15 de abril de 1610

¡Machu Picchu!, fue lo primero que reconoció Stephen Tamberly al despertar. Y luego: No. No del todo. No como la he conocido. ¿Cuándo estoy?

Se puso en pie. La claridad de la mente y los sentidos le indicaron que había sido derribado por un aturdidor electrónico, probablemente un modelo del siglo XXIV o posterior. No era una sorpresa. La terrible sorpresa había sido ver aparecer a aquellos hombres sobre una máquina que no se fabricaría hasta miles de años después de su nacimiento.

A su alrededor se elevaban los picos que conocía, envueltos en la niebla, de un verde tropical incluso a aquellas alturas excepto los más remotos. En el cielo flotaba un cóndor. Una mañana azul y dorada llenaba de luz la garganta del Urubamba. Pero no vio ningún ferrocarril, ni estación, y la única carretera a la vista estaba allí arriba, construida por los ingenieros incas.

Se encontraba de pie en una plataforma conectada por medio de una rampa descendente a un punto alto sobre una pared construida sobre un foso. Debajo de él la ciudad se extendía hectáreas y hectáreas; se aferraba, se elevaba, con edificios de piedra seca, escaleras, terrazas, plazas, tan poderosa como las mismas montañas. Si aquellas cumbres hubiesen podido pertenecer a una pintura china, las obras humanas no habrían desentonado en el medioevo del sur de Francia; pero tampoco, porque eran demasiado extrañas, estaban demasiado permeadas por su propio espíritu.

Corría una brisa fría. Su silbido era el único sonido entre los latidos de los templos. No se movía nada. Con la velocidad mental de la desesperación, comprendió que no llevaba demasiado tiempo desierto. Había hierbajos y arbustos por todas partes, pero ellos y el tiempo acababan de empezar con gentileza el proceso de demolición. Eso no decía mucho, porque todavía faltaba mucho para que Hiram Bingham la descubriese en 1911. Sin embargo, observó estructuras casi intactas que recordaba en ruinas o desaparecidas. Quedaban restos de madera y techos de paja. Y…

Y Tamberly no estaba solo. Luis Castelar estaba a su lado, con la estupefacción dando paso a la furia. A su alrededor había hombres y mujeres, también tensos. El cronociclo descansaba cerca del borde de la plataforma.

Tamberly fue primero consciente de las armas apuntadas contra él. Luego miró a la gente. No se parecían a ningún grupo que se hubiese encontrado en sus viajes. Su aspecto tan diferente hacia que se pareciesen más entre sí. Las caras estaban delicadamente cinceladas: pómulos altos, narices finas, grandes ojos. A pesar de tener el cabello completamente negro, la piel era de alabastro y los ojos claros. A los hombres parecía que jamás les había crecido la barba. Los cuerpos eran altos, esbeltos, flexibles. La ropa básica para ambos sexos era una vestimenta de una pieza bien ajustada sin costuras o cierres visibles, y botas blandas del mismo negro. Se veían dibujos plateados, formas vagamente orientales, en su mayoría ornamentales, y varias personas se habían puesto capotes llamativos, rojos, naranjas o amarillos. Los anchos cinturones disponían de bolsillos y pistoleras. El pelo les caía hasta los hombros, sujeto por una simple banda, cintas o una diadema que relucía como los diamantes.

Eran unos treinta. Todos parecían jóvenes… ¿o sin edad? Tamberly creyó percibir muchos años de línea vital tras ellos. Se manifestaba tanto en el orgullo como en la actitud vigilante por encima de una compostura felina.

Castelar miró de un lado a otro. No tenía ni cuchillo ni espada. Esta última se encontraba en manos de un extraño. Se tensó como si se dispusiese a atacar. Tamberly le agarró el brazo.

—Paz, don Luis —le dijo—. No tiene sentido. Invocad a los santos si queréis, pero estaos quieto.

El español gruñó antes de obedecer. Tamberly le notó estremecerse bajo la manga y la piel. Alguien en el grupo dijo algo en una lengua de ronroneos y gorjeos. Otro hizo un gesto, como pidiendo silencio, y se adelantó. La agilidad del movimiento fue tal que habríase dicho que fluía. Era evidente que dominaba al resto. Sus rasgos eran aquilinos, con ojos verdes. Los labios se curvaron en una sonrisa.

—Saludos —dijo—. Sois inesperados huéspedes.

