Después de dos meses de matrimonio, Annie tenía la sensación de llevar años casada. Pero sus dudas, lejos de desvanecerse, habían crecido.
De algún modo, su vida había cambiado por completo.
Había optado por llevar la ropa que Tom le había proporcionado. Y, ciertamente, le hacía sentir distinta.
Pero, lo fundamental, no había cambiado.
Annie tenía la sensación de llevar treinta años casada, y de no haber pasado por ninguna de las otras fases por las que pasa un matrimonio.
Tom la trataba con cariño y estima, pero más como a una amiga que como a una recién casada.
Durante el día eran dos personas, completamente separadas la una de la otra.
El tiempo libre lo pasaban también por separado. Tom estaba siempre con Hannah y Annie nunca era invitada a compartir esos momentos.
¡Era un matrimonio ciertamente extraño!
Al menos, no peleaba.
La noche, a menos que estuvieran de servicio, era el único momento que compartían como marido y mujer. Era entonces cuando ella jugaba ser su esposa.
Pero realmente no lo era en ninguna otra faceta de la vida.
Sólo le había abierto la puerta de su dormitorio, pero no se había planteado que un matrimonio debía de compartir muchas cosas más.
Annie no tenía el coraje para enseñarle lo que realmente se necesitaba en una relación así.
Aunque cada vez estaba más enamorada de su marido, era incapaz de decirle lo que realmente necesitaba de él.
Tanto Hannah como los perros habían pasado también a ser parte de su vida. Pero cuando los veía a los cuatro juntos, no podía sino sentir celos. Se sentía como una extraña.
Tom estaba cada vez más distante. La trataba con corrección y con cariño, pero no daba nada suyo.
Aquel día en que le había hablado de su niñez había sido la única excepción a una regla de oro: nunca hablar de sus sentimientos ni de su pasado.
– Dale tiempo -le decía Helen, consciente del dolor que Annie sentía.
Tiempo…
– No sabe aún lo qué es el matrimonio -insistía la mujer-. Pero tendrá que aprender.
– ¿Seguro?
– ¿Por qué no te bajas a la playa con ellos? Te llamaré si te necesito para algo.
– No me quiere junto a él.
– Pero…
– ¡Por supuesto! El fingirá que sí cuando me vea e, inmediatamente después, se preguntará por qué demonios lo ha hecho. Seguirá sin invitarme. Todavía necesita su espacio personal.
Annie se había limitado a encogerse de hombros y a darse media vuelta.
Al menos, todavía le quedaba su trabajo.
Al final del pasillo estaba Kylie, que practicaba con las muletas.
– Cada día estás más guapa Kylie.
Kylie llevaba una semana en Bannockburn. Le habían reconstruido la rodilla en Melbourne y dentro de muy pocos días se podría ir a casa.
Annie se acercó a Betty para charlar.
– He conseguido salir de la pesadilla en que estaba metida -le confesó Betty, mientras la niña se movía cada vez con más agilidad de arriba a abajo. Betty se tocó los restos de cicatriz que le atravesaba la cara desde la sien hasta los pómulos-. Me voy a mudar a un piso en la ciudad. No quiero acercarme a él.
– ¿Te pegaba? -preguntó Annie y Betty respondió sólo con la mirada, una mirada aterrada.
– Sabes que con un poco de ayuda legal podrías quedarte con la casa -le dijo Annie.
Los Manning vivían en una enorme casa rodeada de varias hectáreas de tierra. Incluso tenían caballos.
– No quiero esa casa. Estoy cansada de pagar una hipoteca tan alta. No me interesa tampoco ese estilo de vida. Que Rod se quede con todo. A mí lo único que me importa es que mi niña y yo estamos vivas y que queremos continuar así.
– ¿No le vas a pedir nada?
– No -Betty suspiró-. Espero que eso haga que las cosas sean más fáciles. Tengo un trabajo a tiempo parcial y, dentro de poco, será a jornada completa. El señor Howith, mi jefe, es encantador y se ha prestado a ayudarme en todo. Me dará vacaciones cuando Betty las tenga. Él y su mujer me ayudaron a encontrar un piso. Sé que saldré adelante.
