me haya leído esos cuadernos de Joan le llamaré a la pensión y quizá me anime a hacerle una visita. Creo que me gustaría ver la calle donde se criaron usted y el fenómeno de mi marido…
– ¡Fabulozo! ¿Y cuándo será eso?
– No lo sé. Ahora váyase.
No fue acompañado a la puerta, pero se sintió observado en el jardín y sobre todo al pararse junto al estanque de aguas verdes, donde recordó una vez más el áureo y escurridizo pez que un día saltó de las manos de Marés para hundirse en la nada. Calma, Fanequilla, se dijo en voz baja, a ti no te pasará lo mismo. Sabemos lo que a ella le gusta, una lengua charnega lamiendo su cuerpo catalanufo, una lengua caliente, áspera y parsimoniosa como la de un gato, eso es lo que ella secretamente desea, la conocemos bien…
Sabiéndose observado desde la ventana, caminó con garbo por el sendero de grava hacia la verja donde campeaba el dragón, iba envarado, estupendo, la mano en el bolsillo y cojeando levemente.
Carmen entró en la sala con las manos en la cintura y sorteando hábilmente los muebles que no veía, sin necesidad de tantearlos y sonriendo a la nada. El sol maduro de la tarde encendía la ventana abierta y sus ojos ciegos se orientaron hacia la luz.
– ¿Dónde está, señor Faneca?
– Aquí, niña, en la ventana.
– ¿Qué hace?
– Estoy mirando la calle.
Ella se sentó en la mecedora, frente al televisor apagado, y no dijo nada. Desde la cocina llegaba la voz de su abuela discutiendo con el señor Tomás. Al cabo de un rato Carmen dijo:
– ¿En qué piensa, señor Faneca?
– ¡Bah! En tonterías. Pensaba en cómo era esta calle hace cuarenta años, cuando yo era un chaval…
– ¿Cómo era?
– Pasaban más cosas… Lo único seguro es que no había coches aparcados día y noche ni semáforos. Lo demás se me olvidó.
La muchacha suspiró y dijo:
– A mí se me están olvidando los colores. Sé que el mar es azul y el árbol es verde y la sangre es roja, pero esos colores ya casi no los recuerdo… A veces me confundo y me imagino el mar de color negro. Y es horrible.
– Bueno, qué más da -dijo Faneca queriendo animarla-. Figúrate una paloma de color rosa. ¡Qué bonita!…
– Dentro de poco olvidaré el color de las flores. -Pensativa, añadió-: Olvidaré el arco iris, señor Faneca.
Él la miró con tristeza, pero reaccionó en seguida:
– Bien, en tal caso también olvidarás la sangre y las banderas… No hay mal que por bien no venga, niña.
– Estoy empezando a olvidar las caras de las personas -dijo Carmen-. Eso es lo más terrible. Apenas me acuerdo de la cara de mi abuela. Pasan los años y las facciones de la gente que he conocido se borran de mi memoria…
– Pues tanto mejor, criatura. Anda por ahí mucho feo.
– Por favor, no se lo diga a mi abuela, no quiero entristecerla.
– Claro, niña.
Carmen se balanceaba en la mecedora. Sus ojos grises parpadeaban ahora mucho, como si quisieran apresar la luz.
– Pero no todo lo tengo tan negro, ¿sabe? -sonrió animosa-. Por ejemplo, yo siempre sueño en tecnicolor.
– ¡Aja! Eso es fabulozo.
– Por eso me gusta tanto dormir. Y las películas de la tele que usted me explica también las veo en maravillosos colores… ¿Todavía está en la ventana, señor Faneca?
– Aquí estoy.
– ¿Y qué se ve ahora en la calle? ¿Sería tan amable de contarme lo que ve?
El se quedó pensativo. La calle que siempre le había parecido un alegre tobogán sobre la ciudad, la calle trampolín de sus sueños juveniles, estaba desierta. Ni un niño jugando en el arroyo.
– Un gato verde está cruzando la calle -dijo por fin en tono pensativo-. S'ha parao en la acera contraria, frente al bar, y se lame una pata. Y una paloma rosa s'ha posao aquí en la ventana, y no se va, y te mira a ti, niña…
– Mentiroso -se rió la ciega.
En los días siguientes, Marés dedicó las mañanas a tocar el acordeón en las Ramblas. A media tarde se iba a casa y al anochecer Faneca aparecía pulcro y resalado en la pensión Ynes, dedicando carantoñas a la señora Lola y a Carmen. Vestía siempre su traje marrón a rayas y exhibía el parche negro en el ojo con altanería no exenta de chunga. Al cabo de una semana, el personaje empezó a comerle el terreno a la persona: Faneca se dejaba caer por la pensión cada vez más temprano, primero a media tarde y luego, poco a poco, adelantó el horario y finalmente aparecía ya después de comer.