Empleó un temporal fluido, la lengua común de la Patrulla del Tiempo y de muchos viajeros temporales civiles; y la máquina no se diferenciaba mucho de un saltador de la Patrulla; pero estaba claro que debía de ser un criminal o un enemigo.

Tamberly tornó aliento.

—¿Qué… año es éste? —murmuró. En la periferia, notó la reacción de Castelar cuando fray Tanaquil contestó en la lengua desconocida… Asombro, consternación, porfía.

—Según el calendario gregoriano, al que supongo que están acostumbrados, es el quince de abril de 1610 —dijo el extraño—. Me atrevo a afirmar que reconoce el lugar, aunque es evidente que su compañero no?.

Claro que no —le pasó por la mente a Tamberly—. La ciudad que los nativos posteriores llamaron Machu Picchu fue construida por el inca Pachacutec como ciudad sagrada, un centro para las Vírgenes del Sol. Perdió su propósito cuando Vilcabamba se convirtió en cuartel general de la resistencia contra los españoles, hasta que capturaron y mataron a Tupac Amaru, el último en llevar el título de Inca antes del Resurgimiento Andino en el siglo XXII. Así que nada llevó a los conquistadores a descubrirla, y permaneció vacía, olvidada por todos excepto por unos cuantos campesinos hasta 1911… Apenas oyó:

—Supongo, asimismo, que es agente de la Patrulla del Tiempo.

—¿Quién es usted? —dijo sin aliento.

—Discutamos de esos asuntos en un lugar más adecuado —dijo el hombre—. Éste no es más que el lugar al que regresan nuestros exploradores.

¿Por qué? Un cronociclo podía aparecer a segundos y centímetros de cualquier punto, en cualquier momento de su alcance: desde aquí hasta la órbita de la Tierra, desde ahora hasta la época de los dinosaurios, o, hacia el futuro, a la época de los danelianos, aunque eso estaba prohibido Tamberly suponía que esos conspiradores habían construido su zona de aterrizaje, expuesta a la vista, para mantener asustados a los indios locales y, por tanto, alejados. En unas generaciones las historias de movimientos mágicos morirían, pero Machu Picchu seguiría sola.

La mayoría de los que habían estado observando se dispersaron para ocuparse de sus asuntos. Cuatro guardianes con los aturdidores listos caminaban tras el jefe y los prisioneros. Uno además llevaba la espada, quizá como recuerdo. Por rampas, senderos y escaleras descendieron hasta los recintos de la ciudad. El silencio les pesaba hasta que el jefe dijo:

—Aparentemente su compañero no es más que un soldado que resultó estar con usted. —Ante el asentimiento del americano añadió—: Bien, en ese caso, lo apartaremos mientras nosotros hablamos. Yaron, Sarnir, conocéis su lengua. Interrogadle. Sólo medios psicológicos, por ahora.

Habían llegado a la estructura que Tamberly, si recordaba bien, conocía como el Grupo del Rey. Un muro exterior cerraba un pequeño patio donde había aparcado otro cronociclo. Cortinas nacaradas relucían en las puertas y sobre las zonas sin techo de los edificios que rodeaban el resto de los espacios abiertos. Eran campos de fuerzas, reconoció Tamberly, resistentes a todo lo que no fuese un impacto nuclear.

—En el nombre de Dios —gritó Castelar cuando le golpeó una bota—, ¿qué es esto? ¿Decídmelo antes de que me vuelva loco!

—Tranquilo, don Luis, tranquilo —contestó Tamberly con rapidez—. Somos cautivos. Habéis visto lo que pueden hacer sus armas. Id como dicen. Puede que el cielo tenga misericordia de nosotros, pero ahora estamos indefensos.

El español apretó la mandíbula y entró en una pieza más pequeña con los dos que le habían asignado. El líder del grupo fue a la habitación más grande. Las barreras desaparecieron para dejar pasar a los dos grupos. Se quedaron apagadas, ofreciendo una visión de piedras, cielo y libertad. Tamberly supuso que era para permitir la entrada de aire fresco; la habitación en la que se encontraba parecía no haber sido usada desde hacía mucho.

El sol se unió a la radiación de la cubierta para iluminar el espacio sin ventanas. Habían cubierto el suelo de un material azul que respondía ligeramente a las pisadas, como los músculos vivos, Un par de sillas y una mesa tenían formas ligeramente familiares aunque el material le era desconocido. No podía identificar las cosas colocadas en lo que podría ser un armario.

