DOS

Octubre 2001


Con el paso de los días, fui aprendiendo que Buenos Aires, diseñada por sus dos fundadores sucesivos como un damero perfecto, se había convertido en un laberinto que sucedía no sólo en el espacio, como todos, sino también en el tiempo. Con frecuencia trataba de ir a un lugar y no podía llegar, porque lo impedían cientos de personas que agitaban carteles en los que protestaban por la falta de trabajo y el recorte de los salarios. Una tarde quise atravesar la Diagonal Norte para llegar a la calle Florida, y una férrea muralla de manifestantes indignados, batiendo un bombo, me obligó a dar un rodeo. Dos de las mujeres levantaron las manos como si me saludaran y les respondí imitándolas. Debí de hacer algo que no debía porque me lanzaron un escupitajo que conseguí esquivar, profiriendo insultos que jamás había oído y que no sabía entonces lo que significaban: "¿Sos rati vos, ortiba, trolo? ¿Te pagaron buena teca, te pagaron?" Una mujer amagó pegarme, y la contuvieron. Dos horas más tarde, cuando regresé por la calle de la Catedral, los encontré de nuevo y temí lo peor. Pero en ese momento parecían cansados y no me prestaron atención.


Lo que sucede con las personas sucede también con los lugares: mudan a cada momento de humor, de gravedad, de lenguaje. Una de las expresiones comunes del habitante de Buenos Aires es "Acá no me hallo", que equivale a decir "Acá yo no soy yo". A los pocos días de llegar visité la casa situada en la calle Maipú 994, donde Borges había vivido más de cuarenta años, y tuve la sensación de que la había visto en otra parte o, lo que era peor, que se trataba de una escenografía condenada a desaparecer apenas me diera vuelta. Tomé algunas fotos y, al regresar del revelado rápido, advertí que el zaguán se había transformado de manera sutil y las baldosas del piso estaban dispuestas de otra manera.

Con Julio Martel me sucedió algo peor. Por mucho empeño que puse, no pude asistir a ninguna de sus presentaciones, que eran extravagantes y esporádicas. Alguien me reveló dónde vivía y pasé horas esperándolo ante la puerta de su casa hasta que lo vi salir. Era bajo, de cuello corto, con un pelo negro y denso, endurecido por lacas y fijadores. Se movía a saltos, como una langosta: tal vez se apoyaba en un bastón. Intenté seguirlo en un taxi y lo perdí cerca de la Plaza de los Dos Congresos, en una esquina cortada por manifestaciones de maestros. Tuve la sensación de que en el Buenos Aires de aquellos meses los hilos de la realidad se movían a destiempo de las personas y tejían un laberinto en el que nadie encontraba nada, ni a nadie.

El Tucumano me contó que algunas empresas de turismo organizaban paseos de una o dos horas para los europeos que desembarcaban en el Aeropuerto de Ezeiza, en tránsito hacia los glaciares de la Patagonia, las cataratas del Iguazú o las ensenadas de Puerto Madryn, donde las ballenas enloquecían durante sus partos fragorosos. Los ómnibus se perdían con frecuencia entre las ruinas del Camino Negro o en los lodazales de la Boca y tardaban días en reaparecer, sin que los pasajeros recordaran qué los había entretenido.

– Los marean con toda clase de anzuelos, -me dijo el Tucumano. Una de las excursiones recorre los grandes estadios de fútbol simulando que es un día de partidos clásicos. Juntan un centenar de turistas y van desde la cancha de River a la de Boca, y desde ahí a la de Vélez en Liniers. Ante las puertas hay vendedores de chorizos, de camisetas, de banderines, mientras por los altavoces de los estadios se reproduce el rugido de una multitud que no está, pero que los visitantes adivinan.

– Hasta se han escrito crónicas sobre esa falsía, -dijo el Tucumano, y yo pensé quiénes podrían haberlas hecho: ¿Albea Camus, Bruce Chatwin, Naipaul, Madonna? A todos ellos les mostraron una Buenos Aires que no existe, o sólo pudieron ver la que ya habían imaginado antes de llegar.

– Hay también excursiones por los frigoríficos, -siguió el Tucumano, y otra de veinte pesos por los cafés famosos. A eso de las siete de la tarde llevan a los turistas de paso a ver los cafés de la Avenida de Mayo, de San Telmo y de Barracas. En el Tortoni les preparan un espectáculo con jugadores de dados que revolean sus cubiletes y se amenazan con facones. Oyen cantores de tango en El Querandí, y en El Progreso de la avenida Montes de Oca conversan con escritores de novelas que están trabajando en sus computadoras portátiles. Todo es trucho, pura fachada, como te imaginás.

Lo que no sabía entonces es que también había una excursión municipal dedicada a la Buenos Aires de Borges, hasta que vi a los turistas llegar a la pensión de la calle Garay un mediodía de noviembre, en un ómnibus cuyos flancos lucían el chillón monograma de McDonald's. Casi todos venían de Islandia y Dinamarca y estaban en tránsito hacia los lagos del sur, donde los paisajes los iban a sorprender quizá menos que la soledad sin fin. Disponían de un inglés gutural, que les permitía conversaciones intermitentes, como si la distancia dejara las palabras por la mitad. Entendí que habían pagado treinta dólares por un paseo que empezaba a las nueve de la mañana y terminaba poco antes de la una. El folleto que les entregaron para orientarse era una hoja de papel diario doblada en cuatro, en la que abundaban avisos de masajistas a domicilio, clínicas de reposo y pastillas de venta libre que producían euforia. En esa selva tipográfica, a duras penas asomaban los puntos del itinerario, explicados en un inglés torcido por la sintaxis castellana.

El primer punto de la travesía había sido la casa natal de Borges, en la calle Tucumán 840, a una hora de la mañana en que el tránsito de los sábados es intrincado e impaciente. Allí, la mujer que les servía de cicerone -una joven menuda, de rodete, y ademanes de maestra primaria- leyó a toda velocidad el fragmento de la Autobiografía, que describía el solar,


a fíat, roof, a long, arched entranceway called a zaguán; a cistern, where we got our water; and two patios.


Vaya a saber cómo imaginaban los escandinavos la cisterna, o más bien el aljibe, con una roldana en lo alto de la que colgaba el balde para el agua. De todos modos, ya nada de aquello estaba en pie. En el emplazamiento original de la casa se alzaba un negocio con tres nombres: Solar Natal, Café Literario y Fundación Internacional Jorge Luis Borges. La fachada era de vidrio, y permitía ver un paisaje de mesas y sillas de hierro forjado, con almohadones de tela cruda y lazos sobre los asientos. Al fondo, en el patio descubierto, se divisaban otras mesas con sombrillas y varios globos de colores, que quizá fueran los residuos de una fiesta infantil. Sobre la fachada se extendía, como una venda, una franja pintada de rosa viejo. El edificio de la derecha, que pertenecía a la Asociación Cristiana Femenina, en el número 848, también reclamaba su derecho a que lo consideraran sede natal. Lucía una placa vistosa, de bronce, que protestaba por las mudanzas en la numeración de la calle y sostenía que, desde 1899, los edificios se habían desplazado de su lugar primitivo y la calle entera estaba cayendo por la pendiente del río, aunque éste distaba por lo menos kilómetro y medio.