Marés sentía desintegrarse día a día su personalidad. Puesto que el astroso músico callejero era también, en el fondo, un personaje inventado, empezó a ser expoliado: algunas mañanas no era capaz de articular una palabra en catalán, tocaba el acordeón con el parche en el ojo y con patillas, y parecía ausente. Le dijo a Cuxot que así inspiraba más compasión a los transeúntes y que, además, veía mejor. A veces Cuxot le oía referirse a sí mismo como si se tratara de otro, como si no estuviera allí, y siempre con tristeza: «Este capullo de Marés me da pena, le van a poner los cuernos otra vez…» Fumaba cigarrillos negros emboquillados y bebía a morro de una botella de Tío Pepe. Dejó de vérsele encogido y su cuello se estiró y caminaba envarado, y una extraña parsimonia se adueñó definitivamente de sus manos y de su voz, una gestualidad ceremoniosa y altanera. Pese a ello, en términos generales parecía más conformado consigo mismo, aguantando más el tipo, con un comportamiento más barroco y extrovertido. Su repertorio musical también se alteró: ahora tocaba pasodobles y coplas andaluzas que años atrás hicieron populares Imperio Argentina y Estrellita Castro, y solía colgarse en el pecho un cartón que llevaba escrito con rotulador rojo:
EX SECRETARIO DE POMPEU FABRA
CHARNEGO Y TUERTO Y SORDOMUDO
SUPLICA AYUDA
Cuxot terminó el retrato de Faneca al carbón y Marés se lo llevó a Walden 7, donde ya empezaba a vivir como un fantasma. Se veía con el rabillo del ojo flotando en los espejos, silencioso y remoto, improbable. Sentía que la máscara de Faneca le iba devorando, que los rasgos del charnego le estaban acuchillando el rostro, que la tiniebla del ojo derecho se afirmaba.
Por la tarde, en la pensión, se encontraba plenamente a sí mismo y desplegaba una gran actividad. Lo primero que hacía al llegar era preguntar a la señora Lola y a su nieta si le había llamado una tal Norma Valentí. La respuesta siempre era no. Solía encontrar a Carmen en la cocina, lavando platos o pelando patatas con sus ojos de ceniza fijos en el vacío, y a veces la ayudaba a secar los platos y bromeaba con ella. Desde hacía algún tiempo cenaba en la pensión y frecuentaba el bar de enfrente, donde solía jugar unas partidas de dominó con viejos jubilados que recordaban sus correrías de niño por el barrio con la pandilla. En su pensamiento, el Marés enamorado locamente de Norma era un espectro cada vez más lastimoso y Norma era una dulce fatalidad: estaba escrito que tenía que seducirla alguna noche, probablemente en su cuarto de la pensión, pero a menudo Faneca no recordaba cuándo ni por qué había decidido acometer semejante empresa. Entonces convenía consigo mismo en que lo único que podía hacer era esperar.
Sin apenas darse cuenta, su vida empezó a organizarse en torno a la muchacha ciega y su mundo de sombras. Cuando no tenía nada que hacer, Carmen le buscaba en su cuarto o en el bar El Farol, le cogía de la mano y con mimos y arrumacos le conducía a la sala, se sentaba ella en la mecedora y le pedía que le contara la película de la tele, y si no había película, los anuncios publicitarios, lo que fuera. Aquel mundo atrafagado y artificioso lleno de voces y melodías sugestivas, aquella otra vida en colores de la que ella sólo podía captar su rumor, intuir su pálida fugacidad, le llegaba a través de la voz impostada y persuasiva de Faneca, que se lucía especialmente con las películas: a Carmen era lo que más le gustaba que le explicaran, y, según ella, el señor Faneca sabía contárselas maravillosamente; le hacía ver la película, porque no se limitaba a explicar las imágenes, no sólo describía para ella los decorados y los personajes, narrando lo que hacían en todo momento y cómo vestían, también comentaba sus emociones y sus pensamientos más ocultos. Según el señor Tomás y el señor Alfredo, los dos huéspedes jubilados que solían asistir a estas sesiones, las películas ganaban tanto explicadas por el señor Faneca, que era mejor oírlas que verlas -aunque esa amable opinión, según entendió él, tenía por finalidad confortar el ánimo de la ciega-. En cualquier caso, era tanta la afición de la muchacha a estas películas explicadas, que alguna vez Faneca intentó zafarse de lo que ya empezaba a ser una obligación. Pero si cometía el error de asomarse a la sala y veía a Carmen sentada frente al televisor y bebiendo su luz, sola y esforzándose en imaginar lo que no veía, o manejando el mando a distancia compulsivamente, cambiando de canal en busca de una voz que la subyugara, le embargaba un sentimiento que no podía controlar y acababa por sentarse junto a ella y explicarle las imágenes. De noche, hallándose en el bar de enfrente jugando al dominó, después de cenar, veía entrar al señor Tomás o al señor Alfredo y buscarle con los ojos: que la niña había preguntado por él, que si no pensaba ir a ver la película, que quién se la iba a contar…
– Tiene usted mucha paciencia conmigo, señor Faneca -le dijo Carmen una noche-. No crea que no me doy cuenta.
– Llámame siempre que me necesites.
– Es que soy muy peliculera, ¿sabe?
– Digo.
– Me gustaría mucho hacer una cosa… ¿Me deja usted hacerla?
– ¿Qué cosa, niña? -Tocarle la cara. Ver cómo es.
– ¿Cómo me imaginas tú?
– Le veo con cara de buena persona. Alto, flaco, moreno… Pero quiero comprobarlo.
Alzó la mano y con las yemas de los dedos, como si tanteara algo muy frágil o quemante, recorrió suavemente sus facciones, demorándose brevemente en la fina nariz aguileña, en los pómulos altos, en las patillas, en los párpados y finalmente en el parche negro que le tapaba el ojo. Inmóvil, conteniendo el aliento, él la dejó hacer como si de un ritual se tratara, mirándose en sus ojos grises. Al tantear el parche del ojo, la mano se sobresaltó levemente.
– ¡Tranquila! Soy yo -dijo él con la voz suave-, Faneca, Fanequilla.
– ¿Sólo ve por un ojo?
– Pa lo que hay que ver, con un ojo nos basta y sobra a los dos.