Los guardias se situaron a ambos lados de la entrada. Uno era hombre, el otro mujer, menos fría. El líder se sentó en una silla e invitó a Tamberly a tomar la otra. Se ajustó a su forma, a todos sus movimientos. El líder señaló una garrafa y vasos sobre la mesa. Eran esmaltados… fabricados en Venecia por esa misma época, juzgó Tamberly. ¿Comprados? ¿Robados? ¿Pillaje? El hombre se adelantó para servir dos. Su amo y Tamberly las tomaron.

Sonriendo, el líder levantó su copa y murmuró:

—A su salud. —Implícitamente: Mejor que haga lo que sea necesario para conservarla. El vino era una especie de Chablis áspero, tan refrescante que Tamberly pensó que debía de contener un estimulante. En el futuro tenían un amplio y sutil conocimiento de la química humana.

—Bien —dijo el líder. Su tono era amable—. Obviamente pertenece a la Patrulla. Lo que tenía en la mano era un grabador holográfico. Y la Patrulla nunca permitiría a un visitante recorrer un momento tan crítico, excepto a uno de los suyos.

La garganta de Tamberly se contrajo. Se notaba la lengua de corcho. Era el bloqueo colocado en su mente durante el entrenamiento, un reflejo para evitar que revelase a personas no autorizadas que se podía recorrer la historia—. Eh, eh… yo… —El sudor le recorría la piel.

—Mis condolencias. —¿Había burla en las palabras?—. Conozco bien su condicionamiento. También sé que opera dentro de los límites del sentido común. Como nosotros somos viajeros temporales, tiene libertad para discutir el asunto, aunque no los detalles que la Patrulla prefiere mantener en secreto. ¿Ayudaría si me presentase? Merau Varagan. Si ha oído hablar de mi raza, sería probablemente bajo el nombre de exaltacionistas.

Tamberly recordaba lo suficiente para convertir aquel momento en una pesadilla. El milenio XXXI fue… es… será —sólo la gramática temporal tenía los verbos y tiempos para tratar esos conceptos— mucho antes que el desarrollo de las primeras máquinas del tiempo, pero miembros elegidos de su civilización conocen el viaje, participan en él; algunos se unen a la Patrulla, como muchos individuos en la mayoría de los entornos. Sólo que… esa era tiene sus superhombres, poseen genes modificados que los convierten en aventureros de la frontera espacial. Acabaron bajo el peso de esa civilización suya, que para ellos era más antigua que la Edad de Piedra para mí, y se rebelaron, perdieron y huyeron; pero habían descubierto el gran hecho, que el viaje en el tiempo existía, y se las habían arreglado, increíble, para robar algunos vehículos. Desde entonces la Patrulla les sigue la pista, para que no cometan actos peores, pero no conozco ningún informe de que la Patrulla los «atrapará»…

—No puedo decirle más de lo que ha deducido —protestó—. No podría ni aunque me torturase hasta la muerte.

—Cuando un hombre juega a un juego peligroso —contestó Merau Varagan— debería estar preparado para los imprevistos. Admito que no previmos su presencia. Pensamos que la cámara del tesoro estaría desierta por la noche a excepción de los guardias apostados en el exterior. Sin embargo, siempre hemos tenido en la cabeza la posibilidad de un encuentro con la Patrulla. Raor, el quiradex.

Antes de que Tamberly pudiese interrogarse sobre el significado de la palabra, la mujer estaba a su lado. El horror lo atravesó al adivinar su propósito. Empezó a ponerse en pie, para luchar por liberarse, para hacer que lo matasen, lo que fuese.

La pistola disparó. Estaba ajustada a poca potencia. Sus músculos se rindieron y cayó de nuevo sobre la silla. Sólo el abrazo le impidió caer sobre la alfombra.

Ella fue al armario y volvió con un objeto: una caja y una especie de casco luminoso, unidos por cables. El hemisferio fue colocado sobre su cabeza. Los dedos de Raor bailaron sobre puntos luminosos que debían de ser controles. En el aire aparecieron unos símbolos. ¿Medidas? Un zumbido se apoderó de Tamberly. Creció y creció hasta ser todo lo que había, se perdió en él, se hundió en la noche de su corazón.

Lentamente volvió a ascender. Recuperó el uso de los músculos y se enderezó en el asiento. Estaba completamente relajado, como después de un buen sueño. Parecía apartado de sí mismo, un observador externo, sin emociones. Pero estaba completamente despierto. Cada detalle sensorial estaba destacado, los olores de su hábito sin lavar y de su cuerpo, el aire de las montañas que penetraba por la entrada, el rostro sardónico de Varagan como un césar, Raor con la caja en las manos, el peso del casco, un mosca en la pared como si quisiese recordarle que era tan mortal como ella.