El itinerario de la excursión era ahorrativo. Censuraba los arrabales de Palermo y de Pompeya, por los que Borges había caminado hasta el amanecer cuando aquellos parajes se detenían de pronto en el campo abierto, en la desmesura de un horizonte sin nada, luego de atravesar callejones, cigarrerías y quintas. Omitía, sobre todo, la manzana de su poema "Fundación mítica de Buenos Aires", donde el escritor había vivido desde los dos hasta los catorce años, antes de que la familia se afincara en Ginebra, y donde había tenido la intuición, luego confirmada por el filósofo idealista Francis Herbert Bradley, de que el tiempo es una incesante agonía del presente desintegrándose en el pasado.

La mujer del rodete había informado a los viajeros que el punto donde se fundó Buenos Aires está en la Plaza de Mayo, porque allí el vizcaíno Juan de Garay plantó un árbol de justicia el 11 de junio de 1580, y desbrozó el campo con su espada, limpiándolo de pastizales y juncos en señal de que así tomaba posesión de la ciudad y del puerto. Cuarenta y cuatro años antes había hecho lo mismo el granadino Pedro de Mendoza, en el parque Lezama, otra plaza situada a media legua en dirección Sur, pero entonces la ciudad fue despoblada e incendiada, mientras Mendoza agonizaba de sífilis en su barco.

Desde que Buenos Aires nació, una extraña sucesión de calamidades atormentó a los fundadores. A Mendoza se le sublevó dos veces la tripulación de sus naves, una de ellas equivocó el rumbo y fue a dar al Caribe, sus soldados perecieron de hambre y se entregaron a la antropofagia, y casi todos los fuertes que dejó en su derrotero fueron extinguidos por repentinos incendios. También Garay afrontó motines de las guarniciones de tierra, pero el peor de los motines sucedió en su cabeza. En 1581 se lanzó en busca de la ilusoria Ciudad de los Césares, a la que imaginaba en sueños como una isla de gigantes custodiada por dragones y grifos, en cuyo centro se alzaba un templo de oro y carbunclo que resplandecía en las tinieblas. Descendió más de cien lenguas por la costa ventruda de Samborombón y el Atlántico Sur sin encontrar rastros de lo que había imaginado. Al regresar, ya no sabía orientarse en la realidad y, para recuperar la razón, necesitaba buscarla en los sueños. En marzo de 1583, mientras viajaba en un bergantín hacia Carcarañá, se detuvo ya de noche en un entramado de arroyos y canales sin aparente salida. Decidió acampar en tierra firme y quedarse a esperar la mañana con su tripulación de cincuenta españoles. Nunca la vio llegar. Una avanzada de guerreros querandíes lo atacó antes del amanecer y le desgarró el sueño a lanzazos.

Desde el solar natal, los visitantes fueron llevados a la casa de la calle Maipú, donde Borges vivió en un cuarto monacal, separado del dormitorio de su madre por un tabique de madera. Era una celda tan estrecha que apenas cabían la cama, el velador y una mesa de trabajo. Examinar esa intimidad ya desvanecida no era parte de la excursión. Se concedía a los viajeros sólo un rápido alto frente a la fachada, y un recorrido más piadoso por la librería La Ciudad, que estaba enfrente, a la que Borges acudía por las mañanas para dictar los poemas que la ceguera no le consentía escribir.


A pesar de las urgencias del tránsito, el paseo hasta entonces había sido apacible. Lo alteraban sólo la ira de los automovilistas obligados a detenerse detrás del ómnibus, y el infierno de las bocinas, que más de una vez había convencido a Borges de que debía mudarse a un suburbio silencioso. Hasta ese momento de la mañana, cuando eran poco más de las diez, nada había desconcertado aún a los viajeros. Reconocían los puntos del itinerario porque figuraban, aunque con menor detalle, en los manuales escandinavos de turismo.

La primera alteración de la rutina sobrevino cuando, a instancias de la cicerone municipal, se aventuraron a pie por la calle Florida, desde su cruce con la calle Paraguay, siguiendo la ruta que Borges emprendía casi a diario para ir a la Biblioteca Nacional. Todo era distinto a lo que indicaban los relatos de treinta años atrás y aun de lo que decían los prolijos manuales de Copenhague. La calle, que a fines del siglo XIX había sido un paseo elegante y, más tarde, durante la década de 1960, el espacio de las vanguardias, de la locura, de los desafíos a la realidad y al orden, era aquella mañana de sábado una repetición de los rumorosos mercados centroamericanos al aire libre. Cientos de buhoneros extendían, al centro de la calzada, frazadas y paños sobre los que colocaban objetos tan inútiles como vistosos: lápices y peines de tamaño gigantesco, cinturones rectos y rígidos, teteras de loza con el pico levantado hacia el asa, retratos a lápiz que diferían por completo del modelo.

Grete Amundsen, una de las turistas danesas, se detuvo a comprar un mate de madera de cactus, que permitía al agua hirviente escurrirse hacia el exterior apenas era vertida en el recipiente. Mientras examinaba el objeto y admiraba su ingeniería, que le recordaba lo que había leído sobre las mamas de las ballenas, Grete quedó en el centro de un corro que se formó de pronto en la calzada, junto a una pareja de bailarines de tango. Como era la más alta de los excursionistas -calculé, cuando la vi, que medía más de seis pies-, pudo seguir con alarma lo que sucedió como si estuviera en el palco de un teatro. Le pareció que había entrado por error en un sueño equivocado. Vio a sus compañeros alejarse calle abajo. Los llamó con toda la fuerza de sus pulmones, pero no había sonido que se impusiera al fragor de aquella feria matinal. Vio a tres violinistas adelantarse hacia el claro donde estaba prisionera, y los oyó tocar una melodía que no reconoció. Los bailarines de tango dibujaron una coreografía barroca, de la que Grete trató de escapar mientras corría de un lado a otro, sin encontrar fisuras en la muchedumbre cada vez más compacta. Por fin, alguien le abrió paso, pero fue sólo para dejarla encerrada dentro de una segunda muralla humana. Avanzó dando codazos y puntapiés y profiriendo maldiciones de las que sólo se entendía la palabra fuck. No distinguía ya signo alguno de sus amigos. Tampoco reconocía el lugar donde estaba. En el entrevero la habían despojado de la cartera, pero no le quedaba coraje para regresar a buscarla. Los mercaderes que vio al salir del tumulto eran los mismos; la calle, sin embargo, era súbitamente otra. En una sucesión idéntica a la de minutos antes, vio los paños colmados de peines y cinturones, de teteras y colgantes, así como al vendedor de mates, para quien el tiempo no parecía haberse movido. "¿Florida?", -le preguntó, y el hombre, irguiendo la quijada, señaló el cartel que estaba sobre su cabeza, en el que podía leerse, con toda claridad, Lavalle. "Is not Florida?', -dijo con desconsuelo. "Lavalle", informó el buhonero. "Esto se llama Lavalle”. Grete sintió que el mundo desaparecía. Era su segunda mañana en la ciudad, hasta entonces se había dejado trasladar de un lugar a otro por guías serviciales, y no recordaba el nombre del hotel. ¿Panamericano, Interamericano, Sudamericano? Todo le sonaba igual. Aún retenía en el puño, arrugado, el folleto con el itinerario de la excursión. La alivió aferrarse a esas palabras de las que sólo entendía una, Florida. Siguió, en el tosco mapa, el derrotero de sus amigos: Florida, Perú hasta México. Casa del Escritor. Ex Biblioteca Nacional. Tal vez el ómnibus con los monogramas de McDonald's los esperaba allí, en esa última estación. Vio pasar, a lo lejos, una lenta procesión de taxis. La tarde anterior había aprendido que en Buenos Aires hay más de treinta mil, y que casi todos los choferes intentan demostrar, a la primera ocasión, que son dignos de un trabajo mejor. El que la trasladó desde el aeropuerto al hotel le ofreció una clase sobre superconductividad, en un inglés pasable; otro, por la noche, criticó la idea del pecado en Temor y temblor, de Kierkegaard, o al menos así lo dedujo Grete del título del libro y del disgusto del conductor. La cicerone les explicó que, aunque letrados, algunos taxistas eran peligrosos. Se desviaban del camino, levantaban a un cómplice y desplumaban a los viajeros. ¿Cómo distinguirlos? Nadie lo sabía. Lo más seguro era tomar un vehículo del que alguien se estuviera bajando, pero eso dependía del azar. La ciudad estaba llena de taxis desocupados.