A través de la ventana llegaron desde la calle unos ladridos de perro y griterío de niños. Carmen se acercó a la ventana y apoyó la frente en el cristal.
– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Por qué gritan los niños?
– Hay una paloma en la acera que no puede volar -le explicó Faneca-. Un perro le está ladrando y un corro de niños achucha al perro…
– Volvamos a la tele -le interrumpió ella, y fue hasta la mecedora-. Por favor.
La soledad se inventa espejos, pensó él al verla sentada nuevamente frente al televisor.
– Por favor, señor Faneca… ¿Dónde está?
– Aquí estoy, niña.
Casi cada mañana, Faneca acudía al apartamento de Walden 7 y cumplía el trámite cada vez más penoso de volver a ser el músico callejero y zarrapastroso que tocaba el acordeón en compañía de Cuxot o de Serafín el chepa. Gingiol
Un día de principios de junio, el músico callejero dejó de acudir a las Ramblas como cada mañana y Faneca pasó a ocupar una esquina en la plaza Lesseps tocando el acordeón vestido de luces y con antifaz negro. No volvió a ver a Cuxot ni a Serafín. Había adquirido un maltrecho traje de torero esmeralda y oro en una tienda de disfraces del Raval y decidió tomar prestado el acordeón de Marés y ganarse la vida más cerca de la pensión. Tocaba de pie vibrantes sardanas y el Cant dels ocells con un cartel en el pecho que decía:
El Torero Enmascarado
agradece a los catalanes
su provervial hospitalidad
Contra todo pronóstico, la combinación traje de luces/música catalana, el contraste entre la torería y la sardana atrajo la atención y las simpatías de los viandantes y la recaudación era buena, aunque no tanto como antes.
Fue por esas fechas, al mediodía de un domingo que no trabajó, y después de haber llevado a Carmen a pasear por el parque Güell, cuando Faneca efectuó una visita a Walden 7, que sería la última, aunque entonces no lo sabía. Su intención era hacerse con algunas prendas de ropa interior que habían pertenecido a Marés y luego visitar a la señora Griselda y regalarle el retrato al carbón que le había hecho Cuxot. Quería tener un detalle con ella antes de desaparecer de su vida para siempre.
El apartamento de Marés estaba limpio y ordenado, pero ya era una casa ajena, misteriosa y fría. Se le antojó la guarida de un solitario abandonada hacía mucho tiempo, y en la que aún se podían rastrear los espejismos de la pasión que un día albergó junto con las pesadillas recurrentes del desencanto. En el exterior las losetas seguían desprendiéndose y el singular y camaleónico edificio mostraba los muros descarnados, el cemento leproso de la falacia. Había sobre la mesa de la cocina un mensaje urgente de la mujer de la limpieza pidiéndole al señor Marés que diera la cara. Faneca se verificó en los espejos, a hurtadillas, y sintió nuevamente y con mayor intensidad que profanaba el reducto de un solitario, de alguien que no era feliz. Al entrar en el dormitorio vio extendida sobre la cama la camisa de seda rosa y, sobre ella, cinco talones bancarios en blanco con la firma de Marés, acompañados de una nota:
«Querido Fanequilla: ahí te dejo mi camisa favorita; sé que te gusta mucho y que siempre te hizo ilusión llevarla. También te dejo algunos talones firmados porque supongo que no andarás muy bien de dinero, con los gastos que últimamente has tenido. Y puedes llevarte lo que quieras de este agujero, a mí ya todo me da igual… Desde hace algún tiempo no me encuentro bien, creo que tengo la enfermedad del olvido. Temo que pueda ocurrirme algo malo de un momento a otro. Pero me acuerdo mucho de ti. Recibe un abrazo de tu amigo de siempre, que te desea suerte en la vida. Marés.»
Se quedó pensativo al pie del lecho. Cogió los talones, los dobló cuidadosamente y se los guardó en el bolsillo, luego cogió la camisa rosa y, sin poder contenerse, ocultó la cara en ella y se echó a llorar.
– Hola, Grise.
– Dichosos los ojos.
La viuda estuvo muy contenta de verle. Salía de la ducha y llevaba un gorro de plástico con florecillas verdes y amarillas y un albornoz rojo cereza. Le echó los brazos al cuello y le envolvió en un efluvio refrescante de agua de colonia. Faneca llevaba una bolsa de mano con la ropa de Marés y el dibujo de Cuxot enrollado bajo el brazo. Ella le hizo pasar y le ofreció una cerveza fría y almendras saladas y se empeñó en que se quedara a comer, pero él rehusó y le regaló su retrato dibujado al carbón. La señora Griselda se emocionó y prometió enmarcarlo y colgarlo en el salón, y después le regañó amablemente por haberse olvidado de ella tanto tiempo. Pero le perdonaba porque ahora tenía novio y era feliz, se llamaba Rafael y era acomodador de cine y llevaban dos meses saliendo juntos. No era tan elegante y juncal y guapo como él ni tenía los ojos verdes ni el pelo rizado, pero era una buena persona y la trataba con mucho cariño.
– La verdad es que desde que nos pasó aquello -añadió conteniendo una risita golosa-, desde que tú y yo vivimos aquella aventurilla, mi vida ha cambiado por completo. Fue como salir de una pesadilla, de una mala racha o qué sé yo. No he vuelto a sentirme sola, y además he adelgazado. Mírame, cielito mío, contempla mi figura. Quince kilos he perdido, y todo me está saliendo requetebién.
– M'alegro por ti, Grise -dijo él sin entusiasmo.