– Todo eso significa un duro cambio.
Las dos se volvieron al oír la voz de Tom.
Llevaba a su pequeña en brazos.
– Lo sé, doctor McIver -dijo ella-. Pero Rod me ha estado haciendo sufrir durante años. Nos pegaba tanto a mí como a Kylie. Sólo ocurre cuando está borracho. Pero, últimamente, está borracho casi siempre. No hay nada ya entre nosotros. Yo solía pensar que lo material era importante. Sin embargo, nada vale la pena si no hay amor en un matrimonio.
Tom miró a Annie de una forma extraña.
– ¿Y Rod tendrá acceso a Kylie?
– Sí, si el quiere. Pero todavía no ha venido ni a visitarla. Tuve que ser yo la que lo buscó para decirle la decisión que había tomado. Yo no quiero que Kylie crezca sin un padre, pero quiero pedir una orden judicial que me garantice que cuando esté con la niña, no pueda beber.
Kylie se aproximó a ellos en ese instante.
– Kylie y yo queríamos preguntarles algo -dijo Betty-. La semana que viene es el cumpleaños de Kylie. Cumple seis. Vamos a celebrar una fiesta y nos gustaría que la pequeña Hanna viniera también.
Betty sonrió.
Tom también sonrió.
– Por supuesto que la llevaré. Será un honor para ella, señora Manning. ¿A qué hora quiere que esté allí?
Estaba claro que sería él el que la llevaría.
Betty miró con extrañeza a Annie.
– Pensé que irían… bueno… todos.
– Annie está de guardia el sábado -le dijo Tom.
– Pero… ¿nunca salen juntos?
– Nosotros no…
– Annie no puede…
Los dos hablaron a la vez, pero su respuesta no fue muy cabal.
– El sábado es un día complicado. Hay muchas lesiones deportivas.
– Pero ahora vivo a dos minutos del hospital y tengo teléfono -Betty los miraba preocupada-. A menos que no quiera venir.
– ¡Por supuesto que sí! -dijo Annie-. Allí estaré.
Irían por separado. Annie haría una visita de cumplido, llegaría a la casa, tomaría un vaso de ponche y tendría que marcharse. No podía estropearle la tarde a Tom.
– Sería mejor que vinieran juntos -dijo Kylie-. Nosotras hemos invitado a mi padre y esperamos que venga. Yo necesito a mi papá y a mi mamá y seguro que su bebé también, aunque todavía no sea capaz de pedirlo.
Mi mamá y mi papá. Aquella declaración había sido realmente dura para todos.
Aquello era lo que Tom y Annie se suponía que eran.
Betty Manning tuvo que secarse las lágrimas.
– ¿Por qué no quieres que vaya contigo?
La situación era cada vez más insostenible para Annie. Su matrimonio consistía en «si tú trabajas el lunes, yo salgo con Hannah, el martes, cubro yo la guardia, etc…»
Su matrimonio consistía en no verse, en no encontrarse, en evadirse y cubrir el agujero que el otro dejaba.
Estaba claro que Tom había perdido el miedo a cuidar de Hannah y, en la medida de lo posible, evitaba que Annie tuviera que ocuparse de ella. Tampoco quería compartir su vida.
– ¿Ir a dónde?
– Al cumpleaños de Kylie -dijo Annie-. ¿Por qué no quieres que vaya contigo?
– Sí quiero.
– No, no quieres. Y es tan claro que hasta Betty se ha dado cuenta. Es como si desde que nos hemos casado te sintieras incómodo cuando estoy a tu lado. No sabes cómo tratarme.
– Eso no es verdad.
– Me temo que sí lo es -respondió Annie-. Todo el mundo espera que nos comportemos como marido y mujer. Pero para ti no soy más una colega de profesión.
– Te trato como a mi esposa, Annie -Tom estiró la mano para tocarla, pero ella se apartó.