Aun a sabiendas de que no tenía dinero, Grete hizo señas a un chofer joven, de pelo enmarañado. ¿Por dónde querés ir? ¿Preferís el Bajo o la Nueve de Julio?, eran preguntas usuales para las que ya había aprendido la respuesta: "Por donde quiera. Ex Biblouteca Nacional". Sus compañeros de excursión no podían tardar más de una hora. El itinerario era estricto. Cualquiera de ellos le prestaría unos pesos.

Mientras avanzaban, las avenidas iban tornándose más anchas, y el aire, aunque turbado a veces por bolsas de plástico que alzaban súbito vuelo, era más transparente. La radio del taxi transmitía sin cesar órdenes que aludían a una ciudad infinita, inabarcable para Grete: "Federico espera en Rómulo Naón 3873, segundo charlie, doce a quince minutos. Kika en la puerta de Colegio del Pilar, identificar por Kika, siete a diez minutos. A ver, quién está cerca de Práctico Poliza en Barracas, evitar Congreso, alpha cuatro, hay concentración de médicos y cierran el paso por Rivadavia, Entre Ríos, Combate de los Pozos". Y así. Pasaron frente a una solitaria torre roja, en el centro de una plaza, junto a una larga muralla que protegía interminables contenedores de acero. Más allá se extendía un parque, un edificio pesado y sombrío cuyo frente imitaba el Reichstag berlinés, y luego la gigantesca escultura de una flor metálica. A lo lejos, a la izquierda, una torre maciza, sostenida por cuatro columnas de Hércules, parecía ser el punto de llegada.

– Ahí la tenés. La Biblioteca, anunció el taxista.

Condujo el vehículo por la calle Agüero, se detuvo junto a una escalinata de mármol y le indicó que subiera por una rampa hacia la torre.

– Fijáte en el letrero de la entrada, que te confirma el destino, dijo.

¿Could you please wait just one minute?, pidió Grete.

En lo alto de la rampa había una terraza interrumpida por una pirámide trunca, coronada por un extractor de aire. Que el ómnibus del McDonald's no hubiera llegado acentuaba la sensación de vacío y deserción de las cosas. Sólo percibía lo que no estaba y, por lo tanto, ni siquiera se percibía a ella misma. Desde uno de los parapetos de la terraza observó los jardines de enfrente y las estatuas que interrumpían el horizonte. Se trataba de la Biblioteca, la indicación era inequívoca. Sin embargo, la embargaba un sentimiento de extravío. En algún momento de la mañana, tal vez cuando se desplazó sin saber cómo de la calle Florida a la de Lavalle, todos los puntos de la ciudad se le habían enredado. Hasta los mapas que había visto la tarde anterior eran confusos, porque el oeste correspondía invariablemente al norte, y el centro estaba volcado sobre la frontera este.

El taxista se le acercó sin que ella lo advirtiera. Una brisa ligera alborotaba su pelo, ahora enhiesto, electrizado.

– Fijáte allá, a la izquierda, le señaló.

Grete siguió el derrotero de la mano.

– Aquélla es la estatua del papa Juan Pablo II, y la otra, sobre la avenida, la de Evita Perón. También hay un mapa del barrio, ¿ves?, la Recoleta, con el cementerio a un costado.

Entendía los nombres: el papa, ¿the Pope?, Evita. Sin embargo, las figuras eran incongruentes con el lugar. Ambas estaban de espaldas al edificio y a todos sus significados. ¿Sería aquélla, en verdad, la Biblioteca? Ya estaba habituándose a que las palabras estuvieran en un lugar y lo que querían decir en cualquier otro.

Trató de explicar, por señas, su desorientación y su despojo. El lenguaje era insuficiente para exponer algo tan simple, y los movimientos de las manos, más que aclarar los hechos, tendían a modificarlos. Una voz animal habría sido más clara: la emisión de sonidos no modulados que indicaran desesperación, orfandad, pérdida. -Ex Biblouteca, -repetía Grete. Ex, Ex.

– Pero si esto es la Biblioteca, decía el chofer. ¿No ves que estamos acá?

Dos horas más tarde, ante la entrada de la pensión de la calle Garay, mientras contaba la historia a sus compañeros de excursión y yo iba resumiéndola para la encargada y el Tucumano, Grete seguía sin determinar en qué momento habían empezado a entenderse. Fue como un súbito pentecostés, dijo: el don de lenguas descendió y los iluminó por dentro. Tal vez le había señalado al taxista alguna piedra de Roseta en el mapa, tal vez éste supo que la palabra Borges descifraría los códigos y adivinó que la Biblioteca buscada era la extinta y exánime, la ex, una ciudad sin libros que languidecía en el remoto sur de Buenos Aires. Ah, es la otra, le había dicho el joven. Más de una vez he llevado músicos a ese lugar: he llevado violines, clarinetes, guitarras, saxos, fagots, gente que está exorcizando el fantasma de Borges porque él, como vos ya sabrás, era un ciego musical, no distinguía a Mozart de Haydn y detestaba los tangos. No los detestaba, dije, corrigiéndole el dato a Grete cuando lo repitió. Sentía que la inmigración genovesa los había pervertido. Borges ni siquiera apreciaba a Gardel, le había informado el taxista. Una vez fue al cine a ver La ley del hampa, de Josef von Sternberg, en la época que se ofrecían números vivos entre una y otra película. Gardel iba a cantar en ese intervalo y Borges, irritado, se levantó y se fue. Eso es verdad: no le interesaba Gardel, le dije a Grete. Habría preferido oír a uno de esos improvisadores que cantaban en las pulperías de las afueras a comienzos del siglo XX, pero cuando Borges regresó de su largo viaje a Europa, en 1921, ya no quedaba ni uno que valiera la pena.