– Y ya no trabajo de taquillera en un cine de mala muerte. Ahora vendo caramelos y chocolatinas en el vestíbulo del Club Coliseum. ¿Qué te parece?
– Fabulozo.
Estaba abatido, como desorientado, y ella lo advirtió.
– Te veo tristón. ¿Qué te pasa, rey?
Faneca suspiró.
– Vengo de casa de tu vecino.
– Ah, ese amigo tuyo. -Frunció ella la boca desdeñosamente, su manita de porcelana cogió una almendra salada, pero la volvió a dejar en el plato-. Ese borracho del acordeón que habla solo. Últimamente se le ve poco. El otro día andaba por la Galería del Éxtasis como si le persiguieran, parecía un fantasma asustado. Pero no creas que me dio pena. Siempre ha sido un grosero y un mal educado.
– S'ha portao conmigo de puta madre, Grise -dijo él-. ¿Y quieres saber cómo se lo estoy pagando? Pues buscando la jodida manera de llevarme a su mujé a la cama… Como lo oyes, Grise. Qué clase de amigo soy.
– Pero ¿no me dijiste que su mujer lo abandonó…?
– ¡Maldita sea mi estampa! -dijo Faneca cabeceando pensativo-. Dentro de su bobería y su delirio, este hombre me da mucha pena. El sentimiento que todavía le inspira su mujé, aun sabiendo que ella es un pendón desorejao, y a pesar de que llevan años viviendo separaos, es que no se entiende… Este asunto me tiene muy amargao, Grise. Creo que me he metió en un lío.
– Pero ¿él sabe lo que te propones…?
– Pondría la mano en el fuego. ¿Y quieres ver lo que me acaba de regalar este capullo? -Sacó la camisa rosa de seda de la bolsa y se la mostró-. Mira. El muy capullo.
– Muy bonita. Muy fina -dijo ella examinando la tela-. Pero no te atormentes, rey. Si ella ya no es su mujer, no tienes nada que reprocharte. Tú has de procurar ser feliz. Y la felicidad es lo primero, ¿no crees?
– Sí, lo primero -dijo él, y sintió de pronto la imperiosa necesidad de sincerarse con alguien y le habló de Carmen, la muchacha ciega que se había acostumbrado a que él le contara películas y lo que se veía desde la ventana. Estuvo media hora hablando con entusiasmo de ella y de su abuela, de la pensión Ynes y del bar El Farol y de sus nuevos amigos, en lo alto de una calle que le pertenecía desde la infancia y que se empinaba hasta el cielo.
– Siento un gran aprecio por esa niña ciega -dijo-. Soy los ojos de esa niña.
– Eres muy bueno -dijo ella, y su papada sonrosada tembloteó.
– No soy bueno. Soy un hijoputa al que la vida hizo así… O sea, quisiera ser un buen hijoputa al que la vida hizo así…
– Ojalá ahora cambie tu suerte -insistió la viuda como si no le hubiera oído-. Las personas buenas como tú no tienen mucha suerte en esta vida.
Él no contestó y quedaron los dos un rato pensativos. Con su mano gordezuela y perfumada, la viuda le acarició la mejilla y sonrió feliz. Al retirar la mano, no resistió la tentación de juguetear con las almendras saladas del plato. Súbitamente, su mano se convirtió en garra y atrapó una almendra con la saña de una ave de presa.
– Me voy, Grise -dijo Faneca, y se levantó-. Sólo he venido a despedirme. M'alegro que hayas encontrao a un hombre que te quiera y te haga compañía, porque yo no volveré. He regresao a mi antiguo barrio, de donde creo que nunca debí salir, y allí me quedo.
– ¿Y no volveremos a vernos? No digas eso… Ven, dame un beso.
Se había echado furtivamente la almendrita a la boca y la masticaba con mal disimulada fruición. Él la observó mientras se inclinaba para darle un beso de despedida. Era verdad que había perdido varios kilos, aunque no los que decía; tal vez cuatro o cinco. Pero su resignada expresión de gordita sentimental y malquerida, su dulce conformidad consigo misma y con su pequeña y sobada porción de felicidad cotidiana, no se había alterado.
– Adiós, rey mío -dijo la señora Griselda desde la puerta-. Que seas bueno y que se cumplan todos tus deseos.
– Abur, Grise.
No había en su revoltada conciencia ni rastro del Marés que había sido, y el progresivo afantasmamiento del neurótico solitario de Walden 7 aumentaba de día en día cuando, la noche del 15 de junio, viernes, Faneca se disponía a explicar a Carmen la película que la tele había programado, una intriga de nazis envenenadores y amores contrariados. Era la sesión de la madrugada, hacia la una. Se había sentado junto a la ciega y tenía entre sus manos la mano de ella. Hacía calor. Estaba presente el señor Tomás, con la chaqueta del pijama y fumando sus torcidos pitillos hechos a mano. La señora Lola, después de dejar ordenada la cocina, también se había sentado un rato frente al televisor, pero el sueño la venció y se fue a acostar. En el momento en que iba a empezar la película, un muchacho vino corriendo de la calle y se asomó a la sala para decir al señor Faneca que una señora preguntaba por él en el bar El Farol.
– Está sentada a la barra -dijo-. Que si puede usted ir.
– ¿Sola?
– La acompaña un señor.
Eso le desconcertó. De todos modos, era el momento tan esperado. Soltó la mano de la muchacha ciega y se levantó. ¿Había previsto esa repentina desgana, esa sensación de vacío? No sentía la menor emoción, la menor impaciencia. Pidió disculpas a Carmen, que no ocultó su contrariedad, rogó al señor Tomás que le supliera en la explicación de la película y, antes de salir, comprobó su aspecto en el espejo de recepción. Vio a un charnego envarado y atildado mirándole a hurtadillas desde un ángulo del espejo, con media sonrisa socarrona y el ojo verde lubricado de malicia, seguro de gustar.