– No.
– Annie…
– No entiendes nada, Tom -le dijo con toda la calma de que se sentía capaz. ¿Qué demonios le estaba pidiendo él a ella? ¿Qué quería, realmente, de aquel matrimonio?-. No te das cuenta de que me has puesto en una posición imposible.
Tom la miró anonadado.
– De acuerdo, no, no entiendo nada. Explícate.
¿Cómo demonios iba a explicarse?
– Pensé… Bueno, llegué a autoconvencerme de que todo esto podía llegar a funcionar. Lo deseaba tanto, que llegué a creérmelo. Pero ahora…
Tom la miraba tratando de entender a qué se refería. Pero no lo veía claro. Ahí estribaba parte del problema. Era realmente amable y tenía una predisposición real a querer solucionar los problemas. Pero no podía solucionarlos. O, al menos, no sabía cómo hacerlo.
– Cuando me acuesto contigo, me doy a ti por completo -le dijo Annie con la voz temblorosa-. Pero cada mañana tengo que poner marcha atrás, recogerme en mí misma y olvidar todo lo que ha sucedido por la noche. Estoy dividida en dos: la Annie de noche y la doctora Burrows de día.
Tom se pasó la mano por el pelo. Estaba genuina- mente confuso y preocupado.
– Annie, lo estoy intentando. Quiero que este matrimonio funcione. Pero no sé qué es exactamente lo que me estás pidiendo. Sé que es duro ocuparte de mí, de Hannah y de los perros.
– Ese es el problema, Tom, que no es duro en absoluto. Lo que ocurre es que no me dejas ocuparme de vosotros. Quiero darte mucho más. Si no entiendes qué es lo que te quiero dar…
– ¡Eres como un jeroglífico!
Annie respiró profundamente. No podía dejar las cosas así. Tenía que sincerarse. Era el único modo de que la situación pudiera cambiar.
– Me he enamorado de ti, Tom McIver -le dijo y todo se paralizó de pronto, su corazón, su respiración, todo. Se había prometido a sí misma qué jamás le confesaría algo así.
El gesto de Tom se suavizó a oír aquello.
– Pero, Annie, eso es fantástico. Yo también te quiero -ella sabía perfectamente que no era cierto.
– Sí, como podrías querer a cualquiera de las chicas con las que te has estado yendo a la cama en los últimos años.
– Eso no es…
– ¿No es verdad? -Annie se encogió de hombros-. Lo es y tú lo sabes. Tú me quieres porque soy tu mujer y te resulto útil. Quizás lo que yo quiero sólo puede ocurrir en las novelas románticas que lee Chris. Pero no puedo evitarlo. Los matrimonios tienen que compartir, que estar juntos, que ser dos partes de una misma cosa.
– Nosotros los somos.
– No, Tom, no lo somos. Cuando estoy en la misma habitación que tú te comportas correctamente. Pero, realmente, no te relajas hasta que no me he marchado de nuevo.
– Annie, nos compenetramos muy bien.
– Sólo en la cama -respondió ella-. Y yo, lo siento, pero no puedo seguir acostándome contigo. No puedo seguir dividiéndome en dos.
Estaba empezando a sentir que podía ser cualquiera, un cuerpo, sin más, sin identidad, sin nombre.
– Tom, tú quieres una esposa y yo no te voy a dejar. Pero me limitaré a ser la madre de Hannah en la medida que me lo permitas. No voy a acostarme contigo.
– Annie, esto es una locura.
– No, lo que fue una locura fue pensar que este absurdo matrimonio podía funcionar.
– ¡No sé que más tengo que hacer, Annie!
– No, claro que no lo sabes. Y ese es, precisamente, el problema.
Fue, posiblemente, la decisión más dura que Annie había tomado en su vida. Pero peor aún fue llevarlo a cabo.
A las once de la noche, sumergida entre las frías sábanas de su cama, añoraba el roce de aquel cuerpo adorable.
Entonces, como solía ocurrir cada noche, Tom golpeó la pared.