Los naufragios de Grete aquella mañana eran para ella, ahora, razones de celebración. Había visto en el taxi, dijo, otra Buenos Aires: una muralla de ladrillos rojos más allá de la cual se erguían flores de mármol, compases masónicos, ángeles con trompetas, ahí tiene usted el laberinto de los muertos -le había dicho el joven del pelo enmarañado-, han enterrado todo el pasado de la Argentina bajo ese mar de cruces, y sin embargo, a la entrada de aquel cementerio -contó Grete-, había dos árboles colosales, dos gomeros surgidos de algún manglar sin edad, que desafiaban al tiempo y sobrevivirían a la destrucción y a la desdicha, sobre todo porque las raíces se trenzaban en lo alto y buscaban la luz del cielo, los cielos de Escandinavia jamás eran tan diáfanos. Todavía estaba Grete contemplándolo cuando el taxi se desvió por calles tediosas y desembocó en una plaza triangular a la que daban tres o cuatro palacios copiados de los que se veían en la avenue Foch, por favor párese aquí un momento, había rogado Grete, mientras observaba las lujosas ventanas, las veredas sin nadie y el claro cielo arriba. Fue entonces cuando se acordó de una novela de George Orwell, Subir en busca de aire, que había leído en la adolescencia, en la que un personaje llamado George Bowling se describía así: "Soy gordo, pero delgado por dentro. ¿Nunca se les ha ocurrido pensar que hay un hombre delgado dentro de cada gordo, así como hay una estatua en cada bloque de piedra?". Eso es Buenos Aires, se dijo en aquel momento Grete y nos lo repitió más tarde: un delta de ciudades abrazado por una sola ciudad, breves ciudades anoréxicas dentro de esta obesa majestad única que consiente avenidas madrileñas y cafés catalanes junto a pajareras napolitanas y templetes dóricos y mansiones del Rive Droite, más allá de todo lo cual -le había insistido el taxista- están sin embargo el mercado de hacienda, el mugido de las reses antes del sacrificio y el olor a bosta, es decir el relente de la llanura, y también una melancolía que no viene de parte alguna sino de acá, de la sensación de fin del mundo que se siente cuando se mira los mapas y se advierte cuán sola está Buenos Aires, cuán a trasmano de todo.

– Cuando entramos a la avenida 9 de Julio y vimos el obelisco en el centro, me dio tristeza pensar que dentro de dos días tendremos que irnos, -dijo Grete. Si pudiera nacer otra vez, elegiría Buenos Aires y no me movería de aquí aunque volvieran a robarme la billetera con cien pesos y la licencia de conducir de Helsingor porque puedo vivir sin eso pero no sin la luz del cielo que he visto esta mañana. Había llegado a la Biblioteca Nacional de Borges, en la calle México, casi al mismo tiempo que sus fatigados compañeros. También allí debieron conformarse con la fachada, inspirada en el renacimiento milanés. Cuando la cicerone tuvo al grupo reunido en la vereda de enfrente, entre baldosas rotas y cagadas de perros, informó que el edificio, terminado en 1901, estuvo originalmente destinado a los sorteos de la lotería y por eso abundaba en ninfas aladas de ojos ciegos que representaban el azar y grandes bolilleros de bronce.


A la telaraña de las estanterías se ascendía por laberintos circulares que desembocaban, cuando se sabía llegar, en un corredor de techos bajos, contiguo a una cúpula abierta sobre el abismo de libros. La sala de lectura había sido privada de sus mesas y lámparas hacía más de una década, y el recinto servía ahora para los ensayos de las orquestas sinfónicas. "Centro Nacional de Música", rezaba el cartel de la entrada, junto a las desafiantes puertas. Sobre la pared de la derecha, había una inscripción pintada con aerosol negro "La democracia dura lo que dura la obediencia". La hizo un anarquista, -dijo la cicerone, despectiva. Fíjense que la firmó con una A dentro de una circunferencia.

Aquélla fue la penúltima estación antes de que desembarcaran en el residencial donde vivo. El ómnibus los condujo a través de calles maltrechas hasta un café, en la esquina de Chile y Tacuarí, donde -según la guía-, Borges había escrito cartas de amor desesperadas a la mujer que una y otra vez rechazaba sus peticiones de matrimonio y a la que trató de seducir en vano dedicándole "El Aleph", mientras esperaba que ella saliera del edificio donde vivía para acercársele aunque sólo fuera con la mirada, I miss you unceasingly, le decía. La letra de imprenta, "mi letra de enano", dibujaba líneas cada vez más inclinadas hacia abajo, en señal de tristeza o devoción, Estela, Estela Canto, when you real this I shall be finishing the story I promised you. Borges no sabía expresar su amor sino en un inglés exaltado y suspirante, temía manchar con sus sentimientos la lengua del relato que estaba escribiendo.


Siempre he pensado que el personaje de Beatriz Viterbo, la mujer que muere al empezar "El Aleph", deriva en línea directa de Estela Canto, les dije a los escandinavos cuando estaban reunidos en el vestíbulo de la pensión. Durante los meses en que escribió el cuento, Borges leía a Dante con fervor. Había comprado los tres pequeños volúmenes de la traducción de Melville Anderson en la edición bilingüe de Oxford, y en algún momento debió sentir que Estela podía guiarlo al Paraíso así como la memoria de Beatriz, Beatrice, le había permitido ver el aleph. Ambas eran ya pasado cuando terminó el relato; ambas habían sido crueles, altaneras, negligentes, desdeñosas, y a las dos, la imaginaria y la real, les debía "las mejores y quizá las peores horas de mi vida", como había escrito en la última de sus cartas a Estela.

No sé cuánto de eso podía interesar a los turistas, que estaban ansiosos por ver -algo imposible- el aleph.


Antes de que empezara la visita guiada a la pensión, el Tucumano me tomó del brazo y me arrastró hacia el cuarto donde Enriqueta, la encargada, tenía el tablero de las llaves y los enseres de limpieza.

– Si el Ale no es una persona, ¿de qué la va, entonces?, -me preguntó, con un dejo impaciente.

– El aleph, -dije, es un cuento de Borges. Y también, según el cuento, es un punto en el espacio que contiene todos los puntos, la historia del universo en un solo lugar y en un instante.

– Qué raro. Un punto.

– Borges lo describe como una pequeña esfera tornasolada de luz cegadora. Está al fondo de un sótano, cuando se llega al escalón número diecinueve.

– ¿Y estos chabones han venido a verlo?

– Eso quieren, pero el aleph no existe.

– Si quieren, tenemos que mostrárselo.


Enriqueta me reclamaba y tuve que salir. En el relato de Borges no se menciona la fachada de la casa de Beatriz Viterbo, pero la cicerone ya había decidido que era como la que veíamos, de piedra y granito, con una alta puerta de hierro negra y a la derecha un balcón, más otros dos balcones en el piso superior, uno amplio y curvo, que correspondía a mi cuarto, y otro exiguo, casi del tamaño de una ventana, que sin duda era el de los vecinos escandalosos. La abarrotada salita de que habla el cuento estaba al trasponer el zaguán y luego, en un extremo de lo que había sido el comedor y era ahora el vestíbulo de recepción, se abría el sótano, al que se descendía por diecinueve escalones empinados.

Cuando la casa fue convertida en pensión, el administrador había ordenado retirar la puerta trampa del sótano y colocar una baranda junto a los peldaños. Hizo construir también dos piezas con un bañito al medio, ensanchando el pozo que antes había usado Carlos Argentino Daneri como laboratorio fotográfico. Dos ventanas enrejadas al nivel de la calle permitían que entraran la luz y el aire.