Caminando a pasitos cortos, la mano abierta en el bolsillo de la americana y la cabeza erguida, estilizando su desvarío, como si estuviera rodeado de gente y jaleado igual que un torero, cruzó la calle en línea recta y se paró en la puerta del bar al oír un ruido de pasos tras él. En la esquina de la pensión, el farol averiado parpadeaba reflejando sobre el lomo de los coches una luz esquiva y falaz. Había un hombre parado en mitad de la noche, con barba de varios días y un raído pantalón de franela gris, las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. Parecía desgraciado, a punto de llorar. Al ladearse, la luz jabonosa del farol resbaló intermitentemente sobre su cara y Faneca creyó reconocerle y se estremeció: Sólo le falta el acordeón, pensó apesadumbrado.
– ¿Qué haces aquí? -le dijo con la voz triste-. Vete, anda. Déjame en paz.
Dando cabezadas a las sombras, el hombre masculló confusos agravios y maldiciones, miró a Faneca desde el fondo de su borrachera o de su soledad sin nombre y luego dio media vuelta y se alejó encorvado, esfumándose en la noche.
Faneca entró en el bar. Había cuatro viejos jugando a las cartas y una pareja joven sentada en una mesa del fondo. Norma Valentí le esperaba en la barra bebiendo un whisky en compañía de Jordi Valls Verdú, que se movía nerviosamente de un lado a otro con la americana echada sobre los hombros y una copa de coñac en la mano. Discutían sin alzar la voz, pero con cierta crispación. El activista cultural había venido aquí a disgusto y maldecía en voz baja. Norma llevaba gafas oscuras y un pañuelo verde en la cabeza, y parecía algo achispada. Hizo las presentaciones:
– Faneca, Valls Verdú.
– Molt de gust -masculló Valls Verdú, acentuándose su expresión de contrariedad.
– Hola.
No se dieron la mano. El sociolingüista miraba el fondo de su copa y paseaba de un lado a otro, enfurruñado e impaciente. Norma había abierto su bolso y sonrió al charnego.
– He venido a devolverle las confesiones de mi marido -dijo.
Sacó del bolso los tres cuadernos y se los dio.
– ¿Le han gustado? -preguntó él.
– Estas historias del niño rapsoda y contorsionista que perdió el pez de oro tienen bastante gracia -dijo Norma-. Pero dudo que sean ciertas.
– Lo son. Uzté nunca creyó en él. Uzté nunca llegó a conocer bien a su marío…
– Eso es verdad -admitió Norma.
– Ja. No es coneix ni ella mateixa -gruñó Valls Verdú mirando a Faneca-. Oiga, la señora me ha dicho, ven, que esta noche conocerás a un murciano que es todo un espectáculo. Ja, ja -parodió una risa falsa-. ¿Y es usted el espectáculo? Pues no hay para tanto, oiga…
Norma le atajó en un tono helado:
– Vols callar, d'una vegada?
El sociolingüista pareció darse momentáneamente por vencido y asomó un componente de animalidad doméstica y apaleada en su cara, cierta resignación perruna. Daban ganas de darle una galleta o un terrón de azúcar, pero el charnego fulero optó por no hacerle caso y habló dirigiéndose a Norma:
– Marés ha sido siempre un pobre soñador, zeñora. -Y cabeceó reflexivamente-. ¡Qué le vamos a hacer!
– ¡No le tenga tanta lástima, hombre! -entonó Valls Verdú sin mirarle, mientras pagaba las copas-. Lo pasó muy bien, cuando lo mantenía esta pánfila. I ara,
anem-s'en, tu -añadió dirigiéndose a Norma-. No l'aguanto, aquest xarnego llefiscós. Apa, anem.
Norma se le encaró haciendo girar bruscamente el taburete y le habló entre dientes:
– A mí no em mana ningú. Jo em quedo.
– Estás feta una furcia.
– I tu un imbècil.
– Saps què et dic, maca? Que ja te'n pots anar a fer punyetes.
– Y tu a la merda.
El sociolingüista parecía haber perdido los papeles definitivamente. Muy nervioso, recogió las monedas del cambio sobre el mostrador y, dando media vuelta, se dirigió a la puerta de la calle y se fue.
– Vaya, siento lo ocurrido -dijo Faneca.
– Pues yo no -dijo Norma-. Menuda nochecita me ha dado el señor.
Apuró el contenido del vaso y él intentó hacerse una idea de lo que este catalanufo podía representar para Norma: seguramente han cenado juntos y han discutido y luego han estado bebiendo por ahí, o en casa de unos amigos, y después al salir ella aún tendría ganas de juerga y pensaría vamos a hacerle una visita sorpresa al murciano de la verde pupila y el parche de terciopelo negro… Y su fulano se había olido algo y había tratado de evitarlo, y había perdido.
– Lo que no le he traído es ese álbum de Fu-Manchú. No aparece por ninguna parte -dijo Norma. Esbozó una sonrisa húmeda y cambió el tono de voz-: Olvide lo que acaba de pasar, no tiene importancia. Mi vida está llena de momentos así… También he venido a que me invite a una copa -añadió agitando el vaso vacío-. Lo prometido es deuda.
– Digo. Eso está hecho.