Varagan se echó atrás, cruzó las piernas, juntó los dedos y dijo con extraña cortesía.

—Su nombre y origen, por favor.

—Stephen John Tamberly. Nacido en San Francisco, California, Estados Unidos de América, el veintitrés de junio de 1937.

Contestó con toda sinceridad. Debía hacerlo. O, más bien, sus recuerdos, nervios y boca debían hacerlo. El quiradex era el interrogador definitivo. Ni siquiera podía sentir lo horroroso de la situación. En lo más profundo, algo gritaba, pero su mente consciente se había convertido en una máquina.

—¿Y cuándo fue reclutado por la Patrulla?

—En 1968. —Fue demasiado gradual para concretar una fecha. Un colega le presentó a varios amigos, tipos interesantes que, comprendió después, lo sondearon; luego aceptó realizar ciertas pruebas, supuestamente como parte de un proyecto de investigación psicológica; después se le reveló la situación; se le invitó a alistarse y aceptó deseoso, como ellos ya sabían que haría. Bien, estaba en lo peor del divorcio. La decisión hubiese sido más difícil si hubiese tenido que vivir constantemente una doble vida. Sin embargo, sabía que lo hubiese hecho, porque le daba mundos a explorar que hasta entonces no habían sido más que textos, ruinas, fragmentos y huesos muertos.

—¿Cuál es su posición en la organización?

—No soy policía ni hago rescates, o nada similar. Soy historiador de campo. En casa era antropólogo, había realizado investigaciones entre los quechua modernos, luego me adentré en la arqueología de la región. Eso me convirtió en una elección natural para el periodo de la Conquista. Me hubiese gustado más investigar las sociedades precolombinas pero, por supuesto, era imposible; hubiese llamado demasiado la atención.

—Comprendo. ¿Cuánto ha durado hasta ahora su carrera en la Patrulla?

—Como unos sesenta años de tiempo de vida. —Podías durar siglos, dando vueltas por el tiempo. Un tremendo privilegio de ser miembro era el proceso de longevidad de una era futura. Claro está, eso traía el dolor de ver a la gente que querías envejecer y morir, sin saber nunca lo que tú sabías. Para escapar de eso, generalmente te apartabas de sus vidas, que creyesen que te habías mudado, haciendo que los contactos con ellos se redujesen gradualmente hasta la nada. Porque no debían percibir que los años no te afectaban a ti como a ellos.

—¿De dónde y cuándo partió para esta última misión?

—De California, en 1986. —Había mantenido sus relaciones más tiempo que la mayoría de los agentes. Su edad en línea vital podía ser de noventa años, su edad biológica de treinta, pero la tensión y la pena se cobraban su precio, y en 1986 podía reclamar la edad de cincuenta años en el calendario, aunque la gente comentaba a menudo lo joven que se conservaba. Dios sabía que había mucha miseria en los días de un patrullero, así como aventuras. Veías demasiadas cosas.

—Humm —dijo Varagan—. Después lo examinaremos con más detalle. Primero describa su misión. ¿Qué hacía el siglo pasado en Cajamarca?

El nombre posterior de la ciudad, observó una parte lejana de Tamberly, mientras su consciencia de autómata contestaba:

—Ya se lo dije, soy historiador de campo. Reuniendo datos de ese periodo de la Conquista. —Era por algo más que por la ciencia. ¿Cómo podía la Patrulla vigilar los caminos del tiempo y mantener los acontecimientos reales a menos que supiese cuáles eran esos acontecimientos? Los libros a menudo eran engañosos y muchos acontecimientos clave nunca habían sido registrados. La Patrulla me consiguió acreditación como Esteban Tanaquil, monje franciscano, en la expedición de Pizarro cuando éste volvió en 1530 de España a América. —Antes de que Waldseemüler le diese ese nombre—. Simplemente debía observar, grabar todo lo que pudiese a escondidas. —Y hacer esas pocas y descorazonadoras cosas para suavizar, mínimamente, la brutalidad—. También debe de saber que esos años tendrán gran influencia en la historia, en el futuro de mi siglo natal, en el pasado del suyo, cuando los resurgentes reclamen su herencia andina.

Varagan asintió.