– Desde 1970, el único que ocupa el sótano, -dijo Enriqueta, es don Sesostris Bonorino, un empleado de la Biblioteca Municipal de Montserrat, que no tolera visitas. Tampoco se le conocen compañías. Hace años, tenía dos gatos bochincheros, altos y ágiles como mastines, que espantaban a las ratas. Una mañana de verano, al salir para sus labores, dejó las ventanas entreabiertas y algún mal nacido tiró en el sótano un filete de surubí empapado en veneno. Ya imaginan lo que el pobre hombre encontró al volver: los gatos estaban sobre un colchón de papeles, hinchados y tiesos. Desde entonces se entretiene escribiendo una Enciclopedia Patria que no puede terminar. El piso y las paredes están cubiertos por fichas y anotaciones, y vaya a saber cómo hace para ir al baño o acostarse, porque también hay fichas desparramadas en la cama. Desde que tengo memoria, nadie ha limpiado ese lugar.

– ¿Y él solo es el dueño del ale?, -preguntó el Tucumano.

– El aleph no tiene dueño, dije. No hay persona que lo haya visto.

– Bonorino lo ha visto, -me corrigió Enriqueta. A veces copia en las fichas lo que recuerda, aunque a mí me parece que se le trabucan las historias.


Grete y sus amigos insistieron en bajar al sótano y comprobar si el aleph irradiaba alguna aureola o señal. Más allá del tercer escalón, sin embargo, el acceso estaba bloqueado por las fichas de Bonorino. Una turista esquimal idéntica a Bjórk quedó tan frustrada que se retiró hacia el ómnibus sin querer ver nada más.

Las conversaciones en el vestíbulo, el relato de Grete y el breve paseo por las ruinas de la casa, en la que aún convivían fragmentos del viejo piso de parquet junto al cemento dominante y dos o tres molduras del artesonado original, que Enriqueta usaba ahora como adornos, más las interminables preguntas sobre el aleph, todo había tardado casi cuarenta minutos en vez de los diez previstos por el itinerario. La cicerone aguardaba con las manos en las caderas junto a la puerta de la pensión mientras el chofer del ómnibus incitaba a partir con bocinazos guarangos. El Tucumano me pidió que retuviera a Grete y le preguntara si el grupo estaba interesado en ver el aleph.

– Cómo voy a decir eso?, -protesté. No hay aleph. Y además, está Bonorino.

– Vos hacés lo que te digo. Si quieren verlo, yo les armo la función esta noche a las diez. Van a ser quince pesos por cabeza, avisáles.

Me resigné a obedecer. Grete quiso saber si valía la pena y le contesté que no lo sabía. De todos modos, esa noche estaban ocupados, dijo. Los llevaban a oír tangos en Casa Blanca y después a la Vuelta de Rocha, una especie de bahía que se forma en el Riachuelo, casi en su desembocadura, donde esperaban que se presentara un cantor del que no les querían dar el nombre.

– Será Martel, -insinué.

Lo dije, aunque sabía que no era posible, porque Martel no respondía a otras leyes que las del mapa secreto que estaba dibujando. Quizá la Vuelta de Rocha estuviera en ese mapa, pensé. Quizá sólo eligiera los lugares donde ya había una historia, o donde estaba por suceder alguna. Mientras yo no lo oyera cantar, no podría averiguarlo.

– Sólo quisiera recordar lo que nunca he visto, -dijo Martel aquella misma tarde, según me lo contaría después Alcira Villar, la mujer que se había enamorado de él cuando lo oyó cantar en la librería El Rufián y que no lo abandonaría hasta la muerte.

– Para Martel, recordar equivalía a invocar, -me dijo Alcira-, a recuperar lo que el pasado ponía fuera de su alcance, tal como hacía con las letras de los tangos perdidos.


Sin ser una belleza, Alcira era increíblemente atractiva. Más de una vez, cuando nos reunimos a conversar en el café La Paz, advertí que los hombres se volvían a mirarla, tratando de fijar en la memoria la extrañeza de su cara, en la que sin embargo nada había de especial excepto un raro hechizo que obligaba a detenerse. Era alta, morena, con una espesa cabellera oscura, y ojos negros e inquisidores, corno los de Sonia Braga en El beso de la mujer araña. Desde que la conocí envidié su voz, grave y segura de sí, y sus largos dedos finos, que se movían pausados, como si pidieran permiso. Nunca me atreví a preguntarle cómo pudo enamorarse de Martel, que era casi un inválido sin el menor encanto. Es asombrosa la cantidad de mujeres que prefieren una conversación inteligente a una musculatura sólida.

Además de seductora, Alcira era también sacrificada. Aunque trabajaba ocho a diez horas por día como investigadora free lance para editoriales de libros técnicos y revistas de actualidad, se daba tiempo para ser la enfermera devota de Martel, que se comportaba -ella misma me lo diría más tarde- de una manera errática, infantil, rogándole a veces que no se moviera de su lado, y otras veces, durante días enteros, sin prestarle atención, como si ella fuera una fatalidad.

Alcira había colaborado en la búsqueda de datos para los libros y folletos que se escribieron sobre el Palacio de Aguas de la avenida Córdoba, cuya construcción se completó en 1894. Pudo familiarizarse entonces con los detalles de la estructura barroca, imaginada por arquitectos belgas, noruegos e ingleses. El diseño exterior era de Olaf Boye -me explicó-, un amigo de Ibsen que se reunía todas las tardes con él a jugar al ajedrez en el Gran Café de Cristianía. Permanecían horas sin hablarse, y en los intervalos entre una y otra jugada, Boye completaba los arabescos de su ambicioso proyecto mientras Ibsen escribía El constructor Solness.


En aquella época, las obras de ingeniería situadas en las zonas residenciales de las ciudades no se exhibían sin que las cubrieran conjuntos escultóricos que ocultaban la fealdad de las máquinas. Cuanto más complejo y utilitario era el interior, tanto más elaborado debía ser el exterior. A Boye le habían encomendado que revistiera los canales, tanques y sifones que debían abastecer de agua a Buenos Aires con mosaicos calcáreos, cariátides de hierro fundido, placas de mármol, coronas de terracota, puertas y ventanas labradas con tantos pliegues y esmaltes que cada uno de los detalles se volvía invisible en la selva de colores y formas que abrumaban la fachada. La función del edificio era cubrir de volutas lo que había dentro hasta que desapareciera, pero también la visión del afuera era tan inverosímil que los habitantes de la ciudad habían terminado por olvidar que aquel palacio, intacto durante más de un siglo, seguía existiendo.

Alcira condujo a Martel en silla de ruedas hasta la esquina de Córdoba y Ayacucho, desde donde podía ver cómo una de las mansardas, la del extremo suroeste, estaba levemente inclinada, sólo unos pocos centímetros, quizá por una distracción del arquitecto o porque el desvío de la calle producía esa ilusión de los sentidos. El cielo, que se había mantenido diáfano durante la mañana, viraba a las dos de la tarde hacia un gris plomizo. De las veredas se alzaba una niebla ligera, presagiando la garúa que iba a caer de un momento a otro, y era imposible saber -me dijo Alcira- si hacía frío o calor, porque la humedad creaba una temperatura engañosa, que a veces resultaba sofocante y otras veces, pocos minutos más tarde, hería los huesos. Eso obligaba a los habitantes de Buenos Aires a vestirse no según lo que indicaran los termómetros sino de acuerdo a lo que las estaciones de radio y de televisión mencionaban a cada rato como "sensación térmica", que dependía de la presión del barómetro y las intenciones del viento.