Todo ocurrió según Marés y Faneca habían previsto, pero más rápidamente y casi por entero a iniciativa de ella, que en seguida se colgó de su brazo y se rió mucho cuando él insistió en que Marés estaba escondido en algún portal oscuro de la calle, esperándola.
– ¿Supone usted que me ha seguido hasta aquí? -dijo Norma.
– Digo.
– Eso es imposible. He venido en mi coche. ¿Seguro que era él?
– Yo juraría que sí -dijo Faneca.
– Pues aunque lo fuera, que no lo creo, no dejaré que eso nos amargue la noche… Qué bien le sienta el parche en el ojo, puñetero.
– Lo estará pasando muy mal, el pobre -insistió él, pensativo.
Norma agitó el hielo del vaso antes de beber un sorbo, sin apartar los ojos de Faneca.
– Y qué vamos a hacerle -dijo muy despacio, con una flema sexual enredada en las palabras-. Nosotros no tenemos la culpa de lo que le pasa, ¿verdad?
Faneca miraba su boca al responder:
– Digo. Pensará tal vez que le vamos a poner los cuernos.
– Quién sabe -Norma sonrió abiertamente, y de pronto pasó a hablar en catalán-: Vostè què opina?
– Zervió está aquí para lo que mande la zeñora.
– Així m'agrada. Té alguna cosa per beure a la seva habitació?
– Tengo una botella de Tío Pepe enterita.
– Doncs a què esperem?
Al salir del bar, cruzando la calzada, ella se paró un instante para admirar el espectral decorado que ofrecía la encrucijada de calles en pendiente bajo la luz mortecina del farol, y dijo: «Así que éste es vuestro barrio. Me gusta», y en su voz él captó una emoción antigua de niña bien, una bien controlada nostalgia del arrabal y sus peligros, y suavemente, inclinado hacia ella como si la protegiera de la noche y sus fantasmas, rodeó su cintura con el brazo para invitarla a seguir caminando hacia la pensión. Pero Norma no avanzó; le puso la mano en la nuca rozando la cinta del parche con los dedos y, nerviosamente, giró la cabeza hacia él. Al volverse Faneca, su boca se encontró con la suya, con su lengua cálida y convulsa, y cerró los ojos. El sabor inconfundible de ella lo mareó y lo trastornó; sintió que la mente se le iba lejos de allí y que recibía otros estímulos, otros reclamos. Entonces, durante unos segundos que le parecieron eternos, no supo quién era: el suyo era un beso de nadie en tierra de nadie, a medió camino entre el deseo loco de Marés y la conciencia intermitente de Faneca. Finalmente el deseo se impuso y de pronto, mientras aún duraba el beso en la calle, Marés temió ser reconocido: tuvo entonces, quizá por última vez, conciencia fugaz de quién era y de lo que estaba haciendo, un enmascarado loco de amor que había tramado una falacia disparatada para reconquistar a su mujer. Ese largo beso había trascendido la máscara y rescataba por un breve instante al desdichado músico callejero, que ahora se sentía indefenso y vulnerable y se preguntaba si el beso no le iba a delatar. En efecto, la lengua endiablada de Norma, que buscaba la suya y se enroscaba y porfiaba en su paladar, que exploraba sus dientes y sus encías, ¿acaso no era capaz de reconocer la boca que tanto había frecuentado, identificando a su marido a través del beso?
Pero esa percepción del otro iba a resultar pasajera, eran los últimos coletazos de una personalidad desahuciada y repudiada, y el murciano fulero recuperó su afán y volvió a imponer sus barrocas maneras en el beso y en la mente, sofocando cualquier temor. Poco a poco, Faneca sintió que se le remansaba el pulso, y supo que ése era nuevamente su pulso. Cinco minutos después estaban los dos en la habitación de él revolcándose a oscuras sobre el lecho, desnudos a medias. A través de la ventana abierta, el farol de la esquina arrojaba sobre ellos su luz intermitente y desquiciada, congelando el abrazo en cada flash. Norma cogió la ardiente cabeza del charnego con ambas manos mientras se dejaba dulcemente separar los muslos, y con sus frotamientos desasosegados a punto estuvo de desbaratar la peluca, el disfraz y la falacia. Hasta que logró dominar la situación, Faneca las pasó moradas. Se le despegó una patilla y no la pudo recuperar hasta pasado un buen rato, camuflada en el pubis impetuoso de Norma. El parche del ojo también corrió peligro y un par de veces se lo encontró en la boca. Todo eso hizo que tuviera una erección lenta, dándole tiempo a Norma de alcanzar un grado superior de excitación. Finalmente, cuando se sintió bien, se echó de espaldas y dejó que ella cabalgara sobre su sexo sin tocarla con las manos, que los dos mantenían unidas con los dedos entrelazados. En sus acometidas, Norma echaba la cabeza hacia atrás y bisbiseaba confusas jaculatorias en catalán. La primera oleada del orgasmo los pilló a los dos por sorpresa, y en la culminación del éxtasis el murciano exclamó: «Hi ha cap peeeeeell de cu-niiiiiill…!», sumiendo a la sociolingüista en el mayor desconcierto.
¿Puede un cuerpo guardar memoria de otro cuerpo, de su comportamiento en el lecho, de su entrega y generosidad, de sus excesos o de sus carencias? Tiempo atrás, Marés se había planteado, pensando en este momento, la posibilidad de que Norma reconociera su cuerpo incluso a oscuras: por el tacto, por la forma personal de los abrazos, por su ritmo y su cadencia al hacer el amor, por la textura del placer… Pero a la hora de la verdad -o más bien de la mentira-, Faneca no llegó a plantearse esa cuestión: su conciencia no podía temer nada, puesto que nada o casi nada quedaba en ella del repudiado marido de Norma.