—Cierto —dijo en tono de conversación—. Si las cosas hubiesen ido de otra forma, el siglo XX sería muy diferente. —Sonrió—. Supongamos, por ejemplo, que la sucesión después del inca Huayna Cápac no hubiese estado en disputa, Atahualpa en estado de guerra civil con sus rivales a la llegada de Pizarro. Esa banda minúscula de aventureros españoles no hubiese podido por sí sola derribar el Imperio. La Conquista hubiese requerido más tiempo, más recursos. Eso hubiese afectado al equilibro de poder en Europa, cuando los turcos presionaban hacia el interior mientras la Reforma rompía la escasa unidad de la que había disfrutado la Cristiandad.

—¿Es ése su fin? —De forma vaga Tamberly sabía que debía de estar furioso, horrorizado, lo que fuese menos apático. Apenas sentía la curiosidad suficiente para plantear la pregunta.

—Quizá —le hostigó Varagan—. Sin embargo, los hombres que lo encontraron no eran más que exploradores para una empresa mucho más modesta: traer aquí el rescate de Atahualpa. Claro que eso por sí solo ya causaría bastante impacto. —Rió—. Pero podría salvar esos objetos de arte sin precio. Usted se conformaba con hacer hologramas para la gente de] futuro.

—Para la humanidad —dijo Tamberly automáticamente.

—Bien, para la parte a la que se le permite disfrutar de los frutos del viaje en el tiempo, bajo el ojo vigilante de la Patrulla.

—¿Traer el tesoro… aquí? —dijo torpemente Tamberly? ¿Ahora?

—Temporalmente. Hemos acampado aquí porque es una base conveniente. —Frunció el ceño—. La Patrulla vigila demasiado nuestro entorno de origen. ¡Cerdos arrogantes! —Vuelta a la calma—: Como Machu Picchu está tan aislada en el presente, no se verá afectada por los cambios en el pasado cercano… Por ejemplo, por la inexplicable desaparición una noche del rescate de Atahualpa. Pero sus asociados lo buscarán por todos los medios, Tamberly. Seguirán hasta la más mínima pista que puedan encontrar. Mejor tener esa información ahora, para prevenir sus movimientos.

Debería estremecerme hasta el fondo de mi alma por esa temeridad total y absoluta —arriesgarse a producir bucles en las líneas de mundo, vórtices temporales, la destrucción de todo el futuro—. No, no arriesgarse. Producirla deliberadamente. Pero no puedo sentir terror. La cosa que se sostiene sobre mi cráneo retiene mi humanidad.

Varagan se inclinó.

—Por tanto, discutamos su historia personal —dijo—. ¿Qué considera su hogar? ¿Tiene familia, amigos, lazos de algún tipo?

Las preguntas se hicieron rápidamente incisivas. Tamberly observaba y escuchaba mientras el hábil cirujano cortada detalle tras detalle. Cuando algo interesaba especialmente a Varagan, lo seguía hasta el final. La segunda esposa de Tamberly debería estar a salvo; también pertenecía a la Patrulla. Su primera esposa se había vuelto a casar. Pero oh, Dios, su hermano, y la propia esposa de Bill, y se oyó confesar que su sobrina era como una hija para él…

La entrada se oscureció. Luis Castelar la atravesó.

La espada cortó. El guardia se inclinó, se dobló, cayó y quedó tendido retorciéndose. De la garganta le salía sangre, como un grito rojo que ya no pudiese oírse.

Raor dejó caer la caja de control y fue por su arma. Castelar llegó hasta ella. El puño izquierdo golpeó la mandíbula de la mujer. Ella cayó hacia atrás, hundida, llegó al suelo y lo miró boquiabierta, anonadada. La hoja de Castelar silbó mientras ella caía. Varagan estaba de pie. Increíblemente había esquivado un corte que le hubiese abierto en canal. La habitación era demasiado estrecha para que pudiese escabullirse. Castelar atacó. Varagan se apretó el estómago. Le salía sangre de entre los dedos. Se apoyó contra la pared y gritó.

Castelar no malgastó el tiempo acabando con él. El español arrancó el casco de la cabeza de Tamberly. Cayó al suelo. La totalidad del espíritu le llegó al americano como un rayo de sol.

—¡Salgamos de aquí! —rugió Castelar—. Ese caballo hechizado de ahí fuera…

Tamberly se puso en pie tambaleándose. Las rodillas apenas lo sostenían. El brazo libre de Castelar le dio apoyo. Salieron al exterior. El cronociclo esperaba. Tamberly se situó en el asiento delantero, Castelar saltó detrás. En la entrada del patio apareció un hombre de negro. Gritó y tendió el brazo para coger el arma.

Tamberly activó la consola.

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