Aun a riesgo de que la lluvia lo sorprendiera, Martel insistió en observar el palacio desde la vereda y allí se quedó absorto durante diez o quince minutos, volviéndose hacia Alcira de vez en cuando para preguntar: ¿Estás segura de que esta maravilla es sólo una cáscara para ocultar el agua? A lo que ella respondía: Ya no hay más agua. Sólo han quedado los tanques y los túneles del agua de otros tiempos.

Boye había modificado cientos de veces el proyecto, me contó Alcira, porque a medida que la capital crecía, el gobierno ordenaba construir tanques y piletas de mayor capacidad, lo que exigía estructuras metálicas más sólidas y cimientos más profundos. Cuanta más agua se distribuía, tanta mayor presión era necesaria, y para eso debía elevarse la altura de los tanques en una ciudad de perfecta lisura, cuyo único declive eran las barrancas del Río de la Plata. Más de una vez se le propuso a Boye que descuidara la armonía del estilo y se resignara a un palacio ecléctico, como tantos otros de Buenos Aires, pero el arquitecto exigió que se respetaran las rigurosas simetrías del Renacimiento francés previstas en los planos originales.

Los delegados del estudio Bateman, Parsons amp; Bateman, encargado de las obras, aún seguían tejiendo y desarmando los esqueletos de hierro de las cañerías, en desenfrenada carrera con la voraz expansión de la ciudad, cuando Boye decidió regresar a Cristianía. Desde la mesa que compartía con Ibsen en el Gran Café enviaba el dibujo de las piezas que compondrían la fachada a través de correos que tardaban una semana en llegar a Londres, donde eran aprobados, antes de seguir viaje a Buenos Aires. Como cada pieza estaba dibujada a escala 1:1, es decir, a tamaño natural, y encajarla en un lugar equivocado podía ser desastroso para la simetría del conjunto, era preciso que el diseñador-cuyos bocetos sumaban más de dos mil- tuviera la exactitud de un ajedrecista que juega varias partidas simultáneas a ciegas. A Boye no sólo le preocupaba la belleza de los ornamentos, que representaban imágenes vegetales, escudos de las provincias argentinas y figuras de la zoología fantástica, sino también los materiales con los que cada uno debía ser fabricado y la calidad de los esmaltes. A veces era difícil seguir sus indicaciones, que estaban escritas en una letra menuda -y en inglés- al pie de los dibujos, porque el arquitecto se extendía en detalles sobre las vetas del mármol del Azul, la temperatura de cocción de las cerámicas y los cinceles con que debían cortarse las piezas de granito. Boye murió de un ataque al corazón en mitad de una partida de ajedrez, el 10 de octubre de 1892, cuando aún no había completado los dibujos de la mansarda suroeste. El estudio Bateman, Parsons amp; Bateman encargó a uno de sus técnicos que se hiciera cargo de los últimos detalles, pero un defecto en el granito que servía de base a la torre suroeste, sumado a la rotura de las últimas ochenta y seis piezas de terracota mientras las trasladaban desde Inglaterra, trastornó la buena marcha de las obras y produjo la casi imperceptible desviación de la simetría que Martel advirtió la tarde de su visita.

En el piso alto del palacio, sobre la calle Riobamba, la empresa de Aguas tiene un pequeño museo que exhibe algunos de los dibujos de Boye, así como los eyectores originales de cloro, las válvulas, tramos de cañerías, artefactos sanitarios de fines del siglo XIX y maquetas de los proyectos edilicios que, sin éxito, trataron de convertir el palacio de Bateman y Boye en algo útil a Buenos Aires pero a la vez infiel a su perdida grandeza. Como Martel tenía interés en observar hasta las menores huellas de aquel pasado antes de internarse en las monstruosas galerías y tanques que ocupaban casi todo el interior del edificio, Alcira empujó la silla de ruedas por la rampa que desembocaba en el salón de entrada, donde los usuarios seguían pagando sus cuentas de agua ante una hilera de ventanillas, al final de las cuales estaba el acceso al museo.

Martel quedó deslumbrado por las lozas casi translúcidas de los inodoros y de los bidets que se exponían en dos salas contiguas, y por los esmaltes de las molduras y planchas de terracota que se exponían sobre pedestales de fieltro, tan luminosos corno el día en que habían salido de los hornos. Algunos dibujos de Boye estaban enmarcados, y otros se conservaban en rollos. En dos de éstos había notas tomadas por Ibsen para el drama que estaba escribiendo. Alcira había copiado una frase, De tok av forbindingene uken etter, que tal vez quisiera decir "Le quitaron las vendas a la semana", e inscripciones de ajedrez indicando el momento en que las partidas se interrumpían. A cada explicación de su acompañante, Martel respondía con la misma frase: "¡Mirá vos qué grande! ¡La propia mano que escribió Casa de muñecas!"

No era posible subir a las galerías interiores en silla de ruedas, ni menos circular por los estrechos pasadizos que daban al gran patio interior, cercado por ciento ochenta columnas de fundición. Ninguno de esos obstáculos arredró al cantor, que parecía poseído por una idea fija. "Tengo que llegar, Alcirita", decía. Quizá lo animaba la idea de que los centenares de obreros que trabajaron dieciséis horas diarias en la construcción del palacio, sin descansos dominicales ni treguas para comer, silbaban o tarareaban en los andamios los primeros tangos de la ciudad, los verdaderos, y luego los llevaban a los prostíbulos y a los conventillos donde pernoctaban, porque no conocían otra idea de la felicidad que aquella música entrecortada. O acaso, como pensaba Alcira, lo movía la curiosidad por observar el pequeño tanque de la esquina suroeste, coronado por la claraboya de la mansarda, que tanto podía servir para almacenar agua en tiempos de sequía extrema como para depositar los caños inservibles. Luego de estudiar los planos del palacio, el coronel Moori Koenig había elegido aquel cubículo para ocultar la momia de Evita Perón en 1955, luego de quitársela al embalsamador Pedro Ara, pero un impetuoso incendio en las casas vecinas se lo impidió cuando le faltaba poco para lograr su propósito. Allí también se había consumado, más de cien años antes, un crimen tan atroz que aún se hablaba de él en Buenos Aires, donde abundan los crímenes sin castigo.


Cada vez que Martel dejaba la silla de ruedas y decidía caminar apoyándose sobre muletas, corría peligro de que se le desgarrara un músculo y padeciera otro de sus dolorosos derrames internos. Esa tarde, sin embargo, como era imperioso subir las sinuosas escaleras de hierro para alcanzar los tanques más altos, se armó de paciencia y fue izando de peldaño en peldaño el peso de su cuerpo, mientras Alcira, detrás de él, llevando las muletas, rezaba para que no se le cayera encima. Descansaba cada tanto y, luego de algunas inspiraciones profundas, acometía los escalones siguientes, con las venas del cuello hinchadas y el pecho de paloma a punto de estallarle bajo la camisa. Aun cuando Alcira trató de disuadirlo una y otra vez, pensando en que el tormento se repetiría al bajar, el cantor seguía su camino como poseído. Cuando llegó a la cima, casi perdido el aliento, se derrumbó sobre uno de los salientes del hierro y permaneció unos minutos con los ojos cerrados hasta que la sangre le volvió al cuerpo. Pero al abrirlos el asombro lo dejó de nuevo sin respiración. Lo que vio superaba las escenografías oníricas de Metrópolis. Gargantas de cerámica, dinteles, persianas diminutas, válvulas, todo el recinto daba la impresión de ser el nido de un animal monstruoso. El agua había desaparecido hacía mucho tiempo de los doce tanques distribuidos en tres niveles, pero el recuerdo del agua todavía estaba allí, con sus silenciosas metamorfosis al entrar en los caños de bombeo y los peligrosos oleajes que la desfiguraban al menor embate de los vientos. Sobre todo los tanques de reserva, situados dentro de las cuatro mansardas, podían caer cuando arreciaban las sudestadas, quebrando el sutil equilibrio de los pilares, las chapas horizontales y las válvulas.