Por lo demás, todo fue tan rápido que apenas le dio tiempo a pensar. Mientras él recomponía su aspecto, Norma se sentó al borde de la cama con aire de gran fatiga y se mostró expeditiva y algo malhumorada, al parecer consigo misma. El extraño alarido del murciano no sólo la había confundido; le había metido en el cuerpo un miedo antiguo, irracional y paralizante. No quiso que él encendiera la luz de la mesilla de noche, y con su espejito de mano, a la luz del farol que entraba por la ventana, se pintó los labios y se peinó, terminó de vestirse y recuperó sus gafas. Comentó lo tarde que era sonriendo, sin la menor convicción, y de pie, apoyándose en la manecilla de la puerta, se bebió de un trago la copita de vino que él le ofreció. Qué rico, dijo al devolverle la copa, y abrió la puerta. Faneca le dedicó una tímida sonrisa, pero no hizo nada por retenerla y la siguió escaleras abajo procurando no hacer ruido.
La luz del televisor hacía guiños en la penumbra de la sala y se oían las voces ahuecadas de la película y también la voz de Carmen preguntando qué pasa ahora, qué está haciendo Alicia. Nadie le respondió. Faneca cogió suavemente el codo de Norma y la acompañó hasta la calle. Estaba deseando dejar a la señora de Marés en su coche y volver junto a la ciega.
Todas las ventanas abiertas vomitaban a la calle el mismo programa de TV, la misma voz y la misma risa -falsas, de doblaje- de Ingrid Bergman. Se despidieron junto al coche de Norma, y luego ella, al soltar el freno de mano, se volvió a mirarle con una sonrisa cansada. Pero el murciano ya había vuelto la espalda y cruzaba nuevamente la calle camino de la pensión.
Ahora que todo había terminado, Faneca sintió que le invadía un sentimiento de alivio y culpabilidad. ¿Por qué se había embarcado en esa aventura tardía y un poco decepcionante? ¿Qué tenía de especial esa mujer, con sus treinta y ocho años, funcionaría de la Generalitat, separada y liada con otro hombre, un catalanufo monolingüe y celoso? ¿Qué tenía él que ver con toda esa gente?
Cuando se disponía a entrar en la pensión, una sombra entre las sombras se movió a su derecha y oyó un carraspeo miserable y reiterados escupitajos, como de alguien que acabara de vomitar. Distinguió en la oscuridad el ancho pantalón de franela gris y la despeinada cabeza gacha apoyada contra la pared. Parecía que iba a caerse de un momento a otro. Tampoco ahora recibía la luz de cara, pero Faneca creyó reconocer sus hombros derrotados.
– ¿Todavía estás aquí? -le dijo con la voz triste-. ¿Qué esperas, pobre amigo?
El borracho sufría arcadas que le doblaban la espalda.
– Malparit -masculló entre dientes.
– Vete, ya acabó todo -dijo Faneca-. Hazme caso.
– Eggrrr…
La sombra se balanceó hacia adelante y pareció que iba a decir algo, pero finalmente escupió al suelo.
– ¿Por qué te torturas así, Marés? -se lamentó Faneca-. Estás buscando tu perdición. Vete a casa, anda, vete.
– Torracollons. Malparit -insistió el otro con ronca voz.
– Qué pena me das, compañero. ¡Qué pena más grande!
– Egggrrr…
Los puños hundidos en los bolsillos del pantalón, el hombre se tambaleó, dio media vuelta y se perdió en la oscuridad, soltando su perorata de borracho solitario.
Faneca le estuvo mirando con la mano apoyada en la pared y lágrimas en los ojos hasta que desapareció; luego recostó la frente en el brazo y permaneció así un buen rato, pensando en el triste destino de su amigo, antes de refugiarse en la pensión.
– ¿Y ella qué hace, señor Faneca? -dijo Carmen-. ¿Dónde está ahora?
De pie tras la mecedora donde se sentaba la muchacha, las manos apoyadas en el respaldo, él veía la película por los dos con una sola pupila camuflada de verde. La luz plateada inundaba la sala y el sueño en blanco y negro de la pantalla anidaba coloreado en los ojos de ceniza de Carmen. El señor Tomás se había dormido apaciblemente en su butaca.
– Ahora Alicia s'acerca al tocador -explicó Faneca con la voz suave y persuasiva, neutralizando en lo posible el acento del sur-. Se mira en el espejo y luego mira el llavero de su marido, donde se encuentra la llave que debe coger sin que él se entere… Lleva un vestío de noche precioso, negro, con los hombros desnudos. ¡Qué hermosa se la ve, niña, qué mujer tan fascinante y fabuloza! La sombra de Alex, su marido, se proyecta en la puerta del cuarto de baño mientras termina de peinarse… Ahora Alicia observa esa sombra y vuelve a mirar las llaves, temerosa. ¡Es muy arriesgado lo que se propone! Cada vez que la sombra desaparece de la puerta, la mano de Alicia se acerca al llavero… Pero la voz de Alex la sobresalta y ella aparta la mano, disimulando, retocándose el peinado ante el espejo…
– Preferiría que el señor Devlin no viniera esta noche -dijo Alex desde el cuarto de baño-. No puedo reprocharle a nadie que se enamore de ti, pero sería conveniente que evitáramos todo cuanto pueda producir una falsa impresión. ¿Comprendes, querida?
– Sí, sí, comprendo.