– Annie, te necesito.
– ¿Para qué?
Por el tono de voz de Tom, supo rápidamente que no la requería como amante.
– Es el señor Howard. Necesita un catéter para orinar.
Jack Howard…
Jack Howard era un paciente anciano, que llevaba allí desde que Annie había llegado. Era desagradable y tenía un carácter del demonio, pero rehusaba a marcharse del hospital. Odiaba vivir con su hija.
– ¿Qué le pasa?
Annie se apartó los rizos de la cara y trató de concentrarse en su trabajo. Era el único modo de no añorar a su esposo.
– Tiene un bloqueo en algún lugar del conducto y tiene la vejiga tan llena que está a punto de estallarle.
¡Cielo santo! Era la primera vez en meses que a Jack Howard le ocurría algo de verdad.
– Sé que puede sonar estúpido, pero no nos deja hacerle nada. Dice que lo que queremos es violarlo. Necesito que me ayudes a inyectarle un tranquilizante.
– De acuerdo. Adelántate tú. Yo estaré allí en cinco minutos.
– Que sean tres.
La tarea resultó francamente complicada.
Insertar un catéter era algo muy fácil en cualquier persona, siempre y cuando no tuviera la fuerza de un toro y la utilizara contra el médico de turno.
El hombre gritaba con desesperación. Podía ser de dolor o de indignación. A juzgar por la energía que tenía, era producto de la rabia.
– ¡Maldita mujer! ¡Apártate de mí! No me toques mis partes. ¡Y tú, medicucho! ¿No te da vergüenza?
– Jack, lo único que queremos conseguir es que se te pase el dolor, nada más.
– ¡Maldito…!
– O te callas o te llevo a casa con tu hija.
Annie miró a Tom sorprendida por la salida de tono. La verdad es que la amenaza surtió efecto.
El viejo dejó de gritar y Annie pudo inyectarle el tranquilizante.
Al sentir el pinchazo, trató de removerse. Pero la droga actuaba muy rápidamente y, para cuando quiso darse cuenta, ya era demasiado tarde para revelarse.
Por fin, pudieron ponerle el catéter.
– ¡Realmente tenía que dolerle! ¡Esto estaba al límite!
– ¿Qué es lo que ha obstruido la salida?
– La próstata, se ha estirado. No pensé que llegaría a causarle problemas, pero, como ves, se los está causando.
– ¿Te imaginas tener a este paciente operado de próstata?
– ¡El infierno! Me alegro de no ser urólogo.
– Yo también. Tendremos que mandarlo a Melbourne -dijo Tom.
– A su hija no le va a gustar -Annie la conocía. Era una mujer arisca, que odiaba a su padre. Estaba ansiosa de que se muriera y, continuamente, mandaba abogados para que certificaran la incapacidad del viejo. Así podría quedarse con todas sus posesiones. Pero, como por arte de magia, cada vez que aparecía por allí un abogado, el hombre recobraba el juicio y la serenidad.
– Le guste o no, va a tener que admitir al operación. Es realmente necesaria. Jack no se va a morir de esto, pero sí puede hacer que su vida sea terrible.
– Luchará legalmente para que no lo operen.
– Yo también puedo luchar. Lo hago siempre que quiero algo. También lucharé por volver a tenerte en mi cama.
– ¿Por qué?
– Porque los dos lo queremos -consiguió esbozar una sonrisa-. Y Tiny y Hoof ya te echan de menos.
– A penas si han pasado unas horas desde nuestro último encuentro. Dudo que se hayan dado cuenta.
– ¿Volverás si dejan de comer?
– ¡No!
– ¿Y si dejo de comer yo?
– ¡Tom! ¿Por qué me haces esto? Tú no me quieres realmente en tu cama.
– Annie, te amo en mi cama.
¡Sí, y sólo allí!
– Yo también, Tom. Pero la diferencia es que yo te amo también en todas las otras facetas y partes de la vida. Hasta que no me quieras de igual modo, no me tendrás en tu cama.