El agua rosada del río iba transfigurándose en su paso de un canal a otro, desprendiéndose en las esclusas de las orinas, los sémenes, los chismes de la ciudad y el frenesí de los pájaros, purificándose de su pasado de agua salvaje, de sus venenos de vida, y regresando a la transparencia de su origen hasta enclaustrarse en aquellos tanques atravesados por serpentinas y vigas, pero despierta, aun en el recuerdo, siempre despierta, porque era la única, el agua, que sabía orientarse en los entresijos de aquel laberinto.

El patio central, que Boye pensó destinar a baños públicos pero que la adiposidad de la construcción había reducido a un cuadrado de trescientos metros de superficie, estaba cubierto por mosaicos calcáreos cuyos extravagantes diseños imitaban obsesivamente la geometría de los caleidoscopios. A esa hora de la tarde en que la luz de las claraboyas caía de lleno, se elevaban del piso vapores de color aún más vivo que los del arco iris, formando arcos y reverberos que se desbarataban cuando hasta el sonido más tenue estremecía la caverna. Martel se acercó a una de las barandas que separaban los tanques del abismo y entonó Aaaaaaa. Los colores se agitaron enloquecidos, y el eco de los metales dormidos repitió infinitas veces la vocal: aaaaaaaa.

Después, su cuerpo se irguió hasta alcanzar una estatura que parecía la de otro ser, gallardo y elástico. Alcira creyó que algún milagro le había devuelto la salud. El pelo, que Martel siempre peinaba a la gomina, aplastándolo y alisándolo para que se pareciera al de su ídolo Carlos Gardel, se le alzaba entonces rebelde y ensortijado. Tenía la cara transfigurada por una expresiónatónita que reflejaba a la vez beatitud y salvajismo, como si el palacio lo hubiera hechizado.

Le oí cantar entonces una canción de otro mundo -me contó Alcira-, con una voz que parecía contener miles de otras voces dolientes. Debía de ser un tango anterior al diluvio de Noé, porque lo expresaba con un lenguaje aún menos comprensible que el de sus obras de repertorio; eran más bien chispas fonéticas, sonidos al voleo en los que se podían discernir sentimientos como la pena, el abandono, el lamento por la felicidad perdida, la añoranza del hogar, a los que sólo la voz de Martel les daba algún sentido. ¿Qué quieren decir brenai, ayaúú, panísola, porque era más o menos eso lo que cantaba? Sentí que sobre aquella música caía no un solo pasado sino todos los que la ciudad había conocido desde los tiempos más remotos, cuando era sólo un pajonal inútil.

La canción duró dos a tres minutos. Martel estaba exhausto cuando la terminó, y a duras penas alcanzó a sentarse en la saliente de hierro. Algo sutil se había modificado en el recinto. Los inmensos tanques seguían reflejando, ya muy apagadas, las últimas ondas de la voz, y la luz de las claraboyas, al rozar los húmedos mosaicos del patio, levantaba figuras de humo que nunca se repetían. No eran esas variaciones las que llamaron la atención de Alcira, sin embargo, sino un inesperado despertar de los objetos. ¿Estaría girando la manivela de alguna válvula? ¿Sería posible que la rutina del agua, interrumpida desde 1915, estuviera desperezándose en las esclusas? Esas cosas jamás suceden, se dijo. Sin embargo, la puerta del tanque de la esquina suroeste, sellada por la herrumbre de los goznes, estaba ahora entreabierta y una claridad lechosa marcaba la hendidura. El cantor se levantó, empujado por otro flujo de energía, y avanzó hacia el lugar. Fingí que me apoyaba en él para que él se apoyara en mí, me contó Alcira meses más tarde. Fui yo quien abrió la puerta por completo, dijo. Un poderoso vaho de muerte y de humedad me dejó sin aliento. Algo había en el tanque, pero no vimos nada. Por fuera, lo tapaba una mansarda de escenografía, con dos claraboyas que dejaban entrar el sol de las tres de la tarde. Del piso, lustroso como si nadie lo hubiera tocado jamás, se alzaba la misma niebla que habíamos visto en otras partes del palacio. Pero el silencio era allí más denso: tan absoluto que casi se podía tocar. Ni Martel ni yo nos atrevimos a hablar, aunque ambos pensábamos entonces lo que al salir del palacio nos dijimos de viva voz: que la puerta del tanque había sido abierta por el fantasma de la adolescente atormentada un siglo antes en ese agujero.


La desaparición de Felicitas Alcántara sucedió el último mediodía de 1899. Acababa de cumplir catorce años y su belleza era famosa desde antes de la adolescencia. Alta, de modales perezosos, tenía unos ojos tornasolados y atónitos, que envenenaban al instante con un amor inevitable. La habían pedido muchas veces en matrimonio, pero sus padres consideraban que era digna sólo de un príncipe. A fines del siglo XIX no llegaban príncipes a Buenos Aires. Faltaban aún veinticinco años para que aparecieran Umberto de Saboya, Eduardo de Windsor y el maharajá de Kapurtala. Los Alcántara vivían, por lo tanto, en una voluntaria reclusión. Su residencia borbónica, situada en San Isidro, a orillas del Río de la Plata, estaba ornada, como el Palacio de Aguas, por cuatro torres revestidas de pizarra y carey. Eran tan ostentosas que en los días claros se las podía distinguir desde las costas del Uruguay.


El 31 de diciembre, poco después de la una de la tarde, Felicitas y sus cuatro hermanas menores se refrescaban en las aguas amarillas del río. Las institutrices de la familia las vigilaban en francés. Eran demasiadas y no conocían las costumbres del país. Para entretenerse, escribían cartas a sus familias o se contaban infortunios de amor mientras las niñas desaparecían de la vista, en los juncales de la playa. Desde los fogones de la casa llegaba el olor de los lechones y pavos que estaban asándose para la comida de medianoche. En el cielo sin nubes volaban los pájaros en ráfagas desordenadas, acometiéndose a picotazos. Una de las institutrices comentó como al pasar que, en el pueblo gascón de donde provenía, no había presagio peor que la ira de los pájaros.


A la una y media, las niñas debían recogerse para dormir la siesta. Cuando las llamaron, Felicitas no apareció. Se avistaban algunos veleros en el horizonte y bandadas de mariposas sobre las aguas tiesas y calcinadas. Durante largo rato las institutrices buscaron en vano. No temían que se hubiera ahogado, porque era una nadadora resistente que conocía a la perfección las tretas del río. Pasaron botes con frutas y hortalizas que volvían de los mercados y, desde la orilla, las desesperadas mujeres les preguntaron a gritos si habían visto a la joven distraída internándose aguas adentro. Nadie les hizo caso. Todos estaban celebrando el Año Nuevo desde temprano y remaban borrachos. Así pasaron tres cuartos de hora.