– Ahora ella ha cogido por fin el llavero -dijo Faneca-, y está intentando sacar la llave que le interesa… Sus manos nerviosas…
– Dentro de un momento estaré contigo, querida -dijo Alex en el cuarto de baño.
– Su marido, Alex Sebastian, es un hombre bajito de rostro muy expresivo y sonrisa afable. Está muy elegante con el esmoquin…
– ¿Y ahora qué pasa? -dijo Carmen.
– Ahora Alicia se apresura a dejar el llavero de su marido en el mismo sitio, mientras guarda en su mano la llavecita que ha cogido. Es la llave de la bodega, la llave que le ha pedido Devlin… Alex sigue en el cuarto de baño y no ha visto nada… ¡Pero casi la pilla, porque sale en este momento y se dirige hacia ella con los brazos abiertos!
– ¡Querida, estás espléndida!
– ¡Y ahora la coge de las manos! -siguió Faneca-. ¡Qué momento de peligro! Recuerda, niña, que la mano izquierda de Alicia permanece cerrada porque en ella guarda la preciosa llave. Pero su marido no parece darse cuenta, extasiado ante la contemplación de la bella Alicia. -Carmen notaba ahora las manos afables y protectoras del señor Faneca posadas en sus hombros, y su voz amiga junto al oído-. ¡Pero qué situación más comprometida! ¡¿Y si él descubre la llave en su mano?!
– Amor mío, no es que desconfíe de ti -dijo Alex-. Pero cuando uno se enamora a mi edad, cualquier hombre que mira a nuestra esposa es una amenaza… ¿Me perdonas que te hable así? Estoy muy arrepentido. Perdóname.
– Y ahora él acerca a sus labios el puño cerrado de Alicia, lo abre despacio y besa la palma de la mano cariñosamente. Por fortuna es la mano derecha… La angustia se refleja en el rostro de Alicia: su puño izquierdo, en el que esconde la llave, sigue aprisionado en la otra mano de su esposo. ¡¿Y si él abre esa mano para besarla, tal como acaba de hacer…?!
– ¡Dios mío! -exclamó Carmen, y llevó la mano a su hombro buscando la del señor Faneca.
– Alex se dispone a abrir el puño de Alicia… Ella está nerviosa, teme lo peor. Y cuando está a punto de ser descubierta…, ¡rodea el cuello de su marido con los brazos liberando sus manos y le estrecha con un apasionamiento fingido, dejando que él la bese en los labios! ¡Ha salvado la situación en el último segundo! Mientras dura el beso, deja caer la llave sobre la alfombra y la empuja disimuladamente con el pie hasta esconderla debajo de la butaca más próxima. El peligro ha pasado…
La muchacha suspiró tranquila, reteniendo con fuerza la mano posada en su hombro, y el murciano fulero decidió su destino. Trastornado, indocumentado, acharnegado y feliz, se quedaría allí iluminando el corazón solitario de una ciega, descifrando para ella y para sí mismo un mundo de luces y sombras más amable que éste. La muchacha retuvo su mano y no la soltó hasta que terminó la película, hasta que él pronunció la palabra fin.
A Joan Marés le dieron por desaparecido al cabo de ocho meses. Nadie se interesó por saber dónde estaba ni qué podía haberle pasado, y el caso se archivó.
Tres años después, en el verano de 1989, El Torero Enmascarado se trasladó con su acordeón a la plaza de la Sagrada Familia y todas las mañanas tocaba sardanas para los viandantes y los turistas plantado delante del pórtico del templo inacabado. Los primeros días fue objeto de mofa, pero él no se inmutó y su figura espigada y animosa no tardó en hacerse popular. Contrastando con la mascarada fraudulenta de las nuevas esculturas de la fachada de la Pasión, una fantasmagoría deplorable de piedra inanimada, el charnego fulero se erguía vivo y auténtico con su traje de luces verde y oro y su acordeón sentimental. Su estilo se había depurado, su repertorio de sardanas y de canciones populares catalanas era infinito. Debajo del antifaz, el parche de terciopelo negro seguía ocultando su ojo derecho y media visión de un mundo al que ya no pertenecía y del que se estaba desentendiendo cada vez más.
Un luminoso domingo de este verano, cuando El Torero Enmascarado tocaba el acordeón rodeado de japoneses atónitos, de palomas y de niños, brillando bajo el sol como una llama esmeralda, un viandante bajito y calvo se le acercó con las manos en la espalda y media sonrisa acartonada de suficiencia, pero sin animosidad, y después de observarle de cerca un buen rato le dijo:
– Escolti, perdoni. De què se'n fot, vostè?
Faneca fijó su atención en el hombre haciendo un esfuerzo, achicando el ojo como si algo dificultara su visión o le aturdiera. Inició un balbuceo con voz profunda. Su mente ventrílocua se estaba desmoronando, su lenguaje contorsionista también, pero el personaje inventado se mantenía en pie y dejó de tocar un momento para responder, sin esperanza y sin resentimiento:
– Pué mirizté, en pimé ugá me'n fotu e menda yaluego de to y de toos i així finson vostè vulgui poque nozotro lo mataore catalane volem toro catalane, digo, que menda s'integra en la Gran Encisera hata onde le dejan y hago con mi jeta lo que buenamente puedo, ora con la barretina ora con la montera, o zea que a mí me guta el mestizaje, zeñó, la barreja el combinao, en fin, s'acabat l'explicació i el bròquil, echusté una moneíta, joé, no sigui tan garrapo ni tan roñica, una pezetita, cony, azi me guta, rumbozo, vaya uzté con Dio i passiu-ho bé, senyor…