Esa pérdida de tiempo fue fatal, porque Felicitas no apareció aquel día ni los siguientes, y los padres siempre creyeron que, si les hubieran avisado en seguida, habrían encontrado algún rastro. No bien amaneció el 1° de enero del año 1900, varias patrullas de policía peinaron la región desde las islas del Tigre a las barrancas de Belgrano, enturbiando la paz del verano. La búsqueda fue comandada por el feroz coronel y comisario Ramón L. Falcón, que se volvería célebre en 1909 al dispersar en la plaza Lorca una manifestación de protesta contra los fraudes electorales. En la refriega murieron ocho personas y otras diecisiete quedaron heridas de gravedad. Seis meses más tarde, el joven anarquista ruso Simón Radowitzky, que había salido ileso por milagro, se vengó del comisario aniquilándolo con una bomba lanzada al paso de su carruaje. Radowitzky purgó su crimen durante veintiún años en la prisión de Ushuahia. A Falcón lo inmortaliza hoy un monumento de mármol a dos cuadras del atentado.

El comisario era notable por su tenacidad y olfato. Ninguno de los casos que se le encomendaron había quedado sin resolver, hasta la desaparición de Felicitas Alcántara. Cuando no disponía de culpables los inventaba. Pero en esta ocasión carecía de sospechosos, de cadáver y hasta de un delito explicable. Sólo existía un móvil clarísimo que nadie se atrevía a mencionar: la turbadora belleza de la víctima. Algunos lancheros creían haber visto, la tarde de fin de año, a un hombre mayor, fornido, de orejas grandes y bigotes de manubrio, que escrutaba la playa con catalejos desde un bote de remos. Uno de ellos dijo que el curioso tenía dos enormes verrugas junto a la nariz, pero nadie concedió importancia a esas identificaciones, porque coincidían con los rasgos del propio coronel Falcón.


Buenos Aires era entonces una ciudad tan espléndida que Julet Huret, el corresponsal de Le Figaro, escribió al desembarcar que le recordaba a Londres por sus estrechas calles rebosantes de bancos, a Viena por sus carruajes de dos caballos, a París por sus aceras espaciosas y sus cafés con terrazas. Las avenidas del centro estaban iluminadas con lámparas incandescentes que solían explotar al paso de los transeúntes. Se excavaban túneles para los trenes urbanos. Dos líneas de tranvías eléctricos circulaban desde la calle del Ministro Inglés hasta los Portones de Palermo y desde Plaza de Mayo a Retiro. Esos estrépitos afectaban los cimientos de algunas casas y hacían pensar a los vecinos en la inminencia del fin del mundo. La capital abría a los visitantes ilustres la puerta de sus palacios. El más alabado era el de Aguas, pese a que, según el poeta Rubén Darío, copiaba la imaginación enferma de Luis II de Baviera. Hasta 1903, el palacio carecía de vigilantes. Como el único tesoro del lugar eran las galerías de agua y no había peligro de que alguien las robara, el gobierno consideraba inútiles los gastos de seguridad. Fue preciso que desaparecieran algunos adornos de terracota importados de Inglaterra para que se contratara un servicio de guardianes.

El agua de Buenos Aires era extraída por unos grandes sifones que estaban frente al barrio de Belgrano, a dos kilómetros de la costa, y llevada a través de túneles subfluviales hasta los depósitos de Palermo, donde se filtraban las heces y se añadían sales y cloro. Tras la purificación, una red de cañerías la impulsaba hacia el palacio de la avenida Córdoba. El comisario Falcón mandó vaciar las cañerías y sondearlas en busca de indicios, por lo que las zonas más desvalidas de la ciudad quedaron sin agua en aquel tórrido febrero del año 1900.

Pasaron meses sin noticias de Felicitas. A mediados de 1901 aparecieron frente al portal de los Alcántara panfletos con mensajes insidiosos sobre el destino de la víctima. Ninguno aportaba la menor pista. La Felicidad era virgen. Ya no, decía uno. Y otro, más perverso: Montársela a Felicitas cuesta un peso en el quilombo de Junín al 2300. Esa dirección no existía.

El cuerpo de la adolescente fue descubierto una mañana de abril de 1901, cuando el sereno del palacio de Aguas se presentó a limpiar la vivienda asignada para su familia en el ala suroeste del palacio. La niña estaba cubierta por una ligera túnica de hierbas del río y tenía la boca llena de guijarros redondos que, al caer al suelo, se convirtieron en polvo. Contra lo que habían especulado las autoridades, seguía tan inmaculada como el día en que vino al mundo. Sus ojos bellísimos estaban congelados en una expresión de asombro, y la única señal de maltrato era un oscuro surco alrededor del cuello dejado por la cuerda de guitarra que había servido para estrangularla. Junto al cadáver estaban los restos de la fogata que debió encender el asesino y un pañuelo de hilo finísimo y color ya indefinido, en el que aún se podían leer las iniciales RLF. La noticia alteró profundamente al comisario Falcón, porque aquellas iniciales eran las suyas y se daba por seguro que el pañuelo pertenecía al culpable. Hasta el fin de sus días sostuvo que el secuestro y la muerte de Felicitas Alcántara eran una venganza contra él, e imaginó la hipótesis imposible de que la niña había sido llevada en bote hasta el depósito de Palermo, ahorcada allí mismo y arrastrada por las cañerías hasta el palacio de la calle Córdoba. Falcón jamás arriesgó una palabra sobre los móviles del crimen, tanto más indescifrables desde que el sexo y el dinero quedaron descartados.

Poco después del hallazgo del cuerpo de Felicitas, los Alcántara vendieron sus posesiones y se expatriaron a Francia. Los vigilantes del Palacio de Aguas se negaron a ocupar la vivienda del rectángulo suroeste y prefirieron la casa de chapas que el gobierno les ofreció a orillas del Riachuelo, en uno de los rincones más insalubres de la ciudad. A fines de 1915, el presidente de la República en persona ordenó que las habitaciones malditas fueran clausuradas, lacradas y borradas de los inventarios municipales, por lo que en todos los planos del palacio posteriores a esa fecha aparece un vacío desparejo, que sigue atribuyéndose a un defecto de construcción.

En la Argentina existe la costumbre, ya secular, de suprimir de la historia todos los hechos que contradicen las ideas oficiales sobre la grandeza del país. No hay héroes impuros ni guerras perdidas. Los libros canónicos del siglo XIX se enorgullecen de que los negros hayan desaparecido de Buenos Aires, sin tomar en cuenta que aun en los registros de 1840 una cuarta parte de la población se declaraba negra o mulata. Con intención similar, Borges escribió en 1972 que la gente se acordaba de Evita sólo porque los diarios cometían la estupidez de seguir nombrándola. Es comprensible, entonces, que si bien la esquina suroeste del Palacio de Aguas se podía ver desde la calle, la gente dijera que ese lugar no existía.

El relato de Alcira me hizo pensar que Evita y la niña Alcántara convocaron las mismas resistencias, una por su belleza, la otra por su poder. En la niña, la belleza era intolerable porque le daba poder; en Evita, el poder era intolerable porque le daba conocimiento. La existencia de ambas fue tan excesiva que, como los hechos inconvenientes de la historia, se quedaron sin un lugar verdadero. Sólo en las novelas pudieron encontrar el lugar que les correspondía, como les ha sucedido siempre en la Argentina a las personas que tienen la arrogancia de existir demasiado.

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